Tradiciones peruanas I - Ricardo Palma - E-Book

Tradiciones peruanas I E-Book

Ricardo Palma

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Beschreibung

Las Tradiciones peruanas, de Ricardo Palma (1833-1919), son una crónica apasionante de la historia del Perú. Es un libro lleno de imágenes atrapadas entre el costumbrismo, la ironía y la reflexión cultural. Palma sorprende por la modernidad y agudeza de su prosa, por su voluntad de construir una memoria nacional de marcado valor estético. Tradiciones peruanas, cuya serie de publicaciones inició en 1872 y se extendería hasta 1910, están escritas con un estilo muy personal. En él la ficción histórica se insinúa y mezcla, hábil, poé­tica y satíricamente con la historia. Las Tradiciones peruanas presentan un amplio panorama de la vida peruana del tiempo de los incas. Encierran, ademas de episodios incaicos, los sucesos memorables de la Conquista y la Colonia. Hablan de la guerra de la Independencia nacional, y también de los acontecimientos del siglo XIX durante la vida de su autor. Él mismo afirmó, al presentar la primera serie de sus Tradiciones:  «Me gusta mezclar lo trágico y lo cómico, la historia con la mentira». - Las tradiciones son 453, cronológicamente, dentro de la historia peruana, - seis de ellas se refieren al imperio incaico, - 339 se refieren al virreinato, - 43 se refieren a la emancipación, - 49 se refieren a la república - y 16 no se ubican en un periodo histórico preciso.Ricardo Rosell, su discípulo, dijo: «Con cuatro paliques, dos mentiras y una verdad, hilvana Palma una tradición.»

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Ricardo Palma

Tradiciones peruanas Tomo I

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Tradiciones peruanas.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-472-5.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-498-3.

ISBN rústica: 978-84-9816-553-1.

ISBN ebook: 978-84-9953-762-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 15

La vida 15

Una extraña crónica romántica 15

Advertencia de los editores 17

Juicios literarios Miguel Cané 19

Ricardo Palma Rubén Darío 27

Ricardo Palma Francisco Sosa 33

Primera serie 41

Palla-Huarcuna 43

Don Dimas de la Tijereta. Cuento de viejas que trata de cómo un escribano le ganó un pleito al diablo 45

I 45

II 47

III 50

IV 51

V 53

El Cristo de la Agonía (Al doctor Alcides Destruge) 55

I 55

II 56

III 58

IV 61

Mujer y tigre 63

I 64

II 66

III 67

IV 68

V 70

El Nazareno. De cómo el cordero vistió la piel del lobo 71

I 71

II 75

III. Episodio de la historia de un libertino 76

IV 79

V 79

VI 82

Un litigio original 85

La casa de Pilatos 101

¡Pues bonita soy yo, la Castellanos! 107

Justos y pecadores. De cómo el lobo visitó la piel del cordero (A don José María Torres Caicedo) 111

I. Cuchilladas 111

II. Doña Engracia en Toledo 115

III. Un paso al crimen 117

IV. ¡Dios dirá! 119

V. Consecuencias 120

VI. En olor de santidad 122

VII. Ahora lo veredes 123

La fiesta de San Simón Garabatillo 127

Un predicador de lujo 131

Predestinación (A Carlos Augusto Salaverry) 135

I 135

II 137

III 140

IV 142

V 144

VI 147

VII 148

VIII 150

IX 151

Dos millones 153

I 153

II 156

III 159

Las cayetanas 161

Los endiablados 165

I 165

II 167

Carta tónico-biliosa a una amiga 171

Los caballeros de la capa. Crónica de una Guerra Civil (A don Juan de la Pezuela, conde de Cheste) 181

I. Quiénes eran los caballeros de la capa y el juramento que hicieron 181

II. De la atrevida empresa que ejecutaron los caballeros de la capa 187

III. El fin del caudillo y de los doce caballeros 194

Una carta de indias (A don Manuel Tamayo y Baus, de la Academia Española) 201

La muerte del factor. Crónica de la época del primer virrey del Perú 209

Las orejas del alcalde. Crónica de la época del segundo virrey del Perú 213

I 213

II 216

III 218

IV 220

Un pronóstico cumplido. Crónica de los virreyes marqués de Cañete y conde de Nieva 223

I 223

II 226

El Peje chico. Crónica de la Epoca del quinto virrey del Perú 231

I 231

II 234

III 236

IV 238

La monja de la llave. Crónica de la época del sexto y séptimo virreyes del Perú 239

I 239

II 242

III 244

Las querellas de Santo Toribio. Crónica de la época del octavo virrey del Perú 247

I 247

II 249

III 252

IV 253

V 255

Los malditos. Crónica de la época del noveno virrey del Perú 257

I. San Pedro-Mama 257

II. El virrey marqués de Salinas 260

III. Sisicaya 262

IV 264

El virrey de los milagros. Crónica de la época del décimo virrey del Perú 265

I. Donde el autor echa un cuarto a espadas sobre historia 265

II. De cómo puesta en la balanza una cuartilla de papel de Alcoy resultó pesar 1.000 duros de a ocho 267

III. De cómo las benditas ánimas del purgatorio fueron rufianas y encubridoras 269

El tamborcito del pirata. Crónica del undécimo virrey del Perú 271

I 271

II 271

III 274

IV 276

Los duendes del Cuzco. Crónica que trata de cómo el virrey poeta entendía la justicia 279

I 279

II 283

III 286

De potencia a potencia. Crónica de la época del decimotercio virrey del Perú 289

I 289

II 290

III 291

IV 293

Los polvos de la condesa. Crónica de la época del decimocuarto virrey del Perú (Al doctor Ignacio La-Puente) 297

I 297

II 299

Una vida por una honra. Crónica de la época del decimoquinto virrey del Perú 303

I 303

II 307

III 309

IV 311

V 312

El encapuchado. Crónica de la época del decimosexto virrey del Perú 315

I 315

II 316

III 317

IV 319

V 320

VI 321

Un virrey hereje y un campanero bellaco. Crónica de la época del decimoséptimo virrey del Perú 323

I. Azotes por un repique 323

II. El virrey hereje 326

III. La venganza de un campanero 330

La desolación de Castrovirreina. Crónica de la época del decimoctavo Virrey del Perú 335

I 335

II 338

El justicia mayor de Laycacota. Crónica de la época del decimonono virrey del Perú (Al doctor don José Mariano Jiménez) 343

I 343

II 346

III 350

¡Beba, padre, que le da la vida!... Crónica de la época de mando de una virreina (A la distinguida escritora Clorinda Matto de Turner) 353

Racimo de horca. Crónica de la época del vigésimo virrey del Perú 359

I 359

II 362

III 366

La emplazada. Crónica de la época del virrey arzobispo 369

I 369

II 372

III 374

IV 377

Cortar el revesino. Crónica de la época del vigésimo segundo virrey del Perú (A José Agustín de La-Puente) 379

I 379

II 381

III 385

IV 387

Amor de madre. Crónica de la época del virrey «brazo de plata» (A Juana Manuela Gorriti) 389

II 392

III 394

Un proceso contra Dios. Crónica de la época del vigésimo cuarto virrey del Perú 397

II 400

III 404

Libros a la carta 409

Brevísima presentación

La vida

Ricardo Palma (1833-1919). Perú.

Nació el 7 de febrero de 1833 en Lima y murió el 6 de octubre de 1919 en esa ciudad. Fue la principal figura del romanticismo peruano y alcanzó un puesto en la Real Academia Española. Escribió periodismo, poemas, piezas teatrales, sátiras políticas, libros de recuerdos y de viaje, estudios lexicográficos y literarios.

Fue desterrado del Perú y vivió dos años en Chile, donde escribió Anales de la inquisición de Lima, su primera obra relevante.

Una extraña crónica romántica

Las Tradiciones peruanas son una crónica apasionante de la historia del Perú, llena de imágenes atrapadas entre el costumbrismo, la ironía y la reflexión cultural. Palma sorprende por la modernidad y agudeza de su prosa, por su voluntad de construir una memoria nacional de marcado valor estético:

Los últimos años de aquel siglo corrieron para Potosí entre el lujo y la opulencia, que a la postre engendró rivalidades entre andaluces, extremeños y criollos contra vascos, navarros y gallegos. Estas contiendas terminaban por batallas sangrientas, en las que la suerte de las armas se inclinó tan pronto a un bando como a otro. Hasta las mujeres llegaron a participar del espíritu belicoso de la época; y Méndez en su Historia de Potosí refiere extensamente los pormenores de un duelo campal a caballo, con lanza y escudo, en que las hermanas doña Juana y doña Luisa Morales mataron a don Pedro y a don Graciano González.

No fueron éstas las únicas hembras varoniles de Potosí; pues en 1662, llevándose la justicia presos a don Ángel Mejía y a don Juan Olivos, salieron al camino las esposas de éstos con dos amigas, armadas las cuatro de puñal y pistola, hirieron al juez, mataron dos soldados y se fugaron para Chile llevándose a sus esposos. Otro tanto hizo en ese año doña Bartolina Villapalma, que con dos hijas doncellas, armadas las tres con lanza y rodela, salió en defensa de su marido que estaba acosado por un grupo de enemigos, y los puso en fuga, después de haber muerto a uno y herido a varios.

Advertencia de los editores

No hemos de hacer la biografía de don Ricardo Palma, ni de formular juicio alguno acerca de su labor literaria: una y otro los encontrarán nuestros lectores en el presente tomo, suscritos por literatos tan eminentes como Miguel Cané, Rubén Darío y Francisco Sosa. Nuestro propósito al encabezar con estas líneas la publicación de las Tradiciones peruanas es únicamente rendir tributo de admiración al ilustre escritor y consignar la satisfacción con que incluimos en nuestra BIBLIOTECA UNIVERSAL ILUSTRADA una obra que goza de tan grande como merecida fama en la América latina y que por muchos conceptos es digna de ser popularizada en España.

De los ocho tomos que forman la colección completa de las obras de don Ricardo Palma, hemos entresacado los artículos que tienen carácter de tradición, dejando a un lado todos los estudios bibliográficos, históricos, o esencialmente literarios, que, aun cuando no menos valiosos que aquéllos, no respondían al objeto que nos propusimos al proyectar la presente publicación. Asimismo, de los muchísimos juicios que sobre las producciones del autor preceden a cada tomo hemos tenido que omitir la mayor parte, insertando sólo tres y sintiendo no poder reproducir los demás, debidos a don Juan Valera, a don Ricardo Becerro, a don Francisco Gavidia, a don Eugenio M. Hostos, a don Gonzalo Bulnes, a don Simón Camacho, a don Juan M. Gutiérrez y a otros escritores no menos notables.

La presente edición de las Tradiciones peruanas es la primera que se publica ilustrada habiéndole sido por el hábil artista, don Nicanor Vázquez, quien para mejor llenar su cometido se ha, ajustado a los apuntes facilitados por el mismo señor Palma, gracias a lo cual no vacilamos en afirmar que los dibujos representan con toda propiedad los tipos, lugares y costumbres a que cada tradición se refiere.

Al ofrecer hoy las Tradiciones peruanas a nuestros suscriptores, creemos firmemente que han de agradecernos la publicación de una obra que constituye un hermoso monumento literario, erigido en el Nuevo Mundo a la lengua castellana que, magistralmente manejada por el señor Palma, sirve de magnífico ropaje a las poéticas e interesantes narraciones por éste pacientemente recogidas en el que un tiempo fue pujante imperio de los Incas y es hoy una de las repúblicas americanas en que más alto nivel han alcanzado las manifestaciones de la humana inteligencia.

Los editores

Juicios literarios Miguel Cané

Pocos días antes del centenario del general San Martín, me di el placer de hacer una visita a mi respetabilísimo amigo el doctor don Juan María Gutiérrez, uno de los hombres, nacidos en este continente, más profundamente animado por el sentimiento americano.

Charlábamos sobre la conferencia literaria que debía celebrarse en honor del libertador de tres naciones. Él, con su inalterable buena voluntad, había aceptado el compromiso de presentar un trabajo histórico sobre San Martín, y había elegido como tema los esfuerzos del héroe para levantar el nivel intelectual de los pueblos que acababan de despertar a la vida libre e independiente. don Bartolomé Mitre, por su lado, y bajo el título irónico de Las cuentas del gran capitán, remitió un interesantísimo artículo, presentando al vencedor de Maypú como un tipo acabado de pobreza y desprendimiento. Los poetas hablaron también: Ricardo Gutiérrez, Carlos Encina y Olegario Andrade doblaron reverentes la rodilla ante el padre de nuestra independencia, cantando su cuna humildemente perdida entre los bosques de las Misiones y su tumba iluminada por la bendición de un mundo entero.

Don Juan María Gutiérrez me presentaba sus quejas contra nuestra generación que, en materia de literatura, no tenía ideal patrio. «Viven ustedes (me decía) en un mundo ficticio. Tome usted esos tres poetas cuyos versos van a ser mañana aplaudidos, y dígame si es posible encontrar en ellos la expresión de nuestra sociabilidad propia, el eco de nuestros dolores históricos, la voz de una aspiración americana. Son todos ustedes europeos en la forma y en el fondo; porque sus producciones están impregnadas del sentimentalismo enfermizo de Byron, del escepticismo cáustico de Heine o del enervante pesimismo de Leopardi, precisamente cuando todas esas anomalías morales empiezan a perder su crédito en el viejo mundo. Fijen, por Dios, sus ojos y su alma en esta tierra americana, que les abrirá cariñosa el tesoro que encierra en su tradición; identifiquen su ideal con el del pueblo en cuyo seno han nacido, y dejen al pasado enterrar sus muertos. He pasado las últimas noches leyendo las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma, y pocos libros han respondido más eficazmente a la necesidad que siente mi espíritu de ver llegada la hora en que la literatura americana no sea una planta exótica en suelo americano. Tengo cariño y gratitud por ese escritor brillante que honra las letras de su patria. Le he enviado mi palabra de aliento, y espero reciba con agrado el aplauso del viejo veterano tan cerca ya de la tumba».

¡Tan cerca ya de la tumba! ¡Pobre maestro querido! ¡Tres días después, vencido por las emociones profundas que las fiestas del centenario habían desenvuelto en su alma, dobló su cabeza generosa y se hundió en el reposo! ¡Quién me diera (decía sobre su féretro un noble francés) morir en mi patria, en el aniversario de Hoche o de Marceau!

Fue un atleta de las letras argentinas. Su amor inalterable por las cosas bellas parecía haber iluminado su fisonomía, dando un brillo atrayente a sus cabellos blancos como los de Longfellow. Vivió en un mundo encantado, despreciando la ola furiosa del positivismo que pasaba a sus pies; se encerró en su modesto Túsculo y, como el poeta latino, empleó las horas de su vida en adornarlas de puras emociones. Pocas veces bajó a la prensa, esa arena ardiente que a todos nos tuesta y endurece el corazón; esa alma nutrix, como diría Janín, que a todos nos absorbe, pero que a todos nos levanta. Hundido en sus recuerdos, rodeado de sus esperanzas, estudió la manifestación de aquellos espíritus elevados que, para nosotros, son el pasado, y eran para él la juventud. En esa tarea, grave y tenaz, pero serena, su inteligencia parecía haberse pulido, su gusto purificado, y en la edad en que Voltaire empezaba a burlarse de todo y en que, Goethe se encerraba en su profundo egoísmo, tenía acentos de entusiasmo juvenil, pesares de la adolescencia, emociones de los veinte años. No lo veis, como a Schiller joven o a Heine antes de la parálisis, echar de menos el mundo helénico y mirar con tristeza los astros del firmamento que hoy descompone el espectrómetro, y que ahora tres mil años eran dioses que poblaban los cielos y rejuvenecían al mundo al sacudir su cabellera, como dice Musset.

Cuando el nombre del doctor Gutiérrez cruza mi memoria, no puedo acallar el sentimiento de respeto que me invade. A más, si había nacido en suelo argentino, su patria intelectual era la América entera.

Tenía razón el viejo maestro al referirse al carácter del estro de los tres grandes poetas argentinos contemporáneos. Cada uno sigue la magnífica senda de su índole.

Dejad a Ricardo Gutiérrez las profundas evoluciones del alma, las amarguras de la vida, los rudos dolores, las angustias inagotables cuyo término sólo existe en la fría soledad de las tumbas; campo infinito como el dolor, inmutable como la humana naturaleza1.

Dejad a Encina las maravillosas adivinaciones del sentimiento; su espíritu robusto poetiza toda noción que adquiere, como este suelo tropical levanta a las nubes la planta nacida del impalpable germen. Todos los sueños, todas las vagas aspiraciones de la humanidad hacia un ideal divino han proyectado su sombra sobre esa inteligencia vigorosa que se ha retemplado en la lucha y que ha deslumbrado con brillo incomparable el día que una chispa de esperanza ha ido a alojarse en ella.2

El alma de Andrade debe haber animado el cuerpo de algún hombre primitivo, contemporáneo de los últimos y soberbios cataclismos de la naturaleza. El poeta, como Pitágoras, tiene la vaga reminiscencia de una vida anterior: recuerda las montañas que entreabren la tierra con su esfuerzo pujante y levantan sus crestas al cielo: cree oír los huracanes que estremecen el mar hasta las entrañas, y su mirada extática percibe aún las escenas ciclópeas de ese génesis maravilloso. Allí beben su inspiración esos cantos viriles y enérgicos; allí se condensan esas imágenes graníticas que sobrecogen al que las mira de improviso.3

Pero ninguno de ellos llena la misión del poeta americano, según la comprendía el doctor Gutiérrez: responden a un mundo moral que el cosmopolitismo de la sociabilidad argentina ha aclimatado en el Plata.

Los únicos trabajos de ese género, esencialmente americano y que el señor Palma ha llevado tan alto, pertenecen al doctor don Vicente F. López y fueron escritos en su juventud. Supongo que será aquí bien conocida su preciosa y característica novela La novia del hereje. Inéditos e inacabados tiene aún los manuscritos de algunos romances de la misma índole, como El conde de Buenos Aires (título que el rey de España dio a don Santiago Liniers por la defensa contra los ingleses); Martín I (apodo que daban los patriotas al jefe de la conspiración española para contrarrestar el movimiento revolucionario, personaje que, como diría Palma, trabó íntima relación con la ene de palo), y El capitán Vargas, episodios de la guerra de la Independencia. Más tarde, el doctor López se entregó a estudios serios y profundos sobre este país, publicando su atrevido libro Las razas arianas del Perú, y emprendió los admirables estudios históricos publicados bajo el nombre de Recuerdos del año XX. Los romances antes mencionados esperan la última mano, y desgraciadamente para las letras americanas temo la esperen aún largo tiempo. El hijo del doctor López, Lucio Vicente López, apareció con estruendo en el mundo de las letras, ahora diez años, publicando su Canto al Cuzco, en el que revivía la vibrante poesía india tan poderosamente reflejada en el Ollantay. Luego se hizo abogado, hombre político, periodista, parlamentario de primer orden, y las musas, que habían juzgado innecesario hacerle rentas, se quedaron con un palmo de narices.

¡Honor, pues, a los leales! Y entre ellos, ¡honor máximo a Ricardo Palma!

Acabo de releer la mayor parte de las tradiciones del inimitable narrador. Si a Ossián es necesario leerlo en la montaña, a Tennyson junto a un buen fuego en una confortable villa inglesa, a Beaumarchais en París y al Tasso en Florencia, sostengo que a Palma hay que leerlo en Lima.

Para el extranjero, el teatro casi no ha cambiado. No conozco una ciudad que tenga un colorido más americano que ésta. Dios se lo conserve, para reposar la mirada de aquellos patiches europeos que se llaman Valparaíso, Santiago o Buenos Aires.

En cuanto a los personajes, fijad un poco la atención y la mirada hasta que las ojos adquieran aquella potencia óptica que, en la leyenda alemana, hace salir las figuras de las telas y animarse los mármoles y bronces, y veréis encarnarse el personaje tradicional y pasearse con toda tranquilidad por esta noble ciudad de los reyes.

Ese es mi encanto en los libros de Palma.

La limeña que vuelve tarumba al virrey en persona con una mirada o un chiste, la he visto ayer salir de Santo Domingo con los ojos como ascuas bajo el encaje del manto, con un pie capaz de desaparecer en la juntura de dos piedras y aquel andar que hubiera hecho persignarse al mismo San Antonio.

Todos viven: el reverendo padre franciscano, redondo, satisfecho, regordete, con la unción en el semblante que da la digestión tranquila; el zambito físico, paquete, sonriente y decidor; el indio, paciente y manso; todos viven, repito; pero... ¡me falta el virrey!

Y yo amo al virrey, cuando es genuino, legítimo, sin mezcla, cuando es virrey del Perú, en una palabra, y no aquella falsificación que se llamó virrey del Río de la Plata, venido a la vida en 1776, cuando los mismos reyes empezaban a liar petates y los criollos a tener veleidades de libre cambio, libertad de prensa y demás paparruchas que nos cayeron encima junto con la patria.

He ahí, a mi juicio, el puro timbre de gloria para Ricardo Palma. Wálter Scott no ha dado más vida y movimiento al caballero de las Cruzadas, Monley al Taciturno, ni Macaulay a Jacobo II, que Palma a los virreyes del Perú. El azar no quiso que Moliére los conociera y nos privó de una obra maestra; pero el autor de las Tradiciones peruanas ha salvado el vacío de una manera prodigiosa.

Si todo lo que Palma cuenta no ha sucedido, peor para la historia. En cuanto a mí, declaro que, por egoísmo, no se me ocurre poner ni por un instante en duda cuanta afirmación hace el encantador.

Ivanhoe puede no haber existido; pero ni Thierry ni Treeman dan, en sendos capítulos, una idea tan exacta del estado social de la Inglaterra en los tiempos que sucedieron a la conquista, como ese tipo, mitad sajón, mitad normando, formado con la más pura levadura histórica. La idea de la obra maestra de Agustín Thierry le vino leyendo el Ivanhoe de Wálter Scott. No es aventurado suponer que a las Tradiciones peruanas esté reservado el honor de inspirar alguna historia del virreinato del Perú, que tanta falta hace.

El estilo de Ricardo Palma es su propiedad exclusiva e inimitable; pero aquel que, engañado por su pureza castiza, le supusiera una filiación únicamente española, sufriría un grave error. No se alcanza esta perfección sin conocer a fondo los humoristas ingleses, especialmente Swift y Henry Bayle; sin haber vivido en íntimo comercio con Moliére, y entre los alemanes con Heine y Jean Paul. Indudablemente que sobre todos ellos está Cervantes; pero es precisamente el carácter de nuestra literatura americana la base ecléctica en que se apoya. Todo eso ha tomado su nota individual al pasar por el espíritu de Palma, dando por resultado ese estilo, lleno de chispa y malicia, que roza siempre los hombres y las costumbres sin cortar hasta el hueso; que no se desmiente jamás, manteniéndose en la atmósfera de picaresca ingenuidad que lo hace delicioso.

Entre los exquisitos halagos que esta tierra ofrece al viajero argentino, no ha sido de los menos gratos para mí la lectura de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma en plena Lima.

Quiera el poeta aceptar esta descosida charla como la expresión de mi gratitud por las buenas horas que su libro me ha hecho vivir en el pasado.

Miguel Cané

Lima, febrero 7 de 1880.

1 La fibra salvaje. El libro de las lágrimas, etc.

2 Canto a Colón. El arte. La idea, etc.

3 Prometeo. El nido de cóndores. El arpa perdida, etc.

Ricardo Palma Rubén Darío

Fuí desde el Callao a Lima, por sólo conocerle, en febrero de 1888. De a bordo a tierra iba con un chileno que me decía: «No vaya usted a verle; es como un ogro de terco». Yo pensaba para mi coleto: De un regaño no ha de pasar... Y ¡cáspita! recordaba mi Canto épico a las glorias de Chile.

Llevado por un coche que encontré en la calle de Mercaderes, después de caminar un buen rato por aquellas calles de la alegre ciudad de los virreyes, me encontré a las puertas de la Biblioteca Nacional. Entré, y tras pasar largos corredores, llegué al departamento del señor Director. Frente a la puerta de su oficina me detuve un momento para admirar el célebre cuadro de Montero La muerte de Atahualpa. Por fin, valor y adelante. Dos golpecitos en la puerta... De un regaño no ha de pasar...

«¡Oh, mi señor don Darío Rubén!...». Ante una mesa toda llena de papeles nuevos y viejos, viejos sobre todo, estaba Ricardo Palma, y me recibía con una amable sonrisa que me daba ánimos, debajo de sus espesos y canosos bigotes retorcidos. ¡Figura simpática e interesante en verdad! Mediano de cuerpo, ágil a pesar de su gruesa carga de años, ojos brillantes que hablan y párpados movibles que subrayan a veces lo que dicen los ojos, rápido gesto de buen conversador y palabra fácil y amena: ¡tal era el ogro! «Oh, mi señor don Darío Rubén». Así me saludó, así, poniendo el apellido primero y el nombre después. Mi pobre nombre tiene esa capellanía. En diarios sudamericanos he leído: «El escritor que se oculta bajo el seudónimo de Rubén Darío...». Sí, unos lo creen seudónimo, otros lo colocan al revés, como el ingenio de las Tradiciones peruanas, y otros, como don Juan Valera, dicen que es un nombre «contrahecho o fingido...».

¡Válgame Dios! Pero dejo para otra vez el contar por qué mi nombre es judaico y mi apellido persa, y vuelvo a don Ricardo. Me habló de su vida entre papeles antiguos, llenos de polvo y polillas; de literatos chilenos amigos suyos; de su querida Biblioteca, que está restaurándose; de la guerra del Pacífico (ahora viene el regaño, pensé...); ¡de tantas cosas más!

Luego me llevó a conocer todos los departamentos del edificio, el salón de pinturas y esculturas nacionales, el de lectura y los extensísimos de los libros y manuscritos. No pude menos que exclamar: «¡Rica Biblioteca!». Encendí la pólvora. Vino el regaño, pero no para mí; no apareció el ogro, sino el hombrecito vibrante y patriota: «¡Rica antes de que la destrozaran los chilenos! Cuando la ocupación, entraban los soldados ebrios a robarse los libros. ¡Vea usted, mi señor don Darío, vea usted!». Se acercó a un estante y tomó un precioso incunable, en una de cuyas páginas estaba escrito, con letra de Palma, que el libro había sido comprado en dos reales a un soldado de Chile. Me narraba atrocidades. Me dijo todo lo que había sufrido en los tiempos terribles. Y al oírle hablar todo nervioso, con voz conmovida, yo pensaba: «¿A qué hora le llegará su turno a mi Canto épico?». No le tocó.

Libros ingleses, libros alemanes, libros italianos y americanos, libros españoles, la vieja legión de clásicos y casi todos los autores modernos estaban en aquellas estanterías; y luego el amarillento archivo colonial, los cronicones vetustos, la vasta mina escabrosa de donde el brillante y original trabajador peruano saca a la luz del mundo literario el grano de oro sin liga, que resplandece con brillo alegre en sus tradiciones incomparables.

«Me da tristeza —me dijo— que la parte americana sea tan pobre». Y en efecto, hacían falta muchas notables obras chilenas, argentinas, venezolanas, colombianas, ecuatorianas y con especialidad centroamericanas. Recuerdo que entro los libros de Guatemala encontré algunos de autores cubanos. Batres Montúfar, el príncipe de los conteurs en verso, estaba allí; pero no García Goyena, el egregio fabulista, honra de la América Central, aunque nacido en el Ecuador.

Pasamos luego a un gran salón donde están los retratos de los presidentes del Perú, destacándose entre ellos el del general Cáceres, en su caballo guerrero de belfo espumoso y brava estampa.

... Vi también el de aquel indio legendario que, correo de guerra, tomado por el enemigo, se comió las cartas que llevaba, antes que entregarlas, y murió fieramente.

Palma me explicaba todo, complaciente, afable, citando nombres y fechas, hasta que volvimos a su oficina, donde llama la atención en una de las paredes un gran cuadro formado con billetes de Banco y sellos de correo peruanos.

Mientras él me hablaba de sus nuevos trabajos y de que pensaba entrar en arreglos con un editor de Buenos Aires para publicar una edición completa de sus Tradiciones peruanas, yo recordaba que, en el principio de mi juventud, me había parecido un hermoso sueño irrealizable estar frente a frente con el poeta de las Armonías, de quien me sabía desde niño aquello de

¡Parto, oh patria, desterrado!

De tu cielo arrebolado

mis miradas van en pos.

Y en la estela

que riela

sobre la faz de los mares

¡ay! envió a mis hogares

un adiós,

y con el autor de tanta famosa tradición cuyo nombre ha alabado la prensa del mundo, desde el Fígaro de París hasta el último de nuestros periódicos. Y veía que el ogro no era tal ogro, sino un corazón bondadoso, una palabra alentadora y lisonjera, un conversador jovial, un ingenio en quien, con harta justicia, la América ve una gloria suya.

En sus juicios literarios se dejan ver sus conocimientos del arte y su fina percepción estética. El es decidido afiliado a la corrección clásica, y respeta a la Academia. Pero comprende y admira el espíritu nuevo que hoy anima a un pequeño, pero triunfante y soberbio grupo de escritores y poetas de la América española: el modernismo. Conviene a saber: la elevación y la demostración en la crítica, con la prohibición de que el maestro de escuela anodino y el pedagogo chascarrillero penetren en el templo del arte; la libertad y el vuelo; el triunfo de lo bello sobre lo preceptivo, en la prosa, y la novedad en la poesía; dar color y vida y aire y flexibilidad al antiguo verso que sufría anquilosis, apretado entre tomados moldes de hierro. Por eso él, el impecable, el orfebre buscador de joyas viejas, el delicioso anticuario de frases y refranes, aplaude a Díaz Mirón, el poderoso, y a Gutiérrez Nájera, cuya pluma aristocrática no escribe para la burguesía literaria, y a Rafael Obligado, y a Puga Acal, y al chileno Tondreau, y al salvadoreño Gavidia, y al guatemalteco Domingo Estrada. Deleita oír a Palma tratar de asuntos filosóficos y artísticos, porque se advierte que en aquel cuerpo que se halla a las puertas de la ancianidad, corre una sangre viva y joven, y en aquella alma arde un fuego sagrado, que se derrama en claridades de nobilísimo entusiasmo.

Es la primera figura literaria que hoy tiene el Perú, junto con mi querido amigo el poeta Márquez, insigne traductor de Shakespeare. Y a propósito de poetas, en una de sus cartas me decía una vez don Ricardo: «Yo no soy poeta». Ante esta declaración, no hice sino recordar su magistral traducción de Víctor Hugo, donde aparece, formidable y aterrador, aquel ojo que, desde lo infinito, está fijo mirando a Caín en todas partes. En cuanto a sus versos ligeros y jocosos, pocos hay que le aventajen en gracia y facilidad. Tienen la mayor parte, de ellos un algo encantador, y es la nota limeña.

¡Lima! Ya lo he dicho en otra parte. Si Santiago es la fuerza, Lima es la gracia. Si queréis gozar ¡oh! los que leáis estas líneas, id a Lima, si tenéis dinero; y si no lo tenéis, id también. Hallaréis un delicioso clima, muchas flores, un cielo azul y radiante. Y sobre todo, allí encontraréis a la andaluza de América, a la mujer limeña, breve de pie y de mano, de boca roja y ojos que hipnotizan, incendian y enloquecen. Id al hermoso paseo de la Exposición, lleno de kioscos, alamedas, jardines y verdores alegres; id en las tardes de paseo, cuando están las mujeres entre los árboles y las rosas, como en una fiesta de hermosura, o en concurso de gracias, dominadoras y gentiles. O pasad por los portales cuando, envueltas en sus mantos negros, pasan las damas que sólo dejan ver algo de blancura rosada del rostro, en el que, incrustados como dos estrellas negras, están, encendidos de amor, los ojos bellos.

El pueblo de Lima canta con arpa. La cerveza de Lima es excelente. En la ciudad de Santa Rosa fabricose un palacio la alegría. Lima gusta de los toros, como buena hija de España. Sus teatros son a menudo visitados por buenas troupes, y el público es inteligente y entusiasta por el arte. Flota aún sobre Lima algo del buen tiempo viejo, de la época colonial. Lima tiene paseos, plazas, estatuas. Sobre una gran columna, que conmemora el célebre 2 de Mayo, se alza líricamente una fama que emboca su sonoro clarín. En otro lugar he visto a Simón Bolívar en su caballo de bronce, con la espada victoriosa en su diestra de héroe. Lima es católica, pero está llena de masones. En Lima hay familias de noble y purasangre española. En el pueblo de Lima se puede notar ahora la más extraña confusión de razas: chino y negro, blanco y chino, indio y blanco, y las variaciones consiguientes. El cholo es débil, pero canta claro y es añagacero. Lima es pintoresca, franca, hospitalaria, garbosa, complaciente y risueña. El que entra en Lima está en el reino del placer. En Lima no llueve nunca. La tradición —en el sentido que Palma la ha impuesto en el mundo literario— es flor de Lima. La tradición cultivada fuera de Lima y por otra pluma que no sea la de Palma, no se da bien, tiene poco perfume, se ve falta de color. Y es que así como Vicuña Mackenna fue el primer santiaguino de Santiago, Ricardo Palma es el primer limeño de Lima.

Me despedí de él con pena. ¡Quién sabe si volveré a verle! Y ya en el coche, que volaba camino del hotel, donde tenía que ver a Eloy Alfaro, con los ojos entrecerrados, y satisfecho de mi visita, sonreía al pensar en que el ogro no era como me lo pintaba mi amigo el chileno, y guardaba con orgullo en mi memoria, para conservarlo eternamente, el recuerdo de aquel viejecito amable, de aquel buen amigo, de aquel glorioso príncipe del ingenio.

Rubén Darío

Guatemala, 1890

Ricardo Palma Francisco Sosa

Páginas del libro titulado Escritores y poetas sudamericanos

El nombre de Ricardo Palma no es desconocido en nuestro país. Hace unos veinte años que en los periódicos de esta capital y en los de los Estados se vienen reproduciendo sus bellas poesías Y sus inimitables Tradiciones peruanas. Recuerdo bien que allá por el año de 1872, cuando por iniciativa mía se estableció la edición dominical del Federalista en forma de cuaderno, uno de los atractivos que ofreció aquel semanario era la inserción frecuente de las regocijadas producciones del distinguido escritor limeño. Con vivo interés aguardaba yo la llegada de los correos de Sudamérica, empuñando las tijeras de que el señor Bablot quería que se hiciese el menor uso posible, y buscaba una nueva tradición para halagar, reimprimiéndola, a los lectores, bien numerosos por cierto, de aquel semanario. Y no pasaban muchos días sin que a su vez los mejores periódicos de los Estados diesen cabida a aquellas amenísimas narraciones, sin decir, por supuesto, que del Federalista las copiaban.

Pasaron los años; el periódico del señor Bablot dejó de publicarse, y otros se encargaron de continuar aquella tarea, con gran contentamiento de los admiradores de Ricardo Palma, que lo son cuantos han saboreado alguna vez sus fáciles, entretenidos e intencionados escritos.

Esta predilección, no entibiada ni en épocas de combate para la prensa mexicana, tiene razón de ser. Las Tradiciones peruanas, sobre abundar en las galas del bien decir, encierran para nosotros un mérito que se impone: el de ser un vivo reflejo de las costumbres mexicanas en tiempo de la dominación española; a tal punto, que un plagiario podía habérselas apropiado, cambiando únicamente los nombres de lugar y los de ciertos personajes. Pueblos de idéntico origen el peruano y el mexicano, es poco menos que imposible encontrar desemejanza entre las costumbres de la capital de la Nueva España y las de la ciudad de los reyes. Frailes, monjas, virreyes, luchas entre las potestades civil y eclesiástica; procesiones y autos de fe; naos que llegan de tarde en tarde; duelos por la muerte de un soberano, y fiestas y jiras por la coronación de otro; fechorías de los piratas o filibusteros que infestaban las costas por el Atlántico y por el Pacífico, y ruidosos capítulos conventuales: he ahí los datos que las viejas crónicas del Perú y de México ofrecen por canevá para bordar las flores de la leyenda que transporta al desocupado lector a los monótonos días del coloniaje; monótonos sí, pero poéticos, merced al misterioso encanto que ejerce en nuestro espíritu cualquiera tiempo pasado.

No tengo, pues, necesidad de ser difuso, hoy que inauguro una serie de estudios acerca de los escritores y poetas sudamericanos, con el relativo a Ricardo Palma. Le conocen bien los mexicanos por sus obras, y lo que me incumbe principalmente es dar ligeras noticias biográficas, que servirán, cierto estoy de ello, para que le estimen más los que hoy le aplauden sin conocer en toda su extensión los servicios que a las letras latinoamericanas y a las ideas liberales ha prestado el popular narrador de las Tradiciones peruanas.

Nació Ricardo Palma en la ciudad de Lima el día 7 de febrero de 1833. Educose en el Convictorio de San Carlos, del que salió en 1853, después de haber cursado con aprovechamiento notable la Jurisprudencia; y el que debiera haber sido abogado, convirtiose, por extraño modo, en marino. Por eso Cortés en su diccionario biográfico americano le llama «poeta y marino peruano» con gran extrañeza de los que ignoran que en la armada de su país prestó sus servicios como Contador o Comisario de diversos buques, hasta que en 1860, y a causa de una de esas revoluciones que tan frecuentes eran en el Perú como en México hasta hace poco, fue desterrado a Chile. Allí permaneció unos tres años dedicado al periodismo con aplauso del pueblo chileno.

Cambiado el gobierno, regresó Palma a su patria a fines de 1863, y pocos meses más tarde emprendió viaje a Europa y Estados Unidos. Nombrado cónsul general del Perú en el imperio del Brasil, con residencia en el Pará, el rigor del clima le obligó a renunciar el puesto, y volvió a Lima, donde el combate del 2 de mayo de 1866 lo encontró sirviendo la Jefatura de sección de uno de los ministerios. Año y medio más tarde fue secretario general del caudillo revolucionario coronel Balta, a quien acompañó en los trances más difíciles. Triunfante la revolución y convertido Balta en presidente constitucional de la República, el nuevo jefe del Estado confiole el despacho de su secretaría particular, puesto en el que permaneció cuatro años, siendo a la vez durante tres legislaturas senador por el departamento de Loreto.

Después de 1873, en que Palma cesó de ser miembro del Congreso, se alejó por completo de la política, consagrándose exclusivamente a las letras. Pero este alejamiento no fue tanto que le impidiera servir a su país en la prensa y en los reductos de Miraflores, en los luctuosos días de la guerra con Chile.

La victoria del ejército chileno fue verdaderamente desastrosa para Palma, pues su hogar, una bonita casa de campo en Miraflores, fue presa del incendio. Allí perdió el hombre de letras una rica biblioteca americana de más de cuatro mil volúmenes.

Hecha la paz con Chile, el gobierno del general Iglesias nombró a Palma para que reorganizase, o mejor dicho, para que crease la Biblioteca Nacional, que había sido saqueada por la soldadesca. Palma puso en juego sus relaciones personales y su reputación literaria en el extranjero para obtener donativos de libros, y antes de cuatro años logró catalogar treinta mil volúmenes en estantes que recibiera con espesa capa de polvo y sin un solo libro. Sin gasto para el tesoro peruano en la adquisición de obras, la Biblioteca de Lima llama ya la atención del viajero. El señor Palma como director de Biblioteca sigue prestando a su nación y a las letras servicios de inconmensurable valor.

Pero ya es tiempo de que echemos rápida ojeada sobre sus producciones literarias.

En 1863 dio a la estampa su primer libro: Anales de la inquisición de Lima, libro que, como dice uno de los biógrafos de Palma, saludó entonces la prensa sudamericana con merecidos elogios, y que hoy buscan los escritores liberales como una verdadera joya muy digna de conservarse entre los documentos históricos de su clase.

En 1865 publicó en París la colección de composiciones poéticas intitulada Armonías, en 1870 las Pasionarias y en 1877 los Verbos y Gerundios, que reunidas acaba de dar a la estampa con otras que ha dividido en las secciones Juvenilia, Cantarcillos, Traducciones y Nieblas, formando un volumen de 500 páginas, que lleva por vía de prólogo un notable estudio anecdótico sobre los poetas peruanos, bajo el título de La Bohemia limeña de 1848 a 1860, confidencias literarias.

La aparición de cada una de esas obras de Ricardo Palma ha sido saludada por el aplauso de los cultivadores de las buenas letras en todos los pueblos en que se habla el hermoso idioma de Quintana y Valera.

don Luis Benjamín Cisneros, inspirado poeta académico, hace observar en el prólogo que escribió para las Pasionarias de Palma en 1870 que casi no hay en toda la cadena de repúblicas que baña el Pacífico un solo nombre literario que no sea al mismo tiempo un hombre político, y en comprobación agrega refiriéndose al bardo peruano, lo siguiente, que creo oportuno reproducir, porque da una idea exacta del carácter de Palma: «Comenzó, dice, por cantar las glorias de la patria en la epopeya de la Independencia, y el sentimiento patriótico le llevó a apasionarse de las teorías liberales. El amor a la libertad se encarnó en su organización psicológica. Palma pensó, amó, sintió, aspiró, escribió, cantó, suspiró, combatió y sucumbió o triunfó por el principio de libertad. Soldado más o menos prominente, más o menos obscuro en las filas de sus correligionarios, en todas circunstancias de su vida fue leal, impertérritamente leal a su bandera. Ni las persecuciones, ni las enemistades gratuitas, ni los destierros, ni la pobreza, ni los desengaños, ni los dolores íntimos, nada ha podido debilitar la fe de su alma, la valentía de su palabra, la energía de su pluma».

Hablando después el mismo señor Cisneros de las poesías de Palma, que califica de hermosas y escritas bajo las impresiones siempre fogosas del amor a la patria y a la libertad, se expresa así: «Pero no es sólo la cuerda ronca, sonora y vigorosa del entusiasmo la que vibra en el arpa del poeta, ni es ella, a nuestro juicio, la que templa cuando arranca de su corazón los mejores cantos. Apreciamos más en Palma la dulce y amena galantería, su sencilla y graciosa fecundidad para con las bellas, su florida y cortés amabilidad, su filosofía rápida, casta, suave, a veces lóbrega, siempre verdadera, siempre melancólica.»

El eminente escritor argentino don Juan María Gutiérrez, juzgando los Verbos y Gerundios, dijo lo siguiente: «Palma, bajo la capa de una chanza ligera, de un buen humor abundante y agudo, de una filosofía de manga ancha, esconde un odio instintivo a lo convencional, a lo trillado, a lo fingido, al plagio del sentimiento. Su poesía, más que desesperada como la de Byron, es cáustica y sin hipocresía como la del alemán Heine, a quien imita a menudo. Él ha caracterizado así la retórica y la estética de sus simpatías:

«Forme usted líneas de medida iguales,

y luego en fila las coloca juntas

poniendo consonantes en las puntas.

—¿Y en el medio? —¿En el medio? ¡Ese es el cuento!

Hay que poner talento».

»Todo el libro de Hermosilla sobre el arte de hablar en verso no es tan buen consejero como este epigramático concepto de Palma, al cual se ajusta invariablemente.

»Hay a veces en la poesía de Palma (¿cómo no, si es hombre?) ayes de sensibilidad, efusión de afectos; pero nunca lluvia de lágrimas, ni tronada de lamentos remedados, como en el teatro, con hilos de oropel y con tiestos huecos. Huye de esas falsas ilusiones que reproducen las mentidas profundidades de la idea, aparatos deslumbradores que agigantan lo que es microscópico y enano; ilusiones parecidas a las que causa el espejo de un pequeño gabinete que, reproduciendo la miniatura, la prolonga haciéndonos creer que estamos en un palacio. Los versos de Palma de ninguna manera se parecen a esas pinturas en pequeñísima dimensión, que se esconden en el arco de un anillo mujeril y, miradas al través de un vidriecillo prismático, aparecen grandes como los frescos de la capilla Sixtina».

Pero baste lo expuesto, con relación a las obras poéticas del fecundo escritor peruano, y veamos con cuánta justicia sus Tradiciones le han colocado entre los más egregios prosistas de nuestra época.

¿Qué son las Tradiciones? Son leyendas breves en las que no se pueden señalar claramente cuáles son los lindes que separan la historia de la novela. Simón Camacho, escritor distinguido, las define muy bien en las siguientes lineas: «Las Tradiciones, dice, son miniaturas cuya belleza no consiste en el tamaño, pues no aspiran ellas a proporciones colosales, sino en el parecido de la persona, que aun vista por la parte ancha del anteojo, al llegar al foco es de todos conocida, por el trasunto que es y lo hábilmente pintada; en lo característico de la escena, que si no pasó debió pasar así y como lo dice el escritor; en los accesorios, que caen tan en sazón, que no traídos sino nacidos parecen sobre la pintura; en el color de los tiempos, que a nosotros nos es tan difícil encontrar, y que un poco de costumbre y una dosis colmada de talento se me figura que apiñaran facilidades para ofrecérselo a quien tiene la vena inagotable para dar y prestar; sabor tan puro, tan castizo, que falta no tiene, ni jamás sale sin afamado bouquet del vino que encierra mil encantos de imaginación para los buenos bebedores, aun desde antes que el líquido les proporcione la sensación material con que en gustarlo se deleitan».

Véase, además de lo dicho, el juicio crítico que anteriormente publicamos, suscrito por don Miguel Cané, eminente prosista argentino, uno de los autores sudamericanos que con más elegancia escriben y con más refinado gusto juzgan las obras ajenas.

Pongo punto final a las citas de las autoridades literarias que han encarecido los merecimientos del incansable narrador peruano, porque de continuar, acabaría yo por formar un libro. ¡Tanto así se ha dicho en su elogio!

Tengo para mí que una de las cualidades más excelentes que brillan en las Tradiciones de Ricardo Palma, es la exuberante manifestación que en ellas hace de la riqueza y galanura de la habla castellana. La posesión absoluta que tiene él del idioma, sólo es comparable a la que demuestra Bretón en sus obras. Y es tan terso su estilo, tan grande su afluencia y tan fácil su expresión que no creo que haya quien sienta cansancio o fatiga leyendo días enteros sus Tradiciones, que son, hasta el presente, en número muy próximo al tercer centenar.

Palma es miembro de las Reales Academias Española y de la Historia, en la clase de correspondiente, y a él se debe la instalación de la del Perú que, con gran solemnidad, se inauguró en Lima el 30 de agosto de 1887, pronunciando él el discurso de orden, pieza importante porque contiene noticias por todo extremo curiosas sobre la historia de las letras en el Perú.

Ricardo Palma tiene muchas simpatías por México y por los escritores mexicanos. Con varios de éstos se halla en frecuente y cariñosa correspondencia epistolar, y en el tomo de sus Poesías, publicado hace poco, figuran algunas dedicatorias a sus amigos mexicanos. En la Biblioteca Nacional de su patria ha logrado reunir gran número de obras publicadas en México, y no omite esfuerzo por enriquecer esa colección. Sirva esta noticia para aumentar, si cabe, la alta estimación que aquí se le tiene.

Francisco Sosa

México, 1889

Primera seriePalla-Huarcuna

¿Adónde marcha el hijo del Sol con tan numeroso séquito?

Tupac-Yupanqui, el rico en todas las virtudes, como lo llaman los haravicus del Cuzco, va recorriendo en paseo triunfal su vasto imperio, y por dondequiera que pasa se elevan unánimes gritos de bendición. El pueblo aplaude a su soberano, porque él le da prosperidad y dicha.

La victoria ha acompañado a su valiente ejército, y la indómita tribu de los pachis se encuentra sometida.

¡Guerrero del llautu rojo! Tu cuerpo se ha bañado en la sangre de los enemigos, y las gentes salen a tu paso para admirar tu bizarría.

¡Mujer! Abandona la rueca y conduce de la mano a tus pequeñuelos para que aprendan, en los soldados del Inca, a combatir por la patria.

El cóndor de alas gigantescas, herido traidoramente y sin fuerzas ya para cruzar el azul del cielo, ha caído sobre el pico más alto de los Andes, tiñendo la nieve con su sangre. El gran sacerdote, al verlo moribundo, ha dicho que se acerca la ruina del imperio de Manco, y que otras gentes vendrán en piraguas de alto bordo a imponerle su religión y sus leyes.

En vano alzáis vuestras plegarias y ofrecéis sacrificios, ¡oh hijas del Sol!, porque el augurio se cumplirá.

¡Feliz tú, anciano, porque solo el polvo de tus huesos será pisoteado por el extranjero, y no verán tus ojos el día de la humillación para los tuyos! Pero entretanto, ¡oh hija de Mama-Ocllo!, trae a tus hijos para que no olviden el arrojo de sus padres, cuando en la vida de la patria suene la hora de la conquista.

Bellos son tus himnos, niña de los labios de rosa; pero en tu acento hay la amargura de la cautiva.

Acaso en tus valles nativos dejaste el ídolo de tu corazón; y hoy, al preceder, cantando con tus hermanas, las andas de oro que llevan sobre sus hombros los nobles curacas, tienes que ahogar las lágrimas y entonar alabanzas al conquistador. ¡No, tortolilla de los bosques!... El amado de tu alma está cerca de ti, y es también uno de los prisioneros del Inca.

La noche empieza a caer sobre los montes, y la comitiva real se detiene en Izcuchaca. De repente la alarma cunde en el campamento.

La hermosa cautiva, la joven del collar de guairuros, la destinada para el serrallo del monarca, ha sido sorprendida huyendo con su amado, quien muere defendiéndola.

Tupac-Yupanqui ordena la muerte para la esclava infiel.

Y ella escucha alegre la sentencia, porque anhela reunirse con el dueño de su espíritu y porque sabe que no es la tierra la patria del amor eterno.

Y desde entonces, ¡oh viajero!, si quieres conocer el sitio donde fue inmolada la cautiva, sitio al que los habitantes de Huancayo dan el nombre de Palla-huarcuna, fíjate en la cadena de cerros, y entre Izcuchaca y Huaynanpuquio verás una roca que tiene las formas de una india con un collar en el cuello y el turbante de plumas sobre la cabeza. La roca parece artísticamente cincelada, y los naturales del país, en su sencilla superstición, la juzgan el genio maléfico de su comarca, creyendo que nadie puede atreverse a pasar de noche por Palla-huarcuna sin ser devorado por el fantasma de piedra.

1860

Don Dimas de la Tijereta. Cuento de viejas que trata de cómo un escribano le ganó un pleito al diablo

I

Érase que se era y el mal que se vaya y el bien se nos venga, que allá por los primeros años del pasado siglo existía, en pleno portal de Escribanos de las tres veces coronada ciudad de los Reyes del Perú, un cartulario de antiparras cabalgadas sobre nariz ciceroniana, pluma de ganso u otra ave de rapiña, tintero de cuerno, gregüescos de paño azul a media pierna, jubón de tiritaña y capa española de color parecido a Dios en lo incomprensible, y que le había llegado por legítima herencia pasando de padres a hijos durante tres generaciones.

Conocíale el pueblo por tocayo del buen ladrón a quien don Jesucristo dio pasaporte para entrar en la gloria; pues nombrábase don Dimas de la Tijereta, escribano de número de la Real Audiencia y hombre que, a fuerza de dar fe, se había quedado sin pizca de fe, porque en el oficio gastó en breve la poca que trajo al mundo.

Decíase de él que tenía más trastienda que un bodegón, más camándulas que el rosario de Jerusalén que cargaba al cuello, y más doblas de a ocho, fruto de sus triquiñuelas, embustes y trocatintas, que las que cabían en el último galeón que zarpó para Cádiz y de que daba cuenta la Gaceta. Acaso fue por él por quien dijo un caquiversista lo de:

Un escribano y un gato

en un pozo se cayeron,

como los dos tenían uñas

por la pared se subieron.

Fama es que a tal punto habíanse apoderado del escribano los tres enemigos del alma, que la suya estaba tal de zurcidos y remiendos que no la reconociera su Divina Majestad, con ser quien es y con haberla creado. Y tengo para mis adentros que si le hubiera venido en antojo al Ser Supremo llamarla a juicio, habría exclamado con sorpresa: «Dimas, ¿qué has hecho del alma que te di?».

Ello es que el escribano, en punto a picardías era la flor y nata de la gente del oficio, y que si no tenía el malo por donde desecharlo, tampoco el ángel de la guarda hallaría asidero a su espíritu para transportarlo al cielo cuando le llegara el lance de las postrimerías.

Cuentan de su merced que siendo mayordomo del gremio, en una fiesta costeada por los escribanos, a la mitad del sermón acertó a caer un gato desde la cornisa del templo, lo que perturbó al predicador y arremolinó al auditorio. Pero don Dimas restableció al punto la tranquilidad, gritando: «No hay motivo para barullo, caballeros. Adviertan que el que ha caído es un cofrade de esta ilustre congregación, que ciertamente ha delinquido en venir un poco tarde a la fiesta. Siga ahora su reverencia con el sermón».

Todos los gremios tienen por patrono a un santo que ejerció sobre la tierra el mismo oficio o profesión; pero ni en el martirologio romano existe santo que hubiera sido escribano, pues si lo fue o no lo fue san Aproniano está todavía en veremos y proveeremos. Los pobrecitos no tienen en el cielo camarada que por ellos interceda.

Mala pascua me dé Dios, y sea la primera que viniere, o déme longevidad de elefante con salud de enfermo, si en el retrato, así físico como moral, de Tijereta, he tenido voluntad de jabonar la paciencia a miembro viviente de la respetable cofradía del ante mí y el certifico. Y hago esta salvedad digna de un lego confitado, no tanto en descargo de mis culpas, que no son pocas, y de mi conciencia de narrador, que no es grano de anís, cuanto porque esa es gente de mucha enjundia con la que ni me tiro ni me pago, ni le debo ni le cobro. Y basta de dibujos y requilorios, y andar andillo, y siga la zambra, que si Dios es servido, y el tiempo y las aguas me favorecen, y esta conseja cae en gracia, cuentos he de enjaretar a porrillo y sin más intervención de cartulario. Ande la rueda y coz con ella.

II

No sé quién sostuvo que las mujeres eran la perdición del género humano, en lo cual, mía la cuenta si no dijo una bellaquería gorda como el puño. Siglos y siglos hace que a la pobre Eva le estamos echando en cara la curiosidad de haberle pegado un mordisco a la consabida manzana, como si no hubiera estado en manos de Adán, que era a la postre un pobrete educado muy a la pata la llana, devolver el recurso por improcedente; y eso que, en Dios y en mi ánima, declaro que la golosina era tentadora para quien siente rebullirse una alma en su almario. ¡Bonita disculpa la de su merced el padre Adán! En nuestros días la disculpa no lo salvaba de ir a presidio, magüer barrunto que para prisión basta y sobra con la vida asaz trabajosa y aporreada que algunos arrastramos en este valle de lágrimas y pellejerías. Aceptemos también los hombres nuestra parte de responsabilidad en una tentación que tan buenos ratos proporciona, y no hagamos cargar con todo el mochuelo al bello sexo.

¡Arriba, piernas,

arriba, zancas!

En este mundo

todas son trampas.

No faltará quien piense que esta digresión no viene a cuento. ¡Pero vaya si viene! Como que me sirve nada menos que para informar al lector de que Tijereta dio a la vejez, época en que hombres y mujeres huelen, no a patchoulí, sino a cera de bien morir, en la peor tontuna en que puede dar un viejo. Se enamoró hasta la coronilla de Visitación, gentil muchacha de veinte primaveras, con un palmito y un donaire y un aquel capaces de tentar al mismísimo general de los padres beletmitas, una cintura pulida y remonona de esas de mírame y no me toques, labios colorados como guindas, dientes como almendrucos, ojos como dos luceros y más matadores que espada y basto. ¡Cuando yo digo que la moza era un pimpollo a carta cabal!

No embargante que el escribano era un abejorro recatado de bolsillo y tan pegado al oro de su arca como un ministro a la poltrona, y que en punto a dar no daba ni las buenas noches, se propuso domeñar a la chica a fuerza de agasajos; y ora la enviaba unas arracadas de diamantes con perlas como garbanzos, ora trajes de rico terciopelo de Flandes, que por aquel entonces costaban un ojo de la cara. Pero mientras más derrochaba Tijereta, más distante veía la hora en que la moza hiciese con él una obra de caridad, y esta resistencia traíalo al retortero.

Visitación vivía en amor y compaña con una tía, vieja como el pecado de gula, a quien años más tarde encorozó la Santa Inquisición por rufiana y encubridora, haciéndola pasear las calles en bestia de albarda, con chilladores delante y zurradores detrás. La maldita zurcidora de voluntades no creía, como Sancho, que era mejor sobrina mal casada que bien abarraganada; y endoctrinando pícaramente con sus tercerías a la muchacha, resultó un día que el pernil dejó de estarse en el garabato por culpa y travesura de un pícaro gato. Desde entonces si la tía fue el anzuelo, la sobrina, mujer completa ya según las ordenanzas de birlibirloque, se convirtió en cebo para pescar maravedíes a más de dos y más de tres acaudalados hidalgos de esta tierra.

El escribano llegaba todas las noches a casa de Visitación, y después de notificarla un saludo, pasaba a exponerla el alegato de bien probado de su amor. Ella le oía cortándose las uñas, recordando a algún boquirrubio que la echó flores y piropos al salir de la misa de la parroquia, diciendo para su sayo: «Babazorro, arrópate que sudas, y límpiate que estás de huevo», o canturriando:

No pierdas en mí balas,

carabinero,

porque yo soy paloma

de mucho vuelo.

Si quieres que te quiera

me has de dar antes

aretes y sortijas,

blondas y guantes.

Y así atendía a los requiebros y carantoña de Tijereta, como la piedra berroqueña a los chirridos del cristal que en ella se rompe. Y así pasaron meses hasta seis, aceptando Visitación los alboroques, pero sin darse a partido ni revelar intención de cubrir la libranza, porque la muy taimada conocía a fondo la influencia de sus hechizos sobre el corazón del cartulario.

Pero ya la encontraremos caminito de Santiago, donde tanto resbala la coja como la sana.

III

Una noche en que Tijereta quiso levantar el gallo a Visitación, o, lo que es lo mismo, meterse a bravo, ordenole ella que pusiese pies en pared, porque estaba cansada de tener ante los ojos la estampa de la herejía, que a ella y no a otra se asemejaba don Dimas. Mal pergeñado salió éste, y lo negro de su desventura no era para menos, de casa de la muchacha; y andando, andando, y perdido en sus cavilaciones, se encontró, a obra de las doce, al pie del cerrito de las Ramas. Un vientecillo retozón, de esos que andan preñados de romadizos, refrescó un poco su cabeza, y exclamó: