Un largo camino - Ishmael Beah - E-Book

Un largo camino E-Book

Ishmael Beah

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Beschreibung

En 1993, durante el ataque de un grupo rebelde armado a la población de Mattru Jong (Sierra Leona), Ishmael Beah, de 12 años de edad, se ve obligado a escapar hacia la selva, esquivando los cuerpos de los aldeanos abatidos por la disparos. Tan solo unos días atrás, Ishmael, su hermano Junior y su amigo Talloi habían partido desde Mogbwemo, enfundados en vaqueros holgados y decididos a caminar 26 kilómetros para demostrar sus habilidades como raperos en un concurso de talentos. Nunca podrían haber imaginado que aquel día luminoso y fresco de enero sería la antesala de la experiencia más siniestra que la vida les ofrecería. Acompañado de otros niños, Ishmael recorre los pueblos cercanos rastreando a su familia y buscando cobijo y comida. A pesar de su entereza y sagacidad para sobrevivir, el pequeño Ishmael es reclutado por las fuerzas armadas del Gobierno. A partir de ese momento, con un AK-47 colgado al hombro y aturdido por el consumo de drogas que le suministraban sus superiores, el niño Beah transitará las entrañas de una guerra civil monstruosa que dejó al menos 50 000 civiles muertos.

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Título original: A Long Way Gone: Memoirs of a Boy Soldier

© del texto, Ishmael Beah, 2007

Publicado por acuerdo con Sarah Crichton Books, un sello

de Farrar, Straus and Giroux, Nueva York.

© de la traducción, Esther Roig, 2023

© de esta edición, Editorial Big Sur S. L., 2023

ISBN (edición rústica): 978-84-126576-0-9

ISBN (edición digital): 978-84-126576-1-6

Corrección ortotipográfica: Carlos González Nieto

Diseño y maquetación: Ulises Milla

Imagen de cubierta: Ishmael Beah (2015)

© Philippe Matsas/Opale/Alamy.com

Web:editorialbigsur.es

Email: [email protected]

Instagram:bigsureditorial

Twitter: bigsureditorial

Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Índice

Nueva York, 1998

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Cronología

Agradecimientos

Ishmael Beah(Sierra Leona, 1980)

Escritor y activista nacido en Sierra Leona, Ishmael Beah se trasladó a los Estados Unidos en 1998 luego de escapar de la guerra civil que asoló su país durante 11 años. Terminó sus dos últimos años de escuela secundaria en la Escuela Internacional de las Naciones Unidas en Nueva York. En 2004 se graduó en el Oberlin College con un B.A. en Ciencias Políticas. Es miembro del Comité Asesor de la División de Derechos del Niño de Human Rights Watch. Es autor de los libros Little Family y Radiance of Tomorrow, entre otros.

Foto: © Philippe Matsas/Opale

Un largo camino

Memorias de un niño soldado

Ishmael Beah

Traducción de Esther Roig

Fanta

En recuerdo de Nya Nje, Nya Keke, Nya Ndig-ge sia y Kayna. Su ánimo y su presencia dentro de mí me dan fuerzas para continuar.

A todos los niños de Sierra Leona a quienes robaron la infancia.

En memoria de Walter (Wally) Scheuer, por su generosidad y compasión y por mostrar el honor de todo un caballero.

Nueva York, 1998

Mis amigos del instituto han empezado a sospechar que no les he contado toda la historia de mi vida.

—¿Por qué te marchaste de Sierra Leona?

—Porque está en guerra.

—¿Viste algún combate?

—Todo el mundo los vio.

—¿Quieres decir que viste a gente armada corriendo y pegándose tiros unos a otros?

—Sí, continuamente.

—Qué pasada.

Sonrío un poquito.

—Algún día tienes que contárnoslo.

—Sí, algún día.

1

Se contaban tales historias de la guerra que parecía que tuviera lugar en un país lejano y diferente. Hasta que los refugiados empezaron a atravesar el pueblo no nos dimos cuenta de que realmente se libraba en nuestro país. Familias que habían caminado centenares de kilómetros nos contaban cómo habían matado a sus parientes y quemado sus casas. La gente del pueblo se compadecía de ellos y les ofrecía un lugar donde quedarse, pero la mayoría lo rechazaba porque decían que tarde o temprano la guerra llegaría allí. Los niños se negaban a mirarnos y se sobresaltaban por el mero ruido que se hace al cortar leña o por una piedra que se tira con la honda cazando pájaros contra un techo de hojalata. Los adultos se quedaban ensimismados al hablar con los ancianos del pueblo. Aparte de la fatiga y la malnutrición, era evidente que habían visto cosas que les infestaban la mente; cosas que cualquiera se negaría a aceptar si se las contaran. A veces pensaba que algunas de las historias que contaban los transeúntes eran exageradas. Las únicas guerras que conocía eran las que había leído en los libros o había visto en películas como Acorralado, y la de la vecina Liberia, de la que había oído hablar en las noticias de la BBC. A los diez años no tenía capacidad para comprender qué había arrebatado la felicidad a los refugiados.

La primera vez que tuve contacto con la guerra fue a los doce años. Era enero de 1993. Salí de casa con Junior, mi hermano, y nuestro amigo Talloi, ambos un año mayores que yo, en dirección a la ciudad de Mattru Jong, donde participaríamos en un concurso de talentos. Mohamed, mi mejor amigo, no pudo venir porque ese día él y su padre iban a reformar la cocina de su choza de techo de paja. Los cuatro habíamos montado un grupo de rap y baile cuando teníamos ocho años. Conocimos la música rap durante una de nuestras visitas a Mobimbi, el barrio donde vivían los extranjeros que trabajaban en la misma empresa estadounidense que mi padre. A menudo íbamos a Mobimbi a bañarnos en una piscina y a ver la tele en el enorme televisor en color y a los blancos que se reunían en la zona recreativa para visitantes. Una noche pusieron en la tele un vídeo musical que consistía en una pandilla de chicos negros hablando a toda velocidad. Los cuatro nos quedamos hipnotizados con la canción, intentando comprender lo que decían.

Al acabar el vídeo, salieron unas letras al pie de la pantalla. Decían: “Sugarhill Gang, Rappers Delight”. Junior se apresuró a apuntarlo en un papel. Después volvíamos allí cada dos fines de semana para estudiar aquella música de la televisión. Entonces no sabíamos cómo se llamaba, pero me impresionó que los chicos negros supieran hablar inglés tan rápido y con ritmo. Más adelante, cuando Junior empezó la escuela secundaria, se hizo amigo de unos niños que le enseñaron más sobre música y bailes extranjeros. Durante las vacaciones, me trajo cintas y nos enseñó, a mis amigos y a mí, a bailar con una música que supimos que se llamaba hiphop. Me encantó el baile y, sobre todo, disfruté aprendiendo las letras, porque eran poéticas y mejoraban mi vocabulario. Una tarde, nuestro padre vino a casa mientras Junior, Mohamed, Talloi y yo estábamos aprendiendo la letra de “I Know You Got Soul”,de Eric B & Rakim. Se quedó de pie junto a la puerta de nuestra casa de ladrillos y techo de uralita, se echó a reír y preguntó:

—¿Entendéis algo de lo que decís?

Se marchó sin darle a Junior ocasión de contestar. Se sentó en una hamaca a la sombra de un mango, una guayaba y un naranjo y puso las noticias de la BBC en la radio.

—Esto sí que es inglés del que deberíais escuchar —gritó desde el patio.

Mientras nuestro padre escuchaba las noticias, Junior nos enseñó a mover los pies siguiendo el ritmo. Movíamos alternativamente primero el pie derecho y después el izquierdo, adelante y atrás, y simultáneamente hacíamos lo mismo con los brazos, sacudiendo el tronco y la cabeza.

—Este movimiento se llama “el hombre que corre” —dijo Junior.

Después, ensayamos imitando las canciones rap que habíamos memorizado. Al marcharnos a cumplir nuestras tareas nocturnas de ir a buscar agua y limpiar las lámparas, nos decíamos “paz, tío” o “me abro”, frases que habíamos extraído de las letras rap. Afuera se iniciaba la música vespertina de pájaros y grillos.

La mañana que salimos a Mattru Jong, nos llenamos la mochila con las libretas de las letras que estábamos componiendo y los bolsillos con las cintas de álbumes de rap. En aquellos días llevábamos vaqueros holgados, y debajo nos poníamos pantalones cortos de fútbol y pantalones de chándal para bailar. Bajo nuestras camisas de manga larga llevábamos camisetas sin mangas, camisetas de manga corta y camisetas de fútbol. Llevábamos tres pares de calcetines bajados hasta el tobillo y doblados para que las deportivas parecieran hinchadas. Cuando el día se ponía demasiado caluroso, nos quitábamos parte de la ropa y la llevábamos al hombro. Era ropa de moda y no teníamos ni idea de que aquella forma insólita de vestir acabaría beneficiándonos. Como teníamos pensado volver al día siguiente, no nos despedimos ni le dijimos a nadie adónde íbamos. No sabíamos que nos estábamos marchando para no volver.

Para ahorrar, decidimos hacer caminando los veintiséis kilómetros hasta Mattru Jong. Hacía un día precioso de verano, el sol no calentaba excesivamente, y la caminata no se nos hizo muy larga porque íbamos charlando sobre toda clase de cosas y gastándonos bromas unos a otros. Llevábamos hondas que usábamos para cazar pájaros y fastidiar a los monos que intentaban cruzar la vía principal. Nos detuvimos varias veces en el río a bañarnos. En una ocasión, había un puente. Oímos un vehículo de pasajeros en la distancia y decidimos salir del agua e intentar que nos llevara gratis. Yo salí antes que Junior y Talloi y crucé el puente corriendo con su ropa. Creyeron que podían pillarme antes de que el vehículo llegara, pero al darse cuenta de que era imposible, echaron a correr otra vez hacia el río, y justo cuando estaban en medio del puente, el vehículo los alcanzó. Las chicas del autobús se rieron y el conductor tocó la bocina. Fue divertido, y el resto del viaje intentaron vengarse por lo que les había hecho, pero no se salieron con la suya.

Llegamos a Kabati, el pueblo de mi abuela, hacia las dos de la tarde. Mamie Kpana era el nombre con el que se conocía a mi abuela. Era alta y su cara, muy alargada, complementaba sus hermosos pómulos y sus ojos grandes y marrones. Siempre estaba con las manos en las caderas o en la cabeza. Al mirarla, me daba cuenta de dónde había sacado mi madre su preciosa piel oscura, sus dientes blanquísimos y los pliegues traslúcidos del cuello. Mi abuelo o kamor, maestro, como le llamaban todos, era especialista en árabe y curandero del pueblo y los alrededores.

En Kabati comimos, descansamos un poco y nos dispusimos a recorrer los últimos diez kilómetros. La abuela quería que nos quedáramos a pasar la noche, pero le dijimos que volveríamos al día siguiente.

—¿Cómo os trata últimamente vuestro padre? —preguntó con una voz dulce cargada de preocupación—. ¿Por qué vais a Mattru Jong, si no es para ir a la escuela? ¿Y por qué estáis tan flacos? —siguió preguntando.

Pero nosotros esquivamos sus preguntas. Nos siguió hasta las afueras del pueblo y nos vio descender la cuesta, pasándose el bastón a la mano izquierda y despidiéndonos con la derecha, una señal de buen augurio.

Llegamos a Mattru Jong un par de horas después y nos encontramos con viejos amigos: Gibrilla, Kaloko y Khalilou. Esa noche fuimos a Bo Road, donde había puestos de comida hasta bien entrada la noche. Nos compramos cacahuetes hervidos y comimos mientras conversábamos sobre lo que haríamos al día siguiente y planeábamos ir a ver el espacio del concurso de cazatalentos y ensayar. Nos quedamos en la habitación del porche de la casa de Khalilou. Era una habitación pequeña con una cama diminuta y los cuatro dormimos en la misma cama (Gibrilla y Kaloko volvieron a sus casas), atravesados y con las piernas colgando. Yo pude doblar las piernas un poco más porque era más bajito y pequeño que los otros.

Al día siguiente, Junior, Talloi y yo nos quedamos en casa de Khalilou y esperamos a que nuestros amigos volvieran de la escuela sobre las dos de la tarde. Pero volvieron temprano. Me estaba limpiando las deportivas y contando los abdominales por los que estaban compitiendo Junior y Talloi. Gibrilla y Kaloko entraron en el porche y se unieron a la competición. Talloi, respirando hondo y hablando lentamente, preguntó por qué habían vuelto. Gibrilla explicó que los profesores les habían dicho que los rebeldes habían atacado Mogbwemo, nuestra casa. Se había cerrado la escuela hasta próximo aviso. Dejamos de hacer lo que estábamos haciendo.

Según los maestros, los rebeldes habían atacado las zonas mineras por la tarde. Las repentinas ráfagas de tiros habían impelido a la gente a correr en todas direcciones para salvar la vida. Los padres habían salido huyendo de sus lugares de trabajo y solo habían encontrado casas vacías, sin ninguna pista de adónde habían ido sus familias. Las madres lloraban mientras corrían a la escuela, al río, a las fuentes a recoger a sus hijos. Los niños corrieron a casa a buscar a sus padres que vagaban por las calles buscándolos a ellos. Y cuando el fuego se intensificó, la gente dejó de buscar a sus seres queridos y salió corriendo del pueblo.

—Esta ciudad será la próxima, según los maestros.

Gibrilla se incorporó del suelo de cemento. Junior, Talloi y yo cogimos las mochilas y fuimos al muelle con nuestros amigos. Estaba llegando gente de toda la zona minera. A algunos los conocíamos, pero no pudieron decirnos nada del paradero de nuestras familias. Dijeron que el ataque había sido tan repentino, tan caótico, que todo el mundo había corrido en diferentes direcciones en una confusión total.

Durante más de tres horas nos quedamos en el muelle, esperando angustiados por si veíamos a alguien de la familia o podíamos hablar con alguien que los hubiera visto. Pero no se sabía nada, y al cabo de un rato ya no conocíamos a nadie de los que cruzaban el río.

El día parecía curiosamente normal. El sol navegaba pacíficamente entre las nubes blancas, los pájaros cantaban en las copas de los árboles, las hojas se agitaban con la brisa suave. Todavía no podía creer que la guerra hubiera llegado realmente a nuestra casa. Pensaba que era imposible. Al salir de casa el día anterior no había ningún indicio de que los rebeldes estuvieran cerca.

—¿Qué vais a hacer? —preguntó Gibrilla.

Estuvimos callados un buen rato y después Talloi rompió el silencio:

—Debemos volver a buscar a nuestras familias antes de que sea demasiado tarde.

Junior y yo asentimos con la cabeza.

Solo tres días antes había visto a mi padre caminando lentamente de vuelta del trabajo. Llevaba el casco bajo el brazo y la cara alargada le sudaba con el cálido sol de la tarde. Yo estaba sentado en el porche. Hacía tiempo que no lo veía, porque otra madrastra había destrozado de nuevo nuestra relación. Pero esa mañana mi padre me sonrió al subir los escalones. Me miró a la cara, y sus labios estaban a punto de decir algo cuando mi madrastra salió. Entonces volvió la cabeza y la miró a ella, que hizo como que no me veía. Entraron silenciosamente en el salón. Me tragué las lágrimas, dejé el porche y fui a reunirme con Junior en el cruce donde esperábamos el camión. Íbamos a ver a nuestra madre al pueblo de al lado, a unos cinco kilómetros. Cuando nuestro padre nos pagaba la escuela, la veíamos los fines de semana durante las vacaciones, cuando estábamos en casa. Desde que se negaba a pagarla, la visitábamos cada dos o tres días. Esa tarde nos encontramos con ella en el mercado y la acompañamos a comprar ingredientes para hacernos algo de comer. Al principio su expresión era sombría, pero en cuanto nos abrazó, se iluminó. Nos dijo que Ibrahim, nuestro hermanito, estaba en la escuela y que lo recogeríamos después del mercado. Nos cogió de la mano para caminar y de vez en cuando se volvía, comprobando que seguíamos con ella.

Mientras nos dirigíamos a la escuela de nuestro hermanito, nuestra madre se volvió y dijo:

—Siento no tener dinero para volver a mandaros a la escuela. Pero estoy en ello. —Se calló y después preguntó—: ¿Cómo está vuestro padre?

—Parece que está bien. Lo he visto esta tarde —contesté. Junior no dijo nada.

Nuestra madre lo miró directamente a los ojos y dijo:

—Vuestro padre es un buen hombre y os quiere mucho. Pero parece atraer a las peores madrastras que pudierais tener, chicos.

Cuando llegamos a la escuela, nuestro hermanito estaba en el patio jugando al fútbol con sus amigos. Tenía ocho años y era alto para su edad. En cuanto nos vio, se acercó corriendo y se lanzó sobre nosotros. Se midió conmigo para ver si ya era más alto que yo. Mamá se rio. La cara redonda de mi hermanito se iluminó y empezó a sudar por los pliegues del cuello, igual que mi madre.

Los cuatro fuimos caminando a casa de nuestra madre. Cogí a mi hermanito de la mano y me contó cosas de la escuela. Me desafió a jugar al fútbol aquella misma noche. Mi madre vivía sola y se dedicaba a cuidar de Ibrahim. Decía que el niño preguntaba a veces por su padre. Cuando Junior y yo estábamos en la escuela, iban los dos a vernos de vez en cuando y siempre lloraba cuando mi padre abrazaba a Ibrahim, al ver lo contentos que estaban de verse. Mi madre parecía perdida en sus pensamientos; sonreía reviviendo esos momentos.

Dos días después de aquella visita, estábamos lejos de casa. Esperando en el muelle de Mattru Jong, me imaginaba a mi padre con el casco en la mano y corriendo camino de casa, y a mi madre, llorando y corriendo a la escuela en busca de mi hermanito. La tristeza empezaba a abrumarme.

Junior, Talloi y yo subimos a una canoa y nos despedimos tristemente de nuestros amigos al alejarnos de la costa de Mattru Jong. Al atracar al otro lado del río, iba llegando más gente apresurada. Echamos a andar y una mujer que llevaba sus chancletas en la cabeza nos dijo sin volverse:

—Demasiada sangre se ha vertido adonde vais vosotros. Incluso los buenos espíritus han abandonado el lugar.

Se alejó. En los matorrales, a lo largo del río, las mujeres gritaban con voz tensa: “Nguwor gbor mu ma oo”, Dios nos ayude, y los nombres de sus hijos: “Yusufu, Jabu, Foday...”. Vimos a niños caminando solos, sin camisa, en calzoncillos, siguiendo a la multitud. “Nya nje oo, nya keke oo”, mamá, papá, lloraban los niños. También había perros espantados entre la gente, que seguía corriendo, aunque ya se hubiera alejado del peligro. Los perros olisqueaban el aire, buscando a sus dueños. Se me tensaron las venas.

Habíamos recorrido diez kilómetros y estábamos en Kabati, el pueblo de la abuela. Estaba desierto. Solo quedaban huellas en la arena en dirección a la densa selva que se extendía por detrás del pueblo.

Al caer la tarde, empezó a llegar gente de la zona minera. Sus susurros, los gritos de los niños buscando a los padres perdidos y cansados de caminar, y los aullidos de los bebés hambrientos, sustituían los sonidos nocturnos de grillos y pájaros. Nos sentamos en el porche de la abuela, esperando y escuchando.

—¿Creéis que es una buena idea volver a Mogbwemo, chicos? —preguntó Junior.

Pero antes de que ninguno tuviera ocasión de responder, una furgoneta Volkswagen rugió en la distancia y todas las personas que transitaban por los caminos corrieron a esconderse al monte cercano. Nosotros también corrimos, pero no llegamos tan lejos. El corazón me latía acelerado y mi respiración se intensificó. El vehículo se paró frente a la casa de mi abuela y, desde donde estábamos, vimos que su ocupante no iba armado. Cuando, junto con otros, salimos de los matorrales, vimos a un hombre que bajaba corriendo del asiento del conductor y se ponía a vomitar sangre. Le sangraba el brazo. Cuando dejó de vomitar, se echó a llorar. Era la primera vez que veía a un hombre mayor llorar como un niño y sentí una punzada en el corazón. Una mujer lo rodeó con los brazos y le instó a que se incorporara. Él se puso de pie y caminó hacia la furgoneta. Cuando abrió la puerta del pasajero, una mujer que estaba apoyada en ella cayó al suelo. Le salía sangre por las orejas. Los mayores taparon los ojos a los niños.

En la parte trasera de la furgoneta había tres cadáveres más, dos chicas y un chico, y la sangre teñía los asientos y el techo de la furgoneta. Quería alejarme de lo que estaba viendo, pero no podía. Tenía los pies entumecidos y todo el cuerpo paralizado. Después supimos que aquel hombre había intentado escapar con su familia y los rebeldes habían tiroteado el vehículo y los habían matado. Lo único que lo consoló, al menos unos segundos, fue lo que le dijo la mujer que le había abrazado y que ahora lloraba con él: que al menos tendría la posibilidad de enterrarlos. Siempre sabría dónde descansaban sus restos. Parecía saber más de la guerra que el resto de nosotros.

El viento había parado y la luz del día parecía rendirse rápidamente a la noche. Al acercarse el ocaso, más gente cruzó el pueblo. Un hombre cargaba con su hijo muerto. Creía que el niño seguía vivo. El padre iba cubierto con la sangre del niño y mientras corría no cesaba de decir: “Te llevaré al hospital, hijo, y todo se arreglará”. Tal vez era necesario que se aferrara a falsas esperanzas, porque al menos le hacían correr alejándose del peligro. Un grupo de hombres y mujeres que habían sido alcanzados por balas perdidas fueron los siguientes en pasar corriendo. La piel que les colgaba del cuerpo todavía contenía sangre fresca. Algunos de ellos ni siquiera se percataban de que estaban heridos hasta que se paraban y alguien les señalaba las heridas. Otros se desmayaban o vomitaban. Me entraron náuseas, la cabeza me daba vueltas. Sentía que el suelo se movía y las voces de la gente parecían resonar lejos de allí. Estaba temblando.

La última baja que vi aquella noche fue una mujer que llevaba a un bebé a la espalda. Le resbalaba sangre por el vestido, que salpicaba detrás de ella y dejaba un rastro. Su hijo había recibido un tiro mortal mientras corrían a salvarse. Por suerte para ella, la bala no le había atravesado el cuerpo. Cuando se paró donde estábamos nosotros, se sentó en el suelo y cogió al bebé. Era una niña y sus ojos seguían abiertos, con una sonrisa inocente congelada en el rostro. Se veían las balas sobresaliendo un poco del cuerpecito, que ya se estaba hinchando. La mujer abrazó a la niña y la meció. Estaba demasiado afligida e impactada para llorar.

Junior, Talloi y yo nos miramos y supimos que debíamos volver a Mattru Jong, porque habíamos comprobado que Mogbwemo ya no era un sitio que pudiéramos considerar un hogar y que era imposible que nuestros padres siguieran allí. Algunas de las personas heridas decían que Kabati era el siguiente en la lista de los rebeldes. No queríamos estar allí cuando los rebeldes llegaran. Incluso los que no podían caminar muy bien hacían lo que podían para seguir alejándose de Kabati. La imagen de esa mujer y su bebé me obsesionó mientras volvíamos a Mattru Jong. Apenas me fijé en el viaje y cuando bebí agua no sentí ningún alivio, aunque me daba cuenta de que tenía sed. No quería volver al lugar de donde era esa mujer; estaba claro en los ojos del bebé que todo se había perdido.

“Te perdiste diecinueve años”. Eso era lo que solía decir mi padre cuando le preguntaba cómo era la vida en Sierra Leona tras la declaración de independencia en 1961. El país había sido una colonia británica desde 1808. Sir Milton Margai fue su primer ministro y gobernó el país bajo la bandera política del Partido del Pueblo de Sierra Leona (SLPP) hasta su muerte, en 1964. Su hermano, sir Albert Margai, lo sucedió hasta 1967, cuando Siaka Stevens, líder del Partido del Congreso del Pueblo (APC), ganó las elecciones, a las que siguió un golpe militar. Siaka Stevens recuperó el poder en 1968 y varios años después declaró un partido único para el país, es decir que el APC sería el único partido legal. Fue el comienzo de los “políticos corruptos”, según decía mi padre. Me preguntaba qué diría de la guerra de la que huía yo. Había oído decir a los adultos que era una guerra revolucionaria, una liberación del pueblo del Gobierno corrupto. Pero ¿qué movimiento de liberación mata a civiles, niños y bebés inocentes? No había nadie que pudiera responder a esas preguntas y me pesaba la cabeza con todas las imágenes que contenía. Mientras caminábamos, fui cogiendo miedo al camino, a las montañas a lo lejos y a los matorrales a ambos lados.

Llegamos a Mattru Jong de noche. Junior y Talloi explicaron a nuestros amigos lo que habíamos visto y yo me quedé callado, intentando precisar si lo que había visto era real. Aquella noche, cuando finalmente me adormecí, soñé que me pegaban un tiro en un costado y que la gente pasaba de largo sin ayudarme, porque todos corrían para salvar la vida. Intentaba arrastrarme a un lugar seguro en el monte, pero de no sé dónde salía alguien que se cernía sobre mí con una pistola. No podía distinguirle la cara porque estaba de espaldas al sol. Apuntó el arma al lugar donde me habían disparado y apretó el gatillo. Me desperté y me toqué el costado, angustiado. Estaba asustado porque ya no distinguía entre sueño y realidad.

Cada mañana nos acercábamos al muelle de Mattru Jong en busca de noticias de casa. Pero, tras una semana, el río de refugiados procedente de esa dirección cesó y se acabaron las noticias. Los soldados del Gobierno se desplegaron en Mattru Jong, levantaron controles en el muelle y otros emplazamientos estratégicos por toda la ciudad. Los soldados estaban convencidos de que los rebeldes atacarían, que vendrían del otro lado del río, y montaron allí la artillería pesada y anunciaron un toque de queda a las siete de la tarde que llenó las noches de tensión porque no podíamos dormir y teníamos que encerrarnos en casa demasiado temprano. Durante el día, venían Gibrilla y Kaloko. Los seis nos sentábamos en el porche y hablábamos de lo que ocurría.

—No creo que esta locura dure —dijo Junior bajito.

Me miró como asegurándome que pronto estaríamos en casa.

—Seguramente solo durará un mes o dos —dijo Talloi, mirando el techo.

—He oído que los soldados ya están en camino para echar a los rebeldes de las zonas mineras —tartamudeó Gibrilla.

Estábamos todos de acuerdo en que la guerra no era más que una etapa pasajera que no duraría más de tres meses.

Junior, Talloi y yo escuchábamos música rap e intentábamos memorizar la letra para no tener que pensar en la situación en que nos encontrábamos. Naughty by Nature, LL Cool J, Run-D.M.C. y Heavy D & The Boyz; habíamos salido de casa solo con esas cintas y la ropa que llevábamos puesta. Recuerdo estar sentado en el porche escuchando “Now That We Found Love”, de Heavy D & The Boyz, y contemplando el leve movimiento de los árboles de las afueras de la ciudad con la brisa ligera. Las palmeras de atrás estaban inmóviles, como si esperaran algo. Cerraba los ojos y por mi cabeza pasaban imágenes de Kabati. Intentaba deshacerme de ellas evocando viejos recuerdos de Kabati antes de la guerra.

En el pueblo donde mi abuela vivía había una densa selva a un lado y plantaciones de café al otro. Un río discurría desde la selva hasta el borde del pueblo, cruzando palmerales hasta un pantano. Sobre el pantano, las plantaciones de bananas se extendían hacia el horizonte. La vía principal que cruzaba Kabati estaba plagada de hoyos y charcos donde los patos se bañaban durante el día, y en los patios de las casas los pájaros anidaban en los mangos.

Por la mañana, el sol se levantaba por detrás de la selva. Primero, sus rayos penetraban entre las hojas, y, gradualmente, con los cantos de los gallos y los gorriones que proclamaban vigorosamente la luz del día, el dorado sol se aposentaba sobre el bosque. Por la noche se veía a los monos en la selva saltando de árbol en árbol, volviendo a los lugares donde dormían. En los cafetales, las gallinas se ocupaban de esconder a sus pollitos de los halcones. Detrás de las plantaciones, las palmeras agitaban las frondas hacia el viento. A veces, al atardecer, se veía ascender a un cultivador de vino de palma.

La noche acababa con el ruido de las ramas quebradas en la selva y del arroz que era aplastado en los morteros. Los ecos resonaban en el pueblo, hacían huir a los pájaros y provocaban curiosos parloteos. Grillos, ranas, sapos y lechuzas los seguían, todos gritando a la noche al salir de sus escondites. De las cocinas de las chozas de techo de paja salía un humo rosado, y de las plantaciones llegaban trabajadores con lámparas y, a veces, con antorchas encendidas.

“Debemos esforzarnos por ser como la luna”. Un anciano de Kabati repetía esta frase a la gente que pasaba por su casa camino del río para coger agua, cazar, recoger vino de palma o que iba camino de las plantaciones. Recuerdo haber preguntado a mi abuela qué quería decir el anciano. Me explicó que el dicho servía para recordar a la gente que debía comportarse bien y ser buena con los demás. Que las personas se quejan cuando hace demasiado sol y el calor se vuelve insoportable, y también cuando llueve mucho o cuando hace frío. Pero, dijo, nadie se queja cuando resplandece la luna. Todos se sienten felices y aprecian la luna, cada uno a su manera. Los niños observan sus sombras y juegan aprovechando su luz, los mayores se reúnen en la plaza para contar historias y bailar toda la noche. Suceden muchas cosas agradables cuando sale la luna. Estas son algunas de las razones para querer ser como la luna.

Y acabó la conversación diciendo:

—Pareces hambriento. Te prepararé un poco de yuca.

Desde que mi abuela me dijo por qué deberíamos esforzarnos por ser como la luna, decidí firmemente intentarlo. Cada noche, cuando la luna aparecía en el cielo, yo me echaba en el suelo, afuera, y la observaba en silencio. Quería descubrir por qué era tan hermosa y atractiva. Me recreaba con las distintas formas que veía en ella. Algunas noches veía la cabeza de un hombre. Tenía media barba y llevaba una gorra de marinero. Unas veces veía a un hombre con un hacha para cortar madera, y otras a una mujer dando el pecho a un bebé. Ahora, siempre que tengo ocasión de observar la luna, sigo viendo aquellas mismas imágenes de cuando tenía seis años, y me complace saber que esa parte de mi infancia sigue incrustada dentro de mí.

2

Voy empujando una carretilla oxidada en una ciudad donde el aire huele a sangre y a carne quemada. La brisa lleva los gritos débiles de los últimos alientos de los mutilados agonizantes. Paso por su lado. Les faltan brazos y piernas; se les salen los intestinos por los agujeros de bala del estómago; la masa cerebral se les sale por la nariz y las orejas. Las moscas están tan excitadas e intoxicadas que caen en los charcos de sangre y mueren. Los ojos de los moribundos están más rojos que la sangre que echan y parece que los huesos les van a desgarrar la piel de las caras demacradas en cualquier momento. Vuelvo la cabeza hacia el suelo y me miro los pies. Mis destrozadas deportivas están empapadas de sangre que parece chorrear de mis pantalones cortos del ejército. No siento dolor y por eso no estoy seguro de dónde me han herido. Noto el calor del cañón de mi AK-47 en la espalda. No recuerdo la última vez que lo disparé. Siento como si me clavaran alfileres en la cabeza y me cuesta saber si es de día o de noche. La carretilla que empujo contiene un cadáver envuelto en sábanas blancas. No sé por qué llevo este cadáver al cementerio.

Cuando llego al cementerio, lo levanto de la carretilla con mucho esfuerzo; es como si se resistiera. Lo llevo en brazos, buscando un lugar adecuado para dejarlo. El cuerpo me duele y no puedo levantar un pie sin sentir una ola de dolor desde los dedos de los pies hasta la columna. Me desplomo en el suelo con el cadáver en mis brazos. Empiezan a aparecer manchas de sangre en las sábanas que lo envuelven. Dejo el cadáver en el suelo y lo destapo, empezando por los pies. Tiene agujeros de bala por todo el cuerpo, hasta el cuello. Una bala le ha partido la nuez de Adán y empujado el resto a la parte trasera del cuello. Levanto la ropa de la cara del cadáver. Es mi cara.

Me quedé unos minutos sudando sobre el frío suelo de madera donde había caído, hasta encender la luz para librarme por completo del mundo de los sueños. Un dolor punzante me recorrió la espalda. Contemplé la pared de ladrillos rojos de la habitación e intenté identificar la música rap que procedía de un coche que pasaba. Me estremecí de arriba abajo e intenté pensar en mi nueva vida en Nueva York, donde llevaba viviendo más de un mes. Pero mi mente se iba al otro lado del océano Atlántico, a Sierra Leona. Me vi a mí mismo sosteniendo un AK-47 y cruzando una plantación de café con un pelotón que consistía en muchos niños y unos pocos adultos. Estábamos a punto de atacar un pueblo que tenía municiones y comida. En cuanto salimos de la plantación de café, chocamos con otro grupo armado en un campo de fútbol, junto a unas ruinas de lo que debió de ser un pueblo. Abrimos fuego hasta que el último ser vivo del otro grupo cayó al suelo. Nos acercamos a los cadáveres, chocando las manos unos con otros. El grupo también consistía en niños como nosotros, pero no nos importó. Les quitamos la munición, nos sentamos sobre sus cadáveres y nos pusimos a comer lo que llevaban. Alrededor, la sangre fresca se filtraba por los agujeros de bala de sus cuerpos.

Me levanté del suelo, mojé una toalla blanca con un vaso de agua y me envolví la cabeza con ella. Me daba miedo dormirme, pero estar despierto también me traía recuerdos dolorosos. Recuerdos que a veces habría querido borrar, aunque soy consciente de que son una parte importante de mi vida; de quien soy ahora. Me quedé despierto toda la noche, esperando con ansia la luz del día para volver por completo a mi nueva vida, redescubrir la felicidad que había conocido de niño, la alegría que había permanecido viva dentro de mí durante el tiempo en que solo permanecer vivo era un reto. En estos días vivo en tres mundos: mis sueños y las experiencias de mi nueva vida, que desencadenan recuerdos del pasado.

3

Estuvimos en Mattru Jong más tiempo del que pensábamos. No habíamos sabido nada de nuestras familias y no sabíamos qué hacer excepto esperar y confiar en que estuvieran bien.

Oímos que los rebeldes estaban apostados en Sumbuya, una ciudad a unos treinta kilómetros más o menos al noreste de Mattru Jong. Ese rumor pronto fue sustituido por cartas que llevaban algunos a quienes los rebeldes habían perdonado la vida durante la masacre de Sumbuya. Las cartas simplemente informaban a la gente de Mattru Jong de que los rebeldes se acercaban y querían ser bienvenidos, porque luchaban por nosotros. Uno de los mensajeros era un joven. Le habían grabado las iniciales RUF (Frente Revolucionario Unido) en el cuerpo con una bayoneta al rojo vivo y le habían cortado todos los dedos excepto los pulgares. Los rebeldes llamaban esta mutilación “un amor”. Antes de la guerra, la gente levantaba el pulgar para decirse “un amor” unos a otros, una expresión popularizada por el amor y la influencia de la música reggae.

Cuando la gente recibió el mensaje del infeliz portador, fue a esconderse a la selva esa misma noche. Pero la familia de Khalilou nos había pedido que nos quedáramos y nos reuniéramos con ellos más adelante con el resto de sus enseres si las cosas no mejoraban, así que no nos fuimos.

Esa noche, por primera vez en mi vida, me di cuenta de que es la presencia física de la gente y su espíritu lo que da vida a una ciudad. Con tanta gente ausente, la ciudad daba miedo, la noche era más oscura y el silencio insoportable. Normalmente, los grillos y los pájaros cantaban al anochecer, antes de que se pusiera el sol. Pero esta vez no lo hicieron y la oscuridad se aposentó muy rápidamente. No había luna; el ambiente era tenso, como si la propia naturaleza tuviera miedo de lo que sucedía.

La mayoría de la población de la ciudad estuvo oculta una semana y, con la llegada de nuevos mensajeros, cada vez eran más los que iban a esconderse. Pero los rebeldes no llegaron el día que habían dicho y, en consecuencia, la gente empezó a volver a la ciudad. En cuanto todos estuvieron instalados de nuevo, mandaron a otro mensajero. Esta vez era un obispo católico muy conocido que estaba trabajando en una misión cuando tropezó con los rebeldes. No le hicieron nada excepto amenazarlo con que si no entregaba el mensaje irían a por él. En cuanto llegó la noticia, la gente se marchó otra vez de la ciudad y se dirigió a sus escondites en los matorrales o en la selva. Y volvieron a dejarnos atrás, esta vez no para trasladar sus enseres, porque ya los habíamos guardado en el escondite, sino para vigilar la casa y comprar algunos alimentos, como sal, pimienta, arroz y pescado, que llevamos a la familia de Khalilou en el monte.

La gente pasó diez días más en los escondites y los rebeldes no se presentaron. No había nada más que hacer aparte de concluir que no vendrían. La ciudad volvió a cobrar vida. Se reabrieron las escuelas, la gente retornó a su rutina. Pasaron cinco días en paz e incluso los soldados de la ciudad se relajaron.

A veces iba yo solo a pasear al atardecer. La visión de las mujeres preparando la cena me recordaba las ocasiones en que veía cocinar a mi madre. A los niños no se les permitía entrar en la cocina, pero conmigo hacía una excepción diciendo: “Necesitas saber cocinar algo mientras seas un palampo1”. Se callaba, me daba un pedazo de pescado seco y seguía: “Quiero un nieto. O sea que no seas un palampo para siempre”. Los ojos se me llenaban de lágrimas mientras seguía paseando por las diminutas calles de grava de Mattru Jong.

Cuando por fin llegaron los rebeldes, yo estaba cocinando. El arroz estaba hecho y la sopa de okra casi a punto cuando oí un tiro aislado que resonó por toda la ciudad. Junior, Talloi, Kaloko, Gibrilla y Khalilou, que estaban en la habitación, corrieron afuera.

—¿Habéis oído? —preguntaron.

Nos quedamos quietos intentando determinar si eran los soldados quienes habían disparado. Un minuto más tarde, se dispararon tres armas diferentes. Esta vez empezamos a preocuparnos.

—Son solo los soldados probando sus armas —dijo uno de nuestros amigos para tranquilizarnos.

La ciudad quedó en silencio y no se oyeron más tiros durante quince minutos. Volví a la cocina y empecé a servir el arroz. En ese instante varias armas, que sonaron como truenos y hacían retumbar las casas de techo de hojalata, se oyeron por toda la ciudad. El sonido fue tan aterrador que confundió a todos. Nadie podía pensar con claridad. En cuestión de segundos la gente se puso a gritar y a correr en diferentes direcciones, empujándose y tropezando con los que habían caído al suelo. No había tiempo de llevarse nada encima. Todos corrían solo para salvar la vida. Las madres perdieron a sus hijos, cuyo llanto confundido y triste coincidió con los tiros. Las familias se separaron y dejaron atrás todo aquello por lo que habían trabajado toda su vida. El corazón me latía más rápido que nunca. Los tiros parecían acoplarse a los latidos de mi corazón.

Los rebeldes dispararon las armas hacia el cielo, mientras gritaban y bailaban alegremente abriéndose camino en la ciudad en formación de semicírculo. Hay dos formas de entrar en Mattru Jong. Una es por el camino y la otra cruzando el río Jong. Los rebeldes atacaron y entraron en la ciudad por tierra y los civiles se vieron forzados a correr hacia el río. Muchos estaban tan aterrados que simplemente corrieron al río, saltaron y fueron incapaces de nadar. Los soldados, que de algún modo habían previsto el ataque y sabían que estaban en minoría, habían abandonado la ciudad antes de que llegaran los rebeldes. Esto fue una sorpresa para nosotros, Junior, Talloi, Khalilou, Gibrilla y Kaloko, porque nuestro instinto inicial fue correr hacia donde estaban apostados los soldados. Nos quedamos allí, frente a los sacos de arena amontonados, incapaces de decidir qué haríamos a continuación. Empezamos a correr otra vez hacia donde sonaban menos tiros.

Solo había una ruta de huida de la ciudad. Todos corrieron hacia allí. Las madres gritaban los nombres de sus hijos, y los hijos perdidos gritaban en vano. Corrimos juntos, intentando no separarnos. Para llegar a la ruta de escape, tuvimos que cruzar un pantano húmedo y fangoso, situado junto a una colina diminuta. Una vez en el pantano, dejamos atrás a quienes habían quedado atrapados en el barro, inválidos a quienes nadie podía ayudar porque pararse a hacerlo significaba arriesgar la propia vida.

Tras cruzar el pantano, empezaron los problemas de verdad, porque los rebeldes se pusieron a disparar sus armas a la gente en lugar de apuntar al cielo. No querían que nadie abandonara la ciudad porque necesitaban a los civiles como escudo contra los militares. Uno de los principales objetivos de los rebeldes cuando se apoderaban de una ciudad era forzar a los civiles a quedarse con ellos, especialmente a mujeres y niños. Así podían quedarse más tiempo, porque la intervención militar se retrasaba.

Estábamos ya en lo alto de una colina poblada de arbustos, justo detrás del pantano, en un claro a pocos metros de la ruta de escape. Al ver que los civiles estaban a punto de escapárseles, los rebeldes empezaron a lanzar granadas propulsadas RPG y a disparar fusiles AK-47, G3 y todas las armas de que disponían, directamente al claro. Así es que no había elección, teníamos que cruzar el claro porque, siendo unos niños, el riesgo de quedarse en la ciudad era mayor en nuestro caso que intentar la huida. A los niños se los reclutaba inmediatamente y se les grababan las iniciales RUF donde los rebeldes decidieran, con una bayoneta al rojo vivo. Eso no solo significaba que quedarías marcado de por vida, sino que nunca podrías escapar de ellos: escapar con las iniciales de los rebeldes grabadas era un suicidio, dado que los soldados te matarían sin preguntar y los civiles armados harían lo mismo.

Avanzamos ocultándonos de matorral en matorral y llegamos al otro lado. Pero eso fue solo el principio de las muchas situaciones arriesgadas que nos esperaban. Inmediatamente después de una explosión, nos levantábamos y echábamos a correr todos a la vez, agachando la cabeza, saltando sobre los cadáveres y los árboles secos en llamas. Estábamos casi al final del claro cuando oímos que se acercaba el silbido de otra granada propulsada. Aceleramos el paso y nos lanzamos bajo un matorral antes de que la granada tocara tierra. Le siguieron varias rondas de tiros de ametralladora. Quienes iban detrás de nosotros no tuvieron tanta suerte. La RPG los alcanzó. A uno de ellos lo alcanzaron los fragmentos de la granada. Gritó muy fuerte diciendo que se había quedado ciego. Nadie se atrevió a salir a ayudarlo. Lo detuvo otra granada que explotó, y sus restos y la sangre salpicaron como una lluvia las hojas y los matorrales cercanos. Todo sucedió muy deprisa.

En cuanto cruzamos el claro, los rebeldes mandaron a sus hombres a atrapar a los que habían llegado al amparo del monte. Empezaron a perseguirnos y a dispararnos. Estuvimos corriendo más de una hora sin parar. Fue increíble lo deprisa y lo mucho que corrimos. No sudé ni me cansé. Junior y Talloi iban delante de mí. Cada pocos segundos mi hermano gritaba mi nombre para asegurarse de que no me hubiera quedado atrás. Notaba la tristeza de su voz y, cada vez que le respondía, la mía temblaba. Gibrilla, Kaloko y Khalilou iban detrás de mí. Respiraban pesadamente y uno de ellos siseaba intentando no llorar. Talloi era un gran corredor, desde que éramos pequeños. Pero aquella noche logramos mantener su ritmo. Tras una hora o más corriendo, los rebeldes abandonaron la persecución y volvieron a Mattru Jong mientras nosotros continuábamos con nuestra escapada.

4

Durante días anduvimos los seis por una senda que tendría unos treinta centímetros de ancho, con muros de densos arbustos a ambos lados. Junior caminaba delante de mí sin balancear las manos como solía hacer al cruzar el jardín para ir a la escuela. Quería saber en qué pensaba, pero todos estaban tan callados que no sabía cómo romper el silencio. Pensé en dónde estaría mi familia, si volvería a verlos, y deseé que estuvieran a salvo y no demasiado afligidos por Junior y por mí. Se me llenaron los ojos de lágrimas, pero tenía demasiada hambre para llorar.

Dormimos en aldeas abandonadas, donde nos acostábamos en el suelo con la esperanza de encontrar al día siguiente algo más para comer que yuca cruda. Habíamos pasado por un pueblo que tenía bananeros, naranjos y cocoteros. Khalilou, que sabía trepar mejor que ninguno, subió e hizo caer toda la fruta que pudo. Las bananas estaban verdes, así que las hervimos añadiendo leña a un fuego que todavía ardía en una de las cocinas al aire libre. Alguien debía de haber abandonado el pueblo al vernos llegar, porque el fuego era reciente. Las bananas no tenían buen sabor porque no había ni sal ni ningún otro ingrediente, pero las devoramos por llevarnos algo al estómago. Después comimos naranjas y cocos. No encontramos nada más sustancioso. Cada día estábamos más hambrientos, hasta el punto de que nos dolía el estómago y a veces se nos nublaba la vista. No teníamos más remedio que colarnos en Mattru Jong junto con otros que habíamos encontrado por el camino y coger un poco del dinero que habíamos dejado allí para comprar comida.

Al cruzar la ciudad silenciosa y casi desierta, que ahora nos parecía desconocida, vimos cazos con comida podrida abandonados, cadáveres, muebles, ropa y toda clase de enseres tirados por todas partes. En un porche había un anciano sentado en una silla como si durmiera. Tenía un agujero de bala en la frente. Bajo el pórtico yacían los cadáveres de dos hombres cuyos genitales, extremidades y manos habían sido cortados con un machete que estaba en el suelo junto al montón de sus partes. Vomité e inmediatamente me sentí enfebrecido, pero teníamos que seguir. Corrimos de puntillas lo más rápida y cautelosamente que pudimos, evitando las calles principales. Nos apoyamos en las paredes de una casa e inspeccionamos las callejuelas de grava hasta pasar a la otra. Cuando hubimos cruzado la calle, oímos pasos. No había un sitio cercano donde ocultarse, de modo que tuvimos que subir corriendo a un porche y escondernos detrás de los ladrillos de cemento. Fisgamos a través de los agujeros y vimos a dos rebeldes con vaqueros holgados, chancletas y camisetas blancas. Llevaban bandas rojas en torno a la cabeza y las armas colgadas a la espalda. Escoltaban a un grupo de chicas que cargaban cazos, sacos de arroz, morteros y manos de mortero. Los observamos hasta que desaparecieron y volvimos a movernos. Finalmente llegamos a la casa de Khalilou. Todas las puertas estaban rotas y el interior patas arriba. La casa, como toda la ciudad, había sido saqueada. Había un agujero de bala en el marco y cristales rotos de botellas de cerveza Star, una marca corriente en el país, y paquetes vacíos de tabaco en el suelo del porche. No había nada útil dentro. La única comida que quedaba eran sacos de arroz demasiado pesados para cargar con ellos porque nos retrasarían. Pero, por suerte, el dinero seguía donde lo había dejado, en una bolsita de plástico debajo de una de las patas de la cama. Me la metí en la deportiva y nos dirigimos otra vez al pantano.