Un príncipe enamorado - Robyn Donald - E-Book

Un príncipe enamorado E-Book

ROBYN DONALD

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Beschreibung

El príncipe Gerd Crysander-Gillan estaba encaprichado de la bella Rosie Matthews desde hacía tiempo. Pero tres años antes, su deseo se había convertido en rabia cuando descubrió que Rosie parecía preferir a su hermano. Ahora, Gerd se había convertido en Jefe de Estado del Gran Ducado de Carathia y necesitaba una princesa. La candidata más obvia era Rosie, que le ofrecía la ocasión perfecta para vengarse por una herida que nunca había llegado a sanar. Pero cuando se acostó con ella, se llevó una sorpresa: Rosie seguía siendo virgen…

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Seitenzahl: 174

Veröffentlichungsjahr: 2010

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Robyn Donald. Todos los derechos reservados. UN PRÍNCIPE ENAMORADO, N.º 2043 - diciembre 2010 Título original: The Virgin and His Majesty Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9309-1 Editor responsable: Luis Pugni

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Un príncipe enamorado

Robyn Donald

Capítulo 1

Rosie Matthews contempló el salón de baile del palacio y pensó que la fiesta de coronación del Gran Ducado de Carathia estaba saliendo a pedir de boca.

Mirara donde mirara, los ramos de flores contrastaban suntuosamente contra el blanco y el dorado de las paredes. Los invitados irradiaban privilegio y poder con sus esmóquines y las invitadas llevaban vestidos de tan alta costura que el salón de baile parecía una pasarela de los diseñadores más famosos del país. Además, la luz de las lámparas de araña arrancaba destellos a las diademas, pendientes y collares de piedras preciosas de valor incalculable.

Todas las mujeres de la fiesta parecían increíblemente altas y elegantes, incluida la que se encontraba a su lado, Hani CrysanderGillan, duquesa de Vamili y cuñada del príncipe Gerd, recientemente coronado. Hani llevaba una diadema con cinco diamantes de Moraze, su tierra natal, que relucían contra su cabello oscuro.

–Te envidio –dijo Rosie con alegría–. Éste va a ser el único baile de coronación al que asista en mi vida, y tendría que subirme a una silla para ver todas las maravillas de este lugar... Nunca había visto unas joyas tan bonitas. Y los vestidos son increíbles... En comparación, me siento el patito feo de la familia. Y eso que ni siquiera soy de la familia.

Hani rió.

–Estás preciosa, lo sabes. Por cierto, no sé cómo te las has arreglado para encontrar un vestido con el mismo tono entre ámbar y miel de tu pelo...

Rosie se miró el vestido.

–Fue un golpe de suerte. Cerca de mi casa, a la vuelta de la esquina, hay una tienda especializada en ropa vintage... –le explicó–. Éste se encontraba en muy buen estado. Ni siquiera parece que tenga diez años.

–¿A quién le importan los años que tenga? Es un clásico.

Rosie pensó que al menos le hacía parecer casi tan alta como el resto de las invitadas; aunque no habría conseguido ese efecto sin sus zapatos de tacón alto, que le habían costado casi todos sus ahorros.

Hani arqueó las cejas y añadió:

–Me extraña que dudes de tu aspecto... no es propio de ti, Rosie. ¿Qué ocurre? ¿Hay algo que te preocupe?

Rosie sacudió la cabeza.

–No dudo de mí. Es que estoy asombrada con las joyas que llevan esas mujeres; son más valiosas que el presupuesto nacional de varios países pequeños.

Rosie había mentido a su amiga. No estaba molesta por las riquezas que veía a su alrededor, sino por un asunto bien distinto.

Justo en ese momento, el príncipe Gerd, que acababa de convertirse en el Jefe de Estado de Carathia, pasó bailando por delante de ellas con la mujer que se iba a convertir en su esposa, la princesa Serina.

Serina era una criatura alta y extraordinariamente bella cuyo cabello negro, recogido con un peinado alto y muy elegante, era el escaparate perfecto para la diadema de diamantes que se había puesto esa noche.

–¿Seguro que eso es lo que te molesta? –preguntó Hani.

–Eso y que todas las mujeres van cargadas de joyas y miden diez centímetros más que yo –confesó al fin–. Sin embargo, ser bajita tiene la ventaja de que nadie me ve y de que Gerd no esperará que su prima destaque...

Rosie alzó su barbilla pequeña y redondeada y observó el salón de baile. Inevitablemente, sus ojos se clavaron en el hombre que la había invitado a ella y a otros cientos de personas a la ceremonia. En ese momento, la cara arrogante y atractiva de Gerd dedicaba una sonrisa a la princesa que tenía entre sus brazos; un segundo después, echaba un vistazo a su alrededor con una expresión que irradiaba fuerza y autoridad.

Rosie se ruborizó y bajó la mirada a pesar de saber que el príncipe no la estaba buscando a ella. Sólo se quería asegurar de que todo estaba saliendo conforme a sus planes. Porque Gerd siempre tenía un plan, así como la determinación absoluta de llevarlo a cabo en cualquier circunstancia.

Rosie sintió una nostalgia profunda. Se había convencido de que sus esperanzas amorosas, que albergaba desde años atrás, desaparecerían en cuanto viera a Gerd en compañía de la princesa Serina, una mujer muy bella e incomparablemente más adecuada para él.

Por desgracia, se había equivocado. En cuanto puso un pie en Carathia y lo volvió a ver, el fuego de su corazón se avivó.

Pero pensó que dejarse llevar por la tristeza estaba fuera de lugar; a fin de cuentas, no se podía avivar un fuego que no había llegado a arder. Además, ya habían pasado tres años desde el verano mágico que pasaron juntos.

Gerd y Rosie se conocían desde siempre, pero las cosas cambiaron radicalmente durante aquellas semanas largas y tórridas.

Rosie, que entonces tenía dieciocho años, se sentía muy atraída por él; sin embargo, Gerd le sacaba doce años y tenía mucha más experiencia, así que le daba miedo. Cada vez que le sonreía, ella ocultaba sus sentimientos tras la máscara alegre y de desenvoltura excesiva con la que se defendía del mundo. Además, la vida amorosa de su madre, que siempre había tenido mala suerte con los hombres, le había dejado la huella de la desconfianza.

Pero Rosie no pudo evitar que su amistad con Gerd se fuera convirtiendo en algo más profundo. Entre chapuzones y salidas a navegar o a montar a caballo, el cariño que se tenían desde la infancia adoptó la intensidad de una promesa que ella no reconoció hasta la última noche, cuando la besó.

Todos sus temores desaparecieron al instante, devorados por el fuego de una pasión cautivadora y arrebatadora. Gerd murmuró su nombre y quiso separarse, pero ella se aferró a su cuello y él quedó atrapado en una especie de hechizo que la obligaba a besarla una y otra vez y a arrastrarla a lo más profundo de un mundo apasionante y desconocido.

Rosie no supo cuánto tiempo se estuvieron besando. Sólo supo que sus atenciones alimentaron un fuego que acabó con sus temores virginales y que todavía se apretaba contra el cuerpo fuerte y duro de Gerd cuando él la apartó al fin.

–Qué estoy haciendo... –dijo ella, hablando con dificultad.

El deseo se desvaneció rápidamente y Rosie se quedó paralizada y sin palabras. Lo único que sentía era la humillación helada y amarga del rechazo.

Él dio un paso atrás y declaró:

–Discúlpame, Rosemary, no debería haberte besado. Aún eres muy joven; tienes que madurar mucho todavía... disfruta de la universidad y procura no romper demasiados corazones.

Gerd le dedicó una sonrisa que a Rosie, en esas circunstancias, le pareció irónica. Incluso llegó a la conclusión de que aquello no había significado nada para él, de que el suyo era el único corazón que había sentido algo especial.

Por primera vez en su vida, Rosie había sentido la fuerza del deseo.

Por primera y última vez.

Desde entonces había conocido a hombres tan atractivos, tan sensuales y tan interesantes como Gerd, pero ninguno había desatado su pasión; ninguno había despertado el hambre de sus sentidos hasta el extremo de no querer otra cosa que satisfacerlo.

Por lo visto, sólo quería a Gerd.

Rosie dejó de recordar el pasado y volvió a mirar al príncipe, que en ese momento decía algo a su acompañante. La princesa alzó la cabeza y sonrió. Hacían una pareja tan perfecta que volvió a sufrir el dolor y el vacío que había sentido aquel verano, cuando Gerd se marchó y ella ya no tuvo más noticias suyas que las que recibía a través de Kelt, el hermano del hombre de sus sueños.

Sin embargo, no le guardaba rencor. Sabía que no se había puesto en contacto con ella porque su vida cambió radicalmente cuando se marchó de Nueva Zelanda y volvió a Carathia. Su abuela, la gran duquesa, lo nombró heredero al trono y Gerd se vio enfrentado a una serie de revueltas que terminaron en una pequeña pero cruenta guerra civil. Terminada la guerra, la princesa Ilona cayó enferma de gravedad y falleció, de modo que Gerd se vio obligado a asumir la jefatura de facto de Carathia.

En los tres años transcurridos, Rosie había tenido tiempo de sobra para olvidar aquel verano. Y lo había intentado con todas sus fuerzas. De hecho, se había ganado fama de seductora a base de coquetear con un sinfín de pretendientes. Pero nunca llegaba a nada; bajo su desparpajo aparente no había sino una estrategia defensiva destinada a evitar cualquier tipo de intimidad verdaderamente profunda.

Nadie habría imaginado que seguía siendo virgen. Nadie habría imaginado que su deseo era propiedad exclusiva de Gerd.

Perdida en sus pensamientos, Rosie estaba mirando tan fijamente a la pareja que la princesa lo notó y dijo algo al príncipe, quien se giró hacia su antigua amiga.

Rosie se ruborizó un poco, pero reaccionó a tiempo. Miró a Hani, hizo un gesto hacia los príncipes y comento, con naturalidad como pudo:

–Hacen buena pareja, ¿verdad?

Hani dejó pasar unos segundos antes de responder.

–Sí... Sí, es verdad.

Rosie notó el escepticismo de su amiga y sintió la tentación de preguntar, pero la música se detuvo en ese momento y Kelt, el hermano menor de Gerd y esposo de Hani, apareció.

La cara de Hani se iluminó al instante. Hani y Kelt llevaban varios años casados y ya tenían un niño, a pesar de lo cual se querían tanto como el día en que se conocieron. Rosie sintió envidia y se preguntó si alguna vez llegaría a tener una relación como la suya, una relación estimulante, satisfactoria, apasionada.

Pero estaba harta de dejarse dominar por sus ensoñaciones. El pasado no la llevaría a ninguna parte; debía empezar de nuevo y olvidar aquella obsesión. Algún día, encontraría al hombre adecuado y descubriría los secretos del sexo con él.

–Rosemary...

Rosie tuvo la impresión de que la tierra temblaba bajo sus pies cuando alzó la mirada y se encontró ante el rostro anguloso e intimidante de Gerd.

Allí estaba otra vez. La misma sensación intensa, seductora y traicionera de siempre. Una añoranza casi tan potente como el deseo que la acompañaba.

Sin embargo, echó mano de su orgullo e intentó mantener el aplomo.

–Hola, Gerd –dijo, con naturalidad fingida–. Al parecer, nunca voy a conseguir que tu madre y tú me llaméis Rosie en lugar de Rosemary...

Gerd se encogió ligeramente de hombros.

–Tal vez deberías hablar con ella –sugirió él.

Rosie soltó una risita irónica.

–Intenta decirle a Eva que me llame Rosie y ya verás lo que pasa. En cuanto a ti, te lo he pedido docenas de veces e insistes en llamarme Rosemary.

–Porque no me lo pedías... me lo ordenabas –puntualizó–. Me molestaba que una chiquilla doce años menor que yo me diera órdenes.

Rosie se dijo que no estaba enamorada de él, que nunca lo había estado.

Se lo repitió varias veces, con desesperación, e intentó ver al príncipe como un hombre normal y corriente; no como el poderoso, persuasivo e inalcanzable sujeto de sus fantasías eróticas.

–Baila conmigo –dijo él.

Rosie se estremeció ante la perspectiva de volver a estar entre sus brazos; pero se resistió a la tentación y le dedicó una sonrisa desafiante.

–¿Y tú tienes la audacia de acusarme de dar órdenes a la gente?

–Es verdad. Tal vez debería plantearlo de otro modo –respondió él con humor–. Rosemary, ¿te gustaría bailar conmigo?

–Mucho mejor, Gerd. Sí, por supuesto que me gustaría.

A pesar de su aparente relajación, Rosie tuvo que hacer un esfuerzo para caminar con él hasta la pista de baile. Cuando Gerd la tomó entre sus brazos, ella se sintió como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si aún vivieran en aquel verano maravilloso.

Lo deseaba con toda su alma.

Pero se volvió a repetir que no estaba enamorada de él y que no lo había estado nunca; que aquello sólo era una reacción física, una simple cuestión de hormonas descontroladas.

Justo entonces, Gerd rompió el silencio.

–¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que bailamos?

–No lo sé.

Hasta la propia Rosie supo que su respuesta era estúpida, un simple movimiento a la defensiva. Y Gerd se dio cuenta, pero ella lo miró a los ojos y añadió:

–Claro que lo sé. ¿Cómo lo iba a olvidar? Fue durante mi primera fiesta, ¿te acuerdas? Durante el verano que estuvimos en Nueva Zelanda.

–Me acuerdo –dijo él, sin apartar la mirada de sus ojos.

–Y también me diste mi primer beso. Dejaste el listón tan alto que es difícil que lo puedan superar...

Rosie dijo lo del beso para sobresaltar a Gerd y pasar a la ofensiva, pero fracasó.

–Me halagas, Rosemary; porque según tengo entendido, te han dado muchos besos desde entonces.

Desconcertada, ella preguntó:

–¿Cómo sabes eso?

Gerd se encogió de hombros otra vez.

–Las noticias vuelan en nuestra familia –respondió de forma lacónica.

–Pero yo no soy exactamente de tu familia, Gerd. La única conexión que tenemos es que la primera esposa de mi padre era prima tuya... e incluso así, era una prima lejana –le recordó–. Todo el mundo se empeña en considerarme una Crysander Gillan, pero no soy más que una Matthews del montón.

–Tonterías –dijo él, sonriendo–. Tú nunca has sido del montón. Además, tu hermanastro no sólo es amigo mío, sino también familiar. Y si no hubieras recibido la invitación para asistir a la ceremonia, Alex me habría dicho dónde encontrarte.

El comentario del príncipe le dolió. Rosie pensaba que sólo la había invitado por su sentido de la responsabilidad, porque se creía obligado a ello; pero se tragó el dolor y lanzó una mirada a su hermanastro, a quien apenas conocía.

En ese momento, Gerd apretó el brazo alrededor de su cintura y Rosie lo olvidó todo salvo el contacto de sus cuerpos.

Se excitó tanto que tuvo que respirar hondo; pero el remedio fue peor que la enfermedad, porque al tomar aire, notó el aroma de Gerd. Era una especie de afrodisíaco, cargado de masculinidad pura.

Ahora estaba completamente excitada, dominada por una pasión que no sería correspondida ni satisfecha.

–Tú conoces a Alex mejor que yo –dijo, intentando recobrar el control de sus emociones–. Como ya sabes, mi madre lo metió en un internado antes de que yo naciera, y nunca tuvimos ocasión de conocernos a fondo.

–Me ha contado que no encuentras trabajo...

Rosie lo miró a los ojos.

–Me asombras, Gerd. Para vivir al otro lado del mundo, estás muy bien informado... Sí, es cierto. Acabo de salir de la universidad y el mercado laboral está saturado de jóvenes como yo, sin experiencia. Pero ya encontraré algo.

–Alex podría meterte en su empresa, ¿no?

–Quiero conseguir un empleo por méritos propios –afirmó, tensa.

–Me halaga que permitieras que Alex te pagara el viaje a Carathia. Según me ha dicho, te resistías tanto que casi tuvo que obligarte.

Su hermanastro le había hecho el ofrecimiento el mismo día en que recibió la invitación. Y cuando Rosie alegó que no tenía dinero y que no se podía permitir ese gasto, Alex arqueó una ceja y dijo:

–Considéralo tu regalo de Navidad.

Rosie soltó una carcajada y se negó; pero días después, la secretaria de Alex la llamó por teléfono, le preguntó si tenía pasaporte y le dio las instrucciones necesarias para llegar al jet privado de su hermanastro, que estaba en el aeropuerto de Auckland.

Además, su madre también se sumó a la presión. Tenía esperanza de que conociera a un hombre rico y famoso en Carathia y olvidara su última idea, encontrar un trabajo en alguna floristería de la ciudad.

–Ya puestos, ¿por qué no te haces peluquera? –ironizó Eva Matthews–. Me pareció bastante absurdo que estudiaras comercio en la universidad, pero ser florista... es el colmo, Rosie. ¿A qué viene eso? Todo el mundo dice que eres una mujer muy inteligente; y sin embargo no haces nada, absolutamente nada, con tu inteligencia. Fuiste una decepción constante para tu padre... ¿qué habría pensado si se hubiera enterado de esto?

Rosie se encogió de hombros.

–No lo sé. Pero quiero hacerlo y lo voy a hacer –respondió con firmeza.

Su madre se había encargado de pagarle los estudios durante su infancia, que pasó en internados de lujo. Más tarde, su padre le pagó los estudios en la universidad, aunque se llevó una decepción al saber que quería estudiar comercio y contabilidad en lugar de dedicar su talento a algo más interesante desde un punto de vista intelectual y más acorde a la hija de un arqueólogo tan famoso.

Pero ni él ni ella sospechaban que el verdadero sueño de Rosie consistía en trabajar con flores. Sus estudios universitarios sólo eran una parte del plan, que completaba durante las vacaciones con un trabajo en una floristería que le dio la ocasión de acumular experiencia y desarrollar sus virtudes como diseñadora.

Lamentablemente, la floristería había cerrado poco antes de que Rosie terminara la carrera. La única opción que tenía era abrir su propio negocio, pero estaban en plena crisis económica y habría sido un desastre. Además, no disponía del capital necesario.

Desesperada, habló con Kelt y le comentó la situación. El hermano de Gerd le aconsejó que encontrara un empleo, ahorrara lo que pudiera y esperara hasta el final de la crisis. Y fue un buen consejo.

Rosie giró la cabeza y miró a Kelt, que seguía bailando con Hani.

Hacían una pareja perfecta. Tan perfecta, para su desgracia, como la que formaban Gerd y la princesa Serina.

–Hani parece muy feliz –comentó Gerd.

–Sí, es evidente que sí. ¿Quién no lo sería, estando casada con Kelt?

Rosie adoraba a Kelt; a diferencia de tantos, no la consideraba una descerebrada ni la trataba como si fuera tonta. La conocía muy bien, porque había crecido con ella y la quería como si fuera su hermano, pero su matrimonio con Hani había roto parte de la complicidad que compartían. A fin de cuentas, ahora tenía otras lealtades, otras responsabilidades. Y Rosie le echaba de menos.

–Bueno, ¿y qué vas a hacer? –preguntó Gerd.

–¿Te refieres al trabajo? Mirar por ahí y ver lo que puedo encontrar –dijo Rosie con levedad, restándole importancia al asunto–. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer ahora que te han puesto al frente de Carathia? ¿Vas a hacer cambios en el país?

–Sí, algunos, pero poco a poco –respondió él, algo sorprendido–. No sabía que te interesara la política del país...

Rosie lo miró a los ojos y sonrió.

–Por supuesto que me interesa. Estar relacionada con el hombre que iba a dirigir el destino de Carathia me dio un prestigio enorme en la facultad... De hecho, lo aproveché constantemente para abrirme camino.

Gerd la apartó un poco y la miró con detenimiento. Rosie sostuvo la mirada de aquellos ojos de color ámbar, intensos y fríos como los de una rapaz.

–No te creo, Rosemary. No creo que abusaras de nuestra relación familiar –dijo–. Por cierto, ¿por qué decidiste estudiar contabilidad?

Rosie podría haber sido sincera, pero no quería confesarle que sentía verdadera pasión por las flores.

–Porque me pareció lo más sensato. Seguro que sabes que mi padre no tenía talento con el dinero y que se lo gastaba todo en sus expediciones; en cuanto a mi madre, es casi peor... Decidí evitarme esos problemas y conocer bien el mundo de las finanzas.

–¿En serio? –preguntó Gerd con ironía e incredulidad–. ¿O sólo lo hiciste para molestar a tus padres?

Ella sacudió la cabeza.

–No lo hice para molestar a mis padres. Quería salir de la universidad con algo concreto, con una profesión que me fuera útil.

En realidad, Rosie no había elegido esa carrera porque fuera útil, sino porque buscaba algo que cambiara su imagen. Estaba harta de que la gente la mirara y pensara que era una coqueta sin cerebro.

–Y no me arrepiento en absoluto –añadió.

Gerd la miró con escepticismo y la apretó un poco más contra su cuerpo para pasar por una zona con exceso de bailarines.

Rosie siguió sus pasos y se resistió a la tentación de relajarse contra su pecho.

–Antes me has preguntado por mis intenciones políticas con Carathia –declaró él, de repente–. Hay lugares donde la gente es muy reacia a los cambios, de modo que tendré que tomármelo con calma; pero pretendo ampliar y mejorar el sistema educativo, particularmente en las zonas de montaña.

–¿El sistema educativo? ¿Por qué no el sistema sanitario?

Gerd se encogió de hombros.

–Porque los asuntos sanitarios siguen siendo cosa de mi abuela. Además, el sistema de salud está bastante bien, aunque la superstición sigue rampando en las montañas y hay gente que prefiere acudir a un curandero antes que a un médico... sólo se presentan en los hospitales cuando están a punto de morir y ya no se puede hacer nada.

Rosie asintió.

–Eso es verdad. Y como han asociado los hospitales a la muerte, tienen otro motivo para no acercarse a ellos –declaró.

–En efecto.

–Ahora lo entiendo... Crees que cambiarán de actitud si mejoras su nivel educativo.