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Todo o nada Aunque sabía que Conrad le rompería el corazón, Jayne se enamoró de él. Y Conrad Hughes, director de casino, se lo hizo pedazos con sus ausencias y sus mentiras. Por fin, Jayne estaba dispuesta a seguir con su vida, pero su esposo tenía otros planes para ella. Las misiones que Conrad realizaba para la Interpol destruyeron su matrimonio. Cuando Jayne acudió a Montecarlo para conseguir el divorcio, él decidió lanzar un ataque en toda regla. Seducir a su esposa fue un juego de niños; ganarse su confianza era un asunto completamente diferente. Sin embargo, Conrad no tenía intención de perder... Aún te deseo Malcolm Douglas era el chico malo del instituto, el que le robó el corazón a Celia Patel, pero la vida acabó separándolos y ella se quedó con el corazón roto. Dieciocho años después, Malcolm regresó a su vida convertido en una estrella del rock y empeñado en reparar los errores del pasado. Se decía a sí mismo que solo quería protegerla de una amenaza real, pero la vieja química que había entre ellos no tardó en surgir de nuevo.
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Seitenzahl: 339
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 450 - julio 2020
© 2013 Catherine Mann
Todo o nada
Título original: All or Nothing
© 2013 Catherine Mann
Aún te deseo
Título original: Playing for Keeps
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-619-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Todo o nada
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Epílogo
Aún te deseo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Si te ha gustado este libro…
Mónaco, casino de Montecarlo
No sucedía todos los días que una mujer se jugara su anillo de compromiso, con un diamante amarillo de cinco quilates, a la ruleta, pero era la única manera que se le ocurría a Jayne Hughes de devolverle la joya a su marido.
Le había dejado mensajes a Conrad diciéndole que se pusiera en contacto con su abogado. Conrad los había ignorado. El abogado de ella había llamado al de él, sin resultado alguno. Habían tratado de entregar los documentos del divorcio en mano a la secretaria personal de Conrad, pero él le había ordenado que no los aceptara bajo ninguna circunstancia.
Jayne se dirigía a la mesa de la ruleta, con el anillo que Conrad le había regalado hacía siete años. Dado que él era el dueño del casino de Montecarlo, si perdía, el anillo volvería a pertenecerle a él. Jayne tenía que perder para poder ganar. Solo quería poder empezar de cero y no seguir sufriendo más.
Arrojó el anillo sobre el tapete de terciopelo y lo apostó al doce rojo. El aniversario de su ruptura era el doce de enero, la semana siguiente. Habían pasado separados tres de los siete años de casados. Conrad debería haber aceptado ya el divorcio, para que los dos pudieran seguir con sus vidas independientes.
Carcajadas, risas y gritos de excitación retumbaban en el techo abovedado del casino, sonidos muy familiares para ella. Esas paredes cubiertas de frescos habían sido su casa los cuatro años que habían vivido juntos como marido y mujer. Cenicienta se había desvanecido. El zapato de cristal de Jayne se había hecho pedazos junto con su corazón. El príncipe azul no existía. Ella construía su propio destino y se haría cargo de su vida.
Jayne se había criado en Miami, en un lugar mucho más corriente que el casino de Montecarlo. La consulta dental de su padre les había permitido llevar una vida muy acomodada que lo habría sido aún más si su padre no hubiera ocultado una segunda familia.
Hizo una señal al crupier para que girara la ruleta, este se ajustó la corbata y frunció el ceño. Entonces, miró detrás de ella un segundo antes de que… Conrad.
Jayne podía sentir su presencia sin necesidad de mirar. Después de tres años separados sin verlo, su cuerpo aún lo reconocía. Y lo deseaba. Sintió un hormigueo en la piel y el pensamiento se le llenó de recuerdos, como cuando pasaron un fin de semana haciendo el amor con la brisa del Mediterráneo entrando por las puertas del balcón.
El aliento de Conrad le acarició el oído un instante antes de que ella pudiera escuchar su voz.
–Puedes conseguir fichas a tu izquierda, mon amour.
Amor mío. Jayne no lo creía. Más bien era una posesión para él.
–Y tú puedes ir a recoger los papeles del divorcio del bufete de mi abogado.
–¿Y por qué iba yo a querer separarme cuando eres tan atractiva como para robarle el alma a un hombre?
El fuego que emanaba de su cuerpo la atravesó de igual forma que el deseo y la ira que le recorrían las venas.
Jayne se dio la vuelta para mirarle y se preparó para el impacto… Verlo simplemente hizo que le diera un vuelco el estómago. El cabello negro de Conrad relucía bajo las imponentes arañas de cristal. Jayne recordó su tacto, sorprendentemente suave. Se había pasado incontables noches viendo cómo dormía y acariciándole el cabello. Con los ojos cerrados, el poder de su mirada color café no podía persuadirla de que hiciera algo en contra de su voluntad. Conrad no dormía mucho. Era insomne, como si no pudiera ceder el control ni siquiera para dormir. Por eso, ella atesoraba aquellos escasos momentos en los que había podido mirarlo a placer.
Las mujeres siempre miraban fijamente y susurraban cuando Conrad Hughes pasaba a su lado. Incluso en aquel momento no trataban de ocultar descaradas miradas de apreciación. Con el esmoquin, tenía un aspecto impresionante. A pesar de que era neoyorquino por los cuatro costados, tenía el aspecto exótico de un aristócrata ruso o italiano de algún siglo pasado.
Y la misma arrogancia. Recogió el anillo del tapete y se lo colocó a Jayne en la palma de la mano. Entonces, se la cerró.
–Conrad –dijo ella.
–Jayne –replicó él sin soltarle la mano–, no creo que este sea el lugar apropiado para que volvamos a vernos.
La obligó a echar a andar. Los dos juntos se abrieron paso entre los allí presentes. El casino constituía un lugar de reunión para la alta sociedad, incluso para la realeza. Él era dueño de seis casinos por todo el mundo, pero el casino de Montecarlo siempre había sido su favorito. El encanto del viejo mundo se entremezclaba con mesas y máquinas muy antiguas, aunque los mecanismos internos habían sido modernizados con las últimas tecnologías.
–Detente. Ahora mismo.
–No –replicó él. Se detuvo frente al ascensor dorado, que era el suyo privado, y apretó el botón.
–Sigues siendo insoportable –susurró ella.
–Vaya –replicó él rodeándole los hombros–. Eso no lo había oído antes. Gracias por hacérmelo ver. Lo tendré en cuenta.
Jayne se zafó de él y le plantó cara.
–No pienso subir a tu suite.
–A nuestro apartamento del ático –le corrigió él. Le arrebató el anillo y se lo metió en el bolso–. Nuestro hogar.
Las puertas se abrieron. Conrad le indicó al ascensorista que saliera e hizo entrar a Jayne.
–Que me entregues los papeles no quiere decir que vaya a firmarlos.
–No creo que tengas intención de permanecer casado para siempre si vivimos separados.
–Tal vez solo quería que tuvieras las agallas de hablar conmigo en vez de hacerlo por medio de un emisario. Que me dijeras a la cara que estás dispuesta a pasar el resto de tu vida sin compartir conmigo la misma cama.
Jayne no podía confiar en él después de lo que había pasado con su padre. Se negaba a que ningún hombre pudiera engañarla del mismo modo que su padre lo había hecho con su madre.
–Supongo que te refieres a compartir la misma cama cuando dé la casualidad de que tú estés en la ciudad después de desaparecer semanas enteras. Hemos hablado de esto un millón de veces. No me puedo acostar con un hombre que tiene secretos.
Él detuvo el ascensor con un rápido movimiento de la mano y se volvió para mirarla. La frustración parecía haberle borrado la sonrisa del rostro.
–Jamás te he mentido.
–No. Tan solo te marchas cuando no quieres responder a las preguntas.
Conrad era un hombre inteligente. Demasiado inteligente. Jugaba con las palabras tan diestramente como con el dinero. Con solo quince años, utilizó su cuantiosa herencia para manipular el mercado de acciones. Había dejado a más de un timador sin negocio con la venta de valores que no le pertenecían con la intención de comprarlos de nuevo después de que el precio bajara, lo que había estado a punto de enviarle a un correccional. La influencia de su familia consiguió que no fuera así. Se le condenó a asistir a una especie de internado con estructura militar donde no se reformó en absoluto, sino que más bien agudizó su habilidad innata para salirse con la suya.
Desgraciadamente, Jayne seguía sin ser inmune a él. Esa era en parte la razón de que hubiera mantenido las distancias y hubiera tratado de conseguir el divorcio desde ultramar. La gota que había colmado el vaso fue cuando ella tuvo un susto con una cuestionable mamografía. Necesitaba el apoyo de Conrad, pero no pudo localizarle durante casi una semana. Aquellos fueron los siete días más largos de toda su vida.
Los temores resultaron infundados, pero los pensamientos en torno a su matrimonio fueron de lo más malignos. Por respeto a lo que habían compartido, ella esperó a que Conrad regresara a casa y le dio una última oportunidad de sincerarse con ella. Conrad le habló, como siempre, de los negocios de los que debía ocuparse y le pidió que confiara en él. Jayne lo abandonó aquella misma noche.
Envueltos en la intimidad que proporcionaba el ascensor, Jayne solo podía pensar en que, en una ocasión, él la había empujado contra los espejos de la pared y le había hecho el amor.
Él seguía en silencio.
–¿Y bien, Conrad? ¿Acaso no tienes nada que decir?
–El verdadero problema aquí no soy yo, sino que no sabes cómo confiar –dijo él mientras deslizaba suavemente el dedo por la cadena del bolso de Jayne–. Yo no soy tu padre. Eso es un golpe bajo –añadió. Sus palabras convirtieron la pasión residual en ira… y en dolor.
Conrad estaba a pocos centímetros de ella, tan cerca que se podrían perder en un beso en vez de discutir. Sin embargo, Jayne no podía volver a recorrer aquel camino, a pesar de lo intensa que era la atracción. Dio un paso atrás.
–Si estás tan comprometido con la verdad, ¿qué te parece si demuestras que tú no eres tu padre?
En su adolescencia, Conrad fue arrestado y la noticia salió en los titulares de todos los periódicos. De tal palo, tal astilla. Su padre había escapado de delitos por malversación gracias al mismo abogado que consiguió exonerar a Conrad.
En el fondo de su corazón, Jayne sabía que su marido no como su padre. Conrad había pirateado todas aquellas empresas de Wall Street para dejar en evidencia a padre y a otros como él. Metió la mano en el bolso y sacó los papeles doblados.
–Toma. Así te ahorro el viaje al bufete de mi abogado.
Se los metió a Conrad por la chaqueta y apretó el botón del ascensor para que subiera a la planta en la que estaba su suite. No podía soportar la idea de volver al apartamento que habían compartido, el lugar que ella había decorado con tanta esperanza y tanto amor.
–Conrad, considera que te los he entregado oficialmente. No te preocupes por el anillo. Lo venderé y donaré el dinero a obras benéficas. Lo único que necesito de ti es tu firma.
Las puertas del ascensor se abrieron. Con la cabeza bien alta, salió del ascensor y comenzó a andar por el pasillo. Se fue alejando de Conrad, casi consiguiendo ignorar el hecho de que él aún tenía el poder de romperle de nuevo el corazón.
A la edad de treinta y dos años, Conrad había conseguido diez fortunas y había regalado nueve. Aquella noche había hecho saltar la banca con su mayor victoria en tres años. Tenía la oportunidad de dar carpetazo a su relación con Jayne para que ella no siguiera turbando sus sueños durante el resto de su vida.
Cuando le alertaron de la presencia de Jayne en el casino, había abandonado lo que estaba haciendo para buscar el brillo del cabello rubio de la que aún era su esposa.
Se sacó los papeles de la chaqueta y se los guardó en el bolsillo interior. Al pasar junto a la barra del bar, el camarero le indicó con un gesto uno de los taburetes, en el que se encontraba sentado un cliente muy familiar.
Maldita sea. Conrad no necesitaba algo así en aquellos momentos. Sin embargo, no podía darle esquinazo al coronel John Salvatore, su anterior director y su actual contacto en el trabajo que realizaba por cuenta propia para la Interpol, el trabajo que precisamente lo había alejado de Jayne, el trabajo que él prefería que ella desconociera por su propia seguridad. El estilo de vida lujoso y la influencia de Conrad le daban un fácil acceso a los círculos más poderosos. Cuando la Interpol necesitaba una investigación encubierta, requerían el trabajo de un selecto grupo de operativos, al mando de John Salvatore. Esto ahorraba meses para crear un personaje para un agente normal. Salvatore solía requerir sus servicios una o dos veces al año. Si utilizara a Conrad con demasiada frecuencia, corría el riesgo de dejar al descubierto toda la infraestructura.
Aquello era la razón de las semanas de ausencia que habían hecho enfadar tanto a Jayne. Una parte de él comprendía que debería contarle lo de su segunda profesión. De hecho, le habían dado permiso para compartirlo con su esposa. Sin embargo, otra parte de su ser ansiaba que ella confiara en él en vez de dar por sentado que Conrad era un delincuente como su padre o un canalla mentiroso como el de ella.
El coronel levantó su whisky a modo de brindis.
–Veo que has tenido visita.
Conrad se sentó a su lado.
–Jayne te podría haber visto aquí sentado.
Si el coronel estaba allí, eso significaba que había una razón. Los últimos tres años, Conrad había recibido de buen grado todas las misiones con la Interpol porque estas servían para llevar su vacía vida. Pero en aquel momento…
–En ese caso, pensaría que tu viejo director del colegio viene a saludarte dado que ha venido a ver el concierto de otro antiguo alumno aquí en la Costa Azul.
–No es un buen momento…
–Simplemente he venido a entregarte en mano unos documentos –dijo mientras le entregaba un disco que, sin duda, contenía información encriptada– de nuestra reciente… misión.
Misión. Se refería al caso Zhutov, de falsificación de divisas, que había concluido hacía ya un mes.
Si Conrad hubiera estado pensando en lo que debía, se habría dado cuenta de que el coronel jamás se arriesgaría a involucrarle en otra operación tan pronto. Eso indicaba que Jayne ya había empezado a turbarle el pensamiento, y eso que ni siquiera llevaba una hora de vuelta en su vida.
–Hoy todo el mundo quiere darme documentos –dijo mientras se tocaba el bolsillo donde tenía los papeles que ella le había entregado. El leve crujido que hicieron le recordó que tan solo faltaba una firma para que su matrimonio hubiera terminado para siempre.
–Esta noche eres un caballero muy popular.
–Soy insoportable y arrogante –replicó él. Al menos según Jayne.
–Y muy consciente de ti mismo. Siempre lo fuiste, incluso en el internado. La mayoría de los muchachos llegaban negándose o creyéndose más de lo que eran. Tú conocías tus puntos fuertes desde el principio.
Al pensar en los años de su adolescencia, Conrad se sintió incómodo. Le recordaban la peor época de su vida, cuando su padre se desmoronó del pedestal en el que Conrad siempre lo había tenido.
–¿Estamos hablando de esto solo por hablar o hay algún motivo concreto?
–Conocías tus puntos fuertes, pero no tus debilidades –dijo el coronel mientras se ponía de pie–. Jayne es tu talón de Aquiles. Necesitas reconocerlo o eso te conducirá a la autodestrucción.
–Lo tendré en cuenta.
La amarga verdad del concepto del talón de Aquiles le escocía, dado que él le había dicho lo mismo a su amigo Troy cuando este cayó perdidamente enamorado.
–Decididamente, sigues siendo tan testarudo como siempre –le dijo Conrad mientras le daba una palmada en el hombro–. Estaré aquí el fin de semana. Digamos que volveremos a reunirnos para almorzar pasado mañana y terminar con lo de Zhutov. Buenas noches, Conrad.
El coronel dejó una propina y se mezcló con la multitud. Desapareció antes de que Conrad pudiera terminar de procesar lo que su superior le había dicho. Salvatore raramente se equivocaba. Tenía razón sobre el efecto que Jayne le producía. Sin embargo, en lo de buenas noches…
No creía que pudiera pasar una buena noche, pero no había perdido la esperanza. Quedaba mucho para que terminara la velada. Jayne lo comprendería cuando entrara en la suite y descubriera que su equipaje ya no estaba allí y que había sido trasladado al ático; Jayne estaría encendida. Una visión magnífica que él no se podía perder.
Furiosa por lo que Conrad acababa de hacer, Jayne se montó en el ascensor para ir al ático, su antiguo hogar. En recepción, le habían dado una tarjeta para que pudiera abrir la puerta sin dudas ni preguntas. Conrad les habría advertido de que ella iría a preguntar antes de que ordenara que retiraran todas las cosas de Jayne de la suite que ella había reservado.
Lo maldijo en silencio.
Las puertas doradas se abrieron por fin. El vestíbulo estaba en penumbra. Se preparó para ver las butacas de estilo Luis XIV y la mesa que ella había elegido con tanto cuidado solo para descubrir que Conrad lo había cambiado todo. No había esperado que el apartamento siguiera igual después de que ella se marchara, pero tampoco podría haber anticipado un cambio tan radical.
Aquel era el apartamento de un hombre. Enormes muebles de cuero y una monstruosa televisión. Incluso las cortinas de los ventanales desde los que se dominaba una imponente vista del Mediterráneo iluminado por la luna habían sido sustituidas. La decoración seguía teniendo un gran sentido de elegancia y estilo, como el resto del casino, pero sin el menor toque femenino.
Conrad había retirado todo lo que ella había puesto allí después de la separación. Se preguntó si lo habría cambiado por ira o simplemente porque ella ya no le importaba. Lo único que deseaba en aquellos momentos era enfrentarse al que en breve iba a ser su exmarido.
No tuvo que esperar mucho. Se encontró a Conrad tumbado en un enorme sillón, con un vaso de cristal tallado en la mano. Tenía una botella de su whisky favorito sobre la mesa de caoba que había al lado. Allí mismo, había habido un elegante sofá tapizado en el que habían hecho el amor en más de una ocasión.
De hecho, si lo pensaba bien, le parecía que Conrad había estado muy acertado al decidir cambiarlo todo.
Dejó el bolso en una estantería y sintió cómo los delgados tacones de sus zapatos se hundían en la lujosa alfombra.
–¿Dónde está mi equipaje? –le espetó–. Necesito mi ropa.
–Tu equipaje está aquí –dijo él sin moverse–. ¿Dónde si no iba a estar?
–En mi suite. Debes de saber que elegí una suite en una planta diferente del casino.
–Se me informó de ello en el momento en el que recogiste la llave –le comentó él antes de terminarse la copa de un trago.
–Y tú hiciste que lo trasladaran todo.
–Soy arrogante, ¿recuerdas? Seguramente tú ya sabrías lo que ocurriría cuando te registraste. A pesar del nombre falso, tendrías que haberte imaginado que todos los empleados reconocerían a mi esposa.
–¡Qué tonta he sido al pensar que se respetarían mis deseos!
–Y qué tonto he sido yo al pensar que no me avergonzarías delante de todos mis empleados.
Jayne se sintió profundamente apenada. A pesar de lo ocurrido entre ellos, lo amaba profundamente. Estaba cansada de hacerle daño, del dolor que ella misma sentía.
Se sentó junto a él. Necesitaba terminar con aquella situación para poder seguir adelante con su vida, poder sentar la cabeza con alguien aburrido y sin complicaciones que la amara de verdad.
–Lo siento. Tienes razón. He sido muy poco considerada.
–¿Por qué lo hiciste? –le preguntó él mientras se acercaba un poco más a ella–. Ya sabes que hay mucho espacio en el ático.
–Porque me da miedo estar a solas contigo –respondió ella con sinceridad.
–Dios, Jayne –susurró él mientras extendía la mano y le agarraba la muñeca–. Sé que soy un canalla en todos los aspectos, pero jamás te haría daño.
Aquella delicada caricia era testigo de sus palabras, al igual que los años que habían pasado juntos. Conrad siempre había permanecido inmutable incluso durante las discusiones más acaloradas. Jayne deseó poder controlar sus sentimientos del mismo modo. Daría lo que fuera por controlar lo que estaba experimentando en aquellos momentos.
No pudo contener las palabras. Ni la sinceridad.
–No me refería a eso. Me temo que no podré resistirme a acostarme contigo.
Con la confesión de ella aún resonándole en los oídos, permanecer impasible fue lo más duro que Conrad había hecho en toda su vida, aparte de dejar que Jayne se marchara hacía tres años. Sin embargo, necesitaba pensar y necesitaba hacerlo rápido. Un movimiento en falso y aquel asunto le estallaría en el rostro.
Todas las células de su cuerpo le gritaban que la tomara entre sus brazos, la llevara a su dormitorio y le hiciera el amor durante toda la noche. Y lo habría hecho si hubiera estado seguro de que Jayne se iba a dejar llevar por aquel deseo. Desgraciadamente, conocía demasiado bien a Jayne. A pesar de que ella lo deseaba, seguía muy enojada con él. Cambiaría de idea sobre lo de acostarse con él antes de que él terminara de quitarle las horquillas con las que llevaba recogido el cabello.
Necesitaba tiempo para hacer desaparecer sus reservas y persuadirla de que acostarse juntos una última vez era algo bueno. Retiró la mano y agarró la botella para servirse otra copa de whisky.
–Si no recuerdo mal, yo no te he pedido que te acostaras conmigo.
Ella se irguió en el asiento.
–No tienes por qué decir nada. Tus ojos me seducen con una mirada –susurró. Le temblaba la barbilla–. Mis ojos me traicionan, porque cuando te miro, te deseo tanto…
Conrad decidió que tal vez ella pudiera persuadirle para que no esperaran.
–¿Y eso es malo?
En los ojos azules de Jayne se adivinaba la batalla interior que estaba teniendo, una batalla que él comprendía demasiado bien. Los tres años que habían pasado separados habían sido un verdadero infierno para él, pero al final había empezado a aceptar que su matrimonio había terminado. Deseaba que Jayne lo mirara a los ojos y se lo dijera a la cara.
Su deseo venía acompañado de un giro inesperado. Jayne seguía deseándolo tanto como él la deseaba a ella. El sexo entre ellos siempre había sido más que bueno. Podrían quitarse el anhelo y seguir con sus vidas. Solo tenía que conseguir que Jayne pensara del mismo modo.
Por fin, ella sacudió la cabeza.
–No vas a ganar. Esta vez no –le dijo mientras se ponía de pie–. Devuélveme mis cosas y no te atrevas a decirme que entre en nuestro dormitorio para recogerlas.
–Están en la habitación de invitados.
Jayne lo miró muy sorprendida.
–Ah, siento mucho haber pensado mal de ti.
Conrad se encogió de hombros.
–La mayor parte de las veces tendrías razón.
–Maldita sea, Conrad. Solo quiero tu firma para tener paz.
–Lo único que quise siempre fue hacerte feliz –dijo él. Se puso de pie y extendió una mano para acariciarle a Jayne un mechón del cabello–. No te he pedido que nos acostemos, pero no te equivoques, pienso en estar contigo y en lo maravilloso que era todo cuando estábamos juntos.
Mientras le acariciaba el cabello, le rozó suavemente el hombro con los nudillos y, de repente, le quitó una de las horquillas que le sujetaban el recogido. Conocía tan bien aquel peinado que podría soltárselo con los ojos cerrados.
Dio un paso atrás.
–Que duermas bien, Jayne.
Las manos de Jayne temblaban mientras se recogía el mechón, pero no dijo nada. Se dio la vuelta, agarró su bolso y se dirigió a la habitación de invitados. A Conrad le daba la sensación de que ninguno de los dos iba a encontrar la paz en un futuro cercano.
Jayne cerró la puerta de la habitación de invitados y se reclinó sobre ella. Después de tres largos años sin él, no había esperado que el deseo que sentía fuera tan fuerte. No podía dejar de imaginarse inclinándose sobre él mientras él permanecía sentado en aquel monstruoso sillón y deslizándole las rodillas a cada lado hasta sentarse sobre él a horcajadas.
Había algo muy excitante en las veces en las que ella había tomado la iniciativa, algo que ya casi había olvidado en el tiempo que habían pasado separados. Sin embargo, le encantaba aquella sensación de poder y sensualidad. Ciertamente, él podía conseguir dar la vuelta a la situación en un abrir y cerrar de ojos, pero ella le desabrocharía la corbata, la camisa, los pantalones…
Se deslizó por la puerta para sentarse en el suelo y se le escapó un suspiro de los labios. Aquello no era tan fácil como había esperado…
Al menos tenía una cama para ella sola sin tener que discutir más. Una victoria menor. Miró a su alrededor y vio que Conrad no había cambiado nada de la decoración de aquel cuarto. Jayne sintió un profundo alivio, que la sorprendió. ¿Por qué significaba tanto para ella que él no se hubiera deshecho de todo lo que representaba su vida en común?
Volvió a ponerse de pie y contempló la habitación. Estaba todo tal y como ella lo había decorado. Arrojó el bolso sobre la cama y vio que se salía el teléfono móvil. Lo tomó y comprobó que tenía tres llamadas perdidas del mismo número.
Experimentó un fuerte sentimiento de culpa. En realidad, no estaba saliendo con Anthony Collins. Había tenido mucho cuidado de mantener la relación en el ámbito de la amistad desde que empezó a cuidar a su tío abuelo en la residencia. El anciano ya había fallecido de cáncer de pulmón.
Estaba muy en contacto con la muerte por su trabajo, pero jamás le resultaba fácil. Ayudaba a hacer más llevaderos los últimos días de una persona. Había encontrado el lugar perfecto para ejercer su profesión de enfermera. Quería retomar la vida que se había empezado a construir de nuevo en Miami y, para poder hacerlo, necesitaba terminar con su matrimonio. Abrió el buzón de voz y escuchó:
–Jayne, solo llamaba para saber que estás bien –le dijo la voz de Anthony mientras Mimi, su bulldog francés, ladraba. Anthony había accedido a cuidárselo–. ¿Qué tal el vuelo? Llámame cuando puedas.
Piiii. Siguiente mensaje.
–Me estoy empezando a preocupar por ti. Espero que no te hayas quedado tirada entre vuelo y vuelo, a merced de la carísima comida de aeropuerto.
Piiii. Siguiente llamada de Anthony. No había mensaje. Había colgado sin hablar.
Debería llamarle, pero no podía escuchar su voz cuando seguía experimentando el deseo hacia Conrad aún en las venas. Optó por la salida más cobarde y escribió un mensaje de texto:
He llegado a Montecarlo sin problemas. Gracias por preocuparte por mí. Estoy demasiado cansada para poder hablar. Te llamaré muy pronto. Dale a Mimi un premio extra de mi parte.
Con gran remordimiento apagó el teléfono. Se sentó en la cama y miró su equipaje. Afortunadamente se había llevado su libro electrónico, porque no creía que tuviera muchas posibilidades de dormir aquella noche.
Conrad estaba sentado examinando el documento que el coronel le había dado en el ordenador.
Montecarlo casi nunca dormía por la noche, por lo que era el lugar idóneo para un insomne crónico como él. Más allá de los cristales de las ventanas, los yates adornaban la bahía con sus luces. El casino aún seguía con su frenético ritmo, pero él había insonorizado su apartamento.
Los papeles del divorcio estaban a su lado, sobre la mesa. Ella insistía en divorciarse de él sin reclamar prácticamente nada, igual que había hecho el día el que se marchó. Conrad ya había redactado un apéndice que creaba un fondo para ella. Jayne podría hacer lo que quisiera con aquel dinero. Sin embargo, Conrad había jurado delante de Dios protegerla toda su vida y lo haría incluso más allá de su divorcio. Él nunca se comprometía a la ligera.
La frustración se apoderó de él y amenazó con distraerle por completo del informe Zhutov. Había renunciado a su matrimonio por casos como aquel, por lo que debía concentrarse. Si no lo hacía, habría perdido a Jayne por nada.
El mundo estaba mucho más seguro con aquel canalla entre rejas. Zhutov había ideado una de las mayores organizaciones de falsificación en Eurasia. Había utilizado su influencia para inclinar el equilibrio de poderes entre países y manipular la fortaleza de la divisa de un país. En unos momentos en los que muchos países estaban luchando por la supervivencia financiera, el menor desequilibrio en la economía podía tener unas consecuencias desastrosas.
Por lo que parecía, Zhutov había actuado así por una necesidad de poder y el deseo de hacer progresar las aspiraciones políticas de su hijo. Ayudar a la Interpol a detener a canallas como él era mucho más que un trabajo. Era su camino a la redención después de lo que Conrad había hecho. Había cometido un delito no muy diferente al de Zhutov y su castigo había sido poco más que una palmadita en la mano. Había manipulado el mercado de acciones, se había hecho creer que era como una especie de dispensador de justicia cósmica por robar a los malvados ricos para dárselo a los que se lo merecían más.
Menuda excusa.
Con quince años, sabía que no era así. Conocía la diferencia entre el bien y el mal, pero estaba tan convencido de sus propias necesidades, tan egoístas, por demostrar que era mejor que su padre, que no se había dado cuenta de que era a los trabajadores y a las familias a los que hacía daño.
Tal vez hubiera evitado ir a la cárcel, pero seguía en deuda. Cuando Salvatore se jubiló como director de la Academia Militar de Carolina del Norte y comenzó a trabajar para la Interpol, Conrad fue uno de sus primeros reclutas.
El sonido que hizo la puerta del balcón al abrirse lo devolvió al presente. No tuvo que volverse. El aroma de Jayne lo envolvió. El hecho de que no pudiera dormir era un progreso. Ya eran más de las dos de la madrugada.
Cerró el archivo y abrió un juego de ordenador.
–Conrad, ¿qué estás haciendo levantado tan tarde? –preguntó ella.
–Negocios –replicó él.
Ella se echó a reír suavemente y avanzó un poco más. La seda del batín que llevaba puesto susurraba ligeramente.
–Ya lo veo.
–¿Querías algo?
–Iba a por un vaso de agua y vi que seguías levantado. Siempre fuiste un ave nocturna.
–Siéntate si quieres –le dijo él sin dejar de jugar–, pero no te puedo prometer que te vaya a dar mucha conversación.
–Sigue jugando.
Por el modo en el que la seda se le pegaba a la piel, podría haber estado completamente desnuda. Ella cruzó las piernas.
–¿Por qué sigues trabajando cuando podrías dejarlo todo?
–Sabías que yo vivía en mi despacho cuando te casaste conmigo.
–Estaba locamente enamorada –dijo mientras sujetaba un vaso de agua entre las manos–. Me engañé haciéndome creer que podía cambiarte.
Conrad no había esperado que ella admitiera nada, y mucho menos aquello.
–Recuerdo la primera vez que te vi. Eras uno de los pacientes de urgencias más gruñones y menos cooperadores que recuerdo.
Conrad estaba en Miami siguiendo una pista que le había proporcionado Salvatore. Habría regresado a Montecarlo a la mañana siguiente si no hubiera sido porque un mozo de equipaje dejó caer una maleta en su pie. Como no podía apoyarlo tuvo que ir a urgencias.
No hacía más que protestar, pero su estado de ánimo cambió cuando la enfermera jefe del turno de noche entró en la sala de espera para descubrir por qué él había mandado a todo el mundo a paseo.
–Me sorprende que me hablaras después de lo poco que cooperaba.
–Sigo sin poderme creer que insistieras en que solo querías que te diéramos el alta porque tenías una reunión muy importante a la que no podías faltar por lo que, según tú, era un dedo magullado.
–Sí, no fue el mejor de mis momentos…
–Estuvo bien que mandaras flores a todas las enfermeras a las que mandaste a paseo –dijo ella–. Creo que nunca te lo he dicho, pero cuando llegaron pensé que eran para mí.
–Quería ganarte. Disculparme con tus compañeras me parecía el mejor modo de hacerlo.
Conrad extendió su estancia en Miami con la excusa de buscar una propiedad en la que invertir. Se casaron tres meses más tarde, en una sencilla ceremonia celebrada junto al mar con tan solo un par de testigos.
Jayne tomó un sorbo de agua. No parpadeaba, como si estuviera conteniendo las lágrimas.
–Así que ya se ha terminado todo entre nosotros.
–Me alegra saber que no es más fácil para mí que para ti.
–Por supuesto que no es fácil para mí –susurró ella mientras dejaba el vaso sobre la mesa–. Pero quiero hacerlo. Quiero dejar esto atrás y volver a ser feliz.
–Siento mucho que no seas feliz…
Hacía tres años, hubiera movido el cielo y la tierra para darle lo que ella quería. En aquellos momentos, parecía que lo único que él podía darle era el divorcio.
–¿Lo dices en serio o es la razón por la que has pospuesto durante tanto tiempo la firma de esos papeles? ¿Acaso querías hacerme sufrir?
–Te digo sinceramente, Jayne, que lo único que deseo es que los dos seamos felices, y si eso significa seguir cada uno por su lado, así sea. Sin embargo, en estos momentos, ninguno de los dos parece estar teniendo mucha suerte con el concepto de una ruptura limpia.
–¿Qué es lo que estás diciendo?
Convencerla le costaría más que enviar unas cuantas docenas de rosas a sus amigas.
–Creo que necesitamos tomarnos un par de días para descubrir ese punto medio…
–Llevamos siete años casados –dijo ella. Metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó su anillo de compromiso y la alianza de boda–. ¿Cómo esperas que podamos dar por zanjada nuestra relación en dos días cuando llevamos intentándolo desde hace tres años?
Conrad no quería volver a ver aquellos anillos, a menos que estuvieran colocados en el lugar en el que él los había puesto: en el dedo de Jayne.
–¿Te ha servido de algo que nos ignoremos el uno al otro? Yo no lo he conseguido ni siquiera viviendo con un océano de por medio.
–No voy a discutir contigo –replicó ella agarrando los anillos–. ¿Qué es lo que tienes en mente exactamente?
Conrad presintió la victoria. Jayne estaba empezando a pensar como él. Sin embargo, tenía que estar seguro porque, si cometía un error de cálculo, podría estropearlo todo y hacer que ella saliera huyendo.
–Sugiero que pasemos una velada juntos. Sin presión. Mi amigo Malcolm Douglas actúa cerca de aquí, en la Costa Azul. Tengo entradas para mañana por la noche. Ven conmigo.
–¿Y si digo que no?
No había opción. Conrad puso en juego su comodín.
–¿Quieres que te firme esos papeles de divorcio?
–¿Me estás chantajeando?
–Llámalo como quieras –dijo él–. Tú me das dos días y yo te firmaré los papeles del divorcio.
–¿Solo dos días? –le preguntó ella mientras lo observaba con ojos suspicaces.
Conrad agarró los anillos, que estaban casualmente junto al ordenador y los papeles del divorcio, y se los puso en la palma de la mano. Entonces, le cerró los dedos.
–Cuarenta y ocho horas.
Casi sin aliento, Jayne se sentó en la cama. Algo la había despertado sobresaltadamente… ¿Los rayos del sol?
Efectivamente, el sol entraba a raudales por una rendija que había entre las cortinas. Miró el despertador y vio que eran las 10:32. Increíble. Ella jamás dormía hasta tarde.
Se levantó de la cama y fue a mirarse al espejo. Tenía el cabello revuelto y unas profundas ojeras en el rostro. Tras darse una ducha, se puso sus vaqueros favoritos y una camisa con un cinturón por fuera. Era lo mejor que podía hacer con lo poco que tenía en la maleta. Había esperado regresar a los Estados Unidos aquel mismo día con los papeles del divorcio en la mano.
Al abrir la puerta, se sintió muy nerviosa. Oyó el sonido de los platos y olió el aroma del café. Conrad le había dicho que se pasarían dos días tratando de encontrar la paz, pero mientras pensaba en él, Jayne se sentía de todo menos pacífica.
No obstante, había hecho un trato con él y se negaba a permitir que él viera lo nerviosa que estaba o a volver a suplicarle sexo.
Atravesó el salón y se dirigió al comedor. Dios santo, había transformado su elegante comedor en algo parecido a un pub irlandés. No se lo podía creer… No veía a Conrad por ninguna parte, pero la mesa estaba puesta para dos. Un ruido en la cocina le dio una ligera advertencia antes de que un carrito saliera de la cocina. Sin embargo, no era Conrad quien lo empujaba.
Se trataba de una mujer desconocida. En el carrito llevaba un plato de bollería, un bol de fruta y dos jarras muy calientes. En ese momento, la comida era en lo último en lo que pensaba Jayne. La prioridad era descubrir la identidad de aquella desconocida, una bella pelirroja que parecía estar muy cómoda en la casa de Conrad sirviendo el desayuno.
Jayne extendió la mano.
–Buenos días, me llamo Jayne Hughes. ¿Quién es usted?
Dado que la pelirroja llevaba vaqueros y una blusa de seda, no pertenecía al servicio doméstico.
–Me llamo Hillary Donavan. Estoy casada con el amigo de Conrad.
–Ah… Troy Donavan, el genio de los ordenadores que fue al internado con Conrad –dijo ella. Se sentía ridícula–. Vi que se anunciaba vuestro compromiso y vuestra boda en la prensa. Eres incluso más encantadora en persona.
Hillary arrugó la nariz.
–Es una manera muy sutil de decir que no soy fotogénica. Odio las cámaras y me temo que ese sentimiento es recíproco.
La felicidad de los recién casados irradiaba de ella y hacía que Jayne se sintiera desilusionada y triste por la pérdida de sus propios sueños.
–¿Es ese desayuno para nosotras?
–Sí –respondió Hillary–. Los bollitos están rellenos de crema de queso que, según me han dicho, es tu favorita. Además, hay infusión de menta y café para mí.
Y fresas. También su fruta favorita.
–Es muy agradable que los empleados de la cocina recuerden mis preferencias.
–Bueno, en realidad… –dijo Hillary mientras colocaba el carrito entre las dos sillas y le indicaba a Jayne que se sentara– le pregunté a Conrad.
Jayne contempló la vajilla y tocó el plato. Era la porcelana que se había utilizado el día de su boda.
–No sabía que vosotros vivíais ahora en Montecarlo.
–En realidad, hemos venido para ver el concierto de Malcolm. Es como una reunión no oficial del internado. Se dice que ya no hay entradas.
¿Todos iban a salir en grupo? Se sintió como la chica que creía que la habían invitado al cine para luego descubrir que estaba toda la clase. ¡Qué ironía, cuanto en tantas ocasiones había deseado tener más parejas casadas como amigos!
–Tengo que confesar que la primera vez que vi a Malcolm Douglas en persona sentí admiración –dijo Hillary mientras servía el café–. Ah, te van a enviar esta tarde unos vestidos de noche para que elijas entre ellos, dado que probablemente no has traído mucho equipaje y es un evento de etiqueta. Estoy hablando demasiado. Espero que no te importe que te esté imponiendo mi presencia.
–Al contrario. Me alegra tener compañía. Conrad no tiene muchos amigos casados –comentó. Recordó que cuando Troy iba a visitarlos, a ella le habría gustado tener una amiga con la que hablar. Cuando por fin tenía una… ya era demasiado tarde–. Cuando estábamos juntos, ninguno de sus amigos se había casado.
–Están llegando ya todos a esa edad… Incluso Elliott Starc se ha comprometido recientemente –repuso ella riendo–. Otro chico malo con el corazón de oro. ¿Lo conoces?