El secreto anhelo del demonio asmodeo - José A. Sánchez Calzado - E-Book

El secreto anhelo del demonio asmodeo E-Book

José A. Sánchez Calzado

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A juicio de otros diablos, Asmodeo es un demonio algo falto de aspiraciones. Lo que no saben sus congéneres es que desde hace siglos le obsesiona un oculto deseo: enamorarse de una mujer al modo humano. La ocasión de cumplir su sueño se la brinda sin saberlo su propio Jefe, el sarcástico General Satanero, al encargarle bajar a la tierra para llenar de sufrimientos la vida de Sara, una joven hebrea deportada con sus padres a Ecbatana de Media por los asirios. Corren los primeros años del siglo VII antes de Cristo.

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El secreto anhelo del demonio Asmodeo

A., José Sánchez Calzado

ISBN: 978-84-18766-07-7

1ª edición, abril de 2021.

Editorial Autografía

Calle de les Camèlies, 109, –08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

Sumário

ASMODEO.

SATANERO.

EL ENCARGO.

RAGÜEL, EDNA Y SARA.

POSESIÓN.

TOBIT, ANA Y TOBÍAS.

DESPOSORIOS.

AZARÍAS.

TIGLAT Y ASMODEO.

LOS PELIGROS DEL CAMINO.

EL ENCUENTRO.

HUMO.

LAS CUITAS DE ASMODEO.

EL REGRESO.

EL EXTRAÑO JUICIO DEL GENERAL SATANERO

¿Y TIGLAT?

EPÍLOGO.

A quienes tienen la mala suerte de no creer en los demonios. Con toda mi comprensión y cariño.

MAPA de la zona por donde discurre la parte terrenal de nuestra historia, a principios del siglo VII antes de Cristo, con las tres ciudades entre las que se mueven los protagonistas: Nínive, Ecbatana y Ragués. La línea discontinua indica el camino seguido. (Creado por el autor).

1.

ASMODEO.

No se podría afirmar sin faltar a la verdad que a Asmodeo1 le consideraran sus compañeros un demonio principiante, ya que a lo largo de quinientos cincuenta años había asumido más de tres mil encargos, habiéndolos resuelto todos con pericia y eficiencia, a pesar de haber advertido en los humanos cierta tendencia a la desconfianza conforme pasaban los siglos, aparentemente relacionada con su obsesiva inclinación a rechazar cualquier sugestión que procediera del inframundo. Ningún ser diabólico, por mucho que lo fuera, se atrevería tampoco a difamarlo llamándole flojo o despistado, ya que demostraba continuamente no ser lo uno ni lo otro, desdiciéndolo igualmente su ya larga vida al servicio de las diabluras más inverosímiles, todas ellas ordenadas por el Jefe del Departamento de Desgracias Irreversibles, General Satanero, estricto y exigente, aunque con cierta tendencia a la divagación y la autocomplacencia, y dotado de una innegable facilidad para la ironía, crucial a la hora de lograr sus sucesivos y rápidos ascensos. Quizás por eso decían las malas lenguas diabólicas que había medrado más adornando de picardías sus éxitos que con estos mismos.

– Amigos míos, las habilidades retóricas, las zalamerías y los sarcasmos también son artes satánicas, no lo olvidéis. –Contestaba a sus ocasionales y envidiosos detractores, o más bien acusicas, pues los que se quejaban no eran más que unos pelotas del Jefe Supremo, Satán, en cuyo honor el General había elegido el nombre de Satanero, decisión de importancia nada despreciable en sus ascensos y condecoraciones; cosa lógica si se tiene en cuenta que no hay buen demonio con mala psicología, y que uno de los supremos dones de todo diablo que se precie es su capacidad para adular y fomentar el engolamiento de cualquier ego.

Pero volvamos a nuestro protagonista, el joven Asmodeo, cuyos únicos, pero enormes problemas eran –a ojos de su Jefe y de todo el universo de diablos más expertos que él en las más diversas perversiones– tener una gama más bien corta de malas ideas y carecer de ambición profesional y de ilusiones infernales. Claro que, en algunas de estas apreciaciones se equivocaban, pues desde uno de sus primeros encargos guardaba en secreto un afán, un anhelo que empezaba a convertirse en obsesión al cabo de más de cinco siglos de actividad y casi tres desde su graduación como “Demonio con el Grado elemental de Experto en Desgracias”. Dicha oculta aspiración no era visible a los ojos y a la retorcida inteligencia de jefes y compañeros, a quienes nada había contado de aquella misión en la que le tocó mediar en la muerte de una adolescente candorosa, hija única de unos padres añosos, un encargo que le había marcado para siempre, al haberle hecho reflexionar más de lo debido sobre determinados sentimientos humanos, algunos de los cuales empezaba a entender. O eso creía.

Como buen demonio no le costaba mentir, por lo que nada consignó en el informe sobre sus impresiones acerca de la maldad cometida en aquel encargo; pero con cada desgracia que provocaba desde entonces se consolidaba más y más en su ánimo aquella secreta aspiración, que no era sino impregnación de un sentimiento humano mil veces por él torcido, roto, deshecho, contravenido, pisoteado, aguijoneado, hervido y lanceado: el amor.

Y es que la tapada aspiración que llevaba siglos alimentando en su interior y ocultando en su pecho no era otra que la de ¡enamorarse de una adolescente para hacerla feliz! El problema surgía –lo sabía bien– de la infinita distancia entre humanos y demonios. Siendo, como era, de naturaleza exclusiva y cumplidamente espiritual, no sabía cómo acceder a la completa corporeidad de una mujer. Además, a su aguda mente no se le escapaba otra dificultad nada banal: el enamoramiento no constituía una cuestión intrínsecamente frívola y, por tanto, demoníaca, sino que se trataba más bien de un sentimiento positivo y constructivo, muy alejado de sus afectos puramente deletéreos. Sin embargo –hay que decirlo– , cada vez tenía más claro que el simple hecho de haberse planteado la posibilidad de enamorarse significaba que, por algún extraño azar, era capaz de acceder a ese sentimiento exclusivo de Dios, al que los humanos llegaban por participación y del que el Creador había excluido a los de su clase, debido –según comentaban en voz baja los demonios más viejos– a una rebelión tan añosa como turbia del padre Satán, de la que él tenía un conocimiento más bien vago.

A mostrar su lucha por conseguir tal propósito dedicamos esta pequeña historia, que no constituye sino una mínima parte de su propia vida, si es que podemos hablar así de un espíritu puro y maléfico como Asmodeo, un demonio de los paradójicamente llamados humildes. Este es mi propósito. Cosa distinta es que un escritor tan torpe como yo sea capaz de relatar su intento de enamoramiento tal y como realmente sucedió, aunque no les niego que pondré en ello todo mi empeño y buen ánimo, ya que en contar este episodio hallará solaz mi espíritu, desahogo mi mente y expansión mis emociones, procurando de paso cierto entretenimiento a quienes lo lean. Las pegas más onerosas surgirán, sin duda, de la intrínseca dificultad que encuentra una naturaleza limitada como la mía para penetrar en un mundo eminentemente espiritual y, por tanto, no detectable por los sentidos que llamamos externos.

1. Tomo el eje de esta historia y el nombre del demonio del Libro de Tobías, por el que siento un profundo cariño. Que nadie, pues, vea falta de respeto en mi cuento, que no deja de ser un relato fantástico en su mayor parte. Casi todos los personajes están sacados del Libro de Tobías, algunos de cuyos capítulos he reflejado en una auténtica paráfrasis, más que reinvención, aunque permitiéndome un tratamiento en parte distinto, a fin de dar mayor protagonismo a Asmodeo. Por lo demás, procuro ser fiel a los lugares geográficos que se citan en el relato bíblico, conforme a lo que eran o podían ser a principios del VII antes de Cristo (a.C.), en los años de la deportación israelita llevada a cabo por los asirios, que es cuando transcurre nuestra historia. En cualquier caso, lo que te dispones a leer es una ficción, no una tesis doctoral o un ensayo, por lo que me permito las libertades que estimo oportunas para enriquecerla.

2.

SATANERO.

Asmodeo, nuestro cualificado funcionario infernal del Departamento de Desgracias Irreversibles, tenía bastante bien controlada la ilusión de enamorarse, ya que al ser un demonio gozaba de las propiedades de estos y no sufría tentaciones que le llevaran a ponerse en peligro a causa de veleidades del ánimo o indiscreciones tontas. No era de los que la vanidad llevara a revelar su intimidad fuera de lugar, tiempo y oportunidad, como suele pasarnos a los humanos, tan propensos a dejarnos engañar por diablillos de cualquier ralea, profundos conocedores de esas debilidades del carácter que nos llevan a ufanarnos de cualquier conquista o enamoramiento, aunque sea inmaduro, provisional, infundado y servil. No era este el problema de Asmodeo, quien por la esencia misma de su naturaleza no estaba sujeto a tentaciones por parte de sus congéneres, siendo bien sabido que los siervos de Satán tientan a las personas, no a otros demonios, por mucha tirria que les tengan, grima que les den u odio que les provoquen.

Pero, para desgracia de Asmodeo, ni siquiera en el mundo de los diablos duran los equilibrios interiores toda la eternidad, ya que no pueden evitar los vaivenes provocados por la Superioridad demoníaca, que no siempre complace con sus órdenes a los mandados. Lo entenderemos mejor sabiendo que siendo –como son– seres profundamente inteligentes y libres, suelen tener sus propios criterios sobre cómo ejecutar el mal que se les manda hacer, e incluso cómo jerarquizar los distintos encargos que reciben para promover malicias. La verdad sea dicha: nuestro diablo era tan íntegro, que estaba exclusivamente mediatizado por su irresistible tendencia a hacer el mal.

– Siendo esto así –se preguntaba con frecuencia –, ¿cómo es que me muero por el deseo de enamorarme de una mujer?

Y, siempre, la respuesta era la misma:

– Supongo que por envidia de los hombres.

Y esta respuesta lo tranquilizaba, ya que la envidia era una razón intrínsecamente perversa y, por tanto, a todas luces mala y propia de los de su clase.

En cuanto a su vinculación con el General Satanero, venía de largo; en concreto, de sus tiempos de diablillo joven, cuando aprendía todo lo que se podía aprender durante su formación en la Escuela Superior de Altas Tentaciones, donde pasó los primeros veinticinco años de existencia, tiempo realmente ridículo si tenemos en cuenta la esperanza de vida de un demonio, por lo general superior al milenio, ya que solo mueren cuando deja de ser efectiva la línea de tentaciones en la que se han especializado, cosa solo posible si se producen cambios en la naturaleza humana, asunto –a su vez– bastante más difícil de lo que los propios humanos pensamos. Para confirmar mis palabras no hay más que fijarse en lo que sucede cuando aparece un nuevo pecado en la historia: siempre hay algún aguafiestas que suelta lo de: “¡Bah! Esto es tan viejo como la Humanidad”.

En aquellos años, todos los alumnos se reían de un profesor más bien maduro que se había puesto el pomposo nombre de Satanero. Era el encargado de una de las asignaturas más odiosas y a la vez atractivas de las muchas que se impartían en la Escuela: Psicología2 de la Tentación.

Por entonces Satanero solo era capitán, pero –no se sabe si por su nombre o por sus méritos– había logrado llegar a Catedrático de la asignatura, de la que se reservaba las clases más lucidas, aquellas en las que podía mostrar todas sus dotes oratorias, dejando la parte más oscura del temario a los diablos que apenas alcanzaban el grado de Profesores Asociados, No Numerarios, Becarios, aspirantes a Doctores y un largo etcétera, a los que consideraba principiantes y morralla con poco futuro.

– Para hacer efectiva cualquier tentación, por nimia que sea –decía siempre al empezar a explicar su tema estrella, el llamado Decálogo de las Tentaciones– , lo primero es conocer la psicología de la tentación, no desde nuestra perspectiva, sino desde la humana.

En aquellos días –si se me permite hablar así– , Satanero no tenía aun la voz grave que le caracterizaría más tarde, sino que veía tiranizado por una voz un tanto aguda y variable, como de yunque, que provocaba la hilaridad entre el alumnado. Y fue precisamente dicha hilaridad la que marcó el futuro de nuestro Asmodeo, al ser el único que no se rió aquel primer día de clase, algo que no pasó desapercibido al pomposo y susceptible Catedrático.

– Tiene voz de pito. –Dijo como en un susurro un diablillo de cuernos incipientes y ojos bermellón, provocando la risa de los que estaban alrededor.

– ¡A ver, el de ojos bermejos y cuernos cepillados, que se levante! –Gritó Satanero, a cuya intuitiva inteligencia no se le escapaba nada de cuanto sucediera en varios infinitos a la redonda.

– Sí… –Farfulló nervioso el diablito mientras se ponía en pie.

– ¿Conoce usted alguno de los principios del Decálogo? –Preguntó el profesor–. He de suponer que sí, ya que anda perdiendo el tiempo con comentarios jocosos impropios de un demonio. ¡A ver, conteste! –Concluyó imperativo.

– Yo… no… sé… –Balbució el diablín, aparentemente compungido.

– ¡Pues si no sabe, cállese, o será expulsado de la Escuela con las consecuencias que conoce…!

– ¡Perdón, Profesor! –Dijo por fin sin poder avergonzarse ni ruborizarse, pues los demonios carecen de este tipo de sentimientos y reacciones. La amenaza le produjo, sin embargo, una gran rabia interior, ya que la pena prometida consistía no solo en ser expulsado de la Escuela, sino en pasar la eternidad archivando los informes que los demás diablos le fueran pasando sobre sus perversas acciones, sin posibilidad de acceder a ningún trabajo de campo.

Retomado el pulso de la clase, Satanero impostó la voz cuanto pudo y enumeró los principios del Decálogo de las Tentaciones que, heredado de los demonios más antiguos en una versión muy primitiva, se había encargado él mismo de limpiar, perfilar, actualizar, redefinir, fijar y dar esplendor en su brillante Tesis Doctoral. Paseando pausadamente de lado a lado de la tarima, habló como esperando que el Universo todo se empapara de su sabiduría:

El arte de la tentación consiste en mostrar a los humanos como real lo que es del todo irreal, como hermoso lo que es sucio y bajo, como verdadero lo que no es sino mentira…, y como anhelo todo lo que –al conseguirlo– le lleve a la frustración y, si es posible, a la perdición.Antes de lanzarse a tentar sin ton ni son hay que estudiar las debilidades de los individuos objeto de nuestro trabajo, pues esto nos hace más eficientes al permitirnos actuar avalados por el conocimiento, no solo de la naturaleza humana, sino de cada individuo.No todas las debilidades humanas constituyen pecado, pero es misión nuestra hacerles creer que lo son, de manera que una vez instalados en ellas se sientan sucios, perversos, atrapados y, a ser posible, desesperados.Las principales debilidades humanas son el poder, la vanidad, el vientre, el sexo, los celos y el dinero, todas las cuales son gobernadas por la soberbia. Nuestra habilidad estribará en hacerles ver que cualquier acción destinada a aumentarlas les hará más fuertes. Hemos de ser capaces de confundir sus mentes en este sentido, cosa nada fácil si tenemos en cuenta que requiere cautela y habilidad.A los humanos que no hagan oración bastará con mostrarles solo el objeto de la tentación, pero sin perder el tiempo en argumentos, pues caerán sin más trabajo por nuestra parte. Podemos insinuarles con tranquilidad los mayores pecados, ya que no pondrán demasiadas objeciones para precipitarse de cabeza en ellos. A quienes hagan oración a Dios de forma habitual no se les puede empezar tentando en materias graves, sino en las pequeñas y menos serias, a fin de desgastarles el ánimo y mermar la fuerza de Dios en su alma, eso que llaman “gracia”, una especie de energía que viene a constituir el jabón que lava las manchas de nuestras pérfidas insinuaciones.Nuestro principal enemigo no es la voluntad humana, sino –como digo– la gracia que Dios les concede en cada acto bueno. Por ello, el principal demoníaco trabajo consistirá en hacerles ver lo bueno como vulgar y sin valor, y lo virtuoso como arcaico, pasado de moda y ridículo. Si logramos esta transformación en lo que ellos denominan “su psicología”, no tardaremos en convertirlos en nuestros aliados.La forma más fácil de ser eficaces es fomentar en ellos el deseo de poseer cuanto ven, haciéndoles creer con sutileza que es necesariamente bueno tener todo lo que se puede tener, que todo lo accesible puede llegar a ser suyo y que esto les llevará a una felicidad más plena.El sentimiento humano más confuso y que, por tanto, les hace más débiles, es el deseo. Es nuestro deber hacer que el deseo, en sus distintas variantes, se mantenga siempre encendido, por lo que la satisfacción de los que sean pecaminosos debe ir acompañado de cierta frustración o amargura al concluido el goce, a fin de que anhelen repetir, mojar de nuevo en el mismo plato, lo cual no hará sino aumentar su insatisfacción. En vez de reflexionar, correrán a por más en un ciclo agotador y sin fin muy favorable para nuestras intenciones.El combustible que alimenta el deseo es la imaginación, ayudada por la memoria y la holganza. Así que tenemos el deber grave de azuzar las tres; de ellas, la que más nos favorece es la imaginación, como digo, por lo que hemos de forzarla y deformarla cuanto podamos, sabiendo también que la holganza viene a ser el abono que hace crecer las insidias de las otras dos y que la memoria es el nido donde estas aves engordan.La puerta por la que entran los malos deseos en los humanos son los sentidos, siendo misión nuestra tenerlos continuamente saturados de placeres superfluos, ya que esto resulta absolutamente necesario para nublar su inteligencia y abotagar su voluntad, nuestras peores enemigas después de la gracia a la que me he referido.Otro de nuestros instrumentos para zarandear a las criaturas humanas es hacernos con sus emociones o, para mejor expresarlo, lograr que sean estas las que manden en sus vidas, pues vienen a ser la parte más voluble del ánimo y, por tanto, la más fácil de orientar a nuestra voluntad, al carecer de señales seguras que orienten sus acciones.Hemos de evitar a toda costa su silencio interior, por el que Dios les habla y fortalece. Sin silencio no hay Dios, porque el ruido de los sentidos es el principal enemigo de la gracia. Por suerte, sus tendencias juegan a nuestro favor, ya que son pocos los que disfrutan con la quietud, siendo legión los amigos del ruido, la estridencia y la superficialidad.Constituye una tarea primordial para nosotros entorpecer la elevación del espíritu humano hacia su Creador, para lo cual es fundamental que no perciban su existencia. Bastará mantenerlos entretenidos con las menudencias que les brinda la vida; de esta forma, una vez aturdidos por ellas, no tendremos problema alguno para mostrarles como bienes lo que en realidad son males.Habéis de saber que Dios pone límites a nuestra acción, pero, por suerte, los humanos desconocen tales límites, por lo que –a efectos prácticos– es como si tuviéramos las manos sueltas e infinitas posibilidades de actuación con cada criatura terrenal.

– ¿Algún comentario? –Preguntó dejando de pasear y volviéndose hacia la bancada de alumnos.

– Eso no es un decálogo. –Dijo con voz ufana el diablo de los ojos bermellón y cuernos esmirriados.

– Veamos, ¿cómo te llamas? –Inquirió Satanero, visiblemente contrariado por la insistente impertinencia del oyente.

– Salustio. –Contestó el alumno, aprovechando para abrir la boca cuanto podía y pronunciar con especial resonancia la primera sílaba de su nombre, por parecerle extraordinariamente hermosa.

– Con ese nombre no llegarás muy lejos. –Aseveró el profesor, provocando la carcajada general de los diablillos allí presentes–. Y con esa inteligencia te auguro un futuro más bien negro. –Concluyó, con nuevas y esperpénticas risotadas de toda la clase, audibles casi en las puertas del Paraíso.

– Pero es que no es un decálogo, porque… –dudó– tiene más de diez apartados. –Concluyó al fin, respirando profundo mientras mostraba media sonrisita, sin saber por dónde le iba a salir su atrevimiento.

– Veamos, Salustio, ¿qué demonios somos tú, yo y todos los que estamos aquí? –Preguntó Satanero con énfasis sarcástico. De nuevo se oyó una inabarcable carcajada general.

– Pues… ¡demonios! –Replicó Salustio, contento de haber descubierto la ironía del profe.

– ¡En efecto! –Confirmó el Catedrático– ¿Y qué somos los demonios, Salustio? –Preguntó, haciéndose a continuación un silencio que casi se podía escuchar.

– No… sé… –contestó el pobre alumno, cada vez más desanimado.

– ¡Mentirosos! ¡Somos, por encima de todo, mentirosos e hijos de la mentira! –Explotó Satanero en actitud de victoria–. ¿Cómo supones, entonces, que un decálogo demoníaco debe tener diez apartados? –Concluyó con un golpe de efecto de su ambigua voz, más tonante conforme pasaban los minutos.

– ¡Oh! –Exclamó tímidamente Salustio antes de inclinarse sobre el pupitre para cubrirse el rostro, no por vergüenza, sino por dignidad diabólica.

A nuestro amigo Asmodeo, por el contrario, el Decálogo le pareció todo un descubrimiento, una especie de síntesis de la Vía hacia el Mal, pensada por una mente diabólicamente privilegiada para conducir a los humanos a las profundidades del infierno, esos abismos que solo conocía en parte, como correspondía a su juventud y bajo rango, pero que esperaba llegar a disfrutar al final de su particular eternidad, a menos que… ¡lograra enamorarse y se fuera a vivir a la piel de la tierra!, ya que el averno no le parecía el mejor sitio para una mujer.

Su aplicación y seriedad fueron pronto apreciadas por el profesor Satanero, que se encargó personalmente de evaluar sus progresos, renunciando pronto –no obstante– a hacer de él un demonio líder, al opinar que le faltaban ciertas cualidades como imaginación, ambición y algún que otro etcétera, como queda dicho más arriba. Sin embargo, cuando siglo y medio después llegó al grado de General alcanzando con ello la Jefatura del Departamento de Desgracias Irreversibles, el más codiciado después de las llamadas Delegaciones de Gobierno Satánico y los propios Servicios Centrales, donde se enseñoreaba el Gran Satán, el General Satanero no dudó en tirar de Asmodeo para darle algunos de los encargos que requerían más sensibilidad y paciencia, cuales eran los que conllevaban la muerte de algún humano, como pasó en el caso de la hija única de aquellos padres añosos que se pasaban el día presumiendo de la belleza y demás dones de su descendiente.

A pesar de que se jactaba de conocer a todos sus servidores, el pobre General parecía ignorar hasta qué punto la muerte de aquella chica había marcado el ánimo de su discípulo favorito, hasta convertirlo en el primer demonio de la historia del infierno de quien podía decirse que guardaba un secreto nada demoníaco: anhelar el amor, un sentimiento propio y exclusivo de los seres humanos.

2. Permítaseme el deliberado anacronismo.

3.

EL ENCARGO.

A pesar de su progresiva experiencia en todo tipo de protervidades, el correr de los siglos no arregló uno de los principales lastres de Asmodeo: despertar en los demás diablos la sensación de ser un demonio un tanto desubicado en su contexto social –que deberíamos llamar “infernal”– , y más bien inocentón, defectos mal vistos entre los discípulos de Lucifer3, en quienes no caben bondades ni despistes de ningún tipo.