Tiempos y Circunstancias de Jesucristo - José A. Sánchez Calzado - E-Book

Tiempos y Circunstancias de Jesucristo E-Book

José A. Sánchez Calzado

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Beschreibung

Es frecuente que al leer los Evangelios y otros textos del Nuevo Testamento desconozcamos la verdadera naturaleza de muchos de los personajes que transitan por ellos, desde Herodes hasta los célebres fariseos y saduceos, lo que sin duda nos impide entender muchos de los aspectos de la vida que rodeó a Jesús, del contexto social, religioso, político y cultural de su existencia terrena. Este libro nos enseña a identificarlos con claridad, mostrándonos también muchas costumbres de la época que nos ayudarán a penetrar con más luz en los escritos de la Biblia.

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Tiempos y circunstancias de Jesucristo

José A. Sánchez Calzado

ISBN: 978-84-19796-35-6

1ª edición, marzo de 2023.

Imagen de portada: Maqueta de Jerusalén del Segundo Templo

https://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Jerusalem_Modell_BW_2.JPG

Conversão para formato e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Índice

Presentación

PRIMERA PARTE: ANTES DE LA LLEGADA DE JESÚS

1. Una cultura con muchas influencias

2. Invasores e invadidos: pobladores de Canaán antes de la llegada de Israel

3. Invasores de Canaán tras la llegada de Israel

4. Los complejos primeros siglos del segundo templo

5. Postexilio tardío: rebelión de los macabeos y llegada de los romanos

6. El cisma samaritano

SEGUNDA PARTE: EN TIEMPOS DE JESÚS

7. Breve apunte sobre una tierra más bien compleja

8. Algo de geografía: el país que recorrió Jesús

9. Jerusalén

10. El templo

11. La sinagoga

12. El judaísmo que conoció El Señor

13. La ley, los profetas y los escritos. Las biblias que manejó Jesús

14. Doctos e ignorantes. Fariseos, saduceos, escribas y esenios

15. Sacerdotes y levitas: algo más que poder religioso

16. El poder: romanos, reyes y sanedrín

17. La mujer, el matrimonio y los hijos

18. Estratos sociales

19. La economía

20. Fiestas judías

21. El día a dia de los judíos

22. La diáspora

23. Epílogo: Palestina desde la resurrección Del Señor hasta la destrucción del templo

Algunos libros clásicos sobre el tema

A Carmen Luisa.

En la sociedad tradicional, incluyendo el Imperio romano y los judíos de Palestina, la religión estaba incrustada en el tejido político y social de la comunidad.

A. J. Saldarini.

Así como los griegos son nuestros maestros en filosofía, los judíos lo son en religión.

Étienne Gilson

Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor.

San Pablo.

Presentación

Este libro es fruto de mis muchas lecturas, y nace con vocación divulgativa y –si se me permite el atrevimiento– didáctica, pero con expresa renuncia a cualquier intención de polemizar acerca de los aspectos no bien aclarados sobre los tiempos de Jesús, como sería propio de una obra erudita, ya que tal planteamiento superaría mis conocimientos y pervertiría el deseo que me lleva a escribirlo: mostrar de una forma lo más sencilla posible cómo era la sociedad palestina en el momento elegido por el Hijo de Dios para acampar en el mundo y vivir con nosotros; de ahí el título de Tiempos y circunstancias de Jesucristo1 con el que intento abarcar el contexto geográfico, social, cultural, político y religioso que envolvió la vida de Cristo, a sabiendas de que en estas páginas apenas podré mostrar algunas generalidades que, no obstante, considero suficientes para que cualquier lector de la Biblia entienda mejor ciertos aspectos de los relatos evangélicos y, en general, el ambiente del Nuevo Testamento.

Como cualquiera de nosotros, Jesús –en cuanto hombre–, se vio influido por el entorno existente en el tiempo y el lugar donde nació, lo que sin duda suscitaría en Él dos tipos de reacciones complementarias y paradójicamente opuestas: por un lado, un movimiento de adaptación al medio, con la consecuente implicación en los diversos problemas que afectaban a aquella comunidad y en sus posibles soluciones; por otro, una actitud transformadora de lo que se oponía a la voluntad del Padre, o que había sido malinterpretado en el mensaje revelado a lo largo de los dos milenios precedentes y que culminaría con su muerte en la cruz, acto supremo de nuestra Redención. De las dos formas y en ambos sentidos quedarían afectadas sus palabras y acciones salvíficas, incluyendo –como decimos– su sacrificio final, solo posible en una sociedad en la que la cruz venía siendo utilizada como patíbulo para los delincuentes2, uno de los cuales vino a ser Cristo a ojos de las autoridades judías y de cierto sector del pueblo.

Teniendo esto en cuenta, escribo –lo repito– con el objetivo principal de ayudar a entender mejor el Evangelio, cuyo sentido literal puede haber quedado en parte oculto a las gentes de hoy, tan alejadas de los usos y costumbres del Israel del siglo I. Pienso que será de ayuda para todos, pero principalmente para quienes leen habitualmente el Nuevo Testamento o escuchan la Palabra de Dios en misa. Siendo esto cierto, creo no equivocarme al afirmar que también resultará de interés para aquellos que, creyentes o no, sientan curiosidad por el ambiente social, religioso, cultural y político de Palestina en las primeras décadas de nuestra Era, consciente de la influencia que, a través de Cristo, acabó teniendo en Occidente.

Es evidente que hechos y enseñanzas adquieren mayor profundidad y dimensión cuando se conoce mejor la cadena de relaciones derivadas de la estructura y jerarquía sociales, las funciones de los distintos grupos y sus dependencias, el papel del poder civil y religioso, la geografía y, en fin, otros aspectos como la economía básica de –en este caso– un país en continuo cambio al que, casi siglo y medio después del nacimiento de Jesús, el emperador Adriano, harto de las rebeliones judías, mandaría renombrar como Palestina, “Tierra de Filisteos”, término desconocido en la época a la que vamos a referirnos, pero que usaremos con frecuencia por comodidad y costumbre.

He estructurado la obra en dos partes: una primera, más breve, en la que repaso las distintas influencias recibidas por el pueblo de Israel desde su llegada a Canaán hasta el nacimiento del Señor; y otra, más extensa, en la que abordo las características de Palestina en los días de la predicación de Jesús.

Por si alguien quisiera ampliar sus conocimientos, al final pongo una relación de algunos de los mejores libros clásicos sobre la materia.

No quisiera terminar esta Presentación sin comentar que no me limito en estas humildes páginas a transcribir lo que otros han investigado y publicado; por supuesto que el conocimiento de los expertos constituye la base de las mismas, pues lo contrario sería inventar, pero también interpreto lo aprendido de acuerdo con mi formación, con mis muchos años de lectura de la Biblia y de textos dedicados a asuntos bíblicos, procurando –por medio de esa reflexión e interpretación– crear una obra en cierta manera diferente, en la que he intentado que las frecuentes referencias a los pertinentes pasajes del Evangelio nos ayuden a ver la vida, los hechos y las palabras de Jesús de forma, si no distinta, sí más completa.

No puedo dejar de advertir que, aunque he simplificado lo más posible las complejidades de aquellos días, no he podido hacerlo hasta el punto de faltar a la verdad. Y es que la excesiva simplificación hace más comprensible cualquier realidad a costa de vaciarla de su propia realidad.

En fin, no quiero terminar sin agradecer a Carmen Luisa, mi mujer, su aliento e infinita paciencia con mis ausencias en estos últimos meses, pues escribir supone para mí casi ausentarme del mundo que me rodea. Agradezco también el apoyo de tantos amigos del Puerto de Santa María, especialmente de don Eugenio Romero, párroco de la Milagrosa, a la que pertenezco.

Espero que sean muchos los amantes de las enseñanzas del Hijo de Dios que se beneficien de la modesta información aportada por estas páginas, cuyo porvenir pongo en manos de la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, buena conocedora de aquellos tiempos y lugares.

El Puerto de Santa María.

19 de enero de 2023.

1. En mi forma de concebir la existencia, el tiempo constituye la imprescindible circunstancia donde se desarrollan todas las demás, necesarias o no, si bien en Jesús el concepto de “circunstancia” es matizable, por ser el único nacido de mujer que eligió el momento y el lugar donde había de nacer. Podríamos decir que Jesús “buscó” sus circunstancias.

2. La cruz, como patíbulo, no fue inventada por los romanos, sino por los persas, y se venía utilizando en Palestina en los dos siglos anteriores al nacimiento de Jesús.

PRIMERA PARTE: ANTES DE LA LLEGADA DE JESÚS

1. Una cultura con muchas influencias

Creo no equivocarme al afirmar que a menudo damos por sentada la homogeneidad de la sociedad judía que conoció Jesús, integrada a nuestro común entender por individuos de la misma raza, religión y cultura, y refractaria a cualquier influencia exterior debido al fuerte arraigo, individual y social, de una misma fe monoteísta y de una misma sangre, la de Abrahán, Isaac y Jacob, a quienes todos se enorgullecían de tener por padres.

Pero esto es verdad solo en parte, pues si bien el pueblo hebreo era relativamente homogéneo3 en sus orígenes, no pudo eludir el influjo de las culturas que poblaban Palestina cuando llegaron, ni el de las que la invadirían con más o menos éxito después de su asentamiento, sobre todo a partir del siglo VIII antes de Cristo (a.C.), además de las adaptaciones sufridas al admitir en su comunidad religiosa a prosélitos procedentes de la gentilidad, tanto griegos como sirios, egipcios, medos o elamitas. Por ello es obligado repasar en estos primeros capítulos las principales influencias recibidas por Israel en los siglos que precedieron al nacimiento de Cristo.

La llegada a una tierra deseada

Se estima que los israelitas llegaron a la Tierra Prometida en la segunda mitad del siglo XIII a.C., entre los años 1250 y 12004, y que la fueron ocupando poco a poco a lo largo de los dos siglos siguientes, empezando por las tierras más pobres, montañosas y menos pobladas, para ir extendiéndose lentamente hacia los fértiles llanos de la mitad norte, el valle del Jordán y, en menor grado, la llanura costera, defendida con obstinación por los filisteos. No es de extrañar esta dinámica de colonización, ya que la franja de tierra prometida por Dios a Israel, denominada genéricamente Canaán, estaba habitada por pueblos muy diversos que en conjunto conocemos como cananeos, estructurados en sociedades pequeñas y bien organizadas en torno a ciudades-estado como Hebrón, Laquis, Jasor, Jerusalén o Jericó, eficazmente guardadas por guerreros entrenados y, sobre todo, por aquellas altas murallas que parecieron inexpugnables a los primeros exploradores enviados por Moisés, según nos cuenta el Libro de los Números 13,27-29. A su regreso, estos doce hombres narran lo siguiente: “Llegamos a la tierra donde nos enviaste que, ciertamente, mana leche y miel, y estos son sus frutos. Pero el pueblo que habita en ella es poderoso, y las ciudades están muy fortificadas y son muy grandes; y también vimos allí a los descendientes de Anac. Amalec habita en la región del Négueb; el hitita, el jebuseo y el amorreo habitan en el monte, y el cananeo habita junto al mar y a la orilla del Jordán”.

Contra esos pueblos y algunos más tendrían que luchar para hacerse un hueco en la tierra que pretendían habitar, pero como no eran tontos y sabían que estaban en franca desventaja numérica y de preparación militar, empezaron por conquistar las tierras más altas y pobres en las que, desde luego, no manaba leche y miel, y aun en estas procuraron no perturbar a las ciudades mejor guardadas, como Jerusalén, habitada por los jebuseos, que no fue conquistada hasta principios del siglo X a.C. por el rey David, es decir, dos siglos después de la llegada de los israelitas. En las primeras décadas apenas se hicieron con Jericó, en las proximidades del Jordán, Laquis en la parte media occidental, Hebrón al sur, y Jasor al norte.

El reparto

Hasta donde sabemos, el Pueblo Elegido se fue distribuyendo de acuerdo con una estructura social netamente tribal, ocupando cada tribu una parte de aquellas tierras y continuando su vida dedicada eminentemente al pastoreo y a una incipiente agricultura, con un sedentarismo no exento de reminiscencias nómadas propias de los años de su larga travesía por el Sinaí. Así, al oeste del Jordán (Cisjordania) la tribu de Judá ocupó una gran extensión de terreno en la parte sur, y al suroeste de la misma se situó la de Simeón (FIGURA 1), que pronto desapareció diluida en la de Judá. Inmediatamente al norte ocupó la de Benjamín una estrecha franja de tierra pequeña y montañosa, que con el paso del tiempo se mostraría de gran valor estratégico, al estar en ella la ciudad de Jerusalén y servir de puente entre el norte y el sur del país.

Hacia la zona septentrional se asentaron las tribus de Efraín y Manasés, los hijos de José, y al oeste de Efraín los descendientes de Dan. Por fin, las tribus que se ubicaron en la zona más al norte fueron las de Zabulón, Isacar, Aser y Neftalí. Al este del Jordán se situaron de sur a norte las de Rubén, Gad y la parte transjordánica de Manasés.

Así permanecieron durante dos siglos, defendidos de eventuales enemigos por los jueces, entre los que destacaron Gedeón, Sansón y Débora, líderes carismáticos que emergían para resolver problemas concretos, pero sin ánimo de gobernar a las tribus ni aunarlas, volviendo a sus antiguos oficios tras cumplir su misión. Podemos decir que en aquellos primeros siglos cada tribu hizo su vida escasamente conectada con las demás, salvo en los momentos de peligro.

Figura 1: Distribución de las doce tribus de Israel en la Tierra Prometida

Solo a mediados del siglo XI es ungido rey Saúl, que luchó con bravura y poca suerte contra los filisteos, aunque aun sin aspirar a unificar a los israelitas, algo que consiguió su sucesor, David, con quien todo el pueblo de Israel fue, por primera vez, uno solo. Con él se centralizó el gobierno y desapareció el régimen tribal, que solo se conservó en las genealogías y poco más. También fue David quien logró conquistar Jerusalén, aun en manos de los jebuseos, erigiéndola por estratégica decisión en capital del nuevo reino que había creado. Todos los historiadores están de acuerdo en que esta fue una de sus más sabias medidas, ya que Jerusalén seguía estando en Judá, como la Hebrón que antes habitaba, pero muy próxima a las tribus del norte, potencialmente hostiles a un rey de la sureña Judá. Con ello consiguió mantener contentos a los israelitas de Judá y Benjamín, calmando de paso a las desconfiadas tribus septentrionales.

Así, unido, pasó el reino de Israel a Salomón, hijo de David, hacia el 965 a.C., quien lo engrandeció creando una verdadera administración y la correspondiente burocracia, rodeándose de sabios, comerciando con habilidad con los pueblos vecinos, muchos de los cuales se hicieron tributarios suyos, desarrollando la industria del hierro, el cobre y el bronce hasta extremos desconocidos en Oriente, y construyendo una flota como nunca había tenido ni volvería a tener Israel, lo que le permitió comerciar con los ricos reinos del sur, como el de Ofir. Para algunos autores modernos fue en estos años cuando se inició la primera redacción de las Escrituras basándose en tradiciones orales y, probablemente, en escritos primitivos, aunque ninguno de esos textos ha llegado hasta nosotros.

Como lo bueno no puede durar, a su muerte hacia el año 930 a.C., el heredero de Salomón, su hijo Roboán, llevó al reino a la división, siendo la zona septentrional para uno de sus generales, Jeroboán, y el sur para él. En adelante el Pueblo Elegido viviría en la forma política de dos reinos: el del Sur o de Judá, integrado por la tribu del mismo nombre y la de Benjamín, con capital en Jerusalén, y el del Norte o de Israel, integrado por las demás tribus, con capital cambiante hasta que en el siglo IX a.C. se estableció en la ciudad de Samaría.

Por entonces la luchas con los antiguos pobladores del país eran escasas, a excepción de los filisteos, habitantes de la franja suroccidental del reino de Judá, que nunca llegaron a ser totalmente doblegados, y algunas escaramuzas con los vecinos de la frontera oriental, semitas como ellos, entre los que destacaban amonitas, edomitas y moabitas. A ellos hay que añadir los fenicios, dueños de la franja noroccidental del reino del Norte, cuyas principales ciudades –Tiro y Sidón– nunca fueron definitivamente conquistadas por los hebreos, quizás porque su conocimiento de la navegación, su nada despreciable flota de navíos, sus inteligentes estrategias comerciales y su alto desarrollo técnico en la construcción de edificios y utensilios los convertían en socios necesarios e insustituibles. Tan importantes fueron las influencias fenicias sobre Israel, que acabaron adoptando su lengua, que a partir de ahí evolucionó por cuenta propia hasta llegar al hebreo bíblico y, con el paso de los siglos, al hebreo misnaico5y al actual.

Como acabamos de ver de forma sumaria, el pueblo hebreo creció y se desarrolló en la Tierra Prometida bajo la influencia de numerosas culturas, algunas de las cuales nos disponemos a comentar brevemente para hacernos mejor idea de lo mucho que Israel compartió con sus vecinos a lo largo de un milenio.

3. Digo relativamente porque no pocos historiadores y estudiosos de las Escrituras defienden cierta posible mezcla de los hebreos salidos de Egipto con otros pueblos nómadas o seminómadas del Sinaí y su entorno.

4. Algunos autores la sitúan un siglo antes, pero elegimos la más probable.

5. Utilizado entre los siglos I y IV de nuestra Era, sobre todo en los escritos.

2. Invasores e invadidos: pobladores de Canaán antes de la llegada de Israel

Hemos dicho que las tierras ocupadas inicialmente por los israelitas no eran especialmente ricas, a excepción de la parte norte, más húmeda, donde la agricultura y la ganadería eran prósperas y la pesca resultaba abundante en el que conocemos como mar de Galilea. Pero lo que no hemos comentado es la importancia estratégica de esa pequeña parte del mundo, de no más de 375 kilómetros en sentido norte-sur y de un máximo de 120 kilómetros de este a oeste6, debido sobre todo a su situación geográfica, no a las características étnicas de sus habitantes.

En efecto, la estrecha franja que se extiende entre el río Jordán y la costa oriental del Mediterráneo era un corredor natural muy utilizado por las potencias del sur para atacar a las del norte, por las del norte para atacar a las del sur, y por las del este para atacar a las dos anteriores o impedir ser atacadas. Pero, ¿de qué pueblos estamos hablando?

Aunque fueron cambiando o alternándose con el devenir de los siglos, la principal potencia del oeste fue siempre Egipto, y mucho más tarde Grecia y Roma. Por el norte destacaron los hititas, que durante cerca de dos siglos dominaron casi en exclusiva la industria y el manejo del hierro, lo que les dio una ventaja nada despreciable sobre sus enemigos, sumergidos en la edad del bronce. Hacia el noreste la amenaza venía de arameos y sirios, y más al este se situaban asirios, babilonios, medos, persas y partos, por citar solo los más importantes7, si bien no todos coincidieron en el tiempo.

De una u otra forma, como veremos en los siguientes capítulos, entre los siglos VIII y I a.C. todos dejaron su impronta en lo que hoy conocemos como Palestina, habitada por los israelitas desde el siglo XIII-XII a.C. con escasos periodos de tranquilidad. Y es que quien invade impone, cambia, crea, construye, corrompe, mezcla, desnaturaliza, secuestra, pervierte y culturiza, aunque también resulta influido por los pueblos sometidos, viéndose modificado por ellos; son las consecuencias de las relaciones humanas, nunca asépticas, casi nunca neutras, rara vez desinteresadas. A todas las fuerzas destructivas y constructivas mencionadas se vieron sometidos los hebreos en los ocho siglos previos al nacimiento de Cristo, y aun en el siglo y medio siguiente al mismo. En total, casi un milenio en el que prevalecieron las humillaciones, servidumbres y sometimientos, con escasos periodos de dominio y aun menos de sosiego.

Pero antes de comentar la influencia que los invasores de aquella tierra de promisión ejercieron sobre los israelitas, es preciso hablar de la impronta dejada en ellos por quienes la habitaban a su llegada, a los que hemos dado el nombre genérico de cananeos por habitar Canaán, cuyos confines no pueden delimitarse con exactitud, aunque parecen coincidir a grandes rasgos con la que los judíos llamaron Tierra Prometida. Como acabamos de decir y veremos enseguida con más detalle, también quienes someten son cambiados en mayor o menor grado por los sometidos para bien de todos.

Cananeos, un pueblo con muchos pueblos

En el pasaje de Números que hemos transcrito más arriba se apunta parte de la variedad de etnias que habitaban Palestina antes de la llegada de los israelitas, muchas de los cuales siguieron conviviendo con estos durante al menos dos siglos, como se atestigua en Jueces 3,5-6: Los israelitas vivían con los cananeos, hititas, amorreos, perezeos, jeveos y jebuseos, se casaban con las hijas de aquellos, les entregaban a sus propias hijas en matrimonio y daban culto a sus dioses.

Los estudios arqueológicos han puesto de manifiesto que las primeras entradas de pueblos semíticos8 en aquellas tierras se produjeron en torno al año 3000 a.C., instalándose en ciudades con muros sólidamente construidos, trazados geométricos y buenas infraestructuras urbanas, como se ha podido establecer en Jericó, destruida en numerosas ocasiones por terremotos e invasiones, Tirsá o Ay9. Su riqueza se basaba en la agricultura.

A finales del segundo milenio penetraron nuevos pueblos, conocidos comúnmente como amorreos, que significa “extranjeros”, quienes también dejaron su huella, sobre todo en las estructuras defensivas de las ciudades que construyeron o conquistaron.

En los siglos XVII y XVI a.C. entraron en escena los hicsos, que por entonces dominaban Egipto hasta el punto de darle los faraones de la XII a la XVII dinastía. Originalmente dedicados al pastoreo, introdujeron nuevas técnicas constructivas y con ellos se estratificaron más las clases sociales entre nobles y siervos. Se estima que su dominio coincidió con la llegada a Egipto de José, Jacob y el resto de sus hijos y su multiplicación en régimen tribal en la parte oriental del delta del Nilo, en las fértiles tierras de Gosén.

Después de los hicsos se establecieron en Canaán los hurritas, el primer pueblo de origen indoeuropeo, que se extendió ampliamente por el territorio. Eran gentes creativas, muy dadas a las manufacturas y a la artesanía. Fueron derrotados por los egipcios del Imperio Nuevo, que ocuparon Canaán en el siglo XIV a.C., aunque tuvieron que defenderlo con esfuerzo de la belicosidad de un nuevo pueblo, los hititas que, procedentes de Anatolia10, amenazaban continuamente las fronteras orientales del imperio egipcio. Como ya hemos dicho, los hititas fueron los primeros en manejar los trabajos del hierro, que mantuvieron en secreto durante unos doscientos años.

En el siglo XIII a.C., los llamados pueblos del mar se establecieron en la franja costera de Canaán para dar origen a los filisteos, cuya pericia guerrera se narra una y otra vez en la Biblia, ya que en el siglo XI lograron hacerse con las técnicas de trabajo del hierro de los hititas, lo que les concedió una enorme ventaja sobre los pueblos vecinos, también sobre los hebreos. Se cree que esta fue una de las causas de su victoria sobre el rey israelita Saúl, en Guilboá, como se nos narra en 1Samuel 31. Ciudades filisteas fueron Gaza, Ascalón, Gat, Asdod y Ecrón, todas repletas de historia y acontecimientos en el Antiguo Testamento y aun en el Nuevo. Gaza, por ejemplo, se nombra veintidós veces en la Biblia hebrea.

Expandiéndose a lo largo de al menos dos siglos, los israelitas dominaron poco a poco todo el territorio, a excepción de la franja filistea, pero no lo hicieron con una guerra de aniquilación como ellos mismos pretenden en ciertos relatos bíblicos11. La estratigrafía12 muestra hallazgos compatibles con destrucciones y fuego muy notables en las ciudades que conquistaron, pero esto es una cosa y otra distinta que pasaran a cuchillo a la población, ya que esta técnica aniquiladora no se conoció hasta la llegada de los asirios varios siglos después.

Los israelitas llamaron Canaán a la ciudad fenicia de Sidón y su entorno, pero también al resto de lo que conocemos como Tierra Prometida, en la que habían ido dejando huella y descendientes –más o menos amalgamados– los distintos pueblos que habían desfilado por allí.

Influencias cananeas en los hebreos

Pero, ¿cómo influyeron los cananeos en los israelitas? Según sabemos, de muchas maneras. Empecemos por ver su influjo en el mismísimo nombre de Dios.

Tal nombre era, desde el Sinaí, Yahvé o Yahveh (en realidad, YHVH13). Sin embargo, uno de los nombres más usados es El (así en Éxodo 15,2 Números 23,22 y Deuteronomio 7,9), si bien en las traducciones se pierde y no podemos apreciar cuándo se utiliza, aunque se ha conservado como raíz en las palabras en arameo de Jesús en la cruz, que nos ha transmitido Marcos 15,34: “Eloí, Eloí, ¿lema sabacthaní?”. En sus formas compuestas, El aparece más de doscientas veces en la Biblia, tanto en la palabra Israel (“el que lucha con Dios”), como en ciudades como Betel (“casa de Dios”) o personas como Ismael (“a quien Dios oye”), Daniel (“Dios es mi juez”) o Samuel (“escuchado por Dios”). Su significado es “poderoso” o “fuerte”, y es el nombre que los cananeos daban a su dios supremo, en el sentido de su dios más importante, el más relevante entre todos sus dioses, que solían ser muchos, pues eran politeístas. Los israelitas, al ser monoteístas, lo adoptaron en un sentido muy distinto, pasando a significar el (único) Dios Todopoderoso, no el Dios más poderoso por encima de otros dioses, sino el solo Dios y, por tanto, Todopoderoso. ¿Supone esto que hubo cierto sincretismo entre la religión de Israel y las de los cananeos? Sin duda el peligro fue grande en todo momento, pero no hay indicios del mismo en la adopción del nombre El si nos atenemos al cambio de significado que adquirió. Me atrevería a decir que este fenómeno no debería llamarnos en exceso la atención, pues desde siempre los seres humanos hemos utilizado palabras viejas para referirnos a conceptos nuevos; y si alguien no me cree, que repase los términos ratón o aplicación, a ver qué le sugieren en la actualidad. El peligro real para la religiosidad hebrea no fue el sincretismo, sino el deslizamiento hacia el politeísmo, al tener que convivir con multitud de pueblos, como hemos visto en el pasaje de Jueces 3,5-6, todos ellos politeístas.

Pero la herencia cananea no se limitó a dar a Yahvé uno de sus nombres. Como hemos dicho, Israel consideraba cananea a Sidón, ciudad fenicia, hasta el punto de que en tiempos de Jesús aun se utilizaba este calificativo para referirse a sus gentes, como se ve en el pasaje de la curación de la hija de una mujer “cananea” (Mateo 15,21-28): Después que Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto que una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar… San Marcos nos dice que era griega,sirofenicia de origen (Marcos 7,26). Aunque griega, el pasaje nos muestra que seguían llamando cananeos a algunos habitantes no judíos del país, lo que implica cierta continuidad de costumbres desde la llegada de Israel doce siglos antes.

Hoy sabemos que los hebreos no se caracterizaban por sus habilidades artesanales y constructivas en los primeros siglos de su estancia en Canaán, pues no se han hallado restos estratigráficos significativos de aquellos años que indiquen lo contrario: ni cerámicas, ni ciudades, ni armas, ni utensilios, más allá de algunos puntuales y anecdóticos. Y es que no fue hasta Salomón, a mediados del siglo X a.C., cuando comenzó a darse una arquitectura sólida llena de detalles artísticos y con un perfeccionismo que aun hoy llama la atención, como se deduce de los hallazgos de la ciudad de Meguido14, y de las descripciones del Templo de Salomón del Profeta Ezequiel (41,1-26) y del Primer Libro de los Reyes (6,1-36)15. Pero, ¿se debieron a constructores y artesanos israelitas? Ni hablar. Sus diseñadores y hacedores fueron artesanos y arquitectos fenicios con influencias asirias; o sea, cananeos tributarios del pequeño imperio de Salomón.

Influencias en el Templo de Salomón

Nos dice la Biblia que este rey, a la hora de construir el Templo de Jerusalén que llevaría su nombre, echó manos del Jirán –o Hirán–, rey de Tiro, quien puso a su disposición su infinito conocimiento al respecto, el de sus arquitectos, técnicos, artesanos y orfebres, dejando a Salomón la aportación de las maderas y los metales, sobre todo oro y bronce para la ornamentación, el ajuar y la construcción de ciertos elementos especialmente sobresalientes, como las dos columnas exentas situadas en la parte delantera, conocidas como “Firme” y “Fuerte”, de algo más de 11 metros de altura –incluyendo basas y capiteles, también de bronce–, y perímetro en los fustes de nada menos que 5,4 metros. También eran fenicios quienes construyeron el llamado “mar de bronce”, un caldero para el agua de las abluciones situado delante de la puerta principal del Templo, de bronce macizo de 7,6 centímetros de grosor, 4,5 metros de diámetro y 2,25 metros de altura (1Reyes 7,23 y siguientes), sostenido por cuatro grupos de tres toros, también de bronce, cada grupo orientado hacia un punto cardinal. Se ha calculado su peso en unas 30 toneladas. Tanto las columnas exentas como el mar de bronce fueron fundidos por el broncista hebreo-fenicio Jirán (1Reyes 7,13 y siguientes): El rey Salomón hizo traer a Jirán desde Tiro. Este era hijo de una viuda de la tribu de Neftalí y de padre tirio. (…) Hizo dos columnas de bronce, cada una de dieciocho codos de altura y doce de circunferencia; su grosor era de cuatro dedos y estaban huecas por dentro”.

A esto hay que añadir el envigado y forrado de las paredes con madera de cedro del Líbano, que proporcionaría a las estancias interiores, sobre todo al Sancta Sanctorum16, un aroma de repercusiones extáticas.

También eran de elaboración fenicia, con inspiración asiria, los dos grandes querubines tallados en madera de olivo chapada en oro, de 4,5 metros de altura y alas de 2,25 metros que, en el Sancta Sanctorum, vigilaban el Arca de Alianza. Aunque no se conoce muy bien su forma, se piensa que eran como otros hallados en el entorno: figuras aladas con cuerpo de león y cabeza humana, que tendrían la misión de ejercer de guardianes en el lugar asignado. Se habla de ellos en 1Reyes 8,6: A continuación los sacerdotes introdujeron el arca de la alianza del Señor en su lugar reservado, el camarín del Templo, el Santo de los Santos, debajo de las alas de los querubines.

Conviene añadir que Israel adoptó la monarquía tardíamente, tras pedírselo insistentemente el pueblo al profeta Samuel (1Samuel 8,4-22), “para que nos gobierne como hacen las demás naciones”, es decir, para ser como los vecinos de Canaán y su entorno. Para estos, los reyes gozaban del respaldo divino y eran considerados hijos de los dioses, resultando muy probable que cuando Israel pasó a ser un reino, asumiera –al menos en parte– la misma concepción e ideales que en sus vecinos. De hecho, en algunos documentos hallados en Ugarit17, en el norte de Siria, se habla del ideal de los reyes cananeos con las palabras “el que juzga la causa de la viuda y resuelve el caso del huérfano”, expresiones superponibles a las de Isaías 1,17 (“Aprended a hacer el bien: buscad la justicia, proteged al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda”), y Jeremías 22,3 (“Ejerced el derecho y la justicia. Librad al despojado de la mano del explotador. No oprimáis ni hagáis violencia al extranjero, al huérfano ni a la viuda”), lo que supone un claro ejemplo de interacción cultural, de la que también parece valerse Dios para materializar su Revelación.

Los templos tenían significados muy concretos en Mesopotamia y otros pueblos politeístas de Oriente, en los que el culto iba dirigido a satisfacer las necesidades físicas de unos dioses más bien carnales y hambrientos, cuyas cualidades protectoras podían transferirse al rey –su hijo adoptivo– mediante determinadas ceremonias, como la del Año Nuevo, en las que el mediador obtenía para el pueblo por “simpatía” –imitación y mimetismo–, los bienes que solía otorgar el dios en cuestión, como la paz o las buenas cosechas.

Nada de esto contaminó el culto de Israel en el Templo de Salomón, por dos motivos fundamentales: 1) los israelitas poseían una normativa litúrgica y cultual dada por Moisés a raíz del encuentro en el Sinaí con Yahvé, normas que precedían y orientaban cualquier actividad de culto que pudiera hacerse en el Templo, evitando su corrupción; 2) el Dios de los hebreos no tenía necesidades físicas y, por tanto, los sacrificios que se ofrecían en el Templo, o Casa de Dios18, tenían un carácter de adoración, comunión, acción de gracias, alabanza y, muy principalmente, expiación por los pecados cometidos.

Esta significativa diferencia con los dioses cananeos queda bien reflejada en algunos textos bíblicos, como el Salmo 50,13-1419, donde Dios dice: “¿Es que voy a comer carne de toros y a beber sangre de machos cabríos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza, cumple tus votos al Altísimo”. La intención expiatoria de los sacrificios del Templo queda también magníficamente reflejada en el célebre Salmo 51, cuyo comienzo resulta conmovedor: “Ten misericordia de mí, Dios mío, según tu bondad; según tu inmensa compasión borra mi delito. Lávame por completo de mi culpa y purifícame de mi pecado”.

Fueron los de David y Salomón años –por lo general– de paz y gloria, pero a la muerte de este, las frivolidades y caprichos de su hijo Roboán llevarían a la guerra civil y, finalmente, a la división del reino en dos: el del Norte o de Israel y el del Sur o de Judá.

Ninguno intuyó lo que se les venía encima.

6. Si consideramos la extensión actual de los estados de Israel y Palestina juntos, la superficie no excede los 27.000 km2, poco más que la provincia de Badajoz. Sus límites, no obstante, cambiaron mucho a lo largo de los siglos a los que nos estamos refiriendo.

7. Su poderío se fue manifestando de forma sucesiva a lo largo de ocho a diez siglos.

8. Se habla de pueblos semíticos por extensión de “lengua semítica”, e incluye a arameos, asirios, babilonios, sirios, cananeos (incluidos los hebreos) y fenicios.

9. Tirsá se situaba en las montañas de Samaría, al noroeste de Siquem, y Ay (Hai) al noreste de Jerusalén.

10. Asia Menor, actual Turquía.

11. Me estoy refiriendo en concreto a la toma de Jericó, en la que el autor del Libro de los Jueces nos dice que los israelitas pasaron a filo de espada a hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, a bueyes, ovejas y burros (Jueces 6,21). Probablemente está queriendo ensalzar el poder militar de Israel, a pesar de que eran pastores con peor formación guerrera que la mayoría de los pueblos cananeos.

12. Técnica arqueológica consistente en estudiar los hallazgos por estratos, clasificándolos por épocas en función de las características de los objetos encontrados, sobre todo la cerámica, que es característica de cada pueblo y etapa.

13. A menudo encontramos este tetragrámaton escrito como YHWH: no es incorrecto, pero el cambio de V por W deriva de la pronunciación anglosajona de la letra hebrea va, que es W para ellos y V para nosotros. De aquí que lo más adecuado sea escribirlo en español con V. En cuanto a la H final, en hebreo no se pronuncia, por lo que es correcto prescindir de ella en Yahvé.

14. Ciudad situada 80 km al norte de Jerusalén, en el rico valle de Jezreel. Todo indica que fue favorecida por Salomón con la construcción de un gran acuartelamiento, los establos correspondientes y otras infraestructuras.

15. Invito al lector a sumergirse con sosiego en Ezequiel 41 y 1Reyes 6. Son las referencias más ciertas que tenemos sobre el Templo de Salomón o Primer Templo. No se precisan dibujos más o menos imaginativos, pues la palabra resulta aquí poderosa en sus descripciones.

16. “Santo de los Santos”, estancia más sagrada del Templo, donde se guardaba el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley y el cayado de Moisés.

17. Ciudad portuaria del norte de Siria, cuyo esplendor abarcó desde mediados del siglo XV a principios del XII a.C. Hizo importantes contribuciones a diversas áreas de la cultura de la época, como la escritura y la religión, también a la judía en la etapa a la que nos estamos refiriendo.

18. En las lenguas semíticas y no semíticas orientales no existía la palabra templo, utilizándose la expresión un tanto perifrástica de casa de Dios, que hemos heredado los cristianos.

19. Numeración corregida. En la Septuaginta (versión griega de la Biblia hebrea), la Vulgata y la liturgia correspondería al Salmo 49.

3. Invasores de Canaán tras la llegada de Israel

Ya tenemos al pueblo de Israel plenamente instalado en Canaán, la tierra prometida por Dios, habiendo superado la etapa tribal y pasada la de un reino unificado por David, engrandecido por Salomón, que a finales del siglo X ha desembocado en la división en dos, a partir de ahí más enemigos que amigos, aunque dispuestos a colaborar cuando los de fuera se muestren superiores a cualquiera de ellos. Tenemos también al conjunto del Pueblo Elegido habiendo asimilado no pocas influencias de la diversidad étnica y cultural que habitaba aquella parte del mundo, pero sin caer en sincretismos religiosos, aunque con ciertas incursiones en el politeísmo por parte de algunos sectores del pueblo y, cómo no, de algún que otro rey.

A partir de ahora, los reyes del Norte –o de Israel– serán figuras carismáticas desligadas de la estirpe de David, que rara vez darán lugar a una dinastía, mientras que los del Sur –o de Judá– continuarán con la dinastía davídica algunos siglos más. En cualquier caso, ambos mantendrán la fe en un solo Dios, Yahvé, aunque los devaneos con los dioses extranjeros no desaparecerán por ahora. De hecho, solo la acción y las contundentes palabras de los profetas que actuarán de parte de Dios impedirán el deslizamiento definitivo hacia los dioses extranjeros, mucho más carnales, complacientes, sensuales y hasta moralmente pasotas que el Dios Único y Todopoderoso, de carácter más bien serio y exigente.

Para el pueblo entero de Israel, Norte y Sur, había un mandato supremo, recogido no solo al comienzo de las Tablas de la Ley, sino en lo que se conoce como Shemá,20 una oración que venía –y viene– a ser lo que el Credo para los cristianos, cuyo inicio se lee en Deuteronomio 6,4-9: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Que estas palabras que hoy te digo estén en tu corazón. Las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas cuando estés sentado en casa y al ir de camino, al acostarte y al levantarte”