Un país por descifrar - María Teresa Uribe de Hincapié - E-Book

Un país por descifrar E-Book

María Teresa Uribe de Hincapié

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Beschreibung

En el amplio legado docente e investigativo de la profesora María Teresa Uribe de Hincapié destacan su trabajo transdisciplinar, que le permitió acercamientos entre la sociología, la historia, la filosofía, la antropología y la filosofía política; la construcción de categorías analíticas originales para el estudio de los fenómenos políticos y sociales, y el profundo sentido ético de sus reflexiones. Esta selección de columnas de opinión que la profesora escribió en el periódico El Colombiano entre 1985 y 1987 revela la vigencia de sus palabras acerca de problemas políticos y sociales del país en aquella época, cuya continuidad es innegable en el presente. Los artículos aquí reunidos también reflejan la valentía de la maestra para abordar asuntos recurrentes en un contexto político adverso que privilegiaba el silencio sobre temas polémicos. Ahora, más de tres décadas después de su escritura y publicación original, sus análisis cobran renovada importancia en un país que se debate entre los cambios anhelados y las prolongaciones de problemas no resueltos.

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María Teresa Uribe de Hincapié

Un país por descifrar

Colombia, 1985-1987

Colección Claves Maestras

© Herederos de María Teresa Uribe de Hincapié

© Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-153-3

ISBNe: 978-958-501-161-8

Primera edición: febrero del 2023

Diseño de cubierta y diagramación: Imprenta Universidad de Antioquia

Todos los artículos reunidos en este libro fueron publicados originalmente en el periódico El Colombiano. Se publican ahora con la autorización expresa del periódico.

Este libro se imprimió con el apoyo de la Estrategia de Sostenibilidad 2020-2021 de los grupos de investigación Estudios políticos y Hegemonía, guerras y conflictos, del Instituto de Estudios Políticos, financiada por el Comité para el Desarrollo de la Investigación (codi) de la Universidad de Antioquia.

hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Presentación

El 1 de enero de 2019 falleció en Medellín la profesora María Teresa Uribe de Hincapié. Rápidamente la prensa local y nacional reseñó la noticia con entradas emotivas y expresivas que decían: “Murió la gran dama de la ciencias sociales y humanas”, “murió el emblema de la academia antioqueña”, “falleció la pensadora aguda, rigurosa, crítica y comprometida con su tiempo”. Estoy segura de que María Teresa no se habría sentido muy cómoda con estas etiquetas. Quienes tuvimos el privilegio de conocerla, sabemos que ella representaba a esa clase especial de intelectual que, a pesar de tener una fuerte proyección pública, cultiva el lenguaje sencillo, mantiene la comunicación horizontal y atesora el valor de la humildad. Lo cierto es que esos reconocimientos fueron una respuesta muy justificada ante la desaparición de una figura intelectual que marcó el rumbo de los estudios politológicos en el país.

Tanto por temperamento como por convicción, María Teresa Uribe fue reacia a los enfoques hiperespecializados. La apuesta por el diálogo fronterizo entre la historia, la filosofía, la ciencia política, la sociología y la narrativa constituye el telón de fondo de su trabajo investigativo y formativo. Se trata de una propuesta intelectual que señala, de manera inequívoca, que las grandes verdades son susceptibles de adaptarse y readaptarse, de transformarse y contarse de distintas maneras; que a la historia y al historiador les pasa algo cuando, al abandonar el lugar seguro de los acontecimientos, las tramas cronológicas y las cadenas causales se avienen a los discursos y los relatos; que la sociología se transforma cuando, además de estudiar las estructuras, los tipos ideales y los sistemas, se pregunta por las culturas, los símbolos, los mitos y las creencias; y que la filosofía y la ciencia política se vuelven menos esquemáticas y rígidas cuando pasan de los lenguajes normativos a preguntarse por las pasiones, los sentimientos y las emociones. Cuando esto sucede, decía la profesora Uribe, el investigador social está en mejores condiciones “para advertir los matices, los claroscuros, las modulaciones, las paradojas y las inconsistencias de una realidad como la colombiana, imposible de atrapar en los marcos rígidos de las teorías convencionales”.1

Si se intenta encontrar un hilo conductor en la obra de la profesora Uribe, posiblemente estaría ligado a la pregunta por el proceso de construcción del Estado nacional en Colombia. La novedad de su análisis se encuentra en que ella supo exponer, de manera original y novedosa, los perfiles particulares de una nación en la que coexisten y se amalgaman los órdenes normativos nacionales, los órdenes societales y regionales y los órdenes alternativos propios de los estados de guerra. La nación, estudiada a través de la relación entre regiones y territorios, violencias y guerras, ciudadanía y derechos, da forma a una obra valiosa por la multiplicidad de hipótesis que ofrece y pone a prueba, y por la rica variedad de conceptos que propone y desarrolla.

No deja de llamar la atención que Un país por descifrar. Colombia, 1985-1987, una antología de textos de opinión escritos por la profesora Uribe en ese periodo, sea publicada recién ahora, casi cuatro décadas después de su aparición en el periódico antioqueño El Colombiano. Creo que esta publicación hace parte de ese conjunto de reconocimientos y homenajes que colegas e instituciones quieren hacerle a esa gran maestra de las ciencias sociales en el país.

Esta antología tiene tres particularidades que quisiera resaltar. En primer lugar, el lector podrá constatar la preocupación de María Teresa por pensar los problemas éticos del país acudiendo al pasado. Ese vaivén entre el pasado y el presente le posibilitó analizar los fenómenos de la violencia en Colombia no solo a la luz de la coyuntura de aquella época, sino como fenómenos de larga duración. Por ejemplo, en el artículo que lleva el título “¿Cuál es la cabeza de la Medusa?”,fechado el 28 de julio de 1985, María Teresa recupera el pensamiento del liberal radical Salvador Camacho Roldán para debatir las tesis del general Landazábal y mostrar los peligros del retorno al bonapartismo decimonónico, esto es, a la idea según la cual una nación o un país en crisis como el colombiano solo puede ser salvado por un hombre superior que resuma en su persona la voluntad política de las masas que él interpreta sin necesidad de partidos o de parlamentos. Este hombre es el pueblo, el Estado y la nación al mismo tiempo. De la mano de Camacho Roldán, María Teresa nos recuerda que una democracia real solo puede existir cuando el país logre “libertarse de los libertadores”.

En segundo lugar, estas columnas de opinión fueron escritas en un contexto de altísima turbulencia social, agudización del conflicto armado y profundas esperanzas e incertidumbres democráticas. Los temas abordados son variados: la guerra, la lucha contra el narcotráfico, la violencia selectiva y el exterminio sistemático de miembros de la Unión Patriótica, la elusiva y difícil negociación de la paz, la masacre de Tacueyó —una de las más grandes en el país—, la toma del Palacio de Justicia y la difícil situación que vivía la Universidad de Antioquia por aquella época. Sin embargo, los textos que conforman el libro evidencian el convencimiento profundo que tenía la profesora Uribe sobre la necesidad de liberalizar la democracia. Esto es, su creencia en los derechos humanos como una exigencia de liberación que pone límites a toda forma de poder arbitrario —totalitario, dice ella—. En una época en la que apenas se estaba formalizando la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos y predominaban las violaciones sistemáticas a los derechos humanos, María Teresa afirma que una democracia formal que no respete ni reconozca los derechos individuales estará condenada a convertirse en un régimen iliberal y despótico. Los artículos de opinión son, entonces, una profesión de fe y una declaración comprometida sobre la necesidad de construir una cultura pública común o un conjunto de acuerdos acerca de cómo se debe conducir la vida en común, la fe en la democracia, el imperio de la ley, la paz, la libertad, la igualdad y la tolerancia.

En tercer lugar, la edición de estos textos les permitirá a los conocedores de la obra de la profesora Uribe volver a apreciar la excepcional fluidez de su exposición y sentir el impacto de esa temprana visión de sus ideas sobre la soberanía y los órdenes alternativos de facto. La preocupación que motiva estas tempranas ideas prefigura las categorías centrales de su obra: soberanías en vilo, órdenes complejos,territorialidades bélicas y ciudadanías mestizas. Estas categorías ya estaban plenamente formadas en lo esencial, y ese tratamiento mucho menos denso, especialmente al ser presentado a través del género de opinión y del ensayo, es un complemento significativo de su obra. A lo largo de estas páginas, el lector se topará con una de las tesis centrales de la profesora Uribe, esto es, aquella que señala que en un país que experimenta estados de guerra prolongados en el tiempo se configuran órdenes políticos de hecho con pretensión de dominio territorial y legitimidad social, en los cuales la ciudadanía se torna inevitablemente mestiza y la nación se presenta escindida, dividida y fragmentada. En Colombia, dice ella, “el orden institucional público no es el orden de toda la nación; es solo uno, que se disputa con otros la soberanía interna”.2

Finalmente, quisiera resaltar la forma que caracteriza la escritura de los textos. María Teresa Uribe siempre nos acostumbró a una prosa tranquila, clara y sumamente provocadora. Estas columnas de opinión no son una excepción. Están escritas en un tono amable, cercano al público y con una mediación muy interesante entre el ensayo y la exposición argumentada de temas centrales de la vida política del país. Las metáforas y las analogías políticas abundan en las páginas del libro. Ahora bien, sin desconocer que la utilización de las metáforas y las analogías es contundente en términos estilísticos y ornamentales, resulta bastante claro que el interés de María Teresa fue resaltar su papel constitutivo y estructural, esto es, la capacidad del lenguaje metafórico para reescribir la realidad y dar origen a nuevos conceptos, pensamientos y categorías.

Liliana María López Lopera

Profesora

Universidad Eafit

1 Uribe de Hincapié, María Teresa. Un retrato fragmentado. Ensayos sobre la vida social, económica y política cultural de Colombia. Medellín, La Carreta Editores, 2011, p. 121.

2 Uribe de Hincapié, María Teresa. Nación, soberano y ciudadano. Medellín, Corporación Región, 2000, p. 464.

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Violencia y conflicto armado

Las siete guerras y los extraterrestres

Que los partidos tradicionales se separaron de las masas, que perdieron su definición ideológica, que las candidaturas están desinfladas y los colombianos se interesan más por la suerte de la Selección Colombia o por las escapadas de Lucho Herrera que por seguir las incidencias de una campaña electoral que nació muerta son otras de las tantas quejas que diariamente asoman a los periódicos, se escuchan en los mentideros políticos o se debaten en los foros que, con cierto tufillo cientificista, dicen ocuparse de la realidad nacional. No tiene sentido entonces volver sobre una verdad de Perogrullo y aumentar el coro de las plañideras.

Resultaría más interesante que nos ocupáramos de las siete guerras que se libran en el país y de la llegada de los extraterrestres. ¿Que cuáles son las siete guerras? Eventualmente podrían ser más o fundirse algunas de ellas para reducir la cifra; pero el siete es un número cabalístico que nos introduce en el espacio de lo esotérico, dominante hoy en la vida político-institucional del país. En efecto, el pueblo colombiano está involucrado directa o indirectamente en siete confrontaciones armadas que le están resultando demasiado costosas, y los únicos que parecen ignorarlo son los líderes de los partidos tradicionales.

Siguiendo un orden expositivo que no guarda relación con la magnitud o trascendencia de los enfrentamientos, podemos hablar de una guerra que libra el Ejército contra las guerrillas, que propicia éxodos de campesinos atemorizados que buscan algún tipo de protección mientras los extraterrestres sentencian juiciosamente que se trata de movimientos subversivos para desestabilizar el orden democrático y las instituciones republicanas. Al lado de las guerrillas y sus antiguos jefes, que en un ejercicio militarista separado de las masas a veces parecen olvidar cuál es el enemigo.

Paralelamente se libra la guerra del Gobierno contra el narcotráfico con un saldo de perdedores que se acumula en un solo lado, no únicamente por las muertes injustificadas de aquellos magistrados honestos que le hicieron frente al problema, sino también por el embrutecimiento de toda una generación de jóvenes que se han extraviado en el paraíso artificial de las drogas. Pero además están las vindictas entre narcotraficantes, que cotidianamente riegan cadáveres anónimos en los callejones oscuros y los caminos poco transitados. Ya tenemos pues cuatro guerras que desangran el cuerpo de la patria. Pero todo no termina allí. Existe otra guerra sucia, clandestina, de la que nadie habla, mediante la cual los grupos neofascistas de ultraderecha hacen desaparecer guerrilleros amnistiados y líderes sindicales, sin que autoridad alguna pueda dar razón de su paradero; y la guerra eterna, la guerra permanente del hambre y el desempleo, que se disuelve en la delincuencia común y el terrorismo. Pero la séptima guerra es quizá la más extraña, la más esotérica, aunque no por ello menos dramática: es la declarada por los organismos internacionales de crédito contra la estabilidad económica de un país pobre que no puede pagar su deuda sino a costa de la disolución y la anarquía. ¿Y qué dicen de esto los partidos tradicionales y los candidatos oficiales? ¿Qué alternativa política le ofrecen a un país que, gracias a los acuerdos de paz, empezó a caminar por una ruta diferente?

Definitivamente son seres extraterrestres que cada cuatro años aterrizan en una nación que desconocen, vestidos con trajes espaciales que los protegen del aire contaminado de un pueblo que exuda resentimiento y amargura; que hablan el idioma de las galaxias y por eso no entienden lo que todo el mundo sabe y que, después de recoger una magra cosecha de votos, montan en sus naves espaciales para retornar a la calma del espacio sideral.

Pero este año, como si no fueran suficientes las siete guerras que nos acosan, vemos aumentado y cualificado el número de los extraterrestres: a más de dos candidatos oficiales, otros dos que no lo son tanto y un puñado de gamonales de provincia con sus epígonos locales, aterriza Superman Chenery, que promete resolver de una vez por todas el problema del empleo en Colombia. Ante la invasión de los extraterrestres, no nos queda más alternativa que dejar de llorar sobre la leche derramada. Introduzcámonos en ese mundo onírico, consultemos la cábala y el grimorio; quizá allí esté el conjuro para que los seres de otros planetas se queden en la estratosfera y el resto de los mortales nos podamos dedicar a buscar las siete soluciones que con tanta urgencia necesita el país.

El Colombiano, lunes 24 de junio de 1985

Nunca más

Ese humo denso y pesado que envolvió el Palacio de Justicia la fatídica noche del 6 de noviembre no se inició, como pudiera pensarse, en la confrontación armada ni terminó a la hora nona del día siguiente, cuando todo quedó consumado; esa bruma encubridora que distorsiona la visión, oscurece las ideas, enerva los sentidos y mata lentamente la esperanza venía contaminando el país de tiempo atrás, y todo ese torrente de palabras apresuradas y contradictorias, toda esa violencia verbal que se ha escrito y transmitido por los medios de comunicación después de la masacre solo contribuye a reavivar el fuego de las pasiones y a oscurecer el panorama de la verdad sobre los hechos.

El país ignora muchas de las cosas que han acaecido después de la firma de los acuerdos de paz y las desconoce bajo la peor forma de la ignorancia: el escamoteo, las verdades dichas a medias, los decires, el murmullo, el rumor, la contrainformación, el chisme callejero. De otra manera no se explica por qué un grupo guerrillero tiene que acudir a una forma límite de acción armada para solicitar la publicación de unos documentos que son patrimonio público y que en un verdadero Estado de derecho cualquiera puede solicitar, ni se explica la desmesura de la respuesta militar, que, por defender las instituciones, se llevó de calle el derecho de gentes y violentó el más sagrado de los derechos: el de la vida. Tampoco resulta coherente la renuencia a una sana propuesta de diálogo, precisamente cuando este se hacía imprescindible. 

Pero si el panorama estaba oscuro, ahora es noche cerrada; si antes el humo nos obnubilaba, ahora nos asfixia. Los testimonios de los sobrevivientes contradicen las informaciones oficiales, hay inconsistencias entre lo que escuchamos en la radio y lo que resultó dramática evidencia; los que apoyaron las acciones del Gobierno, según declaración expresa del presidente, ahora se erigen en sus jueces; la contabilización de cadáveres desaparecidos y listas oficiales de muertos se desajusta cada vez más; todo un ministro de Justicia afirma que “no le cabe la menor duda” sobre algo que apenas si se empieza a investigar, y el juicio de responsabilidades, atravesado por la emotividad y el interés electoral, no promete ir a ninguna parte.

Es necesario que se haga claridad sobre todo este proceso que se inició con un inocente vuelo de palomas blancas y terminó en una orgía de sangre, fuego y lágrimas, por la salud de la patria, por la democracia en la que tozudamente seguimos creyendo, por un futuro que está por construir, que brille la verdad siquiera por una sola vez en la vida del país; de la capacidad que tengamos para asumir serena y desapasionadamente la verdad, por dolorosa que sea, depende en buena medida la suerte de todo un pueblo. De lo contrario, dentro de algún tiempo, otro grupo guerrillero estará exigiendo, mediante el uso de las armas, que se den a conocer los resultados de la investigación sobre el Palacio de Justicia.

Es necesario ir al fondo de las cosas para ventilar ese ambiente enrarecido que nos sofoca y nos confunde, no basta con calificar el acto como algo demencial y absurdo para escudarnos en la razón de la sinrazón; resulta infantil pedir reiteradamente la mano dura y, cuando los resultados de tan equivocada postura quedan a la vista, retroceder espantados ante el propio invento; flaco servicio le prestan al Gobierno y al presidente quienes piensan que una solidaridad acrítica, un respaldo a ultranza y un apoyo dramáticamente tardío pueden deshacer el entuerto. No le neguemos una vez más a la nación su memoria colectiva para que podamos aprender de los errores, no les dejemos el escrutinio psicológico a los historiadores del futuro, privándonos de la posibilidad de crecer en el dolor; enfrentemos de una vez por todas la transformación estructural que el país requiere, empezando por lo más inmediato: encarar la verdad.

Quiero hoy hacer mío ese dramático e ignorado mensaje del doctor Reyes Echandía a la opinión pública para que nos sirva de guía en esta hora de tinieblas: “Que cese el fuego para empezar a conversar, es cuestión de vida o muerte. ¿Me oyen?”.

El Colombiano, domingo 17 de noviembre de 1985

El huevo de la serpiente

Es preocupante, por decir lo menos, el incremento de los procedimientos autocráticos y el despliegue de las múltiples formas de la violencia en el país durante los últimos días; parece como si las pasiones más inconfesables y ruines que anidan en todo ser humano hubieran irrumpido colectivamente para sepultar cualquier posibilidad de cambio y transformación, para silenciar la inconformidad, para aniquilar, y esta no es una frase retórica, todo lo diferente, antagónico, lo que no comulga con las propias concepciones ideológicas o con una particular percepción del mundo.

La muerte acecha detrás de cada esquina no solo a los que insisten en la subversión, sino también a los que hacen oposición legal; los asesinatos de Ricardo Lara Parada y Óscar William Calvo, el ataque violento a una reunión sindical en Urabá, la clandestinidad obligada a que ha tenido que acogerse el candidato de las farc por las reiteradas amenazas contra su vida no logran más que radicalizar las posiciones beligerantes y armadas.

Se cohíbe no solo la movilización, sino también la palabra; la libertad de expresión es puesta en entredicho y el respeto por la diferencia se fue a vivir al mundo de las utopías, así se deduce de las denuncias que se hicieron en la última reunión de la Comisión de Paz sobre el Plan Cóndor, que contempla una escalada terrorista contra los izquierdistas, las personalidades democráticas y los periodistas independientes; los intelectuales reciben invitaciones a su propio entierro y Consuelo Araújo anota en su columna algunas de las amenazas que ha recibido. La muerte o el silenciamiento parecen ser las únicas alternativas.

La mano que limpia invade también el fuero de lo individual y la libertad personal, se asesinan homosexuales en Cali y Bogotá, los pequeños delincuentes comunes desaparecen sin dejar huellas; no sería extraño que mañana alguien se atribuyera el derecho de liquidar retrasados mentales, negros o indios por el solo hecho de ser diferentes o pertenecer a una etnia distinta y, como si todo eso fuera poco, los grupos guerrilleros, como antes los partidos tradicionales, se trenzan en una lucha interna enfrentando pueblo contra pueblo.

En esta guerra sucia el mayor número de víctimas lo pone la población civil; en la masacre de los barrios del sur de Cali los más afectados fueron los pobladores cuyo único delito es el de ser migrantes, desarraigados, pobres y vivir en un espacio urbano deteriorado, donde se encuentran, y no por casualidad, algunos militantes del M-19; igual cosa sucede en las veredas campesinas y en las pequeñas poblaciones de las zonas de guerra.

Pero lo más grave no es que estas cosas ocurran —al fin y al cabo son el corolario lógico de la agudización de la crisis política y del vacío de poder que siguió a la toma del Palacio de Justicia—, lo que resulta más dramático es que esta actitud bélica y guerrerista se acompañe de una postura social permisiva, indiferente o abiertamente cómplice, que mira los atropellos como cosa ajena, que se calla frente a los asesinatos y a las amenazas y que no tiene siquiera el pudor necesario para ocultar el regocijo que le causa la desgracia y los errores de los otros.

En estos días he escuchado de labios de personas cultas, en las cuales esta sociedad pobre ha invertido grandes recursos, frases como estas: “Muy bueno que les den duro”, “que maten todos esos bandoleros”, “se lo tienen merecido”, “en esa pelea entre guerrillas no se pierde tiro”; y yo pienso profundamente adolorida que ahí está el huevo de la serpiente, que estamos incubando un monstruo insaciable que empieza por devorar comunistas, delincuentes comunes y homosexuales y termina engulléndolo todo, hasta la esperanza. Pareciera que ese grito de ¡viva la muerte, abajo la inteligencia!, que resonó algún día en los claustros de la vieja Salamanca, se hiciera carne y habitara entre nosotros.

El Colombiano, domingo 8 de diciembre de 1985

Las muertes de Tacueyó

Hasta hace poco tiempo, Tacueyó no era más que una referencia geográfica en esa cerrazón de montañas del sur del país; hoy este nombre evoca la masacre de ciento sesenta y cuatro personas condenadas por la voluntad omnímoda de un hombre que, como los antiguos encomenderos de la zona, aplica el látigo, el cepo, las cadenas y, amparado en una “verdad” arrancada mediante la tortura, decide sobre la vida y la muerte.

Los sectores políticos y las fuerzas guerrilleras, incluyendo una parte del Ricardo Franco, han repudiado el hecho, y los que pensamos que la defensa de los derechos humanos constituye el fundamento ético de cualquier proyecto revolucionario debemos ser los primeros en criticar este tipo de procedimientos que solo sirven a la reacción.

No basta pues con calificar los sucesos como paranoicos, demenciales o alucinados, ya que sería ponerle punto final a un debate que no se debe rehuir si es que queremos rectificar viejos errores cuyo costo social es demasiado alto para un país fatigado de guerra.

Los hechos de Tacueyó no se ubican en el contexto histórico de la locura, el equívoco o el absurdo; por el contrario, son expresión de una ya larga tradición de violencia, la manifestación de prácticas autoritarias y la resultante del aislamiento de las grandes masas.

Estas muertes reproducen el viejo ritual sanguinario que vivieron muchas poblaciones colombianas en los años cincuenta; recuerdan las crónicas sobre las acciones de la guerrilla de Guasca en el siglo xix y se aproximan, por su ferocidad, a lo que hacían en los pueblos vencidos nuestros beneméritos generales en las guerras civiles.

El grupo Ricardo Franco es heredero legítimo de la pasada violencia; sus ancestros se remontan al crudo enfrentamiento partidista y han heredado muchos de los rasgos de sus antepasados cercanos; no es de extrañarse pues que sobrevivan vestigios del viejo bandolerismo y que los procedimientos delincuenciales, tan frecuentes entre los bandos armados de conservadores y liberales, se hayan colado por la puerta falsa en algunas de las organizaciones político-militares surgidas a la luz de una nueva coyuntura histórica; existe pues una filiación innegable entre el pasado y el presente, pero esto no lo explica todo.

Es necesario examinar también los efectos que sobre las organizaciones guerrilleras pueden tener la desvinculación del proceso social y las tendencias autocráticas, pues de alguna manera estos aspectos contribuyeron a precipitar los sucesos de Tacueyó.

Estos grupos pequeños, cerrados, fuertemente jerarquizados y eminentemente militaristas en sus prácticas y en su concepción del orden social, se deslizan, casi sin advertirlo, de la organización revolucionaria a la secta, de la autocrítica al autoritarismo, de la interpretación de la voluntad popular a la imposición violenta; acosados y perseguidos por más de un enemigo implacable, aferrados a concepciones estrictamente guerreristas, terminan por perder el horizonte histórico y la perspectiva política; los principios revolucionarios quedan reducidos a meras formulaciones retóricas y, en lugar de contribuir a formar el torrente renovador del viejo orden social, se quedan como las aguas estancadas descomponiéndose en los meandros de las ciénagas.

Los movimientos de corte exclusivamente militarista, como es el caso de “los francos”, pueden propinarle duros golpes al ejército regular, pero se enajenan con sus prácticas fanáticas la voluntad popular y no solo se van pareciendo cada vez más a su enemigo, sino que le contribuyen en sus tareas de aniquilamiento, pues este resulta ser el medio ideal para camuflar la guerra sucia.

El tránsito de la lucha armada hacia formas cada vez más democráticas y participativas en la vida nacional, así como la adopción de una ética construida alrededor del respeto por la dignidad humana, contribuirán a neutralizar los riesgos descritos; de lo contrario, Tacueyó será el prefacio y no el epílogo de una verdadera obra de terror.

El Colombiano, domingo 26 de enero de 1986

“Los campos de guerra”

La picaresca paisa, menos aguda pero más sabia que la bogotana, le ha cambiado el nombre al parque cementerio del sur de la ciudad y, en lugar de “Campos de Paz”, ahora lo llama “Campos de Guerra”.

Esta oportuna e ingeniosa denominación tiene que ver con los sucesos ocurridos en este lugar santo el Día del Trabajo, cuando un grupo político que tiene un brazo armado celebraba allí un homenaje a dirigentes caídos durante la vigencia de la tregua; y así como la paz se volvió guerra, los que estaban presentes en el cementerio fueron considerados, sin excepción, guerrilleros, y el operativo militar dejó como resultado un muerto y varios centenares de detenidos; la persona fallecida y algunos de los capturados eran visitantes eventuales del lugar y sin ninguna relación con los actos políticos que se estaban desarrollando.

Este es un eslabón más de una larga cadena de hechos semejantes cuyos resultados tangibles son la pérdida de vidas humanas, el recorte sistemático de las libertades públicas, de los derechos ciudadanos, y las restricciones para el uso de los espacios colectivos: calles y plazas hace tiempo dejaron de ser lugares para la expresión democrática y se convirtieron en campos de batalla; pero ahora también lo son las iglesias y hasta los cementerios; ni los muertos están a salvo.

Este ambiente de violencia que envuelve a la ciudad y que ha producido alteraciones en todos los órdenes de la vida social ha traído también cambios en el lenguaje cotidiano, en la forma de nombrar las cosas, y un mismo término puede tener distintos significados dependiendo de quién lo emita; los recientes sucesos así lo atestiguan.

Guerrillero no es, como pudiera pensarse, el alzado en armas, sino un sujeto cualquiera que circula por lugares donde presumiblemente se están efectuando “actos fuera de la ley”; cripta no es únicamente el sitio donde descansan los restos de algún mortal, puede ser también un refugio contra las balas y los gases lacrimógenos; lápida, un escudo para defender la vida, y púlpito, un polígono de entrenamiento.

El discurso se separa de los hechos, los términos de sus contenidos, y en esa nueva Torre de Babel el único código que permanece incólume es el del humor de los antioqueños; de ahí su importancia para saber qué está pasando.

Los problemas de la desinformación y la contrainformación, que tanto les preocupan a los teóricos de la comunicación, los hemos vivido durante los últimos días en Medellín, y el ciudadano común, que es la mayoría en el país, queda atrapado en esa maraña de mensajes, boletines oficiales, rectificaciones, aclaraciones, rumores y consejas; en ese alud de palabras, signos y significantes que terminan por dejarle el sabor amargo de la duda y la incredulidad.

No se traga entero el discurso angélico de la administración municipal que le habla de tranquilidad ciudadana mientras las Fuerzas Armadas alertan sobre peligros inminentes y visten de verde oliva ciudades y carreteras; en los muros se le confunden la propaganda electoral con la consigna guerrillera y termina por no saber si la unión nacional es la tesis de Álvaro o la del M-19 o si el cambio lo propone Barco o el epl y lo único que le queda de los símbolos y los términos es la desconfianza y el escepticismo. 

Las mayorías, llamadas ahora franjas, ya no creen ni en el discurso oficial, ni en el promeserismo electoral, ni en el mesianismo guerrillero; “el establecimiento” pierde legitimidad, las fuerzas de izquierda no la ganan y a la inseguridad que significa esta crisis política hay que agregarle el condimento de la confusión de lenguas; lo dominante es la inacción, la parálisis y ese sentimiento de impotencia y de derrota, que unas veces se parece a la apatía y otras a la franca hostilidad, para el cual solo hay una válvula de escape: el chiste, la irreverencia y el sarcasmo.

Por eso en este reino de Babel un cementerio puede dejar de ser el lugar de descanso eterno y los muertos que allí reposan se pueden confundir con los enemigos del sistema.

El Colombiano, domingo 11 de mayo de 1986

El desorden público

Las denuncias del procurador general de la nación ameritan una reflexión seria y desapasionada, no solo por la gravedad de sus revelaciones, que para muchos no son novedosas, sino también por la alta investidura del funcionario y sus calidades de jurista y de hombre probo.

No es la primera vez que el país escucha de labios del agente del ministerio público este tipo de acusaciones, pero sus palabras no han tenido eco en un medio social paralizado por el miedo o indiferente a todo aquello que no toque con su propio interés.

Este ambiente permisivo, tolerante, complaciente con el delito, que, por temor, conveniencia o exceso de prudencia y discreción guarda silencio sobre los desmanes oficiales, ha sido el caldo de cultivo donde se están desarrollando los gérmenes más nocivos para la democracia colombiana.

Cuando el orden público se perturba por acciones de las fuerzas contrarias al sistema, los Estados de derecho tienen recursos jurídicos y legales para controlarlo y mecanismos previstos para buscar puntos de acuerdo con aquellos que se le enfrentan, pero cuando a la violencia privada se le opone la violencia oficial, cuando la legalidad se queda entre las páginas de los códigos y quienes han jurado defender la Constitución la mancillan, cuando el trabajo sucio de la contrainsurgencia y la contradelincuencia salta los límites de lo casuístico, cuando solo quedan en pie las convicciones morales de un funcionario porque no le es posible presentar plenas pruebas judiciales, lo que se está combatiendo no es la subversión sino el orden constitucional, y lo que está desapareciendo es la justicia.

Son miopes quienes piensan que las denuncias sobre torturas, desapariciones y ejecuciones extralegales se hacen para atacar al Gobierno, desprestigiar al Ejército o destruir las instituciones, pues la fortaleza de la democracia está fundamentada en una vigilancia cívica que somete a escrutinio permanente el ejercicio de los funcionarios; callar es cohonestar los atropellos y propiciar la impunidad.

¿Qué puede pensar una comunidad a la cual se le solicita por todos los medios que denuncie a los delincuentes si el Estado mismo es benevolente y laxo con los que están dentro de su propia estructura? ¿No es este un caso patético de doble moral?

No es posible seguir manteniendo por más tiempo ese espíritu maniqueo que induce al silencio porque de pronto las denuncias favorecen a los comunistas; ni podemos seguir señalando como guerrilleros embozados, enemigos del orden e idiotas útiles a quienes se pronuncian contra estos procedimientos extrajudiciales, pues este es el camino más corto hacia los delitos de opinión; ni mantener ese viejo principio según el cual “quien no está conmigo está contra mí”; quizá sea útil en las dictaduras y los totalitarismos, pero ingenuo y primario para una sociedad que se dice pluralista y participativa.

Algunos, entre ellos el procurador, prevén el tránsito del país hacia la argentinización, o la centroamericanización, pero en honor a la verdad deberíamos más bien hablar de colombianización, pues el nuestro es un modelo propio sin antecedentes y que solo en la forma se asemeja a los fascismos europeos o a las dictaduras del continente.

El medio propicio para este tipo de delito son los gobiernos de facto, con una prensa amordazada y un Estado monolítico y compacto donde la población solo conoce rumores, consejas y denuncias de los afectados en forma directa por estos procedimientos. Pero nuestro caso es bien distinto: tenemos al frente del Gobierno a un demócrata que ha buscado con tesón la paz; unos medios de comunicación que gozan de libertad, pero que caminan por el filo de la navaja sin comprometerse; una información oficial sobre la guerra sucia realizada por la autoridad competente y ampliamente difundida; una clase política despreocupada de todo aquello que no dé votos; unos candidatos que ni por equivocación mencionan soga en casa de ahorcado; un poder judicial honesto, atemorizado e imponente, y una sociedad sorda y muda que empieza a aceptar como principio de orden el caos del desorden público.

El Colombiano, domingo 18 de mayo de 1986

Los indígenas y la guerra del Cauca

La imagen que se tenía sobre el sur del país era la de una región apacible y tranquila, paraíso de veraneantes y eventuales turistas que, fatigados por los afanes cotidianos, encontraban allí un remanso de paz; el espectáculo reconfortante de esa naturaleza espléndida, unido al discreto encanto que se desprende de las sociedades suspendidas en el tiempo, solo podían ser perturbados por los ponchos multicolores de los guambianos y los paeces, que contrastaban con las tonalidades verdinegras del paisaje andino.

Hoy, desgarrada por viejos y nuevos conflictos, la región estalla en mil pedazos ante la mirada incrédula de muchos colombianos que no pueden entender muy bien por qué razón el ruido de las bombas y el traqueteo de las ametralladoras han venido a reemplazar la melodía legendaria de las flautas y los caramillos. Pero la violencia que recorre los flancos de sus cordilleras y se instala en los poblados pajizos de los indios no se debe, como algunos ingenuos lo piensan, a “ideologías foráneas” que levantan la inconformidad de los viejos habitantes contra los dueños de la tierra o a la existencia de grupos guerrilleros que convocan con su práctica revolucionaria la presencia de las fuerzas regulares del Estado.

Esa violencia tiene una historia muy larga que empieza con la llegada del hombre blanco y se renueva con una explotación centenaria que segregó la etnia indígena desposeyéndola de todas sus pertenencias, no solo de la tierra, sino también de su cultura, su lengua, su religión, y que dejó a la zona al margen de cualquier acción gubernamental de desarrollo y progreso.

No son pues factores externos los que han venido a romper la aparente calma de una región otrora feliz y tranquila; lo que se ha quebrado es la imagen falsa y distorsionada que nos forjamos; ha caído la envoltura bucólica y pastoril elaborada pacientemente para enterrar un pasado vergonzoso, pues, como dice Salman Rushdie, hay cosas que no se pueden decir y más que eso: hay cosas que no se puede permitir que sean ciertas.

La tragedia de los indígenas caucanos es que han tenido muchos salvadores; demasiadas personas han pretendido libertarlos de “la barbarie y el atraso”, atribuyéndose el derecho de decidir por ellos, de representar sus intereses e interpretar su voluntad; pero de cada epopeya han resultado peor librados y solo se ha conseguido hacer más pesado el fardo de la humillación, de los dolores silenciados, de las lágrimas contenidas; más irritante la pobreza y más evidente el abandono.

Primero fueron los encomenderos, los curas doctrineros, los oficiales reales, que, en nombre de Dios y del rey de España, se empeñaron en civilizarlos, aunque para el logro de tan loables fines los indios tuvieran que entregar sus parcelas, sus riquezas, sus secretos, y ver a sus descendientes convertidos en siervos sin tierra, en extranjeros en su propio suelo, y que sus protestas fueran acalladas con un genocidio sin precedentes; luego vinieron los héroes de la Independencia que hablaron de principios abstractos, como la igualdad y la democracia, en nombre de los cuales se les expropió de sus resguardos y se les impuso el terrazgo. Agustín Agualongo, solitario y taciturno, levantó las banderas de la insurrección indígena, pero fue fusilado en Popayán por traidor de la república. Los resguardos de Jambaló y Pitayó fueron convertidos en prósperas explotaciones desde donde se exportaba añil y quina a los mercados de Londres y Bremen, y los viejos pobladores solo eran sacados de las haciendas para engrosar las filas de los ejércitos personales de terratenientes y comerciantes, que escribieron con sangre indígena buena parte de la historia de las contiendas civiles.

Las reformas territoriales de los años veinte levantaron nuevamente la protesta, encabezada esta vez por Quintín Lame, cuyo mayor delito fue haber creído en las promesas de los salvadores de turno que ofrecían devolver las tierras a sus legítimos dueños. Después vino la reforma agraria, que creó nuevas expectativas seguidas de hondas frustraciones, en medio de las cuales las viejas parcialidades descubrieron la organización autónoma e independiente como medio para lograr sus reivindicaciones; así nació el Consejo Regional Indígena del Cauca y, con él, la reacción de las bandas paramilitares que han segado la vida de muchos líderes indígenas.

Ahora les resultan a los indios nuevos tutores: los grupos guerrilleros y las Fuerzas Armadas; ambos dicen defenderlos y representar sus intereses, pero los muertos los ponen las comunidades que se encuentran aprisionadas en medio del fuego cruzado de dos vanguardias iluminadas. Son muchos los fragmentos que esta imagen deja al romperse y múltiples los conflictos que se anudan en esa cerrazón de montañas; pero un principio de solución sería libertar a los indios de sus libertadores y hacer respetar su derecho a la tierra, su organización comunitaria, su voluntad política y su autonomía étnica.

El Colombiano, domingo 15 de junio 1986

De volcanes, atentados y revelaciones

Estos días calurosos de junio han estado preñados de oscuros presagios y creciente expectativa, pues se esperaban dos grandes explosiones: la del volcán del Ruiz y la del informe sobre el holocausto del Palacio de Justicia. Ambos sucesos han tenido grandes coincidencias; ocurrieron la misma semana del pasado noviembre y volvemos a encontrarlos ligados en la primera plana de las noticias siete meses después, aunque entre uno y otro acontecimiento no exista ninguna relación, salvo un lazo simbólico, y eso para los aficionados a interpretar los signos. Pero lo más curioso de todo este asunto es que durante el periodo que separa las primeras explosiones de la eventualidad de las segundas, la población colombiana se sumió en el letargo delicioso de las elecciones, al cabo de las cuales despertó con la extraña sensación de haber retrocedido en el tiempo, como si las manecillas del reloj nacional hubiesen sido devueltas por algún popular duendecillo.

Mas las coincidencias entre ambos sucesos no se agotan en su temporalidad y, aunque desconocemos el final, podemos suponer sin mucho riesgo de equivocación que nos encontrarían tan desinformados, tan incrédulos y tan escépticos como la primera vez.

Después de los trágicos hechos de ese noviembre negro todo pareció volver a su punto de equilibrio; las fiestas decembrinas, el espectáculo de las candidaturas y la sucesión ininterrumpida de eventos deportivos llevaron a pensar que las hogueras estaban apagadas; solo de vez en cuando el país recordaba que había un grupo de vulcanólogos observando el Ruiz y un equipo de juristas rastreando pruebas entre un montón de escombros calcinados y de testigos muertos o desaparecidos. Pero en el mes de mayo la fumarola del volcán empezó a elevarse, la microsismicidad a aumentar y, como si entre los dos fenómenos existiera una ligazón mágica, volvió a ponerse sobre el tapete el asunto del Palacio de Justicia.

El primer sismo tuvo su epicentro en Madrid, a raíz de unas publicaciones del periódico El País, que fueron apresuradamente descalificadas por las autoridades militares colombianas; luego se especuló sobre la posibilidad de conocer el documento de la comisión nombrada por el Consejo de Estado, dada la reserva del sumario, y mientras esto se debatía, las filtraciones de azufre y cenizas volcánicas alertaron de nuevo la opinión nacional; los diarios publicaron fragmentos inconexos y aislados del contenido de los informes, pero sin citar textos o revelar fuentes; se conocieron declaraciones aisladas de un alto funcionario y se dio a la luz pública el acta del Consejo de Ministros correspondiente al 6 de noviembre, reconstruida a posteriori y que se asemeja más a un escrito de los académicos de la lengua sobre la semántica de las palabras “diálogo” y “negociación” que a un documento oficial en una coyuntura tan dramática; entretanto, crecían las expectativas, los rumores, las sospechas y las especulaciones.

La alerta amarilla (es decir, aquella dirigida a poner en guardia a las autoridades) fue decretada cuando se filtró que el procurador general de la nación tenía su propio informe sobre lo sucedido, cuyas conclusiones podrían ser diferentes a las de la primera comisión, y que serían llamados a juicio el presidente y su ministro de Defensa; los síntomas de explosión se hacían cada vez más evidentes, pero no era posible saber de antemano si la erupción afectaría a las mismas víctimas de la ocasión anterior, es decir, al presidente Betancur, o si por el contrario sería lateral y cubriría de lodo a las Fuerzas Armadas.

A estas alturas fue declarada la alerta naranja y comenzó la penosa evacuación de la zona de riesgo; el procurador fue llamado a Palacio y, según las crónicas periodísticas, se decidió, con muy buen juicio y en un gesto que aplaudimos, publicar el primer informe, pero también modificar el segundo, lo que no parece razonable y le resta méritos a la primera decisión.

Mas cuando la opinión del país tenía sus ojos puestos en el nevado del Ruiz y en los redivivos sucesos del Palacio de Justicia, se sintió en la ciudad de Bogotá una gran explosión: algún grupo en un acto desesperado e injustificable atentó contra la vida del ministro de Gobierno y, ante esta nueva situación, se decidió aplazar el polémico escrito del procurador.

Continuará el frenesí del Mundial de Fútbol seguido de la Vuelta a Francia, la visita del papa y la posesión del doctor Barco con su cauda de nombrados y desnombrados, y entretanto preguntaremos una vez más parafraseando a Nietzsche: ¿qué dosis de ocultamiento puede soportar un pueblo?

El Colombiano, domingo 22 de junio de 1986

El espíritu de las leyes, otro desaparecido

El documento del procurador sobre el holocausto del Palacio de Justicia ha despertado entre los que tienen voz y medios de expresión las más airadas y conspicuas reacciones, pero, como es de usanza cuando se carece de argumentos para debatir una postura seria y rigurosa, las críticas se quedan en el ámbito viciado del ataque personal y la defensa a ultranza del sistema, bordeando incluso los linderos de lo panfletario.

No parece oportuno que nos atribuyamos el derecho a juzgar, condenar o absolver respecto a un asunto para el cual la Constitución tiene procedimientos previstos, y menos aún que lo hagamos a priori, como si el anuncio de la visita del papa nos hubiera otorgado a todos el don divino de la infalibilidad; es más importante que nos ocupemos del gran desconocido en todo este tejemaneje, el texto del informe del procurador.

Son tres las principales tesis expuestas en el documento: el manejo exclusivamente militar del conflicto, el estado de guerra y el derecho de gentes; la clave de la primera solo la posee el presidente Betancur, y una cosa es asumir públicamente la responsabilidad pero otra bien distinta es tenerla; la segunda y la tercera han sido blanco de todos los ataques, pero lamentablemente la contraargumentación se ha quedado en los estrechos márgenes del maniqueísmo y, lo que es más sorprendente aún, revela una clara influencia maoísta.

El periódico El Tiempo, en un editorial de esta semana, arremete contra el casus belli, aduciendo que no hay guerra civil, sino enfrentamientos armados (?), y el doctor Panesso Robledo elabora toda una disquisición sobre la diferencia entre guerrilla y terrorismo, para concluir, como lo hacía Mao en los tiempos de la larga marcha, que hay dos clases de guerras: las justas y las injustas.

Reconocer la existencia de un estado de guerra no significa legitimar el contendor, magnificarlo o darle estatus jurídico, pues lo que éste combate es precisamente el sistema establecido; pero cuando los enfrentamientos armados entre guerrilla y ejército son cosa de todos los días, lo que se está demostrando es que el marco legal es ineficaz para restablecer el orden, que fallaron los esquemas reglamentarios y que la guerra, justa o injusta, habita entre nosotros. Cuando esto ocurre, solo queda en pie “el derecho de gentes que es el último manto protector de los civiles indefensos”. El miedo a llamar las cosas por su nombre solo conduce a impedir que se defienda la vida humana y a obstaculizar el pleno ejercicio de los recursos constitucionales para estos casos.

Toda guerra, sea esta oficial o no declarada, de ejércitos regulares o de guerrillas, interna o externa, entraña actos de terrorismo y de barbarie cometidos por ambas partes e inexcusables a la luz de un criterio sofista sobre la justicia del evento; y, a propósito, los ejemplos que aduce el doctor Panesso son muy poco afortunados, pues las guerrillas españolas que repelieron la invasión napoleónica se caracterizaron por las emboscadas, los atentados, la toma de rehenes, y los maquis de la resistencia francesa utilizaron, además de los anteriores, las bombas en trenes repletos de civiles, los asesinatos fuera de combate y todo aquello que trae consigo el primer jinete del Apocalipsis. La justicia de las causas se desdibuja y lo único posible es ampararse en el derecho internacional humanitario.

La Constitución colombiana, cuyo centenario nos aprestamos a celebrar con bombos y platillos, consagra en el artículo 121 el derecho de gentes como forma de contrarrestar los excesos cometidos durante el estado de sitio, y resulta por lo menos curioso que en un país que ha vivido los últimos cuarenta años bajo este artículo a nadie se le hubiese ocurrido invocar el derecho de gentes y que ahora se sorprendan algunos porque el procurador, que está allí para defender al ciudadano de los abusos del poder público, denuncie el manejo exclusivamente militar que se le dio al conflicto y abogue por el respeto a la vida de los civiles inocentes y de los prisioneros formados en combate; ¿será que por la puerta falsa del artículo 121 se nos está metiendo la autocracia y el autoritarismo y, en lugar del jus gentium, tenemos entronizada la ideología de la seguridad nacional?

No es al Código Penal a lo que acude el funcionario ni a un eventual recurso probatorio que resulta imposible entre el humo de los combates, sino al espíritu de las leyes, a los fundamentos filosóficos del derecho y a la ética del Estado democrático; ahí es precisamente donde radica la importancia del documento del procurador, pues va al rescate de algo que se quedó como letra muerta entre las páginas de la Constitución y que nunca lograron entender los golillas, los tinterillos ni los gramáticos enredados entre los parágrafos, los incisos y la semántica de la carta fundamental.

Al parecer vamos a tener que declarar como desaparecido el espíritu de las leyes del viejo Montesquieu: se ignora su paradero, aunque algunos aseguran que lo han visto deambulando en noches de luna entre los escombros del Palacio de Justicia.

El Colombiano, domingo 29 de junio de 1986

Otra vez el procurador 

Es tozudo el procurador; no se calla, no se amilana por la vocinglería de los corifeos del sistema, ni por las amenazas de muerte que rondan su casa; no se arredra ante la indiferencia ciudadana que escucha sus denuncias como si oyera llover, ni ante la ceguera de los congresistas y los burócratas de oficio que insisten en tapar el sol con un dedo, y no se desanima por la omnipotencia de los que manejan a su antojo la vida y la muerte de aquellos que se les oponen. 

Anclado en el último reducto de la vetusta armazón constitucional, haciendo uso de los precarios recursos jurídicos que le otorga la ley, una y otra vez insiste en la defensa del pueblo llano, del hombre del común, del ciudadano raso frente a los desmanes del Estado; en un intento supremo por detener el derrumbe total de la legalidad, toca todas las puertas, fiscaliza, reclama, denuncia, censura, pero también propone reformas y soluciones para el régimen judicial, para los códigos de procedimiento penal, para los cuerpos policivos del Estado, e invoca la buena voluntad del Congreso para abrirle un espacio a la queja ciudadana; pero sus esfuerzos chocan con las altas torres del silencio gubernamental y la acrimonia de los que dictan la verdad desde los círculos restringidos del poder.

Ingrata tarea la de defender la patria de los que se dicen “sus salvadores”, protegerla de los guardianes de la paz armada y salvaguardarla de los amos del recuerdo y del olvido; pero el procurador no está solo; en esta dura lucha lo acompaña la opinión pública, esa que no llega a las páginas de los diarios ni al Salón Elíptico del Capitolio, pero que se expresa en los muros de las ciudades preguntando por aquellos seres queridos que nunca regresaron a sus hogares; los que organizan marchas silenciosas para protestar por las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales; los que a pesar de todo siguen creyendo en la democracia; los que prefieren el diálogo y la negociación al lenguaje de las balas; los que no quieren olvidar el atropello contra el Palacio de Justicia.

El procurador no está solo; corrobora sus afirmaciones Amnistía Internacional, que en un reciente documento informó sobre el deterioro de los derechos humanos en el país; sus palabras tienen eco entre los intelectuales que han suscrito más de un manifiesto para protestar por el autoritarismo que se esconde detrás de la razón de Estado, y su invocación al derecho de gentes halla respuesta en el presidente de la Corte Suprema, quien se muestra alarmado con las conclusiones de la Comisión de Acusaciones de la Cámara, pues la legitimación del uso de la fuerza es también la sentencia de muerte para el Estado de derecho.

Aumenta el clamor, crece la audiencia y se amplía el círculo de aquellos que, como el procurador, reivindican la vida, el humanismo, la justicia y la ley y que, como él, aún poseen la capacidad de sentir dolor de patria y de conmoverse con el sufrimiento ajeno.

Pero la sensibilidad y el valor civil no son plantas abundantes; las sofoca el aire enrarecido de la burocracia; se marchitan en los salones exclusivos de los privilegiados y por lo general no florecen en los ámbitos cerrados. Ningún político, a la manera como en Colombia se ejerce esta tarea, podría haber desarrollado la función de la Procuraduría de opinión, de hondo contenido social y humanitario; esas no son condiciones que preste el cargo, no se aprenden en las aulas universitarias ni se encuentran en los textos de derecho; además, no son patrimonio de ningún partido, sistema político o credo religioso y, por contera, son algo que no pueden entender aquellos que se hicieron un mundillo a su imagen y semejanza, del tamaño exacto de sus mezquinos intereses, y que miden a los demás con su propia dimensión.

A los burócratas y a los politicastros los engrandece el cargo que ocupan, su poder está en el aparato y su importancia en los hilos que manejan; por el contrario, otros, como Carlos Jiménez Gómez, no necesitan los escaños oficiales para destacarse, brillan con luz propia y les dan prestigio y dignidad a las instituciones que representan. Hoy, gracias a él, hasta el más humilde campesino y el más olvidado de los colombianos sabe qué es y para qué sirve la Procuraduría General de la Nación.

El Colombiano, domingo 3 de agosto de 1986

El tiempo del exterminio

Entre mayo y septiembre de este año, la Unión Patriótica ha perdido a manos de sicarios y grupos paramilitares aproximadamente dos centenares de sus agentes políticos y más de una veintena de representantes a los cuerpos colegiados; no obstante, siguen creyendo, y nosotros con ellos, en la validez de las vías políticas y el sentido histórico de la lucha por la democracia.

Las denuncias penales sobre asesinatos, intimidaciones y desaparecimientos han sido oportuna y rigurosamente formuladas en los tribunales, pero no hay sindicados ni detenidos; los procesos no avanzan, la consecución de pruebas se hace imposible y la impunidad campea ante la indiferencia de las autoridades y la desidia e incredulidad de los sectores dominantes.

Nadie puede aducir desconocimiento e ignorancia sobre lo que ha venido pasando; el clamor de las acusaciones se ha levantado en todos los ámbitos; en la costa, el llano y la cordillera se invoca con dolor de patria la defensa de la vida; las quejas se hacen verbo en las revelaciones del procurador general de la nación, en las declaraciones de los Comités de Derechos Humanos, en los informes de Amnistía Internacional y en la prosa de los escritores públicos; no obstante, se les ha puesto sordina a las denuncias con el manido argumento de la existencia de una conjura para desacreditar a las instituciones.

Los dirigentes de la Unión Patriótica han tenido que dedicar todo su tiempo a tocar las puertas de los poderes públicos para reclamar no por los derechos de la oposición, que sería mucho pedir, sino para que los dejen seguir respirando y habitando un lugar sobre la tierra; han presentado sus quejas ante el presidente y sus ministros, ante la rama jurisdiccional y el parlamento; donde ayer se oían sus voces de protesta hoy se viste de luto para velar a sus muertos. Pero las respuestas gubernamentales no trascienden la retórica marchita de las declaraciones formales, y mientras se prometen investigaciones exhaustivas, nuevos asesinatos, previamente anunciados, ponen en evidencia la ausencia de garantías para el ejercicio legal del derecho a disentir.

Este país se acostumbró a vivir sin interlocutores, sin confrontación, sin democracia real, y se acomodó plácidamente sobre el filo de las bayonetas; esta actitud de ceguera política no podía conducir más que al exterminio y ahora se ensaña contra un partido político que, como el Liberal o el Conservador, se disputa por las vías constitucionales el control del Estado.

No ha existido pues una real voluntad política ni en la administración pública ni en las fuerzas vivas de la nación para ponerle freno a estos procedimientos delincuenciales, y en tanto que el nuevo Gobierno se desgasta en estériles debates burocráticos y su imagen se desdibuja precipitadamente, se configura en la sombra el perfil nefasto del fascismo criollo.

El aniquilamiento de la Unión Patriótica y el hostigamiento sistemático para inducir a las farc a romper la tregua solo tienen un objetivo: justificar medidas de fuerza para desestabilizar las precarias y maltrechas instituciones que nos rigen, pues lo que se está destruyendo va más allá de las vidas de un grupo de colombianos que tienen derecho a que se les respete en sus personas y bienes; se está liquidando una alternativa para “la reconciliación nacional”, se está afectando todo el cuerpo social y atrasando cien años las manecillas del reloj nacional.

Es necesaria una sólida y decidida acción del Gobierno para recuperar los espacios civiles y controlar efectivamente las riendas del poder, que parecen estar en muy distintas manos; las reformas económicas y sociales prometidas por el doctor Barco hubiesen sido suficientes hace diez años; hoy son más necesarias que nunca, pero no solucionarían per se la aguda crisis que nos aqueja. Además de la pobreza absoluta, el desempleo y la miseria, tenemos un dramático divorcio entre los canales formales del Estado y los cauces reales del poder; sin resolver este espinoso asunto resultaría imposible llevar adelante una propuesta de cambio por las vías de la política.

Quienes debían guardar la heredad la descuidaron y las fuerzas oscuras de la reacción destaparon la caja de Pandora dejando escapar todos los males; pero, como en la vieja leyenda griega, en el fondo aún alumbra la luz de la esperanza.

El Colombiano, domingo 7 de septiembre de 1986

Un año después

Es curiosa la preocupación de los colombianos por los ritos funerarios, su pasión por los aniversarios, por las celebraciones; el culto que se rinde a los difuntos. Existe entre nosotros un interés morboso por la muerte, que es, por así decirlo, la respuesta lógica al desprecio por la vida. 

El genocidio del Palacio de Justicia, que fue silenciado en su momento, hoy se revive, pero no con el ánimo de arrojar luz sobre los hechos o de aportar al conocimiento de nuestra realidad social y al desarrollo político, sino a la manera de un ritual fúnebre que intenta exorcizar los hechos vaciándolos de contenido, pero conservando intacta su forma para fijarlos en el santoral del martirologio nacional.

El debate inicial sobre estos sucesos no prosperó en ninguno de los ámbitos donde intentó desarrollarse; la prensa, que siempre va sobre la cresta de la ola, le dio entierro de tercera cuando otros eventos cautivaron su atención; en el Parlamento se hicieron algunas denuncias, pero la discusión se zanjó por vía de autoridad, cuando la Comisión de Acusaciones de la Cámara exoneró de toda culpa al Gobierno de ese entonces; los partidos políticos intuyeron el juicio histórico de las masas y prefirieron la duda a la verdad; los informes de las comisiones nombradas para esclarecer los hechos resultaron más oscuros y más espesos que el humo de los incendios, y lo que siguió fue el silencio y la paz de los sepulcros.