Tradiciones en salsa verde y otros textos - Ricardo Palma - E-Book

Tradiciones en salsa verde y otros textos E-Book

Ricardo Palma

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Beschreibung

Ricardo Palma comenzó a publicar sus Tradiciones en 1860. Sin embargo, las Tradiciones en salsa verde y otros textos, al parecer manuscritas desde 1901 y transcritas en 1904, no se escribieron para ser publicadas. En razón de esto último, el autor solicitaba a su amigo Carlos Basadre la mayor discreción. Quería únicamente que se difundieran entre un grupo muy selecto que no fuera «gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas. La moral no reside en la epidermis». La autocensura de Palma condenó su libro a la clandestinidad, marcándolo bajo el estigma de lo prohibido. Palma temía publicar estas «tradiciones». El mismo título Tradiciones en salsa verde y otros textos sugiere que nos encontramos ante una obra condimentada con aliño picante, con ingredientes pícaros, obscenos, lascivos y sobre todo inmorales. Textos cargados de picardía que hoy nadie debe privarse de leer. Verdaderos testimonios de la historia, costumbres y alegría de su pueblo. Ricardo Palma (1833-1919) poeta, dramaturgo, historiador y filólogo peruano es célebre, sobre todo, por sus Tradiciones Peruanas, editadas también por Linkgua Ediciones. Esta es la obra literaria más importante del siglo XIX en la narrativa peruana. En ella Palma nos da su visión histórica, principalmente del Perú virreinal con sus fanatismos, lances de honor y limitaciones.

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Ricardo Palma

Tradiciones en salsa verde

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Tradiciones en salsa verde.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9816-8983.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-067-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-598-2.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La obra 9

Tradiciones en salsa verde 11

La pinga del Libertador 13

El carajo de Sucre 15

Un desmemoriado 17

La consigna de Lara 19

¡Tajo o tejo! 21

El clavel disciplinado 23

Un calembourg 25

Otra improvisación del ciego de la merced 27

La cosa de la mujer 29

Fatuidad humana 31

De buena a bueno 33

Los inocentones 35

El lechero del convento 37

Pato con arroz 39

La moza del gobierno 41

Matrícula de colegio 43

La cena del capitán 45

La misa a escape 47

Otras tradiciones: una moza de rompe y raja 49

I. El primer papel moneda 49

II. La «Lunareja» 52

III. El fin de una moza tigre 56

Justicia de Bolívar 59

Bolívar y el cronista Calancha 63

I 63

II 67

Las tres éceteras del Libertador 71

I 71

II 73

III 75

La carta de «la Libertadora» 77

I 77

II 78

III 80

IV 81

Juicios literarios Miguel Cané 83

Ricardo Palma fotograbado Rubén Darío 91

Ricardo Palma Francisco Sosa 97

Libros a la carta 107

Brevísima presentación

La obra

Ricardo Palma comenzó a publicar sus Tradiciones en 1860. Sin embargo, las Tradiciones en salsa verde, al parecer manuscritas desde 1901 y transcritas en 1904, no fueron escritas para ser publicadas. En razón de esto último, el autor solicitaba a su amigo Carlos Basadre la mayor discreción pues temía que su libro cayese en las manos de «gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas». La presente selección incluye textos de Rubén Darío y Miguel Cané.

Tradiciones en salsa verde

A don Carlos Basadre.

Sabe usted, mi querido Carlos, que estas hojitas no están destinadas para la publicidad y que son muy pocos los que, en la intimidad de amigo a amigo, las conocen. Alguna vez me reveló usted el deseo de tener una copia de ellas, y no sabiendo qué agasajo le sería grato hoy, día de su cumpleaños, le mando mis Tradiciones en salsa verde, confiando en que tendrá usted la discreción de no consentir que sean leídas por gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas. La moral reside en la epidermis.

Mil cordialidades. Su viejo amigo

El Tradicionista

Lima, febrero de 1904.

La pinga del Libertador

Tan dado era don Simón Bolívar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de su época. Donde un español o un americano habrían dicho: ¡Vaya usted al carajo!, Bolívar decía: ¡Vaya usted a la pinga! Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla, gracias a la oportuna carga de un regimiento peruano, varios jinetes pasaron cerca del General y, acaso por halagar su colombianismo, gritaron: ¡Vivan los lanceros de Colombia! Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso: ¡La pinga! ¡Vivan los lanceros del Perú! Desde entonces fue popular interjección esta frase: ¡La pinga del Libertador! Este parágrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho: «¡Zambos del carajo! Al frente están esos puñeteros españoles. El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los cojones y a ellos».

En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona ya con derecho al goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia; llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cocora o fastidiosa que una cama colonizada por chinches.

Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los valorizaba en precio módico.

—Esas cinco hectáreas de campo —dijo la jamona—, no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.

—Señora —contestó el proponente—, me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.

—Que por eso no se quede —replicó con amabilidad Doña Gila—, pues siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale. ¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?

—Sí, señora.

—Pues recibo. ¿No tiene usted vacas lecheras?

—Sí, señora.

—Pues recibo. ¿No tiene usted chanchos de ceba?

—Sí, señora.

—Pues recibo. ¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos? Aquí le faltó la paciencia a don Camilo que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:

—¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador? Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el Diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de alguna alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:

—Pagándomela a buen precio, también recibo la pinga.

El carajo de Sucre

El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar. Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios; puede decirse que tenía lo que llaman la cólera blanca.

Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadillo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.

El mismo Santo Domingo cuando, crucifijo en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada Sacre non de Dieu y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.

Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad, pues su Ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo.

Solo el mariscal Miller fue, entre los prohombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero ¡carajo! Él juraba en inglés y por eso un god dam! de Miller (Dios me condene), a nadie impresionaba. Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas1 de primera agua, las que gritaron al fugitivo:

—¡Abur, gringo pícaro!

Miller detuvo al caballo y contestó:

—Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado, pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. god dam!

Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: «Nadie diga de esta agua no beberé».

El día de la horrenda, de la abominable tragedia de Berruecos,2 al oírse la detonación del arma de fuego, exclamó Sucre, cayendo del caballo:

—¡Carajo!, un balazo...

Y no pronunció más palabra.

Desde entonces, quedó como refrán el decir a una persona, cuando jura y rejura que en su vida no cometerá tal o cual acción, buena o mala:

—¡Hombre, quién sabe si no nos saldrá usted un día con el Carajo de Sucre!

1 Eran llamados «godos» quienes defendían que España continuase gobernando en Latinoamérica. (N. del E.)

2 Berruecos: despoblado en Colombia, en donde fue traidoramente asesinado el general Sucre, haciéndose fuego desde unos matorrales ocultos. (N. de la edición de 1973).

Un desmemoriado

Cuando en 1825 fue Bolívar a Bolivia, mandaba la guarnición de Potosí el coronel don Nicolás Medina, que era un llanero de la pampa venezolana, de gigantesca estatura y tan valiente como el Cid Campeador, pero en punto a ilustración era un semi salvaje, un bestia, al que había que amarrar para afeitarlo.

Deber oficial era para nuestro coronel, dirigir algunas palabras de bienvenida al Libertador, y un tinterillo de Potosí se encargó de sacar de atrenzos a la autoridad escribiéndole la siguiente arenga:

«Excelentísimo Señor; hoy, al dar a V. E. la bienvenida, pido a la divina Providencia que lo colme de favores para prosperidad de la Independencia americana. He dicho.»

Todavía estaba en su apogeo, sobre todo en el Alto Perú, el anagrama: Omnis libravo, formado con las letras de Simón Bolívar. Pronto llegarían los tiempos en que sería más popular este pasquín:

Si a Bolívar la letra con que empieza

Y aquella con que acaba le quitamos,

De la Paz con la Oliva nos quedamos.

Eso quiere decir, que de esa pieza,

La cabeza y los pies cortar debemos

Si una Paz perdurable apetecemos.

Una semana pasó Medina fatigando con el estudio de la arenga la memoria, que como se verá era en él bastante flaca.

En el pueblecito de Yocoya, a poco más de una legua de Potosí, hizo Medina que la tropa que lo acompañaba presentase las armas y, deteniendo su caballo, delante del Libertador, dijo después de saludar militarmente:

—Excelentísimo Señor... (gran pausa), Excelentísimo Señor Libertador... (más larga pausa)... —y dándose una palmada en la frente, exclamó— ¡Carajo!... Yo no sirvo para estas palanganadas, sino para meter lanza y sablear gente. Esta mañana me sabía la arenga como agua, y ahora no me acuerdo ni de una puñetera palabrita. Me cago en el muy cojudo que me la escribió.

—Déjelo, coronel —le contestó Bolívar sonriendo—, yo sé, desde Carabobo y Boyacá, que usted no es más que un hombre de hechos, y de hechos gloriosos.

—Pero eso no impide, general, que yo reniegue de esta memoria tan jodida que Dios me ha dado.

La consigna de Lara

El general Jacinto Lara era uno de los más guapos llaneros de Venezuela y el hombre más burdo y desvergonzado que Dios echara sobre la tierra; lo acredita la famosa proclama que dirigió a su división al romperse los fuegos en Ayacucho.

El Libertador tuvo siempre predilección por Lara, y lo hacían reír sus groserías y pachotadas; decía, Don Simón, que como sus colombianos no eran ángeles, había que tolerar el que fuesen desvergonzados y sucios en el lenguaje.

Verdad también que Bolívar, en ocasiones, se acordaba de que era colombiano y escupía palabrotas, sobre todo cuando estaba de sobre mesa con media docena de sus íntimos; cuentan, y algo de ello refiere Pruvonena, que habiéndole preguntado uno de los comensales, si aún continuaba en relaciones con cierta aristocrática dama, contestó don Simón:

—Hombre, ya me he desembarcado, porque la tal es una fragata que empieza a hacer agua por todas las costuras.

Un domingo, en momentos que Bolívar iba a montar en el coche, llegó Lara a Palacio y el Libertador le dijo:

—Acompáñame, Jacinto, a hacer algunas visitas, pero te encargo que estés en ellas más callado que un cartujo, porque tú no abres la boca sino para soltar alguna barbaridad; con que ya sabes, tu consigna es el silencio; tú necesitas aprender oratoria en escuela de sordomudos.

—Descuida, hombre, que solo quebrantaré la consigna en caso que tú me obligues. Te ofrezco ser más mudo que campana sin badajo.

Después de hacer tres o cuatro visitas ceremoniosas, en las que Lara se mantuvo correctamente fiel a la consigna, llegaron a una casa, en la que fueron recibidos, en el salón, por una limeñita, de esas de ojos tan flechadores que, de medio a medio, le atraviesan a un prójimo la autonomía.

—Excuse usted, señor general, a mi hermana, que se priva de la satisfacción de recibirlo, porque está en cama desde anoche en que dio a luz dos niños con toda felicidad.

—Lo celebro —contestó el Libertador—, bravo por las peruanitas que no son mezquinas en dar hijos a la patria.

¿Qué te parece, Lara? El llanero, por toda respuesta, gruñó: