Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
El jazmín y el charco es una antología de textos del diario y cartas de Etty Hillesum, seleccionados por Beatrice Iacopini y traducidos al español por Estela Peña Molatore. Etty Hillesum, una joven judía holandesa, escribió estos textos durante la Segunda Guerra Mundial, mientras vivía en Ámsterdam y posteriormente en el campo de concentración de Westerbork. La obra ofrece una visión profunda y conmovedora del crecimiento espiritual de Hillesum en medio de la persecución nazi. Etty Hillesum, nacida en Middelburg en 1914, se trasladó a Ámsterdam para estudiar Derecho y Lenguas Eslavas. En febrero de 1941, su vida cambió radicalmente cuando conoció a Julius Spier, un psicoterapeuta judío alemán que había huido a los Países Bajos debido a las leyes raciales nazis. Spier se convirtió en su mentor, amigo y amante, ayudándola a encontrar un sentido de propósito y espiritualidad en medio del caos y la desesperación. A través de sus diarios y cartas, Hillesum narra su lucha interna, sus reflexiones sobre la vida, el sufrimiento y la fe en Dios. A pesar de las atrocidades que presenció y experimentó, Hillesum mantuvo una actitud de aceptación, abandono confiado y amor hacia la humanidad. Su escritura revela una profunda conexión con la espiritualidad y una capacidad extraordinaria para encontrar belleza y sentido en la vida, incluso en las circunstancias más difíciles. La obra destaca la evolución de Hillesum desde una joven atormentada por la confusión y el caos interno, hasta convertirse en una figura de resistencia espiritual y moral. Su diario es un testimonio de su capacidad para transformar el sufrimiento en una fuente de fuerza y compasión. Hillesum se dedicó a ayudar a los demás, ofreciendo consuelo y apoyo a sus compañeros de prisión en Westerbork. El jazmín y el charco es una obra que invita a la reflexión sobre la capacidad humana para encontrar sentido y belleza en medio del sufrimiento. Etty Hillesum, a través de sus escritos, nos deja un legado de esperanza, amor y resistencia espiritual, mostrando que incluso en los momentos más oscuros, es posible mantener la fe en la bondad de la vida y en la humanidad.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 253
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Editorial NUN
Es una marca de Editorial Notas Universitarias, S. A. de C. V.
Xocotla 17, Tlalpan Centro, alcaldía Tlalpan,C. P. 14000, Ciudad de México
www.editorialnun.com.mx
D. R. © 2025, Editorial Notas Universitarias, S. A. de C. V.D. R. © 2025, Beatrice IacopiniD. R. © 2025, Estela Peña Molatore
Versión impresa, ISBN: 978-607-5913-71-1Versión digital, ISBN: 978-607-5913-72-8
El contenido de este libro es responsabilidad del [email protected]
Derechos reservados conforme a la ley. No se permite la reproducción total o parcial de esta publicación, ni registrarse o transmitirse por un sistema de recuperación de información, por ningún medio o forma, sea electrónico, mecánico, fotoquímico, magnético o electro–óptico, fotocopia, grabación o cualquier otro sin autorización previa y por escrito de los titulares del Copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y arts. 242 y siguientes del Código Penal)
Dirección editorial: Miryam D. Meza RoblesDiseño de portada: Carlos Papaqui LanderosCuidado de la edición: Felipe G. Sierra BeamonteCorrección de estilo: Alejandro Soto ValladolidLecturas. Esteban Manteca AguirreDiagramación y versión digital: Carlos Papaqui Landeros
Impreso en México
Índice
Agradecimientos y nota de la curadora
Introducción
Mortalmente infeliz
Higiene espiritual
Un fragmento de eternidad
Un áspero tapete de fibra de coco
El valor de pronunciar la palabra Dios
Piedrecitas blancas
Madura para un destino
Una varita de zahorí
Un abandono grande y confiado
El corazón pensante del campamento
Preparar un nuevo tiempo
La partida
Glosario
Ficha biográfica
Bibliografía y sitos esenciales
Así quiero escribir: con todo ese espacio paraunas pocas palabras. Como en ese grabado japonés conla rama florecida abajo en la esquina: unas suaves pinceladas…y alrededor el gran espacio, no un espacio vacío,sino un espacio con alma.
Diario, 5 de junio de 1942
Agradecimientos y nota de la curadora
El hecho de que el diario y las cartas de Etty Hillesum estén ahora disponibles en italiano en su totalidad (más de mil páginas) facilita, por una parte, el conocimiento de esta extraordinaria figura, pero por otra puede resultar desorientador para quienes se acerquen a ella sin ninguna intención científica particular. La presente antología ofrece una selección de fragmentos ordenados por temas, con la intención de proporcionar al lector un mapa que muestre las etapas fundamentales del crecimiento espiritual de la joven judía hasta sus inesperados y sorprendentes desenlaces.
La nueva traducción del original neerlandés (De nagelaten geschriften van Etty Hillesum 1941-1943, Uitgeverij Balans, Ámsterdam, 2008 “Los escritos póstumos de Etty Hillesum”), junto con el glosario contenido al final de este volumen, pretende poner de relieve el vocabulario místico utilizado por Etty, para mostrar cómo sus escritos pueden contarse con razón entre los clásicos de todos los tiempos de la literatura espiritual.
Agradezco sinceramente a la hermana Marie-Liesse, de la Fraternidad Gerusalemme de Pistoia, por todo el tiempo que me ha concedido y por la competitividad y pasión con las que me ha apoyado en la traducción de los textos. Un caluroso agradecimiento también a Robert Wijbenga y a Mariangela Maraviglia por sus valiosas sugerencias. Por último, deseo expresar mi más profunda gratitud al maestro Marco Vannini, por el legado de sabiduría del que me ha permitido nutrirme y por la confianza y el aliento que siempre me ha brindado como amigo.
Introducción
La chica kirguisa y 11 cuadernos de tapas de colores
Ámsterdam, febrero de 1941: en el primer piso de un moderno edificio de ladrillo rojo del sur de la ciudad, Julius Spier, un alemán de origen judío de 54 años que huyó a los Países Bajos a causa de las leyes raciales nazis, vive y trabaja desde hace unos meses en dos pequeñas habitaciones alquiladas. En Londres tiene una joven novia,1 pero en Alemania dejó a una exesposa, dos hijos y una brillante carrera en una empresa de Frankfurt, a la que puso fin para dedicarse a su verdadera pasión, la psicoterapia, un campo en el que cree tener algo original que decir. En su estudio ejerce una extraña profesión: es psicoquirólogo, es decir, trata los trastornos psicológicos y psicosomáticos analizando la personalidad del paciente a través de la lectura de la mano. Algunos lo consideran un charlatán, pero incluso el gran Jung, de quien fue alumno, lo aprecia y lo alienta personalmente. Tres veces por semana, Spier da conferencias abiertas al público y muchos aprovechan la ocasión para que les lea las manos, aunque sólo sea por curiosidad.
La noche del 3 de febrero acude a su estudio, entre otros, una joven judía, brillante y culta, Ester Hillesum, de 26 años. Aunque estaba dudosa, siguió el consejo de un amigo a quien le había confiado que no lograba entender su propia existencia. Esther, conocida por todos como Etty, ignora aún que este gurú de la psicología, dotado de un fuerte carisma, amado por las mujeres, ambiguo y cuestionable en su método terapéutico (que entre otras cosas recurría a una lucha física entre él y sus pacientes, que con facilidad se transformaba en un juego erótico), se convertiría muy pronto en el mayeuta de su alma, incluso en el “intermediario entre ella y Dios”, además, en un amigo íntimo y amante. Más tarde, ella misma se referiría a ese 3 de febrero como su segundo cumpleaños, un día de renacimiento a una nueva vida.
Ya en las primeras páginas del diario que el propio terapeuta le aconsejó llevar, Etty cuenta lo que le sucedía antes de conocer a Spier: una desorganización que minaba sus mejores energías, un afán casi obsesivo de disfrutar de la vida hasta el punto de querer devorar, en un intento imposible de hacerla suya, cualquier cosa bella, fuera hombre o flor, y la sensación constante de no poder encontrar el hilo de la madeja. Su “bulimia” se manifestaba también en un sentido literal con frecuentes atracones, cuyas secuelas luego intentaba combatir ingiriendo puñados de aspirinas, y sumada a su fuerte temperamento erótico y a costumbres sexuales decididamente desinhibidas para la época, daba origen a turbulentas relaciones sentimentales, a menudo devastadoras, vividas con voracidad, amontonadas una sobre otra como la comida en el estómago. También sufría malestares reumáticos, fuertes dolores de cabeza y de estómago, y tos persistente, en los que actuaba, sin que ella fuera consciente, un notable componente psicosomático.
Para contener el espíritu salvaje que la dominaba, Etty confiaba en su propia lúcida racionalidad, nutrida por vastos estudios y lecturas, que por otra parte eran también desordenados y frenéticos: buscaba un pensamiento sólido, una fórmula decisiva que pusiera orden, de una vez por todas, al caos. Un caos en el que había crecido, marcado por la falta de la necesaria contención emocional, con una madre confundida e histérica, un padre encerrado en la torre de marfil de su erudición y dos hermanos inestables psiquiátricamente.
Había dejado a su familia y la ciudad de Deventer, donde vivían los Hillesum desde que su padre fuera nombrado director del bachillerato local, para estudiar Derecho en Ámsterdam. Después de graduarse, se inscribió en la Facultad de Lenguas Eslavas para estudiar ruso,2 lengua de la que traducía para una pequeña casa editorial, pero ni la inteligencia ni la cultura bastaban pa-ra librarla de “un inmenso sentimiento de soledad e inseguridad”, de la atracción ante la idea del suicidio y del terror de volverse loca como sus dos hermanos, ambos brillantes pero aquejados por crisis psicóticas. Etty había sido testigo de algunas de estas crisis y había experimentado de primera mano el sufrimiento de los dos pobres chicos, y fue precisamente el miedo a transmitir ese gusano hereditario a otro ser lo que le hizo dudar sobre si abortar cuando descubrió, en noviembre de 1941, que estaba embarazada. El padre del “niño no nacido” era su “Pa’ Han”, el viudo en cuya gran pensión vivía Etty y donde trabajaba como ama de llaves. Con Han Wegerif, mucho mayor que ella, mantenía una relación amorosa sencilla, serena y tranquilizadora, que no le impedía ver de vez en cuando a otras personas de su edad.
Más o menos un mes después de aquella lección de psicoterapia, tras la que decidió atenderse con Spier, Etty pudo confiarle que se sentía mejor: la breve carta en la que le agradecía “todo el bien que ya le ha hecho” está escrita en la primera página de un cuaderno de tapas blancas que se convertiría en el primero de 11.3 Después de todo, deseaba ser escritora, por lo que, pasada la vergüenza inicial, llevar un diario se convirtió en una preciosa oportunidad para el autoconocimiento y el autoexamen, pero también en un ejercicio de escritura y búsqueda del estilo propio.
Durante algunas semanas, la pluma de Etty se centra demasiado en ese “viejo señor feo”, ese “completo extraño” que había entrado de repente en su vida y que pronto empieza a despertar en ella “sentimientos eróticos”, obligando al lector a someterse a minuciosas descripciones de sus encuentros y de la danza de sensaciones que se desencadenan en ella. Casi como si aún fuera una adolescente atrapada en sus conflictos interiores, la “chica kirguisa”, como la llamaba Spier por su origen medio ruso, apenas parece darse cuenta de que Europa se encuentra sumergida en un baño de sangre, los Países Bajos ocupados por los alemanes y ya se estaban produciendo las primeras medidas antisemitas.
No obstante, desde el principio, en el diario surgen reflexiones que suenan como una promesa de profundidad a la espera de realizarse: la relación tan especial con Spier, en la que, desde un inicio, se entrelazan inextricablemente los planos terapéutico y sentimental, y que se suma a la relación ya existente con Pa’ Han, incita evidentemente a Etty a trabajar sobre sí misma de un modo tanto espiritual como psicológico.
Por otra parte, ya desde hacía algunos años, Spier había hecho de la fe en Dios y de la oración el centro de su vida: la suya era una espiritualidad quizá inusual, aunque formada sustancialmente en el ámbito judeocristiano, pero auténtica, que florecía fuera de todo recinto confesional y se alimentaba de lecturas eclécticas, y de la que brotaba una ética inspirada en el amor universal y en la compasión no muy lejana de la evangélica. De hecho, la admiración del psicólogo por la figura de Jesús era grande. El encuentro con la fuerte carga espiritual de Spier desencadenaría desde el principio en Etty un proceso de curación y transformación profundo y extraordinariamente repentino.
Fuentes ocultas por desenterrar
Etty le había confiado a Spier que oscilaba entre entusiasmos y depresiones, que era prisionera de su propio caos interior, que adolecía por completo de armonía; que se abandonaba a los desenfrenos con sus amigos sólo para sanar una sensación de inseguridad y de soledad, y en todo esto su refinamiento intelectual no parecía ayudarle. Por el contrario, a veces estaba tan cansada de la multitud de pensamientos que la atormentaban que odiaba su cerebro. ¿No habría sido mejor vivir inmersa en este mundo como un elemento irracional e inconsciente de la naturaleza, como una vaca o una flor, absolutamente simple y sin palabras, perfectamente integrada en el todo?
Ya en la primera sesión, de inmediato Spier le regaló un secreto para poder enfrentar todo ello, y fue la lección fundamental: hay que llevar en el corazón lo que está en la cabeza, poner en el centro, conocer y explorar la dimensión más profunda de uno mismo, que constituye también el fundamento de todo ser, y depositar allí los descubrimientos de la razón para que se vuelvan vitales. Esa parte íntima y constitutiva de nosotros debe convertirse en la más importante, hasta el punto de reinar sobre todas las demás: de las fuentes*4 interiores entonces fluirán la armonía, el orden, la paz.
Ella entendió poco en aquel momento, pero confiada, intentaba seguir el camino indicado. En concreto, Spier le dio a leer la Biblia y Las confesiones de san Agustín y le aconsejó que estableciera una especie de entrenamiento, como el que él mismo se había impuesto: meditar todas las mañanas, con ayuda de ejercicios respiratorios, e intentar rezar, de preferencia de rodillas.
La parte racional, crítica e incluso atea de Etty reaccionó con escepticismo; “meditar” le parecía una palabra demasiado grande, y le daba vergüenza ponerse de rodillas, no era un gesto que sintiera suyo, pero prevaleció la confianza en aquel hombre por quien sentía cada vez más aprecio y que cada día le era más querido, y sobre todo el fuerte deseo de estar bien, de encontrar esa armonía a la que tanto aspiraba.
Así que Etty comenzó su programa de “higiene del alma”, que consistía en encerrarse por las mañanas en el cuarto de baño, el único lugar donde estaba segura de que no la molestarían en la gran casa con sus numerosos inquilinos, y en combinar la gimnasia habitual con la “limpieza” mental: sentada en el suelo como Buda, con la cabeza reclinada sobre el pecho como los hesicastas durante la oración del corazón, intentaba construir su stille Stunde,* su hora de quietud, sobre cuyos sólidos cimientos podía desarrollarse serenamente toda su jornada. Se trataba, sobre todo, de acallar las cavilaciones inútiles y desgastantes, de extirpar tanto el hábito de no tener horario como el entregarse demasiado a los recuerdos y a las fantasías, en resumen, de deshacerse de todos los parásitos que infestan la mente, de todas las malas hierbas que hacen intransitables las vastas llanuras interiores. Más tarde, esa hora de quietud se hizo tan fructífera en resultados inesperados que quedó sorprendida: aprendió tan bien a estar en el aquí y ahora, en la quietud,* a vaciarse de la “basura” que le impedía el acceso a las fuentes* interiores, que descubrió que podía descansar en sí misma e incluso llenarse de Dios.
De vez en cuando se esforzaba por arrodillarse, pero le costaba mucho. Más tarde, cuando este gesto no sólo se volvió familiar, sino incluso necesario, pensó en escribir una especie de autobiografía interior, que titularía La chica que no sabía arrodillarse.
Siempre motivada por su maestro, asumió otros compromisos consigo misma, que le costaron no poco esfuerzo: por ejemplo, compartir el reto que él le propuso de luchar contra la creciente atracción erótica recíproca –mezclade curiosidad, hábito de poseer físicamente al otro, enamoramiento real– tanto para salvaguardar las relaciones existentes como, sobre todo, para aprender el amor verdadero que él enseñaba y que no puede limitarse a una sola criatura, sino que debe ampliar los límites del alma hasta que pueda alcanzar a todos los seres humanos. El amor a una sola persona es siempre egoísmo disfrazado.
Los ejercicios espirituales diarios, con la enorme dosis de compromiso y de lucha consigo misma que exigían, disiparon gradualmente en Etty el hábito, común a la mayoría, de vivir en la limitada dimensión del yo psicológico, que esclaviza a sentimientos a menudo frustrantes y obliga a reaccionar ante acontecimientos externos, por tanto a merced de “lo que viene de fuera”; e hicieron nacer otro hábito, mucho más constructivo y saludable: el de habitar en los más profundos paisajes interiores.
En efecto, mientras trabajaba día a día para limpiar el terreno del pequeño yo,* incansable productor de impulsos de apropiación (celos, envidia, apego...) y de exigencias tan incesantes cuanto irrealizables, una dimensión inexplorada de sí misma se iba haciendo espacio, y prometía una vastedad y una libertad desconocidas hasta entonces. Al caer el velo opaco tejido por esa parte de sí misma que quería imponer sus caprichos y ritmos a la existencia, ella, que había tocado con su mano la desesperación y la atracción por el suicidio, descubrió la belleza y la bondad de la vida incluso en medio del dolor. Aprendió la escucha profunda, de sí, de los otros, del mundo y luego de Dios, lo que le permitió sintonizar con la melodía del universo, con el sonido de la “corriente* subterránea” que impregna el cosmos.
En su diario da testimonio de momentos en los que el camino que conducía al pozo del que extrae esa corriente* vital estaba bloqueado; momentos en los que resurgía la antigua depresión, o se apoderaban de ella los celos por las otras mujeres que rodeaban al ahora indispensable amigo, y más tarde la invadían momentos de abatimiento, terror, ira y odio, conforme aumentaban los abusos en contra de los judíos. Pero el camino espiritual que había emprendido y que recorría de forma cada vez más decidida, le impidió que se erosionara la “gran dicha, que puede ser parte inalienable de nuestra interioridad”.
El tiempo matutino dedicado a la higiene interior, aunque a veces se limitara a unos cuantos minutos, sentaba unas bases cada vez más amplias y sólidas para todo el día, le permitía descansar en sí misma. Así, muy pronto, Etty se sintió curada: había encontrado su centro de gravedad, el fulcro unificador de todas sus energías antes dispersas y fragmentadas, había aprendido a “vivir y respirar con el alma”.
Ahí radica la razón de la fuerza, que algunos han considerado sobrehumana,5 pero que en cambio hunde sus raíces en lo más íntimo y esencial del ser humano, que en los días del terror y la persecución llevó a una joven de 28 años a tomar la decisión de ser enviada adonde todos los judíos holandeses temían acabar: al campo de Westerbork,6 la antesala de Auschwitz.
Vivir y respirar con el alma
Cuando Etty conoció a Spier, ya Jung y Rilke7 formaban parte de sus lecturas, y gracias a estos autores tenía noticias de un centro interior, de una esencia íntima del ser humano que puede y debe convertirse en el foco de la existencia; sin embargo, probablemente esas lecturas se habrían quedado sólo en palabras, en afirmaciones de bellos espíritus, si alguien no le hubiera enseñado a hacerlas suyas en lo más profundo.
Ya en los tiempos de Deventer, percibía también en la naturaleza una presencia espiritual. Cuando se deleitaba pedaleando hasta la gran haya roja amiga y ante el esplendor de los campos de trigo, se sentía sobrecogida por la belleza del mundo, por la evidencia palpable de la armonía universal, en última instancia de Dios. No obstante, en Ámsterdam, en parte porque la naturaleza era menos abrazadora, en parte porque ya no era la adolescente atormentada y soñadora que solía ser, todo esto quedó enterrado y casi olvidado.
La poderosa entrada en su vida de aquel extravagante judío alemán, tanto psicólogo como director espiritual, le había brindado la oportunidad y los instrumentos para sacar a la superficie una sensibilidad que ya estaba presente; así, su mundo interior empezó a perder las características de una tierra desconocida y sin cultivar, tomó forma y se definió en detalle y, visitado a diario, se hizo cada vez más vasto y sosegado. Unos cuantos meses de trabajo confiado y constante le dieron la experiencia concreta de saber hasta qué punto aquel espacio íntimo del alma, debidamente cultivado, era capaz de albergar y conservar como un precioso tesoro lo que normalmente las personas buscan fuera de sí mismas: el silencio, la paz, la alegría, el sentido de la vida, incluso Dios, y con él, el amor a los seres humanos.
Gracias a la “gran dicha” que había descubierto en sí misma, viviendo y respirando con el alma, según sus propias palabras, llegó preparada y supo sobrellevar de forma extraordinaria el crescendo de acoso y violencia que los nazis estaban implementando para perseguir a su pueblo hasta el exterminio.
A finales de la primavera de 1942, a los judíos se les prohibió incluso salir al campo y a los parques de la ciudad y refugiarse a la sombra de los árboles en los arriates; la sensación de injusticia y privación aumentaba el resentimiento y la rabia de muchas de las víctimas, por ejemplo de su amiga Liesl,8 quien, después del despido de su marido, se había visto obligada a vender ropa para subsistir, a pasar los días haciendo cola en las pocas tiendas accesibles a los judíos y a trabajar de noche para alimentar a sus hijas, pero no toleraba que le impidieran acercarse a la naturaleza. Sin embargo, Etty, a quien le hubiera gustado contárselo a Liesl, pero le faltaba valor para ello y sólo lo escribía en su diario, experimentaba que si uno vive arraigado en su propio centro interior, bastaba un fragmento de naturaleza, por más mínimo que fuera, el cielo, los árboles frente a la casa o una piedrecita llegada quién sabe cómo a la terraza directamente “desde los días de la creación”, para mantenerse en contacto con la inmensidad del cosmos y la dimensión espiritual de la vida. Al menos eso le bastaba a ella; y siempre estaban las flores, el ciclamen rojo rosado en su escritorio, los crisantemos blancos como regalo de Spier al final de un paseo íntimo, o las orquídeas y narcisos sobre la mesita de noche de su amigo, tan sensuales y embriagadores que por sí solos podían satisfacer el ardiente deseo sexual de Etty. Entonces, un día, hizo su entrada en su panteón perfumado personal el jazmín que crecía en medio de los charcos del patio gris y desnudo detrás de su casa: con su exuberante blancura, despreocupada de la miseria circundante, la planta se convirtió en la embajadora, en la profeta del gran horizonte de sentido que está ahí, detrás de cada cosa o, mejor dicho, dentro de cada cosa, incluso en el bullicio y la confusión de una época como aquélla, incluso en el infierno de Westerbork, donde Etty mantuvo intacta la mirada y aun era capaz de apreciar el esplendor de los altramuces, tan bellos que conmovían hasta a un guardia alemán.
Y aunque los últimos restos de verde y de cielo hubieran sido prohibidos, a Etty le habría gustado decirle a Liesl que permanecían vivos en el “espacio interior* del mundo” rilkeano, alojado en la intimidad del ser humano y, a la vez, tan vasto como el universo entero; y que en ese lugar central y esencial del alma todo puede florecer sin ser perturbado, lo experimentaría de forma cotidiana y concreta si podía disfrutar de la libertad inaudita de proclamar que la naturaleza está en nuestro interior y que nadie puede quitarnos nada si lo llevamos todo dentro de nosotros.
Y pensar que en un tiempo, sólo unos meses antes, con tal de abdicar de las responsabilidades que pesaban en el mundo sobre cada ser consciente, habría preferido poder deshacerse de su inteligencia y ser una vaca o una flor. Ahora que había descubierto otra forma de ver las cosas y había accedido a la inteligencia del corazón, sentía incluso que podía asumir todos los sufrimientos de su tiempo, ofreciéndoles espacio en su interior y dándoles sentido.
Seguía queriendo ser una flor, pero de un modo muy distinto: quería “vivir como un lirio del campo. Si supiéramos comprender el tiempo presente, lo aprenderíamos de él: vivir como un lirio del campo”. Simple, completamente abandonada a Dios y plena en el aquí y el ahora, como las flores del campo y los pájaros del cielo de los que habla el Jesús de Mateo en el Sermón de la Montaña.9
Los muros protectores de la oración
Antes de aquel 3 de febrero, Etty creía en Dios como tantos otros: en casa no la habían acostumbrado a una práctica religiosa, sus padres no iban a la sinagoga, y Dios para ella era poco más que el sentimiento de algo detrás de la naturaleza y de todo lo que existe: la sospecha de una armonía universal de la que sólo en raros momentos había sentido que formaba parte.
Apasionada como era de la filosofía, discutía a menudo de temas religiosos, pero había perdido ese sentimiento de temor reverencial que a veces la invadía en Deventer, cuando montaba en bicicleta por el Ijssel o atravesaba los campos de trigo.
En el círculo de amigos de Spier conoció, quizá por primera vez, a personas que rezaban, hablaban con Dios y de Dios con gran espontaneidad y demostraban que habían hecho de su relación con Él el centro de su existencia. Al principio, esto la avergonzó no poco: era demasiado refinada intelectualmente para pronunciar la palabra “Dios” con sencillez; sabía cuánta historia y cuánta tinta se escondían en ese término, tan amplio y a la vez tan convencional que podía significar todo y nada. Quizás también había algo del tabú judío en torno al nombre de Dios en su pudor, quizás un profundo respeto por Algo o Alguien demasiado grande e importante para ser tratado con tanta desenvoltura.
Pero lo que es un hecho es que, en un determinado momento, en esos lugares interiores que solía visitar a diario, se encontró con una presencia inesperada, un Tú con el que era posible hablar, en un diálogo confidencial cada vez más denso, del que surgieron páginas entre las más bellas y apasionadas del diario y, sin duda, de toda la literatura religiosa del siglo xx.
En el contacto con los creyentes, le pareció comprender que había personas que, al rezar, extendían los brazos al cielo porque imaginaban a Dios en lo alto; otras, en cambio, se recogían, con el rostro entre las manos, para cerrarse a los estímulos exteriores y escuchar lo que “surgía de dentro”. Ella pertenecía sin duda a estos últimos: al recogerse en meditación, se había deslizado casi sin darse cuenta a los brazos de un Dios que vivía dentro de ella, en los abismos del alma, como le enseñaba su Rilke y también aquel san Agustín autor de apasionadas cartas de amor a Dios10 que Spier le había dado a leer. Fue entonces cuando empezó a comprender y a dar un sentido personal a ese acto de arrodillarse que le había recomendado su terapeuta y que al principio le parecía tan extraño y poco tradicional para una judía, hasta que un día llegó a verse obligada a arrodillarse, empujada al suelo por algo poderoso, y ese gesto, “tan íntimo como los gestos del amor”, se le hizo natural.
Así, lejos de los lugares tradicionalmente destinados al culto, Etty fue componiendo una liturgia propia y muy personal que podía celebrarse en cualquier lugar, en ambientes domésticos y prosaicos e incluso en el desolado y funesto páramo de Westerbork, hasta que, en el proceso de espiritualización que experimentó su vida, incluso arrodillarse se convirtió en un gesto interior del alma, consumado “en el rincón más remoto y tranquilo” de sí misma.
Las páginas del diario dedicadas al “diálogo delirante, pueril o terriblemente serio” con la parte más profunda de sí misma habitada por Dios, que de hecho es Dios, se hicieron cada vez más frecuentes e intensas, a medida que los eventos externos se precipitaban, y desempeñaron la doble función de registrar y también de investigar mejor y profundizar la relación de Etty con Dios. La oración, y la escritura de la oración, se convirtieron en su fuerza, pues allí se encontraba una y otra vez consigo misma, con sus propios puntos de referencia, con su propio centro de gravedad, en los días siempre más tempestuosos de problemas y temores. Cuando las amenazas y el terror se convirtieron en el pan de cada día, la oración fue para ella como una celda monástica en la que encontró la paz. Y en Westerbork le hizo sentirse hermana de aquellos monjes, también deportados por ser de origen judío que, al atardecer, seguían recitando sus oraciones, caminando en fila por los barracones como si aún estuvieran en el claustro.
Cuando oraba, no pedía nada para sí misma, le parecía pueril; ni siquiera daba gracias por lo que tenía, le parecía inmoral en una época en la que muchos morían de miseria. En cambio, agradecía porque Dios quería morar en ella y pedía que sus pensamientos, sus emociones, sus acciones cotidianas brotaran de esa fuente* íntima que había descubierto en lo más profundo de sí misma.
Así, lo que había comenzado como un ejercicio físico, el acto de arrodillarse, pronto se convirtió en un apasionado coloquio y, finalmente, en una actitud del alma, tan penetrante y esencial que prescindía de las palabras y transformaba toda la vida de Etty en “un diálogo ininterrumpido” con Dios.
Dios, nuestra mayor e ininterrumpida aventura interior
Durante un periodo, entre junio y septiembre de 1942, en el diario, donde en su mayor parte Etty escribe dirigiéndose a sí misma, se hacen más intensas muchas “conversaciones” con Dios.
Tuvo que ceder: ella, que ni siquiera quería pronunciar su nombre, tuvo que romper los frenos del loable y comprensible pudor de la inteligencia y del alma con la que siempre se intenta proteger aquello que se sabe que no se comprende del todo y que tanto se ama, ella que nunca había llamado por su nombre ni siquiera a su maestro, amigo, amante, al que nunca tuteaba, y al que modestamente se refería por escrito sólo con la inicial S.
Tuvo que ceder porque la presencia de Dios se había impuesto en su interior, y aunque era consciente de que esa palabra no era en el fondo más que una metáfora, un medio de acercarse a la “mayor e ininterrumpida aventura interior” del ser humano, tenía que llamarle de algún modo, ahora que lo había encontrado. Había descubierto que el orden del cosmos, la “corriente* subterránea” que anima el universo, era también un Tú al cual dirigirse, un Tú a quien amar, a quien enviar las “únicas cartas de amor que deben escribirse”, y al decir esto, tal vez, Etty estaba sugiriendo que la historia de amor más grande, verdadera y apasionada de todas las que había vivido era la que estaba viviendo con Dios. Y que se trataba de una relación auténtica; que no tenía nada que ver con el impulso poderoso pero sentimental y provisional de su adolescencia, lo demuestra la fuerza que brotó en su interior cuando Dios tomó el timón de mando y se convirtió en la “vigorosa autoridad” que reinaba sobre su alma. Sostenida por esa fuerza, ni siquiera el infierno de Westerbork le impidió vivir la vida como quien “camina con Dios”.
Y prueba de ello son los descubrimientos que la acercan a muchos místicos: que Dios no sólo habita en el fondo del ser humano, sino que es su ser más profundo, la raíz de su propio ser; y otras paradojas semejantes, que para describirlas haría falta un poeta: Dios es la realidad profunda del alma, pero también el creador de la humanidad; está en nosotros, porque somos capaces de Él, pero al mismo tiempo vivimos abrazados y contenidos por Él.
Etty habría querido ser esa poeta y rezó muchas veces para que le fuera concedido un verso: no llegó tan lejos, no tuvo tiempo para madurar una escritura que esperaba que extendiera las palabras como pinceladas dispersas sobre un fondo mudo, pero sin duda sus cartas a Dios se acercan mucho a la poesía. La “Oración del domingo por la mañana”, del 12 de julio de 1942, por ejemplo, es particularmente relevante por su valor literario y también por su contenido.
