Un método contra el olvido - Paula Siganevich - E-Book

Un método contra el olvido E-Book

Paula Siganevich

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Beschreibung

'Me interesan las crónicas porque retienen el tiempo'. Así se filtran en este libro de Paula Siganevich comentarios sobre la escritura, una escritura que es experiencia, prueba del tiempo y de quien escribe. Los relatos se van tejiendo con cuidado, atentos a los matices, en el presente de la escritura. Vemos cómo se hacen, con retazos de recuerdos, voces que vienen de las lecturas, encuentros y desplazamientos a indicar caminos posibles que van dibujando un sentido. '¿De qué nos alejábamos?', se pregunta la narradora sobre una mudanza de Rosario a Buenos Aires, a principios de los 90. La escritura nos guía por un tiempo espeso de vivencias familiares, amorosas, sociales, muchas veces muy duras, que difícilmente se podrían narrar si no fuera poniendo a muestra la búsqueda de un método, el que permite no olvidar, y reconstruirse, que habiten juntos lo viejo y lo nuevo, el acá y el allá, yuxtapuestos, sin que se suelte el hilo que terminará por dejar clara la historia que hay que contar: la de algunas mujeres que llegaron a Argentina a trabajar, escapando de la destrucción de la guerra en Europa. No es una historia que se cuente con facilidad, los recuerdos y relatos polemizan entre sí, los signan el desamparo y la incertidumbre. Aún así se avanza, porque la de ellas enmarca la de otras y la propia, que viven el paso del tiempo y el abandono de un espacio desde una inquietud irreparable. Pero: 'No crean que es nostalgia, voy hacia otro lugar'. A ese lugar nos lleva la escritura de Un método contra el olvido, a una forma de la alegría de lo que está siempre en movimiento" (Paloma Vidal).

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Paula Siganevich

UN MÉTODO CONTRA EL OLVIDO

NARRATIVAS

Siganevich, Paula

Un método contra el olvido / Paula Siganevich. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-75-5

1. Narrativa. I. Título.

CDD 808.8035

© 2022, Paula Siganevich

Primera edición, diciembre 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Foto de cubiertaMonumento a la sirena, de Ludika Nitschowa, Plaza del mercado viejo de Varsovia.

Conversión a formato digital Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Obras de Charlotte Salomon:

Colección del Museo Judío de Ámsterdam

© Charlotte Salomon Foundation

 

Fotografías del capítulo “Grodzik”:

Paula Siganevich

 

Obras de Paula Modersohn-Becker:

Bäuerin mit Kind an der Brust vor Landschaft, Hamburger Kunsthalle.

Selbstbildnis mit Kamelienzweig, Museum Folkwang, Essen.

Fotografías: © Paula-Modersohn-Becker-Stiftung, Bremen

 

Obras de Nicola Costantino:

Backstage. Nicola alada.

Nicola en el espejo, según Vermeer.

© Nicola Costantino

«Me di cuenta de que mi angustia intentaba dolorosamente unirse a mi cuerpo; mi mente no podía manifestarse sin causar un efecto inmediato en mi cuerpo, en la materia.»

LEONORA CARRINGTON, Memorias de abajo.

 

 

 

«Casi todo lo que escribo está en prosa, aunque es poesía. Todo está un poco centrado. Sin querer las cosas surgen de la infancia, del campo, y están transfiguradas por el paso de los años; por todos los elementos que vienen de allá.»

MAROSA DI GIORGIO, No develarás el misterio.

Trayectos: flora pampeana

La última imagen que tengo del departamento de Rosario es la de los chicos sentados en medio de una habitación vacía, esperando que terminaran de cargar las cosas. Los bultos se amontonaban en un rincón, cerca de la puerta, y ellos sentados en el piso, con las piernas recogidas, quizás grababan el recuerdo como una estampa que no se quiere olvidar. A lo mejor recordaban el pasado, sus pensamientos se adelantaban, todavía informes, sin imaginar cómo sería la vida futura. En el piso del cuarto había algunas marcas de los muebles retirados, figuras apenas visibles de polvo acumulado. Unos libros habían quedado apilados a un costado, olvidados en el atropellado nerviosismo del último momento, y servían de improvisado punto de apoyo a un manojo de llaves. Por una persiana baja entraba un halo de luz de esa hora temprana, momento preciso del día en el que se realizan las mudanzas. Porque ese, y no otro, tiene su respuesta quizás en que da tiempo a que las cosas se hagan. Por qué no pensar también en algo así como un inicio; comienza el día y algo nuevo. Esa luz filtrada, con su fuerza diurna, indicaba el paso hacia otra cosa. Un estado indefinido de pasaje, alojándose en cada actor, deteniéndose en pequeños detalles.

Luego bajamos, vimos el camión de la mudanza, nos despedimos de la casa y comenzamos el viaje en auto hacia Buenos Aires. Es difícil saber hoy qué sentía cada uno, tantos años después. Se iban con los kilómetros para atrás momentos de vida, se abrían otros, quizás de novedades, siempre cargados con el dolor leve del recuerdo. Las franjas de tierra se sucedían a gran velocidad, ráfagas de aire, árboles de diferentes tamaños, campos sembrados, casitas desperdigadas, un paisaje gris nos envolvía. La mirada que abarcaba ese trayecto era múltiple; la primera percepción inmediata del campo y los sembrados, aquí y allá algunas especies de la flora pampeana. Muchos arbustos, como el llaolín y la tramontana, gramíneas como paja y pasto, amarilleaban la superficie extensa. Altísimos eucaliptus se ofrecían como una barrera para el viento que llegaba del sur, de pronto, un ombú derramándose en vertientes cobijaba tacuaritas, boyeros, tordos y los infaltables horneros que guardan a sus crías en sus particulares nidos de barro. Algarrobos y caldenes participaban acalorados de la hora que ya era del sol subiendo al cenit. En la ruta alcanzamos a ver el camión de la mudanza. Los chicos, contentos, lo saludaron con cierta algarabía. Era raro ver nuestras cosas metidas dentro de ese cubo inmenso que viajaba con nosotros hacia un destino incierto. Hay un contraste entre la última imagen del departamento y la escena en movimiento del viaje. La primera es estática y suma una acumulación; la segunda, dinámica, indica el desplazamiento y la sustitución.

La imagen donde se deja el departamento pone a la mirada reuniendo objetos para construir una memoria; la del trayecto apunta al desplazamiento en la escritura. Hay que ver si es posible escribir esta diferencia entre reposo atento de la mirada, aliento suspendido y marcha a velocidad corriendo el tiempo hacia el futuro. La experiencia que describo tiene dos momentos: uno es el del preparativo y otro el de la consumación. La imagen del preparativo tiene a la luz incipiente de la mañana como protagonista, en la siguiente el sol calienta la escena. Vamos desde un cuarto abierto a los recuerdos del trayecto gris por la autopista. Todavía no sabemos cómo será la llegada. La figura es la de la descripción, pero le sumamos el mundo de los afectos. Por medio de la experiencia de la escritura algunas imágenes antiguas son actualizadas por el recuerdo. No pensamos en la ficción sino en trabajar el recuerdo. De todos modos, el lenguaje y la memoria propondrán una nueva versión del trayecto.

Era noviembre de 1991. ¿De qué nos alejábamos? Es muy importante fijar el marco de un relato. La noche oscura nos envolvía cuando finalmente llegamos a Buenos Aires. Los primeros síntomas fuertes de la crisis que se alojaría casi diez años más tarde con fuerza se veían asomar en las calles donde los primeros carros cartoneros, todavía en ese entonces tirados por caballos, cosa que después se prohibió en la ciudad, según nuevas reglas de urbanismo, recorrían el centro. Los veíamos, nuestros ojos incrédulos miraban consumarse la degradación, y aunque todavía no lo creíamos, sospechábamos que las cosas se pondrían cada vez más difíciles. La mudanza, que se puede pensar como un acto individual, era parte del movimiento que afectaba por aquellos días al país.

La caja de fotos

Cuando ya estaba viviendo en Buenos Aires me tocó volver, cada tanto, a Rosario. Fueron un montón de viajes, ida y vuelta, cada vez se movilizaba algún recuerdo que alteraba el pasado o se volvía a acomodar. En una oportunidad volví para desarmar la casa familiar. Esa debe haber sido la etapa más oscura de esos regresos tanto real como simbólica.

En un sótano en penumbras, lleno de polvo, encontré una caja vieja con fotos. Ese sótano estaba repleto de trastos que no recordaba. Dudaba sobre algunos: sobre si eran míos o eran cosas que nunca devolví, esto acentuado por el hecho de sentirme una extraña en mi casa que ya pertenecía a otros. El aire se olía húmedo por el encierro, había que caminar casi a tientas, la luz era muy tenue y continuamente se escuchaba el ruido de la caja del ascensor que arrancaba. Mirar me llevó mucho tiempo; hubo sorpresas por algunos hallazgos inesperados, la oscuridad fue propicia para imaginar más allá de lo aparente. Caída fuera de la caja, había una foto con un borde amarillado por el tiempo que sobresalía apenas. Tendría que ser mi abuela, pero apenas la reconozco. Una mujer aparecía parada en la borda de un barco muy grande, quizás un transatlántico, aunque no puedo decir exactamente porque desconozco cómo catalogar los navíos. Su vestido con ondas rozaba apenas las maderas del piso. La falda aparentemente se sacudía con el viento. Una de sus manos sostenía la tela mientras la otra se posaba con fuerza sobre la baranda para mantener el equilibrio. No se puede precisar muy bien la hora del día, quizás es el atardecer porque el cielo violáceo se coloreaba con tintes rojizos como una marina de Turner. La mujer tiene el cabello sujetado con una trenza que se anuda alrededor de la cabeza como una serpiente. El foco de la foto está fijo aunque se percibe el movimiento por las ondas del mar. Así, visto desde lo alto, el paisaje entero tiene la apariencia inmóvil de una pintura, aunque no es una pintura. En una escena pintada, dice Roland Barthes en Lo verosímil, las cosas se van entendiendo más a medida que pasa el tiempo. El barco era de utilería, uno de esos decorados que usaban los fotógrafos para implantar una escena.

Esa foto me produjo cierta ensoñación, a tal punto que imaginé que podíamos estar unidas, esa mujer y yo, por un presente de mudanzas, en el que las dos estábamos de frente, dejándonos golpear por el viento marino. Repentinamente el movimiento del aire nos acerca, una al lado de la otra, quedamos casi como espejadas, enredándose sus cabellos con los míos, sus manos con las mías, y hasta me pregunto si no seremos una porque las dos compartimos el deseo por el viaje y el regreso. El espejo que nos muestra se apoya en la pared, inmenso con su marco dorado, los ojos de la mujer enfocados al frente parecen mirar el tiempo como en el cuadro del holandés Vermeer, La joven de la perla, la que llaman «la Mona Lisa holandesa»; el fondo muy oscuro y su silueta emergiendo luminosa, como las figuras caravaggianas, pero con una cristalina tranquilidad. Esta Mona Lisa de la historia del arte guardada tiene, al igual que la otra, un aire misterioso, nunca se sabe hacia dónde mira y qué ve.

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