Tomás Carrasquilla - Leticia Bernal Villegas - E-Book

Tomás Carrasquilla E-Book

Leticia Bernal Villegas

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Beschreibung

Este libro se sirve de los recursos bibliográficos existentes hasta el día de hoy y recupera información inédita de archivos familiares e institucionales para construir, con una amplia mirada de contexto y con nutridas referencias culturales, un prolijo relato de la existencia individual y social de Tomás Carrasquilla. Gracias a su cuidada forma literaria y a su discurso entreverado con pasajes de novelas, cuentos y ensayos del antioqueño, en Tomás Carrasquilla, una biografía el lector logra reconocer los avatares vitales del autor y participar de su estilo singular.

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Tomás Carrasquilla

Una biografía

Leticia Bernal Villegas

Literatura

Editorial Universidad de Antioquia

Colección Literatura

© Leticia Bernal Villegas

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-126-7

ISBNe: 978-958-501-120-5

Primera edición: julio del 2022

Diseño de cubierta y diagramación: Imprenta Universidad de Antioquia

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Editorial Universidad de Antioquia®

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

Para Luis Gabriel, hecho de fe y dolor

Agradecimientos

A Miguel Arango y Humberto Barrera, por su generosidad.

A todos los lectores que me acompañaron en el difícil proceso de la escritura.

A la amistad que, como dice Tomás Carrasquilla, es más cierta que el amor.

La epopeya de las almas no se escribe,

y Dios no quiere ser Homero

Tomás Carrasquilla

Un pueblo minero y una genealogía bíblica

Las brisas de la montaña, henchidas de salvia y de hálito de vaca

Tomás Carrasquilla

Con gran dificultad, paso vacilante y apoyado en su bastón de bambú recorrió los dos metros escasos que lo separaban de la silla mecedora. Minutos antes había dejado la cama para aspirar mejor el intenso olor nocturno del jazmín que, como un enemigo inesperado, le trajo el recuerdo de María Jesús. Desde que la luz se había convertido para él en una sombra más clara, el olor de las flores le traía recuerdos antiguos. Solo un reflejo débil, casi extinguido, lo había llevado a entreabrir la puerta que daba al patio interior de la casa. Imaginó entonces la luna semioculta detrás de las nubes y sintió cernirse la lluvia, sutil e insidiosa, en el tejado. Luego de sentarse acomodó el mantón sobre sus rodillas y escuchó, en el silencio, el pito lejano del sereno. Todos en la casa dormían. Al anochecer los niños habían desfilado por su cuarto acompañados por Claudino para dar las buenas noches al tío bisabuelo. Un poco después Isabel le había traído su copa de aguardiente, y mientras con un gesto distraído, como son todos los gestos cuando son rutinarios, doblaba la colcha en la parte inferior de la cama y separaba un tanto las cobijas, le había recomendado el descanso. Intentó seguir el consejo, pero la nostalgia, con la fuerza de un malestar orgánico, lo había despertado. Una vez más llegaba hasta sus sueños una casa de bahareque y techo de paja y cañabrava; vagaba por ella en busca de algo que, al despertar, no lograba recordar. A él, que durante toda su vida había hecho gala de una memoria prodigiosa, la nostalgia le llegaba en forma de olvido.

No había para qué regresar a la cama, ya no lograría conciliar el sueño antes del amanecer. Añoró las noches, que entonces eran cortas, pasadas en el café La Gironda entre charla y aguardiente, y los amaneceres en El Blumen donde se cocían los mejores chorizos de la ciudad. Siempre fue noctámbulo, pero solo ahora, cuando apenas podía sostenerse, estaba casi ciego y su vida giraba ya sobre su vértice, la noche se llenaba de presencias sobrecogedoras. El reloj de péndulo que colgaba en el comedor dio once campanadas, y una cosa trajo la otra. Qué distinta era esta casa de la calle Bolivia a la de su sueño. Y aunque había contratado su construcción —costeada por la tía Mercedes—, seleccionado al maestro albañil y a los carpinteros, elegido los muebles que debían ser reparados y comprado algunos otros, y habitado en ella por cerca de treinta años, siempre se sintió como un huésped tolerado. No sin un cierto remordimiento pensó que de ello culpaba al rigor casi monacal de Claudino y a su hermana Isabel, heredera de un carácter proclive al reproche como el de su madre. Como si quisiera ahuyentar los recuerdos, tan inútiles como ingratos, de antiguas desavenencias, elevó su mano temblorosa y frotó débilmente su cabeza por encima del gorro de lana que usaba para dormir.

***

La casa que había llegado hasta sus sueños era esquinera y se levantaba en el costado nororiental de la plaza de Santo Domingo. Se había elegido para la construcción de esta plaza el lugar menos desnivelado del municipio, y como en casi todos los pueblos antioqueños, herederos del trazado colonial de los españoles, era rectangular. En el costado más alto, la iglesia imponía su presencia elevándose sobre los techos de las construcciones vecinas que albergaban la casa cural, la alcaldía y el juzgado; en los otros tres costados se intercalaban las casas de los vecinos principales con el estanco y las tiendas, cuyo surtido bien podía abarcar víveres, textiles —entre los que sobresalían los tejidos de lana de Cundinamarca y Tunja—, herramientas y productos necesarios para la minería, artículos de lujo y baratijas traídas por los comerciantes desde Medellín y, por supuesto, el delicioso tabaco, ese anestésico del alma,1 de los campos de Fredonia y de Bolívar o, para los más ricos, de Ambalema. Por poco que se alejase de la plaza, por cualquiera de sus esquinas, el pueblo ascendía o se descolgaba en callejuelas estrechas y pantanosas bordeadas por casuchas y ventorros. Los lugareños daban a estas callejuelas nombres sonoros: el camino de herradura por el que se entraba o se salía del pueblo era la Calle Real; dos trochas que, ya en las afueras, se perdían entre la maleza del monte, ascendentes, curvas y asimétricas eran la Calle del Alto, y la Calle Abajo aquella que conducía al Rumbón, la Patagonia del pueblo, donde campaba por sus respetos la pobreza; la Calle Caliente recorría El Chispero, y en una y en otro se escandalizaba con parrandas non sanctas, y el Callejón del Sapero debía su nombre al arroyo enlodado y fétido conquistado por esos batracios.2

Encaramado en la cordillera central de los Andes, cumbres y hondonadas conforman el paisaje arrugado de Santo Domingo. Arboledas y rastrojos tupidos con helechos, zarzales, bejucos, líquenes y toda la flora anónima de las montañas aún vírgenes contrastan con los barrancos inexpugnables que, en partes, un tajo perpendicular desnuda como peladura en carne viva. De lo alto de un cerro, a lo lejos, se desprende una cascada, y abajo, en los cañones que forman cordilleras interpuestas, corren impetuosas las aguas del Porce, el Nare y el Nus, alimentadas por numerosas quebradas que, de trecho en trecho, se reposan en la podredumbre de un pantano, “donde medran los juncos y chillan los renacuajos al despedirse el día” (“Medellín: aguas”). Amo y señor de este paisaje es El Páramo, pico majestuoso que permanece envuelto en la niebla y oculta en sus entrañas una mole de hierro, responsable de las tempestades que azotan sin clemencia al poblado y, al decir de algunos, del carácter nervioso de los dominicanos.

No fue sin embargo el hierro el que congregó a colonos y esclavos en región tan agreste. Fue el oro depositado en el lecho de ríos y quebradas. Fundado como un real de minas en la segunda mitad del siglo xviii, cien años después Santo Domingo ostentaba la categoría de distrito independiente, cabecera del circuito judicial y puerto terrestre para los arrieros que con víveres y mercancías del interior se dirigían hacia las minas de Zaragoza, Anorí y Remedios, y para quienes, con el oro extraído de aquellas minas, se dirigían a Medellín o al Magdalena para embarcarse rumbo a la capital de la república y a la costa Atlántica. Riqueza aurífera que para entonces forjó su preeminencia sobre las poblaciones vecinas, entre las que se contaban las más antiguas y prestigiosas de Yolombó y Cancán.3 Pero el oro es esquivo y astuto, con dificultad se le encuentra y con facilidad se le pierde, y así la prosperidad tan duramente conquistada fue efímera: ya en los primeros años del siglo xx, Santo Domingo iniciaba su descenso hacia el olvido.

***

De techo pajizo y alero de teja, la casa que poblaba los sueños de Tomás exhibía en la fachada, fabricadas en madera, la puerta de entrada que daba acceso inmediato a la sala y dos ventanas de batientes. La sala, amplia e iluminada por una de las ventanas, se comunicaba, en el costado que daba a la plaza y mediante una abertura cubierta con una cortina de tela, con la habitación de Juan Bautista Naranjo —papá Tista, como lo llamarán sus nietos— y su esposa Isabel Moreno; habitación que gozaba del aire y la luz de la otra ventana. Luego de la sala, la casa continuaba en un patio central sin techar y rodeado en escuadra por un corredor que daba paso a dos cuartos en galería: eran los de los hijos y la servidumbre,4 y en ángulo recto y hacia el fondo al comedor, a la cocina y a un cuartucho ciego donde se guardaban palas, azadones y calabozos para la labranza, cachos y bateas para los oficios mineros, y trastos viejos que quizá tendrían todavía una segunda oportunidad de servir.

El comedor constaba de una mesa de madera a medio pulir, rodeada de taburetes forrados en vaqueta. En una esquina y descansando en una horqueta estaba el aguamanil, que despedía el aroma de las hojas de naranjo que flotaban en sus aguas. En la cocina el fogón de barro y leña charolaba la techumbre y se prolongaba en el poyo, donde descansaban la piedra de moler patas de gallo y la batea donde se ponían alimentos cocidos y por cocer; no faltaba el imprescindible pilón para la mazamorra y las arepas, ni el armario que, recostado en un rincón, guardaba vasos, platos y cubiertos, la chocolatera con su bolinillo, ollas y sartenes. Suspendidos mediante espeteras de alambre colgaban de la pared cuencos de calabazo y canastos de bejuco para resguardar de ratones y cucarachas los granos, el quesito, la mantequilla, la panela y el cacao, y de garabatos de palo pendían manojos de azafrán, eneldo, manzanilla, salvia y otras hierbas, sin olvidar el indispensable “coco de mono, esa olla que forjó Naturaleza para desafiar a los siglos y preservarle la sal de Dios al hambriento proletario” (El Zarco).

Sin pared que impidiera el paso, la casa se prolongaba en el solar, con el huerto donde crecían plantas aromáticas y medicinales bajo la sombra del plátano, y enredaderas que disimulaban una como choza que servía de letrina; todo encerrado en un cuadro de tapia invadida por el musgo y las parásitas.

Camas de vara en tierra cubiertas con colchas de damasco y guarnición de fleco para ocultar la nocturna bacinilla, tarimas cubiertas con colchas de retazos, escaparates, sillas con adornos de crochet, mesitas esquineras con sendos jarrones florecidos y alguna que otra esterilla, todo en mucho orden y extremada limpieza, componían el mobiliario que se asentaba en el suelo de tierra apisonada. Encima del marco de la puerta de entrada pendía un ramo de palma reseca trenzado en cruz, que, bendecido en la última Semana Santa, protegía a la familia de una mala hora, de las tempestades y de las asechanzas del demonio, y en las paredes encaladas el consabido crucifijo, retablos de la Virgen en algunas de sus advocaciones y alguno que otro santo en su nicho, pues Juan Bautista, amo y señor de aquella casa, era el vicepresidente de la Sociedad Católica de Santo Domingo.5

***

Como esta, pero con las obvias diferencias propias del poder adquisitivo, de la necesidad y del gusto, eran las otras casas de la plaza por los años de 1850 a 1870. Pues aunque los Monsalve, Moreno, Duque, Ceballos y Ramírez, así como otras familias dominicanas, recibían no pocos beneficios de sus minas y comercios, en el poblado todavía no se conocía de mármoles ni de cristales, de acueductos públicos ni de bombillas eléctricas, y la prosperidad se tasaba por el uso de velas fabricadas con la cera blanca producida por las abejas domésticas o de jabones de Castilla, en lugar de la cera negra de las abejas silvestres y del sebo y la lejía utilizados por los pobres para la fabricación del jabón de la tierra; por la elegancia del merino o la saya de zaraza; por el uso del sombrero de fieltro o de caña, de botines o alpargatas, o por algunos muebles historiados traídos desde las muy tradicionales poblaciones de Rionegro y Santa Fe de Antioquia.6 Se tasaba, también, en abolengos.

Muy probablemente estas familias del marco de la plaza no eran más blancas que el rey de las Españas, pero todas hacían gala de antepasados españoles, de quienes descendían en tercera o cuarta generación, emparentados con lo mejor de la ciudad de donde provenían y, según constaba en documentos, “cristianos viejos, limpios de toda mala raza, de moros, judíos, gitanos, mulatos, moriscos, ni penitenciados por el Santo Oficio de la Inquisición ni por otro alguno, ni menos han obtenido oficios infames ni mecánicos”,7 que llegaron a estas lejanas montañas andinas por los motivos y los caminos más diversos. Muy recientes eran, en efecto, y muy cortas aún las ramas genealógicas, pues no fueron los conquistadores hombres con la paciencia necesaria para laborar en campos y minas, y aunque algunos hijos debieron dejar, erraban perdidos en la oscuridad de aquellos tiempos. En el presente de mediados del siglo xix crecían los descendientes de colonizadores que cien o ciento cincuenta años antes habían abandonado el suelo patrio en busca de la riqueza y del placer que allí se les negaban. Pero como el placer lo debieron encontrar todos, pues en estas tierras por poblar no existía contrarreforma que frenara las ansias de pecados sabrosos, fue la fortuna, caprichosa como es, la encargada de seleccionar el linaje, y en este volver a comenzar de la historia quienes resultaron favorecidos por ella ocuparon el primer rango. Rango que sus descendientes, sin importar las aventuras amorosas poco ortodoxas de las que muchos fueron fruto, cargaron con pergaminos y heráldicas, con distinciones y valoraciones forjadoras de formas sociales perdurables.

***

En el pasado había quedado el tiempo en el que la familia Moreno, unida a los Caballero por el lazo sagrado del compadrazgo, había reinado a sus anchas en Yolombó. Agotadas vetas y aluviones, muertos el regidor mayor y capitán a guerra Pedro Caballero y su hija Bárbara —a quien su devoción a la Corona española le valió el título de marquesa—, guardadas en la memoria familiar las inverecundias de José María Moreno,8 las pesadumbres de su hijo Vicente y la atrabilis de su esposa María de la Luz Caballero, los descendientes tomaron soleta y se repartieron por toda la república.

Hijo de Vicente y María de la Luz, Martín Moreno Caballero no desmentía su origen. Sobrino mimado de Bárbara, alto, delgado y bien plantado, heredó de su abuelo José María la entraña arrebatada y los ojos azules. Ladino y alegre, el repertorio de sus fechorías juveniles va desde amoríos inconfesables que le valieron el apodo del Garañón, pasa por la crucifixión y muerte de un esclavo, y llega hasta una misa sacrílega de Nochebuena, que le valió un viaje a la capital en busca de la absolución del arzobispo de la Nueva Granada, Jaime Martínez Compañón.9 No se sabe a cuánto alcanzó la absolución ni qué tan firme fue su propósito de enmienda, solo que a su regreso y después de residir algunos años en la Villa de la Candelaria (donde al parecer se empleó en una agencia de víveres, herramientas y enseres), recogió sus bártulos y partió a Santo Domingo, donde fundó su hogar con María Antonia Estrada Córdova, quien, para no desmerecer de aquella maternidad sin tregua de su suegra, le dio trece hijos.10

Al segundo fruto de esta unión lo bautizan con el nombre de Isabel. De ojos claros, nariz ancha, frente amplia y un rictus en los labios que le da a su rostro un toque de madura seriedad, crece en el santo temor de Dios. Tan pronto alcanza la edad de merecer, su camino se cruza con el de Juan Bautista Naranjo, radicado en el vecino poblado de Concepción y un año mayor que ella. Hijo de José Ramón Naranjo y de Micaela Carvajal Córdova (prima hermana de María Antonia), la comunidad de la sangre, la religiosidad a toda prueba, el carácter enérgico y la contextura fuerte y saludable del pariente hacen su tarea, y sin dificultades que merezcan recordarse, la relación Naranjo-Moreno es bendecida por suegros, cuñados y sacerdotes.

El amor, conjugado así a la vista de Dios y con el permiso de los hombres, cumple su promesa, y sin retóricas ni sutilezas los hijos —tres niñas: Ecilda, María Mercedes y María Dolores, y un niño: Marco Antonio— van llegando.11

***

En tiempos de mulas y caminos de arriería, cuando las distancias se medían en horas y días, hasta Santo Domingo llegaban los habitantes de veredas y poblaciones más o menos cercanas del oriente y el norte de Antioquia para, como buenos vecinos, intercambiar en el mercado local los productos de sus campos y minas, hacer provisión de los víveres y de las herramientas necesarias para sus trabajos y calmar la sed en el estanco; también con ocasión de las fiestas patronales, la visita de un obispo, la llegada de una imagen religiosa o de alguna compañía de teatreros aficionados, la celebración de matrimonios y bautizos, y para funerales, pues la lejanía de otros centros poblados y el número reducido de sus habitantes no podía más que producir un entrecruzamiento, con licencia eclesiástica o sin ella, entre familiares.12

Sucedía también que llegaran gentes de otras regiones en busca de oportunidades laborales y comerciales, pues como bien decía en 1855 Juan de Dios Restrepo (seudónimo Emiro Kastos), en “Mi compadre Facundo”:

Ningún [antioqueño] se adhiere al lugar en donde nace si allí no prospera […]. Un individuo es alternativamente agricultor, comerciante, minero: poblaciones enteras andan vagando de norte a sur y de sur a norte, en busca de tierras más fértiles y de minas más ricas. Y esta inquietud y movilidad no hay que atribuirlas a novelería o inconstancia, sino al deseo febril de mejorar de condición, de conquistar independencia y fortuna (Restrepo, J. D., 1950: 152).

La familia Carrasquilla no fue la excepción. Originaria de Sanlúcar de Barrameda (la misma región donde dijo haber nacido el taimado Fernando de Orellana, burlador de la marquesa), desde los años finales del siglo xviii Manuel Carrasquilla y Sanmiguel y su esposa Sacramento Restrepo habían asentado sus reales en Yarumal; en esta población levantaron a su hijo Tomás (futuro abuelo del otro Tomás, el escritor), quien permaneció en ella luego de casarse con Manuela Isaza Jaramillo y donde crio a sus hijos.13 No se sabe cuándo la familia empacó sus pertenencias y partió hacia Concepción, pero sí que desde 1847 tenía lazos familiares con el poblado vecino: en ese año Domingo Álvarez, por algún tiempo sastre de Santo Domingo, se unió en matrimonio con Ana Felisa Carrasquilla, la tercera hija de Tomás y Manuela;14 unos años después el hijo mayor de estos, Luis María, se casará con la hermana de Domingo, Mercedes Álvarez, y el sexto vástago, Rafael Carrasquilla, con Ecilda Naranjo Moreno, la hija mayor de Juan Bautista e Isabel.

La hermana menor de Ecilda, María Dolores, no encuentra el amor por fuera de su familia: forma su hogar con Luciano Ceballos Ceballos, vástago de Matildo y Juliana; el primero, descendiente directo de José María Moreno y compañero de su primo Martín en la ya nombrada misa sacrílega de Nochebuena en Yolombó, y la segunda, hija de María Jesús Caballero Alzate, hermana de la también ya nombrada María de la Luz.

Mercedes, la hija del medio, permanecerá soltera.15

***

Un tanto desgarbado, con una calvicie que ya se anuncia, nariz recta, un bigote que se prolonga en una barba que cae a ambos lados de las mejillas y deja descubierta la barbilla, ojos grandes, negros y expresivos, y un espíritu sosegado, Rafael Carrasquilla Isaza es un constructor hábil y un conocedor de los secretos de la madera. Cuando pone sus ojos en Ecilda, que a sus diecisiete años tiene ya la reciedumbre que da el oxígeno edénico de la montaña, carnes apretadas, trenza crespa y negra que baja hasta la mitad de la espalda, labios gruesos y un carácter decidido, aún sueña que su peregrinar por la vida tendrá como recompensa un pasar sin amarguras económicas y con la fe intacta en Dios y en los hombres. Las mudanzas que arrastran el tiempo y el trato social solo le permitirán conservar la fe en Dios.

Todo pudo comenzar con un entrecruzarse casual en Santo Domingo mientras Rafael hacía las compras de víveres y herramientas o visitaba el hogar de Domingo y Ana Felisa; encuentros que se prolongarían en averiguaciones discretas por parte de él, y en cuchicheos ingenuos por parte de ella. Las miradas furtivas en la misa mayor, durante el rezo meridiano del ángelus y en el obligado trisagio dominical de las tres de la tarde, darían ocasión a Ecilda de comprender que era la elegida. Poco tiempo después, los buenos oficios de algún familiar o vecino respetable y de muy buenas costumbres (quizá del mismo Domingo, “hombre de probidad y delicadezas ante quien todo el mundo se inclina respetuoso”, al decir de Ecilda)16 permitirían el inicio de un quererse apartados, previo consentimiento de Juan Bautista Naranjo y la declaración formal de las intenciones decorosas del aspirante. Con el recato exigido por los códigos sociales de la época, poco a poco la relación se fortalecería gracias a las visitas de Rafael a la pretendida en presencia de la sombra indulgente de un chaperón de la familia Naranjo Moreno. Pasado el tiempo que la prudencia imponía para trabarse con casamientos y parentelas, los padres del enamorado, Tomás Carrasquilla Restrepo y Manuela Isaza Jaramillo, solicitarían, en el nombre de aquel, ser recibidos por Juan Bautista e Isabel para acordar la oficialización del noviazgo y dar el parabién a la muchacha. Tan solemne encuentro, pleno de presagios por las responsabilidades en las que incurría el novio y los misterios insospechados que rodeaban a la novia, hubo de transcurrir como Dios manda y, con la bendición de los ya prometidos suegros, los futuros desposados pudieron darse a la tarea de soñar con un quererse arrimados mientras esperaban que el tiempo hiciera su tarea y la fecha fijada para la boda, el jueves 23 de junio de 1853, cumpliera el anhelo. Contaba entonces el novio con veintidós años y la novia con dieciocho.

***

Por casi cuatro años la naturaleza pareció resistirse. Los hijos tardan en llegar. Pero al fin una vez más el amor, el cumplimiento de los deberes conyugales y, al decir de las comadronas encargadas del trance fiero, la intervención de la Virgen dan sus frutos: el primogénito de Rafael y Ecilda nace en la casa materna —amparo seguro en tales circunstancias—, en Santo Domingo, un brumoso domingo de enero de 1858 (el 17, para ser más precisos, día consagrado en el calendario eclesiástico a san Antonio abad, porque muchos años atrás, en otro 17 de enero, el monje pudo por fin descansar de las tentaciones que lo agobiaron durante toda su vida), y aunque ningún signo misterioso anunció el acontecimiento, probablemente sí estuvo acompañado por el repicar de la campanas para recordar a los dominicanos que era día de visitar a Dios y de ofrecerle oblaciones. Al día siguiente, y mientras la madre guardaba un riguroso descanso, acompañada solo por la comadrona encargada de darle baños de hierbas medicinales mezcladas con alcohol, e iniciaba la dieta consistente en caldo con menudencias de gallina y chocolate con abundantes bizcochuelos, el recién nacido es llevado a la iglesia en brazos de sus abuelos-padrinos, Juan Bautista Naranjo e Isabel Moreno, donde el vicario Ramón María Suluaga17 lo bautiza con el nombre de su otro abuelo: Tomás María.

Un hijo presagia otro, y el 18 de septiembre de 1860 nace Mateo Mauricio.18 Poco dura sin embargo la alegría, y el 13 de enero del año siguiente la Virgen vuelve a llevárselo para guardarlo en el Cielo cobijadito con su manto. Habrán de pasar cerca de cinco años hasta el nacimiento del tercer hijo, que será también el último (el secaleche se decía entonces): es una niña, llega también un domingo, el 8 de octubre de 1865, y la bautizan con el nombre de su abuela materna, Isabel.

Pero no solo el corazón dicta sus leyes, también la necesidad, y en estos tiempos de acumulación precapitalista, en los que aún no se conoce la industria y apenas una mina productiva, el comercio derivado de ella y medianas extensiones de tierra dedicadas a la agricultura o a la ganadería sostienen la economía regional, la lucha por el pan es harto ruda.19 Mientras las mujeres se dedican a labores domésticas y, si son madres, al cuidado de los hijos, los hombres de esta tierra de los riscos se internan por cumbres y cañadas para auscultar sus entrañas en pos de la quimera áurea, se desplazan a otras poblaciones como dependientes comerciales o se emplean en trabajos contratados, casi siempre a través de intermediarios, por particulares o el Gobierno. Son años de trashumancia para aquellos a quienes el destino no abrigó con una mina o un comercio, y solo tienen su salud, sus brazos y su voluntad para cumplir a satisfacción con las obligaciones que la vida familiar impone.

Árboles genealógicos

(Solo ascendencia directa de Tomás Carrasquilla)

Naranjos y Morenos

Carrasquillas y Naranjos

1 Palabras y frases cortas que en el transcurso de estas páginas aparecen en cursiva sin referencia bibliográfica o entrecomilladas sin autor fueron tomadas de las obras de Tomás Carrasquilla, para poner en realce tanto sus expresiones como la percepción del autor sobre su época y su región. Vale advertir también, para prevenir la acusación de plagio, que en los primeros parágrafos de cada capítulo, y siempre que pudo hacerse, se utilizaron frases y expresiones del autor sin citarlo.

2 Como suele suceder, cuando de las cosas humanas se trata, en la descripción de Santo Domingo ha hecho carrera la afirmación de Carrasquilla en la “Autobiografía”: “pueblo de las tres efes: frío, feo y faldudo”. Otra podría ser sin embargo la descripción: la que se hace en Dimitas Arias cuando compara el pueblo con la figura de un alacrán: “Las dos callecitas de El Alto, curvadas asimétricamente, son las antenas; la plaza larguirucha, el cuerpo; las tres calles que medio arrancan de ella a lado y lado son las patas, y, por último, forma la cola con todo y nudos, la llamada Calle-abajo”.

3 Dice Uribe Ángel: “Sobre el camino que gira de Santo Domingo para Remedios, en el feracísimo valle de clima cálido y malsano, se ven aún los restos de una antigua población española que alcanzó título de ciudad en tiempo de la Colonia. Llámase Cancán aquella localidad” (2004: 225-226). En sus Memorias, Ricardo Olano transcribe el relato que sobre la población le hizo Luciano Ceballos: “Cancán, como Remedios y todas las pequeñas poblaciones de esos tiempos, era de casas pajizas que se extendían en una sola calle sobre la colina. Solo la iglesia era de tapia y de tejas. […] No se sabe desde cuándo fue fundado Cancán, pero es lo cierto que no prosperó debido a lo malsano de la región. Cuando la fundación de Amalfi se trasladaron allá muchas familias y otras se habían ido a Remedios y Yolombó […]. En 1874 todavía había en Cancán algunas casas pero poco después vino la ruina completa” (2004: 162-163).

4 En el “Censo Santo Domingo, 1843” aparece Juan Bautista Naranjo como poseedor de una esclava, Magdalena Naranjo, de 30 años, y teniendo bajo su dependencia a una sirvienta, Martina Naranjo, de 15. En el “Censo Santo Domingo, 1851” se cambia el apellido de Magdalena a Isaza, esclava de 38 años, y consta bajo su dependencia una sirvienta de 10 años, Celia Díaz.

5 Con el tiempo lo serán también sus hijas Mercedes y Ecilda.

6 Pese a la posición comercial privilegiada de Santo Domingo en el siglo xix, lento fue su progreso material. Así, para el año de 1891 Justiniano Macía, quien entonces ejercía como juez en el pueblo, anotaba: “La vida doméstica era terriblemente incómoda: casas primitivas, sin agua, sin sanitarios, sin baño, con mal servicio” (2005: 138).

7 Tomado de la declaración sobre limpieza de sangre que en el año de 1797 hizo ante el regidor del cabildo de la Villa de la Candelaria don Miguel de Ribera y Carrasquilla. La fórmula era habitual en la construcción de genealogías ante el Santo Oficio.

8 Nombre que le da Tomás Carrasquilla en La marquesa de Yolombó. Para la historia su nombre era Juan José Moreno.

9 Ver La marquesa de Yolombó.

10 Fueron también trece los hijos de Vicente y María de la Luz. En el “Censo Santo Domingo, 1843”, Martín figura casado con Antonia Estrada, dueño de tres esclavos y teniendo bajo su mando a seis sirvientes y una mujer, Bárbara Calderón, dependiente. A la muerte de su esposa, Martín contrae segundas nupcias, en 1851, con María Simona Aristizábal. El novio, de oficio labriego, tenía entonces 60 años, y la novia, costurera, contaba 17; tenían un sirviente de 19 años y dos niños esclavos: Marcos Isaza de 11 años y Hortensia Piedrahíta de 10, que figura como hija de Martín, según el “Censo Santo Domingo, 1851”.

11 En el “Censo Santo Domingo, 1843” aparece: Juan Bautista Naranjo, de 29 años, casado con Isabel Moreno de 28, con los hijos Ecilda, Mercedes y Marco Antonio; y en el “Censo Santo Domingo, 1851”, los datos son: Juan Bautista Naranjo, 38 años, de oficio negociante, casado con Isabel Moreno, 36 años, costurera; Ecilda Naranjo, 16 años, soltera, costurera; Marco Antonio Naranjo, 10 años (muerto en la juventud); María Mercedes Naranjo, 8 años; María Dolores Naranjo, 6 años.

12 En 1798 contaba Santo Domingo con 905 habitantes, y en 1856 con 4.500 (Monsalve, 1927).

13 Hasta ahora solo dos datos confirman la permanencia de la familia Carrasquilla Restrepo en Yarumal. Uno, en 1816, la Reconquista española obligó a José Manuel Restrepo a huir, y en su trayecto hacia el exterior encontró en esa población, en casa de su hermana Sacramento y su cuñado Manuel, una acogida segura; dos, en el “Libro 3 de Bautismos, Yarumal” se asienta el nacimiento del hijo mayor de Tomás Carrasquilla Restrepo y Manuela Isaza Jaramillo, Luis María, el 8 de noviembre de 1822.

14 En 1854, dos años después de la muerte de Ana Felisa, Domingo se casará con Clara Rosa, hermana de la finada.

15 Ver árbol genealógico al final de este capítulo.

16 Carta de Ecilda Naranjo a Rafael Carrasquilla, 30 de mayo de 1875. Documentos y fechas de la historia antigua de la familia Carrasquilla carentes de referencias sobre la fuente investigada, y cartas familiares que un lector interesado no encuentre en las diferentes ediciones de las Obras completas de Tomás Carrasquilla, pertenecen al archivo conservado por Miguel Arango, quien generosamente lo puso a disposición de la autora.

17 Nacido en Marinilla en 1817, fue ordenado en 1849 por el obispo de Santa Fe de Antioquia, Juan de la Cruz Gómez Plata, y ejerció como cura propio en Yolombó y Santo Domingo; en la segunda mitad de la década de 1860 transitó por varios poblados del oriente antioqueño. Murió en 1891.

18 “Libro de Actas de Bautizo” de la parroquia de Santo Domingo.

19 “¿Qué seríamos nosotros sin nuestras minas, incomunicados de los demás pueblos y encajonados en nuestras montañas que solo el oro hace accesibles?”, se preguntaba en 1865 Vicente Restrepo, y agregaba: “¿Qué seríamos sin ese producto de cambio para pagar las mercancías que consumimos? Con el oro tenemos el comercio…” (citado en Botero, 2007: 13).

Las asechanzas de los caimanes

De chismes, leyendas y mentiras se forja el ornato

de la historia. ¿Qué gracia tendría si fuera solo

con la prosa cotidiana de la vida?

Tomás Carrasquilla

Luego de frotarse la cabeza —conquistada por la calvicie desde su juventud, herencia familiar de los Carrasquilla— dejó que su mano descendiera lentamente hasta encontrar de nuevo el reposo sobre sus piernas y durante algunos minutos, contagiado por la paz que abrigaba el silencio nocturno, permaneció inmóvil. Sintió que una especie de alivio lo invadía, y deseó que el malestar que lo había despertado, y que tanto se parecía a algo como una garra de hierro, desapareciera para siempre.

Sabía sin embargo que el alivio que sentía era pasajero, y que su deseo solo se cumpliría con la muerte, pues tanto si el apretón había venido del alma como si provenía de su cuerpo octogenario, ni la una ni el otro tenían cura. No la tenía el alma, porque aun antes de despoblarse su cabeza el hollín de la vida ya la había dilacerado; y no la tenía el cuerpo, porque hacía más de diez años que la enfermedad ejercía sobre él un imperio absoluto e inexorable.

Pero tenía que aprovechar esos minutos en los que todo callaba. Recostó la cabeza al espaldar de la silla y pareció que se adormilaba.

***

En los primeros años de matrimonio, los cónyuges Carrasquilla Naranjo debieron gozar de una situación económica estable. Quizás, al lado de su padre y de algunos de sus hermanos, se dedicaba Rafael a comerciar con madera y a la búsqueda de oportunidades auríferas, y cuando en 1857 mediante escritura pública los señores Marcelino Restrepo, Juan Ricardo Powles, Guillermo McEwen, Ricardo Cock y Luis María Correa se comprometieron a trabajar la mina El Criadero,1 situada en la vereda La Trinidad, al oriente del poblado de Concepción, se abrió para Rafael y su familia una nueva fuente de trabajo.

En efecto: adquirían dichos señores una mina cuya riqueza se explotaba desde mediados del siglo xix, y no resulta improbable que Tomás Carrasquilla Restrepo tuviera en ella alguna participación, y que luego del tiempo requerido para hacer las refacciones del caso los nuevos dueños encontraran en él la experiencia y el conocimiento necesarios para encargarlo de su administración.2

Por más de una década, Rafael y Ecilda compartirán su vida con el abuelo Manuel (Sacramento, la abuela, había muerto en 1857), con los padres Tomás y Manuela y algunos de sus hijos,3 pero para los años finales de 1860 la mina mostraba ya síntomas de agotamiento, “y los dueños, visto que día por día perdían mucha plata, dejaron de trabajarla” (El Zarco). Años después Tomás, el primogénito de Rafael, rememorará su infancia en la mina y, sirviéndose para ello del lenguaje campesino de madre Rumalda, el acabe de El Criadero:

Si vusté hubiera visto cómo quedó eso: eso era una lobreguez y una tristeza y una necesidá, que hasta a los pajaritos se les vía el hambre. Y ver aquellos molinos abandonaos, y aquel rigor de jierro y de maderas y de cosas pudriéndose por ai, tiraos en cualquier parte; y ver aquellos socavones y aquellos apiques hundiéndose, y las acequias derrumbadas go secas, y el rastrojo levantando por toítas partes. ¡Eso daba ganas de emperrarse a llorar! (El Zarco).

Y cuando a la edad de noventa y cuatro años la tierra reclamó al abuelo Manuel —el 14 de octubre a las 6:45 de la mañana de 1870—, la familia dejó la mina. Los padres Tomás y Manuela permanecieron los años que les quedaban de vida en Concepción, acompañados por sus hijas Tomasa y Natalia;4 desde hacía varios años Luis María, el hijo mayor, había llevado sus penates a Medellín, y Pedro Alcántara, el menor, a la costa. Rafael, con un poco de oro en su haber, con una “acción de mina de octava parte” comprada, mediante pagaré firmado el 15 de febrero de 1869 al señor Miguel Delgado —comerciante asentado en Concepción—, por el valor de treinta y dos pesos de 8/10, con su mujer, sus dos hijos y quizá Amalia Salazar, la hija ajena del abuelo,5 fueron a parar a Santo Domingo.

***

Por entonces, la casa materna de Ecilda lindaba con un baldío donde crecían sin obstáculo helechos y zarzales, y en el que, de tarde en tarde, se apacentaban con su habitual tranquilidad algunas vacas. Gracias a un préstamo generoso de su suegro Juan Bautista,6 Rafael reúne el capital suficiente para adquirirlo y levantar allí una pequeña habitación donde abrigar a su familia. Con apenas lo indispensable, confía en que el tiempo y su trabajo le permitirán ampliarla y cancelar la deuda contraída. No encuentra sin embargo un quehacer pasable en Santo Domingo, y así comienza su largo peregrinaje por Medellín, Copacabana, Amalfi, Nechí, Samaná, Porce y Puerto Berrío.

Hábil como es con la madera, en los meses finales de 1872 o en los primeros de 1873 logra el primer contrato para dirigir la construcción, en Copacabana, de uno de aquellos “atrevidos [puentes] del sistema antioqueño”.7 Para el 12 de junio el puente muestra ya avances significativos: “el puente del río —le dice Rafael a Ecilda en carta de esta fecha de 1873— me demora algo porque me hacen falta algunas maderas, parece que quedará bueno. Todos los que lo ven dicen que es muy bueno. Los superiores están muy contentos con él”; afirmaciones que, sin embargo, no impiden la duda del constructor: “él no quedará muy bueno porque yo tengo poca práctica en esto de puentes pues nunca había hecho, pero mejor que los que conozco sí queda”. Pronto habría Rafael de adquirir esa práctica: para noviembre de 1874 ha terminado un nuevo puente sobre el río Buey que, a su juicio, ha “quedado bastante bueno”, y se dispone a iniciar otro sobre el Arma que espera quede mejor aunque, le confiesa a Ecilda, le tiene “bastante miedo a la armada de las vigas en el río pues están muy pesadas y lidiosas para bregar con ellas, muy particularmente la hechura del andamio”.8

Pero no solo se enfrentaba Rafael con la bravura del río o con la armazón en la que debía apoyarse el puente, también tenía que enfrentar el carácter de los pobladores y los intríngulis de la burocracia. En noviembre de 1881 firma con José María Melguizo, quien actúa en representación del Gobierno, un nuevo contrato para la construcción de un puente sobre el Porce.9 Luego de superar algunas dificultades, debidas al “interés de los habitantes de Amalfi de perjudicarnos”, inicia la obra y Melguizo le encarga su pronta terminación:

Mi estimado señor y amigo: aunque conozco perfectamente su actividad y sé que usted tiene más interés que ningún otro en concluir pronto el puente, me atrevo a encarecerle que active mucho esos trabajos para poder cumplir nosotros nuestro compromiso con el gobierno que expira el tiempo en febrero próximo.

Muchos y agobiantes debieron ser los contratiempos que afrontó Rafael en esta obra, contratiempos que no solo le impidieron cumplir con el plazo estipulado, sino que también lo llevaron, en los últimos días de marzo, a proponer la finalización del contrato. Melguizo le escribe el 5 de abril de 1882:

Mucha extrañeza nos ha causado su carta… porque en ella hace usted comprender que no acata o reconoce el contrato de la construcción del Puente Porce… Se queja de que no se le han cubierto todas sus libranzas; no creo que tenga razón en esto… el hecho es que el puente debe entregarse ya al gobierno, y para recibirlo está nombrada una comisión que irá en estos días a recibirlo; si usted no pudiera concluirlo avíseme para mandar oficiales que lo acaben pues estamos sufriendo un perjuicio de gran consideración.

No se han encontrado los documentos que permitan conocer cómo terminó este litigio, pero sí algunas cartas que testimonian cómo entre puente y puente, y mientras le ofrecen un nuevo contrato, Rafael negocia con madera: “Marco —le escribe Ecilda, el 30 de mayo de 1875— me recomienda que le diga que le mande los palitos de granadillo, pero le aconsejo que no se meta por ahora en eso […], porque después lo sale usted perdiendo, ya sabe que son duritos [para pagar]”; se emplea también en la búsqueda del oro: “don Jesús Pérez —le dice Ecilda el 10 de diciembre de 1877— me dijo que Hipólito le escribe muy satisfecho de usted y dice que la sociedad lo está, pero siempre le tengo mucha desconfianza a esa gente, si usted lograra sacar oro va muy bien, pero de lo contrario quién sabe, tienen tan mala fama”, y hasta se entusiasma con la posibilidad de recibir “vacas para lechar”.

Sí, todos los trabajos y negocios que puedan estar a su alcance los intenta, pero solo consigue darle a su familia un muy reducido pasar económico y, entre tanto, la salud decae y las deudas y la nostalgia crecen.

***

Desde muy temprano, Rafael expresa su pesar por los compromisos laborales que lo obligan a estar separado de su familia. En la carta ya citada de 1873, se alegra con la narración de Ecilda sobre un paseo que ha hecho (no se dice a dónde) y manifiesta su deseo de “hacerle siquiera una visitica muy de paso, que lo haría con toda mi alma, [pero] por ahora me parece muy difícil” para, a renglón seguido, describir su estado de ánimo como “muy nervioso y aburrido”, con días de “esos que me dan a mí de cuando en cuando que siento que me da esta fiebre o un malestar amoroso, entonces no sé lo que hago o lo que escribo, me muevo así como una máquina, ambulantemente”. Con el pasar del tiempo, el deseo de recibir las cartas de su esposa y el reclamo cuando estas se demoran en llegar se convierten en un leitmotiv permanente: “mucho deseo que llegue el lunes —le dice a Ecilda en 1874— a ver si por alguna parte me traen carta suya pues ya se me perdió la cuenta del tiempo que hace que no recibo una sola letra suya”. Cuando las circunstancias se lo permiten, le envía botellitas de Agua de Florida y vino, y formado en principios cristianos sólidos, no desaprovecha la ocasión para recomendarle la devoción y la práctica de la caridad:

De su recomendación a Santa Ana —le escribe Ecilda a Rafael en 1875— no tenga cuidado, todos los martes le pondré la vela y de los pobres haré lo mismo. Aunque yo no debía decirlo, porque a usted sí puedo decirle todo lo que diré, que quizá la única virtud que poseo es la caridad, y ahora que usted me la encarga procuraré ser mejor.10

Como padre amoroso, no solo está pendiente de las actividades cotidianas de sus hijos, de sus necesidades y de sus adelantos escolares, también aprovecha toda ocasión para expresarles su cariño y aconsejarlos: en 1873 se regocija con la carta que Isabel, quien para entonces contaba ocho años, le ha escrito y la felicita por ser una “hijita tan formal, juiciosa y aplicada”, le desea que se “luzca mucho” en el discurso que prepara para la escuela, que no vaya a hacer “mocos que es muy feo”, le asegura que tendrá los botines que necesita y, para finalizar, le recomienda: “engalánese mucho y diviértase mucho con sus amiguitas”. En 1878, a través de Ecilda, le pide a Isabel una carta bien larga contándole todo lo ocurrido en el viaje que la hija hace a Amalfi, y en 1879 recibe de ella la más ferviente declaración de cariño: “Querido papá. Le escribo esta cartica para que vea que no lo olvido un momento, pues de otro modo sería yo la más ingrata del mundo olvidando un padre tan bueno y cariñoso […], este momento que le consagro lo califico como uno de los más felices de mi vida”.

Más compleja, debido al carácter de su primogénito, pero igualmente cariñosa es la relación con Tomás: cuando en 1873 este emprende viaje a Medellín, para iniciar sus estudios en la Universidad de Antioquia, Rafael va a recibirlo,11 y luego, por intermedio de Ecilda, se informa de los avances escolares de su hijo; finalizado el año escolar de 1874, reprocha con afecto la demora de Tomás en escribirle pese a estar en vacaciones:

Al fin recibí una [cartica] suya que tanto deseaba, pues no sabía cuál sería la razón para que estando ahora en asueto y con tanto tiempo no me hubiera escrito. Si usted comprendiera el cariño que un padre tiene por sus hijos no perdía la comodidad de complacerlo con unas carticas en cada ocasión que lo pudiera hacer.

Y ante la pérdida de los certámenes escolares de su hijo le dice:

Cuanto siento que no haya salido bien en sus certámenes, pues yo lo que deseo es que U. adelante mucho y se luzca mucho, esto le ha de servir de experiencia para que el año entrante se aplique mucho y pueda U. lucirse, esto será muy placentero para U. y satisfactorio para toda su familia.

Al terminar la carta, Rafael le cuenta que viajará para la navidad y le pide salir a encontrarlo hasta Concepción para visitar a su abuela Manuela y a sus tías Natalia y Tomasa.12 Cuando, con ocasión de la guerra de 1876-1877, la universidad se cierra y Tomás regresa a Santo Domingo, Rafael le expresa a Ecilda la esperanza de que su hijo haya logrado un empleo en una carta del 8 de junio de 1877. Así fue, en efecto, pero Tomás poco o nada responde a las exigencias laborales:

Tomás —se queja Ecilda con su marido— me tiene afligida con el modo de dormir, todos los días se levanta a las 12, no le vale que lo llamen ni que le quiten las cobijas ni nada, creo que no le han quitado el destino por consideración a mi papá […] que vive tan chocado con ese modo de ser y con razón […], yo no sé de qué medio valerme porque si sigue así se va a enfermar y dígame qué carrera podrá emprender y qué puede aprender levantándose a las 12, lo que sucede es que se vuelva un bruto.13

Se desesperaban por entonces la madre y el abuelo, pues sentían desvanecerse el sueño de ver a Tomás convertido en doctor y lumbrera. Y aunque no se conoce la respuesta de Rafael, a la luz de las cartas citadas es posible suponer que Tomás, antes que un reproche, pudo recibir de su padre un consejo. También es posible suponer que este haya sido en una conversación amigable, porque Rafael emprende viaje a Santo Domingo cada vez que sus obligaciones se lo permiten, lo mismo que para celebrar un acontecimiento fausto, compartir un duelo o pasar las fiestas navideñas.

***

Pero no solo la lejanía trajo soledad y nostalgia a la vida de Rafael. También llegó a ella la amargura por cuenta de comerciantes, acreedores y burócratas. El 12 de junio de 1873, Rafael se lamenta con Ecilda de la desesperación que le producen “tantas cobranzas, amenazas y expresiones injuriosas; tantas molestias y tantos enredos”; le dice, además, que solo puede enviarle veinticinco pesos pues “mientras más ilusión tengo de pagarles [a los acreedores] más aprietan, siempre estoy dando excusas […] embotellando a unos para poder untarle a otros. Esta vida así es horrorosa. Feliz el que no debe”. Y aunque aún no se han encontrado otras cartas de Rafael en las que se lamente con su esposa de la imposibilidad de saldar sus deudas, sí se conocen algunas de las respuestas de ella. En 1875, Ecilda le escribe: “Del aburrimiento me dice que ya se le va pasando el de Medellín, pero no me parece así, en su carta se nota mucha amargura… 2 o 3 veces me ha dicho ya que al tener usted plata ya tiene todas las cualidades”; y en diciembre de 1877: “En la cartica de Isabel le dice que vendrá el fin de mes, lo que me gusta mucho, pero ojalá arregle sus cosas de modo que alguno de sus acreedores no se venga tras de usted a amargarnos los pocos días que podamos estar juntos, eso es lo que más me aterra. Creo que haré fiestas el día que me diga que ya pagó”.

Sí, al esposo y padre lo acobarda la cruel ironía de una realidad, que además de mantenerlo por largos periodos alejado de su familia, da escasísimos réditos. Con sencillez incuestionable la describe Ecilda: no solo algunos de los contratistas y comerciantes son “duritos para pagar”, también tienen “mala fama” y, como bien lo dice la sabiduría popular, “al que ven pelado y sin respaldo […] todos le huyen el cuerpo”. Experiencia que unos años atrás bien pudo comprobar Felipe, el personaje del cuento homónimo de Gregorio Gutiérrez González.

La anécdota del relato es sencilla: un joven abogado viaja de Bogotá a Medellín para atender un pleito pendiente en el Tribunal de esta ciudad. Desde el alto de Santa Elena, donde se encuentra con el amigo que lo hospedará, contempla, maravillado, la belleza del Valle del Aburrá, y opina que, como este, debe ser alegre y generoso el carácter de quienes allí habitan. Más temprano que tarde llega sin embargo el desengaño: la ciudad es un claustro en el que la “atmósfera fría y metálica” de la actividad comercial ejerce su imperio, donde el “oro de los capitalistas” no se “convierte en deleite” ni se “derrama por todas partes”. Carente de toda actividad social, inicia un coqueteo con la vecina de enfrente que rápidamente se transforma en propuesta de matrimonio, pues “en esta tierra hay que casarse para poder conversar con una mujer”. La propuesta es rechazada por el padre de la muchacha, quien desprecia al joven abogado al considerarlo falto de la habilidad necesaria para “manejar intereses”. Finalizado el pleito que lo trajo a Medellín, Felipe emprende el viaje de regreso, y mientras contempla por última vez el valle desde Santa Elena deja constancia, en versos, de su desilusión:

De una ciudad, el cielo cristalino

brilla azul como el ala de un querube,

y de su suelo cual jardín divino

hasta los cielos el aroma sube;

sobre el suelo no se ve un espino,

bajo ese cielo no se ve una nube…

…y en esa tierra encantadora habita…

la raza infame, de su Dios maldita.

Raza de mercaderes que especula

con todo y sobre todo. Raza impía,

por cuyas venas sin calor circula

la sangre vil de la nación judía;

y pesos sobre pesos acumula

el precio de su honor, su mercancía,

y como solo al interés se atiende,

todo se compra allí, todo se vende.

El amigo, que de nuevo lo acompaña, no logra “descubrir a qué ciudad trata tan duramente”, por lo que concluye que debe ser Bogotá.14

Escrito por tarde en la segunda mitad de la década de 1850, “Felipe” se inscribe en una vertiente de la literatura regional que supo ver cómo las leyes implacables del comercio servían de molde para fundir la incipiente organización social de la Villa de Aburrá, y las consecuencias y peligros que ello traería al alma de quienes la conformaban. Vertiente que el primogénito de Rafael, con ironía y mediante el recurso de lo grotesco, llevará hasta el punto de mostrar cómo el vivir en el ruido del oro y de las letras de cambio, en el aparentar y el qué dirán, es un pasar en el que se teje la propia mortaja.

***

Ni los numerosos quebrantos de salud —afecciones estomacales, catarros, dolores de cabeza, enfermedades sin especificar pero que exigen “paciencia, porque aunque la curación sea larga Dios pone término a todo”—,15 ni los males amorosos, ni los miasmas y zancudos de tanto pantano fétido; tampoco las yerbas y bichos venenosos, los trasgos y alimañas que poblaban aquellas selvas seculares, y ni siquiera el terrible vaho del Mohán fueron suficientes para quebrantar en Rafael la fe en Dios y su voluntad para ofrecerle a su familia estabilidad económica. La quebrantaron —según cuenta la leyenda, aunque sobre esto no ha sido posible encontrar documentos que lo confirmen— las aguas endiabladas de un río cuyo nombre no ha llegado hasta sus descendientes.

Le faltaban trece días para cumplir cincuenta y cuatro años, edad que le permitió, con las intermitencias ya descritas, gozar del amor, un tanto exigente pero siempre constante, de Ecilda (quien en la intimidad del hogar lo llamaba, para mimarlo, mi negrito), y seguir los avatares que poco a poco transformaban a sus hijos de niños en adultos. Con alegría debió acompañar, el 10 de agosto de 1882, a Isabel, que a sus diecisiete años y hecha ya una mujer llegaba hasta el altar de la mano de Claudino Arango, gozar cuando al año siguiente pudo abrazar a su primer nieto, nacido el 24 de junio de 1883, y sufrir con los suyos cuando siete meses después debieron dejar el cuerpo del angelito en el cementerio. Sufrimiento avivado, quizás, por el recuerdo de un día ya lejano en el que hubo de recorrer aquel camino llevando en sus manos el pequeño ataúd con el cuerpo de su segundo hijo, engalanado con el blusón del bautismo, estrenando zapaticos para que no se “entune al atravesar los caminos de la eternidad, [y a su lado] el jarrito para que tome el agua y la palma con que ha de presentarse ante Dios y sus coros angélicos” (Hace tiempos).16 Fue testigo también, acaso con algo de pesadumbre, de las telarañas con las que el mundo iba enredando a Tomás, quien a sus veintiséis años parecía no tener ningún afán de sentar cabeza.

Fue el 4 de julio de 1884. ¿Encontró la muerte a Rafael cuando buscaba el pan de los mineros tan amargo, o cuando levantaba las vigas para la construcción de un nuevo puente? ¿O, como asegura la leyenda, no hubo cuerpo para el funeral, porque de él dio cuenta algún caimán, de esos que se asolean en las orillas con tamaña boca abierta, de aquel río ignorado? ¿Acaso rememora Tomás su muerte en el pasaje narrado por ña Melchorita, en Hace tiempos, sobre el fallecimiento de su padre: “estando paraíto en la propia orilla del río, se desbarrancó, se consumió en el agua, y naide pudo dar con su cuerpo gentil”? Nada se sabe hasta hoy, tampoco dónde encontró la muerte.17 Solo se cuenta con la libreta de apuntes de su hija Isabel para confirmar la fecha, y con el testimonio de la carta que Tomás escribe a su madre, el 29 de julio de aquel año, de regreso a Medellín:

Mi pobre vieja tan querida. Ya podrá comprender por usted misma cuál sería mi dolor al tener que dejarla a usted tan abatida y a Isabel en el estado en que está [se encontraba a un mes del nacimiento de su segundo hijo]. El viaje fue tal vez peor para mí que el que hice al saber la noticia de la muerte de mi padre, porque al menos iba a llorar con U.; pero ahora… qué angustia la que traía y traigo aún en el alma.

Nunca pudo Rafael cancelar la deuda adquirida con su suegro, ni ampliar aquella habitación construida en el solar vecino años atrás, que el tiempo y el abandono convirtieron en un cuartucho. Integrada al prado interior de la casa primigenia, pronto fue solo un cuarto de rebujo que trece años después, a la muerte de Juan Bautista Naranjo, sería avaluado en la ínfima cantidad de ciento sesenta pesos (en contraste, la casa lo fue en seis mil cuatrocientos pesos).

1 Archivo Histórico de Antioquia, Fondos notariales, Notaría Primera, Medellín, N.° 30, 27 de enero de 1857 (citado en Botero, 2007: 64-65).

2 Ningún documento encontrado hasta ahora permite afirmar, como lo hacen los pocos biógrafos que se han ocupado de esta etapa de la vida de Tomás Carrasquilla, que el administrador de la mina El Criadero fuese Juan Bautista Naranjo. Por el contrario, en los documentos conservados por Miguel Arango, se afirma la muerte de Manuel Carrasquilla y Sanmiguel en El Criadero, lo que demuestra que en la década de 1860 fue la familia Carrasquilla la que tuvo a su cargo la mina.

3 Acorde con la nota anterior, quizá rememora Tomás literariamente esta convivencia en Hace tiempos, cuando el personaje de don Jerónimo cuenta cómo don Sabas le “asegura que […] la mejor ocupación de los mineros que no somos afortunados” es la de dirigir “empresas ajenas. Me puso de ejemplo a don Teodoro Moncada [que] vivía aquí con su familia”.

4 En la notaría de Santo Domingo figura la escritura, fechada el 12 de enero de 1871, de la venta realizada por Telésforo García a Tomás Carrasquilla Restrepo “de un solar con sus anexidades en veintisiete pesos y veinte centavos”, situado en “Concepción, Circuito de Rionegro”. Acompaña la escritura la constancia del pago, por lo cual “desde esta fecha [el vendedor] entrega la finca al comprador con las acciones consiguientes”.

5 Con mucha probabilidad el personaje de Melita en Hace tiempos se inspira en Amalia Salazar y, de ser así, su historia sería esta: fue entregada al cuidado de sus padrinos con ocasión de la viudez y vuelta a casar del padre al resultar, afirma el personaje Miguel Moncada, “la madrastra muy trabajosa […]. Ellos la recibieron con alma, vida y corazón, porque a cuál de los dos es más bondadoso. Amelita tenía entonces nueve años, y Elisa que tenía catorce, se apegó mucho a ella. Se querían tanto que cuando yo le propuse matrimonio, me puso Elisa como condición de trato que viviríamos con Amelita. Me gustó mucho, porque sabía que era una muchacha sumamente buena y que no podía encontrar Elisa mejor compañera. Así es que ella es hija, hermana, amiga, todo lo que se quiera de nosotros”. No de otra manera se refiere Carrasquilla a Amalia en la carta a María Jesús Álvarez del 25 de octubre de 1906 con ocasión de la muerte de aquella: “Amalia significaba mucho en mi familia y ocupaba, en mis afectos, un lugar que no sé definir; un lugar que corresponde a madre, a hermana y amiga incomparable: a todo”. En el “Censo de Santo Domingo, 1851”, Ecilda tiene 16 años y no figura Amalia Salazar, ¿quizá porque los padrinos de los que se habla en el inicio de esta nota no fueron, como siempre se ha creído, Juan Bautista Naranjo e Isabel Moreno, sino Tomás Carrasquilla Restrepo y Manuela Isaza Jaramillo? La afirmación en esta misma novela sobre la permanencia por dos años de Melita en casa de Mercedes Córdova, en Concepción, podría confirmar esta hipótesis, que solo la aparición de nuevos documentos confirmará o desmentirá.

6 Nada se ha podido encontrar sobre el oficio que desempeñó Juan Bautista en su juventud, pero a la edad de 28 años estaba ya radicado en Santo Domingo (“Censo de Santo Domingo, 1843”), y en el “Censo de Santo Domingo, 1851”, a los 38 años, figura como negociante. Hábil, pronto supo sacarle réditos a su negocio invirtiendo en acciones mineras y entregando dinero a préstamo soportado con hipotecas. En efecto, al momento de la ejecución de su testamento, en 1897, figuran diecinueve deudores en el listado de “Bienes inmuebles con créditos activos con hipoteca”, cuyo monto asciende a $9.033,60. (“Acta N.° Doce de la Oficina de Registro de Santo Domingo”, 17 de marzo de 1897).

7 Expresiones del hermano del famoso general Rafael Uribe Uribe, Julián Uribe Uribe, quien por entonces, y siendo aún adolescente, viajaba con su familia al Cauca (1994: 100).

8 En todas las ocasiones, y cuando haya necesidad, se corrige la ortografía de las cartas familiares para facilitar la lectura.

9 Rico banquero, propietario de grandes extensiones de tierras y de minas en Amalfi, José María Melguizo militó en el liberalismo, y quizá de él quede un eco en el párrafo final de Luterito, donde se afirma que hasta San Juan de Piedragorda (nombre antiguo del corregimiento Botero, perteneciente a Santo Domingo) llegaron algunos desterrados de aquella población, “y uno de ellos, que es muy rico, le mandó mucha plata al padrecito”.

10 No resulta arbitrario confrontar este pasaje de la carta con el referido a esta santa, abogada de los pobres, en La marquesa de Yolombó: “Mandada —le dice Gregorita a Bárbara— fuiste por Santa Ana… Esta viejita querida se ha lucido con nosotros (señalando el lienzo). Por una triste vela que te prendemos, los martes, nos mandas un buen retorno, cuando menos lo esperamos”.

11 Carta de Tomás Carrasquilla a Ecilda Naranjo. Aunque sin fecha, muy probablemente es, como se verá, de enero de 1873.

12 El abuelo, Tomás Carrasquilla Restrepo, había muerto el 8 de septiembre de 1874 (“Libro de defunciones”, parroquia de Concepción), habiendo recibido ocho días antes la comunión de manos del obispo José Joaquín Isaza, quien entonces realizaba su visita pastoral en el poblado: “El día 1 de septiembre, a las nueve y media de la mañana, después de haber celebrado misa el Ilustrísimo señor Obispo, en casa del señor Tomás Carrasquilla, con el objeto de dar la sagrada comunión a este excelente ciudadano, que se hallaba en los últimos instantes de su vida, emprendimos nuestro viaje para Santo Domingo” (en “Relación de la visita eclesiástica del obispo José Joaquín Isaza a Concepción”, Repertorio Eclesiástico, 3 de noviembre de 1874, núm. 64).

13 Carta de Ecilda Naranjo a Rafael Carrasquilla, 10 de diciembre de 1877.

14 Todas las citas de este párrafo son tomadas del relato de Gutiérrez González (1959: 374-383). Según Antonio José (Ñito) Restrepo (1992: 25), fue Manuel Pombo (hijo del prócer de la Independencia Lino de Pombo y hermano mayor del poeta Rafael) el “héroe, protagonista y personificación” del cuento.

15 Carta de Isabel Carrasquilla a Rafael Carrasquilla, 1879.

16 Cuenta Miguel Arango que, con ocasión de la remodelación del cementerio de Santo Domingo, él e Ignacio, su padre, acudieron a la exhumación del cuerpo de Ecilda, y en la tumba encontraron unos zapaticos de niño, lo que podría indicar que la madre y su hijo Mauricio ocuparon la misma tumba.

17 Según Magda Moreno, “Rafael encontró su fin en Cristales […], cuando construía un puente para la línea del ferrocarril” (1960: 27), pero hasta hoy no ha sido posible confirmar este dato. Cristales se encuentra en la jurisdicción de San Roque, municipio vecino de Santo Domingo.

Trifulcas y mortandades

Nadie puede escaparse de la tiranía de ninguna época,

mucho menos si es pedantesca y feroz

Tomás Carrasquilla

La sensación de bienestar duró muy poco. Un hilillo de aire frío que se colaba por la puerta entreabierta lo trajo de vuelta a su cuerpo cansado. Deslizó sus manos temblorosas bajo el mantón en busca de una tibieza que no estaba seguro de encontrar. La tiranía del dolor físico lo había acostumbrado a pensar que ya poco o nada de sus sensaciones provenía del mundo exterior, porque de aquel cuerpo gordo y fofo que lo había acompañado durante la mayor parte de su vida, solo quedaba el esqueleto recubierto por una piel que de delgada era casi transparente. Esqueleto lacerado y aterido. Un temblor leve de sus labios delató el sinsabor que le producía pensar en su cuerpo, pero las horas del insomnio con su lento transcurrir y el silencio son tozudos cuando de rememorar viejas tristezas se trata.

Empezó admitiendo que por mucho tiempo había tenido una salud de estudiante alentado, aunque, como a todo cristiano, no le habían faltado los achaques. Y al hacer el inventario, no eran muchos los que figuraban en su recuerdo: algunos días de fiebre intermitente provocada por la nostalgia o por una alteración nerviosa, una afección crónica en la garganta consecuencia de ese rito delicioso del fumar, los infaltables pero no persistentes dolores de cabeza, los catarros de moqueo y tos y, a causa de una comida demasiado aliñada o de algún trago envenenado, cualquier ataque de la almorrana o de la bilis; inolvidables eran aquella caída del caballo que durante once meses lo había obligado al uso de muletas y el dengue bogotano cuando se ocupaba de la corrección de sus Frutos.