Tripfulness: Seis años de viajes en solitario - Xavier F. Vidal - E-Book

Tripfulness: Seis años de viajes en solitario E-Book

Xavier F. Vidal

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Beschreibung

Tripfulness son las crónicas y reflexiones de Xavier F. Vidal tras haber viajado en solitario a más de 30 países entre 2016 y 2021. A Vidal, mucho más que los monumentos en sí, le interesa saber qué hay detrás de ellos. Porque «lo que vemos» no deja de ser una forma de entender el mundo llevada a la práctica por parte de las diferentes culturas. Busca no solo visitar, sino también conocer cómo es el pensamiento de un pueblo, por qué y cómo se ha configurado su cosmovisión. En la primera parte narra sus experiencias en varios países, algunos tan poco turísticos como Pakistán, Nigeria, Argelia, Sudán o Moldavia, y se pregunta cómo se materializan sus creencias y qué tienen en común al haber nacido la mayoría de ellos tras el desmembramiento de grandes regímenes. En la segunda parte, el autor reflexiona sobre lo que es viajar para él. ¿Por qué y cómo lo hacemos? ¿Tiene algo de sabio? Viajar, para Vidal, no es desconectar, sino todo lo contrario: una enseñanza para afrontar la cotidianidad que es, sin duda, la aventura más difícil de todas.

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Seitenzahl: 288

Veröffentlichungsjahr: 2022

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TRIPFULNESS.

SEIS AÑOS DE VIAJES EN SOLITARIO

© del texto: Xavier F. Vidal

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© foto de portada: Desierto de Sharqiya, Omán (Autor: Xavier F. Vidal)

© foto del autor: Toni Santiso

© fotos interiores: Xavier F. Vidal

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 24

Edificio Sevilla 2

41018 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

[email protected]

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: junio, 2022

ISBN: 978-84-19339-95-9

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

TRIPFULNESS.

SEIS AÑOS DE VIAJES EN SOLITARIO

Xavier F. Vidal

 

 

A mis padres, Fernando y MaríaAntonia, por inocularme el vicio de viajar

 

 

 

From this hour I ordain myself loos’d of limits and imaginary lines,

Going where I list, my own master total and absolute,

Listening to others, considering well what they say,

Pausing, searching, receiving, contemplating,

Gently, but with undeniable will, divesting myself of the holds that would hold me.

I inhale great draughts of space,

The east and the west are mine, and the north and the south are mine.

Walt Whitman (Leaves of grass).

Índice

Introducción

PRIMERA PARTE

ASIA

India

Pakistán

Uzbekistán y Kirguistán

Israel y Palestina

Pekín y Taiwán

EUROPA DEL ESTE

Georgia

Moldavia (¿y Transnistria?)

Bulgaria

Kiev y Minsk

Albania

ÁFRICA

Benín

Sudán

Nigeria

Argelia

Costa De Marfil y Burkina Faso

SEGUNDA PARTE

Friedrich Nietzsche, Cesare Pavese y el cómo viajar

Riszard Kapuściński, Marco Aurelio y el por qué viajar

André Compte-Sponville, Jiddu Krishnamurti y dos errores frecuentes tras un viaje

Italo Calvino y el viaje distópico

Claude Lévi-Strauss y el final de los viajes

La (poca) sabiduría en el viajar

Imágenes

Introducción

Me supe de memoria todas las características de los edificios del Partenón de Atenas y me aprendí todas las medidas y partes de la catedral de Chartres. Y lo mismo hice con todas las otras obras de arte sobre las que me pudieran preguntar en el examen de la Selectividad de 1996. Después, quise visitar todos los museos y todas las iglesias sobre las que me había empollado hasta el mínimo detalle.

Por suerte, con los años, esto se acabó. Porque me di cuenta de que, cuando afirmaba que quería «conocer un país», en el fondo, no era verdad… o no era toda la verdad, mejor dicho. Cuando decimos que vamos a visitar un lugar buscamos, en el peor de los casos, la imagen que tenemos de ese sitio, para que se cumpla nuestra expectativa. Y, en el mejor, queremos ver esos ‘highlights’, esas visitas obligadas que quizás sean lo más interesante desde un punto de vista «turístico» (despojando el adjetivo de su contenido negativo), pero que seguramente no explican la realidad del lugar. Sí, proporcionan una experiencia estética, por supuesto. Y es totalmente lícito, y para eso viajamos. Pero ver eso por sí solo quizás no nos ayude a conocerlo.

La realidad del país la configuran otros aspectos, de los cuales, a base de viajar y viajar, acabé viendo que me interesaba especialmente uno: la cosmovisión, es decir, la visión del mundo por parte de una determinada cultura. Conocer esta imagen sobre la realidad o el universo que tiene un grupo de personas que viven en un espacio determinado (un país) se me antoja como una de las principales motivaciones. Ese concepto es diferente en cada lugar y observar las causas que lo crearon (muchas veces relacionadas con la situación geográfica y su naturaleza) y cómo se materializan (religión, pensamiento, tradiciones…) es sin duda un primer paso para comprenderlo, porque en parte determina su idiosincrasia. Y si se comprende, quizás se disfrute más.

Leyendo a reporteros y antropólogos como Ryzsard Kapuściński, Claude Lévi-Strauss o Manuel Leguineche, me di cuenta de que se podía visitar un país y, a la vez, intentar conocerlo. Se entiende que estar en la India y visitar el Taj Mahal es algo inapelable. Pero si uno sabe que esa obra maestra fue hecha por los mogoles, el Imperio musulmán que dominó la India durante siglos y cuya religión es vilipendiada actualmente en el país, se obtiene un dibujo más amplio de su realidad. La plaza del Registán en Samarcanda es impresionante. Pero me parece mucho más interesante ver un poco más allá de lo meramente físico, por muy atractivo que sea, y saber cómo se pudo combinar, en Uzbekistán, la religión islámica con el sistema económico comunista, y a su vez qué pasó con las etnias que habitaban ese y otros países de Asia Central. Visitar el Muro de las lamentaciones es obligado en Jerusalén, pero conocer qué sucede, por qué se han erigido otros muros, los que separan los barrios árabes de los de los colonos en diferentes ciudades cisjordanas, hace que la idea y visión del lugar sea más completa.

Fui observando, conforme viajaba, que detrás de cada monumento, de cada lengua, de cada plato gastronómico, existe una manera de ver el mundo. Y eso es lo que me parece un aliciente. La cosmovisión no deja de ser el resultado de combinar diferentes variables y determina en gran medida cómo es un país: es decir, «lo que vemos». Observar esas causas, para mí, es motivador. Da, de hecho, empuje inicial a un viaje. Al volver de él, lo más frecuente es quedarse con las experiencias humanas o las peculiaridades del lugar, algo que, sin lo anterior, no sería posible.

Esto es lo que intento transmitir en la primera parte del libro donde, a medio camino entre la crónica «reporteril», intentando aportar datos objetivos, el libro-guía, recomendando lugares de interés, y la anécdota personal, porque lo que nos transmiten los lugares, al fin y al cabo, tiene mucho que ver con la experiencia propia, relato mis vivencias durante algunos de los viajes que realicé en solitario entre el 2016 y el 2021. El hecho de que casi todos los países visitados fueran poco turísticos fue un hecho buscado a la hora de escogerlos. Pero no lo fue que casi todos ellos nacieran en el siglo XX, aunque sin duda es algo representativo.

Analizándolos desde la distancia, física y temporal, se puede observar un denominador común. A excepción de China, que es otro mundo, y Albania, que no se creó hasta 1912 y que hasta la caída del comunismo no es que fuera otro mundo, es que era otra galaxia, todos los Estados visitados son creaciones del siglo pasado: bien de mediados, fruto de la descolonización, o bien de finales, a raíz de la desmembración de la URSS. Lo cual me lleva a pensar que la idiosincrasia de la mayoría de países se configura de esa mezcla de esos dos factores que he apuntado antes; dos ejes que se combinan en proporciones variables según el lugar, la cosmovisión y la influencia extranjera. No quiero que se me malinterprete. Por supuesto que hay un espacio para la libertad individual, pero yo hablo en términos de culturas, de características «propias» de un país. No creo en las esencias, pero está claro que las identidades de muchos pueblos, su ADN si se me permite, están conformadas por un «sustrato» característico, frecuentemente estructural, combinado con factores externos, como las invasiones y las colonizaciones (y descolonizaciones posteriores). Lo que «visitamos» de un lugar es la consecuencia de ello, su materialización. Y creo que lo apasionante de viajar es contemplar esto, y las diferencias de cada lugar, siendo a la vez consciente de esas causas.

Un aspecto determinante a la hora de configurar la cosmovisión que tienen los habitantes de un país serían sus características geográficas, en las que incluyo tanto su ubicación como sus accidentes y recursos naturales. Este factor influye en la creación de la identidad por cuanto muchos lugares han sido colonizados o invadidos o bien por su situación estratégica o bien por sus materias primas. El último país al que viajé en el período que trato en este libro fue Omán. Quería disfrutar y conocer su cultura, eminentemente árabe por supuesto, pero muy influenciada tanto por la de África oriental como por la del subcontinente indio. Por su ubicación, este país fue un punto clave en el comercio de esclavos, que traían de las actuales Kenya y Tanzania, y de incienso, del que es gran productor y que cambiaban por especias con los actuales territorios de India y Pakistán, de donde todavía provienen la mayoría de inmigrantes, por sus salarios bajos. También configuró su identidad el hecho de que las personas lo dominaran durante varios siglos. Fui porque quería saber por qué es el único de la península arábiga que no exhibe excesivo lujo. Y también quería ver de primera mano si era cierto lo que había leído: Que era uno de los lugares más amables del mundo con los visitantes.

El 31 de diciembre del 2021 hice autostop para ir desde el centro de Mascate, la capital, hasta mi hotel. No tuve que esperar ni cinco segundos hasta que paró un coche. Ali Alhooti iba a su casa, pero se desvió 50 kilómetros para llevarme a un restaurante e invitarme a comer estofado de camello. Habla, además de inglés y árabe, farsi, suajili, hindi y baluchi. Me explicó que los omaníes eran gente pacífica y definió a su pueblo como «corderos». El ibadismo, una rama modesta y conservadora del islam, tiene en Omán un Estado propio, lo cual me parece fascinante, y también era un aliciente para conocer el único país musulmán donde ni los sunitas ni los chiítas son mayoría. ¿Es por ello por lo que han conservado las tradiciones sin caer en los excesos de sus vecinos del golfo Pérsico? ¿Es así de fácil, la explicación es tan sencilla? ¿No exhibe ostentación por un tema meramente religioso, cuando es riquísimo por el petróleo? ¿Tuvo algo que ver el ser país de la región más abierto a influencias exteriores, puesto que es el país árabe más oriental? No lo sé, pero quería verlo. El sultán Qabus, que gobernó durante casi 50 años, modernizó el país tras llegar al poder en 1970 con un golpe de Estado contra su padre, lo cual tiene algo de tragedia griega. No hay rascacielos en Omán. La gente es sumamente hospitalaria: la mitad de los trayectos en mi ruta los hice en autostop. Ese golpe de Estado se hizo sin derramamiento de sangre.

Visito lugares por sus atractivos culturales y naturales y, a la vez, voy dejando atrás países en los que han existido (o aún existen) conflictos de forma más o menos continua desde que se crearon. No he ido por ellos, lógicamente. Muchos de ellos los conozco al preparar al viaje o incluso estando allí. ¿Existe un denominador común en todos esos conflictos? Los Estados creados en Asia central, Europa del Este y África tras décadas de colonización a los que he viajado y de los que hablo en este libro difieren de casi todos los de Europa occidental por cuanto no fueron Estados-Nación. Y esto, inevitablemente, creó conflictos interétnicos. Guerras en Darfur (Sudán), Biafra (Nigeria) y Crimea (Ucrania); disputas fronterizas tras la desmembración de la URSS entre Uzbekistán y Kirguistán, entre Moldavia y Transnistria y entre Georgia y Abjasia; golpes de Estado en Pakistán y Burkina Faso o las reivindicaciones de los bereberes en Argelia y la ‘década negra’ con la disputa entre militares e islamistas. Este último introduce otro problema, el religioso: Israel contra Palestina, India contra Pakistán… En algunos lugares, hay una relación clara: por ejemplo, la guerra civil en Costa de Marfil acabada en el 2007 tuvo su origen en un nacionalismo postcolonial que marginaba las minorías étnico-religiosas. Se crean Estados de la nada con una voluntad uniformadora donde antes había diversidad y, por tanto, las disputas aparecen. A todo ello, se añaden las manifestaciones prodemocráticas en lugares como Albania, Bielorrusia, Georgia o Bulgaria en los últimos tiempos. No es casualidad que en estos dos últimos países coincidiera con algunas, y lo mismo me sucedió en Argelia.

¿Existe un patrón en todos estos conflictos? ¿Se puede reducir todo a una cuestión de disputas entre creencias religiosas y/o problemas por la «artificialidad» de unos Estados creados tras décadas de imperialismos? El mundo occidental, en los años 90 del siglo pasado, exigió la democratización de muchos países. Pero, como explica David Kaplan en El retorno de la antigüedad, «dado que los propios dictadores eran manifestaciones de un desarrollo social y económico deficiente su destitución permitió que se perpetuaran los mismos vicios bajo el disfraz democrático, como en Pakistán y Costa de Marfil». En estos países hubo más corrupción y más enfrentamientos étnicos después que durante las tiranías, hasta que sendos golpes de Estado, ambos en 1999, bien recibidos por la población, volvieron a dejar las cosas como estaban. He escogido este párrafo porque a ambos países dedico sus capítulos correspondientes.

Además, Kaplan pronosticó, con acierto, que Nigeria, del que también hablo, sería uno de los lugares donde la débil estabilidad reducto de uno de los imperios europeos en la zona acabaría desmoronándose. Para este periodista norteamericano, la reconciliación étnica y el triunfo de la democracia liberal no puede darse por hecho en una época postcolonial en desintegración, y pone los ejemplos de Uzbekistán y China, también tratados en este libro, como ejemplos de sistemas opresivos, pero donde un vacío de poder que los reemplazara causaría probablemente más sufrimiento. Yo mismo lo vi en Sudán, cuando la gente echaba de menos al dictador Omar al-Bashir tras un golpe de Estado que le apartó del cargo.

En definitiva, el fin de antiguos sistemas, como el colonial o el soviético, que crearon nuevos Estados, no fue acompañado necesariamente por el fin de los problemas. Al resultado del hundimiento de unos regímenes anteriores se añade la cosmovisión propia de cada lugar y todo ello configura, en gran medida, el «qué vemos» de un país. Poderlo conocer de primera mano es una de mis motivaciones. Como lo es el conocer los sentimientos que tiene la gente del lugar acerca de todo ello. No solo de los conflictos y problemas que viven y sufren. Acerca de todo en general, de la vida en general. Porque esa es la verdadera realidad de un país. Y ya que decimos que vamos a «visitar un país», al menos que este propósito sea completo.

Fui al Nepal en 2016 para ver sus templos, pero lo que más me impactó fue conocer a gente que había perdido su casa en un gran terremoto sucedido unos pocos meses antes. Ese año también viajé a Nicaragua para admirarme de sus ciudades coloniales y naturaleza, pero me llenó más hablar con gente indignada por la deriva autoritaria de unos políticos, encabezados por Daniel Ortega, que se dicen herederos de la revolución sandinista pero que ahora actúan despóticamente. Una semana atrás, en Seúl, me impactó más conocer a un joven que quería emigrar a Estados Unidos debido a la presión social que hay en su país, o visitar la cárcel donde los japoneses encerraron, torturaron y mataron a miles de surcoreanos durante los 35 años de ocupación nipona (de 1910 a 1945) que la visita a los santuarios de la ciudad. Poco antes, en Buenos Aires, considero que conocí mucho más la idiosincrasia de Argentina, aunque solo fuera muy por encima, hablando de política con unos amigos que visitando las cataratas de Iguazú. Dos años después me motivó ir a Burkina Faso por su cultura ancestral y una vez allí me conmovió más ver niños trabajando en minas de oro. En Etiopía aluciné con las ceremonias ortodoxas en las iglesias de Lalibela y con las maravillas naturales del Danakil, incluyendo el volcán Erta Ale, en plena actividad, pero lo que me emocionó más (y me hizo pensar, sobre todo en el uso de la tecnología y la bondad humana) fue ver cómo dos niños estaban fabricando una radio y un semáforo en la escuela de Mekele donde el ejército eritreo, sin justificación alguna, lanzó en 1996 una bomba que mató a 11 estudiantes. Dicen del lago Atitlán, en Guatemala, que es el más bello del mundo. Y, sin duda, es bellísimo. Pero yo lloré de emoción cuando, en uno de sus pueblos, San Juan Laguna, me encontré una madre que vendía artesanía hecha por sus dos hijos con Síndrome de Down para ayudarlos en su educación, en un país donde las familias con hijos con disminución mental no reciben ninguna ayuda. Ese fue el momento más intenso de todo el viaje. La realidad, la verdadera realidad de un país, casi nunca está en los monumentos o paisajes que, paradójicamente, es lo que vamos a visitar.

Quizás es por ello por lo que me gusta fotografiar gente en el contexto en el que se encuentra, más que hacer primeros planos. Las fotografías de retrato pueden ser más impactantes por ser más expresivas pero, a mi modo de ver, son menos descriptivas acerca de un lugar. Es más interesante cuando estas personas, además de mostrar expresividad, se encuentran en un marco en el que se pueda crear cierta historia. La composición es fundamental para mostrar no solo la expresividad facial, sino también cierto relato. Depende de lo que se quiera incluir junto con la persona fotografiada, los elementos que se combinan con ella complementan y además pueden configurar la historia que se muestra. Las otras personas y/o el fondo servirán para enriquecer la descripción del personaje principal o para contraponerla ideológicamente (en el sentido de que representan, personaje principal y objetos o personajes secundarios, diferentes conceptos, ideas o visiones). Igual que viajar es, básicamente, una elección continua, me gustan las fotografías donde las personas retratadas son contextualizadas porque mi libertad y creatividad como fotógrafo es mucho más amplia, ya que la apertura del plano depende de muchos factores: lo que se quiere mostrar deviene una cuestión de qué seleccionamos y qué no, valorando así qué incluimos en este «cuadro» y qué dejamos fuera para elegir qué historia explicamos y de qué manera. En la escritura de una crónica, de hecho, sucede lo mismo.

En un viaje, como en la vida, todo, absolutamente todo, tiene una historia, porque pasan cosas a cada segundo. Y fotografiar es narrar esa historia captando una milésima de segundo de la misma. Una foto es fijar, no solo en la mente, una inquietud. La cuestión no es querer hacer la fotografía. Es «verla» antes, como se observa un momento en la vida, y esperar un poco antes de apretar un botoncito. Susan Sontag, intelectual y gran teórica de la fotografía, escribió, en On photography, que esta es, más que una mirada, una manera de mirar. No deja de ser, por tanto, una especie de metáfora de la forma de viajar: personal y única en cada uno. Sontag también dijo que «todas las fotografías son memento mori». Es decir, nos recuerdan que todo acabará, porque el instante que captamos con la fotografía es único, y ya ha pasado. Capturamos una porción de tiempo. Seleccionar un instante y fijarlo para la eternidad no es más que ser consciente que aquel momento ya no existe. Es como el viaje mismo, una sucesión de porciones de tiempo que hemos elegido vivir y que ahora ya están en una memoria.

“Es el comercio maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, igualmente que la visita a países extranjeros, no para aprender solamente, como hace la nobleza francesa, los pasos que mide Santa Rotonda o la riqueza de los pantalones de la señora Livia; otros nos refieren cómo la cara de Nerón, conservada en alguna vieja ruina, es más larga o más ancha que la de otra medalla de la misma época. Todas éstas son cosas bien baladíes; se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás”. Este párrafo, que encuentro en los Ensayos del filósofo francés Michel de Montaigne, escritos nada menos que en el siglo XVI, no sólo ejemplifica el cambio de perspectiva que le di a mi concepto y manera de viajar y que he comentado al principio de esta introducción, y que desarrollo en la primera parte del libro, sino que me sirve para enlazar esta con el siguiente bloque.

Este lo dedico a mi idea del viaje a través de las diferentes reflexiones de varios escritores y pensadores. ¿Qué es realmente viajar? ¿Qué supone? ¿Nos aporta sabiduría? ¿Por qué viajamos? A mí un viaje no me sirve para desconectar. Esto querría decir que no soy yo la mayor parte del tiempo. Un viaje me sirve para conectar de forma más fuerte conmigo mismo, porque un viaje es una muestra de vida. O, al menos, lo que para mí debería ser la vida, mi vida. En un viaje, hoy estamos aquí y mañana no. ¿No es igual que la vida, aunque inmersos en la cotidianeidad no nos demos cuenta? Y eso teniendo en cuenta que queramos buscar una explicación al viaje, un motivo. Pero creo que no es necesario, porque el viaje, para mí, no es un medio para nada, sino un fin en sí mismo. Un fin en sí mismo y, como experiencia vital e intransferible, una metáfora deseable e ideal de la vida, y no una sustitución de esta. Ya lo dijo el psicólogo catalán Ramon Bayés, “la persona es el viaje”. La mejor definición de persona es el viaje porque en éste, como en la vida, lo que nos determina es nuestra capacidad de seguir.

En un viaje, cada día es diferente, único e irrepetible. Hoy ves cosas que jamás has visto y que mañana no volverás a ver. Y, ya que estás ahí, ya que has hecho muchos quilómetros para llegar hasta allí, debes aprovecharlo. Pero aprovecharlo siendo consciente de que aquel momento es único. Siendo consciente, en definitiva, que ese momento es lo único que existe. ¿Y no debería ser toda la vida así? ¿No deberíamos ser conscientes en cada instante que lo que estamos viviendo es irrepetible? ¿Y por qué no lo hacemos? Si fuéramos capaces de ver que cada instante es único, como hacemos en un viaje, que cada instante, nos guste más o menos, es tal cual, queramos o no… ¿no llevaríamos una vida más plena? El viaje puede ser una magnífica enseñanza de cómo deberíamos afrontar la cotidianidad. La realidad. La vida.

Primera parte

Asia

India

«Aquel cuya mente no se perturba ni siquiera en medio de las tres clases de sufrimientos, ni se alboroza en los momentos de felicidad, y que está libre de apego, temor e ira, se dice que es un sabio de mente estable». Leo esta frase meses después de mi primer viaje a la India, en octubre del 2017, en el capítulo 2.56 del Bhagavad-Gita, el poema sagrado que contiene las más importantes enseñanzas hinduistas y fechado entre los siglos IV y III a. C, y pienso en que es una enorme paradoja que esto se escribiera en uno de los lugares del mundo donde al visitante le es más difícil encontrar lo que este texto sagrado preconiza. «La India o la amas o la odias» es uno de los clichés viajeros. En un lugar como la India es prácticamente imposible permanecer imperturbable. O por atracción o por repulsión, pero, y no creo que sea casualidad, donde el viajero tiene menos posibilidades de aplicar las enseñanzas de este mítico poema hindú es precisamente donde se escribió.

Siempre he creído que un viaje sirve no tanto para romper estereotipos como para reforzar los ya existentes. Por una sencilla razón: deseamos encontrarnos, en un viaje, lo que vamos a buscar. No digo que un país no pueda decepcionarte. Está claro que esto sucede. Me refiero a que muy probablemente, al viajar a un lugar, encuentres lo que vas a buscar porque tu mente se centra en esos aspectos, los prejuicios (literalmente hablando), obviando el resto. Porque nadie quiere salir decepcionado de un lugar. Y viajar es un magnífico ejercicio de vaciar la mente de ideas preconcebidas y afrontar la desilusión. Viajar es una decepción constante, y no lo digo en un sentido negativo.

El problema de ir con ideas preestablecidas (algo inevitable, por otro lado) es que si no se cumplen las expectativas, el lugar decepciona. Pero si se cumplen, puede suceder que tampoco sea algo ceñido a la verdad, sino algo ajustado a nuestra idea previa. Entonces uno no se decepciona, está claro… pero, por otro lado, se queda con una idea demasiado limitada y, por qué no, quizás irreal. Todo ello partiendo de la base de que las experiencias de cada uno son personales e intransferibles y que, cuando digo «irreal» no digo que no se haya vivido, sino que no se pueda generalizar, porque esto sería ajustarse a una idea preconcebida y, por tanto, limitante.

La India, por toda el aura que la rodea, es un país proclive a ello. Tiene una imagen de un lugar con cierta magia y mucha espiritualidad, y la mayoría de viajeros se mueve entre la decepción absoluta (porque no encuentran eso que van a buscar y solo ven pobreza, miseria, estafas a los turistas, enfermedades y suciedad) y los que tienen tan claro que encontrarán esa «espiritualidad» que cualquier acto de, pongamos por ejemplo, amabilidad, que en otro país lo valorarían como una simple muestra de buena educación, en la India verán justo lo que «sabían» que encontrarían: unas personas pobres pero felices, hospitalarias y todos los tópicos que se quieran. Porque, y recurro al cliché de nuevo, «la India o la amas o la odias».

En mi caso, debo reconocer que ni una cosa ni la otra, aunque es cierto que la balanza se decanta hacia la primera, puesto que es uno de los países que más me ha alucinado y fascinado. Pero no la amo. Es un país increíble y sin duda un destino muy recomendable para cualquier viajero que se precie. Pero me cuesta conectar con ella. Por una sencilla razón: La India es frenética, apabullante, caótica…y para conectar con algo se necesita, por un instante aunque sea, un poco de tranquilidad. Y, yo al menos, no encontré eso en la India. Y no lo digo como algo negativo, al contrario. Me gusta tener la idea de ese país como algo que te sobrepasa, que supera tu capacidad de atención, que te «ataca» con tantos estímulos. La India no deja de ser como un circo de varias pistas con sus personajes pintorescos y sus mil y un incentivos y prefiero que para mí siga siendo así, para que me siga sorprendiendo, y no un lugar con el que pueda conectar tranquilo. Prefiero seguir viéndolo con cierta mirada exterior de sorpresa que no «entrar» en él y darlo todo por descontado. La India es un lugar brutal para seguir viendo desde fuera. Hay que sumergirse, por supuesto, pero en toda inmersión se pierde el conocimiento y el oxígeno. Y en toda inmersión, uno se siente de cualquier manera menos tranquilo. La India es uno de mis países favoritos, pero, y aunque parezca paradójico, quiero seguir no sintiéndolo parte de mí, porque entonces daré por supuesto todo lo que me ofrece. Y como es mucho, y muy alucinante, habría el riesgo de perderse mucho también. No quiero su «espiritualidad», o no al menos quiero que se asocie (solo) a eso.

Porque los que ven «espiritualidad» también ven suciedad y miseria, por supuesto. Pero les compensa «la mirada de un niño», que le inviten a un té o una salida de sol que creen iluminadora, nunca mejor dicho. La otra mitad, ni eso. Solo ven los timos y el hedor. Los retrasos en los trenes, el caos, la polución, el ruido, la diarrea, los pedigüeños, los tullidos y la mierda de vaca por todas partes. Pero existe un término medio en el que, al parecer, poca gente se encuentra.

La India rompe, en este sentido, muchos clichés. Aparte de esto, y hablando de visitas concretas, lo más interesante y lo que más me sorprendió fue que, en un país con más de 1000 millones de hindúes, las obras de arte más notables son islámicas. Como el archiconocido Taj Mahal, en la ciudad de Agra, a tres-cuatro horas de tren de Nueva Delhi.

En la estación central de la capital del país, algunos estafadores te dicen que la oficina oficial para comprar los billetes dedicada exclusivamente a los turistas está cerrada, para que así vayas a una agencia de viajes (suya, de un familiar o de un amigo) a comprar el ticket. Por supuesto, la oficina está abierta. A continuación, tienes que ir a otra ventanilla, comprobar si el trayecto que quieres hacer tiene disponibilidad, rellenar un formulario indicando los billetes que quieres adquirir y hacer una cola de no menos de una hora para que luego te atienda un burócrata que a lo mejor te dará un ticket diferente al que le has pedido. Y esto solo es el principio. Lo dicho, la organización solo destinada a comprar un billete es una representación de cómo funcionan a nivel general las cosas en la India. El tren transporta a diario a casi 20 millones de pasajeros en un país de más de 1000 millones de habitantes.

En las pantallas aparecen y desaparecen trenes como por arte de magia, indicando a veces que uno viene con más de tres horas de retraso (que puede parecer normal si el trayecto dura en total más de quince). Que venga el tren para el que has comprado el billete a la hora prevista es muy improbable. Que te subas a otro tren y acabes llegando al destino es posible. En los andenes, familias enteras esperan tumbadas en el suelo rodeadas de enormes fardos. Los vivísimos colores de los vestidos de las mujeres contrastan con el metal y las piedras de las vías y de los vagones, creando unos contrastes muy bellos. Un contraste que se da también entre los trenes viejos y el Maharajas Express, uno de los más lujosos del mundo.

Ya dentro, me fijo en el desfile continuo de personajes, que es todo un espectáculo. Surrealista a veces, deprimente otras, curioso de ver siempre: vendedores de arroz con lentejas que transportan la comida en cubos, niños pequeños de rodillas limpiando el suelo a cambio de unas monedas, ciegos y discapacitados pidiendo limosna, algún que otro asceta ofreciendo bendiciones y varios transexuales que, entre risas de la gente y un chantaje evidente, exigen unos billetes para evitar que te echen un mal de ojo. Son los jisras, de los que se dice que hay hasta cinco millones en el país, un grupo religioso formado sobre todo por hombres que se visten como mujeres. El «tercer sexo» está plenamente aceptado ya que en el panteón hinduista hay dioses con ambos sexos. Los pasajeros se cachondean, aunque acaban soltando dinero, y es que la superstición pesa mucho. Observo maravillado todo este panorama, no como los dos Testigos de Jehová norteamericanos que tengo delante y que, impasibles, parecen habituados a todas estas escenas. El tren en la India es un microcosmos, una representación a «pequeña» escala de lo que es el país, un sistema complejísimo de creencias y estratos sociales marcados por la tradición, el origen, la familia, la religión y el oficio. Una metáfora que transporta un universo que viaja a dos velocidades y que abarca desde los más ricos hasta los intocables, la casta más baja, por unas vías que, como suele pasar, discurren paralelas hasta que se desvían y se cruzan.

En Agra, madrugo para visitar el Taj Mahal, que impresiona por su belleza, por sus proporciones y por los contrastes de su mármol blanco inmaculado con la viveza de los colores de los saris de las mujeres que lo visitan. En ese momento el sol está saliendo y tiñe todo de naranja. Esta obra de arte es un mausoleo, cuyo recinto alberga una mezquita, construido por los mogoles, el imperio de religión islámica descendientes de mongoles, turcos, persas y afganos que invadió la India en el siglo XVI. Suya es, también, la tumba de Humayun, en Delhi, precursora del Taj y también considerada Patrimonio de la Humanidad. Precisamente por su carácter musulmán, el Gobierno nacionalista hindú lo quiere borrar de sus catálogos de promoción turística en su afán de asociar el país a una única religión, el hinduismo. El taxista que en Delhi me llevó el día antes hasta Qutab Minar, el minarete más alto del mundo y una auténtica maravilla de ladrillo y mármol, pertenecía al 3 % de los indios que son cristianos. Durante el trayecto me explicaba apenado cómo se están sintiendo las minorías religiosas en ese país.

Sí, el lugar está lleno de hindúes, aunque es un lugar musulmán. Y paradójicamente, Delhi, a donde vuelvo esa misma tarde, en mi opinión una de las capitales más interesantes de todo Asia, tiene un ambiente muy poco hindú. Su casco antiguo es de mayoría musulmana, y en su centro neurálgico se alza su edificio más conocido, la mezquita Jama Masjid o del Viernes, de un bello color rojo que destaca aún más al anochecer. Para llegar hasta él, hay que cruzar las vías del tren desde Paharganj, el barrio lleno de alojamientos baratos y donde duermen los turistas low cost, hasta Ajmeri Gate, la puerta de entrada a la zona antigua, lo cual es como meterse en un túnel del tiempo. Ya mientras se avanza se puede ir palpando lo que uno se encontrará, porque, aunque los peatones tienen un paso reservado exclusivo y elevado por encima de la calzada, las motos se meten también por ahí, para evitar los embotellamientos que hay debajo.

Una vez atravesado el puente, me encuentro en la caótica Old Delhi. Se trata de un hormiguero humano donde uno de repente se puede ver atrapado sin poder avanzar, encajonado entre coches, motos, rickshaws, autorickshaws, bicicletas y otros peatones. Los puestos de comida hindú, pero también mogol, están por todas partes. En mi segundo viaje a ese país, en abril del 2019, año y medio después del primero, coincidí con una festividad hindú en la que la gente se clavaba unos enormes punzones en la lengua, la mejilla o el cuello, muchas veces con un billete insertado. He preguntado mucho, pero no he podido averiguar el nombre ni el significado de esta fiesta que los musulmanes observaban con curiosidad. No sé por qué se hacía, pero sí sé que era sobrecogedor y digno de ver.