Un regalo inesperado - Catherine Spencer - E-Book

Un regalo inesperado E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

El día de su boda con Julia debería haber sido el más feliz en la vida de Ben Carreras. Y lo fue, hasta que una antigua novia apareció en el banquete diciendo que el niño que llevaba en los brazos era hijo suyo y amenazándolo con darlo en adopción si no aceptaba su custodia. Ben no podía negar que el niño era suyo y tampoco podía negarse a cuidar del pequeño. Pero, ¿cómo iba a decirle a su reciente esposa que, a partir de entonces, eran tres en la familia? Solo podía esperar que su amor fuera lo suficientemente fuerte como para soportar ese inesperado regalo de bodas...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Catherine Spencer

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un regalo inesperado, n.º 1174 - julio 2019

Título original: The Unexpected Wedding Gift

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-408-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

EL MÓVIL empezó a sonar cuando acababa de afeitarse. Ben se lo colocó entre la barbilla y el hombro y se dirigió al dormitorio.

–¿Sí? –contestó, mientras se ponía el reloj.

–Ben, soy Marian.

–¡Marian! Estaba a punto de ir a buscarte al aeropuerto.

–No hace falta que vayas –suspiró ella.

–¿Qué ocurre, Marian? ¿Estás bien?

Al otro lado del hilo hubo una pausa llena de tensión.

–No voy a ir a Vancouver, Ben.

El alivio que provocaron aquellas palabras hizo que Ben se sintiera culpable. Cuando Marian le había dicho que iba a pasar el día de Año Nuevo con él no había sabido cómo decirle que no. Lo cierto era que su relación no iba a ninguna parte y no sabía cómo darla por terminada.

–Vaya, lo siento. ¿Ha ocurrido algo?

–En cierto modo –dijo ella, antes de hacer otra pausa–. No puedo volver a verte, Ben. Nunca.

Ben sintió que alguien acababa de quitarle un enorme peso de la espalda.

–¿Algo que he hecho o he dejado de hacer?

El suspiro de ella se filtró a través del hilo telefónico.

–No. Es que… la verdad es que no he sido sincera contigo. Estoy casada, Ben.

–Una decisión muy repentina, ¿no?

–No. Wayne y yo llevamos juntos tres años.

Ben agarró su copa, con el ceño fruncido.

–Querrás decir que lo conoces hace tres años.

–No. Quiero decir que hace tres años que estamos casados.

–¿Estás diciéndome que mientras tú y yo nos veíamos tenías un marido escondido en el armario?

–Sí.

Ben tomó un trago de whisky, pero la bebida le sabía amarga.

–¿Y por qué has tardado tanto en decírmelo, Marian?

–Lo siento. Sé que debería habértelo contado.

Ben escuchó el tono de niña traviesa en su voz, el que solía utilizar para salir de los apuros.

–Desde luego que sí. Si hay un tipo por ahí apuntándome con una pistola por haber estado con su mujer, yo tenía derecho a saberlo.

–No es así, Ben. Cuando te conocí hace unos meses, mi marido y yo estábamos separados –protestó ella–. Pero Wayne ha cambiado y hemos decidido volver a intentarlo. Lo siento, pero las cosas son así. Lo nuestro se ha terminado –anunció. «La pena es que hubiéramos empezado», pensaba Ben–. Siento mucho hacerte daño.

–No te preocupes. Sobreviviré –dijo él–. Que te vaya bien, Marian.

–Gracias. Adiós, Ben. Y feliz Año Nuevo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LOS NOVIOS estaban cortando la tarta alegremente mientras los camareros se movían entre las mesas sirviendo champán o, para aquellos cansados del Perrier Jouet, copas de vino de doscientos dólares. Al otro lado del salón, una orquesta de diez profesores reemplazaba al cuarteto de cuerda que había amenizado la cena.

Si hubiera podido elegir, Ben habría organizado una boda menos aparatosa. De hecho, lo único que necesitaba para que fuera perfecta era a Julia. Pero nadie le había preguntado. Su suegra se había encargado de todo, consultándole solo cuando era absolutamente necesario e incluso entonces sin poder evitar una sonrisa irónica en sus patricias facciones ante la idea de que «él» fuera a formar parte de la familia.

–Ese hombre se dedica a hacer cocinas y baños, por favor –la había oído decir a una de sus amigas del club de golf–. Puede que sea el presidente de su empresa y que haya miles de personas esperando que les diseñe la cocina, pero a mí me parece que hacer armarios no es pasaporte para entrar en sociedad.

–Pues yo daría lo que fuera para que diseñase mi cocina –había dicho su amiga–. Se la hizo a Marjorie Ames y el precio de su casa ha subido hasta un millón de dólares.

Stephanie Montgomery no parecía impresionada en absoluto.

–Para mí, sigue siendo un carpintero.

Pero a Ben no le importaba lo que su suegra pensara. Él tenía a Julia, su amor, su vida y, en aquel momento por fin, su mujer.

Ella tenía la mano izquierda sobre la mesa, a su lado, suave y delicada, con la alianza de matrimonio colocada al lado del anillo de compromiso. Que lo hubiera elegido a él entre todos los hombres que habría podido elegir, hacía que se le cerrara la garganta de emoción. Ben no había sabido hasta entonces que era posible amar de esa forma.

Cuando la miró, era como si deseara capturar para siempre su rostro el día de su boda. Había sabido que sería una novia bellísima porque era una mujer bella en todos los sentidos. A pesar de eso, su cabello oscuro sujeto por la diadema de brillantes y su perfil iluminado por la luz del atardecer lo dejaron sin aliento. Parecía un ángel, tan delicada y encantadora que no podía encontrar palabras para decirle cuánto la amaba, lo bendecido que se sentía de haber sido el elegido de su corazón.

Jim, su padrino, lo golpeó suavemente en el hombro.

–¡Oye, que se te está cayendo la baba!

–Está permitido –sonrió Ben–. ¡Es mi mujer!

Desde el estrado en el que estaba la orquesta, el maestro de ceremonias, un viejo amigo de la familia, indicó a través del micrófono que los novios debían empezar el baile y Ben, orgulloso, se levantó y retiró la silla de Julia.

Colocándose la cola del vestido sobre el brazo, ella aceptó su mano y lo siguió hasta la pista. Ben pensó que debería decir algo profundo, algo que recordaran durante toda su vida. Pero las únicas palabras que se le ocurrían eran las típicas: «¿Quiere bailar conmigo, señora Carreras?» Y ella se merecía algo más, se merecía lo mejor que la vida podía ofrecer. De modo que tuvo que contentarse con tomarla de la cintura y apretarla contra su pecho.

Su ancha falda de seda escondía que se apretaban el uno contra el otro y, afortunadamente, la reacción masculina ante la proximidad de su esposa. Ben podía imaginarse la expresión de su madre si se diera cuenta, diciendo horrorizada: «¡Está excitado, Garry! Ni siquiera ha podido esperar hasta que terminara el banquete antes de dejarse llevar por su deseo animal. ¡Ese pervertido nos está humillando públicamente y avergonzando a nuestra hija en el día más importante de su vida!»

Pero Julia no estaba avergonzada. Quizá se había puesto un poco colorada al darse cuenta del efecto que ejercía en él, pero eso no la impedía apretarse contra su pecho y bajar las pestañas en un gesto que era una promesa de lo que los esperaba por la noche.

–¿Te acuerdas de esta canción? –le susurró Julia al oído.

–Sí –contestó él, sobre su boca–. Nuestra canción.

–Mi madre hubiera preferido un vals, pero yo quería que nuestro primer baile fuera esta canción. Te quiero tanto, Ben.

Ben sintió que la emoción lo embargaba. Se habían conocido durante el intermedio de la obra Camelot, en el mes de febrero, y Ben se había dado cuenta inmediatamente de que Julia era la mujer de su vida. Una idea loca dado que no era un hombre impulsivo y que lo único que sabía de ella era su nombre, que tenía unos preciosos ojos castaños y que, con tacones, debía medir un metro setenta y cinco.

Ben la había invitado a comer al día siguiente. Que fuera igual de guapa a la luz del día fue algo secundario. Lo que lo enamoró perdidamente de ella fueron su calidez, su inteligencia y su preocupación por los demás. A partir de ese momento, había hecho todo lo posible para hacerla su esposa, a pesar de las reticencias de su familia.

–Yo también te quiero –murmuró entonces Ben, sabiendo que aquellas palabras no expresaban la profundidad de sus sentimientos–. Nunca ha habido nadie como tú en mi vida, Julia. Quiero darte el mundo entero.

–Yo no necesito el mundo entero. Solo te necesito a ti –susurró ella, acariciando su cuello. El impacto del roce lo afectó hasta las plantas de los pies, con particular potencia en sus partes más sensibles.

–¿Cuándo podemos escaparnos de aquí?

–Todavía tienes que bailar con mi madre y con las damas de honor. Además, tengo que tirar el ramo –contestó Julia primorosamente. Pero su forma de apretarse contra él contaba otra historia, incitándole a abandonar todo protocolo. ¿Bailar con el dragón de su madre cuando podía estar haciéndole el amor a su mujer? ¡Ni muerto!

–Sigue apretándote contra mí y haré el ridículo delante de todo el mundo –la amenazó él–. No sabes cómo deseo tenerte para mí solo, Julia. No sabes cuántas veces he soñado tenerte en mis brazos durante toda la noche.

Sus preciosos ojos, tan brillantes y oscuros, se nublaron.

–¿Y si te decepciono?

–Eso es imposible –sonrió Ben, besándola en la frente–. Todo en ti me parece delicioso.

–Pero yo nunca… nunca…

–Lo sé. Pero no ha sido porque yo no lo deseara. Solo quería que todo fuera perfecto. Y si eso te parece una locura…

–No me lo parece –dijo Julia, besándolo en los labios–. Es perfecto. Igual que tú.

Los flashes de los fotógrafos los cegaron entonces y Ben tuvo que parpadear para ver la cara de su novia.

–No soy perfecto, mi amor –dijo él, cuando la orquesta tocaba los últimos compases de la canción–. He cometido muchos errores.

–Yo encontraré la manera de hacerte pagar por ellos –rio Julia entonces, apartándose–. Y lo primero que tienes que hacer es bailar con mi madre.

Su marido la soltó, con desgana.

–¿Y no puede ser con tu abuela? Felicity es más divertida.

–¡Compórtate! –rio ella, poniéndole un dedo sobre los labios–. Y no provoques a mi abuelita. ¿La has visto coqueteando con todo el mundo?

–Yo solo tengo ojos para ti –contestó Ben, encantado y un poco alarmado por la forma que Julia tenía de referirse a Felicity. A pesar de su sofisticación y su éxito profesional, seguía siendo una niña y, a veces, se preguntaba si no sería demasiado joven para él.

–Eso espero, querido mío, porque si no te los arrancaré.

Aquello era lo que Ben siempre había imaginado que sería el matrimonio: bromas privadas, intercambio de miradas, la silenciosa comunicación de los cuerpos.

–Lo recordaré –susurró, mientras entregaba la novia a su padre y se disponía a bailar con Stephanie, que lo miraba con la nariz levantada, como si él fuera uno de los empleados de su establo.

Negándose a que le estropeara el día más feliz de su vida, Ben hizo una pequeña reverencia ante la orgullosa mujer.

–¿Puedo tener el honor de bailar contigo, Stephanie?

–Encantada –murmuró la mujer. Pero no parecía encantada, sino resignada. Y tan ofendida como si hubiera descubierto que se había manchado los zapatos de estiércol.

Sin dignarse a tomar su mano, Stephanie se adelantó hacia la pista de baile y Ben, exasperado, la siguió.

–Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho para que la boda fuera memorable –dijo entonces Ben, tomándola por la cintura.

–No hace falta. Es lo menos que podíamos hacer por nuestra hija. Al fin y al cabo, Julia es hija única.

–Claro –murmuró él, aclarándose la garganta–. Te doy mi palabra de que la haré muy feliz. Nunca tendrá razones para lamentar haberse casado conmigo.

–Las acciones hablan más que las palabras, Benjamin. Veremos a ver qué ocurre dentro de un año.

Ben miró a Julia, que bailaba con su padre. La mirada de cariño que recibió fue suficiente para enterrar sus deseos de ahogar a su madre y buscar una especie de tregua.

–La casa estará terminada cuando volvamos de nuestra luna de miel. Espero que Garry y tú vengáis a visitarnos a menudo.

–No lo creo –replicó la mujer–. Si querías que Julia no perdiera el contacto con su familia no deberías haber elegido vivir tan lejos. Pero nuestra casa es su casa y las puertas siempre estarán abiertas para ella.

Apretando los dientes, Ben la hizo girar sobre sí misma con suficiente fuerza como para hacerla caer de sus tacones. Afortunadamente, no ocurrió.

Pero el castigo llegó enseguida.

–¿Quién es esa mujer y qué está haciendo aquí? –exclamó entonces la madre de Julia, levantando las cejas–. ¿Es una de tus invitadas?

–No sé a quién… –empezó a decir Ben, volviendo la cabeza. Pero las palabras se le atragantaron en la garganta al ver a la mujer de cabello dorado que estaba buscando con los ojos entre la multitud. No llevaba un traje de fiesta y por eso la madre de Stephanie la había detectado enseguida con su radar.

Ben cerró los ojos durante un segundo, como si eso fuera a hacerla desaparecer. Aquel era el día de su boda; un día que le pertenecía a Julia, a él y a su futuro juntos. Su pasado no podía entrometerse como una pesadilla. «Ella» no podía estar allí.

Aterrorizado, soltó a Stephanie de golpe, dejándola completamente indignada.

–¿Dónde crees que vas? –preguntó ella, con tono agrio.

En ese momento, Ben tenía otras preocupaciones en mente. La primera, llevarse de allí a aquella mujer antes de que Julia la viera.

–¿Qué estás haciendo aquí, Marian? –dijo, tomándola del brazo para llevarla al saloncito anexo en el que estaban sus maletas, sus pasaportes y el vestido malva que Julia se pondría antes de tomar el avión.

–Tenía que verte –contestó Marian–. Tenemos que hablar.

–Después de nuestra última conversación, no creo que tengamos nada que hablar.

–Cambiarás de opinión cuando oigas lo que tengo que decirte.

–Marian, acabo de casarme –dijo Ben, cerrando la puerta–. ¿Has perdido la cabeza?

–Lo siento –murmuró ella, con lágrimas en los ojos–. Fui a tu casa y los obreros me dijeron que estabas de boda. Pero no sabía que era la tuya.

Marian se dejó caer sobre un sofá y sacó un pañuelo del enorme bolso que llevaba colgado al hombro. Ben hubiera deseado que se fuera, pero sentía pena por aquella mujer llorosa y, suspirando, se sentó a su lado.

–¿Qué ocurre, Marian? ¿No ha funcionado la reconciliación con tu marido?

–A medias. Pero no durará a menos que me ayudes.

–¡Es el día de mi boda, Marian! Probablemente, mi mujer estará buscándome ahora mismo y en cuanto a mi suegra…

–Si crees que tienes problemas, espera a oír lo que tengo que decir –dijo la mujer, entre lágrimas–. Y deja de mirarme con esa cara, Ben Carreras. Tuvimos una relación y, al menos, me debes…

–Yo no te debo nada, Marian –la interrumpió él–. Nuestra relación se terminó, si alguna vez pudo llamarse relación.

–Pero no pensabas así cuando te acostabas conmigo, ¿verdad?

–¿Has venido a chantajearme? –preguntó Ben con voz tensa.

–No. No habría venido si hubiera otra forma de solucionar esto. Pero no estoy hablando solo de mi futuro, o del tuyo. Estoy hablando del futuro del niño.

A sus treinta y dos años, Ben sabía que la felicidad tenía un precio. Durante los últimos cinco meses se había maravillado cada mañana porque la vida era cada día más hermosa, pero con las palabras de Marian como una espada de Damocles sobre su cabeza, acababa de descubrir que había sido un ingenuo.

–¿Qué niño? –preguntó, sabiendo cuál sería la respuesta.

–Tu hijo.

Tenía que ser un truco, otra de las mentiras de Marian. Después de todo, había tenido escondido a su marido durante dos meses mientras estaban saliendo.

Entonces, ¿por qué sentía aquel sudor frío? ¿Por qué tenía la impresión de que aquella vez estaba diciendo la verdad?

–Si hubieras quedado embarazada cuando estabas conmigo, me lo habrías dicho.

–No estaba segura de que fuera tuyo –murmuró ella, secándose las lágrimas–. Podría haber sido de mi marido. Yo esperaba que lo fuera.

–No entiendo cómo puedes tener dudas. A menos que estuvieras acostándote con los dos al mismo tiempo –dijo Ben. El rubor que coloreó la cara de la mujer y su expresión culpable le demostraron que no se había equivocado–. ¡Dime que no es verdad, Marian!

–Lo siento –murmuró ella, apartando la mirada.

–¿Sientes haberme engañado a mí o a tu marido? ¿Sientes haberme mentido desde el primer día? ¿Sientes haberme dicho que estabas tomando la píldora, cuando claramente no era así? –demandó él, con voz tensa, cortante–. Dime que esto es una broma.

–Ojalá lo fuera. Yo esperaba que el niño fuera de mi marido, pero es tuyo. Hemos hecho las pruebas de paternidad y no es hijo de Wayne.

Enfermo de angustia, Ben enterró la cabeza entre las manos.

–Asumiendo que esto no sea otra de tus mentiras, ¿qué es lo que quieres de mí, Marian? ¿Dinero?

–No –contestó ella–. Quiero que te quedes con el niño.

Ben levantó entonces la cabeza, perplejo.

–¿Qué?

–Yo no puedo quedarme con él. Wayne está dispuesto a perdonarme por haber tenido una aventura contigo, pero se niega a criar un hijo que no es suyo. Si quiero que mi matrimonio funcione, tengo que abandonar a mi hijo. Por eso estoy aquí –dijo la mujer, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz–. Pero si tú tampoco quieres quedarte con el niño, lo daré en adopción. No puedo hacer otra cosa si quiero seguir con Wayne. Y eso es lo que quiero, Ben.

–¿Cómo puedes querer a un hombre que te obliga a desprenderte de tu hijo?

–Yo no soy una persona fuerte. Necesito apoyarme en alguien –contestó Marian, dejando el bolso que llevaba a sus pies–. No podría cuidar sola de un niño.

Ben miró el bolso y después la miró a ella.

–¿Qué es eso?

–Lo que vas a necesitar. Pañales, biberones… ¿No pensarás que está el niño dentro?

–Después de lo que has hecho, no me extrañaría.

–No soy una persona sin sentimientos –intentó excusarse ella–. También es mi hijo. Yo lo he parido y tengo que hacer lo que es mejor para él. Tengo que ponerlo a salvo –añadió, con desesperación–. ¿Cuál es tu decisión? ¿Estás dispuesto a criar a tu hijo o llamo a los servicios sociales para darlo en adopción?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ANTES DE que Ben pudiera ordenar sus pensamientos, la puerta se abrió.

–Cariño, ¿pasa algo? –escuchó la voz de Julia, como si llegara desde muy lejos.

Y después, una voz llena de suspicacia y censura, la voz de la madre de Julia, como una bofetada.