Todo lo que aprendí de ti, abuela - Lucía Gutierrez - E-Book

Todo lo que aprendí de ti, abuela E-Book

Lucía Gutierrez

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Beschreibung

Los abuelos son la casa del pueblo, las vacaciones de verano, las propinas a escondidas. Los abuelos son el tiempo que nos falta, y los recuerdos que aparecen en los cajones. Hay personas que marcan tu vida y te hacen sentir de una forma especial y única. Esa era mi abuela. Estas páginas encierran miles de momentos que viví a su lado, miles de conversaciones que ahora son recuerdos, y que un día necesité escribir para que nunca se borrasen de mi memoria, a pesar de que ella ya no esté esperándome con la cena puesta encima de la mesa. Soy todo lo que un día aprendí de ti, yaya. Y quiero que todo el mundo sepa lo importante que fuiste, eres y serás en mi vida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Todo lo que aprendí de ti, abuela. Una historia de complicidad y amor más allá de la vida

© 2024, Lucía Gutiérrez Gómez

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO

Ilustraciones de cubierta: Shutterstock y Nuria Pérez Sánchez

 

ISBN: 9788410021211

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Un pasado guardado en la memoria

1. Los domingos de misa

2. La casa arcoíris

3. La despedida del abuelo

4. Las aventuras del verano

5. Mis primeros romances

6. El amor y lo que aprendí de él contigo

7. La suerte que no se elige

8. Los terceros abuelos y el ángel de la guarda

9. La fobia a las arañas

10. Las lágrimas de San Lorenzo y los paseos al atardecer

11. Los sábados de Mundo

12. La fauna con la que crecí

13. Las fiestas del pueblo

14. Mandil, bata y cayao

15. Con las luces apagadas

16. Dieciséis años juntas

17. Papá y mamá

18. La llegada de la TDT

19. Las películas del fin de semana

20. Esta noche va a caer una buena

21. El Niño de 1985 y la maldición del décimo

22. Cerrando etapas

23. El fin de las propinas

24. El síndrome del que no quiere irse

25. El día que todo cambió

Lo que ha pasado desde que no estás

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A ti, que ya no estás.

A ti, que nunca te has ido.

A ti, que hiciste que una niña

se convirtiese en mujer,

creyese en el amor

y supiese superarlo cuando todo se rompió.

A ti, aunque ya sea tarde,

aquí tienes lo que un día te prometí.

 

Este libro es, probablemente, una manera de abrirme en canal. De plasmar en palabras todo lo que ha sido mi vida junto a ella, todo lo que viví, todo lo que crecí, todo lo que me enseñó y por lo que hoy estoy aquí.

Durante años he vivido en una montaña rusa. Nunca he sabido muy bien dónde ir, pero si hay algo que me ha acompañado siempre ha sido una libreta y un bolígrafo. En el colegio, en la universidad, y sobre todo en cada paso que he dado en el camino.

Quizás te preguntes qué es lo que te vas a encontrar en estas páginas, no sabría muy bien cómo explicarlo. Solo podría decirte que es una forma de dejar ver al mundo cómo hay personas que sin darte cuenta te cambian para siempre. Y que cuando se van, algo dentro de ti te dice que no van a dejarte jamás.

Desde que papá me prestó su cámara de vídeo para una obra de teatro en el colegio, supe que quería inmortalizar cada momento que viviese. Me pasé mi infancia grabando y ocupando sus cintas, aunque supiese que después vendría una bronca, pero era el modo de crecer recordando que tenía el pasado encerrado en imágenes. Con el paso de los años, llegó mi primera cámara, y ahí comenzó todo.

Empecé a grabar la vida con mi abuela desde que era una niña, sin saber que esos recuerdos tendrían un valor incalculable cuando ella ya no estuviera. No te voy a mentir, aún me queda grande ese disco duro que tengo guardado no solo en la memoria, también en el cajón de mi mesita de noche.

En este libro cuento la historia real de lo que muchos han conocido a través de las redes, a través de vídeos que mi abuela no supo que se estaban grabando, de momentos que quedarán inmortalizados y con los que hoy puedo retroceder, aunque sea unos minutos, en el tiempo.

Es la historia de una niña que crece en un pueblo de la montaña, vive con su abuela, rodeada de su familia, y que un día tiene que coger sus cosas e irse. A pesar de que nunca quiso hacerlo, sabía que volvería, pero no por el motivo por el que lo hizo. Sí, esta es mi historia. Esta es nuestra historia.

El libro habla del dolor, de la pena, de la rabia, de todo lo que me enseñó el vivir en un lugar tan pequeño pero rodeada de tanto amor. Habla de los límites que te pones sin saber que algún día los cruzarás, porque la vida es eso, un conjunto de subidas y bajadas que te hacen crecer.

Pero para entender la relación que me unía a mi abuela hace falta empezar por el principio, por cómo, cuándo y dónde surgió todo. Quizás así se comprenda la frase que recalco siempre: «Los abuelos que crían a sus nietos dejarán marcadas sus vidas en la eternidad…».

 

 

Como cada domingo, entrabas en mi habitación y subías la persiana mientras regabas las flores. No sé cómo describir la sensación de despertar y verte, de sentir el olor a la comida que dejabas preparada en la cocina de leña para cuando volviéramos de misa. A fuego lento, sin dejar que la lumbre se apagase. Yo me daba la vuelta intentando que no supieses que me había despertado, pero sabía que dejarías la puerta abierta y te sentarías a mirarme desde la silla de la cocina mientras cosías cualquier cojín del escaño donde todos nos solíamos pelear por el mismo sitio, el sitio del abuelo. Era difícil convencerte de que ese rincón nos pertenecía a alguno de nosotros, porque sabíamos que tú seguías considerándolo suyo, como si trataras de volver a encontrarte con él.

—Lucía, levanta, que no vamos a llegar.

—Abuela, solo dos minutos. —Me giraba entre las mil mantas que me cubrían—. Despierta a los demás primero.

Villaceid, ese era nuestro pequeño pueblo en el valle de Omaña, en León. Escondido y alejado de las carreteras principales, pero el lugar perfecto para que fuese testigo de nuestras tramas de críos.

El pueblo se dividía en dos calles principales: la calle de Arriba y la calle de Abajo. No son nombres especialmente originales, pero desde que era una niña las conocí de esta manera. Con menos de una treintena de vecinos, éramos como una gran familia. Salir con la bicicleta era sinónimo de que cada uno te parase para decirte lo mismo:

—Cómo has crecido. Qué guapa estás.

Aunque todos los veranos siempre estaban los despistados que te miraban durante horas para luego comentar con el de al lado:

—¿Y esta de quién es?

Recuerdo esa frase como si la estuviese escuchando hoy, porque me parecía curiosa la forma que tenían en el pueblo de relacionar a las personas por el nombre de sus padres, su oficio o quizás el mote que les habían puesto a los abuelos hacía más de cincuenta años.

La casa en la cuesta al lado de la iglesia se llenaba los fines de semana de nietos. La cancilla siempre estaba con las llaves puestas y llena de flores. Eso nunca cambió con el paso de los años. Daba igual quién fuese, porque las puertas estaban abiertas para todo el mundo.

—Abuela, tienes que quitar las llaves.

—Si quieren entrar, van a entrar igual.

Admiraba tu capacidad de no tenerle miedo a nada que se te cruzase por tu camino.

 

 

Mi abuela se pasaba las tardes en su jardín, cuidando cada detalle, barriendo cada hoja, aunque minutos más tarde volviesen a caer, y sentada en el banco de en frente de su casa con su sombrero de paja y su bastón apoyado al lado de su perra.

Éramos felices, y eso solo fue posible por ti, abuela. Nueve nietos, suena fácil, pero créeme que ahora sabemos el esfuerzo que hiciste por todos nosotros. Las discusiones de los domingos porque los más mayores no querían ir a misa y preferían quedarse jugando mientras a los más pequeños no nos quedaba otra opción que la de acompañarte.

 

 

Tardábamos un minuto en llegar a la iglesia, pero te empeñabas en que saliésemos con media hora de antelación. Mirabas por la ventana aguardando a que los primeros vecinos subiesen la enorme cuesta que separaba el barrio de abajo del de arriba, y cuando veías a lo lejos que alguien se acercaba, ya nos tenías a todos preparados para salir de casa como si de un ejército se tratase. Aún sigo esperando a que llegue el domingo en el que los primos intentábamos escaquearnos. El domingo en el que tenías dispuesta la silla para peinarme esas trenzas que nunca me volví a hacer porque nadie sabía hacerlas como tú.

Estábamos listos, revisabas cada pantalón, repasabas cada zapatilla con la bayeta y nos bañabas en colonia para que todo el pueblo pensase que éramos formales.

Daban las once y media. Sonaban las campanas y el coro empezaba a cantar. Nos ponías en círculo y nos repartías los céntimos que habías ido reuniendo durante toda la semana. Tocaba encender las velas antes de que la misa comenzara. Y nosotros, como críos, nos peleábamos por saber quién tenía más dinero para prender el máximo posible.

El cura ya nos conocía, y te decía la misma frase cada semana:

—Vaya suerte tienes, qué bien rodeada te veo.

—Y los que he dejado en casa… ¡Me vuelven loca!

Y se te escapaba una sonrisa al terminar de decirlo.

Con el tiempo entendí que la suerte siempre estuvo de nuestra parte. Que la suerte no la tuvo ella, sino nosotros cada día que la vida nos recordaba que estábamos a su lado. En el fondo sabía que mi abuela era feliz, aunque muchas veces acabara loca por culpa de unos pequeñajos.

Se sentaba en el segundo banco con sus amigas a esperar mientras hablaba de cómo nos iba en el colegio. En sus ojos solo se veía orgullo. Carlos, Miguel, Fernando, Esther, Lucía, Marta, Joaquín, Rodrigo y Javier. Esos eran los nueve nombres que sonaban en sus conversaciones. Nueve nietos que se habían criado en una misma casa, la suya.

El reloj marcaba las doce menos cuarto, y una vez que el coro dejaba de cantar, tocaba repartirse. Los más pequeños recogían la limosna en un viejo cesto de mimbre que llevaba años en la iglesia. Según te ibas haciendo mayor, la labor cambiaba y tocaba leer delante de todos los vecinos.

Te voy a confesar una cosa ahora que no me escuchas, abuela. Ese era mi momento favorito de la misa. Me temblaban las piernas y me temblaba la voz. Me perdía cada tres párrafos, pero levantaba la vista y ahí estabas tú. Con la mirada fija en cada movimiento que hacía. Sé que me mirabas con orgullo, y yo solo buscaba tu paz, ese abrazo del final de las doce.

El olor a incienso ponía fin a la mañana del domingo y el coro volvía a cantar otra vez para marcar la salida de la iglesia, y tú nos hacías esperar y respetar el orden. De uno en uno, sin correr, y cogiendo agua bendita de la pila de la izquierda de la puerta antes de salir para santiguarnos.

Era hora de regresar a casa y jugar con el resto de los primos, los mayorones, como solías llamarlos. Dejabas tu ropa nueva en el armario y volvías a ponerte la bata y el mandil.

 

 

 

La llamaría la casa de los mil colores porque a la abuela le encantaba que todo tuviese colores con vida. Se empeñó en dejarnos elegir el de la fachada para que estuviese a nuestro gusto la última vez que se pintó, y decidimos que fuese azul. El color de la calma, la paz, de la protección. Todo lo que era ella para nosotros.

Una verja verde rodeaba el jardín y esa vieja cancilla que pintábamos cada año era inconfundible. El jardín se dividía en tres. En el lado derecho había su mesa azul con sus cuatro sillas, este era uno de sus lugares favoritos. Bajo una sombrilla de playa que mamá le había regalado sacaba su cesto de la costura y se pasaba horas y horas cosiendo los monos del trabajo de mi tío o los manteles del restaurante de mis padres. También estaba el pino de Navidad. No es que se le olvidase quitarlo de un año para otro, sino que ese árbol había crecido con nosotros. Cuando éramos pequeños la abuela lo envolvía en bolsas para evitar que el frío de las noches acabase con él, y ahora ha conseguido que llene la mayoría del espacio que tenía para las nuevas plantas. Y a pesar de ocupar un buen trozo del jardín, se negaba a arrancarlo porque era parte de nuestra identidad en la infancia.

En el centro, dos setos te guiaban hasta la puerta, decorada con una enredadera con rosas y un ramo de olivo que sustituía cada año que se bendecía el nuevo para que tuviese protegido el hogar.

Al entrar en casa, el pasillo. Uno pequeño ocupado la mayoría de las veces por leña para la cocina o cubos de carbón que la abuela había preparado para no tener que bajar al sótano por la noche. Sacos y periódicos para encender el fuego y la caja de la ceniza para recoger la del día anterior.

En el pasillo también estaba el teléfono fijo. Cuando éramos niños nos peleábamos por llamar porque era la única forma de comunicarnos con nuestros amigos o huíamos a la carrera cuando leíamos en la pantalla el nombre de nuestros padres. La abuela lo cogía porque sabía que ninguno de nosotros levantaríamos el auricular para que nos dijesen a qué hora pasarían a recogernos.

—Sí, ¿quién es?

—Mamá, dile a los niños que estamos de camino, que se vayan preparando.

—Acaban de salir por la puerta, voy a buscarlos.

Sabías que no salíamos por casualidad, pero tú siempre nos cubrías.

Los tíos llegaban y nadie estaba preparado para marcharse, porque eso significaba que al día siguiente había colegio y que todos se irían. Aunque yo me quedase, sabía lo feliz que era rodeada de ellos.

El primer lugar y del que más recuerdo tengo es el de la cocina. Digamos que era el núcleo de la casa, el sitio de reunión, de comidas familiares, de tardes de cartas… La cocina de toda la vida, como la llamabas tú. El escaño con su colchoneta llena de cojines que habías hecho hace tiempo, la mesa cubierta con un hule de dibujos que se cambiaba cada año, la cocina de leña y las sillas con bolsas colgadas llenas de cables, juguetes y cosas nuestras que conservabas.

La casa tenía tres habitaciones. La más especial, sin duda, la tuya. En todas había fotos de los primos, fotos de cuando éramos pequeños que cubrían la pared encima de la cama, y muñecas de porcelana a las que tenía miedo, pero que tú te empeñabas en limpiar cada día como si de uno de nosotros se tratase.

Las habitaciones dependían de la edad. Los más mayores elegían las camas grandes, y según pasaban los años, estas iban cambiando de unos a otros. Camas en las que, para entrar, necesitabas un manual de instrucciones, y ya ni te cuento si tenías que hacerla por la mañana. Nueve mantas escondían el edredón, la sábana de abajo y un cubrecolchón. Se podría decir que era imposible moverse en toda la noche porque cualquier falso movimiento haría que todas ellas cayesen de golpe al suelo.

Las habitaciones estaban llenas con nuestros juguetes. Los primos nunca llevábamos maleta, dejábamos todo de semana en semana porque sabíamos que volveríamos a los pocos días.

Por último, el comedor, que más que comedor era una especie de trastero donde guardábamos los juegos de mesa, los libros del colegio y un sinfín de cajas con material escolar que jamás usábamos. Pero ese comedor, además, tenía algo muy especial: la foto de la boda de mis abuelos. Y no solo eso, sino que había muchos recuerdos colgados de las paredes que yo analizaba cada vez que entraba ahí. Digamos que era un comedor en el que no comí nunca. Pero eso sí, era uno de mis lugares favoritos cada mañana porque cuando sonaba el timbre del panadero, ya sabía que allí habría magdalenas recién hechas y pan calentito, y si no corrías, cualquiera de los nueve primos se iba a quedar sin nada.

—Repartidlo, que es para todos, o no os vuelvo a comprar nada más.

Las cajas de magdalenas y cruasanes tampoco faltaban, y si por algún casual escaseaban, ya estabas tú llamando a mamá para que comprase en cualquier otro lado. Porque nunca tenías un no por respuesta a todo lo que queríamos.

Esa era la casa, esa era tu casa, esa era nuestra casa.

La casa del pueblo siempre llevará tu nombre. Llevará ese olor a comida recién hecha, llevará el recuerdo de tus meriendas, de los regalos bajo el árbol de Navidad… Me pasé dieciséis años de mi vida en ella. Supongo que solo quien lo vive sabe lo importante que es llamar hogar a tu sitio.

 

 

El pueblo era el lugar perfecto para hacer lo que quisiera y que nadie pudiese decirme nada, porque ahí estabas para protegerme.

La alarma para el colegio sonaba cada día a las siete de la mañana. Una hora y media antes de entrar a clase. Y quien dice alarma, dice tus golpecitos en el brazo derecho mientras yo dormía. Aún sigo sin saber cómo hacías para estar al pie del cañón a diario.

Recuerdo oír la radio durante toda la noche, por eso, cuando me preguntaban por qué llegaba al cole conociendo todas las noticias, no era por la vocación que desde niña tuve interesándome por lo que ocurría a mi alrededor, sino por el sonido que llegaba desde tu cuarto a todos los puntos de la casa.

—Lucía, arriba, que van a ser las siete.

—Abuela, aún quedan diez minutos.

—Bueno, yo ya no te llamo más. —Siempre me decías lo mismo—. Como pierdas el autobús, se lo explicas tú a mamá.

Pero pasaban los diez minutos y allí te tenía, entrando en la habitación de nuevo. Cuando por fin me levantaba, ya te habías encargado de que toda la casa oliese a tostadas recién hechas, tuviese un buen Cola Cao calentito y la ropa lista encima de la otra cama.

Subías la persiana de la cocina unos centímetros por encima de las flores y te quedabas ahí, todavía en camisón, esperando oír la bocina de la furgoneta que pasaba a buscarnos. Y cuando llegaba, sabías sin que te dijese nada que tenías una misión: entretener al conductor preguntándole qué tal la mañana o hablando de cualquier noticia que hubiese escuchado en la radio mientras yo devoraba las últimas galletas que quedaban en la caja.

Un beso en la frente y un «luego nos vemos, mi niña» me acompañaban cada vez que salía por la puerta. Más un «ten cuidado, que ahí fuera hay mucha gente mala».

—Abuela, voy al colegio, no a la guerra —replicaba.

—Da igual donde vayas, siempre debes tener cuidado.

Es difícil hacerme a la idea de que ya no habrá más besos de despedida. Te prometo que espero sentada en tu cama oírtelo decir, y sin que parezca una locura, consigo escucharte.

Esa casa son tantos momentos que aún me cuesta entender que tengo que entrar sin buscarte. Me viene a la memoria cuando miraba por la ventanilla de la furgoneta para verte en la puerta hasta que atravesásemos la última curva de la calle, donde no te alcanzaba la visión. Entonces, yo también te perdía de vista y cerraba los ojos mientras escuchaba las típicas llamadas haciendo bromas que tenía sintonizadas en la radio cada día el conductor.

Han pasado muchas cosas desde que te fuiste, abuela, pero ¿sabes?, todas las semanas vamos a cuidar tus flores, a cortar las malas hierbas que te pasabas horas arrancando y a quitar el polvo de los juguetes que nunca moviste a pesar de que creciéramos y nos fuéramos yendo.