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Daisy no quería volver a sufrir nunca más a causa del amor, así que cuando el atractivo empresario italiano le ofreció un empleo como niñera, supo que habría sido más seguro rechazarlo. Compartir aquella aislada y preciosa villa con Slade Eastwood sólo podría traerle problemas... Pero Slade no era un hombre que aceptara un no por respuesta. El dinero podía comprarlo casi todo... pero no una madre para su hijo pequeño. Necesitaba a Daisy Summers. Su dulzura haría de ella la perfecta niñera para el pequeño Francesco... ¡y su inocencia la perfecta amante para él!
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Seitenzahl: 217
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Helen Brooks
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un nuevo amanecer, un, n.º 1100- febrero 2022
Título original: Mistress to a Millionaire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-544-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
DAISY respiró lenta y profundamente para calmar sus nervios mientras contemplaba su reflejo en el escaparate de una tienda. Tenía muy buen aspecto… y podía hacer aquello. Debía hacerlo. Aquél era el comienzo del resto de su vida, y no tenía intención de empezar escondiéndose en las sombras.
Echó un último vistazo a la esbelta figura que, gracias al nuevo peinado y al nuevo vestuario, seguía sin parecerse a ella y se sumergió en la masa de humanidad que circulaba por las abarrotadas aceras de Londres.
Después, mucho después, comprendió que lo que le hizo cruzar sin mirar fue lo concentrada que estaba en tratar de parecerse a los demás viandantes, tan aparentemente seguros de sí mismos y de a dónde se dirigían.
Pero en ese momento oyó un terrible frenazo que le hizo alzar el rostro a tiempo de ver un coche casi sobre ella. Y no había ningún lugar al que ir. Ninguno. Sólo podía esperar a que la golpeara. Después, la oscuridad se apoderó de ella.
—¿Daisy? ¿Puede oírme, querida? Trate de abrir los ojos, cariño.
Daisy oyó la maternal voz en algún lugar por encima de su cabeza, pero resultaba lejana, irreal…
—Empieza a despertar, pero será un proceso lento. Y es probable que al principio no recuerde lo sucedido, ni quién es. La mente tiende a retraerse después de un accidente como éste.
Daisy quiso decir a las personas que hablaban que recordaba perfectamente cada detalle de lo sucedido, pero se sentía muy cansada para hacerlo. Muy cansada.
—¿Han logrado localizar ya a su familia? ¿O a algún amigo? Alguien debe conocerla.
Aquella voz era masculina y grave, con un ligero acento. Daisy supo que no la había escuchado antes; era la clase de voz que no se olvidaba fácilmente.
—La policía está trabajando en ello, señor Eastwood, pero, como ya sabe, su bolso apenas contenía nada que pudiera identificarla. Ni siquiera estamos seguros de que se llame Daisy; sólo contamos con la inscripción de su pulsera.
—Pensaba que todas las mujeres llevaban suficientes trastos en sus bolsos como para hundir un barco de guerra.
El tono del hombre sonó ligeramente irritado, pero el de la mujer permaneció inmutable cuando dijo:
—En este caso resulta que no es así. Pero estoy segura de que la policía llegará al fondo del asunto.
—La fe que tiene en sus poderes es muy superior a la mía —el comentario fue hecho en un tono profundamente sarcástico, y, por algún motivo que no pudo comprender, a Daisy no le gustó nada. Lo último que pensó antes de volver a sumergirse en la inconsciencia fue que lo que llevara o dejara de llevar en su bolso no era asunto de aquel hombre.
Cuando volvió a salir de la espesa niebla en que se hallaba sumergida, todo estaba en profundo silencio. Como la vez anterior, permaneció un rato sin moverse ni abrir los ojos, envuelta en una sensación de paralizadora inercia. Luego, gradualmente, se hizo consciente del dolor. Le costaba respirar.
Abrió los ojos muy despacio. La luz reinante era intensa, y sintió como si cientos de diminutas flechas penetraran por sus ojos.
¿Estaba en un hospital? Debía estar subconscientemente preparada para ello, pues no le sorprendió ver a la enfermera sentada junto a la cama, ni la sonda que tenía en el brazo, conectada con un botella de cristal colgada boca abajo al otro lado de la cama.
Movió ligeramente la cabeza y, de inmediato, la acción le hizo gemir. La enfermera se volvió hacia ella y se puso en pie.
—Por fin ha despertado —era la misma voz maternal que Daisy había escuchado antes—. ¿Cómo se siente, Daisy? Porque se llama Daisy, ¿verdad?
—Sí —Daisy sentía la boca tan seca que apenas pudo hablar—. ¿Podría… podría beber un poco de agua, por favor?
—Por supuesto, querida, pero sólo un sorbito, ¿de acuerdo? —la enfermera le ayudó a erguirse levemente en la cama y ajustó las almohadas tras ella antes de entregarle un pequeño vaso. El agua sabía a néctar de los dioses, y Daisy no recordaba haber saboreado nada tan delicioso en toda su vida, aunque también era cierto que nunca se había sentido tan sedienta—. Sufrió un pequeño accidente, ¿recuerda? —la enfermera estaba hablando como si Daisy tuviera cinco años.
—Sí… lo recuerdo. Fue culpa mía —Daisy hizo una mueca de dolor al tratar de sentarse más cómodamente; además de que le dolía mucho cada músculo y hueso del cuerpo, parecía tener un ejército en la cabeza utilizando su cerebro como tambor.
—Fue muy afortunada —dijo la enfermera animadamente mientras la arropaba—. Pudo ser mucho peor. Sólo ha sufrido una conmoción, tiene dos costillas fracturadas y unos rasguños en los brazos. Y, por supuesto, algunos cortes y moretones.
Daisy no se sentía especialmente afortunada.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó, débilmente.
—La trajeron ayer por la mañana, así que algo más de veinticuatro horas —la enfermera le dedicó una compasiva sonrisa—: Hemos tratado de localizar a su familia.
—Viven fuera. Yo acabo de venir a Londres, y todavía no conozco a nadie aquí. Ayer por la mañana iba a tener una entrevista de trabajo…
—Oh, querida —la compasión de la enfermera se hizo tangible—. Me temo que no podrá pensar en trabajar al menos durante dos o tres semanas, pero ahora no debe preocuparse por eso. Tiene que concentrarse en su recuperación. Además, el señor Eastwood se está haciendo cargo de todos los gastos, así que tampoco tiene que preocuparse por eso.
—¿Gastos? —Daisy arrugó el entrecejo, pero dejó de hacerlo de inmediato debido al dolor.
—Este es un hospital privado, querida.
Daisy miró a su alrededor, fijándose en la espaciosa habitación que ocupaba, en las cortinas a juego con la colcha de la cama, en el televisor, la mesa y los dos sillones que había junto a una puerta que debía dar al baño. Tragó audiblemente y luego logró preguntar:
—¿Y quién es el señor Eastwood?
—El pobre tipo al que diste un susto de muerte cuando decidiste arrojarte bajo las ruedas de su coche.
La grave y profunda voz que llegó desde el umbral de la puerta hizo que la enfermera se volviera rápidamente y que Daisy se pusiera rígida en la cama. Ninguna de las dos había oído la puerta abrirse.
—Caer a mis pies habría sido otra cosa —un par de brillantes ojos negros miraron con formidable intensidad los ojos castaños de Daisy—. Tal vez incluso lo habría disfrutado, pero tal y como fue…
—Yo… lo siento —Daisy sintió que la cabeza le daba vueltas, pero no supo si era debido a su condición o a la penetrante mirada de aquel hombre.
Era alto, muy alto, con el pelo negro como el azabache y la clase de arrogante atractivo que llegaba a resultar inquietante. Irradiaba poder y vitalidad. Sus marcados pómulos, las oscuras cejas y la boca, delicadamente moldeada, resultaban tan irresistibles como abrumadoras.
Daisy lo observó mientras entraba en la habitación, y, instintivamente, se echó hacia atrás contra las almohadas.
—Slade Eastwood.
El hombre alargó una mano, y durante los breves segundos que retuvo la de Daisy, ésta sintió una auténtica descarga por todo su cuerpo.
—Daisy Summers —replicó, temblorosa.
—Daisy… —Slade Eastwood repitió el nombre a la vez que miraba el encantador rostro de la joven y delicada mujer que tenía ante sí, rodeado por un suave halo de sedoso pelo rubio plateado—. Un nombre poco típico pero muy adecuado —murmuró.
—¿Adecuado? —Daisy ya no se sentía mareada, pero estaba tan débil que apenas pudo imprimir fuerza a su voz.
—Tus ojos son el oro que hay en el centro de las margaritas, y tu pelo son los pétalos —la ronca voz del hombre hizo que un extraño cosquilleo recorriera todo el cuerpo de Daisy, que no fue capaz de decir nada. Entonces él se volvió hacia la enfermera, y, en un tono completamente distinto, preguntó—: ¿Cuándo ha despertado?
—Hace sólo un momento, señor Eastwood.
Él asintió y miró de nuevo a Daisy.
—Entonces será mejor que te deje descansar —dijo—. Aún es pronto —se volvió para salir.
Haciendo acopio de todo su valor, Daisy murmuró:
—No… no puedo seguir aquí más tiempo, señor Eastwood. La enfermera me ha dicho que usted se está haciendo cargo de los gastos. No podré devolverle el dinero de inmediato, pero lo haré en cuanto pueda, por supuesto.
—Ni hablar. No tienes que devolverme nada.
—Oh, sí, debo hacerlo. Pero no puedo permitirme seguir aquí… debo irme hoy mismo…
—No seas ridícula —interrumpió Slade, casi con aspereza. Luego, en un tono más delicado, añadió—: Fue mi coche el que te hizo venir aquí, así que lo correcto es que yo me responsabilice de tu recuperación. No pienses más en ello. Y haz el favor de tutearme y llamarme Slade.
—Pero el accidente fue culpa mía… —protestó Daisy, débilmente—. Por cierto, ¿cómo quedó el coche?
Slade la miró como si se hubiera vuelto loca.
—¿Qué más da cómo quedara el coche? —no pensaba contarle que, como resultado del volantazo que tuvo que dar para evitar pasar por encima de ella, la parte trasera de su Aston Martin había chocado contra una farola—. El coche está perfectamente, pero tú no, y eso es todo. Seguirás aquí hasta que los médicos lo consideren oportuno.
Su autoritario tono hizo que, a pesar de los dolores, Daisy se irguiera en la cama.
—Lo siento, pero no puedo aceptar, señor Eastwood —dijo, en un tono mucho más fuerte del que había empleado hasta ese momento.
Slade Eastwood tuvo que hacer un evidente esfuerzo para hablar con calma.
—Claro que puedes, Daisy —dijo, con medido estoicismo—. Ayer me diste el mayor susto que me he llevado en mi vida… —los músculos de su estómago se tensaron al recordar—… seguido de veinticuatro horas de ansiedad. El aspecto financiero no tiene la más mínima importancia en comparación, ¿de acuerdo? A riesgo de sonar grosero, te diré que podría permitirme que pasaras aquí toda tu vida si fuera necesario, así que, por favor, acepta, ¿de acuerdo? Me debes al menos esa satisfacción.
Aquello dejó sin argumentos a Daisy, y Slade aprovechó para añadir:
—Estoy seguro de que estamos hablando de unos días, de una semana como mucho, y así podré dormir tranquilo por las noche.
Daisy no sabía qué hacer ni qué decir. Se sentía demasiado enferma y agotada como para discutir con él, y todo lo que deseaba en aquellos momentos era dormir.
—De acuerdo —se oyó susurrar—. Pero insisto en devolver el dinero, aunque me lleve un tiempo hacerlo.
—Hablaremos de ello cuando te sientas mejor —Slade miró el reloj de oro que llevaba en la muñeca y Daisy pensó que sólo el traje que vestía debía costar una pequeña fortuna—. Tengo una cita y debo irme. Hasta pronto.
Daisy asintió débilmente, y se quedó dormida en cuanto la puerta de la habitación se cerró tras Slade Eastwood.
Durante el resto del día, Daisy no dejó de despertarse y dormirse, pero a la mañana siguiente, tras una buena noche de sueño, despertó más despejada.
Al parecer, Slade había llamado varias veces el día anterior para saber cómo estaba, pero no volvió a visitarla hasta esa tarde. Daisy acababa de terminar de comer, actividad que le había resultado un tanto complicada debido a que había tenido que usar la mano izquierda, y en cuanto oyó que llamaban a la puerta supo quién era.
—Adelante —dijo, y se alegró de lo firme y controlada que sonó su voz, pues lo cierto era que por dentro no se sentía así en lo más mínimo.
—Hola de nuevo.
En aquella ocasión, Slade Eastwood vestía unos vaqueros negros y una cazadora de cuero negro, y su oscura presencia pareció llenar por completo la habitación mientras se acercaba a la cama. Pero, esa vez, Daisy estaba preparada para el impacto que le producía su presencia.
—Hola —incluso logró esbozar una sonrisa relativamente normal, aunque vaciló un momento cuando él le entregó un pequeño ramo de capullos de rosa mezclados con margaritas—.Oh… gracias, son preciosas —dijo, rápidamente.
—De nada —el tono de Slade sonó profundo e irónico, y su mirada hizo que Daisy se ruborizara. Luego, tomó una silla, se sentó en ella a horcajadas y, apoyando los brazos en el respaldo, preguntó—: ¿Cómo te encuentras?
¿Cómo se encontraba?, pensó Daisy. Hasta hacía un minuto sentía que había hecho enormes progresos, ¡pero ahora se sentía tan mareada como cuando había recuperado la conciencia! Pero no estaba dispuesta a delatarse ante aquella penetrante mirada.
—Mucho mejor, gracias —logró sonreír animadamente—. Estoy segura de que mañana podrán darme el alta y…
—La enfermera me ha dicho que tu familia vive en los Estados Unidos —interrumpió él, alzando una ceja con gesto interrogante—. ¿Significa eso que no vas a tener a nadie que te cuide cuando te vayas de aquí?
Daisy lo miró un largo momento sin contestar, pero su cerebro estaba trabajando a toda prisa. Su enfermera había pasado casi una hora charlando con ella esa tarde, y ahora temía haber hablado demasiado. Se encogió de hombros.
—No necesito que nadie me cuide —dijo—. Soy una chica mayorcita.
—Una chica mayorcita que tiene suerte de estar viva y que debe sentirse como si le hubiera pasado una apisonadora por encima —replicó Slade con suavidad—.Y si tu familia vive en los Estados Unidos y tú acabas de venir de Escocia, esta ciudad puede resultar un lugar realmente solitario para ti.
Aquello confirmó a Daisy que su enfermera había hablado más de la cuenta, y en cuanto a lo de solitario… lo cierto era que no le importaba. De hecho, durante los pasados dieciséis meses había habido momentos en los que habría recibido a la soledad con los brazos abiertos.
—Eso no es problema —dijo, con firmeza—. En serio, no lo es.
—Sí lo es —replicó Slade, con la misma firmeza.
Daisy no fue capaz de apartar la mirada de sus oscuros ojos.
—No crea que no le agradezco lo que ha hecho por mí, señor Eastwood, pero…
—Haz el favor de llamarme Slade. Ya te lo dije ayer.
Era la segunda vez que la interrumpía en pocos minutos, y empezaba a resultar irritante, sobre todo porque las interrupciones iban acompañadas de una expresión evidentemente condescendiente.
Daisy respiró lenta y profundamente y continuó hablando.
—… pero seré perfectamente capaz de cuidar de mí misma cuando salga de aquí.
—Mi coche aún conserva el recuerdo de cómo cuidas de ti misma —dijo Slade, con una suavidad que apenas disfrazó su tono acerado.
Mientras Daisy se quedaba boquiabierta, buscando frenéticamente una respuesta que darle, él sonrió, y sus blancos dientes contrastaron con fuerza con la morena piel de su rostro.
—Me temo que hemos vuelto a empezar con el pie equivocado.
En esa ocasión, su voz sonó realmente suave, pero Daisy no se fiaba de él… lo que era realmente terrible, ya que, hasta ese momento, Slade Eastwood había sido todo amabilidad con ella, y lo único que había hecho había sido preocuparse por ella. Su incomodidad creció por la abrumadora sensación de vulnerabilidad que la embargaba. Slade era tan grande, tan masculino… y ella estaba allí, acostada, indefensa, sintiendo el devastador magnetismo de su virilidad…
—Claro que no hemos empezado con el pie equivocado —dijo, mintiendo entre dientes—. Lo único que sucede es que prefiero ser independiente y cuidar de…
—¿Y cómo vas a conseguirlo sin trabajo y en tu actual estado?
Daisy pensó que si volvía a interrumpirla le diría exactamente lo que pensaba de su arrogante actitud. Tratando de mantener la calma, dijo:
—Tengo un poco de dinero ahorrado —dijo, rígidamente—, y el médico me ha dicho que sólo tardaré unas semanas en recuperarme del todo. En cuanto consiga trabajo empezaré a devolverte el dinero.
—Tengo entendido que trabajas con niños, ¿no?
Daisy asintió con cautela. Evidentemente, la enfermera había sido una auténtica mina de información.
—Soy niñera titulada —dijo—, y llevaba dos años en mi último trabajo antes de… —se interrumpió bruscamente—… antes de decidir venir a Londres.
Slade había entrecerrado levemente los ojos al captar su duda, pero se limitó a asentir sin hacer comentarios.
—Y, por supuesto, tendrás referencias, certificados y esa clase de cosas, ¿no? —preguntó.
—Por supuesto —¿a dónde les llevaba aquello?, se preguntó Daisy. Tenía la sensación de que aquello era algo más que una mera conversación, y empezaba a sentirse incómoda.
—Eso es bueno —dijo Slade, y sonrió lentamente.
Por un momento, el ligero acento que Daisy había captado el día anterior se hizo más evidente.
—¿Lo es? —replicó, sin devolverle la sonrisa—. ¿Por qué?
—Tengo un problema con el que tal vez podrías ayudarme —contestó Slade—, y sería un modo de resolver el presente dilema de un modo que nos conviniera a los dos. Pareces decidida a devolverme el dinero de los gastos de tu estancia en el hospital, aunque no es en absoluto necesario; ¿estoy en lo cierto?
—Desde luego —replicó Daisy con firmeza. No quería estar en deuda con aquel hombre, y aquella habitación debía estar costando una fortuna.
—Eso pensaba —la oscura mirada de Slade se detuvo en los ojos de Daisy—. En ese caso, deja que te exprese lo que pienso. Durante dos o tres semanas vas a estar hasta cierto modo incapacitada, y supongo que los gastos que eso supondrá acabarán mermando seriamente tu capital, ¿cierto?
¿Capital? Daisy no se habría referido exactamente así a sus cuatrocientas libras. Afortunadamente, había pagado tres meses por adelantado la renta de su alojamiento, pero tres semanas sin trabajar serían demasiado para su «capital».
—¿Cierto? —insistió Slade mientras Daisy seguía mirándolo sin decir nada.
Ella asintió rígidamente. Aquel hombre había deducido con bastante precisión el estado de sus cuentas.
—Lo que nos lleva a mi problema —Slade se acomodó en el asiento y Daisy trató de ignorar lo que aquel movimiento hizo a sus terminaciones nerviosas mientras el oscuro poder de su masculinidad se hacía palpable—. Tengo un apartamento en Londres, pero mi casa está en Italia, que es donde vive mi familia.
¿Su familia? Una pequeña punzada de algo, algo que no quería examinar, hizo que Daisy abriera los ojos de par en par. Por algún motivo, no habría calificado a aquel hombre de familiar, pero la conexión italiana explicaba su moreno atractivo y el acento.
—Mi madre es italiana, pero mi padre era inglés —continuó Slade, como si hubiera leído el pensamiento de Daisy—. Viví en Inglaterra los primeros veinte años de mi vida, pero cuando mi padre murió y mi madre decidió volver a Italia mi vida se complicó un tanto. Me hice cargo de los negocios que mi padre tenía aquí, pero también pasaba tiempo con la familia de mi madre; la familia de mi esposa también forma parte del clan.
Estaba casado, pensó Daisy. Por supuesto, un hombre como aquel no podía pasar mucho tiempo soltero. Alguna mujer más bella y tenaz que las demás se habría encargado de atraparlo. Aquel último pensamiento le produjo una amargura inexplicable. Pero Slade era un hombre demasiado atractivo, demasiado carismático y dinámico como para resultar un compañero cómodo, aseguró a la acusadora vocecita que le decía que estaba siendo injusta. Y si alguien tenía motivos sobrados para saberlo era ella; estaba escarmentada para siempre de hombres atractivos.
—Mi esposa no quería vivir en Inglaterra, así que establecimos nuestro hogar en Italia y yo seguí dividiendo mi tiempo entre ambos países —si Slade notó las sombras en la mirada de Daisy no hizo ningún comentario al respecto—. Cuando nació mi hijo, Luisa empezó a no querer viajar. De hecho, se volvió casi una obsesión.
—¿Tienes un hijo? —preguntó Daisy con cuidado.
Slade asintió.
—Francesco tiene seis años —su voz se suavizó al pronunciar aquel nombre—. El accidente que le costó la vida a su madre hizo que él acabara en una silla de ruedas, hace dieciocho meses.
Daisy estaba demasiado consternada como para hablar.
—Ahora ha vuelto a caminar —añadió Slade rápidamente—, pero es un niño difícil. Y me temo que eso tiene menos que ver con la muerte de su madre que con los mimos que recibe de sus abuelos maternos y de sus tías y tíos. Es comprensible, por supuesto… —aquello último fue dicho en un tono que sugería que en realidad Slade no lo comprendía ni lo aceptaba en lo más mínimo—… pero las cosas no pueden seguir así. Cuando Francesco salió del hospital, mi suegra se ocupó de contratar una niñera y una enfermera. Le dejé hacerlo porque seguía destrozada tras la muerte de Luisa y necesitaba algo en que ocupar su mente, pero fue un error. La enfermera se fue en cuanto Francesco volvió a caminar, seis meses después, pero la madre de Luisa se pasa el día en nuestra casa, y la niñera está totalmente sometida a su influencia.
—¿Y tu madre? —preguntó Daisy, totalmente inmersa en la historia—. ¿Vive cerca de ti?
—Volvió a casarse hace cuatro años, y vive en Madesimo, en la frontera con Suiza. Está los suficientemente lejos de Medano como para prevenir las visitas diarias —añadió Slade en tono irónico—. Ahora que la niñera de Francesco se va a casar y va a dejar su empleo, ha llegado el momento de que alguien se ocupe de Francesco con mano firme mientras yo estoy fuera. También creo que ha llegado el momento de que mi hijo desarrolle su herencia inglesa, y tenía intención de buscar una niñera inglesa. ¿Existe la posibilidad de que tú puedas resolver el problema?
—¿Yo? —preguntó Daisy, repentinamente nerviosa. Aquel hombre debía estar bromeando, pero no parecía que fuera así.
—¿Habría algún impedimento? —preguntó Slade con firmeza, observando el ruborizado rostro de Daisy.
Sí lo había, y estaba sentado a menos de un metro de ella, pensó Daisy, desesperada. Pero no podía decírselo.
—Por lo que me ha contado la enfermera, nada te retiene en Inglaterra —continuó Slade con calma—, y tengo entendido que has venido hace poco a Londres para empezar de nuevo.
Daisy no le había contado a la enfermera por qué había querido empezar de nuevo, y Slade Eastwood tampoco se lo preguntó. Probablemente, habría intuido que no se lo diría.
—Si ése es el caso, un lugar es tan bueno como cualquier otro. La niñera de Francesco quiere dejar su trabajo en tres meses —los labios de Slade se tensaron visiblemente—. Y esta vez, la madre de mi mujer no va a tener voz ni voto en el asunto.
—Pero… pero tú no me conoces… —murmuró Daisy, impotente. Aquello era una locura; no podía estar pasando.
—Sé que tus circunstancias hacen posible que llegues a conocer bien a Francesco antes de que Angelica se vaya —dijo Slade—, y he averiguado más sobre ti en estas circunstancias que lo que habría averiguado en una entrevista. No es fácil intimidarte, y eres sincera y valiente, como lo demuestra tu insistencia en devolverme el dinero —añadió—. Todas esas cualidades serán esenciales cuando tengas que hacerte cargo de los asuntos de la casa en mi ausencia. Si tus cualificaciones y referencias son satisfactorias, creo que podríamos considerar que el destino ha tenido mucho que ver con nuestro encuentro.
¡El destino! Daisy bajó la mirada para ocultar sus pensamientos del poder de la oscura mirada de Slade. ¡No podía trabajar para él, verlo a diario, vivir en su casa! No podía.
—Lo cierto es que nunca me ha atraído la idea de trabajar de niñera particular —dijo, mirando los dibujos de la colcha—. Siempre he trabajado en aulas con más de veinte niños.
—Entonces, trabajar con uno será fácil —replicó Slade—. ¿Y cómo sabes que no te gusta si nunca lo has probado? Podemos pensar en un período de prueba de tres meses, para asegurarnos de que ambos estaremos cómodos. Estoy dispuesto a pagarte una iguala mientras te recuperas y resuelves tus asuntos en Inglaterra… —mencionó una suma que dejó momentáneamente boquiabierta a Daisy—… y una vez que estés bien puedes volar a Italia y pasar unas semanas con mi hijo y Angelica hasta que ésta se vaya.
Daisy alzó la mirada y se topó con los penetrantes ojos negros de Slade, que le hicieron sentir de inmediato su poder hipnótico.
—Mi hijo tiene un tutor privado, así que no tendrías que ocuparte de darle clases. Lo que pretendo es que cuente con una figura materna que le enseñe a comportarse con disciplina, control y compostura.
¿Disciplina, control y compostura? Daisy pensó que, más que una niñera, lo que Slade Eastwood buscaba para su hijo era un sargento.
—Lo siento —empezó educadamente, preguntándose si la loca era ella o él—, pero estoy segura de que cuando reconsideres la idea verás que no funcionará. Por supuesto, te estoy muy agradecida por tu amabilidad…
—Demuéstralo —de forma totalmente inesperada, Slade fue directo a la yugular—. Y tal vez deba aclarar que tendrás tu propio dormitorio, que la puerta de éste tiene cerradura y que mi ama de llaves y su marido viven allí.
Un intenso rubor cubrió las mejillas de Daisy. ¡No había pensado ni por un momento que Slade Eastwood le estuviera proponiendo algo inadecuado! ¿Cómo se atrevía a asumir algo así?
—No se me ha ocurrido pensar ni por un segundo que no me estuvieras hablando de una propuesta de trabajo —dijo, tensa.
—¿No?
—¡No! —espetó Daisy.
—Eso está bien.