Trenzando sensibilidad y evangelio - Carlos del Valle García - E-Book

Trenzando sensibilidad y evangelio E-Book

Carlos del Valle García

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Beschreibung

La misión es nuestra inspiración y nuestra fuerza aquí y ahora. Si solo los animados pueden animar, solo los evangelizados pueden evangelizar. Necesitamos ser formados, porque formar es enseñar a vivir contagiando a Dios. Formarse es formatearse como mensajero identificado con el mensaje. Es imposible comunicar el evangelio sin vivir en él. Este libro esparce semillas de formación para la misión, llevando a crecer en sensibilidad evangélica. La formación para la misión toma en serio nuestra humanidad como narrativa de Dios. No son las ideas las que nos forman; es el toque a la sensibilidad que permite pasar del ego al amor, de la cabeza al corazón. Una reflexión que ilumina la inteligencia y da calor al corazón para que ambos funcionen a la par.

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Índice

Introducción: Para despertar a la misión

I. DIOS PIDE ALGO NUEVO Y ALGO MÁS

1. Es hora de mudanza

No hay árbol firme que el viento no haya sacudido

Junto a las ortigas crecen las rosas

La flor del loto emerge inmaculada del lodo

Procesos en marcha, más que ocupar espacios

2. Desenterrando el evangelio oculto

Si eres buen observador, la vida es tu maestra

La vocación es una respuesta de escucha atenta

No es lo mismo tener razones que motivaciones

Formación desde el futuro que emerge

3. Espiritualidad misionera en el corazón

Quien quiere cantar, encuentra una canción

Vida misionera con sentido y sabor

Es imposible contagiar el evangelio sin vivir en él

II. PISAR LA TIERRA PARA ALZARSE AL CIELO

1. Acallando las trompetas del apocalipsis

Sacerdotes formados, un derecho del pueblo de Dios

Ser discípulo preocupa poco

La misión es seguir a Jesús

2. La formación para la misión es adhesión a Jesús

Quien se enamora, cambia

Con la periferia en el corazón

Los pobres dan lo que tienen

3. Los lirios gozan de sol mañanero

En el pan, la levadura desaparece

El misionero se hace palabra de Dios

Formación para ser y sembrar evangelio

III. BAÑO DE EVANGELIO A LA SENSIBILIDAD

1. Interesa la seda, no el gusano

Preocupado por las hojas, no se ve el árbol

La vida habla si hay un corazón que escucha

Mirando al sol se ilumina el rostro

2. Tocar los corazones para cambiar a las personas

Formación desde la propia identidad

Los signos unen por lo que significan

Evangelizar la sensibilidad para discernir

3. La persona atenta disfruta de todo

No hay belleza sin bondad

«Lo que nos salva es la mirada» (Simone Weil)

El deseo es gozo proyectado al futuro

IV. EN CONVERSIÓN HACIA LA MISIÓN: SIN MANTO Y CON TOALLA

1. Expertos en el arte de vivir

A la búsqueda de un centro que lo integre todo

Política y amor: un laberinto

A donde el corazón se inclina, el pie camina

2. Coherencia, más que perfección

La misión es propiciar una escuela de discípulos

Solidaridad es la ternura de los pueblos

Lo único fácil en la vida es engordar

Los votos religiosos piden coherencia

3. Vivir por encima de las realidades

Más que hablar, ser la Palabra

El día y la noche no habitan juntos

Donde hay una rosa, hay una espina

V. CON POLEN DE HUMANIDAD Y PERIFERIA EN EL CORAZÓN

1. En una noche poblada de luciérnagas

Misionero, testigo de la bondad de Dios

Guiados por la brújula del corazón

La espiritualidad que humaniza y transforma

2. En el laberinto de las relaciones heridas

Ser gaudium et spes para otros

Ser gaudium et spes para otros

La belleza es la fuerza del corazón

Con vocación para el diálogo y el encuentro

3. Humanidad: la casa del Verbo

Lo humano es narración de Dios

Con voluntad de cuidar y necesidad de ser cuidado

Al ritmo de lo humano, con ternura

VI. TEJEN LA SEDA HUMILDES GUSANOS

1. El silencio es lugar de la Palabra

Los truenos y el mar enseñan a rezar

Silencio por amor a la Palabra

Cambiar de vida para cambiar la vida

2. De las nubes negras cae agua limpia

Formarse es reinventarse

Mensajero identificado con el mensaje

La espiritualidad es pasar de la cabeza al corazón

3. Respirando misterio en la vida

Mar grande no desprecia riachuelos

Éxito, antes del trabajo, solo se encuentra en el diccionario

Son sagradas las figuras del dolor

Conclusión: la brasa arde donde cae

Créditos

Introducción: Para despertar a la misión

Un buen jardinero sabe que en momentos de crisis hay que invertir en semillas y en formación. Con voz baja pero firme, como deberían ser todas las voces, esto es lo que pretende este libro: esparcir semillas de formación para la misión. Pero, antes de esparcir semillas, el misionero deberá «vivir como la semilla que espera en la oscuridad la llamada de la primavera» (E. Ronchi). Este libro trata de formación espiritual, porque formarse para la misión implica revestirse de espiritualidad misionera.

Para estar vivo en la misión bastan dos cosas: amar a otros y tener una curiosidad afectuosa hacia el mundo, el pensamiento, el arte, la política y el ser humano. De forma más intuitiva que racional, a lo largo de estas páginas vamos asomándonos a realidades que nos configuran como misioneros, desde un conocimiento más que informativo, performativo; un conocimiento enamorado, entrañado. La reflexión espiritual para la formación posee las dos cualidades del fuego: iluminar la inteligencia y dar calor al corazón.

En la formación, los universales son peligrosos; deforman la realidad y se convierten en prejuicios y etiquetas que alejan de la persona concreta. Las declaraciones generales de buenas intenciones no comprometen a casi nada. Pero a veces nos perdemos en abundancias verbales, en saludos a la bandera y formalismos vacíos. En la misión, necesitamos palabras claras, ideas frescas. Necesitamos nuevas rutas, nuevas experiencias que den realidad a nuevos discursos. Por ello, esta reflexión trata de mirar las cosas sencillas de la vida y conectarlas con lo que a uno le preocupa y lleva adentro.

La misión es nuestra inspiración y nuestra fuerza. Hablo de la misión que amo y espero. Afirmamos la prioridad de la formación para evitar vivir en un mundo de ensoñaciones, sin enfrentar los desafíos actuales. En la misión, forma el hacedor de discípulos más que el organizador de eventos, quien enseña a vivir en la memoria del tesoro escondido. Para eso, este libro busca desenterrar el evangelio oculto en experiencias de vida y misión que suponen una historia de salvación para quienes las saboreamos.

Si solo los animados pueden animar, solo los evangelizados pueden evangelizar. El misionero evangeliza en la medida que es evangelizado. A los miuras se les liman las puntas de las astas para que no afecten tanto. También le hemos limado las aristas al evangelio para que no nos afecte tanto. Así, podemos dar por supuesto que alguien que ha pasado 6-7 años en un seminario está evangelizado. Cierto, algunos lo están. Pero hay clérigos que se sitúan en la vida según el sol que más calienta. Principio de sabiduría es llamar a las cosas por su nombre. Si en buena parte del clero joven hay clericalismo, es porque están escasamente evangelizados y son poco evangelizadores. De ahí la urgencia de la formación para la misión.

Estas páginas ofrecen una mezcla compuesta de fe, experiencia y sueño, que ayuda también a dejar de soñar la vida y comenzar a vivir los sueños. Lo hago para que la savia del evangelio fluya con novedad y sin obstáculos por las vías de la misión, de la comunidad y de cada persona en ella.

En vez de navegar en aguas profundas, a veces nos ahogamos en un vaso de agua. Profundizar es un ejercicio que nos hace mejores, más humanos. La formación para la misión toma en serio nuestra humanidad como narrativa de Dios que vive en este mundo y profundiza en ella. El tiempo reflexivo es importante para la creatividad, porque leer sin reflexionar es como comer sin digerir.

En tus manos tienes un libro para ser leído desde la creatividad del silencio. Con reflexiones nacidas del silencio y la soledad, pretendo iluminar lo insignificante y elevar a plenitud lo ordinario. Parece que lo que ayer eran respuestas, hoy son preguntas. Las preguntas clave no están para responder, sino para pensar. Nos lanzan a la piscina, pero lo importante es saber nadar, ser capaces de vivir también en la profundidad de preguntas sin respuesta.

El lector encontrará frases que simplifican lo complejo y hacen accesible lo profundo, alimentando la espiritualidad y el evangelio. Si bien el lenguaje sencillo hace todo transparente, considero un error escribir solo para teólogos, creyendo que así evidenciamos nuestra condición de especialistas. Al escribir, recojo y entrelazo cosas con mis sueños, porque quien escribe es el eco de lo que busca. Escribir es comunicar desde el yo que piensa, siente y se ve afectado por los hechos, pensamientos, sentimientos y, sobre todo, por la experiencia de Dios en la vida cotidiana.

Hay intelectuales que alumbran y otros que deslumbran con más palabras que ideas. Si este es un texto que nutre y provoca, no basta con entenderlo; hay que digerirlo para convertirlo en alimento, en sustancia formativa propia. Es una reflexión que refleja algo de diagnóstico y mucho de deseo. Me gustaría haber aportado palabras que creen un clima de escucha y acogida, que lleguen a ser palabras vivas que comunican, entran en el cuerpo, acarician el corazón, configuran la sensibilidad y despiertan el deseo.

Hay palabras del corazón que se convierten en energía. Espero que, con sensibilidad despierta, ciertas afirmaciones logren pasar de idea feliz a experiencia formativa. No se vive de grandes ideas, sino de prácticas concretas, porque hay ideas que conviven en uno sin sentirse afectadas y sin crear convicciones. Llevado por ellas, el misionero vive abocado a la esterilidad.

La obra refleja una profunda conexión con todo lo que nos rodea. Es fácil distinguir quien habla desde un texto y quien lo hace desde sí mismo. Un buen libro transmite la presencia de su autor. Detectamos de inmediato a las personas que son lo que dicen. Pero también en la vida misionera hay batallitas clericaloides alejadas de lo importante. Aquí he querido transmitir una gramática de la fe que incluya la vida, con el deseo de salir de un discurso agotado para construir otro con sabor a actualidad.

Desde el silencio del desierto y la serenidad del lago, he pedido palabra de profeta y sabor de evangelio. Pero también he seguido las huellas de sabios convertidas en palabras, tomando prestadas palabras ajenas y haciéndolas propias. Mi reconocimiento y gratitud a Amadeo Cencini, buen amigo que tanto ha inspirado algunos de los contenidos importantes de estas páginas. En nuestra plataforma formativa en Roma nos ha ayudado tanto con sus reflexiones como con su entusiasmo.

Para la formación, esta obra busca entrelazar la sensibilidad humana con el evangelio. Hace hablar a experiencias que escriben páginas vitales de manera sólida, más que rígida, no tan pendientes de anunciar, sino de testimoniar y contagiar. Siguiendo la cultura de la prensa que funciona con titulares, al encabezar apartados, he buscado algún título metafórico que sea a la vez sugerente, provocador, chispeante.

I. Dios pide algo nuevo y algo más

1. Es hora de mudanza

El icono de la vida consagrada hoy no es Pedro caminando sobre el agua hacia Jesús; es Pedro que se hunde y grita al Señor: «Sálvame», y es agarrado por Él. La vida consagrada sufre de anemia evangélica. De ahí su irrelevancia social y la disminución de vocaciones. La crisis no es tanto funcional, en cuanto a número y presencia de obras; es más profunda, y afecta no solo a la finalidad, sino a los fundamentos. Es una crisis de sentido y sabor de ese estilo de vida, con déficit de comprensión y aprecio.

La crisis aparece cuando lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Aunque una crisis puede generar una reacción de defensa, a grandes crisis, grandes oportunidades. Ningún mar en calma hizo experto a un marinero. Sin crisis no hay desafíos, y sin desafíos la vida es rutina, una lenta agonía. En la crisis, la imaginación es más importante que el conocimiento, porque de ella brotan la creatividad, la iniciativa, la búsqueda y la esperanza, superando la situación del perro al que se le felicita por no hacer nada. Cuando las ramas son zarandeadas por el viento, las raíces se fortalecen; cuanto más golpeado, más firme en la comunión.

No hay árbol firme que el viento no haya sacudido

Lo que emociona es un misterio. Pero cuando el mal se presenta como misterio, fácilmente se cae en la pasividad, que lleva a vivir días sin sol y noches sin luna. Los discípulos son los perseverantes en la Palabra; los misioneros, los que se afanan en la barca, en la tempestad, porque donde hay tormenta habrá arcoíris.

Pero no todas las tormentas vienen a perturbar la vida; algunas llegan para limpiar el ambiente. Por muy larga que sea la tormenta, el sol vuelve a brillar entre las nubes; aunque siempre hay quien navega mejor en la tormenta que en la calma. Son personas que, para brillar, necesitan opacar a otros. Hasta parece ley de vida que detrás de una gran persona haya otra criticándola. Por lo general, quienes hacen críticas tienen razón, pero tampoco les sobra. Sin embargo, la serenidad en el corazón sigue a la luna que no se inquieta ante perros que ladran.

Cuanto más adversas sean las circunstancias que te rodean, mejor se manifestará tu poder interior. Habrá que hacer lectio divina de la crisis, porque Dios nos habla en ella y nos recuerda que los robles más fuertes crecen con el viento en contra. Por otra parte, no hay buen médico, buen profesor o buen albañil que esté en crisis en su sector. Es decir, la crisis apunta a la urgencia de formar buenos misioneros, capaces de afrontar los acontecimientos y leerlos desde el evangelio. El desafío a la formación es rescatar en la crisis la pasión por Jesús y su evangelio, como condición para un futuro de la misión con sentido.

En momentos de inundación, lo más difícil es encontrar agua potable. Esto sucede con la excesiva información: todo se vuelve más confuso (G. Faus). Un pensamiento en crisis no puede pensar la crisis. No interesan tanto los signos que anuncien por dónde caminar, sino los lectores de la realidad capaces de entender y animar los porqués.

La sensibilidad permite ubicarnos en el entorno, donde unas veces se gana y otras se aprende. Para afrontar el ambiente no podemos perdernos en espiritualidades del séptimo cielo, sino en el barro, aunque hoy abundan refugios en una espiritualidad «carismática» y poco evangélica que se va alejando de los pobres.

«El claro del bosque solo lo descubren los perdidos» (María Zambrano). Contamos con programaciones mentales de una civilización desorientada. No es demasiado alto el grado de penetración de los valores evangélicos en los entresijos de la existencia, en la calidad de vida personal y comunitaria, en aquello que nos identifica. Los miembros de nuestras comunidades somos ciudadanos y somos cristianos, pero nos cuesta llegar a ser ciudadanos cristianos que manifiestan vida cristiana en la ciudadanía.

Sin valores sólidos terminamos en el hedonismo, cada uno haciendo lo que le gusta. La formación deberá apuntar a valores que se traduzcan en pensamientos, ideas y comportamientos. Para configurar la identidad del misionero se necesitan seres humanos desprendidos de lo superfluo que nos invade; convencidos de que Dios quiere salvar a todos; que se sientan interpelados por la humanidad de hoy, haciendo causa de las grandes causas; que vivan con el pobre al lado y con Dios dentro; que sean más fieles al evangelio que sumisos a instituciones que buscan el bienestar; con una espiritualidad ligada a la vida; personas de esperanza profunda y agarradas por Jesús y el evangelio; seres humanos de fe, serviciales y fraternos, sólidos humana y cristianamente. Solo el encuentro con Jesucristo y el evangelio ayudarán a ir encarnando estos deseos, teniendo en cuenta que la formación sólida la dan la vida y los años, y ante todo los daños.

No es que antes hubiera menos problemas, pero sí había más certezas y relatos con pretensión totalizante. Ante la inseguridad, fácilmente uno se repliega en la emotividad del instante. Por el contrario, la voluntad es la capacidad de posponer la recompensa y la ratificación instantánea. Donde hay voluntad hay un camino; no hay mayor dificultad que la poca voluntad. No podemos buscar lo más fácil, sino lo más coherente. Tampoco defendemos el voluntarismo en espiritualidad que forma gente acorazada y frágil interiormente. Nos pasan muchas cosas, pero tenemos poca experiencia de hacer algo valioso con lo que nos pasa.

Para sentir seguridad no es tan importante lo que se vive sino cómo se vive. En la vida buscamos puntos de apoyo, aunque en el misionero vale más una incertidumbre valiente que una seguridad ciega; también los ídolos dan seguridad. Hacemos ídolo de la carrera, el título, el dinero, el poder, la posición, el prestigio y nos sentimos seguros, sin percatarnos de que estamos viviendo enjaulados en dinámicas de poder y protagonismo que alejan del reino. Vivir de deberes y apariencias deriva en división entre buenos y malos. El demonio ataca a los clérigos haciéndonos ciegos, orgullosos, inconscientes de ser vulnerables a la tentación del poder y del prestigio, y no es fácil reconocerlo. Somos pecadores perdonados, no parte de una élite. Pero estamos llamados a servir para que otros tengan vida, crezcan en humanidad, descubran y gocen de ser hijos amados de Dios.

Cuanto más pequeña es la mente, más grande es la presunción. Hay quien se comporta en la misión como si fuéramos los protagonistas, con la ayuda del Espíritu Santo. Pablo no dice «yo con la gracia de Dios», sino «la gracia de Dios (sujeto) en mí» (1 Cor 15,10). Los ídolos alejan del proceso de la vida, del encuentro con los demás y con Dios.

Aunque nadie está completamente equivocado, hasta el reloj parado acierta dos veces al día; equivocarse es aprender a conocer el camino. Cometer errores es parte de la vida. Solemos buscar explicaciones para el fracaso, no para el éxito, a pesar de que el fracaso enseña lo que el éxito oculta. No se trata de formar personas de éxito, sino de valores. Hay cosas que llaman la atención; el misionero busca aquellas que llaman al corazón. En y para la misión, buscamos formar seres humanos de ideas profundas, corazón caliente y mirada hacia adelante.

Junto a las ortigas crecen las rosas

Gozo del privilegio de acompañar la vida de sacerdotes jóvenes en una plataforma multicultural, sacerdotes acogedores y espontáneos, sinceros y honestos, generosos y dispuestos a compartir sus cosas y su tiempo, sensibles a lo espiritual y lo simbólico, con sentido de autonomía, capacidad de adaptación, tolerantes, comunicativos y directos, liberados de prejuicios, capacitados para las relaciones personales. En este ambiente, también a mí me gustaría recuperar la energía de los 20 años, sin las dudas e inseguridades de esa época.

Topamos con jóvenes que comparten el carisma de la donación de su vida al servicio de los débiles, dando testimonio de que la vida es valiosa cuando se regala al servicio de otros. Muestran una fuerte motivación pastoral-misionera, aunque no tanto el encuentro con Jesús que humaniza y ablanda el corazón. Quizá los jóvenes sean nuestro espejo, porque también se percibe en ellos una adhesión verbal a ciertos valores sin interiorizarlos. Solemos buscar a Dios de forma intelectual. Queremos entenderlo y saber quién es y cómo es, pero Dios está en nuestro interior y solo el silencio mantiene el espíritu alejado de pensamientos e imaginaciones.

Es frecuente que los jóvenes busquen experiencias y les ofrezcamos doctrina; necesitan una comunidad viva y encuentran individuos que cumplen con prácticas religiosas; desean comunicación y les brindamos deberes. Me pregunto: ¿qué buscan hoy los jóvenes cuando se acercan a la vida consagrada?: ¿una misión profética o simplemente una acción pastoral?, ¿capacitación profesional y seguridad personal?, ¿una vida comunitaria y un lugar de espiritualidad? ¿Los estamos invitando a vivir una aventura evangélica?, ¿los formamos para ser misioneros?

Siempre hay quienes se mueven en la vida con la elegancia del pez en el agua. Pero para ver bien algo, también es necesario fijarse en su contrario. Acompaño vocaciones africanas o asiáticas sin una fuerte pasión profética, atraídas más bien por la comodidad o la seguridad, por la perspectiva de relaciones internacionales gratificantes o por el sueño de salir de una inferioridad cultural y social. En ambientes donde el cristianismo no cuenta con tradición de arraigo, parece que la casta o la tribu están por encima de la fraternidad evangélica. Pero también hay personas que suponen un soplo de aire fresco en la vida misionera y son una interpelación. No les importa tanto la comodidad, el orden, los títulos, el protagonismo, los viajes, las vacaciones, sino un ambiente de confianza, amistad, relaciones profundas.

Los jóvenes se parecen más a los de su generación que a sus familias. Entre ellos, la capacidad de asumir compromisos a largo plazo o de por vida parece una virtud pasada de moda. También en la misión, hay jóvenes tocados por la cultura del subjetivismo como criterio principal, donde todo se ve y se valora según el propio yo y la búsqueda de la autorrealización. Una hinchazón cancerosa de la subjetividad que llega a considerar los propios sentimientos como norma infalible lleva a una cultura que considera el empeño como molestoso, lo cotidiano como aburrido, la fidelidad y perseverancia (disciplina), pasadas de moda. Se admite solo el bienestar, lo positivo, estar bien, la comodidad, el optimismo. Y resulta que el evangelio invita a salir de sí mismo y vivir para los demás. Habría que decirle a Teresa de Calcuta: «¡Cuídese!» (D. Alexandre).

Por otra parte, es fácil evidenciar una cierta paradoja sentida en el contacto con algunos. Sienten dificultad en aceptar una autoridad externa al propio sujeto, a la vez que el mismo sujeto reclama referentes y líderes que le ayuden a situarse en un mundo de incertidumbres. Libertad y seguridad, autonomía y referentes al mismo tiempo en un mundo de incertidumbres. Rechazando la dictadura del relativismo, como la del dogmatismo, optamos por entender que todos los valores y verdades dependen del contexto en que se encuentran.

Muchos clérigos en su corazón no tienen nombres, sino creencias e instituciones, y miedo. Al presentarse como profesionales de lo sagrado, convierten la carga en un cargo y se inclinan más a cultivar el estatus que a ocuparse de las personas. En su misión, prestan más atención a la organización que a las personas, reduciendo la fe a prácticas, creencias y doctrinas, algo que no permite amar sin medida pensando en lo mejor para el otro.

En la misión se impone la formación para superar el mero cumplimiento y excedernos en actosde entrega, generosidad, desprendimiento, humilde aceptación de las propias limitaciones, oración y alegría. Que el misionero no se defina por su tarea, sino por su humanidad, la de hijo de Dios y hermano de los demás. No va a la misión a contagiar un cristianismo de consumo religioso, sino de seguimiento de Jesús. Misionero será quien vive la experiencia de Dios en los márgenes, convertidos en el centro de su vida.

Sé tú mismo; los demás puestos ya están ocupados. La formación es un proceso lento de forja de personas sólidas, porque, aunque todo sea barro, no es lo mismo una tinaja que un jarro. Una formación para la misión debe abarcar lo espiritual, lo intelectual, lo humano y lo pastoral. El punto de partida en la formación será seguir el objetivo de la política, como la organización de la decencia, consciente de que los valores hacen dichoso y llevadero nuestro paso por el planeta.

La misión es auténtica cuando los demás descubren en ella signos y memorias de valores evangélicos. Valor es aquello que nos ayuda a ser mejores personas; personas sólidas, reflexivas, capaces de pensar y buscar criterios y un espíritu para nuestra época. Valor es lo que ayuda a ser personas lúcidas, vitales, audaces, frágiles y reales.

En la misión necesitamos un edificio robusto: una vida que da seguridad, unos criterios que dan sentido y unos valores que ofrecen un horizonte, descubiertos como fuente de identidad y sentido, no solo guardados con admiración. A un candidato a la misión le diría que, en la vida, cuide todo aquello que no puede comprar con dinero. Los valores se degustan, desde la sensibilidad, la capacidad de estimar. Se aprende a apreciar los valores degustándolos, como un buen vino. Cuando preferimos, estamos valorando, y no hay mundo humano sin preferencias y valoraciones.

La flor del loto emerge inmaculada del lodo

Cuando nos identificamos con la vida misionera, tendemos a irradiarla con gozo. Para ello, no hay recetas mágicas, sino dedicación, entrega, afecto y mucho trabajo artesanal. La misión es la clave para comprender el carisma de la vida consagrada: consagrados-para-la-misión. Por la misión, los religiosos nos encarnamos en la Iglesia local, en la sociedad, en el mundo de los pobres, en otras culturas. Pero en la vida hay manantiales fáciles de saborear y difíciles de explicar; quizá la misión sea uno de ellos.

La misión da unidad a nuestra vida, persigue un crecimiento en la caridad y ayuda a madurar la afectividad; la confianza en Dios elimina ansiedades y angustias; la humildad libera de frustraciones; la esperanza disipa miedos; la oración da unidad a la vida e integra la persona. La pregunta no es ¿qué misión tiene Dios para mí?, sino ¿cómo quiere Dios que yo sea para colaborar en su misión? En el desierto de la vida los sabios viajan en caravana.

Para la calidad de una vida misionera, preguntemos a la motivación o a la vocación, al entusiasmo o a la vida. Hay síntomas preocupantes que están configurando una vida mediocre: secularización interna, entrega parcial, individualismo, búsqueda de espacios afectivos que compensen soledades y vacíos. Hay quienes anteponen la supervivencia a la coherencia, aunque sabemos que el pueblo de Dios no nos quiere perfectos, sino coherentes, porque fácilmente convivimos en paz con nuestras incoherencias sin que nos perturben la conciencia. Si la gente perfecta no es real y la gente real no es perfecta, tendremos que aprender a disfrutar de nuestras imperfecciones, porque en el agua demasiado pura no hay peces.

Hace falta toda una vida para aprender a vivir. Para construir alto, hay que cavar profundo. La semilla no puede crecer hacia arriba sin extender sus raíces en lo profundo, y todo en otoño es volver a la raíz. En Pedro, el deseo de las tres tiendas responde a la humana disposición a echar raíces en lo apacible. Si las raíces comienzan a descomponerse, la muerte se dirige hacia las ramas. Una grave enfermedad en el misionero es la superficialidad. La misión implica echar raíces y poner cimientos en la tierra del evangelio.

Hay religiosos que no son más que meros profesionales honrados o centrados en sí mismos, con una vida insípida, como monedas: valen poco y tienen dos caras. Quizá hemos caído en una mediocridad organizada, pasando de ser clase media a ser clase a medias; a algunos nos toca seguir organizando la mediocridad. Lo peor en la misión es ser mediocre, donde un poco de hiel corrompe mucha miel. La mediocridad se muestra segura de sí misma. En lo profundo del mar se encuentran riquezas, pero si buscas seguridad, quédate en la costa. El barco está seguro anclado en el puerto, pero no está hecho para eso.

El cazador que persigue un elefante no se detiene a tirar piedras a los pájaros. La formación para la misión es vivir aplastando la carcoma de la mediocridad que hace las cosas a medias. En la misión, los necesitados nos redimen de la mediocridad. Ante ellos no puede triunfar la monotonía de la comodidad poniendo en ello el corazón.

La mediocridad afecta a la misión. De ahí la urgencia de un proceso de formación evangelizadora de los mismos agentes, para transformar la misión (nuevo paradigma), las comunidades (grupos proféticos y contemplativos), la organización e instituciones (nuevo modelo), la espiritualidad (encarnada), la oración (vivir en Dios), y las personas (sensibles, con una mística de ojos abiertos).

En las relaciones hay placeres envenenados: arrogancia, orgullo, insensibilidad, menosprecio, y los edulcorantes no son antídoto para el veneno. Uno es prisionero de la imagen que tiene de sí mismo. Cuando alguien está a la defensiva, es difícil que modifique su punto de vista, porque piensa en la supervivencia de su ego o de algún privilegio que quiere defender. La formación ayuda a ser conscientes del discreto encanto que provocan los privilegios. La pregunta será, no qué queremos hacer en nuestra vida, sino qué queremos hacer de nuestra vida. Formar para la misión es ir más allá del cálculo y la prudencia, en profundidad e interioridad, rumiando lo que nos hace personas sensibles. En la formación no cuentan los hechos, sino lo que los hechos suponen como lecciones significativas capaces de transformarnos.

Procesos en marcha, más que ocupar espacios

Aunque el agua sucia también apaga incendios, convivo con jóvenes sacerdotes habituados a gestionar su ministerio con criterios empresariales, lo que debilita asumir motivaciones evangélicas. De ahí que la formación deba preocuparse, en primer lugar, de recuperar la identidad y la misión del sacerdote hoy. No somos funcionarios de lo sagrado, sino hombres de Dios, testimonios de Jesús, que no por dar lecciones de espiritualidad contagiamos experiencia de Dios.

El objetivo de la formación para la misión es forjar sensibilidades que configuren nuevas identidades. Se logra cuando los sentidos son tocados por el evangelio, llegando a mirar como miraba Jesús, a escuchar como escuchaba él, a oler y tocar como lo hacía él, con los mismos gustos y sentimientos de Jesús. Formar personas que opten por vivir desde lo esencial, no desde y para nosotros, sino desde Dios y los hermanos, con ellos y para ellos. Disponibilidad y servicio abrazados cordialmente.

Podemos convertir la espiritualidad en refugio, en lugar de ser expresión de una experiencia, con el peligro de acentuar el intimismo más que la interioridad. De ahí el desafío en la formación: o crecemos en rigor, intransigencia, indiferencia y lamentos, o crecemos en sencillez, gratitud, desprendimiento y confianza. Tenemos la misión de contagiar la alegría que viene de Dios, de su presencia en nuestras vidas. Ser misionero es ser persona desde Dios, amando; amar es tener la propia vida orientada hacia Él. Será levadura que fermenta la masa, también en la Iglesia.

De los formadores esperamos que tengan una visión unificada de la vida y la misión donde nuestra vida se proyecta. El Papa Francisco invita a repensar todo en la vida consagrada y en la vida de la Iglesia a partir de una sensibilidad misionera. Quien tiene visión es capaz de contagiarla y crear un estilo de esperanza. No es lo mismo tener un objetivo que una visión: el objetivo se persigue, en la visión se vive. La visión atrae, seduce, ilumina. El objetivo será cultivar en el pueblo de Dios una visión misionera, una visión serena, entrañable que apele a los sentidos.

El misionero es un oasis donde otros tienen derecho a descansar de sus fatigas. Es experto en atención, al haber asumido la tarea de encarnarse en la realidad a la que llega. Ha de pasar de la lógica del yo y lo mío a la del nosotros y lo nuestro, cultivando familiaridad con Dios y su pueblo.

Misionero es quien hace las cosas pequeñas con un corazón grande abierto a Dios y a los hermanos; huele a oveja más que a incienso o biblioteca, sabiendo que evangeliza en la medida en que es evangelizado. En la misión no podemos obligar a otros a que vivan con nuestras verdades, pero sí ayudarlos a que vivan sin sus errores. Los misioneros son el corazón de la Iglesia; como la luna, brillan en la oscuridad. El último gesto en el misionero no es dar pan, sino hacerse pan para otros.

Nuestra vida se renueva con grandes ideas y pequeñas decisiones en comportamiento disciplinado. En la vida, tres cosas son seguras: el nacimiento, la muerte y el cambio. No puedes cambiar el viento, pero puedes ajustar las velas. Las cosas son difíciles hasta que se hacen fáciles. La formación considera que a la palabra imposible le sobran dos letras. Caminos difíciles conducen a destinos hermosos. Pero hay quien escala la montaña para que el mundo pueda verlo, no para que él pueda ver el mundo. A la cima de montañas no se llega superando a los demás, sino superándose a uno mismo.

La semilla acepta la oscuridad de la tierra como condición para florecer. El niño nace con el puño cerrado y el adulto muere con las manos abiertas. La formación busca pasar de puños cerrados a manos abiertas. Busca la relación, el encuentro; no se puede dar la mano con el puño cerrado. En la misión son las prácticas, no las prédicas, las que contagian. Cuando tú haces lo que quisieras que hiciesen los otros, los inspiras; el formador es una fuente de inspiración. Para ell,o tendrá que hacerse prójimo, acercarse a los que necesitan de él para servirlos y cuidarlos.

La formación para la misión da raíces y alas. Para quienes tienen alas, no cuenta la ley de la gravedad. En la formación, prioridades y renuncias son inseparables. Formarse es aprender a escoger, privilegiar y renunciar, ensanchando el corazón. Desde la experiencia, la formación está configurada por una búsqueda inductiva, de la anécdota a la categoría; los conceptos crean ídolos. Es un proceso en marcha; ningún fruto del Espíritu se consigue sin un largo proceso. Lo nuestro es poner en marcha procesos, más que ocupar espacios; implica poner el largo plazo por delante de los fuegos de artificio.

2. Desenterrando el evangelio oculto

La vida se nutre de la vida que se da. El misionero muestra interés por la vida de los demás. La misión se integra en la circulación de la vida en común y el calor de una tarea compartida. Si encontrarnos con Jesús nos cambia la vida, la vivimos cuando ocurren pequeños cambios, con manos que transmiten vida. La vida es el camino; así como no hay camino hacia la paz, la paz es el camino. Sin embargo, la vida presenta muchos problemas ante los que nadie reclama derecho de autor, como ocurre con los refranes y los chistes; no hay nada que temer, solo que entender.

Si eres buen observador, la vida es tu maestra

Mi vida está tejida de nombres, personas, historias. Si organizamos nuestra existencia desde la fe, nos centramos en la vida; no en sus alrededores; el Espíritu Santo es la fuerza creadora de la vida; nos convoca a integrar las lecciones de la existencia, a llenar la vida de significado. La vida no es esperar a que pase la tormenta, es aprender a bailar en la lluvia. Si nuestro carisma en la vida consagrada es para la misión y se expresa en la espiritualidad, espiritualidad es vivir la vida como misión.

Son testigos de la vida quienes van descubriendo la espiritualidad de la vida ordinaria. Lo cristiano se manifiesta en lo cotidiano del tiempo ordinario. Espiritual es lo que anima la vida de los seres humanos. Nuestras vidas se nutren de vida compartida. Con pasos de caminante solidario, uno transmite lo que ama. En la misión hemos descubierto que la vida de los sencillos tiene muchos matices solidarios y hermosos, que están llamados a ser desvelados y alimentados.

La realidad nos conecta con la vida, la nuestra y la de otros. Trato de que mi vida esté guiada por la experiencia y la fe, por el evangelio, que es una forma de vida. Crece el sentido de la existencia donde hay convicciones y proyecto de vida. Aunque tenemos la tentación de vivir la consagración como estatus, separada de la vida y de la vida de los laicos. De ahí que se perciba a la vida religiosa como despreocupada por ser vida, por muy religiosa que aparezca. Jesús se define: «Yo soy la vida». La vida es su misión: «He venido para que tengan vida».

La persona con la cabeza bien amueblada tiene criterio, sabe lo que le importa, es capaz de ver sentido a la vida. El sentido de la vida se alcanza al donar, compartir, servir; tiene valor en la medida en que se entrega. La bendición es energía de vida que desciende de lo alto. Si los fariseos ponen el pecado en el centro de la relación con Dios, Jesús pone la vida.

La vida de cada misionero es como la llama ante el tabernáculo que recuerda la presencia de Jesús. De Jesús aprendemos el arte de vivir, de hacer de la propia vida algo sabroso, como fruto maduro, sabiendo que maduramos más con los daños que con los años. Tenemos el poder de enriquecer la vida de otros hablando más con la vida que con la palabra. Jesús es el centro de la vida diaria hasta sentirnos atrapados por él. Contagia experiencias de que la vida vale en la medida en que se entrega a los demás, merece la pena cuando se vive compartiendo y sirviendo; es la sabiduría de las bienaventuranzas. En la misión, diariamente encontramos testimonios en vidas que hablan de Dios.

La misión es un modo de estar en la vida, el modo de Jesús. No debemos confundir la misión con las tareas y las actividades. Jesús estuvo en misión desde la encarnación. La misión exige oído, diálogo, paciencia, flexibilidad, pragmatismo. Implica saber combinar razón con sensibilidad, decisión con reflexión, acción con comunicación. La formación para la misión ayuda a distinguir las conexiones que alimentan un estilo de vida como el de Jesús; busca ayudar a conectar con Jesús hasta hacer de él su referencia esencial.

La sociedad demanda coherencia con nuestra vocación al ser misioneros en el mundo de hoy. La misión necesita personas con vocación, que sepan elegir un camino y perder otros. También hay clérigos que viven llenos de ego y vacíos de Dios. Suelen encarnar un tono gangoso y beatífico, hablando de Dios con voz aterciopelada en un intento de adormecer a otros con esas maneras edulcoradas y escasas en humanidad. Pasar todo por el filtro de nuestra conveniencia lleva a encerrarnos en nosotros mismos. Cuando la estrella alumbra, la vocación desaparece. Quien desea actuar en favor de otros, sin haber profundizado en su propio conocimiento, sin haberse sensibilizado en su capacidad de amar, sin experimentar la libertad y la confianza en sí mismo, no encontrará en sí nada que pueda ofrecer a otros (Moltmann).

La vocación es una respuesta de escucha atenta

Desde la Conferencia de Religiosos en Chile, el día de las vocaciones se organizaban visitas de jóvenes religiosos a parroquias y colegios para dar testimonio de la propia vocación ante otros jóvenes. A veces asistí a esos encuentros donde el protagonista afirmaba, en tono de elegido y con rotundidad, que él era religioso porque Dios lo había llamado, y que eso de la llamada era algo tan profundo y personal que resultaba difícil de explicar. El resultado: el 99 % de los oyentes desconectaba inmediatamente porque «a mí Dios no me ha llamado». Ante la presentación de la vocación como «algo que se tiene», la mayoría se desentiende porque «ellos no lo tienen».

Hablar de la llamada de Dios permite que el elegido se sienta superior. La elección como selección lleva a la diferencia que siempre es jerárquica y portadora de conciencia de privilegio y poder. Seamos humildes y auténticos a la hora de manifestar nuestras seguridades. El tigre no tiene por qué proclamar su fiereza.

La vocación no es elección, estatus de posición en la sociedad y en la Iglesia. Es escuchar la Palabra de Dios, que muestra el camino, y responder a esa escucha. No es una vocación para hacer una cosa u otra, sino disponibilidad para servir a otros, no a centrarnos en nosotros mismos. Pero la disponibilidad entra en crisis porque hoy nuestros egos tienen mucho protagonismo.

Lo vocacional está en el proceso de encuentro con Jesús y es propio de todo cristiano. Da sentido a la vida y orientación a la persona. Lo vocacional parte de Cristo, es una llamada a orientar nuestra vida al estilo de Jesús. Exige dar pasos para asumir el evangelio y orientar así la vida. El evangelio narra ese encuentro que cambió la vida a las personas que lo vivieron.

La vocación es una intuición que se vuelve convicción: «Creo que Dios me llama a esto». De ahí el compromiso de luchar por ello. Lo intuyo, estoy convencido, lo deseo y quiero luchar por ello. No es ver para creer, es creer para ver. La vocación es la respuesta convencida a una llamada intuida. Un día la intuición se convierte en certidumbre.

Hay talentos, capacidades y aficiones. Unos elementos vocacionales se refieren a ciertas áreas, y otros lo abarcan todo. Lo profesional se puede vivir como trabajo o como consagración, convicción y pasión, más allá del salario. Hay personas con vocación en lo que hacen: médicos, educadores, investigadores. Pero hay dimensiones de la vida que lo abarcan todo. Te definen y están presentes en toda tu vida: formar una familia o la vida consagrada para la misión. Tienen la aspiración de ser definitivas. Son opciones vitales que lo cambian todo, e implican compromiso, renuncia y pasión. La vocación de cada persona es el modo único y diferente en que la persona encarna el evangelio en su vida.

Por el humo se sabe dónde está el fuego. La vocación a la misión supone cualidades y pasión por Jesús y los hermanos. Toda la vida de Jesús fue una respuesta a su vocación misionera (Jn 4,34). La vida consagrada nació del evangelio, del descubrimiento apasionado de Jesús y de la adhesión a su forma de vida. Mientras haya hombres y mujeres apasionados por el modo de ser de Jesús, habrá expresiones de vida consagrada.

La formación es un modo de entender la vocación misionera. Es un camino de configuración con los sentimientos de Jesús, misionero del Padre. No es una simple capacidad profesional que forma al funcionario de lo sagrado. El Papa Francisco insiste en una comprensión del sacerdote como instrumento de Dios, no como ejercicio de un cargo o profesión de cosas sagradas. Para ello se requiere formación y madurez, crecimiento evangélico de la persona, del creyente y del misionero.

Hablamos de formación permanente como algo que se transmite no solo a través de reflexiones sistemáticas, sino también por contagio del ambiente, el aire que se respira, el estilo de vida en el que se participa. Nos dejamos formar por la vida, por los otros, el ejercicio de la misión, las crisis y el ambiente. La vida nos forma como misioneros.

El objetivo de la formación es crecer en sensibilidad para poder ver en el otro a un hermano; en el espejo, un discípulo, y en el propio corazón, el rostro de Cristo. Así, la formación se convierte en un modo de entender la vocación misionera, un camino progresivo que lleva a compartir los mismos sentimientos de Jesús. La formación busca reforzar la identidad misionera mediante una estructura interior sólida, la adhesión a los valores del evangelio y a la persona de Jesús. Formarse significa convertirse en alguien que vive su vocación reflejando una mirada centrada en Cristo.

Queremos evangelizar formando, y formar evangelizando. La formación espiritual será el medio para superar el clericalismo, compartiendo responsabilidades evangelizadoras e institucionales con quienes, por derecho, les compete la misión de Jesús. Donde el clericalismo predomina, no hay misión. La corresponsabilidad de los laicos y las mujeres en la Iglesia, aunque pedida y prometida, se otorga más bien simbólicamente.

Evangelizar formando es sembrar el evangelio para el futuro. El evangelio promueve una formación y una piedad interior profundas, centradas en Cristo y eucarísticas, con un sentido misionero, no inclinadas a actos de devociones particulares. Uno tiene la impresión de que en la Iglesia hay pocos testigos, menos maestros y muchos ideólogos. Hay verdades que son conocimientos y otras que son convicciones. No es lo mismo hablar del amor que tener experiencia de él en la familia o la amistad.

Es la experiencia compartida la que moviliza sentimientos y reacciones, con la posibilidad de cambiar corazones, hábitos y comportamientos. Es el corazón el que siente y consiente, el que posibilita la comunicación que permite alcanzar el encuentro. El primer maestro es el propio corazón. Formar es vincular ciencia y ternura, llevando a otros a lo que uno ha asimilado. Tu vida es el mensaje; el comportamiento es el espejo que muestra tu imagen.

Los dones de los Magos –oro, incienso y mirra– reconocen lo que Jesús era, su identidad: rey, sacerdote y hombre abocado a la muerte. El misionero se libera de las identidades pequeñas: la étnica, la nacional, la de la propia congregación. La identidad se enriquece con nuevas identificaciones. Hay rasgos en la vida consagrada que van construyendo identidad: una base fundamental (la misión), una actitud espiritual (la humildad), una clave de vida (el discipulado). La misión es vivir desde lo que somos, desde lo que nos da identidad y consistencia, el discipulado misionero. Todos los nudos llegan al peine.

No es lo mismo tener razones que motivaciones

Hoy la formación llena de contenido y da sentido a mi vida. Ante el espejo del buen formador, revestido con la inocencia del niño, el vigor del profeta y el amor de madre, siento la presión de tener que estar bien por obligación, con el peligro de que hasta la liebre muerda cuando está acorralada.

Los jóvenes necesitan referentes forjados en la experiencia de la vida misionera y apasionados por Jesús y su reino. A algunos nos queda grande el caballo. Para formar, uno tiene que haber sido formado, porque la toalla que está mojada no seca. Para acompañar hay que tener experiencia de ser acompañado, y poder entrar en el propio mundo interior e identificar motivaciones, sentimientos y vivencias, sabiendo verbalizarlas.

La autonomía implica ser responsable de uno mismo. Con autodisciplina tenemos orden y rigor en las actividades y los compromisos. La disciplina es saber escoger entre lo que quieres ahora y lo que más quieres; es el puente entre metas y logros. Con autodisciplina casi todo es posible, aunque la medicina solo puede curar enfermedades curables.

Con respecto a las ideas y los criterios, Jesús es lo más importante, el centro de nuestra vida. Pero en el ámbito de las experiencias decisivas, otras cosas nos pueden ocupar el centro. Podemos pensar evangélicamente, pero nuestras reacciones y comportamientos quizá estén lejos del evangelio. La persona puede tener claros los valores, pero vive de acuerdo a sus intereses y necesidades. Se adhiere con el cerebro unos valores, pero vive según ciertos intereses. Hay una disociación entre lo que proclama y lo que vive, quizá también entre lo que vive y lo que cree vivir.

Hay que distinguir entre razones y motivaciones. Las razones son los argumentos con los que justificamos las acciones. Pueden ser presentadas con formulación precisa, teológicamente sana, espiritualmente atractiva y pastoralmente correcta. Hay religiosos especialistas en esto. Las motivaciones proceden de la afectividad, de experiencias interiores, de convicciones hechas vida, de la identificación con los ideales sentidos. Otras motivaciones proceden de las pulsiones: los mecanismos de defensa, los sueños inmaduros, los miedos y los complejos, y pueden ser inconscientes.