Turbo humanos - Gonçal Mayos - E-Book

Turbo humanos E-Book

Gonçal Mayos

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Beschreibung

En el libro Turbo humanos, Gonçal Mayos nos ofrece una exploración profunda y evocadora de los desafíos y contradicciones de la vida contemporánea. El autor se inspira en las palabras de Zygmunt Bauman y el espíritu inquietante de la modernidad líquida. Mayos invita a los lectores a reflexionar sobre el destino, el sentido y la obsolescencia en un mundo donde la permanencia parece desvanecerse.Con una prosa hábil y reflexiva, Mayos teje ideas filosóficas para abordar la aceleración del cambio y la fugacidad de las experiencias actuales. Cita las palabras premonitorias de Paul Valéry, que resuenan en una sociedad donde la interrupción y la incoherencia son la norma, y la sorpresa se convierte en una necesidad imperante.Mayos introduce el concepto de Turbo humanos para describir a aquellos que enfrentan la velocidad abrumadora del progreso tecnológico y social. Estos individuos anhelan adaptarse a un mundo en constante cambio, pero su capacidad para asumir retos se socava constantemente por la intensidad del ritmo moderno. Preocupaciones como el estrés y el síndrome de burnout se entrelazan con la obsolescencia y la lucha por encontrar sentido.El autor explora la noción de sentido en un mundo donde todo parece carecer de destino fijo. Contrastando el pasado, donde la vida era destino y brindaba satisfacción, con el presente, donde la búsqueda de destino enfrenta la imposibilidad, la obra profundiza en cómo el cambio vertiginoso choca con la idea de una vida anclada en sentido duradero.Mediante imágenes poéticas y reflexiones filosóficas, Mayos crea un mosaico de pensamientos que exploran la condición humana en la incertidumbre. El paradigma del "turbo humano" llama a enfrentar la realidad actual, donde la existencia se moldea con torrentes que erosionan y destruyen bases anteriores.Con Turbo humanos, Gonçal Mayos insta a cuestionar nuestro papel en una era de cambio acelerado. El libro trasciende palabras y sumerge en una reflexión profunda sobre la existencia en un mundo donde el tiempo fluye como un torrente impetuoso. Sus páginas desafían a explorar la esencia humana en un entorno donde la quietud parece efímera y el sentido se desvanece ante la constante transformación.

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Gonçal Mayos

Turbo humanos

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Turbohumanos.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de la colección: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-750-4.

ISBN tapa dura: 978-84-9007-029-1.

ISBN ebook: 978-84-9007-428-2.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Destino, sentido y obsolescencia 9

¿Era de ira y miedo? 12

¿Una nueva melancolía? 16

Fausto y la paradoja del turbocapitalismo consumista 19

Autoexplotación incesante de la totalidad de la vida 22

¿Somos y valemos lo que nuestra cognición? 26

Sociedad del «conocimiento», «espectáculo» y «desconcierto»: ¿condición existencial? 29

Desorientación turbohumana 35

Cambiar la relación futuro-presente-pasado 40

Angustiante apertura 41

Agorafobia y «jaula de acero» 45

¿Sin asideros de experiencia, hechos ni conocimiento? 48

Presentismo postnarrativo ¿inmediatez reactiva contra el sentido? 51

Turboglobalización monádica y disolución de la experiencia 56

¿Sucumbir o no a las mefistofélicas y neoliberales tentaciones? 61

Un desierto digital para narcisos 63

Deseo, reconocimiento, multiculturalismo, autoexplotación y burnout como trampas 68

Burnout y nihilismo contemporáneos 69

Burnout y desertización de la vida 71

Fin del futuro... garantizado o esperable 75

Del calvinismo a la teología de la prosperidad 76

Autoexplotación, culpabilidad y nihilismo 79

Burnout, nihilismo y colapso existencial 81

¿Síndrome de indefensión aprendida? 83

Superar la anomía y el burnout 86

Problema cognitivo, pero también ético 89

La «carta robada» como metáfora del presente 89

En La noche del cazador 92

¿Conocimiento y vida robados? 93

El «constructivismo» contemporáneo 96

Retroalimentación del conocer y el vivir 101

Patologías de la atención 105

La atención frente a la destrucción creativa 105

¿La era de la distracción creativa? 108

Patologías contemporáneas 112

Destrucción creativa hasta la liquidez 116

Volver a hacer posible el deseo, tras los simulacros de goces 119

¿Fin de la linealidad por la acelerada destrucción creativa? 123

Hiperaceleración y la conversión del tiempo en dinero 125

La pulsión del «now» asesina al presente y al futuro 128

Elogio de la melancolía 133

Presente-futuro bajo el estigma del Angelus Novus 134

«Poner a trabajar» el tiempo libre 136

Hacia la catástrofe ¿now y cronos únicas temporalidades? 138

Dispositivo-tiempo universalizado y money 140

Bibliografía 145

Destino, sentido y obsolescencia

Como Zygmunt Bauman destacó, la modernidad ha devenido líquida y totalmente fluida. Incluso cita la reflexión anticipatoria de Paul Valéry:

La interrupción, la incoherencia, la sorpresa son las condiciones habituales de nuestra vida. Se han convertido incluso en necesidades reales para muchas personas, cuyas mentes solo se alimentan [...] de cambios súbitos y de estímulos permanentemente renovados [...] Ya no toleramos nada que dure.

Actualmente la vida y los cambios sociales corren como un torrente heracliteano sin permanencia, quizás más allá de lo que nunca imaginó el griego clásico. No solo no podemos bañarnos nunca en la misma agua sino que —como los torrentes de alta montaña— el curso se transforma a sí mismo a toda velocidad. No hay propiamente cauce pues la erosión es tan enorme que éste se autodestruye deviniendo barranco en un instante.

No solo el cauce desaparece, llevándose tierra y piedras, si no que, paradójicamente, no hay tiempo ni resistencia que permita convertir las rocas en cantos rodados. Seguramente los aluviones esperan llegar a un sitio calmo para sedimentarse, depositarse y generar ordenados estratos geológicos. Pero hoy esta esperanza parece diferirse permanentemente y su misma existencia —como en la Caja de Pandora— es más motivo de dolor, de aspiración radicalmente insatisfecha, que no de tranquilidad, confianza y conformidad.

A los turbohumanos de hoy no se les concede descansar, como a esos brevísimos torrentes que caen por las pendientes de alta montaña. Incluso ya no aspiran a la plenitud, a pesar de su sueño fáustico de un instante que se haga eterno. El turbohumano se contentaría con la posibilidad de vivenciar una mínima experiencia real, sea colectiva o tan solo personal. Ya no anhela una iluminación deslumbrante o un hedonismo orgásmico, sino únicamente poder adaptar la retina a los desconcertantes flashes.

Tan solo parecen aspirar a gozar de algo, de alguien e incluso de uno mismo antes que todo ello se sepulte bajo los escombros que un aceleradísmo presente convierte en pasado, sin que realmente hayamos «pasado» por él, sin que lo hayamos experimentado. Pues hoy vivimos en un mundo de vértigo, donde el bloqueo de las facultades orgánicas tiende a ser permanente y, por tanto, pasa fácilmente del estrés al burnout.

Entonces se impone ese síndrome del «quemado» que se siente obsoleto (Mayos) y ya no es capaz de asumir los retos de su profesión e incluso de su existencia. Derrotado y exhausto, ya no puede reaccionar y se deja morir (como definía Nietzsche el «nihilismo pasivo»). Como vemos el burnout es correlativo a nuestro mundo en cambio vertiginoso.

El curso actual de la historia —trastocado por la más profunda transformación tecnológica— se resiste a calmarse y a volver a los lentos meandros de otros tiempos. Entonces —aunque el tiempo era también cruel— permitía un poco de consuelo a los mortales antes de que la Parca se los llevara. Entonces la vida era destino y —si bien la gente estaba cruelmente sometida a este— tenía la profunda satisfacción de realizarlo. Aún era posible encarnar el propio destino y cumplir con el sentido que uno sentía realizarse en él.

Hoy en cambio, el único sentido parece ser la imposibilidad de todo destino, de toda destinación, de toda meta, de todo fin, de cualquier final... Lo único fijo —aún más que en la reflexión heracliteana— es el desaparecer sin desenlace ni guía, incluso sin nudo narrativo, ni trama de sentido, ni quizás planteamiento existencial.

Mucho más allá de las denuncias del filósofo del Instituto de Fráncfort, Harmut Rosa, tan solo queda el acelerado transcurrir que amenaza deshumanizar a los turbohumanos. Ello no solo imposibilita que la humanidad tenga naturaleza (como ya apuntaban Pico de la Mirandola o Gehlen) sino toda «condición» que fije, determine y permita «ser».

Recordemos que ya Heidegger no pudo culminar esa especie de antropología existenciaria sin «antropos» que llamó Ser y tiempo. Anticipó en muchos sentidos la condición existencial turboacelerada: el ser y lo humano quedan —no solo constituidos por el tiempo— sino además abismalmente anulados bajo él.

Es una existencia hecha tan solo de torrentes que caen por las altas montañas, destruyéndolas con su desmedida erosión, y sin ninguna llanura en la lejanía. Continuamente aparecen nuevos torrentes y cauces, pero todos ellos desaparecen en un nuevo barranco, dan origen a un nuevo precipicio y tan solo convergen en un abismo donde caen sin fin. Allí los torrentes se convierten en cascadas hasta el punto que en ellas las aguas se convierten en lluvia, llovizna, rocío, vapor...

Por un intensísimo proceso que ya intuyeron Marx y Engels, incluso la modernidad líquida se desvanece en el aire sin que nada haya fijo ni estable. Como los temerosos marineros de otros tiempos, tememos y experimentamos que, llegados a límites del mundo, delante nuestro ya no hay tierra firme sino un mar que nos arrastra mientras cae en los abismos sin fin.

Este es el presente de los turbohumanos, su «sino», su destino y su condición. Más heracliteanos que Heráclito, se vuelve a cumplir la sentencia de Sileno: miserable raza humana, lo mejor sería no haber nacido pero —puesto que ello ya es imposible— lo mejor es morir pronto.

¿La muerte es el único descanso para los turbohumanos? ¿Es paradojalmente la gran paz y esperanza que persiguen desesperados los sin paz? ¿Su único posible final, fin y meta es estar condenados a carecer permanentemente de ellos?

O quizás ¿la existencia se ve hoy reducida a un agotador instante de autoexplotación (Byung-Chul Han), que solo demora una inevitable y pronta obsolescencia (Gonçal Mayos)? ¿Vivimos bajo una angustiosa perplejidad sin lograr aprender a convivir con la incertidumbre (Daniel Innerarity)? ¿Nuestro acelerado vivir es tan productivo de saber que aboca necesariamente a la ignorancia y la incultura (Brey y Mayos)? ¿El neoliberalismo postcrisis del 2008 ha generado un desconcierto tal que parece imposible volver a «concertarlo» (Mayos, 2020a y 2020b)?

Como el Mairena de Machado, los turbohumanos no solo «sospechan» que han de contestar afirmativamente esas preguntas, sino que «saben» que no tienen otra alternativa. Por ello, ya no pueden caer bajo la ingenuidad del Manifiesto aceleracionista que pretende impulsar la turboacelerada «destrucción creativa» en que estamos situados, para intentar transitar o ver más allá de ella. Saben también de la vanidad, de querer convertir en espectáculo la propia destrucción, será precisamente una de las primeras «vanidades» que ese instante evidenciará hasta el ridículo.

¿Era de ira y miedo?

Karl Polanyi (2003) y Pankaj Mishra (2017), pasando por Richard Sennett (2000) y el Freud de El malestar en la cultura, han mostrado el impacto disolvente de la modernización industrial sobre los equilibrios sociales, psicológicos, culturales y políticos. Pero mayor poder disolvente tiene aún hoy la turboglobalización postfordista, pues las nuevas mentalidades y actitudes que exige el capitalismo cognitivo son mucho más difíciles de desarrollar, incluso, que durante la durísima industrialización fordista.

La acelerada «destrucción creativa» en que vivimos plantea crecientes dificultades de adaptación a los turbohumanos. Pues las nuevas estructuras laborales —incluso en su precariedad— exigen altas capacidades cognitivas y largos procesos de formación que son difícilmente satisfacibles para una parte significativa de la población. Esa es la gran perdedora de la turboglobalización y se siente inútil o —lo que es aún peor— sacrificada por el sistema.

Aunque a veces no acierten en canalizar su irritación, esos turbohumanos damnificados por el sistema están claramente detrás de las «políticas del desconcierto» (Mayos en prensa) de los Trump, Bolsonaro o el Bréxit. Pues intentan dar un voto de claro castigo para ese sistema que no los respeta y que prescinde de ellos cada vez más.

Los turbohumanos angustiados de hoy son hijos y víctimas de la última revolución industrial, de las tecnologías digitales y de una política cada vez más indiferente con los malestares de la población (Polido y Repolês, 2016). Ciertamente ya en la primera industrialización se fueron perdiendo instituciones comunitarias que protegían a los individuos o, cuando menos, les proporcionaban un sentido vital, dignidad y sentimiento de pertenencia.

Evidentemente ello provocó desamparo, desarraigo, soledad, falta de reconocimiento, humillación... Esas sensaciones tienen bases objetivas pero también subjetivas similares a la actual pérdida de protecciones como, por ejemplo, el desmontaje del Estado del bienestar. Por tanto no necesariamente cualquier tiempo pasado fue mejor, pero tampoco es más llevadera la actual industrialización postfordista que la tradicional y fordista.

Posiblemente y en general, en la primera industrialización algunas dificultades fueron más llevaderas porque la gente participaba del entusiasmo por el «progreso» e —incluso— por una revolución que se veía inminente. Gran parte de la población se fascinó por los grandes logros y ventajas del desarrollo tecnológico, y mantuvo la esperanza que ese progreso terminaría eliminando las disfunciones que él mismo generaba.

Triunfando sobre los espíritus ludistas y tradicionalistas, esa seducción hacía olvidar los sufrimientos que provocaba especialmente en los que no se adaptaban o lo hacían con grandes heridas psicológicas. También más allá de minorías muy críticas como los nihilistas, un optimismo generalizado suavizaba hasta bien entrado el siglo XX la visión hegemónica de los sufrimientos del «progreso».

Además se tendía a presuponer que los malestares respondían a vulnerabilidades intrínsecas, inevitables y naturales por parte de sectores de la población que de alguna manera así pagaban su reticencia a la modernización. Incluso aquellos alegres beneficiarios del «progreso» no se sentían responsables de los damnificados, ni tampoco veían necesidad de compensarlos en la medida de lo posible.

Con enormes dosis de insolidaridad, se repetían los errores ejemplificados por la evacuación del Titanic. Recordemos que, además de que se había considerado innecesario disponer de botes salvavidas para todos, hubo crueles privilegios en favor de los pasajeros de primera clase que comportaron una vulneración extrema del resto de pasajeros.

Quizás también reducía algunos profundos malestares, la capacidad moderna de focalizarse optimista y resilientemente hacia los imperiosos esfuerzos adaptativos. Además por entonces todavía estaban vigentes muchas de las instituciones comunitarias y protectoras que la modernidad ha ido destruyendo posteriormente. Nos referimos sobre todo a la familia amplia y los clanes sociales, al consuelo de la religión y de las nuevas ideologías, las solidaridades de vecinazgo, clase o estamento, etc.

Hoy en cambio todo eso ha desaparecido o tiene un papel social muy débil. Además, parece que los turbohumanos están llegando al límite de su capacidad de resistencia y de superación corajosa de las crecientes dificultades que plantean los tiempos.

El resultado es un sufrimiento al que muchas veces no se atiende pero que marca fenómenos sociales de gran amplitud y desolación, como insiste Pankaj Mishra en la Edad de la ira. Apunta a fenómenos cruentos como el terrorismo o revueltas violentas destacando que uno de los motores que los anima es la desesperación ante una modernización difícil de sobrellevar y muy angustiante.

Mishra no obvia las distintas ideologías, partidos o movimientos que dirigen esos conflictos, pero destaca la importancia que tienen también los malestares subyacentes, quizás más difusos pero no menos reales y que suelen ser la fuerza que impulsa a la gente a ideologizarse y radicalizarse.

No hay que menospreciar la energía resultante de esos malestares y resentimientos; es de vital importancia calibrar sus causas y consecuencias, sus matices y distinciones, sus aspectos positivos y negativos... Pues más que nunca antes estamos en una época dominada por el miedo, la irritación y la ira. Y debemos saber convivir con ellos, administrarlos adecuadamente y reconducirlos.

¿Una nueva melancolía?

Quien más alardea no suele ser quien mejor soporta el infortunio, la catástrofe ni la terribilidad de la existencia. En filosofía —pero no solamente en ella—, tampoco es quien mejor comprende ni prevé. Nietzsche recordaba que las palabras pronunciadas entre murmullos suelen preceder a las tempestades y que los pensamientos que hegemonizarán el mundo suelen avanzar de forma casi imperceptible. Los grandes cambios suelen ser poco visibles hasta que estallan en la cara de la gente.

Ahora bien, quizás tan solo el fabulador que se ha creado una optimista «protección narrativa» puede mantener el tipo cuando sobreviene la radicalidad de la depresión y el sinsentido. Nadie es más resiliente ante esos conflictos existenciales que el filósofo que ha destruido críticamente (Nietzsche) todas las protecciones narrativas (Hans Blumenberg) desde la metafísica y la religión al progreso o la revolución, y se ha aventurado más allá de ellas. Eso lo apunta maravillosamente Lars von Trier en su Melancholia (2011).

Algo parecido ha sucedido con el dominio humano que ha crecido tan poderosamente que ha dado nombre a una nueva era: el antroposceno. Como la globalización humana tiene orígenes antiquísimos pues —casi sin darse cuenta y a un ritmo ciertamente muy lento— la humanidad conquistó la práctica totalidad de la tierra en tiempos prehistóricos (Mayos) y la transformó cada vez más profundamente.

Incluso América fue poblada al menos en dos ocasiones mucho antes de la llegada de Colón o los vikingos. Una misma y única especie homínida ocupó toda la Tierra, extinguiendo incluso a sus competidoras como los neandertales o el llamado hombre de Denisova. En la extensión de su dominio, la humanidad ha sido la causante de la mayor extinción de especies de toda la historia.

No obstante y a pesar de ser realidades tan antiguas y poderosas, solo bien entrado el siglo XX unos pocos comenzaron a formular ideas como la globalización y el antroposceno. Sorprendentemente, por tratarse de procesos tan amplios y profundos, hemos de esperar a finales de siglo e inicios del segundo milenio para que el gran público percibiera la turboglobalización y la magnitud alcanzada en el dominio humano sobre el mundo.

Desde entonces son cuestiones que nos preocupan a todos y que no dejan indiferente a nadie. Hoy ya todos «sabemos» en nuestro interior que hemos devenido turbohumanos y que somos responsables como especie del único «barco estelar» que por bastante tiempo nos es dado ocupar.

Por eso, si alguna verdad hay en los movimientos aceleracionista o transhumanista es que debemos asumir la condición de turbohumanos para no perder definitivamente el contacto con la realidad actual de la mundialización. Debemos asumir nuestra «huella ecológica» como especie en un mundo cada vez más entregado al dominio humano, hasta el punto que puede transformar tecnológicamente nuestra propia condición. En el presente cada individuo está constreñido a realizar su potencialidad turbohumana, globalizada y transhumana, pues en el período antroposceno se está metamorfoseando incluso la naturaleza biológica de la humanidad.

Aunque el aceleracionismo y el transhumanismo tienen razón en criticar la trampa de la autenticidad, esencialidad y naturalidad humana ¿Cual es su gran problema?: la ingenuidad de pretender dominar humanamente algo que va más allá del hombre. Pretenden controlar y acelerar un proceso que les constituye y las hace ser o desaparecer.

Como ya destacó Darwin de la evolución natural de las especies, esos procesos de compleja adaptación y destrucción creativa son mecanismos configuradores ciegos y difícilmente previsibles por nadie, por eso Hayek habló de «compulsión impersonal». En todo caso ello no evita que sea tarea primordial del hombre de nuestro tiempo adaptarse e incluso anticipar la evolución de esos macroprocesos que nos determinan. Pues ciertamente no hay otra especie tan responsable del destino de la Tierra.

Por eso, en la actualidad, la humanidad tiene que asumir su destino turbo y transhumano, para minimizar en la medida de lo posible (incluso fracasando en el intento) que todo culmine en la más impersonal e inhumana de las catástrofes. Es decir que nos encontremos ante una especie de apocalipsis sin nadie capaz de dar testimonio de ella, antihumana por ausencia crítica de la humanidad.

Sería un apocalipsis sin juicio universal, sin rendición de cuentas, incluso sin anticristo y, por supuesto, sin «redención» ni ningún nuevo Mesías. Incluso antes de la catástrofe, ello culminaría en la plena y tan proclamada como diferida «muerte del sujeto». También sería el fin (ahora efectivamente de-fini-tivo) de la metafísica y el anhelo humano de una con-templa-ción que presupone un espectador que mira al mundo como su «templo», su «fin», su «casa» y su «hogar».

Fausto y la paradoja del turbocapitalismo consumista

La actual globalización desenfrenada e impaciente impone una «sociedad del rendimiento» (Han, 2012). Se debe rendir económicamente en todo momento y para conseguirlo, los turbohumanos sacrifican sus proyectos de vida asumiendo los que propone la sociedad del consumo. Ello comporta un verdadero pacto mefistofélico que parece una versión aún más peligrosa que muchos grandes relatos modernos (Lyotard) que marcaron el fordismo como el Progreso y las ideologías.

Ciertamente en el postfordismo el camino no está tan determinado ideológicamente pero —en cambio— deja a los turbohumanos sin ninguna guía. Solo permanece la compulsión impersonal del mercado, pues todo el mundo sabe que —si quiere sobrevivir— tiene que intuirla y servirla. Ello es especialmente difícil porque ésta —como tenía claro Hayek— solo se manifiesta claramente a posteriori, porque es resultado precisamente de las múltiples decisiones de la gente. Por los individuos ¡ya ha tenido que elegir —y han triunfado o fracasado— antes de tomar como guía al mercado! ¡Que solo les servirá para poder hacer su nueva apuesta!

Ese pacto mefistofélico autoexplotador se mantiene vigente no solo en el trabajo y la vida profesional sino incluso en la diversión, la formación y el ocio. Pues, devienen la continuación del rendimiento autoexplotado pero por otras vías. También las pretendidas vacaciones terminan convertidas en una intensiva autoexplotación de turismo y consumo; siendo la continuación de la exigencia de rendimiento pero por otras vías.

Por ello, no es extraño que los turbohumanos estén amenazados permanentemente por el estrés, el burnout, el cansancio crónico y —finalmente— la obsolescencia. Su existir se caracteriza por un «no poder parar», pues quien se detiene termina arrollado por la acelerada destrucción creativa del turbocapitalismo.

El hombre de nuestro tiempo culmina, pues, el anhelo fáustico de experimentar el goce que proclama: ¡instante detente, eres tan maravilloso! Ahora bien ese anhelo se convierte en su propio castigo, pues retroalimenta la dialéctica que le mantiene atenazado. Aunque el turbohumano quiera detenerse y gozar del instante, no puede evitar —contradictoriamente— vender su alma al hiperconsumo mefistofélico, donde nuevos deseos sustituyen incesantemente a los anteriores ¡sin que medie verdadera satisfacción! ¡Esa es la clave de la sociedad moderna y capitalista para mantenerse en una destrucción creativa interminable!

Por eso, si los turbohumanos desean desacelerar o pausar su vida (¡como si realmente fuera suya!) son condenados de manera muy similar, pero por razones inversas, al Doctor Faustus medieval. Éste pecaba porque, en el valle de lágrimas que por entonces se consideraba que debía ser la vida, pretendía satisfacer sus deseos plenamente, al menos una vez. En cambio hoy, el pecado estriba en querer apartarse de esa insaciable dinámica marcada por el turbocapitalismo.

Es un pecado paradojal pues la sociedad del consumo predica que los deseos pueden ser plenamente satisfechos a un módico precio. Pero simultáneamente el sistema se basa en que nadie pueda detener la sucesión infinita de deseos, constituidos en nuevas necesidades a satisfacer imperiosamente. Con ello —similarmente a Fausto— la inagotabilidad del deseo generado comporta perder la propia alma o —equivalentemente— la totalidad de la vida. Se descoyunta todo auténtico proyecto vital autónomo a cambio de una incesantemente acelerada sucesión de deseos, que por eso mismo es imposible saciar, satisfacer.

El hombre de nuestro tiempo comparte con el Doctor Faustus la imposibilidad de detener el deseo y el instante maravilloso. Pero no por falta de una tentación suficientemente seductora, sino al contrario por su exceso. Como apuntaban Debord y Baudrillard, la sociedad del espectáculo multiplica infinitamente las seducciones, pero las convierte en simulacros que —ciertamente no mienten, pues se presentan como tales— pero que han perdido su poder saciador. ¡Incluso aunque algún turbohumano consiguiese descabalgar el tigre furioso del neoliberalismo!

Como dicen que hacían los decadentes patricios romanos, cuando la bulimia consumista impide continuar tragando, siempre ¡se puede «vomitar» lo devorado, volver a comer y seguir así indefinidamente! Parece pues que los turbohumanos están sometidos a la incesante dialéctica de trabajar, consumir, vomitar (o lanzar a la basura) y volver a trabajar. Solo cuando el organismo colapsa finalmente agotado, todo se para. Pero no es aquel «instante más bello» que deseaba Fausto sino el burnout o la obsolescencia lo que le deja —ahora sí— «fuera del mercado».

Es el equivalente neoliberal de la «pérdida del alma» del Fausto medieval. Como entonces, se consigue además que cada individuo se autoinculpe personalmente de haberse convertido en un «loser». Es el gran pecado y la gran culpa, contra los que clamaba siempre Nietzsche. Si bien en un mundo donde la producción y la economía se han convertido en la más profunda «fe» y religión (como ya apuntaba Benjamin).

El sistema ha impuesto a los individuos exigencias contradictorias e imposibles de satisfacer. ¡Y debe pagar personalmente por ello! Pues el sistema transfiere o «privatiza» toda «responsabilidad» a los individuos, que deben asumir entera e individualmente todos los riesgos del sistema (Beck; Han 2017: 97).

Es exactamente la estrategia contraria a la reivindicada, por ejemplo, por Chantal Mouffe: «politizarlos», mostrar su componente colectiva y convertirlos en fuente de transformación social. Pero también eso parece prohibido a unos turbohumanos completamente individualizados y que han perdido toda lazo comunitario.

Autoexplotación incesante de la totalidad de la vida

En Psicopolítica