Un hijo inesperado - Diana Hamilton - E-Book

Un hijo inesperado E-Book

Diana Hamilton

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Beschreibung

Elena Nolan estaba muy enamorada de su atractivo marido. El día en que había prometido amar, honrar y cuidar a Jed había sido el más feliz de su vida. Cuando una semana después de su boda, durante su luna de miel, supo que estaba embarazada, podría haberse sentido completamente feliz. Pero había algo que tenía que contarle a Jed. ¿Sobreviviría su matrimonio al saber la verdad?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Carol Hamilton Dyke

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un hijo inesperado, n.º 1093 - noviembre 2020

Título original: The Unexpected Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-893-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

POR QUÉ has tardado tanto en el cuarto de baño? –preguntó Jed con los ojos brillantes entreabiertos. Luego, la invitó–: Vuelve a la cama, señora Nolan. Y quítate esa bata. Es posible que sea bonita, pero tu cuerpo la supera.

Elena no fue capaz de mirarlo. Se sentía mareada. Se dijo que debía de ser por el shock que había sufrido o tal vez fuera por autosugestión. Metió las manos en los bolsillos de la bata de seda para que no se diera cuenta de que le temblaban.

Se le secó la boca sólo con mirarlo. Él era su vida, su amor, todo. La hacía sentir especial, segura, valorada.

Jed estaba desnudo debajo de la sábana. Era un hombre de más de un metro ochenta que irradiaba masculinidad. Tenía un cierto magnetismo sexual que la atraía poderosamente. Para ser un hombre de negocios de treinta y seis años, «el dueño de una tienda», como lo había descrito burlonamente una vez Sam, tenía el cuerpo de un atleta, y una cara casi perfecta, de no ser por un golpe que se había dado jugando al rugby.

El solo recuerdo de Sam hacía que tuviera ganas de gritar. ¿Cómo había podido ser tan descuidada? Ella había pensado que sabía lo que estaba haciendo cuando en realidad no había sabido nada. Simplemente, había perseguido tercamente su objetivo, y lo había logrado.

¿Y cómo haría para decirle la verdad a Jed? ¿Cómo haría para poner algo así en la belleza de aquella relación? La verdad era que no podía hacerlo. Todavía, no. No era el momento, cuando apenas habían pasado diez minutos desde la noticia.

Se quitó la bata con una opresión en el corazón. Se acostó al lado de Jed y luego se aferró a su cuerpo.

–Te amo… Te amo –le susurró.

–¿Todavía? ¿Después de una semana de casados? –bromeó él, acariciándole el pelo dorado.

–¡No te rías, Jed, no! –exclamó Elena angustiada.

–¡Como si me estuviera riendo! –sonrió Jed, haciéndola derretir. Luego la colocó boca arriba; él se apoyó en un codo, cubriéndola a medias con su cuerpo, y le acarició los labios con el pulgar.

Los ojos de Elena se llenaron de lágrimas. ¡Lo amaba tanto que casi le hacía daño! Tenía mucho miedo. No había tenido miedo jamás en diez años. Había sabido lo que quería y había hecho un gran esfuerzo por conseguirlo. Y ahora, por un momento de descuido, de locura, estaba atemorizada.

–Te pasa algo malo –le dijo él suavemente, frunciendo el ceño–. Dime qué es, querida.

No podía decírselo. Odiaba la idea de mentirle, aunque sólo fuera por omisión, pero no obstante, dijo con voz temblorosa:

–No, en realidad, no. Simplemente que lo que sentimos me asusta un poco, Jed.

Por lo menos aquello era verdad.

¡Aquel don precioso del amor entre ellos había llegado tan rápidamente, tan fácilmente! Se sentía demasiado feliz como para aceptar la idea de perderlo.

Tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.

–Ya ves, todavía no puedo creer que te hayas podido enamorar de una divorciada de treinta años cuando podrías haber tenido cualquier mujer que te propusieras conseguir –dijo Elena, para aliviar la mirada sombría que veía en Jed. Intentó sonreír, pero no pudo. Entonces, cerró los ojos.

Él le besó las lágrimas.

–No me interesabas más que tú –le aseguró Jed–. Te he deseado desde el primer momento. Las circunstancias no podían ser peores, pero realmente yo sentía que ya te conocía por lo que me había contado Sam. Y con una sola mirada supe que quería estar contigo toda mi vida.

De eso sólo hacía seis semanas, cuando había viajado de España a Inglaterra para asistir al funeral de Sam. Y a pesar de la tristeza de la ocasión, del despiadado viento de abril del cementerio de Hertfordshire, había mirado un instante al hermano mayor de Sam y había sabido que aquél era el único hombre que podía romper su promesa de no volver a depender emocionalmente de un hombre.

Una sola mirada y su vida había cambiado. Ella había cambiado.

Jed se echó y la abrazó. Ella apoyó su cabeza en su hombro.

–No quería a ninguna de las mujeres que puedes encontrar si haces vida social: superficiales y vacías, el tipo de mujer que sólo se interesa por la cuenta bancaria de un hombre. Yo te quería a ti. Una mujer inteligente, con éxito, una mujer hecha a sí misma, y extremadamente bella. ¡Y muy sexy! Y por lo que me has contado, tu anterior matrimonio está totalmente superado. Te casaste cuando eras casi una niña. ¿Cuántos años tenías? ¿Diecinueve? Cariño, todo el mundo tiene derecho a cometer un error, ¡y tu error fue tu marido!

¿Un error? ¿Y qué pasaba con el último que había cometido? ¿Sería capaz de ser tan comprensivo?, pensó Elena.

Si por lo menos no se hubieran casado tan rápidamente. Si hubiera tenido en cuenta las posibles consecuencias de lo que habían hecho Sam y ella aquella noche… Los efectos del vino, la embriagadora promesa de una primavera temprana en España, la sensación de que le faltaba algo en su vida aparentemente perfecta, y una dosis de sentimentalismo la habían llevado a algo que podía estropear la relación con el hombre que amaba, el que le había enseñado a reconocer la profundidad y fuerza de un amor que jamás había podido imaginar.

Elena dio vuelta la cabeza y besó el pecho de Jed; buscó sus tetillas, acarició el calor de su piel hasta llegar a su vientre musculoso. Oyó la respiración agitada de Jed, sintió la respuesta de su cuerpo y reprimió sus lágrimas saladas y calientes. No quería llorar. ¡No lloraría!

Jed la besó apasionadamente, poseyéndola en aquel beso, y ella le respondió con el fuego de su deseo, de su adoración por él. Lo envolvió con sus piernas, y se abrió a él, aceptándolo con avidez, reaccionando a sus caricias, que exploraban todo su cuerpo.

Ella sintió la intensidad de su deseo cuando él la poseyó. Se perdió en aquella pasión, se olvidó del miedo por un momento mientras hacían el amor, mientras se volvían locos de placer y llegaban a las puertas del éxtasis. Ella le besó el cuello, sintió el latido de su corazón y se aferró a aquel momento, porque tal vez fuera la última vez.

 

 

–¡Podría acostumbrarme a esto!

A pesar de que había salido descalza de la casa encalada hacia el patio, Jed debía de haberla oído. O había presentido su presencia, del mismo modo en que ella siempre intuía su cercanía, antes de verlo.

Llevaba la camiseta metida en un pantalón de algodón gris. Aquel aspecto tan varonil confundía sus sentidos. Jed bordeó la pared baja que dividía el patio de los jardines que formaban una suave pendiente hacia abajo.

–Por si piensas que soy un aprovechado que me ahorro dinero en la luna de miel usando la casa de mi esposa como hotel, he hecho el desayuno.

Había preparado café, un plato con fruta fresca, pan crujiente y aceitunas.

–Aunque había pensado que podría arreglarme sin comida. ¡Realmente estás para comerte! ¡Satisfaces todos mis apetitos!

Elena fijó sus ojos azules verdosos en los de él.

A partir de aquel momento, cada instante era aún más preciado para ella: cada palabra dicha con amor, cada gesto se hacía más valioso, porque pronto aquello se terminaría.

Después de ducharse, Elena se había puesto unos pantalones cortos y una vieja camiseta. No se había molestado mucho en arreglarse, porque hacía una hora, cuando él se había levantado ella había fingido estar dormida y había aprovechado el tiempo que había estado sola en la cama para pensar, y había decidido que no tenía sentido esperar el momento oportuno para meter la serpiente venenosa en aquel paraíso.

Nunca iba a ser buen momento para lo que tenía que decirle, y cuanto más tiempo le ocultase la verdad, sería peor.

Pero las miradas de Jed a su cuerpo delgado, alto, elegante, y a sus piernas levemente bronceadas, la paralizaban y despertaban en ella un deseo que borraba momentáneamente sus intenciones de confesarle la verdad. Despreciaba su debilidad, pero no era capaz de hacer nada.

Por lo tanto, contestó a su comentario mientras servía el café:

–No hace falta que me halagues. No tienes nada de aprovechado. ¡Casi te he obligado a que pasáramos la luna de miel aquí!

Ella estaba muy orgullosa de su casa. Había comprado una antigua casa de labranza andaluza con parte del dinero que había cobrado por la adaptación al cine de una novela suya que había resultado un bestseller. Jed y ella habían decidido usarla como casa para vacaciones e ir allí cada vez que les fuera posible, algo que le haría mucho bien a Jed, sometido a las presiones de su puesto de director general del negocio familiar. Tenía sucursales en Londres, Amsterdam, Nueva York y Roma. La empresa llevaba dos siglos suministrando piedras preciosas a los ricos.

Sam no había querido saber nada de aquel negocio y se había dedicado al competitivo mundo de la fotografía periodística.

–Ahora comprendo por qué Sam venía aquí tan a menudo entre trabajo y trabajo. La vida tiene otro ritmo aquí. El paisaje es interminable y el sol generoso. Una vez me dijo que era en el único sitio donde encontraba paz –Jed se volvió a servir café y le acercó la cafetera a ella. Elena agitó la cabeza. Apenas había bebido un sorbo de café. Oírlo hablar de su hermano la ponía nerviosa. ¿Por qué había decidido hablarle de él en aquel momento? No podía mirarlo a los ojos.

Jed dejó la cafetera en su sitio, tomó una naranja del plato y empezó a pelarla.

–En los dos últimos años, sobre todo, lo mandaron a los peores lugares del mundo. Aunque se me ocurre que a él siempre le gustaba estar al filo del peligro. Debió de estar agradecido a la tranquilidad que encontraba en este lugar. Contigo. Parecía conocerte muy bien. Debisteis de estar muy unidos.

Elena volvió a sentir un nudo en la garganta. Jed apenas había nombrado a su hermano desde el día del funeral, pero ahora realmente demostraba su pena. Los hermanos habían tenido muy poco en común, pero se habían querido. Aunque en aquel momento ella presintió que había algo más. Algo extraño. Tal vez una pizca de envidia, de celos quizás.

–Era un buen amigo –respondió ella, con voz trémula.

Miró cómo Jed pelaba la fruta. Tenía movimientos bruscos. Se preguntó si lo conocía tanto como había pensado.

Elena se estremeció y lo oyó decir:

–En cierto modo, creo que Sam deploraba el hecho de que yo cumpliera con mi deber, como él lo llamaba, el que me hubiera hecho cargo del negocio familiar después de que muriese nuestro padre. Yo diría incluso que me despreciaba un poco.

–¡No! Él te admiraba y te respetaba, es posible que a su pesar, por cumplir con tu deber, y por hacerlo tan bien. Una vez me dijo que tu cerebro para los negocios lo impresionaba, y que prefería salir y hacer su trabajo por ahí, en lugar de vivir a la sombra de su hermano en la empresa familiar.

Jed la miró intensamente, como si estuviera reflexionando acerca de ello. Finalmente dijo:

–No lo sabía. Quizás no debí de envidiar su libertad de hacer lo que quería y mandar a paseo a todo el mundo, si era necesario para lograrlo –la tristeza tensó su voz–. Supongo que había un montón de cosas que no conocía de mi hermano pequeño, excepto cuánto te quería. Cuando venía de visita a casa, siempre hablaba de ti. Me regaló uno de tus libros y me dijo que me impresionaría. Me impresionó. Manejas el terror con una sofisticación, una inteligencia y una sutileza tal, que logras algo refrescante, alejado de las novelas llenas de sangre que abundan en el género.

–Gracias.

Notó algo diferente en el tono de voz. Algo que jamás había oído. Tal vez fuera un ápice de reproche. Ella se levantó y se apoyó en la pared, mirando el paisaje, algo que siempre le daba tranquilidad de espíritu. Pero aquella vez no lo logró.

Su casa estaba en lo alto. Abajo quedaba el pueblo de casas blancas. Aquella altura se beneficiaba de una brisa con olor a pino que atravesaba Andalucía occidental desde el Atlántico, moderando el calor del sol de mayo.

Elena cerró los ojos e intentó cerrar su mente a todo también, excepto a aquella sensación de brisa fresca en su cara.

Tenía que enfrentar la verdad. Debía decírselo antes de que terminase el día.

¿Podría usar su don de las palabras para hacerle comprender por qué había actuado de aquella manera? No parecía posible.

Desde el fin de su desastroso matrimonio, se había negado a dejarse derrotar por nada, a perder su independencia. Pero aquello… Aquello era diferente.

–No has comido nada –Jed se había puesto de pie detrás de Elena, sin tocarla. Ella sentía el calor de su cuerpo, no obstante. A pesar de ello, Elena tembló.

–¿No tienes hambre? ¿Has perdido el apetito de repente?

Aquel tono frío la aterraba. ¿Sospecharía algo? No. No era posible.

Elena sonrió forzadamente.

–No. Simplemente estoy perezosa, supongo –dijo. Volvió a la mesa. Tendría que obligarse a comer algo, aunque su estómago rechazara cualquier cosa que le ofreciera–. Creí que íbamos a ir a la costa hoy –tomó algunas uvas–. A Cádiz, tal vez, o a Vejer de la Frontera si quieres algo más tranquilo. No hemos salido apenas en toda la semana.

–No hemos sentido la necesidad de hacerlo. ¿No te acuerdas?

Ella mordió la uva. Jed había hablado con desgana, pero no podía negar que aquellas palabras tenían un cierto tono de acusación.

No habían necesitado abandonar la casa. Les bastaba con ellos solos. Sólo habían hecho algunas excursiones a los jardines y a los pinares, habían comido en el patio o en la pérgola llena de flores, disfrutando de la maravillosa soledad, de hacer el amor, sólo conscientes de estar viviendo. Juntos.

–Por supuesto que sí –contestó ella, con un nudo en la garganta.

De pronto, pareció evaporarse aquel sentimiento de intimidad, de ser el uno para el otro. Sabía que aquello ocurriría cuando le diera la noticia, pero en aquel momento no tenía por qué ser así.

Algo había pasado desde que había empezado a hablar de Sam.

–Le dije a Pilar, la persona que me ayuda con las cosas de la casa, que se marchara después de poner la compra en el frigorífico. Ya no vendrá por aquí –ella habló suavemente, tratando de reconstruir la maravillosa atmósfera durante un tiempo más–. Estamos quedándonos sin provisiones, así que pensé que podríamos combinar las excursiones y paseos con las compras. Eso es todo –agregó Elena.

–¿Sí? –él se echó hacia atrás en la silla y se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones. Sus ojos grises de acero observaron el rostro de Elena. Habló en voz baja, pero sombría–. Sam y yo teníamos nuestras diferencias, pero él era mi hermano y yo lo quería. Su muerte fue un duro golpe para mí. Hasta que no llegué aquí, donde él fue feliz, donde encontró paz y alivio, no he podido ser capaz de ver lo que sentía. Pero me parece que tú no quieres hablar acerca de él. Parece que te resulta molesto hablar de Sam. ¿Por qué? –preguntó Jed.

Ella no podía negarlo. Tomó la taza de café, que se había quedado frío, y tragó la mitad.

–¿Erais amantes? ¿Es ésa la razón?

Ella sintió un dolor en su corazón, un nudo en el estómago y el sudor asomando a su frente. Por primera vez desde que lo había conocido lamentó profundamente aquella habilidad que tenía Jed para leer su alma. Se retorció las manos en su regazo e intentó sonreír.

–¿Por qué lo preguntas? ¡No me digas que quieres empezar una pelea!

–Pregunto porque el que yo hable de él parece perturbarte. Es algo en lo que no había pensado antes. Pero, por lo visto, Sam pasó bastante tiempo aquí. Él era un hombre atractivo. Y a eso hay que agregarle el aura de peligro de su profesión, no era simplemente el «dueño de una tienda», y tú eres una mujer extremadamente hermosa con un talento que él admiraba… Te repito la pregunta.

Elena sintió que temblaba todo su interior. Aunque Jed hacía todo lo posible por parecer sereno, sus manos estaban apretadas en forma de puños dentro de los bolsillos y su mandíbula parecía tensa. Había algo más en aquel hombre que ella no podía comprender.

El hecho de que ella hubiera estado casada antes no le había importado. No había querido que ella le hablase de ello. Lo había asimilado perfectamente.

–Fue un error terrible. Él resultó ser un hombre despreciable –había dicho ella. Pero no la había dejado continuar con más explicaciones.

Él había quitado importancia a su matrimonio con Liam Forrester. Lo había considerado totalmente irrelevante y no había preguntado si había habido algún otro hombre en su vida después de entonces. Había actuado como si lo único que le hubiera importado hubiera sido su futuro con ella.

Sin embargo, al mentar a Sam había empezado a mirarla con algo parecido a los celos y el enfado con aquellos ojos que antes sólo la habían mirado con amor, calidez y deseo hambriento.

¿Sería porque Sam había sido su hermano? ¿Había una cierta amargura en aquella boca sensual en aquel momento? El tono con el que había pronunciado la palabra «dueño de una tienda» le hacía pensar que Sam había empleado aquel término alguna vez con él. Y que el resentimiento aún estaba vivo en él.

¿Había sido apuesto Sam? Desde luego no había sido tan alto como su hermano. Ni tan atractivo. Sam no tenía aquel aura de peligrosa masculinidad, ni de fruto prohibido que tenía Jed.

–Elena, necesito saberlo –dijo con tensión en la voz.

Hacía unas horas podría haberlo tranquilizado. Pero en aquel momento, después de saber lo que sabía, era imposible.

–Conocí a tu hermano en una fiesta que di para celebrar mi segundo contrato para una película. Hice muchos amigos en aquel momento. Sam asistió con Cynthia y Ed Parry. Él se alojaba en su casa por unos días. Al parecer conocía a Ed desde los tiempos de universidad.

Jed no le quitaba los ojos de encima. Quería saber. Pero ella sólo podría hacerlo a su modo.

–De eso debe de hacer un par de años –siguió ella–. Y como sabes, él a menudo visitaba este rincón de España cuando necesitaba desconectar. Normalmente se quedaba en casa de los Parry…

–Pero no siempre.

–No. Empezamos a conocernos bien, a disfrutar de la mutua compañía. Él pasaba por aquí por las noches y nos gustaba conversar, y, algunas veces, si se hacía tarde, le ofrecía quedarse en una de las habitaciones de invitados que tengo. Me preguntas si éramos amantes… Él una vez me dijo algo así como que no era una persona muy sexual, algo que tenía que ver con el hecho de usar toda su energía física y emocional en su trabajo. Él conocía los peligros que entrañaba el conseguir noticias en los lugares más conflictivos del mundo. Me habló mucho acerca de ti, de tu madre, de tu casa. Él estaba orgulloso de su familia. Me dijo que jamás se casaría, que un compromiso semejante no habría sido sensato por su parte, ni justo, por el modo en que se ganaba la vida. Pero me dijo que tú sí querrías hacerlo; con alguna mujer que te diera hijos, porque tú no querrías que se acabara el negocio familiar contigo. Dijo que las mujeres se te echaban encima. Pero que tú eras exigente. Y discreto.

Ella se dio cuenta tarde de lo que estaba haciendo. Y se arrepintió de ello. Estaba intentando dar vuelta la situación y dar a entender que usaba a las mujeres y que luego las dejaba.

Y su mirada de resentimiento le decía que él se había dado cuenta de lo que estaba haciendo ella. Y por qué.

De pronto, las náuseas que la habían estado amenazando toda la mañana se hicieron un hecho innegable. Se puso en pie rápidamente. Se tapó la boca y corrió por la casa hacia el cuarto de baño.

Él la siguió.

Cuando terminó todo, ella se apoyó en la pared alicatada, deseando poder volver en el tiempo tres meses atrás.

–Cariño… ven aquí –él la estrechó en sus brazos. Ella apoyó la cabeza en su pecho–. ¿Qué es lo que te ha hecho que ocurra eso? ¿Algo que has comido? Te llevaré al centro de salud más cercano si sigues con vómitos.

Ella sabía que se lo tenía que decir en aquel momento.

Se había despertado antes que él aquella mañana. Había ido al cuarto de baño buscando pasta de dientes, y había encontrado la prueba de embarazo que había comprado.

En los pasados días, había tenido náuseas al despertarse. El sentido común le decía que lo que había hecho con Sam no tendría repercusiones, pero había hecho la prueba de todas maneras, simplemente para quedarse tranquila.

Y ahora tendría que enfrentarse a las consecuencias.

Se soltó de los brazos de Jed. Estaba pálida. Entonces le dijo:

–Estoy embarazada, Jed.

A pesar de la cara atormentada de Elena, él le sonrió. Negó con la cabeza y la atrajo hacia su cuerpo, abrazándola. El tema de la relación entre su hermano y ella podía esperar.

–¿Cómo estás tan segura de ello, cariño? ¡Después de sólo una semana! Es una idea bonita, pero me temo que debe de ser algo que has comido.

Ella dejó que la abrazara durante un momento, esperando que su corazón volviera a tener el ritmo normal, y que su cabeza dejara de dar vueltas. Habían hablado del tema de formar una familia y habían decidido que no había ningún motivo para esperar. Los dos querían niños. Lo que agravaba lo que tenía que decirle.

Cuando por fin pudo separarse de él, se sintió serena, pero vacía. Estaba a punto de decirle algo que él sería incapaz de soportar. Iba a matar su amor, que era la cosa más preciada que tenía. Tenía que hacerlo rápida y limpiamente. La agonía era demasiada para prolongarla.

–Es verdad, Jed. Me he hecho la prueba esta mañana –ella vio la mirada de descreimiento de Jed y sabía que le diría que lo había hecho mal. Que no habría seguido bien las instrucciones–. Según mis cálculos estoy de casi tres meses.

–Tres meses atrás no te conocía. Y la primera vez que tuvimos relaciones sexuales fue la noche de bodas –dijo gravemente–. Así que tal vez quieras contarme, mi querida esposa, quién es el padre del niño que llevas en tu vientre.

Su sarcasmo la hería más que nada. Podía soportar el enfado, los insultos, incluso la violencia física, cualquier cosa que saliera de un poderoso trauma emocional. Pero el helado sarcasmo era diferente. Era peor que si le clavaran un puñal.

Lo que había temido había ocurrido. Jed ya se había separado emocionalmente de ella. Se había perdido la magia del amor y se había transformado en mero sexo.

Él seguía esperando una respuesta mirándola con aquella oscuridad de sus ojos y apretando la boca.

Ella reunió los últimos vestigios de fuerza que le quedaban y exhaló un suspiro estremecedor diciendo:

–Sam.