Tu palabra me da vida - Eduardo Sanz de Miguel - E-Book

Tu palabra me da vida E-Book

Eduardo Sanz de Miguel

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Beschreibung

Tu palabra me da vida es una introducción a la lectura de la Biblia que consta de cuatro secciones: - Los textos: el proceso de formación y transmisión de los libros bíblicos, las dificultades de su lectura y claves para entenderlos correctamente. - El lenguaje: algunas peculiaridades de los idiomas en que se escribieron sus textos y los claves para interpretar los nombres de Dios, los números y los principales símbolos que usa la Sagrada Escritura. - El contexto: la geografía, la historia y las características sociales y religiosas de Israel, así como sus instituciones. - Elementos fundamentales de teología bíblica: el misterio de Dios, los relatos de la creación del mundo y de los seres humanos, la elección de Israel y su misión, la teología de la alianza, la ley de Dios, la esperanza mesiánica y la fiesta de Pascua. Estamos ante el resultado de treinta años de estudio y docencia y de numerosos viajes a Tierra Santa, en los que el autor ha acompañado a grupos de peregrinos provenientes de distintos países, y en los que ha tenido en cuenta los avances que en los últimos años nos ofrecen la arqueología, la epigrafía, la historia y la filología.

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Índice

INTRODUCCIÓN

1. Una palabra tuya bastará para sanarme

2. La Biblia y la cultura

3. La Biblia y la vida

4. Metodología de estudio

5. Contenidos de este libro

1. LOS TEXTOS BÍBLICOS

1. ¿Qué es la Biblia?

2. El canon

2.1. La formación del canon

2.2. La Biblia hebrea: la Tanaj

2.3. La Biblia cristiana

2.4. Literatura antigua extrabíblica

2.5. Libros apócrifos de la Biblia

3. Citar la Biblia (practiquemos un poco)

4. Los textos bíblicos nacen, viajan, maduran (procesos de redacción)

5. Algunos pasajes bíblicos son absurdos o incomprensibles… aparentemente

5.1. Unos libros difíciles de entender

5.2. No es posible una lectura neutra

5.3. Lecturas incorrectas del pasado

5.4. Lecturas incorrectas del presente

5.5. Lectura católica de la Biblia

5.6. Claves para una lectura correcta

5.7. Los géneros literarios

6. La inspiración

7. La revelación

8. La verdad de la Biblia

2. EL LENGUAJE BÍBLICO

1. Peculiaridades del hebreo

2. Peculiaridades del griego

3. Los nombres

3.1. Los nombres de Dios

3.2. El respeto al nombre de Dios

3.3. ¿Yavé o Jehová?

4. Los símbolos

4.1. Los ôt proféticos

4.2. El desierto

4.3. El jardín

5. Los números

6. ¿Historia o ficción?

3. EL MUNDO DE LA BIBLIA

1. Geografía

2. Historia sagrada

3. Historia crítica de Israel

3.1. Los orígenes

3.2. Los patriarcas

3.3. El éxodo (siglo XIII a. C.)

3.4. El asentamiento en Canaán (siglos XIII-XI a. C.)

3.5. Los reinos de Israel y Judá (1030-722 a. C.)

3.6. El reino de Judá después de la caída de Samaría (722 a. C.)

3.7. La reforma del rey Ezequías (716-687 a. C.)

3.8. La reforma del rey Josías (640-609 a. C.)

3.9. La caída de Jerusalén (597-587 a. C.)

3.10. El exilio y el nacimiento del judaísmo (597-539 a. C.)

3.11. La dominación persa (539-332 a. C.)

3.12. La dominación griega (332-142 a. C.)

3.13. La revuelta de los macabeos (166-142 a. C.)

3.14. La época de los asmoneos (142-63 a. C.)

3.15. El período romano (63 a. C.-330 d. C.)

3.16. El surgimiento del cristianismo

3.17. Relaciones entre judíos y cristianos

4. Características de la sociedad nómada

4.1. El ejercicio de la autoridad

4.2. Las leyes de hospitalidad y de asilo

4.3. La solidaridad tribal y la venganza de sangre

4.4. Pervivencia del nomadismo

5. Características de la sociedad sedentaria

5.1. Los varones

5.2. Las mujeres

5.3. Los esclavos

5.4. Los extranjeros

6. Las instituciones judías

6.1. La familia

6.2. La monarquía

6.3. Los sacerdotes y levitas

6.4. Los profetas

6.5. Los sabios

6.6. El templo de Jerusalén

6.7. La sinagoga

7. La religión de Israel

7.1. La fe en el Dios único

7.2. Ángeles y demonios

7.3. La pureza ritual

7.4. El culto

7.5. Críticas de los profetas al culto

7.6. Las fiestas

7.7. Algunos ritos unidos a las etapas de la vida

7.8. La retribución

7.9. La vida eterna

4. IDEAS FUNDAMENTALES DE TEOLOGÍA BÍBLICA

1. El misterio de Dios

1.1. De la monolatría al monoteísmo

1.2. Los atributos de Dios

2. Los orígenes del mundo y de los seres humanos

2.1. La creación

2.2. El pecado

2.3. Los patriarcas «antediluvianos»

3. La elección de Israel

3.1. Un pueblo distinto de los demás

3.2. El pueblo de Dios

3.3. Elegido para una misión

3.4. Dos interpretaciones de la elección

4. La alianza

4.1. Contenidos y rituales de la alianza

4.2. La alianza del Sinaí

4.3. La alianza con David

4.4. La alianza con Abrahán

4.5. La alianza con todos los hombres

4.6. La alianza en los profetas

4.7. La alianza en el Nuevo Testamento

5. La ley, lugar de relación

5.1. Estudio de cada uno de los mandamientos

5.2. La ley y la conciencia

6. La esperanza mesiánica

6.1. El mesías futuro

6.2. El mesías en el Nuevo Testamento

7. La fiesta de Pascua

7.1. La Pascua de la antigua alianza

7.2. La Pascua de la nueva alianza

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

Créditos

INTRODUCCIÓN

1. Una palabra tuya bastará para sanarme

«Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». Antes de comulgar en la misa, decimos esta oración, inspirada en un pasaje del evangelio (Mt 8,8). Así lo creemos y así lo confesamos: una sola palabra de Dios tiene poder para transformar nuestras vidas. Tenemos numerosos testimonios de que esto ha sucedido a lo largo de los siglos. Veamos tres especialmente significativos:

• Hace unos 1700 años, san Antonio de Egipto entró en la iglesia y escuchó al sacerdote que estaba leyendo: «Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme» (cf. Mt 19,21). Esto le cambió la vida. Efectivamente, repartió sus numerosos bienes entre los pobres y se consagró a la vida ascética, convirtiéndose en el iniciador de la vida monástica cristiana.

• Unos 100 años después, san Agustín de Hipona se preparaba para recibir el bautismo y reflexionaba sobre la posibilidad de consagrarse por entero al servicio del Señor, aunque le asustaba tener que vivir en castidad. Mientras estaba reflexionando, escuchó la voz de un niño, que le decía: «Toma y lee». Abrió el libro que tenía más a mano (las cartas de san Pablo) y encontró el texto: «Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rom 13,13-14). Esto fue suficiente para vencer definitivamente sus resistencias.

• Varios siglos más tarde, san Francisco de Asís, al escuchar un día en misa el evangelio en el que Cristo pide a sus discípulos que vayan a predicar sin llevar túnica de repuesto, ni dinero, ni alforja, fiándose de la providencia divina, comprendió que esa era su vocación y se determinó a desposar a la hermana pobreza, convirtiéndose en anunciador del evangelio con sus palabras y con su vida.

Cosas parecidas les han pasado a otros personajes a lo largo de la historia. Imitándoles, algunos abren sus biblias al azar y buscan una frase que les consuele o ilumine. Pero esa no es la actitud adecuada. Eso sirvió para san Antonio, san Agustín y san Francisco en unos momentos concretos de sus vidas, pero no significa que lo hicieran así en cada circunstancia ni que las cosas funcionen de la misma manera para todos. ¿Qué sucede si, al abrir el libro, nos encontramos con un texto que pide lapidar a las adúlteras o quemar sobre el altar los riñones y la grasa de un animal?, ¿y si nos pide que nos arranquemos el ojo o la mano para no pecar?, ¿qué sucede si un día sale un texto que te invita a dejar tu casa para contraer matrimonio y al día siguiente otro que alaba la castidad y te invita a la continencia?

Hemos de ser conscientes de una verdad fundamental, que repetiremos más veces: «un texto, fuera de su contexto, puede convertirse en un pretexto». La Biblia hay que leerla en su conjunto y descubrir su mensaje global, más allá de una frase o de un libro en concreto.

No debemos caer en el error de considerar la Biblia como un recetario del que extraer frases ocurrentes con las que dar respuesta a todos nuestros interrogantes. Sus enseñanzas son muy valiosas, pero no tratan muchos argumentos que carecían de importancia para sus redactores, aunque hoy pueden ser vitales para nosotros: ¿Por qué tengo que vacunarme?, ¿a qué partido político debo votar en las elecciones?, ¿cuál es el momento oportuno para redactar mi testamento?

Son de temer los cristianos fundamentalistas, que continuamente preguntan: «¿Eso dónde sale en la Biblia?». ¿Y dónde sale cómo se debe usar el horno microondas o el teléfono celular? Obviamente, no todo está en la Biblia. Adelantemos ya un tema esencial, que desarrollaremos más adelante: la Biblia enseña lo necesario para nuestra salvación, pero hay otras realidades que no trata y muchas veces no es fácil de aplicar en la vida concreta.

Hay que esforzarse para poder entender el significado de cada texto y de cada libro en su contexto (o mejor, teniendo en cuenta sus contextos: histórico, religioso, literario, etc.). Para ello hemos de profundizar en el momento en que fue escrito, en las intenciones del escritor, en las circunstancias vitales de los primeros destinatarios. Solo después podré preguntarme qué me dice el texto a mí personalmente y cómo puedo ponerlo en práctica.

Tengamos en cuenta que, si no tenemos las claves correctas de lectura, es absurdo pensar que podemos entender correctamente un texto antiguo, que fue escrito en un idioma distinto del nuestro, en una época lejana, en una cultura diferente… Es como querer abrir una cerradura sin la llave. Y todo se complica más cuando la cerradura es tan vieja que está oxidada y atascada.

Hay quienes afirman que no necesitan introducciones ni otro tipo de mediaciones. Se bastan a sí mismos y dicen que solo quieren una lectura literal de los textos, sin que nadie se los interprete. Dejando de lado que toda traducción es ya una interpretación, es imposible hacer una lectura que no sea interpretación del texto. Si queremos entender lo que dice un cartel (lo mismo da que sea una fotografía, un logotipo o un texto escrito), tenemos que interpretarlo. Si no sé interpretarlo correctamente, no podré entender su mensaje. Este es un tema de gran importancia, que desarrollaremos en el momento oportuno.

Jesús proclamó bienaventurados a «los que escuchan la Palabra de Dios» (Lc 11,28). Somos muchos los que leemos y escuchamos con gusto la Biblia, que nos ha ofrecido consuelo y esperanza en distintas circunstancias de la vida. Por eso nos identificamos con la confesión del profeta Jeremías: «Si encontraba palabras tuyas, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (Jr 15,16). Este es el motivo que nos mueve a estudiarla, para conocerla cada vez mejor.

Al mismo tiempo, todos tenemos dificultades al leer algunos textos tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. No es algo nuevo, ya que está testimoniado en la misma Sagrada Escritura. Sirva de ejemplo este diálogo entre el diácono Felipe y un funcionario etíope, que leía el libro del profeta Isaías: «Le preguntó: “¿Entiendes lo que estás leyendo?”. Contestó: “¿Cómo voy a entenderlo si nadie me guía?”» (Hch 8,30-31). Este texto nos sitúa ante una doble realidad:

• Por un lado, el africano no era de raza judía, pero leía sus Escrituras. Esto indica que, desde antiguo, la Biblia despertó interés en contextos distintos a los que la originaron. Y ese interés se mantiene hasta el presente.

• Por otro lado, el lector no era capaz de comprender lo que leía, ya que le faltaban claves de interpretación. Esa dificultad también perdura en el tiempo.

Las numerosas introducciones a la Biblia que hay en el mercado pretenden ser una ayuda para poder situarla en su contexto y comprender su mensaje. Si me atrevo a proponer una más es porque me han animado a hacerlo personas con las que he compartido los temas que desarrollo aquí y me han asegurado que este material les ha sido de utilidad, y que también puede servir a otros.

No exagero si afirmo que este libro es el fruto de treinta años de trabajo. En distintas ocasiones he redactado, ampliado, corregido y actualizado los temas que trato aquí, con el fin de adaptarlos a los distintos grupos con los que he compartido cursillos y charlas. Finalmente ha llegado el tiempo de transformar en un tratado ordenado lo que hasta ahora solo han sido apuntes y esquemas para todo tipo de encuentros.

Aquí va una parte de mi vida: de una actividad a la que he dedicado mucho tiempo y de unos argumentos que alimentan mi espiritualidad. Comparto lo que me hace feliz y confío en que estas reflexiones puedan ayudar a los lectores a «dar razón de su esperanza» (cf. 1 Pe 3,15).

Normalmente tomo las citas de la siguiente traducción: Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (Madrid, 2010). Cuando las circunstancias lo requieren añado una traducción más literal [normalmente entre corchetes], si es que ayuda a comprender mejor el discurso.

2. La Biblia y la cultura

Durante siglos, la Biblia fue el libro más copiado, comentado y estudiado en Occidente. También fue el primer texto que se imprimió con el sistema de tipos móviles. Desde que Gutenberg la publicó en latín entre 1452 y 1455, ha sido el escrito más editado de todos los tiempos. En estos momentos está traducida total o parcialmente a más de dos mil idiomas y dialectos y se calcula que solo en los últimos doscientos años se han impreso más de seis mil millones de copias.

No hay duda de que su influencia ha sido determinante en el desarrollo del pensamiento, la historia, el arte y la literatura de Occidente. De la Biblia provienen muchas imágenes y expresiones que usamos cada día, como: estar hecho un Adán (para quien viste de manera sucia o descuidada), chivo expiatorio (cuando se busca alguien a quien culpar de algún mal, aunque no sea el responsable), ser el benjamín de la casa (para el más pequeño) o más viejo que Matusalén (para alguien muy longevo) o más paciente que Job (que soportaba los males sin quejarse), pasar las de Caín (refiriéndose a muchas penalidades, ya que fue expulsado de la presencia de Dios y condenado a vagar sin rumbo), llorar como una Magdalena (para alguien que llora desconsoladamente), ir de Herodes a Pilato (marchar de un sitio a otro para realizar una gestión administrativa, por ejemplo), lavarse las manos (desentenderse, como Pilato), venderse por un plato de lentejas (como en el episodio de Esaú y Jacob), un coloso con pies de barro (como en el sueño de Daniel), tomarse un año sabático, tiempo de vacas flacas, ser más falso que el beso de Judas, hacer la pascua a alguien, tomar una decisión salomónica, otro gallo le cantara, ganar el pan con el sudor de la frente, dar coces contra el aguijón, nadie es profeta en su tierra, como cordero llevado al matadero, por sus frutos los conoceréis, quien siembra vientos, cosecha tempestades, se armó el belén, tener talento para algo, echar perlas a los cerdos, rasgarse las vestiduras, tirar la primera piedra, llevar a alguien por la calle de la amargura, etc.

Hasta tiempos relativamente recientes, los cristianos sabían mejor la «historia sagrada» que la historia de su propio país. Al menos en líneas generales, conocían los relatos que hablan de Adán y Eva, Abrahán, Moisés, Sansón, David, Salomón, Jonás, Job… Lo mismo podemos decir del arte cristiano plasmado en retablos, relieves, pinturas y esculturas. Eran la «Biblia de los pobres» y la mayor parte de la población sabía interpretarlos, aunque no supiera leer. Hoy eso ya no es así.

Para los creyentes es triste, pero hemos de reconocer que, en nuestro mundo postmoderno y postcristiano, la mayoría de la población no conoce los relatos bíblicos ni tiene interés en ellos. Les basta con la caricatura que se han formado del cristianismo y de sus Escrituras. Muchos tienen un ejemplar de la Biblia en su casa, aunque son pocos los que la leen.

Vivimos en un ambiente postcristiano, profundamente secularizado, y el arte cristiano, enraizado en la Biblia, es ininteligible para la mayoría de nuestros contemporáneos. Un duro soneto de Rafael Alberti describe perfectamente la situación actual:

Entro, Señor, en tus iglesias... Dime,

si tienes voz, ¿por qué siempre vacías?

Te lo pregunto, por si no sabías

que ya a muy pocos tu pasión redime.

Respóndeme, Señor, si te deprime

decirme lo que a nadie le dirías:

si entre las sombras de esas naves frías

tu corazón anonadado gime.

Confiésalo, Señor. Solo tus fieles

hoy son esos anónimos tropeles

que en todo ven una lección de arte.

Miran acá, miran allá, asombrados,

ángeles, puertas, cúpulas, dorados...

y no te encuentran por ninguna parte.

El poeta recuerda que las imágenes religiosas, que un tiempo hablaron a nuestros antepasados y que suscitaron en ellos consuelo y esperanza, hoy están mudas, incapaces de despertar otra impresión que no sea la estética. De hecho, en los museos podemos encontrar la escultura de un dios romano junto a un Calvario medieval o a una pintura renacentista de las bodas de Caná. Todos ellos son valorados por su antigüedad, como testigos de las creencias de otros tiempos, pero no provocan sentimientos religiosos en nuestros contemporáneos.

Esto es válido para las imágenes plásticas y para las literarias. Si las representaciones judeocristianas, que se pueden ver y tocar, no dicen nada a la mayoría, ¿qué podemos esperar de los relatos que las sustentan?

La Biblia fue compuesta para transmitir emociones (con sus invitaciones a la alabanza gozosa o al arrepentimiento, por ejemplo), para fortalecer la fe de los creyentes, para dar consuelo y esperanza. Pero con ella sucede como con la poesía, la música y con las bellas artes: se necesita interés, una mínima sensibilidad y apertura de corazón para percibir su mensaje.

Al mismo tiempo, también hay personas que quieren leerla y conocer sus enseñanzas, a pesar de que no les resulta fácil. En cuanto tropiezan con largas genealogías, relatos especialmente violentos y normas absurdas, se desaniman. Son conscientes de que tienen en su mano algo muy valioso, pero no saben cómo sacarle rendimiento. Quienes se acercan a estas páginas están en el grupo de los que quieren aprender a leer las Sagradas Escrituras con provecho, aunque les cueste trabajo hacerlo.

3. La Biblia y la vida

La Biblia se pregunta: «¿Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?» (Sal 34 [33],13). Para esas personas se escribieron sus textos. De hecho, san Pablo la presenta como una guía para alcanzar una vida en plenitud y se puede aplicar a toda la Escritura lo que él afirma del evangelio que predicaba: «Es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). Por eso añade:

Todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza (Rom 15,4).

Las Sagradas Letras pueden darte la sabiduría que conduce a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y además útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena (2 Tim 3,15-17).

Así lo entendía el apóstol y así seguimos percibiéndolo los cristianos del siglo XXI: la Biblia es una fuente de esperanza, de consuelo y de salvación, aunque somos conscientes de que eso no se percibe a primera vista, por lo que hay que aprender a leerla y a interpretarla correctamente.

Los cristianos tenemos un gran aprecio por las Sagradas Escrituras, las consideramos «inspiradas» por Dios y queremos aprender de ellas, convencidos de que son el único camino que nos puede «guiar a la salvación», tal como acabamos de leer en un texto de san Pablo. Por eso nos esforzamos para conocerlas cada vez más profundamente, con el deseo de poner en práctica sus enseñanzas. Pero ¿qué son en concreto las Sagradas Escrituras?, ¿cuántos y qué libros las componen?, ¿dónde y cuándo se escribieron?, ¿cuáles son sus contenidos principales? y –sobre todo– ¿cómo interpretar correctamente su mensaje? Estos son los principales argumentos que trataremos en esta introducción general a la Biblia.

El viaje al Amazonas

Antes de entrar en materia, veamos un cuentecillo (un mashal, que es como en hebreo se denominan las parábolas, proverbios y acertijos con moraleja) que puede ayudarnos a descubrir el sentido más profundo de la Sagrada Escritura y nos revela cuál es la mejor actitud para leerla.

Un hombre viajó al Amazonas y regresó a su tierra sorprendido por la belleza de sus paisajes, la variedad de su flora y de su fauna, la acogida de sus gentes y el sabor de las frutas tropicales. Tanto alabó lo que había visto, que sus amigos decidieron organizar una expedición para poder contemplar esas maravillas. Para ayudarles, dibujó un mapa y escribió una guía de viaje, en la que les explicaba lo que iban a encontrarse y los lugares que no debían perderse, advirtiéndoles también de los peligros y de las precauciones para superarlos.

Al principio, los amigos escucharon con atención, leyeron el texto y estudiaron el mapa. Con el tiempo, aprendieron tan bien todas las explicaciones que se sintieron especialistas en el Amazonas, aunque nunca llegaron a visitarlo. De esta manera, el mapa y la guía terminaron por sustituir la experiencia del viaje.

¿Qué nos enseña esta historia? El Amazonas es imagen del reino de Dios. La Biblia es el libro que recoge los testimonios de quienes lo han visitado y nos cuentan su hermosura, además de ofrecernos los mapas que han dibujado para nosotros. Son muchos los que han realizado ese viaje fascinante y cada uno de ellos lo ha contado a su manera. Hoy tenemos sus experiencias recogidas en un único libro, escrito por personas muy diferentes entre sí, por lo que su atención se fija en aspectos distintos, aunque todos hablen del mismo viaje. Este es el motivo por el que los escritos que componen la Biblia reflejan varias sensibilidades.

Podemos leer la Biblia, estudiarla y llegar a considerarnos especialistas, pero nos sirve de poco si no ponemos en práctica sus enseñanzas, si no la usamos como trampolín para entrar en el reino, como mapa para «viajar al Amazonas».

En nuestros días se predica más que nunca; en muchos sitios se imparten cursos bíblicos y conferencias de temática religiosa, también tenemos acceso a multitud de información especializada. A pesar de todo, la fe de muchos cristianos es cada día más frágil, porque para fortalecerla no basta con conocer lo que otras personas dicen sobre Dios; cada uno está invitado a «gustar» personalmente lo bueno que es el Señor (cf. Sal 34 [33],9).

4. Metodología de estudio

Digamos ahora algunas palabras sobre el método de trabajo que seguiremos, así como sobre las actitudes necesarias para que nuestro estudio sea provechoso. Hay dos ciencias que se ocupan específicamente de estudiar la Biblia:

• La exégesis se centra en los textos (la versión original, la transmisión a lo largo del tiempo, las traducciones, el contexto en el que se formaron). Podemos identificarla con el esfuerzo que se realiza para comprender la historia de los libros bíblicos y lo que querían decir sus autores, con la ayuda de la arqueología, las ciencias sociales y la antropología cultural.

• La hermenéutica se concentra en la interpretación de los textos, sacando enseñanzas para el lector contemporáneo. Para ello se sirve de los métodos literarios y de la teología. No basta con entender el significado de las palabras usadas en una frase, párrafo o libro. Hay que buscar el mensaje que encierran y lo que nos enseñan hoy a nosotros.

Nos serviremos de las dos e intentaremos usar un lenguaje sencillo y comprensible para la mayoría, aunque de vez en cuando necesariamente aparecerán algunos tecnicismos, que explicaremos a medida que vayan saliendo.

No debemos olvidar que estos esfuerzos de interpretación nos deberían ayudar para emprender nuestro viaje personal al Amazonas –retomando la imagen que usábamos al principio– y no sustituirlo.

Lo que san Juan afirma al final de su evangelio, se puede aplicar a cada libro bíblico: «Muchos otros signos, que no están recogidos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,30-31). Él es consciente de que no cuenta todo e incluso de que algunas cosas no las presenta en orden y otras no sucedieron exactamente como él las recuerda. Eso no le importa, ya que no pretende hacer una crónica de los acontecimientos, sino interpretar los «signos» que hizo Jesús, para ayudarnos a comprender su mensaje.

Además, el «discípulo amado» añade en ese texto que quiere transmitirnos su fe en Jesús. Por eso nos ofrece un testimonio del encuentro con aquel que dio sentido a su vida y que puede dar sentido a la nuestra. Este es el motivo por el que, en la redacción final, un discípulo suyo añadió un epílogo a su evangelio, en el que afirma:

Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito; y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir (Jn 21,24-25).

En definitiva, los evangelios y los demás libros de la Biblia son, ante todo, testimonios de fe, que buscan transmitir un mensaje religioso. Si no lo tenemos en cuenta, nuestro acercamiento a los textos será estéril. Debemos estudiar su composición y analizarla con la ayuda de las ciencias humanas; esto nos permite comprenderla mejor. Pero también es importante dejar que nos interpele, que nos hable al corazón. Un serio estudio histórico-crítico no elimina una lectura espiritual. Al contrario, ambas se complementan.

Dos advertencias

La mayoría de los musulmanes rechaza la posibilidad de un estudio histórico-crítico del Corán, ya que consideran que recoge la revelación de Dios, tal como él la dictó a Mahoma y en el idioma en el que Dios la dictó, por lo que cada palabra es sagrada y las traducciones no sirven para el culto. Esta es también la actitud de muchos judíos respecto a sus Escrituras Sagradas. A diferencia de ellos, los cristianos creemos que la Palabra de Dios se encarnó en Jesucristo, no en un libro.

La Biblia recoge el testimonio humano de la revelación de Dios, tal como algunos seres humanos, iluminados por el Espíritu Santo, la entendieron y plasmaron por escrito. En este sentido, es Palabra de Dios, pero envuelta en palabras humanas. Por lo tanto, los estudios de las ciencias humanas son necesarios si queremos entender qué es lo que querían transmitir los autores y por qué lo hicieron usando esas palabras concretas. Las traducciones y los estudios histórico, textual, literario… son imprescindibles para poder interpretar correctamente los textos, como en el caso de cualquier otro escrito antiguo.

Al mismo tiempo que reconocemos que los estudios de crítica textual e histórica son necesarios para conocer el proceso de redacción de los libros bíblicos y el mensaje que querían transmitir sus autores, hemos de afirmar que no son suficientes, si queremos que cumplan la finalidad para la que fueron escritos. Para que la Palabra de Dios siga manifestándose «viva y eficaz» (Heb 4,12), debemos recordar que estamos ante textos formados y transmitidos en el seno de una comunidad creyente, que les da su sentido pleno y para la que siguen siendo actuales.

Se puede hacer una lectura literaria de la Biblia, buscando en ella la herencia cultural del antiguo Israel y del cristianismo primitivo. No solo es posible, sino deseable para descubrir la gran riqueza y variedad de contenidos del libro más influyente de toda la historia de la humanidad. Pero esto no es suficiente para un creyente, que dice con el corazón: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, Señor, luz en mi sendero» (Sal 119 [118],105).

Se necesita una disposición correcta a la hora de leer la Biblia. En un texto de difícil interpretación, Jesús afirma que hay muchos que no entienden porque les falta sencillez y deseos de aprender, porque están aferrados a sus prejuicios y no se abren al mensaje de la salvación: «[A los de fuera] les hablo en parábolas, porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender. Así se cumple en ellos la profecía de Isaías: “Oiréis con los oídos sin entender; miraréis con los ojos sin ver”» (Mt 13,13-14; cf. Is 6,9-10). El texto de Isaías es irónico y describe la actitud de los contemporáneos del profeta, a los que no les interesaba lo que aquel pudiera decirles.

Palabras similares las encontramos en otros contextos: «El Señor no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para escuchar» (Dt 29,3); «Oíd bien lo que voy a decir, gente insensata, sin juicio: tienen ojos y no ven; oídos, pero no escuchan» (Jr 5,21); «Tienen ojos para ver, y no ven; tienen oídos para oír, y no oyen, porque son un pueblo rebelde» (Ez 12,2); etc.

Estas citas nos hacen descubrir que, a la hora de leer los textos de la Biblia, se necesita una actitud adecuada, que permite la correcta comprensión de su mensaje, tal como también recuerda Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25).

La actitud correcta se manifiesta en nuestra disposición para que la lectura de la Biblia influya en nuestra vida. Con la Sagrada Escritura sucede como con las composiciones musicales. Una partitura solo se convierte en música cuando es interpretada por una o varias personas que cantan o hacen sonar instrumentos. Lo mismo pasa con la Biblia, que se convierte en Palabra de Dios cuando es leída con fe y llevada a la vida por quienes la leen. Jesús pone el ejemplo del que encuentra un tesoro escondido en el campo y vende todo lo que posee para poder adquirirlo. El mejor acercamiento a la Escritura es el que nos hace tomar opciones claras y decididas para poder hacernos con el tesoro.

Hablando con Dios, un salmista afirma: «Mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti. […] Tu gracia vale más que la vida. […] En el lecho me acuerdo de ti y velando medito en ti» (Sal 63 [62]). Quien no se haya encontrado con Dios, difícilmente podrá decir que su gracia vale más que la vida y que se acuerda de él acostado y levantado.

Por su parte, san Pablo dice de sí mismo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8). Quien no haya hecho experiencia personal de Cristo (aunque sea de una manera débil e imperfecta) tampoco podrá decir que todo lo demás no tiene valor a su lado.

Para los creyentes, estos textos están vivos y les ayudan a expresar sus sentimientos más íntimos. Por su parte, los no creyentes pueden estudiarlos y hasta aprenderlos de memoria, pero nunca captarán su mensaje más profundo, aunque no hay duda de que todos encontrarán enseñanzas interesantes en ellos.

En conclusión: para percibir toda la riqueza de la Biblia se necesita tomar en serio los métodos histórico-críticos y, al mismo tiempo, la apertura del corazón para permitir que su mensaje influya en la vida del lector.

5. Contenidos de este libro

Esta iniciación bíblica consta de cuatro secciones:

• En la primera hablamos de los textos bíblicos (el proceso de formación y transmisión, los libros que componen la Biblia, sus características principales, las lecturas correctas e incorrectas).

• En la segunda tratamos del lenguaje bíblico («los idiomas» que usan los semitas para comunicarse, que tienen unas peculiaridades que debemos conocer si queremos entenderlos,) y los principales símbolos que usa la Sagrada Escritura, con algunas claves para interpretarlos.

• En la tercera estudiamos el contexto en que surgió la Biblia (la geografía, la historia y las características sociales y religiosas de Israel, así como sus instituciones).

• En la cuarta analizamos algunos elementos fundamentales de teología bíblica (el misterio de Dios, los relatos de la creación del mundo y de los seres humanos, la elección de Israel y su misión en el mundo, la teología de la alianza, la ley de Dios, la esperanza mesiánica y la fiesta de Pascua).

Los textos

Antes de tratar cualquier otro argumento, tenemos que detenernos en algunas cuestiones relativas a los textos bíblicos: el origen de la Biblia (la composición y transmisión de sus libros), la inspiración, la revelación, la inerrancia, el canon y los géneros literarios que usa. (Que nadie se asuste de estas palabras; en su momento explicaremos el significado de cada una de ellas).

Como veremos, (contra lo que se puede pensar) no todos los libros que componen la Biblia comparten la misma teología ni los mismos puntos de vista sobre temas fundamentales, como el culto que el hombre debe ofrecer a Dios, la manera concreta de practicar la justicia o la relación con los extranjeros. Hay variedad de opiniones y una evolución del pensamiento. Además, el proceso de su formación fue largo y complicado. Por lo tanto, la interpretación de los mismos no puede ser sencilla. Por eso hablaremos también de las lecturas incorrectas y daremos algunas claves para poder captar el mensaje de unos libros que objetivamente son difíciles de entender.

Estos argumentos pueden parecer poco interesantes e incluso aburridos, pero son necesarios si pretendemos leer la Biblia con provecho. Normalmente, si queremos tocar el piano u otro instrumento, primero hemos de aprender algunas nociones de música. Estos temas introductorios son el equivalente a las clases de solfeo, que después nos permitirán interpretar las partituras, para que se transformen en música preciosa.

Lo mismo sucede si queremos aprender un idioma. Hoy están de moda los métodos que se anuncian diciendo: «Aprenda inglés sin esfuerzo» o «Aprenda francés de una forma divertida». Eso son eslóganes publicitarios engañosos para vender una mercancía. Estudiar los verbos irregulares no es divertido; sin embargo, es necesario hacerlo si queremos dominar la lengua que estamos estudiando. Lo bonito es el resultado final (establecer contacto con nuevas personas, entender los que nos dicen, comunicarnos con ellos en su idioma), pero el proceso exige dedicación y constancia.

Por lo tanto, leer la Biblia con provecho es algo precioso, que nos llena de satisfacción y ensancha nuestros horizontes, pero se requiere esfuerzo para entender sus textos, que fueron escritos hace muchos siglos por autores que tenían una cultura muy distinta de la nuestra.

Las lenguas y los símbolos

Después de hablar de los textos, nos detendremos a dar algunas nociones sobre las peculiaridades de los idiomas en que fueron escritos (hebreo, arameo y griego), así como sobre el simbolismo que utilizan.

Este tema es fundamental, ya que el ser humano es un animal simbólico, que se comunica por medio del lenguaje hablado y escrito, por signos y por imágenes. Pero ¿qué sucede cuando no sabemos interpretar correctamente lo que el otro quiere comunicarnos? Que no nos entendemos.

Si alguien se dirige a mí en un idioma que no conozco, quizás yo pueda adivinar de qué quiere hablarme, pero no podremos establecer una conversación profunda. Lo mismo sucede en todos los ámbitos de nuestra existencia. Si yo no sé interpretar las señales de tráfico que encuentro en la carretera, es posible que tome una dirección equivocada, vaya a una velocidad no adecuada y reciba una sanción, o incluso que provoque un accidente. Casi todo en nuestra vida tiene un significado que va más allá de lo que aparece a primera vista y que tengo que aprender a interpretar: una bandera, un escudo, una moneda, un anillo, un uniforme, un escrito en una placa, etc.

Hay algunos símbolos que nos resultan fáciles de interpretar porque los hemos visto desde nuestra infancia y estamos acostumbrados a ellos (por ejemplo, los logos de algunas marcas comerciales, las señales para identificar un hospital o una farmacia, los colores de las luces de los semáforos, etc.), pero hay otros que nos resultan desconocidos (por ejemplo, cuando visitamos un templo hindú no sabemos identificar cada uno de los personajes que están representados en los relieves o en las pinturas).

Normalmente leemos la Biblia en una traducción a nuestro propio idioma, pero no basta con entender la lengua, hay que entrar en la mente de los escritores y de sus destinatarios para comprender el simbolismo que algunas palabras encerraban para ellos. Si no es así, nos puede pasar como cuando vemos un jeroglífico egipcio: distinguimos las figuras y los colores, pero no comprendemos el mensaje que quieren transmitir.

Veámoslo con un ejemplo del evangelio: el endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20). El texto lo conocemos: Jesús fue a la región de los gerasenos y se encontró con un hombre que vivía en el cementerio, incapacitado para relacionarse con los demás y haciéndose daño a sí mismo. Cuando Jesús habla con él, se manifiesta que está poseído por una «legión de demonios». Él los expulsa y los manda a una piara de cerdos que se arroja por el precipicio al mar, donde se ahogan. Así termina el relato.

Para entender el texto, tenemos que recordar que el acontecimiento tiene lugar fuera del territorio de Israel. El geraseno es imagen del mundo pagano, que vive alejado del Dios verdadero, lo que equivale a estar muerto en vida (es significativo que su morada sea el cementerio). Jesús envía los demonios al lugar más despreciable para un judío (a los cerdos, considerados animales inmundos, que causaban en los judíos la misma sensación de asco que las ratas entre nosotros. De hecho, la mayor humillación del hijo pródigo es que, cuando se alejó de su padre, terminó en un país extranjero, cuidando cerdos. Cuando comprendió su triste situación, se decidió a regresar a su tierra, a la casa paterna).

Jesús hace que los demonios y los cerdos se precipiten por el abismo y perezcan en el mar; es decir, vence sobre el mal, sobre el pecado y la impureza, sobre lo que aleja al hombre de Dios y le impide ser feliz. Los primeros cristianos de cultura judía entendían bien el significado de este relato, pero nosotros no podemos comprenderlo si no nos explican todas esas cosas. Como vemos, no basta con saber lo que es un cerdo, lo que es un cementerio o lo que es el mar para captar el significado de la narración.

Como ya hemos dicho, necesitamos conocer algo del contexto, de la historia, de la cultura en la que fue escrito un texto para poder interpretar correctamente los símbolos que utiliza y así captar su mensaje. Como sucede con la narración del endemoniado de Gerasa, toda la Biblia está llena de imágenes que intentan transmitirnos mensajes concretos, pero que no siempre son fáciles de entender para quienes vivimos en una cultura lejana en el tiempo y en el espacio a la que plasmó su pensamiento con ellas.

La misma Biblia nos transmite la convicción de que sus símbolos tienen que ser interpretados. Tenemos muchos ejemplos, veamos algunos:

• El faraón soñó que siete vacas flacas se comían siete vacas gordas, pero solo José supo dar el significado exacto del sueño, explicar la imagen para que resultara comprensible (cf. Gn 41).

• Nabucodonosor soñó con una estatua en la que cada parte era de un material distinto y tenía los pies de barro. Solo Daniel supo interpretar correctamente el sueño y descubrir su sentido (cf. Dn 2).

• El profeta Jeremías vio un almendro florecido y una olla derramada, pero solo con la ayuda de Dios supo descifrar el mensaje que esos objetos transmitían (cf. Jr 1).

En el Nuevo Testamento, todo el evangelio de Juan se construye sobre los «signos» que hace Jesús y que solo son comprensibles con sus explicaciones. Jesús mismo reprende a sus contemporáneos cuando quieren hacerle rey después de la multiplicación de los panes y les dice que lo hacen porque les ha dado de comer, pero no han entendido el significado de ese «signo» (Jn 6,26), que él mismo explica en el discurso del «pan de la vida». Por lo tanto, vuelvo a insistir en que no basta con leer los textos, sino que necesitamos ayuda para poder interpretarlos correctamente y descubrir así su mensaje.

El contexto

Es muy importante que, desde el principio, tengamos presente que los libros de la Biblia fueron redactados por autores que vivieron en un contexto sociocultural muy distinto del nuestro. Además, como fueron escritos en un período tan dilatado de tiempo (en un arco de unos mil años), ese contexto evolucionó con el pasar de los siglos, por lo que necesariamente tenemos que detenernos a hablar de dicho contexto y de su evolución, si queremos enmarcar correctamente los textos bíblicos.

Este será nuestro tercer bloque de temas a estudiar: geografía, características de la sociedad israelita (primero del período nómada y después de la civilización sedentaria), las instituciones judías (familia, monarquía, sacerdotes, profetas, sabios, el templo, la sinagoga) y los elementos fundamentales de su religión (creencias, culto, fiestas).

Particular importancia tiene el conocimiento de la accidentada historia de Israel. Primero veremos lo que tradicionalmente se ha llamado historia sagrada, la presentación de la historia que hace la Biblia, la cual comienza en el jardín del Edén y concluye en la Jerusalén celestial. Después estudiaremos la historia crítica, que nos ofrecen la arqueología y otros documentos extrabíblicos, que no coincide totalmente con aquella.

Como veremos, los textos bíblicos interpretan la historia del pueblo de Dios y algunas veces afirman cosas que no sucedieron realmente o que sucedieron de manera distinta a como ellos las cuentan. Sin embargo, el conocimiento de la historia es fundamental para comprender a qué preguntas querían responder los escritores y por qué lo hicieron de esa manera concreta.

Aunque lo explicaremos en su momento, ya adelantamos que los autores bíblicos no pretenden engañar a nadie, sino que sus intereses son teológicos y su concepción de la historia no es la que se ha desarrollado en Occidente a partir del siglo XVIII. De ahí que distingamos entre la historia crítica de Israel y la historia sagrada que recoge la Biblia.

Teología bíblica

En un cuarto momento hablaremos de la teología bíblica, que estudia el mensaje de cada libro y de cada autor, así como la unidad interna de todos ellos. Efectivamente, cada intervención de Dios a lo largo de los siglos forma parte de una única historia de salvación, proyectada antes del tiempo, iniciada en el mismo momento de la Creación y realizada de una manera progresiva, que encuentra su realización y su clave de interpretación en Cristo y que se cumplirá plenamente solo al final de los tiempos.

La teología bíblica nos ayuda a comprender el principal contenido de la Biblia, que no es un conjunto de verdades que creer o de normas morales o cultuales que cumplir (aunque esas cosas estén presentes), sino un kerigma, un mensaje que Dios dirige a los hombres.

Las autoridades políticas y religiosas de Israel y de los otros pueblos antiguos tenían sus portavoces, encargados de transmitir de manera inalterada sus mensajes (unas veces como pregoneros, otras como embajadores). En griego eran llamados kerix (palabra que se suele traducir por ‘heraldo’) y su mensaje se denominaba kerigma.

El kerigma del Antiguo y del Nuevo Testamento es un ofrecimiento de salvación, acompañado por una invitación a la conversión, de manera que la salvación pueda ser acogida realmente por los destinatarios del mensaje. Tanto en los profetas como en los apóstoles y evangelistas, el kerigma es una llamada que se dirige a los oyentes comprometiéndoles, un anuncio positivo que espera una respuesta. Su contenido es «la buena noticia» (Is 52,7), «el evangelio de Dios» (1 Tes 2,9).

Es importante tomar conciencia de que la Biblia sigue conteniendo un mensaje de salvación que Dios dirige a los seres humanos. Más allá de las circunstancias concretas y de los términos en los que se formuló, hemos de descubrir los contenidos del mensaje, que sigue siendo actual y necesario.

Dependiendo del argumento anterior, en la Biblia hay una serie de ideas que subyacen a todos los libros y son como los cimientos sobre los que se alza el edificio: la progresiva revelación del misterio de Dios, su proyecto salvador, la creación del mundo y del ser humano, la elección de Israel para una misión, la alianza (que es la categoría central del Antiguo Testamento), la ley de Dios (el regalo que él nos hace para que podamos relacionarnos correctamente), la esperanza mesiánica, la promesa escatológica y la celebración de la Pascua, que –de alguna manera– los resume todos.

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LOS TEXTOS BÍBLICOS

En esta primera parte hablaremos de las cuestiones generales relativas a los textos de la Biblia: qué es y qué libros la componen, cómo se citan, el complejo proceso de su formación y transmisión, algunas características de los mismos (la inspiración, la revelación, la veracidad, los géneros literarios que usa) y las claves necesarias para leerlos con provecho en nuestros días.

1. ¿Qué es la Biblia?

Decimos que la Biblia o Sagrada Escritura es la «Palabra de Dios» y que en ella Dios nos habla utilizando un lenguaje humano. Pero no deberíamos olvidar que, antes que revelarnos cosas o ideas, Dios se revela a sí mismo (es decir: se da a conocer, manifiesta quién es él, entra en contacto con nosotros). Y lo hace, en primer lugar, en la creación, en la historia y en la conciencia humana. Solo en un segundo momento se da a conocer por medio de los textos bíblicos, que son un testimonio escrito de las intervenciones de Dios en favor de los hombres.

De hecho, Dios entró en contacto con Abrahán, Moisés y los otros personajes del Antiguo Testamento mucho antes de que hubiera textos bíblicos escritos. Lo mismo podemos decir del Nuevo Testamento: los primeros cristianos se encontraron con Cristo y acogieron la fe predicada por sus discípulos antes de que esas vivencias se pusieran por escrito. La Biblia recoge esas experiencias de Dios y las transmite con un lenguaje humano, el cual los escritores toman de su sociedad.

Comencemos recordando que, contra lo que se puede pensar, la Biblia no es un libro, sino una colección de libros, que contiene algunos muy largos (Isaías, por ejemplo), mientras que otros apenas ocupan una página (como Abdías o la Tercera carta de san Juan). De hecho, en griego, libro, en singular, se dice biblion, y libros, en plural, se dice biblia. Es lo mismo que la palabra biblioteca, que indica un conjunto ordenado de libros. Hasta tiempos recientes, en los que se empezó a usar un papel muy fino que permitió hacer volúmenes de muchas páginas, los libros que componen la Biblia se publicaban siempre en tomos separados.

Los libros de la Biblia no fueron escritos todos de una vez, ni en el mismo lugar, ni por el mismo autor, ni en el mismo idioma. Los más antiguos se comenzaron a escribir hace unos 2.700 años (aunque recogen tradiciones orales anteriores y fueron corregidos y ampliados varias veces a lo largo de los siglos) y los más modernos se escribieron hace unos 1.900 años, por lo que es normal que entre ellos haya diferencias en los contenidos y en la manera de expresarlos.

Si alguien hiciera una selección de textos en español, en la que recogiera el Cantar del mío Cid, el Castillo interior de santa Teresa de Jesús, el Quijote de Cervantes, las Leyendas de Bécquer, Platero y yo de Juan Ramón Jiménez y un artículo periodístico de Mario Vargas Llosa, vería que todos usan la misma lengua (es decir, el mismo idioma), pero entre ellos hay una gran diferencia en el lenguaje (el uso peculiar que cada uno hace de la lengua común), además de en los géneros literarios y en los contenidos de cada obra. Pues algo parecido sucede con los escritos que componen la Biblia.

A los libros que hablan de la revelación de Dios a Israel antes del nacimiento de Jesucristo, los denominamos Antiguo Testamento y fueron redactados en hebreo, aunque unos pocos textos se escribieron en arameo: Esdras 4,8-6,18; 7,12-26; Daniel 2,4b–7,28, Jeremías 10,11 y algunas palabras sueltas en otros libros. Algunos libros fueron redactados en griego: Sabiduría, 2 Macabeos, Ester 10,4-16,24; Daniel 3,24-90; 13-14. Como veremos más tarde, en cierto momento los judíos sacaron de su canon los libros escritos en griego y otros de los que se perdió la versión original hebrea y solamente se conservaba la traducción griega.

A los libros que recogen la revelación de Dios después del nacimiento del Señor Jesús los llamamos Nuevo Testamento, y todos ellos fueron escritos en griego. Solo incorporan algunas palabras arameas al texto griego: Abba, que significa ‘Padre’ (Mc 14,36; Gal 4,6; Rom 8,15); talita kumi, que significa ‘muchachita, levántate’ (Mc 5,41); epheta, que significa ‘¡ábrete!’ (Mc 7,34); Eloí, Eloí, lammá sabactaní, que significa ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’ (Mc 15,34); raka, que significa ‘necio,’ o ‘cabeza hueca’ (Mt 5,22), Marana-tha, que significa ‘ven, Señor’ (1 Cor 16,22; Ap 22,20), y otros pocos.

Antes de continuar, es necesaria una aclaración lingüística. Tal como veremos con más detenimiento al hablar de la alianza, la palabra hebrea berit se tradujo en griego por diatheke, y en latín por testamentum. De ahí viene el nombre Antiguo Testamento para los libros que hablan de la alianza judía y Nuevo Testamento para los libros que hablan de la alianza cristiana.

La mayoría de los libros del Antiguo Testamento provienen de Palestina, aunque hay textos que se escribieron en otros lugares cercanos, como Egipto y Mesopotamia. Los libros del Nuevo Testamento se escribieron en distintos lugares del antiguo Imperio romano: Jerusalén, Antioquía de Siria (en la actual Turquía), Acaya de Grecia, Roma, etc.

Los autores son muy distintos entre sí. Amós, por ejemplo, era hebreo, dedicado al pastoreo y a la recolección de higos; mientras que Lucas era griego y ejercía la medicina. Es natural que no se expresen de igual manera, ya que tuvieron diferente formación y vivieron en contextos muy distintos. Tanta variedad de autores y proveniencias hace que también sean distintos los géneros literarios utilizados e incluso la teología que subyace a los textos, tal como veremos.

Nadie se asuste al descubrir que no conservamos ningún manuscrito original de la Biblia. Tampoco tenemos los de Platón, Aristóteles, Virgilio, ni los de ningún escritor antiguo. Sus obras han llegado a nosotros a través de copias realizadas por amanuenses a lo largo de los siglos. Además, en comparación con cualquier autor de la antigüedad, se conservan muchos más manuscritos de la Biblia y mucho más cercanos en el tiempo a los originales.

Solamente de los evangelios hay más de cinco mil documentos antiguos (códices completos o parciales, leccionarios y fragmentos de distinto tamaño). Como es natural, hay variantes entre ellos, algunas involuntarias (debidas a equivocaciones del escritor al copiar un párrafo) y otras voluntarias (ya que los copistas quisieron aclarar, resumir o ampliar algunos textos), pero al tener una documentación tan abundante la reconstrucción de la mayoría de los libros originales es bastante segura, aunque algunos pocos textos siguen ofreciendo problemas de lectura.

2. El canon

La lista o canon de los libros que componen la Biblia varía entre los judíos (que no reconocen los textos del Nuevo Testamento) y los cristianos (que sí que los aceptan). Pero también entre los distintos grupos cristianos hay una pequeña variación en el número de libros. ¿A qué se debe esto? En primer lugar, a que en la antigüedad los textos bíblicos eran libros independientes y en pocos sitios se tenía copia de todos ellos. En segundo lugar, a cuestiones históricas que expondremos brevemente a continuación.

2.1. La formación del canon

Como tendremos ocasión de ver, la formación de los libros que forman parte de la Biblia hebrea fue un proceso largo y laborioso. Con el pasar de los siglos, unos escritos gozaron de mayor autoridad que otros y recibieron una mayor veneración, especialmente los que hacían referencia a las leyes cultuales y de comportamiento, que se pusieron en referencia a la alianza del Sinaí, y los que recogían las enseñanzas de los profetas.

Hacia el siglo V a. C. los cinco libros de la Torá (el Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio) ya tenían su forma definitiva (la que ha llegado a nosotros con pequeñas adiciones y cambios) y se consideraban un cuerpo cerrado.

El conjunto de los libros proféticos (los llamados Nevi’im) había comenzado a escribirse antes, pero tardó algunos siglos más en cerrarse. Los llamados «profetas anteriores» (Josué, Jueces, Samuel y Reyes) ya estaban concluidos en la misma época que la Torá. Sin embargo, hasta principios del siglo II a. C. se admitieron nuevos textos entre los llamados «profetas posteriores» (Isaías, Jeremías, Ezequiel y el libro de los Doce profetas menores). Todas las comunidades judías los veneraban, aunque no siempre tenían copias de todos los libros ni coincidían totalmente las versiones que poseía cada una de ellas.

Los otros libros religiosos del judaísmo fueron agrupados bajo el nombre general de Ketubim (los ‘escritos’). Fueron redactados en épocas diversas, pero solo desde finales del siglo I d. C. el judaísmo oficial comenzó a pronunciarse sobre cuáles debían ser reconocidos como «canónicos» y cuáles no. Un acuerdo unánime no se alcanzó hasta finales del sigloIII d. C.

La primera lista que conocemos de libros reconocidos como inspirados es la Biblia de «los Setenta» o Septuaginta (normalmente citada simplemente como «LXX»), que es una traducción al griego de los textos del Antiguo Testamento (y de algunos más, que después no entraron en el canon), realizada en Alejandría, en el norte de Egipto, entre los siglosIII y II a. C. Es llamada así porque se pensaba que había sido traducida por setenta y dos sabios (uno de cada nación), pero se redondeaba en setenta.

Se suele llamar a esta lista canon alejandrino, en referencia a la ciudad en la que se realizó. Es el texto que, en tiempos de Jesús, usaban para el estudio y para el culto la mayoría de las comunidades judías fuera de Judea e incluso algunas de Jerusalén. También es el texto que utilizaban los primeros cristianos y el que citan normalmente los autores del Nuevo Testamento.

Después de la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C., un grupo de estudiosos hebreos se estableció en la ciudad de Jamnia, y hacia el año 95 d. C. estableció la lista de libros que los judíos debían considerar como inspirados. Es el llamado canon palestino, en referencia a la tierra en la que se hizo el acuerdo. En él se aceptaron solo los escritos que en aquel momento se conservaban en hebreo: en total, veinticuatro libros. En esa misma ocasión se rechazaron los que solo se conservaban traducidos al griego o que fueron escritos directamente en griego: en total, trece libros. También rechazaron la traducción griega de los LXX, porque era la que usaban los cristianos. Esta decisión no fue inmediatamente aceptada por todos los judíos, pero terminó imponiéndose con el pasar del tiempo.

El texto hebreo es llamado masorético, término derivado de la palabra hebrea mesorah, que se refiere a la transmisión de una tradición, y es el fruto de un largo proceso de fijación de los escritos bíblicos por parte de sabios judíos, que colocaron signos de puntuación, acentos y vocales, que no existían en los textos originales. Aunque hubo una gran variedad de versiones antiguas (de las que han llegado a nosotros muchos testimonios), no cambia esencialmente el sentido de los textos. La versión que se terminó imponiendo en los siglos XV-XVI d. C. ya estaba concluida hacia el año 1000 d. C.

En la Iglesia primitiva se siguió usando la Biblia en griego y no se hizo caso de estas disposiciones judías, pero algunos de sus libros encontraron dificultades para ser aceptados pacíficamente por todos. De hecho, cuando a finales del siglo IV se tradujo la Biblia al latín en la versión llamada Vulgata, sí que se introdujeron siete de los libros escritos originalmente en griego o que solo se conservaban en la traducción griega (Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, Sabiduría y los dos libros de los Macabeos), pero se excluyeron otros cinco (los libros Primero de Esdras, Tercero de los Macabeos, Cuarto de los Macabeos, el de las Odas de Salomón y el de los Salmos de Salomón). De modo que estos últimos no fueron aceptados en las Iglesias de tradición latina, pero sí en las de tradición griega, permaneciendo algunos de ellos hasta el presente en el canon de algunas Iglesias ortodoxas, que tampoco concuerdan totalmente entre sí, ya que otras no los aceptaron y, desde el siglo XVIII, los ortodoxos rusos incluso rechazan los deuterocanónicos (ya veremos que es el nombre que se da desde el siglo XVI a los siete libros que hemos citado más arriba).

Más difícil aún fue la aceptación universal de una lista de los libros del Nuevo Testamento, ya que, mientras todos aceptaban los cuatro evangelios y la mayoría de las cartas de san Pablo, algunos no admitían el Apocalipsis o la Carta a los Hebreos. Al mismo tiempo, algunas comunidades también consideraban inspirados textos de época apostólica que en otras Iglesias locales no recibían la misma consideración (como el Pastor de Hermas, la Didajé, la Traditio apostólica, las Cartas de san Ignacio de Antioquía o la Carta de san Clemente).

A lo largo del siglo IV, con el final de las persecuciones, creció la comunicación entre las comunidades cristianas y se unificaron los criterios, aceptándose casi universalmente el canon que conservamos hasta el presente, que consta de 73 libros (o 74 si consideramos la Carta de Jeremías como un escrito autónomo y no como un apéndice del libro de Baruc). El Antiguo Testamento está formado por 46 libros y el Nuevo Testamento por 27 libros.

En el siglo XVI Lutero rechazó los escritos del Antiguo Testamento que no se encontraban en el canon palestino, que es el que seguían los judíos. A esos libros los llamó deuterocanónicos y no los consideró inspirados, aunque los consideró útiles y los colocó en apéndice en su Biblia. Lo mismo sucedió con la Biblia de Zúrich, publicada por Zwinglio, y con la Biblia Olivetana, publicada con un prólogo de Calvino. Sin embargo, en nuestros días los protestantes suelen llamarlos apócrifos y normalmente no los recogen en las suyas. Hay otros siete libros del Nuevo Testamento que Lutero no excluyó, pero que consideró de menor importancia que los demás (Carta a los Hebreos, Carta de Santiago, Segunda carta de Pedro, Segunda y Tercera cartas de Juan, Carta de Judas y Apocalipsis). En respuesta a esa elección, el concilio de Trento confirmó como válida la lista que se seguía en la Iglesia católica desde el siglo IV.

Quitando esas pequeñas variaciones, católicos, ortodoxos y protestantes tenemos la misma Biblia, compuesta por los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Veamos ahora cuáles son los libros que la componen.

2.2. La Biblia hebrea: la Tanaj

Como ya hemos indicado, la Biblia hebrea contiene todos los libros que componen el Antiguo Testamento en la Biblia cristiana, excepto los siete libros que fueron escritos en griego o de los que solo se conservaban traducciones al griego cuando se tomó la decisión. Los dos libros de Samuel están unidos en uno solo, lo mismo que los dos libros de los Reyes, los dos libros de las Crónicas y los de Esdras y Nehemías. También los Doce profetas menores son considerados un único libro, por lo que el resultado final es de veinticuatro libros.

El conjunto resultante es llamado Tanaj por los judíos. Esta palabra es el acrónimo que surge al unir las tres partes que contiene:

• La Torá. Esta palabra hebrea se traduce por ‘Ley’, pero también significa ‘instrucción’, ‘enseñanza’. Recoge los mismos cinco libros llamados en griego Pentateuco (palabra que literalmente significa ‘cinco estuches’, se entiende que para contener los cinco volúmenes): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.

• Los Nevi’im (‘Profetas’). Esta sección contiene los llamados «profetas anteriores» –nuestros libros históricos de Josué, Jueces, Samuel y Reyes– y los llamados «profetas posteriores» –tres de nuestros libros proféticos mayores (Isaías, Jeremías y Ezequiel) y los Doce profetas menores recogidos en un solo libro–.

• Los Ketubim (‘Escritos’). Aquí se recogen los libros que no entran en las otras dos categorías: uno sapiencial (Proverbios), uno poético (Salmos), uno poético-sapiencial (Job), dos históricos (Esdras-Nehemías y Crónicas), uno profético-apocalíptico (Daniel), además de los cinco «rollos» que se leen en algunas festividades concretas: Cantar de los Cantares (en Pascua), Rut (en Pentecostés), Lamentaciones (en el ayuno de Tish’á Be’av), Eclesiastés (en la fiesta de las tiendas) y Ester (en Purim).

Estas tres partes ya eran conocidas en tiempos de Jeremías, aunque ninguna de ellas se había completado por entonces: «No faltará la ley del sacerdote, ni el consejo del sabio, ni el oráculo del profeta» (Jr 18,18). Más tarde, el Eclesiástico también testimonió esa división de la Biblia en tres partes, alabando las enseñanzas que «hemos recibido de la ley, los profetas y los demás escritores que los siguieron» (Eclo prólogo,1).

Los hebreos no ponían títulos a los libros, y solían llamarlos por la primera o las primeras palabras de cada texto. Los nombres que usamos nosotros vienen del griego y suelen hablar de los contenidos de cada volumen.

Veamos los nombres de los cinco primeros libros de la Biblia (los fundamentales para los judíos), que componen la Torá o Pentateuco:

• El primero es llamado en hebreo Bereshit (‘En el principio’), y en griego Génesis (‘Los orígenes’).

• El segundo es llamado en hebreo Shemot (‘Los nombres’), y en griego Éxodo (‘La salida’).

• El tercero es llamado en hebreo Wayyiqrá (‘Y llamó’), y en griego Levítico (porque recoge las normas del culto divino, cuyos responsables eran los miembros de la tribu de Leví).

• El cuarto es llamado en hebreo Bamidbar (‘En el desierto’), y en griego Números