Tierra y destino - Luis Sáez - E-Book

Tierra y destino E-Book

Luis Sáez

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Beschreibung

La gravedad de la crisis ecológica actual no se debe al riesgo que esta supone para la supervivencia de nuestra especie. Al contrario, hemos reducido nuestra relación con la Tierra al mero afán por sobrevivir, convirtiéndola en un objeto utilitario. El ser humano pierde, de esta manera, los lazos que lo unen a la Tierra como hogar. A través de una novedosa filosofía de la naturaleza, Luis Sáez se aventura en esta Tierra habitable y también autocreadora, definiendo los contornos de una «ecología gestante» y de un «cosmopolitismo telúrico». El capitalismo salvaje, la racionalización procedimental y el espíritu de cálculo son poderes que se han independizado de la voluntad humana, actuando como un destino fatal que nos desarraiga de esta Tierra. Estos poderes, unidos, conforman uno solo: el poder «gestionario» y «gestotécnico», dirigido a construir artificialmente lo no construible, esa profundidad telúrica que estamos perdiendo. El destino que nos desarraiga de la Tierra genera un creciente malestar colectivo y anónimo: una Infirmitas, la enfermedad de la «falta de firmeza». En las épocas más audaces de la humanidad ha sido el espíritu trágico el que se ha enfrentado al destino y al dolor que provoca, oponiéndoles la resistencia de la dignidad. Ante un mundo en el que los héroes parecen haber muerto este libro nos interna en esa digna fortaleza que un día despertó el espíritu trágico, con la intención de reactivarlo.

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Seitenzahl: 485

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Luis Sáez Rueda

Tierra y destino

Herder

Diseño de la cubierta: Dani Sanchis

Edición digital: José Toribio Barba

© 2021, Luis Sáez Rueda

© 2021, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN digital: 978-84-254-4731-0

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

Herder

www.herdereditorial.com

Índice

Introducción

I. LA TIERRA EN CRISIS ECO-LÓGICA

1. ILÓGICA ECOLÓGICA

1. Vida autófaga

2. Infirmitas: desmoronamiento y malestar anónimo

2. DESTRUIR EL HÁBITAT, PERDER LA MORADA

1. Dos caras de la Tierra: hábitat y morada

2. Dos mitologías: naturalismo sagrado y natalismo narcisista

3. DOMINIO SOBRE LA TIERRA Y ALIENACIÓN GLOBAL

1. Tres fuerzas ciegas: capital, procedimentalización, Mathesis Universalis

2. A la conquista de la Tierra Invisible: el dominio ontológico

3. Infirmitas: entre el cieno y el éter

II. La domesticación de la Naturaleza

4. GESTAS DE LA NATURALEZA

1. La naturaleza como physis autocreadora

2. La autogénesis en el mundo físico

5. VIDA GESTANTE

1. La vida, gesta excéntrica

2. El ser-salvaje en la vida humana

6. LA DOMESTICACIÓN GLOBAL DE LO HUMANO SALVAJE

1. El inconsciente gestante colectivo

2. Las tres fuerzas ciegas como trenzado domesticador

3. Infirmitas: nihilismo gesto-técnico o ingeniería de lo salvaje

III. La Tierra sin tragedia

7. LA GESTA TRÁGICA

1. Heroicidad: tensión entre dolor y dignidad

2. Huida del dolor y herotecnia en la actualidad

8. LO TRÁGICO ERRÁTICO

1. Épica del errar: a espaldas de la muerte

2. Prisión del vagar: muerte en vida

9. DE LA TRAGEDIA A LA COMEDIA

1. De lo tragicómico presente: la deuda infinita

2. Entre la nada y el todo: el nihilismo

3. Infirmitas: sobre el suelo fangoso del resentimiento cómico

Coda. Hacia la Firmitas

1. Ecología gestante frente a ecologismo de supervivencia

2. Más allá de la universalidad cosmopolita: cosmopolitismo telúrico

3. Emancipación contra destino: gesta mundializada

3.1. El paradigma gestionario del poder

3.2. Ethos gestante y trágico

Introducción

La grave crisis ecológica del presente hace necesaria una reflexión acerca de la relación del ser humano con la Tierra. Algo debe marchar mal en esa relación si la comunidad humana no deja de avanzar en la destrucción del complejo equilibrio natural que lo envuelve y de la variedad admirable de vida que este hace po­sible. Ahora bien, tan pronto enunciamos este problema cabe percatarse de que posee una profundidad mayor que la que le otorgamos cuando pensamos en lo más evidente, en la mencionada destrucción del hábitat que mantiene a salvo la vida, incluida la de nuestra especie. Y es que la relación del ser humano con la Tierra, que es la clave del desastre ecológico, no se limita a la que mantiene con ella en cuanto medio de supervivencia. La Tierra es algo más que el lugar en el que encontramos los bienes materiales para perdurar como especie, es decir, para mantenernos en vida generación tras generación. Y parece claro, al menos de entrada, que hasta que no comprendamos qué es este plus de la Tierra más allá del mero hábitat no podremos entender tampoco en qué sentido y por qué la estamos conduciendo a un proceso destructivo, así como tampoco imaginar el modo de rectificar. En las reflexiones que contiene este libro pretendo abordar la crisis ecológica, pero interrogando, al mismo tiempo, por lo que excede al hábitat físico. ¿Qué tipo de realidad es esta que se presenta cuando pronunciamos la palabra Tierra? ¿Qué es la Tierra y qué tipo de relación tiene con ella el ser humano, relación que ahora se ha convertido en hostil? En este sentido, el primer propósito de este libro es el de intentar desarrollar una teoría de la naturaleza en su más amplio sentido, así como del modo en que el ser humano se vincula con ella.

La Tierra es, naturalmente, el planeta, pero no solo eso. Referirse al lugar donde el ser humano ha aparecido y desarrolla su vida equivale a nombrar la punta de un iceberg, cuya profundidad sumergida es mucho mayor que la superficie a través de la cual se muestra a la vista. Expresado de un modo sucinto, defenderé al respecto que Tierra es el nombre, ineludiblemente, de tres realidades simultáneas: de tres territorios, podríamos decir. Designa, en primer lugar, la naturaleza externa que envuelve en su amplio espacio a la humanidad. Es un territorio envolvente en el cual no solo sobrevivimos, sino que habitamos, porque nuestra especie no puede dejar de convertirla en un hogar, en una morada, sin enfermar profundamente. Ahora bien, la naturaleza no solo rodea, abarca y permite habitar. Atraviesa internamente el psiquismo individual y a la vida colectiva, forjándolos en su inmanencia, discurriendo a su través. En este segundo sentido, la Tierra reside en la profundidad humana; es su «naturaleza interna», su adentro en cuanto corporalidad. Se trata de un territorio inherente al cual he dado el nombre de ser-salvaje, porque, como se verá, se hace a sí mismo o, de otro modo, se manifiesta como autogestante. Ocurre con la Tierra, además, que no es ajena a la comunidad humana. Naturaleza y cultura no están desvinculadas, sino que se interpenetran. No puede el ser humano tener a la Tierra ni como naturaleza externa ni como naturaleza interna si no es perteneciendo, al mismo tiempo, a una convivencia articulada como sociedad y cultura. Solo por la mediación de este espacio co­bra presencia para nosotros lo natural externo y lo natural in­terno. En él se cruzan ambos territorios, exógeno y endógeno, de manera que la Tierra no puede dejar de ser, en tercer lugar, el subsuelo del territorio sociocultural. La Tierra que de este modo abordo no se reduce, pues, a la visible o tangible. Ni la que habitamos, ni la que nos dinamiza internamente y se genera a sí misma, ni la que es autogestante y se localiza en el fondo de la cultura son visibles y tangibles. Pero no por ello son territorios menos reales. Es más: pretendo mostrar que son los más reales, aunque ello pueda resultar extraño. Esta Tierra invisible es un espacio telúrico, una territorialidad cualitativa que no se mide o se pesa, pero que opera y actúa bajo la Tierra extensa y cuantificable, es decir, bajo el hábitat que nos permite sobrevivir. Es ella la que más radicalmente está en crisis.

En breve ofreceré algunos detalles más acerca de estos tres territorios de la Tierra, con el fin de perfilar con mayor claridad los caminos que emprenderá la investigación. Antes de ello, quisiera sintetizar el segundo objetivo central del libro, a saber, el de elaborar una teoría del poder que sea capaz de explicar la crisis ecológico-telúrica, es decir, el sojuzgamiento de esta Tierra cualitativa, así como, derivadamente, la crisis ecológico-ambiental, a saber, la crisis de la Tierra cuantitativa que sirve de hábitat. Defiendo en estas páginas que la causa de estas crisis no radica meramente en las acciones humanas intencionadas. Y es que, de las acciones y las intenciones humanas han surgido procesos que, tras un gran desarrollo a lo largo de siglos, han adoptado una inercia tan intensa que los ha independizado, de tal forma que ya no necesitan al ser humano para proceder y expandirse. Autonomizados, estos procesos se han convertido en fuerzas ciegas que se vuelven contra la humanidad que las desató y que ahora la dirigen de forma anónima. En ese sentido, el ser humano no se enfrenta en el presente exclusivamente a decisiones que adopta y que se muestran erróneas o peligrosas, decisiones explícitas de gobiernos o de grupos que acaparan un gran poder. Se enfrenta, además –y fundamentalmente– a poderes que ya no son humanos y que discurren según su propias lógica y tendencia internas. Se han convertido en un destino.

Desde el comienzo del pensamiento trágico, a las fuerzas extrañas que se ciernen sobre los seres humanos sustrayéndoles su libertad se les ha llamado destino. Y, si en la época más remota era enviado por los dioses como un castigo o, incluso, llegaba a ser personificado, él mismo, como una divinidad, hoy el destino es ocupado por estos poderes anónimos que he mencionado. A la vista de esto, resulta bastante ingenua la idea de que la amenaza que se cierne hoy sobre la Tierra procede de los proyectos y las planificaciones ordinarias y circunstanciales de la comunidad. Estas amenazas ya no nos pertenecen como un arma a un verdugo. La amenaza misma, sin rostro humano, es el verdugo y la comunidad humana, la víctima propiciatoria, culpable por cuanto ha sido ella la que ha desatado el destino que ahora se le enfrenta. Este dominio de fuerzas ciegas, este nuevo destino en la versión de nuestra época, dirige tanto a la comunidad humana como a las acciones destructivas de esta sobre la Tierra.

En la tragedia, el héroe azotado por el destino no queda, sin em­bargo, expuesto fatídicamente a este. Le opone la resistencia de la dignidad cuando se hace consciente de él, para lo cual ha de des­cifrarlo antes y comprenderlo. Si no sabemos qué fuerzas oprimen hoy como un destino a la Tierra y cómo proceden, no podremos hacerles frente consciente y dignamente. A lo largo de las páginas que siguen intento descifrar el origen y los modos de funcionamiento de poderes ciegos que, teniendo diferente procedencia, se han vinculado, con el tiempo, de diversos modos: el capital, en primer lugar; la racionalización procedimental (formal e instrumental), en segundo lugar; el espíritu de cálculo emanado del proyecto de saber que una vez fue llamado Mathesis Universalis, en tercer lugar. Mediante este análisis del poder característico de nuestra época me alejo de las perspectivas unidimensionales que hacen depender todos los males presentes de un único tipo de dominio y sometimiento, sea el que fuere. Estas fuerzas no existen hoy por separado; están trenzadas y solo por su compleja relación dan lugar a un movimiento inercial en el que ya no nos reconocemos. Los dispositivos de poder que surgen de la relación entre estos tres dinamismos anónimos son variados y, en su conjunto, sorprendentemente versátiles, pues se adaptan a ámbitos diversos de la sociedad y engullen de manera contextualizada formas de resistencia y procesos de liberación. Para dar cuenta de tal versatilidad, analizo el entrelazo de las tres fuerzas en varios lugares del libro, examinándolo desde diferentes ópticas y a propósito de diversos contextos temáticos.

Sucede, además, que el poder anónimo que se extiende en la Tierra con la inexorabilidad de un destino termina generando enfermedades. Esta es una tercera tesis que articula mis reflexiones. Ahora bien, por «enfermedad» no se entiende aquí una anomalía, un estado que se distingue de lo normal. Tiene el significado, más allá, de un derrumbamiento con el cual caen también todas las distinciones entre normalidad y anomalía. Puesto que los poderes ciegos que nos oprimen son hoy universales, minan la condición entera del ser humano y se oponen a la Tierra en cuanto tal. A la Tierra cuantificable la esquilman y le roban su equilibrio natural, poniendo en peligro a las especies vivientes que sobreviven en ella. Este es el tipo de derrumbamiento que ocasionan en el hábitat. Pero ¿cómo afectan a una Tierra cualitativa que no es ni visible ni tangible? También a esta la hacen tambalear, tendiendo a desmoronarla, lo que significa, en este caso, sustraerle su firmeza, debilitarla. En realidad, es este el sentido de la enfermedad, si nos retrotraemos a su ascendencia latina, que es la que utilizo a lo largo de las reflexiones del texto. Infirmitas es la expresión latina de la que procede el vocablo español enfermedad y lleva en sí el sentido de una debilidad, de una flaqueza, bien sea corporal, bien se refiera a las enfermedades del alma. De un modo franco y abierto, quiere decir «falta de firmeza». Pues bien, creo que nuestra crisis podría ser asociada a este significado amplio de generación de enfermedad. No es esta crisis meramente política, ni exclusivamente económica. En realidad, no se deja confinar en ninguna perspectiva precisa. Está, por supuesto, en cada una de ellas, pero posee un exceso que las desborda a todas y cada una. Y es que arraiga en lo que, en filosofía, podríamos llamar «fondo ontológico», es decir, en el modo de ser de la época en su conjunto. La enfermedad de la Tierra es tanto objetiva como subjetiva. De un modo objetivo sufre la Tierra, en la época de la Infirmitas, un desmoronamiento, es dañada en su propio suelo y, por ello, padece una falta de firmeza en sí misma. Subjetivamente, se trata de un malestar interno de la comunidad: una falta de suelo psíquico, de firme sobre el que apoyarse, de consistencia o solidez, cuya expresión no es meramente individual, pues está más allá de los seres humanos singulares y de la suma de todos ellos: se instala en el inconsciente colectivo al que he llamado gestante. A lo largo de la investigación esta noción de enfermedad irá siendo concretada de diversos modos.

De la Tierra como naturaleza externa se ocupa la primera parte del texto. Es esa que nuestro progreso está transformando hacia condiciones que ponen en peligro a la misma especie humana. La que compartimos con otras especies de seres vivos, muchas de las cuales han sido y son exterminadas por el avance civilizatorio. Pero es, al mismo tiempo, la Tierra que habita el ser humano, como he señalado, pues no estamos en la naturaleza solo como vivientes en un medio físico-químico, sino también como existentes en un mundo natural. Quiere esto decir que la especie a la que pertenecemos experimenta la naturaleza como un hogar en el que se siente recogida. Por eso le otorga, desde que apareció sobre su faz, caracteres divinos. En la civilización occidental la Tierra misma llegó a ser vivida como una diosa, Gea, que, según la mitología de la Grecia clásica, surgió del Caos victoriosamente. Lo que las narraciones míticas expresan no es fruto de una inteligencia insuficiente o defectuosa. Constituye, por el contrario, un suelo sobre el que se erige toda cumbre civilizacional, pues se refiere a la íntima experiencia de la Tierra como un orden del que se forma parte, de una organización con sentido. Todo lo que existe es, para el ser humano, elemento singular en una composición integral de fondo. Decir «realidad» sería imposible sin suponer esa configuración tectónica y ordenada. Sin ella no hay conceptos ni ideas relacionadas entre sí, es decir, pensamiento. Pero en el psiquismo de la especie el orden es, al mismo tiempo, la firmeza que otorga refugio contra el riesgo permanente de la disolución en el caos. Tierra es, en definitiva, morada que ampara al ser humano y le prodiga sus bienes. Estos dos sentidos de la Tierra envolvente, hábitat y morada, son inseparables. Uno es asequible a la ciencia; el otro, a la vivencia. Y ambos forman parte, por tanto, de cualquier ecología imaginable. De hecho, el significado originario de esta noción nos retrotrae al estudio (logos) del hogar (oikos). Hábitat y morada son dos caras diferentes de una misma moneda y el ecologismo –pensado como movimiento crítico y reivindicativo– está comprometido, por su propio sentido, con la defensa de ambas. Saber qué hacemos para destruir la Tierra como hábitat implica, ineludiblemente, averiguar qué estamos haciendo para perderla como morada. Cada una de estas dos perspectivas se explica por sí misma y a través de la otra.El destino con el que se confronta la Tierra adopta aquí la forma de un allanamiento reductivo: reduce la riqueza y la variedad del hábitat al monótono ser de lo consumible y utilizable; reduce la intimidad de la morada al liso y llano espacio neutral que nos contiene, pero que no nos acoge y mantiene al abrigo. La Infirmitas nos desvela, por su lado, uno de sus contenidos: extenuación material del medio y falta de una firmeza inmaterial habitable.

Los capítulos de la segunda parte se ocupan de la naturaleza interna o territorio inherente. Hace siglos que la civilización oc­cidental viene separando cuerpo y alma, sensibilidad y razón, naturaleza y cultura. Sin embargo, los polos de estas oposiciones están intrincados y no son más que rostros de una unidad. En el interior del ser humano así llamado «civilizado» late un ser-salvaje. Este no alude simplemente a la comunidad primitiva, a la horda, sino a la naturaleza actuante en cualquier individuo o colectividad y es la base de una facultad para transformar el medio elaborando un mundo simbólico, es decir, una facultad para crear. Ser-salvaje y creatividad se copertenecen. Este ser-salvaje crea­tivo de la naturaleza interna no puede ser confundido con una mera espontaneidad opuesta a las regulaciones de nuestra conducta y de los órdenes sociales, como si fuese la plataforma para lo arbitrario, para un libre arbitrio sin orientación, fuente de relativismos en la vida humana. Lo más sorprendente en él es que opera gestando reglas desde sí, normas, patrones de comportamiento y de organización, pero desde un fondo que no es, él mismo, un conjunto de reglas profundas. Creación y reglamentación se conjugan en el modo de proceder de este ser-salvaje según una fascinante paradoja: constituye la potencia para gestar reglas sin regla. Sucede, entonces, que las fuerzas ciegas que trenzadamente discurren en el presente como un destino amenazan con domesticar esta naturaleza inventiva de la que emanan formas normadas; la someten a una ley extraña a ella, autonomizada de lo humano y, por tanto, inhumana. Este es el destino que se opone a la Tierra en este ámbito. Se opone al ser-salvaje como paradigma actual de dominio: tiende a instaurar una inflexible reglamentación de lo irreglable. La Infirmitas, consecuentemente, muestra otro de sus rostros: falta de firmeza del individuo y de la cultura en su potencia natural interna para reglamentar desde lo irreglable. En este punto mantengo la tesis de que tal Infirmitas es hoy propagada por un conjunto de prácticas y técnicas dirigidas a reglar al ser-salvaje: la gestotecnia. Es nuestro tipo de técnica más estructural y paradigmático en el presente.

El orden es el principio de la inteligencia y de la vida habitable, pero un orden que se hace a sí mismo –autopoiético–, no el que viene impuesto desde fuera, que es el orden del destino, sea cual fuere. El primero es el que nace de la naturaleza en su más íntimo sentido, de una naturaleza autogestante que fue llamada en los comienzos del pensamiento racional physis, naturaleza que hace naturaleza, poder para autoorganizarse, para modelarse a sí misma. El segundo no es un orden autocreador o autogenético, sino la ley desnuda. Todo ser vivo se adapta al medio, pero, al mismo tiempo, lucha para no fundirse con él, pues en tal caso es reintegrado a las leyes físico-químicas. Paradójicamente, para vivir ha de adaptarse a lo que lo rodea y, al unísono, permanecer distante, es decir, ha de des-adaptarse lo suficiente como para generar en sí mismo una autoorganización propia que lo separe de las rígidas leyes. Cuando esta autoorganización cesa en la vida, se abre el turno a la muerte: el verdadero caos del viviente es el orden no autogestante, el orden inexorable y ciego, el destino.

La naturaleza entera, comprendida como physis, es esta gesta. Tal y como la entiendo y procuro describir, la gesta natural tiene dos significados unitarios: movimiento capaz de engendrarse a sí mismo, de hacerse nacer desde sí, por un lado, y lucha contra las fuerzas inerciales, por otro, que disolverían la organización libre y autogestante en un destino. Cuando pensamos en las gestas que los seres humanos pueden llevar a cabo nos referimos a ambos aspectos: por medio de ellas un individuo o un pueblo gesta su propio cosmos habitable, una morada en la que residir; al mismo tiempo, libra una guerra, se opone al caos, que no es un desorden, sino todo lo contrario, un orden completo y sin fisuras regido, digámoslo una vez más, por leyes y normas rígidas que actúan como un destino. Pues bien, sostendré que lo natural entero es una gesta en un sentido no antropomórfico, muy anterior y más profundo que el que posee la humana, que es su expresión tardía. Hay, pues, un devenir épico que pertenece a la Tierra en un sentido no humano. Pero el libro no pretende narrar un mito. Se mueve en el plano filosófico del concepto y busca justificaciones argumentadas. Sobre esta aventura épica del núcleo salvaje de la Tierra intento, por ello, realizar un estudio partiendo de aspectos centrales de la biología y de la filosofía de la naturaleza actuales.

La gesta humana, que es tanto la vida individual en su de­sarrollo como la vida social y colectiva en su historia, se desvela finalmente como un proceso que se haría imposible si no es alentada por una tensión a la que dedicaré bastante atención. Se trata de la tensión entre la pertenencia céntrica a un mundo sociocultural concreto –como todo ser vivo respecto a un medio– y la simultánea distancia respecto a él, una distancia reflexiva y crítica, pero fundamentalmente afectiva, hundida en su excentricidad más honda. Esto lo convierte en un ser errático, lo cual ha sido objeto de investigaciones anteriores (que he llevado a cabo en Ser errático. Una ontología crítica de la sociedad y en El ocaso de Occidente). En este texto prolongo el análisis e intento mostrar que el ser errático es ser gestante (en el sentido indicado anteriormente) y ser trágico.

La idea de tragedia había sido elevada por la Grecia clásica a rango primero de expresión humana, pero la modernidad ha ido minando esa experiencia y ha acabado por desterrarla. La Infirmitas es también este destierro de lo trágico en la actualidad. En el lenguaje cotidiano persiste con un significado peyorativo, como sinónimo de sufrimiento y de mal. Originariamente, sin embargo, la experiencia trágica expresa la lucha del ser humano por hacerse su propio camino en el mundo, una lucha entre la fuerza de los padecimientos –que lo abaten y lo reducen a un destino sobrevenido– y la fuerza de la dignidad, que hace nacer en él una resistencia al dolor y que lo eleva a lo humano universal. Lo trágico no es el sufrimiento aisladamente, sino la tensión entre este y la aventura de la libertad. Y esa batalla pertenece a la condición humana, es propia de su vida.

En la época actual hay razones para avivar esa elevación que produce la dignidad trágica. El tercer sentido de la Tierra se refiere al mundo sociocultural generado por el ser-salvaje, un mundo que es naturaleza y cultura a un tiempo: physis cultural. Quiero decir que la cultura, en la medida en que, como intentaré mostrar, es physis, pertenece al espacio simbólico humano, por supuesto, pero solo por una de sus dos caras; por la otra, por la más profunda, la cultura pertenece a la Tierra, es un ter­cer territorio a través del cual esta se expresa. Pues bien, este territorio sociocultural se está volviendo hoy contra la Tierra, de la que surge, en su totalidad y amenaza con transformarla en un espacio inhóspito. Situado en ella, empieza el ser humano a vivir de un modo global en virtud del cual ya no se encuentra «a gusto en casa, en el mundo interpretado», como dice Rilke en la primera de sus Elegías a Duino. Las fuerzas ciegas que la colectividad ha de­satado desde el comienzo de la modernidad y que la enajenan no solo deterioran el planeta y cercenan la vida natural; le hacen padecer y sufrir a ella, a la comunidad humana, una falta de libertad, un sometimiento al destino que se está convirtiendo en un portentoso, aunque escondido, malestar.

El ser humano existe trágicamente hoy en la Tierra, porque vive una tensión respecto a lo que ella es. Por un lado, está situado en su seno como su medio (hábitat) y como su espacio habitable de recogimiento (morada). Por otro, se siente desterrado de ella. Se experimenta –por expresarlo en las contradicciones de lo trágico– en el fondo magmático del sin fondo, en el territorio sintierra firme al que he llamado «tierra de cieno» y del cual huye hacia un imaginario «mundo etéreo». Por si fuera poco, está comprobando que este oscuro malestar, junto a todos sus padecimientos concretos, le es indiferente a la Tierra. Toma conciencia de que ella sigue su curso y de que puede regenerarse en ausencia de la humanidad. En tal situación, la época reclama aquella dignidad que, en los antiguos escenarios de la tragedia, le hacían reconocer al personaje doliente la inercia de un destino y afrontarlo sin temor.

Esa potencia de los momentos realmente vigorosos de la tragedia se diluye hoy en la comedia, en una escena global donde prima, al menos por parte de los gobiernos de la Tierra, una grotesca ficción de que el progreso, este mito que nos hace padecer malestar, nos salvará algún día. La espera de ese reino de plenitud que prometen los líderes del progreso puramente material, económico, cientificista y tecnológico es tragicómica. Trágica, porque, en el fondo, consiste en una ficción que causa más malestar y más sufrimientos concretos y reales a lo largo y ancho de la Tierra. Cómica, porque ese mito del progreso, convertido en destino, da lugar a una ficcionalización de la vida y del mundo, a una existencia teatral en la que todos somos conducidos a representar un papel a través del cual quisiéramos ocultar el malestar: el papel histriónico de sujetos incapaces de detenerse y de esperar a un quimérico futuro que nunca llegará. Para escapar del malestar nos convertimos en comediantes que compiten por una felicidad impostada y por un éxito que, en el fondo, es nuestra fosa. La comedia, para ello, privatiza el sufrimiento, lo arranca de la Infirmitas objetiva y colectiva para combatirlo mediante técnicas artificiosas. Nuestro mundo es comedia porque, seduciéndonos con la idea de una plenitud que no es real, nos coloca en la permanente espera de una promesa ficticia y nos hace experimentar nuestro fondo anímico, no como un firme suelo, sino como carencia y vacío. Nos coloca en la condición de seres huecos que han contraído una deuda infinita con la plenitud imaginaria a la que conduciría el crecimiento continuo y la actividad desaforada. Seres que existen justamente en la medida en que esperan llenar su vacío. Pero semejante espera es tan infinita como la deuda adquirida, porque la oquedad del no-ser-todavía –en eso consiste el nihilismo– no se puede llenar ni con mercancías, ni a fuerza de fría racionalización procedimental, ni por el espíritu de cálculo. Esperamos grotescamente como los personajes de la tragicomedia de Beckett esperan desesperadamente a Godot, que nunca llega.

El destino, pues, se manifiesta en este tercer territorio de la Tierra como la fuerza férrea de la comedia que expulsa a la tragedia, así como el poder inflexible de la deuda infinita que hemos adquirido con el progreso. Infirmitas es, en este territorio sociocultural, falta de arraigo en el ser gestante que subyace en la cultura y vaporosa existencia en una comedia articulada por la ficcionalización del mundo. Ausencia, en tal situación, del suelo firme que proporciona la experiencia de lo trágico, que es la que nos conduciría a mirar de frente el malestar colectivo y anónimo y a combatir, por dignidad y heroicamente, sus causas profundas.

A través del análisis de estos tres territorios, sostengo, como he señalado, que la Tierra no es meramente un planeta que lleva este nombre. Contemplarla de este modo implica captar exclusivamente su dimensión cuantificable, la que se mide y se pesa. A esa perspectiva nos fuerzan, precisamente, los poderes destinales del presente que analizo a lo largo del texto. La Tierra más real es cualitativa. Como territorio envolvente, es el ser natural que habitamos. Como territorio inherente, esta morada se deja entrever en la forma de un ser-salvaje capaz de gestarse desde sí; el espacio de nuestras gestas, el de una lucha épica que pertenece a lo humano y que arraiga en la naturaleza como physis. Como territorio sociocultural, es el ámbito en el que las gestas humanas organizan un orden simbólico e institucional, intentando salvaguardar, sobre el fondo trágico del espíritu, su sentido autogenerador frente al destino. A esta Tierra cualitativa cabe denominarla, para distinguirla del mero planeta y como he insinuado, espacio telúrico, una noción a la que el libro vuelve en diversas ocasiones. Nuestra Tierra real, más allá de la que nos topamos cuando prima la voluntad de dominio, es este espacio telúrico, cualitativamente afectante y aprehensible. Es la más objetiva, por mucho que el cientificismo se esfuerce en mantener la idea de una Tierra que es meramente un medio en el curso de la supervivencia darwinista. La Tierra telúrica no es un mecanismo de reglas causales o leyes. Es un ser gestante que produce normas y leyes desde un dinamismo no reglable o legaliforme. Este ser gestante es el que, a mi juicio, destaca como rasgo más distintivo de la Tierra cualitativa, del espacio telúrico.

Añado, finalmente, una coda. Se trata de un intento de síntesis de ciertos problemas centrales abordados y procuro con ello ofrecer algunas vías de solución. Al introducirme en un estudio del ser gestante de la Tierra, intento, en primer lugar, desarrollar una concepción de la ecología que sea aplicable no solo al hábitat, sino fundamentalmente a la Tierra telúrica. Es una ecología gestante. Parto, para ello, de una crítica al paradigma del ecologismo actual, el que defiende la necesidad de cuidar la Tierra para preservar la continuidad de nuestra especie. Este modelo es autófago y voy delimitándolo desde el comienzo del texto. Se devora a sí mismo, pues apela al interés de la supervivencia del ser humano, cuando ha sido este interés el que ha conducido a la crisis ecológica actual. Si hay que salvar a la Tierra de su destrucción es, más bien, por su ser cualitativo. Y este solo se hace aprehensible a través de la admiración, que constituye el fondo último de la inteligencia humana. Pero lo más admirable de lo que nos envuelve es su capacidad para nacer desde sí. La ecología gestante aspira a reincorporarnos en ese dinamismo. Defiendo, en segundo lugar, un cosmopolitismo telúrico, la pertenencia de cualquier ser humano a la Tierra en cuanto tal y en toda su amplitud, pero no exclusivamente a través de reglas institucionales de un gobierno supranacional y global –necesario, pero insuficiente–, sino por medio, también, de experiencias colectivas tendentes a reanimar el sentido telúrico de la Tierra, hoy en franca decadencia.

Después de estos análisis reúno los estudios que he realizado a lo largo del texto sobre los poderes ciegos que atraviesan el presente y me interrogo por su génesis conjunta. Tales poderes, concluyo, expresan, en sus relaciones, un paradigma actual de poder al que denomino gestionario y agenésico, un tipo de poder de fondo que paraliza nuestro ser gestante y administra el vacío que ello provoca. Es la forma de poder más básica del presente, es decir, el destino más profundo al que estamos confrontados. La sociedad gestionaria –pretendo mostrar– sustituye hoy a la sociedad de control que describió G. Deleuze y a la sociedad disciplinaria que analizó M. Foucault. Defiendo, por último, la necesidad de un ethos gestante y trágico capaz de hacer frente al poder gestionario; perfilo sus rasgos y la política que, a mi juicio, este ethos necesita.

Partiendo del propósito general así estructurado, surge en el trayecto la necesidad de relacionar el discurso filosófico con otras disciplinas. Intento, en esa dirección, sembrar, sobre el suelo de la filosofía, estudios y perspectivas que provienen, al menos, de la física, la biología y la sociología. Resta confesar que con este texto hago el intento de dar un paso adelante en la trayectoria general de mi investigación, pero esta vez con la determinación de no dar un paso conceptual sin haber hecho lo posible por acercarlo de forma sencilla y asequible al lector no versado en la disciplina de la filosofía, pues, si esta tiene la responsabilidad de intentar aportar luz desde su lenguaje sobre los problemas del presente, también debe procurar salir, de vez en cuando, del nicho ecológico de la academia y hacer el ensayo de una aproximación al lenguaje cotidiano. Si lo he logrado o no, es algo que ya ha de juzgar el lector.

I. La Tierra en crisis eco-lógica

Hasta hace pocas décadas no existía una conciencia tan clara como en el presente acerca de las nefastas consecuencias ecológicas que acarrea el desarrollo de la civilización humana. La idea de progreso, ciertamente, no ha sido ingenua nunca, pues su simple formulación pone de manifiesto que implica una lucha con el medio natural. Se progresa inevitablemente en liza con la naturaleza, limitando la capacidad de sus amenazas, robándole parte del poder ciego que ostenta sobre nosotros y colonizándola. Sin embargo, el despliegue vital que con ello ha experimentado nuestra especie parece ahora volverse contra sí mismo. El calentamiento global, el ascenso de nivel de los mares y su acidificación ascendente, la contaminación de la atmósfera, la presencia de elementos radioactivos en multitud de espacios, la contaminación causada por los plásticos o por el hollín de las centrales eléctricas, la deforestación, todos esos fenómenos, mínima parte de un elenco cada vez más amplio, ya no son perceptibles como meros efectos indeseables. Son significativos en cuanto síntomas de un inquietante devenir autófago. En el primer capítulo me ocupo de esta cuestión, de la que se deriva el carácter más general de la Infirmitas. El segundo presenta dos acepciones de la Tierra que hoy permanecen separadas y hostiles entre sí, a pesar de que constituyen dos caras heterogéneas de una misma moneda: hábitat y morada. La separación de estos dos rostros da lugar a sendas mitologías: la de un naturalismo cientificista absolutizado que solo es capaz de comprender lo natural como un conjunto de leyes causa-efecto, por un lado, y la de una mirada mitificada a la propia morada, por otro, que la convierte en el axis mundi o centro de la Tierra ante el cual habrían de rendir cuentas el resto de las naciones o pueblos. El tercer capítulo indaga tres fuerzas ciegas que conforman el actual dinamismo autófago –el capital, la racionalización funcionalista y el espíritu de cálculo– y concreta la significación de la Infirmitas en los términos de una inconsistencia anímica y un malestar anónimo que hunde a la comunidad global en la experiencia de la Tierra como cieno, huyendo de la cual inventa un mundo etéreo.

1. Ilógica ecológica

Antígona, en la conocida tragedia de Sófocles, lucha por dar sepultura en la tierra a su hermano, cuyo cadáver ha sido expuesto por Creonte, siguiendo antiguas leyes de la ciudad, a la intemperie. Se enfrentan ahí dos poderes, el de la ciudad y el de los dioses. El primero es el que el rey detenta, cuyas normas experimenta Antígona como crueles fuerzas ciegas. El segundo es la ley de la Tierra, pues así la comprendían los griegos, como una diosa que no puede ser ofendida y que reclama, en este caso, acoger al difunto como a cualquier otro ser humano. El coro contempla el enfrentamiento entre ambos (leyes de la ciudad y leyes de la Tierra) y lo expresa de una manera hermosa:

Andan por ahí infinidad de cosas formidables,

Pero ninguna más formidable que el hombre.

Hasta aquí la voz trágica reconoce la grandeza humana, la de su lucha por la dignidad, representada ante todo por Antígona. Pero el texto es ambiguo; que el hombre sea formidable y que cometa actos terribles son dos aspectos que se intrincan. Continúa del modo siguiente:

Esa cosa que es el hombre avanza

incluso al cabo de las rutas del grisáceo mar

con borrascoso ábrego, atravesándolo

bajo la amenaza de oleajes que braman en su derredor.

Y la tierra, óptima entre los dioses,

inagotable e infatigable, la va desgastando,

al voltearla sus arados año tras año,

y cultivarla con la raza equina.

Y el circunspecto hombre echa el lazo a la familia

de los pájaros de prontos reflejos y se los lleva,

y también la estirpe de las fieras salvajes

y las marinas criaturas del océano

con entramadas y bien trenzadas redes.

Lo admirable en el ser humano contrasta con lo que, por otra parte, hace con la Tierra al someterla. Más contradictorio es que la humille mientras, al mismo tiempo, reconoce sus derechos y los defiende con la vida. Al intentar comprender la situación actual de la colectividad en el planeta surge esta misma aporía, trágica y autodestructiva. La lógica interna a la acción humana en su medio, la eco-lógica, es en realidad una ilógica. Las fuerzas a las que se enfrentan las nuevas Antígonas son enormes. Ya no tienen un rey a la cabeza. Se ocultan oscuramente y discurren anónimas y autófagas.

1. Vida autófaga

La vida humana se ha desarrollado en virtud de procesos que parecen hoy volverse contra ella de modo radical, poniendo en peligro su propia continuidad. Hablar solo de «consecuencias» de la acción humana en el medio ambiente forma parte de un lenguaje que es necesario depurar, pues resulta engañoso. Puede conducir a la idea de que los efectos ecológicos de la praxis humana son accidentales, cuando, bien mirados, se desprenden de esta con un grado muy alto de necesidad y siguiendo una lógica interna autocontradictoria. Es obvio, por ejemplo, que el aprovechamiento de «recursos naturales» presupone la fertilidad de lo natural. Sin embargo, tal y como lo lleva a cabo el ser humano, este aprovechamiento de recursos devasta el vigor de la naturaleza sin el cual carecería, precisamente, de sentido. Cuando se examina el problema ecológico que acarrea el progreso es muy difícil que no emerja la presencia de este paradójico autos.1 Es un autodesmoronamiento, una autocontradicción práctica, que se produce al devenir, es decir, al estar en marcha y al transformarse en ese marchar hacia delante. Pareciera que el ser humano, cuando se abre paso en la naturaleza, estuviese al mismo tiempo retrocediendo a no se sabe dónde o perdiendo la facultad de avanzar. Esta impresión surge al examinar, incluso, las intervenciones más sencillas en el medio. La extracción de aguas profundas conduce a la desertificación paulatina de grandes parajes. Las fuentes de alimentación industrial contaminan en tal medida que ponen en cuestión la sostenibilidad de la industria misma a la que sirven. Y, como refrendando lo que sucede en el plano ecológico, el desarrollo espiritual de la cultura, que es como una segunda naturaleza, tiende a hacerse también autófago.2 El esfuerzo racional de la investigación científica para impulsar la vida produce, al mismo tiempo, los medios para la destrucción irracional de ciudades enteras en pocos ins­tantes. El esplendor de la civilización, de creaciones admirables que son el orgullo de la colectividad, abre la caja de pandora de la que escapan a borbotones complejos ingenios de envilecimiento: técnicas mordaces para el dominio de unos sobre otros, formas de comunicación virtual que amenazan con convertir a sus usuarios en una multitud de solitarios interconectados, aparatos de burocracia y administración que se hacen, ellos mismos, difícilmente administrables; y un largo etcétera. Pareciera que el mundo, merced al desarrollo de las potencialidades humanas, se aproximara a hacerse inmundo y que la límpida razón encontrase en su fondo razones para la producción de monstruos.

La alarma ecológica ha llegado a crear una fundada advertencia sobre el peligro que corre la propia supervivencia de la especie. Ahora bien, pretender estimular la conciencia alertando sobre este peligro es un camino que, por sí mismo, conduce a lo contrario. Es deseable, por supuesto, que la percepción de una amenaza de este tipo llegue a aglutinar voluntades políticas a nivel internacional, de Norte a Sur, de Este a Oeste en toda la amplitud del globo terráqueo. Pero, si este fuese el único motivo de desasosiego para apelar a la acción conjunta, si no hubiese más impulso que este capaz de convocar un clamor global, habría razones para caer rendidos ante el estupor y para preguntarse si con ello no se incurriría, situados ya en el plano de las soluciones, en una autofagia aún mayor que la que hay que combatir, pues, como el pastor que llama al lobo para proteger a su hato de reses, la conciencia estaría invocando así la ayuda del mismo impulso movilizador que ha dominado en la generación del problema. La falta, hasta el momento, de una conciencia ecológica ha provocado, en efecto, que haya sido la mera necesidad natural de sobrevivir lo que ha regulado la relación con el medio, conduciéndola al desastre. Este impulso, que en todos los seres vivos asegura la subsistencia de la especie, se muestra en el ser humano tan eficaz contra las constricciones de la naturaleza que se convierte automáticamente en una fuerza expansiva potencialmente ilimitada. Y se da la paradoja de que es el carácter ilimitado de tales potencias lo que se convierte a la larga en su propio motor autodestructivo.

La necesidad de conservar la vida de la especie humana, tomada por sí misma, no conduce, a pesar de las apariencias, a la lucidez. Por el contrario, nos interna cada vez más en la oscuridad. Esta necesidad no se hace preguntas y propende a envolver a la conciencia en su ciega inercia. Pareciera que despierta de su somnolencia a la razón, invitándola a intervenir en un asunto grave, de vida o muerte. Pero, con el tiempo, se las apaña para convertir a las razones en sumisos rehenes. En cuanto se le concede un mínimo de primacía, el imperativo de supervivencia rescata de las mazmorras del espíritu al biologicismo atrabiliario y colérico, que reclama para sí todos los derechos. Es el biologicismo que pugna por rebajar la vida sociocultural y política (el bíos griego) a la vida de las pulsiones meramente biológicas (zoé).Hasta dónde puede llegar la afirmación de la segunda sobre la primera es algo que la misma naturaleza esconde en su trastienda. Lo cierto es que podría hacerlo con una fuerza similar a esa que, por ejemplo, se ha atribuido alguna vez al gen egoísta: una tendencia del corpus genético a imponer oscuramente su propia transmisión, amenazando con poner a su servicio la libertad entera de sus portadores.3 Es esta, sí, una posibilidad extrema; la cultura humana, se dirá, siempre intenta modularla con la ética. Más vale, sin embargo, no arriesgar que esta tendencia tome el mando so pretexto de salvar la continuidad, así sea la de la especie. De su argucia embaucadora habla a favor el hecho de que la ideología nazi justificase sus intenciones raciales esgrimiendo la necesidad de autoconservación a través del conocido decreto «para la protección del pueblo y del Estado».4

Aun dejando a un lado estos peligros extremos, la llamada a la necesidad de salvar la supervivencia de la especie humana llega a ser autófaga a la larga también porque moviliza al cientificismo, que es la pretensión de medir todo lo humano con los únicos criterios de la ciencia. Una actitud así, que extrae al espíritu científico de sus justificados límites y los exporta a todas las esferas de la existencia, acaba provocando una apática pasividad a través, precisamente, de la reivindicación de una enérgica actividad. Ante las amenazas a la vida humana que plantea el drama ecológico es despertada a menudo una trepidante huida hacia delante, protagonizada por aquellos que, confiadamente, reclaman un desarrollo vigoroso de la ciencia y la tecnología a favor del mejoramiento humano. Este es el lema de una parte de la corriente actual del transhumanismo.5 No solo se confía, por ese camino, en nuestro poder científico-técnico para reconstruir, sobre las ruinas de los ecosistemas biológicos, un nuevo equilibrio de las condiciones naturales necesarias para la vida, sino que se espera de este progreso una transformación artificial de la naturaleza humana. Se espera de él un rebasamiento de lo humano a través de su simbiosis con la máquina y con la inteligencia artificial, todo ello con el fin de que el homo sapiens consiga poderes mayores para perpetuarse en la vida y prosperar en ella. Esta utopía cientificista y tecnológica se convierte poco a poco en un sueño multitudinario a través de los medios de comunicación de masas, de los elogios de una parte de la élite intelectual e, incluso, por medio del arte, como ocurre en el cine de ciencia ficción.

La frenética actividad intelectual e investigadora que este tipo de cuestiones genera en el presente tiene por envés una irresponsable pasividad si se la toma como solución al problema de la transformación destructiva del medio. Y es que no añade nada cualitativamente nuevo a la cuestión de cómo reconducir y reinterpretar el impulso a la supervivencia. Tal discusión, en efecto, ha decidido ya de antemano que los problemas que atañen a la necesidad humana de persistir en la vida deben ser solubles por recurso a la ciencia y a la tecnología. Semejante actitud implica aplicar a estos problemas un tratamiento cuantitativo que olvida y hasta desprecia un planteamiento cualitativo. Este último permitiría interrogar acerca de la posibilidad de un cambio en la entera actitud del ser humano respecto a su medio, de su radical posicionamiento en la Tierra. El primero parte simplemente del dato natural de la necesidad de sobrevivir y se pregunta cómo podemos satisfacerla mejorando las capacidades humanas y sus condiciones de vida de un modo cuantificable, medible. No se percata, siguiendo esa trayectoria, de que la mera supervivencia es abandonada así a su ciega inercia, si bien ahora con mejores armas. Bajo el ruido de las promesas de una existencia más longeva, de una salud menos endeble, siempre de un más y un menos, se trata ahí tan solo de asegurar la continuación de la vida biológica por otros medios o de transfigurarla en una mixtura bio-técnica más perdurable. Y aunque tales progresos se consideren deseables, no se repara en que, subrepticiamente, es esta vida, identificada con la ciega supervivencia, la que hoy se vuelve contra sí misma.

2. Infirmitas: desmoronamiento y malestar anónimo

Lo más inquietante que anida en la contemplación de lo que está ocurriendo es, pues, esta autofagia, este autodesmoronamiento vital, el oscuro acontecimiento de una vida que se convierte en sepulturera de sí misma. Una cuestión como esta incide cualitativamente en el problema, pues afecta al sentido de la vida humana, al significado de su ser. Es esa la razón por la que produce perplejidad. ¿Qué tipo de ser es este cuyas condiciones de vida se convierten en las de su aniquilación? Cientos de especies han desaparecido de la faz de la Tierra y ello es atribuible a causas exógenas, como la ralentización de su evolución en comparación con cambios profundos en el medio, su fracaso en la competencia con otras especies o el advenimiento de enfermedades devastadoras. Pero la especie humana no tiene competidor en medio de la naturaleza y, si está en grave peligro, es por causas endógenas, es decir, por dinamismos que pertenecen al progreso de su cultura civilizacional. Lo inquietante de la situación, dicho de otro modo, no reside solo en que la supervivencia de la especie humana esté en peligro: afecta al sentido que habría que darle a la supervivencia si fuese salvada del abismo, al valor que, en el fondo, se le otorga frente a su hundimiento. Y quien valore la vida humana puede no tener claridad acerca de las razones de por qué lo hace, pero sí es capaz de experimentar, negativamente, que la autocontradicción de esa vida constituye un lamentable espectáculo. ¿Qué modo de ser es, entonces, el de este ser que, persiguiendo su expansión, su seguridad, su plenitud, avanza contra sí mismo?6

Más enigmático resulta este modo de ser cuando reparamos en que su autocontradictoria aventura arrastra también hacia la ruina a otras muchas especies animales y vegetales o, de manera rotunda, a toda la vida en la Tierra. En este punto el problema se amplifica y sobredetermina. Porque intuir o deducir que el ser humano está destruyendo la Tierra equivale, desde este punto de vista, a vislumbrar el ocaso de la vida misma, de la fuente generativa de la que mana, de la matriz que subyace a su aparición. La autofagia del devenir humano que aquí se pone en juego, aunque se deba a una opción mal tomada, es realmente turbadora. Se aprecia que genera un doble movimiento autolesivo. Uno horizontal, por así decir: un movimiento vital que, en su decurso, se devora a sí mismo. Pero es un proceso, además, de autodesmoronamiento vertical que amenaza con devorar su propio fundamento, ese suelo firme de la vida en su totalidad que le sirve de basamento y la sostiene. ¿Qué tipo de ser es este, una vez más, capaz de generar desde sí un devenir autófago, una vida que se consume mientras avanza y que conduce a la consunción a la vida en cuanto tal, a la que pertenece y en el seno de la cual ha sido engendrado?

Por el camino de esta pregunta se advierte que el peligro implicado en el comportamiento humano actual ante la biosfera no es solo material, sino también y, ante todo, inmaterial. Reside, por supuesto, en el daño que el ser humano provoca a la vida en la Tierra, es decir, es patente en las consecuencias ecológicas visibles de su praxis en el medio natural. Pero, en la medida en que este comportamiento es, al mismo tiempo, un modo de ser que se ha implantado en la existencia humana, lleva aparejada una relación intrapersonal e intracolectiva. Y en este sentido lo preocuparte de la situación consiste en que la comunidad, aun salvando la supervivencia, empiece a experimentar seriamente en su fuero interno lo que realiza en la exterioridad ambiental y se adentre en la región fantasmal de la autofagia psíquica. Lo que es «externo» desde el punto de vista de lo que contemplamos a nuestro alrededor tiene, como su otro polo ineludible, un modo de ser interno que se expresa en el psiquismo individual y colectivo. Es posible que un sentir interno autófago permanezca en silencio durante bastante tiempo, camuflado bajo el manto de complicados procesos defensivos. Pero no puede mantenerse oculto permanentemente. Se abre paso como una sombra, como un malestar vago y sin objeto. Es, por así decirlo, el alma subjetiva correspondiente al proceso vital autófago que tiene lugar objetivamente. Y se podría describir como una guerra intestina que horada la propia base, una disconformidad asoladora de los individuos y de los grupos consigo mismos, en virtud de la cual van barrenando su camino en la vida conforme lo trazan. Experiencia thanatológica de división y de discordia internas, semejante malestar reproduce el dinamismo autófago en el espíritu civilizacional, algo que es ya visible en la vivencia oscura y englobante de que lo que se hace en provecho del trabajo conjunto, de la comunidad y de la civilización, lleva consigo un efecto dañino de retorno.

Bellum se ipsum alet. La guerra se alimenta a sí misma. Este principio es aplicable a la vida autófaga. El malestar que produce es este beligerante contra uno mismo que se expresa tanto hacia de­lante como hacia adentro. Hacia delante: en el plano horizontal de la vida colectiva, es decir, en su despliegue hacia el futuro, que genera involución. Hacia adentro: en su dimensión vertical, por la cual se une a un melancólico y ambiguo sentimiento de ausencia de fondo, de pérdida de ese enigmático lazo que nos vincula a la Tierra, a fuerza de horadarla y minarla. Este lazo que experimentamos está relacionado, como veremos, con el hecho de que la Tierra no es para el ser humano simplemente un objeto, sino una morada a la que se pertenece habitándola. En tal sentido, es ineludible para el ser humano experimentarla como un suelo o substrato generativo de la vida, como una firme condición de posibilidad para lo viviente que no puede ser reducida a la posición de una cosa entre las cosas: no está delante de nosotros, sino debajo de todas nuestras acciones. En la época que ve aparecer el debilitamiento, tal vez ya irredimible, de este vínculo con la Tierra se corre el riesgo de que el ser humano logre asegurar tecnológicamente la conservación de su vida como especie solo al precio de que semejante vida se torne inhóspita y carente de sentido.

La vida inhóspita es la vida sin hogar: no tiene un suelo firme que ofrezca seguridad, abrigo o protección –inhospitus es en latín la negación del hospes, del anfitrión–. La Tierra ya ha comenzado a mostrarse al ser humano como esa negación de hospedaje. El carácter autófago del dinamismo civilizacional que se vislumbra a propósito de los problemas ecológicos no es una idea abstracta. Es un proceso real, tanto externo como interno y, como tal, se expresa en nuestro psiquismo colectivo. Esta vida que somos advierte ya, oscuramente, su tendencia al propio desmoronamiento; percibe que es una vida que se socava a sí misma; que se devora al avanzar y que al desplegarse pierde su fondo de solidez. Surge, así, progresivamente y de forma clandestina, el sentimiento común de estar perdiendo consistencia y suelo. De perder consistencia en el sentido de que entrevemos la contradicción de este proceso de desarrollo al que estamos abocados con una inercia tal que amenaza con hacerse ingobernable; de perder suelo en el sentido de que experimentamos el lento pero continuo desfallecimiento, bajo nuestros pies, del firme substrato de la vida en toda su magnitud y en cuanto tal. Este sentimiento de menoscabo vital, cuyo sentido sutil tiende a desvanecerse tan pronto se lo racionaliza, bien podría ser atrapado con el adusto término de Infirmitas, que en latín significa tanto enfermedad como falta de firmeza y fragilidad.

Pensar la Infirmitas es aproximarse al problema del malestar civilizacional desde el punto de vista de la relación que mantienen las sociedades actuales con el medio natural de la Tierra. Qué impactos destructivos posee esta relación en el entorno ecológico, cómo se propagan y hasta qué punto ponen en peligro la vida en el planeta es un asunto cuyo triste y, a menudo, macabro relato cae como tarea sobre las espaldas de las ciencias naturales y, también, del activismo social. A las ciencias humanas, por su parte, se les plantea el reto de intentar comprender la textura interna de la forma de vida autófaga que caracteriza a la comunidad humana al respecto. De hecho, la Infirmitas es la vivencia comunitaria de esta autofagia. Las dos significaciones del término apuntan, así, entrelazadamente al núcleo del problema. La experiencia autófaga tiene la forma, por un lado, de una enfermedad. Es una enfermedad peculiar, hay que señalar de inmediato, pues no hay que vincularla directamente con el individuo, aunque se exprese necesariamente en él, en su psiquismo singular. Más allá, afecta al substrato profundo de la colectividad, es decir, a un todo que es mayor que la suma de sus partes. Es una patología civilizacional. Se trata de una enfermedad delalma,7 entendida esta no en un sentido religiosoo esotérico, sino en el que se refiere al alma de una civilización: su mundo simbólico y cultural. Ahora bien, es también una enfermedad ligada ineludiblemente a la corporalidad, a la materialidad tangible, al modo en que la comunidad actúa y, por así decir, hace las cosas. Este hacer del ser humano, en la medida en que es autófago, porta una sombría repulsa hacia él mismo, una mitigación de su potencia, como si organizase un ávido ejército que convierte la tierra sobre la que va avanzando en una polvorienta fosa.

En cuanto enfermedad del alma colectiva, la Infirmitas también se refiere al malestar que produce. ¿De dónde proviene este malestar? Es necesario intentar contestar a esta cuestión en lo sucesivo. Porque este problema no ha sido todavía explicado con lo que se ha dicho hasta el momento, sino tan solo nombrado. El acto de darle un nombre, sin embargo, ha sido necesario, porque la lengua que cada uno usa desde el nacer gusta de bautizar las realidades a las que se acerca, aunque no las llegue a palpar aún, ofreciéndoles así un primer esbozo sensible. Este acto de bautizo, con el que comienza, según algunos, todo conocimiento,8 cumple también la función de retener una realidad que no es un objeto. Y es que, si bien es preciso penetrar en su significado y concretarlo, ¿qué significa «concretar» cuando hablamos de un malestar de este tipo? Significa, por supuesto, profundizar en él, aclararlo, pero de ningún modo agotarlo al asociar con él un objeto del malestar.

El malestar actual compartido es, por tanto, un sentimiento sin objeto. Quiere esto decir que es generado por un modo de ser de la colectividad en su conjunto y no por un hecho o suceso identificable. Un fenómeno concreto y definido, como el incendio intencionado de un bosque, puede convertirse en objeto de nuestra indignación y nuestro malestar. Pero, si ocurre, además, que la comunidad del presente ha llegado, en su totalidad, a ofuscar su lazo con la naturaleza, es muy probable que aquel sentimiento conciso se convierta en ocasión para que emerja de su fondo silencioso otro malestar indefinido que nos acompaña en todo lugar y momento: el de un desarraigo, un destierro. Este otro malestar, solapado en la experiencia cotidiana, carece de objeto limitado, pues se refiere al modo de ser de la época. Para el desarraigo en general no hay una imagen mental, como existe para el suceso de un incendio. Es un ilimitable sentimiento de ausencia, una dolorosa oquedad.

La Infirmitas está presente en la vida actual como experiencia de una privación que ningún objeto puede llenar. Esta privación no es una nada lejana. La experimentamos. Su presencia es la de una ausencia que se hace notar. Tiene esta paradójica textura: presencia de la ausencia,ausencia presente. O, tal vez: despresencia en todas las presencias, tal y como un desconocido está en las huellas que dejó en la nieve.9 Concretar el tipo de malestar que analizamos es, pues, aclararlo, ex-ponerlo, sin que por ello se le asigne la imagen mental de un suceso o un hecho. No lo puede tener. Ese objeto de la Infirmitas es, precisamente, la imposibilidad de darle forma objetiva a un sentimiento. En el psiquismo colectivo, este sentimiento es una paradoja: la vivencia, muy presente, de que se ausenta en nosotros una firmeza perdida.

1 Como se sabe, del griego clásico αὐτο- (auto-), prefijo que expresa un retorno de lo que se hace sobre ese propio hacer. Significa, según el caso, por sí mismo, uno mismo, a sí mismo, propio, de uno mismo, etcétera.

2 He intentado mostrar en otro lugar que Occidente experimenta un ocaso de carácter espiritual, es decir, en su cultura como forma de vida, modo de operar y visión del mundo, así como que este ocaso adopta la forma de un movimiento autófago. Véase Sáez Rueda, L., El ocaso de Occidente, Barcelona, Herder, 2015, cap. 4.

3 Dawkins, R., El gen egoísta, Barcelona, Salvat Editores, 2000.

4 Se trata del Decreto zum Schutz von Volk und Staat del 28 de febrero de 1933, que abolió los derechos civiles de la Constitución de Weimar.

5 Véase Diéguez, A., Transhumanismo, Barcelona, Herder, 2017.

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