Tú también puedes tener un cuerpo como el mío - Alexandra Kleeman - E-Book

Tú también puedes tener un cuerpo como el mío E-Book

Alexandra Kleeman

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Beschreibung

La singular primera novela de Alexandra Kleeman es un cruce entre La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon y Ruido blanco de Don DeLillo, una fábula inquietante sobre los aspectos más oscuros de una civilización sometida a los dictados del consumismo. ¿Qué pasa cuando el sexo, la amistad, el amor, la dieta y la forma de nuestro cuerpo pasan a regirse por los ideales inalcanzables de la publicidad, los reality shows y una sociedad dominada por corporaciones opacas? Como un espejo cóncavo, Tú también puedes tener un cuerpo como el mío retrata una realidad que es y no es la nuestra, y erige un universo distópico que nos resulta extrañamente familiar. A es una joven que vive en una anónima ciudad norteamericana con su compañera de piso, B, y su novio, C. A se alimenta casi exclusivamente de helado y naranjas, se pasa la vida hipnotizada ante el televisor y hace lo posible por amoldar su cuerpo a un canon de belleza que solo existe en los anuncios. B se esfuerza desesperadamente por parecerse lo más posible a A, copiando sus hábitos y apropiándose de sus cosas, mientras que A, insatisfecha a su vez, busca un sentido a su vida más allá de su dependencia sentimental de C y se distrae espiando a la familia que vive al otro lado de la calle hasta que estos desaparecen en circunstancias misteriosas.

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Seitenzahl: 443

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Portada

Tú también puedes tener

un cuerpo como el mío

Tú también puedes tener

un cuerpo como el mío

alexandra kleeman

Traducción de Irene Oliva Luque e Inés Clavero

Índice

Portada

Presentación

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

SEGUNDAPARTE

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

TERCERAPARTE

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Agradecimientos

Alexandra Kleeman

Otros títulos publicados en Gatopardo

Título original: You Too Can Have a Body Like Mine

Copyright © 2015, Alexandra Kleeman

The rigth of Alexandra Kleeman to be identified as the author

of this work has been asserted by her in accordance with the Copyright,

Designs and Patents Act 1988

© de la traducción: Irene Oliva Luque e Inés Clavero

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U, 2020

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: marzo de 2020

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: © Bloom de Andrea Torres Balaguer (2018)

Imagen de la solapa: © Fred Tangerman (2019)

eISBN:978-84-17109-93-6

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para Terry y Faye

«Diríase que la orquídea imita a la avispa, cuya imagen reproduce de forma significante (mímesis, mimetismo, señuelo, etc.). [...] Al mismo tiempo se trata de algo totalmente distinto: ya no de imitación, sino de captura de código, plusvalía de código, aumento de valencia, verdadero devenir, devenir avispa de la orquídea, devenir orquídea de la avispa.»

Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia

Deleuze y Guattari

«Dichoso el león que al ser ingerido por un hombre se hace hombre; abominable el hombre que se deja devorar por un león y este se hace hombre.»

Evangelio deTomás

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

¿Es verdad que por dentro somos más o menos iguales? No quiero decir psicológicamente. Me refiero a los órganos vitales, el estómago, el corazón, los pulmones, el hígado: a su ubicación y su función, y a la forma en que un cirujano que hace una incisión no piensa en mi cuerpo en particular sino en un cuerpo cualquiera, representado como un corte transversal en las páginas de un manual de medicina. El corazón que hay en mi cuerpo podría extraerse y colocarse en el tuyo, y esta parte de mí que yo he incubado seguiría viviendo, bombeando sangre ajena a través de canales ajenos. En el recipiente justo, puede que nunca notara la diferencia. Por la noche me tumbo en la cama y, aunque no pueda tocarlo o cogerlo con la mano, siento cómo mi corazón se mueve dentro de mí, demasiado pequeño para llenar el pecho de un hombre adulto, demasiado grande para el pecho de un niño. Leí un artículo de prensa sobre un hombre en Rusia que había empezado a esputar sangre; en una radiografía detectaron una masa en el pecho con una forma que se expandía, con flecos en los bordes. Pensaron que se trataba de un cáncer, pero cuando lo abrieron encontraron un abeto de quince centímetros arraigado en el pulmón izquierdo.

Dentro de un cuerpo no hay luz. Una humedad concentrada que hace presión sobre sí misma, formas que se empujan unas contra otras sin ninguna noción de dónde están. Se rompen en la aglomeración, se deshacen. Te llevas la mano al estómago y presionas sobre la blandura, tratando de escuchar con los dedos lo que ha fallado. Dentro podría haber cualquier cosa.

No resulta en absoluto sorprendente, por lo tanto, que nos preocupemos de nuestra superficie más que de ninguna otra cosa: solo ella nos distingue a unos de otros, y es muy frágil, del grosor del papel.

Estaba en mi habitación, de pie frente al espejo, pelando una naranja. Sostenía su peso exacto en la palma de la mano, y le clavaba una uña en la capa superior. Hendí un dedo bajo su piel hasta sentir la carne fresca, luego hurgué con ese dedo una y otra vez. La cáscara se desgarró produciendo un sonido suave y algodonoso, la piel un fragmento terso y romo despegándose de la fruta. Me puse las lentillas y pestañeé frente al espejo. La mayoría de las mañanas apenas me parecía a mí misma: era como despertarse con una extraña. En el momento en que alcanzaba a ver mi cuerpo, enredado y pálido, era como si hubiera una intrusa en mi habitación. Sin embargo, mientras me vestía y me maquillaba, al aplicar sobre mi piel los pequeños líquidos coloreados y ver cómo la mano del espejo se movía al ritmo de la mía, restablecía la conexión con el rostro que sacaba a la calle y con el que me dirigía a quienes me rodeaban. Mi mano arrancaba un pedazo de pulpa y lo introducía en el espacio entre mis labios. El zumo me chorreaba por el borde de la palma. Como la luna, mi boca en el espejo parecía tener un aspecto algo distinto cada día. Era verano, y el calor aún no se nos pegaba por completo al cuerpo, volviéndonos pegajosos y húmedos, atrapándonos en un traje que odiábamos llevar puesto.

A través de la ventana abierta se coló una brisa que olía a césped y a flores cortadas, y oí a la gente en la calle que se mar­chaba de casa. Las puertas de sus coches se abrían y se cerraban; al salir, los neumáticos removían la gravilla del camino de entrada y ellos desaparecían durante ocho o nue­ve horas para luego regresar menos frescos, con los puños desabotonados y sueltos. Me gustaba dejar que el rui­do del vecindario se colara en mi sueño hasta hacer que las co­sas volvieran a ser reales. Me gustaba salvo cuando lo odiaba: odiaba lo cerca que estaban las casas unas de otras, odiaba que la primera cosa del exterior que avistaba cada mañana fuera la cara hinchada de mi casera asomando la cabeza por la puerta para agarrar el periódico. Vivía debajo de nosotras, pero desde determinados ángulos podía ver directamente nuestra vivienda. Todos los días se agachaba para recogerlo, en ese momento se daba la vuelta y estiraba el cuello para echar un vistazo por la ventana de mi dormitorio y comprobar si había pasado la noche en mi habitación. Su peinado agresivamente cambiante, caoba una semana y con mechas rubio ceniza la siguiente, no dejaba claro si tenía pelo de verdad o llevaba peluca, y, en el caso de que fuera una peluca, si dormía con ella o no. B, mi compañera de piso, decía que era como una prófuga dentro de su propia casa, alguien que vivía huyendo pero sin ir a ninguna parte.

En la casa de al lado vivían un par de universitarios que dejaban la televisión encendida a todas horas, incluso cuando se iban a clase, a trabajar o a cumplir con las responsabilidades que tuvieran. Su pantalla resplandecía durante toda la noche, proyectando luz azul sobre un sofá vacío. Solo se oscurecía cuando los chicos estaban en aquel tercer dormitorio, el único que no se veía desde nuestro piso. A veces, para variar, B y yo veíamos la tele de su casa en vez de la nuestra, aunque a esa distancia no podíamos más que intentar adivinar lo que estábamos viendo, cambiando de canal en la nuestra para encontrar el mismo.

Al otro lado de la calle vivía una familia con un perro que dormía casi todo el día, aunque cada tarde echaba a correr en diversas ocasiones y se lanzaba contra las ventanas delanteras, aplastando el hocico contra el cristal y ladrando hasta que los sonidos que emitía se deformaban y enronquecían. Yo me levantaba de mi escritorio para ver qué pasaba, pero nunca había nada que ver, ni tan siquiera una ardilla. Entonces, a veces, nuestras miradas se cruzaban, la del perro y la mía, y nos quedábamos mirándonos de un lado al otro de la calle, sin saber qué hacer.

Era un barrio seguro. No había nada de lo que pudieras quejarte sin parecer una loca. El sol brillaba y se oían pájaros escondidos en los árboles, desbordando los ma­torrales de sonidos al moverse, de trinos y gorjeos, doblando las ramitas bajo el peso de sus pequeños cuerpos.

Desde el otro lado de la puerta del dormitorio llegaban ruidos sordos. Era B moviéndose por nuestro piso: un golpecito desde la sala de estar, luego otro, y después el sonido de algo arrastrado por el suelo. La oí ir a encender la cafetera y luego cambiar de idea, abrir el frigorífico y luego cambiar de idea otra vez. De pie y quieta en medio de mi habitación, intenté calcular cuánto podía moverme sin que ella se enterara de que yo estaba viva. No podía imaginarse que estuviera despierta tan temprano por la mañana, pero eso no impedía que se detuviera para comprobarlo cada cinco o diez minutos, que se detuviera para cerciorarse de los ruidos de alguien en vela. En ese momento, a veces, se sentaba cerca de la puerta, con la oreja pegada a la jamba, y se ponía a hablar conmigo a través de ella como si estuviéramos manteniendo una conversación normal. Me hablaba hasta que yo respondía. B decía que se sentía sola en el piso cuando yo no estaba despierta. Decía que si estaba dormida, era como si estuviera muerta. Se refería a la compañía, a la interactividad, a mi capacidad de ayudarla a prepararse el desayuno. Cuando B comía, que no era siempre, prefería tocar la comida lo menos posible para que sus manos no entraran en contacto con lo que ella llamaba «ese olor comestible». Necesitaba mis manos para cortar, para exprimir, para manipular, para romper huevos y tirar sus cáscaras viscosas a la basura.

Tanto B como yo éramos menudas, pálidas y propensas a quemarnos con el sol. Teníamos el pelo moreno, la barbilla afilada y las muñecas flacuchas; calzábamos un treinta y seis de pie. Si nos reducías a cada una a una lista de adjetivos, resultaríamos casi equivalentes. C, mi novio, decía que por eso me gustaba tanto, que por eso pasábamos tanto tiempo juntas. C decía que todo lo que yo buscaba en una persona era una iteración más de mi persona que fuese tan legible para mí como lo era yo misma. Cuando lo decía me daba la impresión de que me estaba llamando vaga. B y yo éramos parecidas, hablábamos parecido, ya está. A ojos de un desconocido que nos viera desde cierta distancia mientras serpenteábamos de forma confusa por el supermercado, cogidas de la mano, podríamos parecer la misma persona. Pero desde dentro yo veía diferencias por todas partes, aunque solo fueran diferencias de escala. Nuestro aspecto era juvenil, pero la forma en que a ella le daban bajones por cualquier cosa que hiciera le confería un aire extraviado, infantil. Teníamos los mismos ojos castaños, pero los suyos estaban más hundidos en el cráneo, incrustados de forma que desaparecían bajo la sombra de sus cejas. Éramos delgadas, pero B hasta un punto catastrófico: la había ayudado a subirse la cremallera de un vestido, le había sujetado el pelo por detrás y rozado la nuca con los dedos mientras ella vomitaba el contenido de su estómago en el fregadero. Sabía cómo eran sus huesos y cómo se notaban al moverse justo por debajo de la piel.

Cada vez que se me ocurría algo bueno que decir sobre ella, o algo malo, C se limitaba a encogerse de hombros y a decir que lo pensaba únicamente porque nos parecíamos demasiado. Su poco conocimiento de mí era crónico. B era frágil, estaba enferma y necesitaba que la cuidaran. Estaba desnutrida, tocaba los objetos como alguien que no poseyera nada en el mundo. Compadecerla me hacía salir de mí misma, alejarme de mis propios problemas. B estaba tallada con mi forma y mi tamaño, como una trampilla: lo bastante parecida para poder imaginarme dentro de ella, lo bastante distinta para convertir esa fantasía en una vía de escape.

Aquella mañana, no obstante, mientras escuchaba su voz al otro lado de la puerta, deseé haberme esforzado más en marcar nuestras diferencias. Cuanto más la veía, más me echaba de menos B. Bajo su escrutinio sentía constantemente el peso de mi propia presencia y me cansaba de mí misma, me irritaba, de forma que por las mañanas cada día esperaba un ratito más antes de salir de mi habitación, intentaba posponer el volver a integrarme en el constructo de mi vida. Su afecto generaba en mí el deseo de que dejara de quererme, de que me dejara tranquila, de que me permitiera sentir el mismo afecto por ella que sentí cuando se mudó, inofensiva y triste, cuando me sentía generosa por intentar pensar en por qué estaba triste y que se me ocurriera alguna forma de hacerla feliz.

Desde el pasillo que llega hasta mi dormitorio, con la boca pegada a la pizca de espacio entre la puerta y la moldura, B hablaba:

—Iba a preparar café para las dos, pero se nos ha acabado.

»Necesito que me ayudes a decidir qué zumo debería tomar. ¿Cuál es el que tiene menos radicales libres? ¿El zumo contiene plomo?

»¿Alguna vez te ha salido uno de esos lunares con relieve? ¿Esos lunares con relieve tienen sensibilidad? ¿Igual que la tienen los dedos y otras partes del cuerpo?

»Anoche soñé que las dos éramos pájaros a los que les faltaban las alas, pero nos ayudábamos la una a la otra a escapar de una caja. Cuando lo lográbamos estábamos tan contentas que queríamos celebrarlo, pero no sabíamos cómo demostrarlo. No teníamos extremidades.

En la tele echan un anuncio en el que una mujer, mientras se aplica un nuevo exfoliante facial a base de cítricos, empieza a rascarse un lado de la cara y descubre que tiene bordes, resecos y ligeramente rizados como papel viejo. Mirando a la cámara, agarra esos bordes y los levanta hasta que despega toda la superficie de su rostro produciendo un sonido parecido al del papel film para alimentos al despegarse. Debajo hay otro rostro idéntico al suyo pero más bello. Es más joven y lleva un maquillaje mejor. Podrías pensar que tal vez quiera detenerse aquí y empezar a sentirse feliz consigo misma y con su nuevo aspecto. Pero no se detiene: en vez de eso, agarra un lado de su rostro y empieza a despegarlo de nuevo, y esta vez la cara que hay debajo es aún más bella, y ella dedica una sonrisa delirante a la cámara de lo contenta que está. Y vuelve a despellejarse, pero esta vez lo que hay debajo es un vídeo de las olas del mar rompiendo contra una playa de arena, y su mano lo despelleja todo de nuevo, y nos quedamos mirando un bosque de hoja caduca hasta el que se filtran pequeños haces de luz y de sol.

Luego se vuelve directamente hacia la cámara y se despega la cara en el sentido contrario, y el rostro que hay debajo pertenece a la famosa actriz que representa a la marca. Durante todo el anuncio ha sido su voz la que hemos oído hablándonos de los efectos hidratantes y los ingredientes naturales, de cuánto te encantará tu nuevo yo. No pregunta qué le ocurrió a la otra mujer, la mujer que apareció antes que ella. Con sus dientes blancos y perfectos muestra una sonrisa preciosa.

En la pantalla aparecen las palabras: TruBeauty. TruSkin. tu verdadera piel está en tu interior.

B quería probar el producto, dijo que podía comprarse en cualquier sitio. Pero B odiaba comprar. Prefería pedírselo prestado a otra persona, aunque sus padres tuvieran tres coches y un caballo y todos los meses le enviaran un cheque para el alquiler. Cuando le preguntaba por qué siempre trataba de necesitar más cosas de las que necesitaba, respondía que pedirlas prestadas te acercaba a los demás, mientras que comprarlas te hacía sentir más sola. Fue así como acabé yendo con B a un supermercado Wally’s que abría las veinticuatro horas y quedaba a quince minutos de casa una noche en la que decenas de adolescentes rondaban por el aparcamiento sin motivo aparente, posados misteriosamente como cuervos, con la mirada fija y sin pronunciar palabra.

Dentro de la tienda no había nadie más que los empleados Wally con su extraño uniforme: polo rojo, pantalones caqui y una descomunal cabeza de gomaespuma con la forma de la mascota adolescente de la tienda. Parecían mostrar curiosidad por nosotras, o recelo, o aburrimiento. Mientras deambulábamos por los pasillos, empecé a sentirme observada. Cada vez que volvía la vista, había un Wally a unos seis metros detrás de mí, unas veces reordenando los artículos en los anaqueles, pero otras simplemente mirándome. Se lo conté a B, pero ni se inmutó.

—Pues claro que nos vigilan. Es probable que piensen que vas a robar algo —dijo.

—¿En serio? —pregunté. No era consciente de ser el tipo de persona que podría robar algo.

—Es su trabajo —respondió—. Pero son idiotas. Hay muchas más posibilidades de que la que robe sea yo. —Me sonrió con dulzura: así era mi mejor amiga.

Luego compré el exfoliante facial para prestárselo a B, a pesar de que me ponía nerviosa lo que pudiera provocar en mí.

Cuando llegamos a casa me apliqué el producto en toda la cara y el cuello en el cuarto de baño, notando cómo hacía espuma en contacto con mi piel mientras B me miraba sentada en el borde de la bañera, tensa y sin pestañear. Cuando acabé fui hasta el espejo para comprobar en qué me había convertido. No vi la prometida subexfoliación biotransformadora, pero supe que algo había ocurrido por­que los labios me escocían y yo olía a refresco de lima limón. B se me acercó y con indecisión me puso la palma de la mano sobre una de mis mejillas exfoliadas, luego sobre la otra, y luego me preguntó si me sentía distinta. Mientras le contestaba, de repente me di cuenta de que no me estaba escuchando, ni siquiera me estaba mirando, sino que su mirada me esquivaba e iba dirigida directamente al espejo del botiquín, a la vez que se tocaba los lados de la cara y se acariciaba la mejilla con expresión ausente. En su rostro se dibujaba algo que podía confundirse con una sonrisa.

Trabajaba cuatro días a la semana como correctora para una empresa local que publicaba varias revistas y boletines informativos. Podía escoger los cuatro días que quisiera, pero alguien decidía por mí todo lo demás. Pese a que corregir implica leer, lo que se esperaba de mí era algo menos que eso: comprobar que la puntuación era correcta y que las palabras ocupaban un lugar que tenía sentido, pero sin pretender comprenderlas, pues para una corrección eficiente el significado suponía un obstáculo que mis supervisores esperaban que yo eludiera. Yo corregía todo lo que pasaba por la oficina, por lo que si había errores en Pasión Marinera o Plásticos Nueva Era, era mi culpa por haber permitido que se me colaran.

Todas las mañanas caminaba cuarenta minutos hasta el trabajo por el arcén de la carretera, kilómetros que habría tardado tan solo unos pocos minutos en recorrer en coche. Pasaba por ocho gasolineras y dos supermercados Wally’s, idénticos salvo porque el segundo contaba con un centro de jardinería anexo, una sección acordonada del asfalto del aparcamiento llena de macetas de caléndulas de idéntico color. Los días en que casi todo el mundo estaba enfermo, podía trabajar en el cubículo que quisiera, pero siempre elegía el mismo, el de los colaboradores externos. En medio de la calma de la oficina vacía oía el leve silbido del aire acondicionado que salía de los conductos de ventilación. Tenía la sensación de que experimentaba el mundo como solo podía hacerlo alguien que no existiera. Había tres tipos de errores: de repetición, de sustitución y de omisión. Cuando llegaba a casa, el trabajo parecía un sueño largo y monótono cuyos detalles no recordaba. Me despegaba los pantalones húmedos y polvorientos de las piernas y me tumbaba encima de la cama, sudando. Lo único que quería era dormir.

El jueves anterior pasó como todos los demás, salvo porque me eché una siesta durante la pausa del almuerzo, gateé hasta debajo del escritorio para dormir durante treinta minutos sobre una alfombra de pelo corto y tieso de oficina. Cuando regresé a casa todavía tenía sueño y me derrumbé encima de la colcha para echar una segunda cabezada. Llevaba solo unos minutos así cuando oí que llamaban a la puerta. Allí estaba B de pie, con una expresión ansiosa en el rostro, los ojos grandes y llorosos, los labios hundidos por las comisuras. Parecía una persona que acabara de revelar un secreto. Sus manos se aferraban a algo oscuro. En contacto con sus dedos blancos delgados, parecía una cadena enrollada o un barrote engrasado de una traviesa, algo viejo y preciso, diseñado para sujetar una cosa en su sitio.

—Estaba durmiendo —dije.

—¿Quieres esto? —respondió ella.

Su entonación bajó como si no fuera una pregunta, sino un hecho que ella simplemente verbalizaba. Tendió las manos unos centímetros hacia delante.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Al mirarlo más de cerca, vi que sujetaba una cuerda de sesenta centímetros de pelo humano: moreno, grueso y trenzado. La trenza viajó de sus manos a las mías, y luego sentí una repentina suavidad sobre mi piel que me pilló desprevenida. Me lo había entregado como quien entrega un bebé, sosteniendo los dos extremos con las manos ahuecadas, pasándolo con delicadeza a las mías. Me sentí confundida, seguía sin entender lo que ocurría y no era capaz de deducir si la cosa que veía en mis manos era compacta o ligera, estaba húmeda o seca. La trenza yacía sobre mis palmas, blanda y móvil, lacia e invertebrada. Bajé la vista. Caía pesada, pero con una tensión activa, un cordón nervioso que se combaba levemente por el medio, donde no había nada que lo sostuviera. El cabello tenía un aspecto triste, desnudo y solitario, relucía con una luz aceitosa. Los extremos estaban sujetos por dos gomas elásticas rosas.

—Es tuya —dijo ella—. Quiero decir, ahora es tuya. Acabo de hacerlo.

—Has hecho esto... —dije yo, quedándome sin pa­labras.

—Lo he hecho para ti —dijo B, esbozando la bonita sonrisa de un niño sordo—. Lo que quiero decir es que quería hacerlo y no sabía por qué hasta que pensé en ti. Tú siempre estás bien. No tienes kilos de pelo que te cuelgan de la cabeza. Ya me siento mejor, más despejada. Mis ideas se oyen mejor.

Miré su cabeza.

El pelo siempre había sido nuestra forma de diferenciarnos. El mío me llegaba hasta los hombros, era moreno como el suyo, pero más fino y más suave. El suyo caía bastantes centímetros más, le rozaba la rabadilla. B solía llevar el pelo a lo princesa Disney, un pelo con una vida y una direccionalidad propias, independiente de los movimientos del cuerpo que lo alojaba. Solía echárselo por encima del hombro y acariciarlo como a un gato, con la cara empequeñecida bajo él. Ahora estaba en la entrada de mi habitación y emanaba una extraña seguridad, una mirada contundente. Con el pelo recortado hasta los hombros, me recordaba a las veces en que me había visto reflejada en superficies imperfectas, en los escaparates de las tiendas o en las ventanillas de los coches.

—Creo que deberías quedártelo —insistió.

—Puede que te haga falta —respondí. No me salía nada más que añadir.

—Pero es que yo no lo quiero —replicó B—. Esa cosa me estaba volviendo loca. Era como, ya sabes, cuando crees que estás enferma y que tienes algo muy, muy grave, como el lupus o una dolencia cardiaca o el síndrome de fatiga crónica, y luego vas y caes en la cuenta de que lo que tienes es resaca. Ese pelo estaba haciendo que no me sintiera yo misma. Creo que estaba mermando mis facultades. Por eso me lo corté. Y te lo di.

Empleaba el pasado para hablar de lo que estaba ocurriendo en ese mismo instante como si ya hubiera ocurrido, como si yo ya hubiera aceptado su regalo que no quería.

—Finalmente vas a tener para siempre una parte de mí —aña­dió.

Algún día recordaría este momento a la luz de lo mal que acabaría. No sabía dónde mirar, y aparté la mirada de ella, bajándola hasta el torzal de pelo que sostenía en mis manos, y luego subiéndola hasta el reflejo de mi cuerpo en el espejo que había a mi izquierda. Un pelo así podía ahogar a una persona. No quería tener algo así allí, en la habitación donde dormía, donde mi mente y mi cuerpo se nublaban en la oscuridad.

Deseé que C estuviera allí para decirme, como tantas veces hacía, que la gente estaba chiflada, hasta la gente que querías, y que por lo tanto era razonable mantener las distancias, y todavía más razonable cuanta más lástima te dieran. Era C quien se aseguraba de que no nos viéramos más de tres días seguidos, la duración de una escapada larga de fin de semana, unas vacaciones breves cuyo destino era la otra persona. Pero por supuesto C no estaba allí, dado que siempre me las había arreglado para mantener alejados a B y C el uno del otro; uno esperaba en el coche mientras yo me despedía con un abrazo de la otra, una miraba desde la ventana mientras yo me marchaba con el otro, de forma que cada uno no fuera más que un nombre para el contrario, un nombre ligado vagamente a unos pocos acontecimientos y descriptores imprecisos. No sabía cómo calificar mi temor a que se encontraran, pero lo intentaba: filtración, con­tagio, inversión.

B seguía allí de pie, con la vista fija en mí. Le bailaban por la cara unas manchas de luz creadas por el movimiento de las ramas al sol.

—Te lo guardaré —dije—. Probablemente quieras recuperarlo pronto.

—Tal vez —dijo ella—. Pero no lo creo.

—Ha tardado mucho en crecerte —dije yo, bajando la vista al triste montoncito.

—Se me acaba de ocurrir —contestó ella—. No me ha costado mucho.

La trenza se frunció al agarrarla, reluciente. No sabía de qué tenía miedo. Tal vez de que al aceptar este pedazo del cuerpo de B, me diluiría aún más, ahora que todas las mañanas ya tardaba varios minutos en recordar quién era, cómo había llegado hasta allí. La coloqué sobre la repisa de la chimenea de mi habitación, junto a los distintos objetos que había ido acumulando, bolas de nieve y gatos de cerámica, cosas que me recordaban a mí misma. Su presencia era sonora en una tarde por lo demás silenciosa. De lejos parecía un trozo de cadena.

Yo no la había querido, pero de todas formas la había aceptado. Algo pasaba y yo tenía la sensación de que, si alguna vez lograba entenderlo, no me iba a gustar lo que descubriera. Pero lo viera como lo viera ahora, no podría haber actuado con B de ninguna otra manera. Existe una especie de presión que tu propia vida te impone a la fuerza, para que hagas algo exactamente como tú lo harías, para que te comportes exactamente como eres. Hasta tal punto nos habíamos acostumbrado a la idea de que yo fuera la más fuerte, la razonable, la que tenía recursos para ceder, que acababa cediendo por defecto a la idea de que mi propia fuerza me convertía en la más débil.

Mirar la trenza me recordaba el anuncio de los pastelitos Kandy Kakes en el que Kandy Kat, el dibujo animado y gato mascota de la empresa, persigue a un único Kandy Kake, más bien pequeño, a lo largo de una serie de paisajes distintos, de animación o de imagen real, que se desplazan por la pantalla, como la Super Bowl, la Gran Muralla china y el Polo Norte, sorteando a la carrera todo tipo de obstáculos descabellados y pasando junto a un sinfín de carteles que enumeran los diversos ingredientes naturales y artificiales que van a parar a los Kandy Kakes. Después de perseguirse el uno al otro durante lo que se nos presenta como horas o días en el marco de duración de unos dibujos animados, pese a que todo ocurre en cuestión de segundos, de repente llegan a un enorme precipicio con un cartel en el que se lee fin del mundo. Al pastelito por fin se le acaba el espacio para huir corriendo, y todo apunta a que por una vez Kandy Kat tal vez consiga probar bocado. Así que avanza hacia el pastelito y lo agarra con sus dos manos huesudas y lo levanta para llevárselo a la boca. Pero justo en ese momento el pastelito abre descomunalmente su propia boca y se zampa a Kandy Kat de un solo bocado enorme. La cola del gato sobresale un poco de la boca del pastelito, retorciéndose, así que Kandy Kake de repente extiende un bracito desde su cuerpo redondo con forma de disco y con él empuja e introduce en sus fauces lo que queda de Kandy Kat, tragándoselo con esfuerzo. Se oye un crujido amortiguado cuando el cuerpo entero de Kandy Kat se comprime dentro de lo que debe de ser un estómago minúsculo, y se escapa un gemido sofocado. Un instante después, el pastelito sucumbe a la gravedad retardada de los dibujos animados y cae al suelo, derrumbándose bajo la carga de su nuevo peso.

El verano que descubrí la existencia de la cadena alimenticia, tenía ocho años. Me obsesioné con ella de un modo que me volvió extrovertida, se lo explicaba a todo niño o adulto dispuesto a escuchar. Dibujaba mapas de las relaciones presa-depredador en todos mis cuadernos y carpetas, grandes redes en las que yo siempre aparecía retratada en alguna esquina superior, cerca de todos mis alimentos favoritos. Les dije a mis padres que de mayor sería ecologista para averiguar qué animales endémicos de continentes o hábitats totalmente distintos, como la tierra, el agua o las cuevas, podrían comerse unos a otros si se les pusiera en el mismo lugar. Rellenaba los huecos y todos los animales se conectaban entre sí mediante una flecha unidireccional que salía de la presa hasta la boca de su depredador. Era un sistema ordenado, como el agua de lluvia que se convierte en agua del mar y se condensa de nuevo en pequeñas gotitas de lluvia. Era un ciclo cárnico, y cuando cenaba espaguetis con albóndigas o sopa de fideos con pollo, me acostaba convencida de que participar en la economía cárnica significaba que, algún día, a mí también se me comería algo más grande que yo o quizá un montón de cosas mucho más pequeñas.

Ese otoño nos mudamos a un nuevo distrito escolar a cuarenta y cinco minutos de nuestra antigua casa, y nuestro nuevo barrio era más verde y más húmedo que el anterior, con más espacio entre las casas. No conocía a nadie, y por las tardes me adentraba en el bosque de detrás de nuestra casa y levantaba piedras y troncos para ver lo que había debajo. Debajo olía a sótano, y la madera oscurecida por la humedad tenía una textura más suave, como de terciopelo mojado. Volcaba el tronco y observaba cómo se dispersaba lo que había debajo: escarabajos negros con una laca permanente adherida a su dura cubierta, hormigas de diferentes tonalidades de marrón y rojo, lombrices y gusanos blancos, acortados, sin ojos ni cara. Los pinchaba con una ra­mita o una brizna larga de hierba dura, haciendo que los gusanos se revolcaran por el abundante fango, arreando a un escarabajo hasta un terrón oscuro por el que grandes hormigas negras desaparecían bajo la tierra. Intentaba darles de comer los insectos más pequeños a los más grandes. Quería que todos se mezclaran, que lucharan, que me mostraran en tiempo real lo que significaba vivir y morir.

Encontré una lombriz medio sumergida en terreno acuoso, donde una larva de libélula se la estaba comiendo. La lombriz era más grande y fuerte; su cuerpo, un único músculo que se retorcía para salir del agua y volvía a caer, fracasada. Se esforzaba, retrayendo su largo cuerpo en pequeños arcos y espirales, lo que no causaba ningún efecto en la larva, que trabajaba con calma para agujerear a mordiscos uno de sus extremos, soltando un fino rastro blanco turbio que flotaba en el agua encharcada.

Salí de mi cuarto y entré en la cocina, donde B estaba sentada mirando el frigorífico.

—No sé qué me apetece comer —me dijo.

—¿Quieres un sándwich? —sugerí—. Puedo prepararte uno.

Los sándwiches que le preparaba a B eran de pan blanco, salsas, queso en lonchas y nada de carne. B aseguraba que la carne era difícil de digerir, pero yo creo que simplemente no quería ingerir las calorías. En vez de quitarle las cortezas, aplastaba el sándwich con la palma de la mano para convertirlo en una especie de posavasos comestible. Era una forma de engañar a B para hacerle creer que contenía menos alimento. Luego se lo ponía en un plato, lo cortaba en diagonal, y se lo daba. Me preparaba uno para mí mientras, con el rabillo del ojo, la observaba hacerlo pedazos, quitarle el queso, arrancar el centro blanco del pan, que engordaba más, y tirarlo, para quedarse solo con las cortezas con mayonesa, que mordisqueaba.

—No, es demasiado —dijo—. No quiero excederme co­miendo cuando fuera hace tanto calor. ¿Qué ibas a tomar tú?

—Un sándwich —contesté.

B se quedó mirando fijamente hacia el frente, mordiéndose el labio mientras lo consideraba con detenimiento. Finalmente anunció:

—Tomemos un polo.

Los polos venían en packs de cincuenta y eran de colores vivos por el colorante artificial, aunque solo había tres sabores: rojo, rosa y naranja. A B le encantaban estas cosas que eran más un color que un alimento, le encantaba comérselos de día o de noche mientras se bebía el vodka con sabor a limón del congelador. Desde que se mudó, yo había empezado a comer más polos y menos de todo lo demás. Sus hábitos eran contagiosos. Podía hacerme una idea de cuántas cajas se zampaba cada semana por los vasos de plástico llenos de palitos de polos, colillas y líquido de color atardecer que encontraba en la sala de estar al volver a casa. Una vez le pregunté por qué comía tantos cuando, por otro lado, no quería probar ni una bola de helado. Trajo la caja y me explicó que, aunque supieran a zumo, estaban hechos de algo mejor. Cada polo contenía unas quince calorías y con simplemente chuparlo con energía podías quemar casi la misma cantidad.

—Se borran de tu cuerpo —me contó mientras yo me acercaba la caja para distinguir la letra pequeña.

B vino de la cocina y me dio un polo con el envoltorio céreo cubierto de escarcha. Salimos gateando por la ventana para subirnos al tejado, como solíamos hacer, y nos quedamos allí sentadas con el calor estival cayendo a plomo sobre nuestros brazos y piernas. El sudor perlaba la superficie de nuestra piel y daba la impresión de cobrar vida, como si fueran muchas patitas listas para ponerse en movimiento.

Nuestros polos eran de un naranja idéntico, y cada uno era un siamés, unidos en el centro con palitos que sobresalían de ambas mitades. Una naranja navel, o de ombligo, es algo parecido, pues ese ombligo es otra fruta independiente que intenta crecer dentro de la base de la primera, pero que al chocar por todos lados se vuelve seca, estéril e insípida. No tienen huesos o semillas, por lo que los árboles nuevos solo se cultivan mediante esquejes e injertos, lo que significa que son básicamente clones unos de otros. Yo acababa de situarme en el punto exacto del tejado en el que me gustaba sentarme, desde donde podía ver mi habitación y también la cocina de la casa de al lado y la sala de estar de la de enfrente, donde tenían aquel perro loco, pero B ya le había quitado el envoltorio al suyo y se había lanzado al ataque, mordiéndolo primero y luego sujetando la punta en la boca para que se ablandara. De su boca provenían sonidos de chupeteo mientras la pringue naranja se encharcaba en torno a sus dientes. Se concentraba en él como si llevara días sin comer. Salvo por los polos, el té, el tabaco y los cócteles cutres que se preparaba con el vodka con sabor a limón que alguien había dejado en nuestro congelador después de una fiesta, B en realidad no comía. Tal vez estuviera reservándose el estómago para algo que aún no existía. Eché un vistazo a la casa al otro lado de la calle e intenté encontrar al perro mientras rompía el envoltorio de mi helado, pegajoso por dentro por el zumo del polo, un zumo que me coloreaba las manos al intentar despegar el polo de su piel.

Un calor radiante temblaba a nuestro alrededor mientras nos los comíamos; el rostro nos brillaba por el sudor. Los sonidos de los cortacéspedes y los pájaros pendían como cadenas en el aire en calma. Le di ventaja a uno de los lados del polo para acabármelo primero y luego poder concentrarme en un polo normal con un único palito. El sudor me corría por la frente y se me metió en un ojo. Luego se oyó el sonido de un motor que se hacía cada vez más fuerte, violento en aquella tarde pesada, y vimos cómo el coche del vecino llegaba lentamente por la calle. Conducía el hombre, y su mujer y su hija también iban dentro. B de­jó de lamer para observar cómo el coche recorría el camino de entrada al otro lado de la calle, y cuando volvió a bajar la vista y se dio cuenta de que su polo estaba goteando, se arrastró por todo el tejado en busca de hormigas que ahogar en el sirope brillante y pegajoso. Se encorvó sobre ellas, haciendo oscilar por encima el último trozo, girando el palito con los dedos para que goteara a un ritmo más constante. Las hormigas forcejearon unos instantes y, cuando pararon, llegaron otras para alimentarse minúsculamente de la pringue roja.

Cambié el peso de una rodilla a otra para verlas más de cerca, las moribundas y las que aún no se morían; muchas intentaban zamparse la sustancia que había matado a las demás. Las hormigas vivas daban la impresión de estar angustiadas, o quizá solo entusiasmadas: yo quería saber si era lo uno o lo otro. Me quedé mirando de cerca a un grupo desde arriba, proyectando mi sombra sobre su aglomeración, y esperé a ver alguna señal que me dijera si estaban preocupándose unas por otras o simplemente comiendo. B había perdido el interés por las hormigas, pero me miraba a mí con intensidad.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Las hormigas —respondí—. Se están muriendo. Y luego creía que algunas venían a ayudar, pero en realidad creo que están intentando comerse el sirope.

—Es un poco morboso —dijo B.

—No entiendo por qué intentas matarlas —dije yo—. Nunca entran en casa. Y cuando las matas así dejan manchas pegajosas por todo el tejado. Algún día tendremos que limpiarlo.

—Se mueren en el azúcar —respondió con naturalidad—. Es la mejor muerte posible para una hormiga.

De no muy lejos nos llegó un ruido extraño, y las dos nos pusimos de pie para ver mejor. De la casa al otro lado de la calle, la de las hortensias de aspecto caro y el novedoso buzón en forma de granero, la del perro loco y la hija que daba clases de ballet los martes, jueves y viernes, tres figuras salían en fila por la puerta principal. Todas iban tapadas por una sábana blanca, grande y lisa, con agujeros recortados a la altura de los ojos. La figura más grande ayudó a la siguiente más grande a bajar los escalones delanteros, mientras que la más pequeña a duras penas se las arregló por su cuenta, tropezándose con todas las puntas que arrastraban de su enorme velo.

B y yo observamos cómo nuestros vecinos caminaban cubiertos por sábanas y arrastraban los pies hasta el coche familiar. El marido le abrió a su mujer la puerta del copiloto y luego rodeó todo el vehículo para abrirle la puerta trasera del lado del conductor a la niña pequeña, diminuta bajo su capa blanca. Luego regresó, subió los escalones y entró en la casa. Nos quedamos mirando la puerta lo que debió de ser un buen rato. Los pájaros pugnaban entre ellos, en el oscuro interior de los arbustos de enebro, por cosas que no comprendíamos. El cuerpo más pequeño se removía inquieto en el asiento trasero del sedán. El padre volvió, sosteniendo un bote de espray que resultó ser pintura ro­jo cereza. Se quedó de pie delante de la puerta del garaje y, con grandes letras mayúsculas combadas, deletreó:

aquel que se sienta a mi lado,

comamos como uno.

El hombre fantasma bajó la vista a su espray de pintura como quien se pregunta qué acaba de hacer y si lo habrá hecho correctamente. Después lo dejó en el suelo del camino de entrada y se subió al coche. Se oyó el sonido del motor al arrancar, las ruedas rechinaron contra la gravilla, y en un instante ya no estaban. Se habían dejado abierta la puerta principal.

B y yo nos quedamos un rato mirando la casa vacía, luego ella se dio la vuelta y, trepando y pasando por encima de los charcos de zumo de polo y hormigas muertas, volvió a entrar en casa. Entrecerré los ojos para seguir observando la casa de los vecinos, una gota de sudor me empapó las pestañas y me hizo parpadear. A través de las ventanas delanteras alcanzaba a ver las esquinas de sus muebles, cubiertos por aún más sábanas de tela blanca. Tenía el aspecto de una habitación a punto de ser fumigada o pintada por profesionales, sometida a algún tipo de transformación rutinaria. Permanecí allí sentada, quizá una media hora, sin quitarle ojo a la casa vacía por si a continuación ocurría cualquier otra cosa. Pero no ocurrió nada. Cuando las hormigas empezaron a caminar por encima de mí, me las sacudí y volví a entrar por la ventana. Seguía teniendo hambre cuando regresé a mi habitación. Me quedé mirando el puñado de pelo un rato antes de encender la televisión pequeña de mi dormitorio, la que veía cuando no quería hacerlo cerca de B.

Estaban echando otro anuncio de Kandy Kakes. Este formaba parte de la última serie publicitaria que mezclaba elementos animados y reales. En esta nueva serie, Kandy Kat a menudo lograba dar caza o por lo menos llegaba a tocar los pastelitos, pero estos últimos se proyectaban como imágenes reales, objetos tridimensionales, mientras que el gato seguía siendo un dibujo animado plano. En todo momento la gracia consistía en que por mucho que lo intentara, Kandy Kat jamás lograba echarse un Kandy Kake al gaznate: los dos tipos de materia eran radicalmente incompatibles. Lo que estaba en sintonía con una campaña publicitaria que giraba en torno al argumento de que los Kandy Kakes estaban hechos de Lo Auténtico. Tal vez no fuera un material natural, pero sin duda era un material tridimensional procedente de nuestro universo físico y similar a nosotros de un modo que no podría serlo respecto a cuerpos de un mundo animado.

En este anuncio, Kandy Kat camina tambaleándose por un paisaje animado lleno de árboles que bailan. Los árboles contonean la cintura y cantan la melodía de los Kandy Kakes mientras unos pajaritos tocan las campanas y las maracas sobre sus ramas. Se distinguen cada una de las costillas del cuerpo parduzco de Kandy Kat mientras se tambalea dando saltitos por el bosque, disfrutando de lo que aparenta ser un día agradable. Parece bastante despreocupado, ajeno al hambre y a las palabras que los árboles vivientes canturrean a su alrededor, cuando de repente, en un claro en mitad del bosque, se topa con una bandeja de Kandy Kakes, tridimensionales e hiperreales en medio del follaje pintado, resplandeciendo con una luz centelleante que no es ni real ni de dibujo animado, sino algo intermedio. En una secuencia rápida, evoluciona entre espasmos de asombro, sorpresa, placer, incredulidad, de nuevo placer y luego un hambre atroz. Las costillas le palpitan. Y cuando trata de agarrar la bandeja, se ve claramente su extrema delgadez en movimiento: la piel del antebrazo le cuelga un poco, los huesos y tendones del brazo aparecen de forma descarnada con un sombreado paralelo debajo que acentúa el efecto. Los ojos se le hacen más grandes y blancos dentro de sus enormes cuencas dibujadas. En ese momento, deseo con todas mis fuerzas que coja aunque sea uno de esos asquerosos Kakes y se lo trague hasta lo más profundo de su ser, lo que sea, lo que sea con tal de dar cierta firmeza a su cuerpo.

Pero cuando su mano por fin alcanza la bandeja e intenta agarrar un Kandy Kake, ninguno de los pastelitos cede. Es difícil describirlo. Es como si la mano de Kandy Kat los tocara a través del resplandor, pero ellos ni se inmutaran. No es como si fueran una fotografía, sino como si fueran tan increíblemente pesados que el gato necesitara algo más para moverlos. Así que Kandy Kat desaparece del fo­tograma, regresa con un tenedor tan grande que da risa, apunta con él a la bandeja y lo clava, pero da la impresión de que el tenedor simplemente pasa a través de ellos como si estuvieran hechos de aire; Kandy Kat los pincha más despacio y a continuación levanta el tenedor y lo mira, confundido. Luego vuelve a salir corriendo del fotograma y regresa con un hacha, que hace exactamente lo mismo, nada, por muchos hachazos que le propine a la bandeja. Mientras tanto el bosque aparece cada vez más destrozado. Y cuando sale corriendo otra vez de la pantalla y regresa, trae consigo toneladas de dinamita, que distribuye alrededor de los pastelitos y detona en una enorme explosión que ennegrece a todos los árboles y pájaros, cuyos pequeños ojos blancos parpadean, atónitos, sin dar crédito. La bandeja de pastelitos resplandece con más esplendor que nunca sobre ese fondo abrasado, y por último Kandy Kat se limita a abrirse el hocico de par en par con las dos manos, tanto que duele y cruje, y se abalanza con la boca sobre el plato y los Kakes, atrapando su resplandor dentro de la boca mientras yace en el suelo del bosque.

Ahora su boca aparece algo así como succionada por la tierra, y se esfuerza, con mucho cuidado, por cerrarla, intentando unir los labios, mordiendo la tierra para impedir que ningún valioso bocado se pierda en el proceso, y lentamente acaba abarcando una dentellada de tierra y una bandeja y los Kakes. Se pone de pie, temblando, con la boca llena. Hay grandes marcas de mordiscos en el suelo donde sus dientes han arrancado la tierra. Y, tímidamente, mordisquea.

Ni siquiera emite un sonido.

La confusión se trasluce en su rostro, y muerde otra vez, y otra vez, cada vez más rápido: nada. Luego, estirando el pescuezo hasta el ancho adecuado, trata de tragarse la bandeja entera, una y otra vez, nada. Por último, descorazonado, escupe la bandeja, con los Kakes intactos y perfectos, aún bañados por ese extraño resplandor mágico, aunque ahora el resplandor tiene algo de engreído. Kandy Kat mira hacia la pantalla y sus ojos brillan con lágrimas nuevas. kandy kakes, se lee en la pantalla. lo auténtico. lo bueno de verdad.

Bajé la vista a mi cuerpo como si fuera la primera vez. Sentí cómo el miedo me obstruía la parte de la garganta por la que tragaba. Me llevé la mano al estómago. Pensé en la pequeña niña envuelta en el asiento de atrás del sedán de cuatro puertas, tan lánguida e inmóvil que podría haber sido un montón de ropa sucia. Me pregunté qué le habría ocurri­do a su perro. Yo tenía un cardenal en el muslo izquierdo que no había visto antes, y más hambre que nunca. En la pantalla del televisor, las noticias de la noche volvieron después de los anuncios. Había habido grandes avances en las pruebas preliminares de un nuevo medicamento contra el cáncer destinado a aumentar la sensibilidad del sistema inmunológico a células somáticas comunes que crecían a velocidades anormales. La mitad de los animales empleados en las pruebas presentó un crecimiento extraordinariamente menor en tumores y otras estructuras poco habituales, así como una disminución del número de nuevas anomalías. La otra mitad murió.

Capítulo 2

En un programa televisivo de entrevistas, hablaba un hombre llamado Michael cuya mirada se desviaba una y otra vez hacia algo al otro lado de la cámara, para regresar de inmediato a su lugar cuando el presentador se lo indicaba. Le habían afeitado la cabeza, mal. Estaba sentado en un sillón morado que parecía feo y al mismo tiempo caro, vestía un bonito traje gris del que no paraba de darse tirones para que se le ciñera más al cuerpo. Estaba allí para explicar la serie de acontecimientos que había desencadenado su detención, y se había preparado un vídeo para que lo incitara a hablar. Por encima de su cabeza, la pantalla se fundió a negro y luego aparecieron varias escenas de cría de terneros: tomas temblorosas, cámara en mano, que mostraban a los animales entre rejas infinitas que se extendían por largas salas oscuras. Comían en fila, dormían en fila, sujetos a sus puestos por trozos de cadena. La inmovilidad mantenía su carne tierna, impedía que el esfuerzo físico anudase las fibras de su carne y las convirtiera en músculo. Su dieta baja en hierro aseguraba que el color no se limitaría al interior de sus cuerpos. La falta de luz evitaba que el pigmento madurase en la carne. En la oscuridad del almacén de la granja, los terneros se volvían cada vez más y más blancos y tiernos, y el pensar en esta oscuridad que envolvía tantísimas vidas hinchadas suscitó en Michael un paternal instinto de protección, además de un hambre desaforada.

En el supermercado cerca de su piso, los trozos de carne pálida no tenían rostro, aunque de algún modo parecían tristes. La tristeza estaba en la carne. O tal vez estuviera en él; era incapaz de discernirlo: planeaba entre ambos, estirada y tensa como una cuerda. Observó los cortes, extendidos sobre el poliestireno. Toqueteó los envases, hizo marcas con los dedos en la carne envuelta en plástico, y vio cómo desaparecían en el momento en que retiraba la mano de la superficie. Cuando los sostenía podía sentir los grandes espacios misteriosos y llenos de vida que gemía. El supermercado solo tenía a la venta cinco o seis paquetes de ternera, compró la mitad y se los llevó a casa. No sabía qué haría con ellos después. Yo solo quería liberarlos, afirmó en televisión.

Michael almacenaba chuletas en su frigorífico y las dejaba allí en la fría oscuridad. Trabajaba seis días a la semana repartiendo correo a través de delgadas ranuras. Mientras hacía las rondas, pensaba en la carne que tiritaba en las baldas. Seccionada y atrofiada, seguía necesitando un guardián. Cuando regresó al supermercado, la sección de ternera había vuelto a aumentar, como si él nunca hubiera estado allí, como si nunca hubiera sostenido los envases duros ni los hubiera sacado a la luz del sol y a continuación los hubiera vuelto a meter en la fría oscuridad del frigorífico. Esta vez compró toda la ternera, siguió haciéndolo durante semanas, y luego simplemente la guardó hasta que no quedó espacio para la ternera nueva. Dado que no tenía sitio para almacenarla, empezó a comérsela, esa carne que no cabía, y fue depositándola en la absoluta oscuridad de su tracto digestivo, echándosela entre pecho y espalda como si fuera el lugar más seguro del mundo. La cocinaba de forma sencilla, sazonada con sal y pimienta, frita con mantequilla en la sartén. Cada vez tenía menos claro el sentido del acto de salvar la ternera, aunque cada vez le resultara más fácil y natural hacerlo.