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Emocionante historia de aventuras que convierte en ficción un hecho real: el vuelo transatlántico realizado en 1926 desde el Puerto de Palos a Buenos Aires por el comandante Ramón Franco a lomos del avión Plus Ultra. Muchos años después, un coleccionista de objetos históricos intenta visitar la aeronave, expuesta en un museo de Argentina. Al llegar, conocerá a otro coleccionista obsesionado con aquel vuelo legendario, pero pronto ambos comprobarán que la historia oficial esconde una trama oscura que aún no se ha saldado tantos años después...
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Seitenzahl: 470
Veröffentlichungsjahr: 2022
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José Guadalajara
(El vuelo del Plus Ultra)
Saga
Un tango llamado Ramón Franco
Copyright © 2016, 2022 José Guadalajara and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728414781
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
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A mi padre, que nació el 6 de febrero de 1926, cuatro días antes de que llegara el Plus Ultra a Buenos Aires.
«Con gran melancolía lo anclamos de nuevo, pensando que jamás volaríamos con esta nave histórica».
De Palos al Plata, Ramón Franco y Julio Ruiz de Alda
Isla de Mallorca, 28 de octubre de 1938
Desapareció en el interior de la nube, una inmensa espesura de aspecto infernal.
Fue un instante.
Y ya no lo distinguieron: la gran boca lo había engullido.
Los tripulantes del segundo hidroavión comienzan a ponerse nerviosos. Tratan enseguida de comunicarse por radio.
─¡No responden, mi teniente!
─Inténtelo de nuevo.
El corazón del teniente Rudy Bay late apresurado.
─¡Nada!
─¡Siga, siga!
Bay, desde la carlinga de cristales acuartelados, ha visto perfectamente cómo Ramón, siempre haciendo gala de su carácter atrevido, no ha dudado en adentrarse con el hidro en la oscura densidad de la nube. Él, para evitar encontrarse con aquella muralla espectral y estabilizar el aparato, ha metido motores a fondo y desviado el rumbo hacia la izquierda. Apenas han transcurrido diez minutos desde el despegue en las aguas del pequeño puerto de Pollensa.
Han salido de su paradisíaca bahía antes de las seis de la mañana. El tiempo era ya desapacible y un amanecer grisáceo se insinuaba entre los perfiles de un cielo encapotado. Los dos hidroaviones, en misión de ataque, llevan potentes bombas que van a dejar caer sobre las instalaciones portuarias de Valencia. Una mortífera carga de al menos ochocientos kilos de trilita para debilitar la moral del ejército republicano y destruir sus infraestructuras.
─¡Siguen sin contestar, mi teniente!
─A ver si salen de esa nube.
Dentro del primer aparato, un trimotor Cant Z 506 de dimensiones desmesuradas para su época, el intenso frío a más de tres mil metros de altura se deja sentir sobre los cuerpos de los cinco aviadores. No consiguen atemperarlo los sobrecuellos de piel ni los trajes insumergibles. El velocímetro, a causa del hielo, deja de marcar correctamente. Han entrado en la densa y negra cortina entre bruscas turbulencias. Ramón Franco, aferrado a los mandos del hidroavión de fabricación italiana, intenta ganar altura para sobrepasar ese inmenso laberinto de tinieblas. No se ve nada, la nave avanza bajo la pericia del piloto, que cuenta con cientos de horas de vuelo en su hoja de servicio. No es, sin embargo, una circunstancia nueva para él, pues ya se ha encontrado en otras muchas situaciones peligrosas en la guerra de Marruecos, en la travesía del Atlántico con el Plus Ultra o en aquellos días en los que, al borde de la muerte, permaneció a la deriva cerca de las Azores en su intento de viaje de ida y vuelta a los Estados Unidos.
Ramón, al percibir que el avión no responde, hace esfuerzos denodados para volar en aquellas difíciles condiciones meteorológicas, tratando de mantener la estabilidad del aparato. Su confianza, lograda a fuerza de tantas arriesgadas misiones aéreas, junto a su temeridad, lo mantiene sereno, muy atento a cualquier incidencia. El copiloto cree, sin embargo, que aquello no marcha bien del todo. Los demás tripulantes empiezan a revolverse en los asientos, a mover los brazos y manifestar sus temores. El radiotelegrafista, que ocupa la parte trasera de la cabina, se pone de pie, acercándose a duras penas a los puestos de pilotaje a través del estrecho pasillo e impulsado por una reacción instintiva de supervivencia. El ruido de los motores es atronador, como si alguna de las hélices hubiera experimentado un violento y repentino incremento de revoluciones. Fuera, las descargas eléctricas de las nubes producen bombazos silenciosos de luz y un ramaje relampagueante que se extiende como un laberinto de cicatrices. La visibilidad llega a ser nula.
Ramón Franco, muy tenso ahora, aprieta las manos con fuerza sobre los mandos, pero no consigue controlar el hidroavión para sobrevolar el cumulonimbo y salir de esa agobiante espesura. Algo falla, algo no funciona correctamente, algún mecanismo se ha averiado. Todo se desarrolla muy deprisa, sin tiempo apenas para pensar, ni siquiera para una mente privilegiada como la suya, en la fatalidad de ese momento.
Bay y su tripulación aguardan con inquietud y preocupación a que aparezca el hidro al otro lado de la oscura nube. El teniente hace entonces un comentario sobre la irregular distribución de la carga, porque ya en el puerto se había podido observar una ligera inclinación en la popa de los flotadores. Este pequeño detalle, al que Ramón no dio demasiada importancia, podría estar afectando a la estabilidad del aparato, sometido ahora al efecto de las turbulencias. Bay no deja de mirar a todas partes, escudriña atento a cualquier posible señal en el horizonte; a la vez, bajo el ruido de los motores, recuerda en alto que el hidro que él pilota es en realidad el de Ramón, pues ambos, poco antes del despegue, los habían intercambiado.
La tensión de la espera en la tripulación de Bay se acelera en los rostros mientras se intenta nuevamente contactar a través de la radio. Nadie responde, así que el teniente, cuando ya los primeros atisbos del sol bañan un paisaje único, sobrevuela toda la zona con la certeza de que algo grave está sucediendo en el Cant Z 506 pilotado por Ramón, su amigo, jefe de la base aérea de Palma de Mallorca.
Entretanto, el hidroavión de este último, al intentar ganar altura, se va quedando sin velocidad debido a la escasez de potencia de los motores. La sensación de una tragedia comienza a fosilizarse en el frío ambiente de la cabina. La crispación aumenta, algunos se levantan, gesticulan, hablan deprisa, dan voces. Ramón, con el hidro ya en pérdida, intenta a la desesperada dominar la situación: vira entonces a la izquierda para hacer un picado que le permita aumentar la suficiente velocidad para remontar después el vuelo. Un vacío inmenso se adueña de los estómagos de los cinco aviadores que comprenden que tan solo en un minuto pueden perder la vida. Los recuerdos se les vienen encima ante la gravedad de ese momento fatídico. Ramón, sin embargo, desdibuja una agria sonrisa e intenta conseguir lo indescriptible. Su concentración es absoluta, su voluntad, de acero.
La trepidación del aparato y su brusco descenso parece que fueran a destrozar todos los anclajes, romper las alas o arrancar de cuajo cualquiera de los dos flotadores. La nube, bajo los fogonazos eléctricos producidos por los rayos, corre ahora como una cinta cinematográfica rebobinándose en el carrete del proyector, envolviéndolo todo en una nebulosa onírica.
El hidroavión acaba de entrar en barrena.
Palma de Mallorca, 6 de febrero de 2016
«Buen tiempo, viento flojo, nubes altas, mar llana».
No era la suya una voz potente, pero subrayó con determinación cada dato de este viejo parte meteorológico. Había algo que le emocionaba y que le hacía sentirse muy feliz esa tarde de febrero.
─¡Un tiempo perfecto! ─recordó─. Ese fue el tiempo que les hizo en el trayecto de Melilla a Palos. Desde este pueblecito de Huelva, del que también partió Colón, iban a iniciar su gran aventura. ¡Ojalá pasado mañana nos suceda a nosotros lo mismo!
─¡Pero nosotros no saldremos de Palos! ─bromeó Eva desde el sofá, a quien siempre le habían gustado las lecciones de su abuelo.
─¡No, pero saldremos de Mallorca!
Lo dijo con un halo de complacencia en el rostro arrugado, ya que no era nada supersticioso, aunque recordara perfectamente que, desde esta hermosa isla del Mediterráneo, había partido aquel otro vuelo del año treinta y ocho.
Ramón José, a sus noventa años, iba a subir por primera vez en un avión. Nunca se había atrevido a ello porque padecía de aerofobia. Su hijo, hacía un mes, había comprado tres billetes de las Aerolíneas Argentinas para viajar a Buenos Aires. «Papá ─le había dicho─, ya es hora de que cumplas el sueño de tu vida».
Ahora, mientras pensaba en el aplazado sueño de su vida, un cosquilleo le brujuleaba en el estómago. Sintió el deseo de rememorar con su nieta aquella increíble hazaña.
─Fue el raid aéreo más sorprendente y peligroso que puedas imaginarte. No hubo otro igual ─le aseguró desde una butaca, frente a la ventana que daba al jardín.
─¡Ay, abuelo, cómo te repites!
─Hija, ya sabes con qué entusiasmo lo vivo.
─Y a mí me encanta verte así. Además, es un asunto que me gusta.
Eva era aún muy pequeña cuando José Luis, su padre, la dejaba los sábados por la mañana en la casa de los abuelos. Le había oído referir innumerables veces a Ramón José aquella inquietante historia que entonces ella se tomaba como si fuera un cuento plagado de batallitas y aventuras y héroes legendarios. Con los años, se dio cuenta de la obsesión del abuelo: había visto sus colecciones de sellos con imágenes del Plus Ultra; las fotografías en blanco y negro con señores antiguos vestidos de traje y con estrechas corbatas; las amarillentas cartulinas firmadas por los tripulantes; un menú ofrecido en el Ferrol a Ladislao Baamonde, abuelo materno de Ramón Franco; una medalla de oro con una inscripción… ¡En cuántas ocasiones se había preguntado de dónde había sacado su abuelo todas aquellas antiguallas que guardaba en varias cajas de cartón o que exhibía en las estanterías! Tenía también modelos a escala de aviones de época y una maqueta de madera del Dornier Wal, el nombre formal del Plus Ultra, un hidroavión de tecnología alemana fabricado en Marina di Pisa.
Este afán coleccionista, pero de discos, lo heredó su padre, una pasión que en éste había inculcado Ramón José cuando, siendo adolescente, le dio un montón de elepés de los Beatles. Desde entonces y hasta la fecha, había reunido más de cinco mil de todos los grupos y cantantes. Pero además de vinilos, también José Luis coleccionaba folletos de propaganda electoral, una afición que se le despertó a partir de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura. De alguna manera, su padre se sentía en deuda con su abuelo.
Pero Eva se sabía asimismo al dedillo la historia de su bisabuelo Apolonio, que había sido aviador en África y participado en la batalla de Annual y en el desembarco de Alhucemas. El teniente Apolonio, que más tarde había llegado al grado de capitán, había conocido en persona a Ramón Franco y tratado algunas veces con él en la base de hidroaviones de El Atalayón, en Melilla.
De su padre, que admiraba al comandante Franco 1 , Ramón José había recibido desde niño una buena lección de patriotismo. Él, como casi todo el mundo en aquel tiempo, se había quedado fascinado con el raid del valeroso aeronauta que había cruzado el Atlántico junto a Julio Ruiz de Alda, Juan Manuel Durán y Pablo Rada.
Raymond, que era en realidad como lo llamaban todos debido a que vivió mucho tiempo en Barcelona, había nacido el 6 de febrero de 1926 mientras los tripulantes del Plus Ultra recibían baños de multitud y constantes homenajes en la ciudad de Río de Janeiro. De todo eso, como es lógico, se enteraría mucho más tarde, pues su padre, antes de que cumpliera los diez años, ya le había empezado a llenar la imaginación con vuelos fantásticos e increíbles proezas aéreas, entre las que el raid del Plus Ultra ocupó siempre un lugar de preferencia. Él, sin embargo, debido al miedo a las alturas, fue incapaz de convertirse en piloto, así que no le costó mucho esfuerzo renunciar a los instrumentos de la navegación aérea por los estudios de medicina.
El capitán Apolonio tenía cuarenta y dos años cuando su avión desapareció sin dejar rastro. Raymond acababa de cumplir los diecisiete. El accidente se produjo en los cielos de Túnez mientras tomaba parte en una misión rutinaria. El impacto de la noticia conmocionó a toda la familia, compuesta por su esposa y sus tres hijos. Raymond, el mayor, tardó mucho en recuperarse de aquel drama.
De su padre mantenía intactos los recuerdos de la infancia y adolescencia, las mil historias y peripecias narradas, aquellos aciagos días de Annual donde el ejército español fue diezmado por los rifeños. Sobre todo, entre aquellas masacres, fue la de Monte Arruit la que más le impresionó siempre, especialmente por su sangriento desenlace. Su padre le contó cómo tres mil hombres al mando del general Navarro, sin agua y comida bajo el calor asfixiante del mes de agosto, permanecieron cercados en aquel fortín próximo a Melilla. Algunos aviones Havilland, bajo el intenso fuego enemigo, sobrevolaban el lugar para dejar caer algunos sacos de panes y bloques de hielo con los que aliviar el hambre y la sed angustiosa de los sitiados. Su padre fue uno de aquellos pilotos.
─¿Sabes una cosa? ─interpeló a Eva, que siempre lo escuchaba sin pestañear.
─¿Qué cosa?
─Hace unos años encontraron el cadáver momificado de uno de aquellos jóvenes soldados masacrados en Monte Arruit. Bueno, encontraron muchos, pero entre las ropas de éste había una moneda de plata con la efigie de Alfonso XIII, una pitillera con las iniciales P.G., una foto de una mujer y una carta de amor y despedida.
─¿Y era legible? ─preguntó Eva con una expresión de absoluta sorpresa.
─¡Parece increíble! Después de más de noventa años…
─Pero, ¿se pudo leer la carta?
─Sí, Eva, se pudo leer. ¡No he leído nunca nada tan triste y emotivo!
─¿Dónde la has leído? Dime, me gustaría leerla.
─He sacado una copia. Ve a mi escritorio, busca en una carpeta azul y allí la verás.
Al momento, estaba con ella entre las manos.
─Léela en alto ─le pidió Raymond.
Eva, acomodada en el sofá, comenzó la lectura.
─«Mi dulce María: nunca pensé escribir esta carta, pero lo preocupante de la situación me lleva a ello. Llevamos días atrincherados y defendiendo Monte Arruit, apenas tenemos agua y comida. Los moros nos cercan y nos hacen fuego, cada día tenemos nuevas bajas, ya sea por causa enemiga o por efecto del calor, y no tenemos medicamentos ni medios de asistencia sanitaria.
Según dicen, el General Berenguer le ha prometido a Navarro que mandarán refuerzos desde Melilla, pero la ayuda nunca parece llegar. Hay descontento y pesar entre los hombres aquí. Hay rumores fiables de que se negociará la rendición de la plaza, pero no sabemos mucho más al respecto. No sé qué pasará, hemos pasado muchas penurias en esta maldita guerra, pero como la de Monte Arruit no la he vivido. Ya se sabe cómo actúan los moros y tengo mucho miedo por lo que pueda pasar, estamos prácticamente a su merced y no creo que podamos resistir mucho más el hostigamiento al que nos someten.
En el campamento tratamos de animarnos los unos a los otros; por su parte, día tras día, los oficiales nos recuerdan lo que implica ser un soldado español con arengas patrióticas, pero lo que más nos reconforta, dentro de lo que se puede, es la camaradería que hacemos todos en estos difíciles momentos. La verdad que no sé por qué te estoy contando esto, supongo que por egoísmo al desahogarme con este papel.
No quiero robarte más líneas, ya que esta carta es para ti: la dulce niña de mis ojos, mi morena, mi malagueña, mi razón de vivir, mi anhelo, la estrella que me guía en las noches, la única persona por la cual suspiro día tras día y me reconforta pensar que pronto te veré, que pronto te abrazaré, que pronto te besaré y que pronto me casaré contigo. Dios sabe lo mucho que te quiero. Aún me acuerdo de la primera vez que te vi, con aquel vestido azul, tu pelo negro azabache recogido en un coco, esos ojos verde esmeralda que son capaces de cegar más que este sol africano y convertir a cualquier hombre en estatua de sal con sólo regalarle una mirada tuya. Me acuerdo de la canasta de mimbre llena de pescado que llevabas pues venías del mercado y como yo, apoyado en la pared de la calle de mi casa, quedé absorto ante tu belleza. Te eché un piropo cuando pasaste por delante mía, no pensé que me hicieras caso, ya que tal hermosura tiene que estar acostumbrada a que te los digan, pero giraste tu preciosa cara, me miraste y me sonreíste. Bendito piropo aquel. Te pedí acompañarte a casa para hablarte por el camino y me lo permitiste. Desde entonces fuimos inseparables, me costó que tu padre me aceptara, pero ya sabes que la insistencia siempre ha sido mi virtud. Aún me tiemblan las piernas cuando me acuerdo de aquel primer beso que te robé en la puerta de la casa de tu tía, se nos paró el mundo alrededor en ese instante. En fin, hay tantas cosas que podría contar… Seguro que mientras lees esto estás esbozando una sonrisa.
En estas líneas que llevo hablando de ti se me ha olvidado momentáneamente todo lo que estoy pasando aquí. Siempre serás mi mejor medicina y el remedio de todos mis males. Ya sabes que al comienzo de esta carta te dije que nunca pensé escribirla. Es de despedida, mi amor. Si recibes esta carta será porque yo ya no estaré. No quiero ser egoísta y por ello te pido que no me guardes luto, que no te apenes por mí, que rehagas tu vida lo más pronto posible y que no me eches en falta pues yo siempre estaré contigo en cada momento de tu vida. Que seas muy feliz y que hagas realidad todos tus sueños, ya que los míos se cumplieron cuando me dejaste amarte. Quiero que sepas que mis últimos pensamientos son para ti y que siempre te querré y cuidaré allá donde esté.
Monte Arruit, a 8 de agosto de 1921. De tu soldadito, Pedro 2 ».
A Eva se le humedecieron los ojos. Para ella, licenciada en Historia y empleada ahora en una biblioteca de Palma, esta sobrecogedora carta tenía un significativo valor histórico, pero era sobre todo un testimonio humano impresionante. También su abuelo se había emocionado.
─Mi padre estuvo aquellos días allí. Sí, con su avión, bajo el sol de aquellas tierras ásperas. ¡Me lo contó tantas veces! Te hubiera gustado mucho conocer a tu bisabuelo.
Se borró una lágrima con los dedos, procurando que el rimmel no se le corriera. Fue un momento al aseo y regresó enseguida al salón.
─¡Me ha impactado mucho!
¬─Imagínate lo que debió impresionarle a tu bisabuelo aquella masacre de Monte Arruit cuando, meses después, pudo ver esparcidos los cadáveres de cientos de aquellos soldados pudriéndose al aire libre.
Apolonio, además de contarle estas experiencias tan desgarradoras de la guerra de Marruecos, le habló muchas veces de Ramón Franco y de ese vuelo glorioso del Plus Ultra que para él, tras aquellas afrentosas derrotas frente a los rifeños mandados por Abd-el-Krim, había servido para limpiar la pésima imagen de España en el mundo. El triunfal desembarco de Alhucemas, varios meses antes, no había conseguido tanto.
─Mi padre formó parte de aquellas escuadrillas en las que también participó Ramón Franco. Apoyaron el desembarco con bombardeos en las inmediaciones de la bahía para interceptar los avances de Abd-el-Krim. Me habló siempre muy bien de Ramón, un hombre intrépido, tenaz, deseoso de conseguir fama, al que le gustaban mucho los juegos de azar, la bebida… y también las mujeres. Era además un magnífico aviador, tal vez el mejor. Mi padre lo admiraba.
La tarde oscurecía y Eva se levantó para encender la lámpara de pie del salón. El rostro iluminado de Raymond, que observaba a través de los cristales las ramas azuladas de la piceadel jardín, se hallaba ahora poseído por una quietud melancólica. Eva conocía la enorme admiración que su abuelo sentía por aquel raid aéreo del año 26 que, cuando era niño, su padre le había adornado con las aventuras más fantásticas e increíbles, como si se tratara de las fabulosas historias sacadas de las Cinco semanas en globo de Julio Verne. ¡Cuántas veces él mismo se había imaginado ser el doctor Samuel Fergusson!
─¡Abuelo, en unos días vas a cumplir tu deseo de ver el auténtico Plus Ultra!
Raymond se sonrió, al mismo tiempo que notaba un ligero cosquilleo en el estómago. ¿Lograría vencer su miedo a volar?
El Plus Ultra, expuesto en el Complejo Museográfico Enrique Udaondo de Luján, una ciudad próxima a Buenos Aires, se conserva casi intacto. Toda su vida Raymond había anhelado verlo de cerca, sentir la presencia de aquel coloso que había atravesado el Atlántico. En su interior habían viajado los cuatro héroes que lograron aquella proeza en unos tiempos en los que un hidroavión, sujeto a los vientos tempestuosos, las tormentas y el bravo oleaje, podía ser más endeble que un papel de fumar. Aunque había visitado varias veces la réplica del Museo de Cuatro Vientos de Madrid, esa experiencia no podía compararse ni por lo más mínimo con la idea de encontrarse con el auténtico Dornier Wal que había llevado a sus tripulantes a la cima de la fama.
Siguieron conversando, hablando animadamente durante bastante tiempo. Un vínculo de tácita comprensión los unía.
─¿Qué hora es? ─le preguntó a su nieta.
─Casi las ocho.
─Ya debe de estar a punto de llegar tu padre.
─¿Tienes que arreglarte?
─Bueno, solo cambiarme de camisa y ponerme la chaqueta.
A las ocho y cuarto llamaron a la puerta. José Luis, el hijo mayor de Raymond, había dejado su coche frente a la playa. Su padre se alegró al verlo. Bromeando, se dirigió a su hijo.
─Parece que tenemos buen tiempo, viento flojo, nubes altas, mar llana.
─Sí, papá ─se sonrió─, pero tendrás que abrigarte un poco.
Era el seis de febrero y Raymond cumplía noventa años.
De Mallorca al Plata
Un sueño casi idéntico se le había repetido varias veces en el último mes. Dormía unas cinco o seis horas discontinuas por la noche, no necesitaba más, aunque, después de la comida, acostumbrara a quedarse traspuesto en el sillón. Entonces se le cerraban los párpados e inclinaba la cabeza hacia un lado, sosteniéndose en un equilibrio casi imposible.
En una habitación cerrada, en la que también se encontraban su hijo, su nieta y otra persona que no llegaba a identificar, Raymond comenzaba de pronto a despegarse del suelo con una sensación insólita, convencido de su singularidad. Se creía en ese momento el único hombre volador del mundo, una especie de ornitóptero sin alas que no precisaba mover ni un músculo porque solo la fuerza de la voluntad era suficiente para desplazarlo de un lado a otro en las alturas de la habitación.
Al despertarse, se desvanecía la ilusión de esos minutos oníricos tan placenteros. La volatilidad se transformaba enseguida en tierra, en huellas sobre una superficie mojada.
Se lo fue contando a su hijo en el taxi que los condujo al aeropuerto. También Eva, que iba mirando por la ventanilla, escuchó con atención el repetitivo sueño de su abuelo. No era nada original, sin embargo, porque ese tipo de sueños resultaba bastante frecuente, incluso hasta ellos mismos los habían experimentado. En todo caso, lo más significativo parecía ser el espacio hermético de esa habitación en la que había levitado, así como las personas representadas, sobre todo esa figura indefinida y extraña que aparecía junto a ellos.
─Esa presencia me ha dejado una inquietud siniestra ─advirtió pensativo el abuelo.
─¿Y no sabes quién puede ser?
─Hija, ni idea.
─Pero, ¿es un hombre o una mujer?
─A mí me parece un hombre, pero no estoy seguro. El caso es que no tiene manos.
─¡Que curioso! Cuando volvamos, se lo preguntaré a Delia, una amiga que sabe mucho de estas cosas. Seguro que te ayuda a desvelar su identidad.
─Lo único que sé ─se rio con ganas─ es que en sueños no me da ningún miedo volar.
─Ya verás cómo lo has superado ─le aseguró José Luis.
Había asistido a varias sesiones en un gabinete de Psicología especializado en fobias, entre ellas el miedo a conducir o volar en avión. Esas sesiones le habían servido para que ahora viajara más tranquilo. Incluso, había probado en un simulador de vuelo.
Este viaje había sido su regalo de cumpleaños. Lo mismo que él, también cumplía noventa años el raid del Plus Ultra, que había amerizado en el puerto de Buenos Aires el 10 de febrero de 1926. Su hijo le había querido dar una sorpresa, pues sabía que su padre había suspirado toda su vida por realizar este viaje. Las circunstancias se lo habían impedido y, aunque en una ocasión estuvo a punto de coger un barco a las Américas, la muerte de su esposa lo había frustrado.
Doce horas de vuelo desde Mallorca eran muchas horas. Se hacía escala en Madrid, lo que aumentaba más el tiempo. Raymond, cardiólogo de profesión, confiaba en su salud, que siempre había sido insuperable. Se movía aún con cierta agilidad, no había fumado nunca y se jactaba de haber practicado pádel hasta hacía pocos años. Ahora caminaba más de una hora todos los días y hacía ejercicios musculares en los aparatos de gimnasia de los parques. Solo tomaba pastillas para controlar el colesterol y la próstata. De todas maneras, eran doce largas y pesadas horas, además del tiempo de la escala, dentro de aquella cueva de metal, aunque la zona en la que viajaban les ofrecía todas las comodidades: su hijo había comprado billetes de primera clase.
Pero se daba una paradoja increíble: ese tiempo de doce horas, tan largo para un viaje, era suficiente para que, de un plumazo, se acabara el invierno y llegara de repente el verano. ¡Encontrarse de pronto en Buenos Aires, como si fuera agosto, con el sofocante calor del mes de febrero! ¡Un año resumido en solo doce horas!
Después de la comida, Raymond se quedó dormido en el cómodo asiento del avión. Iba sentado junto al pasillo central. Su hijo y Eva ocupaban las plazas contiguas. Ahora conversaban animadamente. Eva se fijó en su abuelo y le hizo un gesto a su padre.
─¿Estará soñando que vuela? ─inquirió José Luis.
─Si sueña eso, entonces estará volando ahora doblemente ─se sonrió.
Raymond inclinaba la cabeza hacia un lado, con un ligero movimiento de inestabilidad, pero sin perder el equilibrio. Tenía la boca medio abierta y, a veces, lanzaba un hondo suspiro que le hacía abrir los ojos. Enseguida volvía a cerrarlos y se quedaba de nuevo traspuesto.
Encima de las piernas, José Luis apoyaba un libro de viajes de José Ovejero, China para hipocondríacos, que había comenzado a leerse en el avión. Eva, en cambio, se estaba terminando la crónica De Palos al Plata de Ramón Franco y Julio Ruiz de Alda, publicada el mismo año del raid del Plus Ultra. Quería conocer de cerca la historia que tantas veces le había escuchado contar a su abuelo. Ambos se encontraban muy satisfechos de ver cómo iba a cumplir por fin su deseo.
Empezaron a hablar de la familia, del bisabuelo aviador, de historias de aquellos años de principios del siglo XX cuando la aviación iniciaba su andadura. Recordaron también a Otto Lilienthal y el famoso vuelo de los hermanos Wright, fabricantes de bicicletas que comenzaron a construir aeroplanos más pesados que el aire. Y hablaron de los numerosos accidentes aéreos de aquella época en los que los primeros aviones eran endebles arquitecturas de metal o madera expuestas a quebrarse como un simple cascarón. Eva parecía una entendida. De hecho, llevaba ya algún tiempo interesándose por los temas relacionados con la aviación.
─Papá, ¿sabes quién es Amelia Earhart? ─le soltó de pronto.
─No, no lo sé. ¿Quién es?
─Fue la primera mujer que hizo un vuelo transatlántico, una aviadora estadounidense que desapareció misteriosamente en el Pacífico en 1937. Hay una película sobre ella. Jamás se encontraron sus restos ni el fuselaje del avión.
Eso mismo había sucedido con Apolonio, su bisabuelo. José Luis se lo recordó.
En ese instante pasó una azafata con el carrito de las bebidas. Raymond abrió los párpados. Con un inconfundible acento argentino, la azafata les sugirió la posibilidad de tomar algo.
─Señorita, ¡tiene usted unos ojos preciosos! ¿Podría ponerme un café? ─le rogó Raymond, aún medio adormilado.
─Muchas gracias, señor, por su galantería ─le respondió, sonriéndose y muy amable─. ¿Lo quiere con azúcar o sacarina?
A Raymond, a sus noventa años recién cumplidos, no se le escapaban unas piernas ni unos ojos de una mujer atractiva.
─¿Es muy guapa, verdad? ─se dirigió a su hijo cuando la azafata ya se había marchado con el carrito a atender a otros pasajeros.
─Parece que tuvieras un radar en la cabeza.
A José Luis le gustaba esa vitalidad de su padre. Siempre había sido extrovertido y un tanto juerguista. Pero noventa años son muchos años en la vida de un hombre: a esa edad se han experimentado demasiadas situaciones y se han producido muchos cambios de rumbo. ¡Que se lo dijeran a él, que solo tenía cincuenta y siete!
─Llevamos ya casi nueve horas seguidas de vuelo. ¿Cómo estás? Ya hemos visto que te has echado un sueñecito.
Raymond se encontraba bien, optimista, impaciente por llegar a Buenos Aires para trasladarse hasta Luján y visitar el Plus Ultra.
Les contó entonces, con ese entusiasmo que siempre ponía cuando hablaba de temas de aviación, el efecto magnético que había producido en Ramón el viaje del Lusitania, un hidroavión pilotado por los portugueses Gago Coutinho y Sacadura Cabral que habían atravesado desde Lisboa el Atlántico Sur en 1922 y llegado a las costas de Río de Janeiro. Fue un raid increíble, aunque tardaran casi tres meses en completarlo y tuvieran que cambiar por tres veces de hidroavión.
─Entonces, ¿el Plus Ultra no fue el primer vuelo que cruzó el Atlántico Sur? ─preguntó José Luis, algo desorientado.
─¡Pues claro que no lo fue! ─terció Eva, muy risueña.
─Eva tiene razón, no lo fue, pero sí el primero que se hizo con un solo aparato, que batió además el récord de velocidad y distancia y que tardó solo veinte días en llegar. ¡En llegar más lejos! ¡A Buenos Aires! ¡No os podéis imaginar lo que significaba conseguir esto con uno de aquellos aviones!
─Casi un cascarón, ¿no, abuelo?
─Bueno, muy frágiles, sí… y muy peligrosos. Constantes averías y muchos accidentes. ¡Cuántos pilotos se dejaron la vida en aquellos años!
─Ya me ha contado Eva lo que pasó con Amelia Earhart ─intervino José Luis.
─Amelia Earhart, una mujer muy guapa. ¿Qué sería de ella? Bueno, ¡y de tantos otros! ─exclamó Raymond con pesadumbre.
El recuerdo de su padre volvió a cruzarse otra vez entre ellos.
─Pero, en fin, os hablaba de la importancia del raid de los portugueses. Para Ramón, yo creo, fue el punto de partida. Desde entonces se obsesionó con la idea de atravesar el Atlántico y puso todo su empeño en ello. Antes, hizo un vuelo de prácticas desde Cádiz a Canarias, que acabó con éxito, pero con algunos problemas.
Padre e hija lo escuchaban con mucha atención, pues para ellos el viaje a Buenos Aires no era ya únicamente un viaje de placer o turismo ─también una forma de hacer feliz al abuelo─, sino que se había convertido en algo más trascendente, porque, a través de Raymond, y de tantos años conociendo sus explicaciones e inquietudes, el Plus Ultra representaba todo un símbolo en sus vidas. Así que tener la oportunidad de verlo con sus propios ojos en el museo de Luján les llenaba de una emoción indescriptible.
En aquel tiempo, Ramón Franco, tras haber pasado por la base de hidroaviones de Los Alcázares en Cartagena, fue destinado en la de El Atalayón, situada en Melilla. Conoció entonces a Carmen Díaz, a la que él llamaba Carmenchu, en una de sus estancias en Madrid y, tras unos meses de noviazgo, se casó con ella. Se instalaron en la base, felizmente en los primeros meses, aunque muy pronto la pareja comenzaría a experimentar en su relación algunos contratiempos. Ramón intervenía de modo activo en las acciones de guerra en Marruecos, pero, a la vez, se encerraba en su despacho durante muchas horas para planificar su ansiada travesía del Atlántico. Carmenchu empezó a sentirse bastante sola.
─Entonces ─prosiguió Raymond─, se preparó todo lo necesario para el vuelo. Estudió a fondo el viaje de los portugueses y contactó, para hacerse con informes técnicos, con los servicios meteorológicos y compañías navieras. Hizo planos, consiguió cartas marinas y de vientos y planificó cada detalle. Contó para ello con la ayuda de su amigo Mariano Barberán, piloto y radiotelegrafista, que iba a participar en el raid, aunque luego no lo hiciera. Por razones personales, en realidad una pelea entre aviadores en la que se llegó a las manos, abandonó el cuerpo de Aviación. Me imagino a Franco enfrascado en esa ardua tarea de los preparativos, entusiasmado, constante y decidido. ¡Dicen que hasta dejó de jugar a la ruleta y al bacarrá, que tanto le gustaban!
─¿Era jugador? ─preguntó Eva
─Sí, le gustaba mucho el juego. Y un gran fumador: siempre llevaba un purito entre los dedos. Dicen que también bebía, pero no me lo imagino pilotando bajo los efectos del alcohol. Lo que sí es cierto es que era muy impulsivo y, en ocasiones, extravagante. Hubo una época en la que se vestía con chilaba en las instalaciones de El Atalayón. Hablaba muy bien el árabe. Y fijaos qué cosas: su mujer contaba que con mucha frecuencia se paseaba desnudo por los pasillos.
─¡Pues no me lo imaginaba así!
─Era bastante juerguista: le gustaban los cabarets, los burdeles, la vida nocturna y las chicas monas. ¡Pero eso es lo de menos, hijo! A mí me interesa su aventura, su maravillosa aventura aérea, su valor al emprenderla… ¡Mi padre me habló tanto de ella!
─¿Y en política?
─Esa es la segunda parte de su vida. ¡Pero fue un fracaso! Quedó en ridículo en su primera intervención en el Congreso. No era buen orador. Además, Ramón se implicó mucho, demasiado ─recalcó el pronombre─. ¡Hasta estuvo a punto de bombardear el Palacio Real con su amigo Pablo Rada en aquellos tiempos de oposición al rey Alfonso XIII! Fue un contumaz republicano, aunque después… las cosas fueron por otro lado.
─¿Y los demás tripulantes del Plus Ultra? ─inquirió Eva, que giró la cabeza hacia una azafata que, en ese momento, caminaba deprisa por el pasillo.
─¡Unos héroes también como Ramón! Pablo Rada, el mecánico, fue el último de ellos en morir. Tenía sesenta y siete años…
De pronto, uno de los pilotos pidió por los altavoces que todos los pasajeros se abrocharan los cinturones. Enseguida, el avión entró en una zona de turbulencias que comenzaron a desestabilizarlo. Eran unos inmensos cumulonimbos cargados de agua y electricidad. Raymond apretó los puños y los dientes. Se mostraba muy intranquilo.
─No te preocupes. Esto se pasa rápido ─trató de calmarlo José Luis.
El avión vibraba con una brusquedad tan fuerte que cayeron varios objetos al suelo, cuyo estrépito provocó algunos gritos entre el pasaje. Era como viajar por una carretera llena de baches y agujeros. Desde los altavoces se exhortaba a la tranquilidad. Raymond se acordó del Plus Ultra, de la difícil etapa hacia Pernambuco, con aguaceros, fuerte viento e impetuosos remolinos. Fue cuando se les rompió la hélice trasera.
Se agarró a la mano de su nieta.
El avión seguía trepidando en el aire. Parecía que el fuselaje fuera a deshacerse en cualquier momento. La azafata tuvo que suministrarle a Raymond un tranquilizante. Se volvió a llamar a la calma, ahora una voz femenina con acento argentino. Del fondo del aparato cayó una maleta. Un grito entrecortado acompañó el golpe. La alarma comenzaba a cundir entre los asientos mientras el personal de servicio se movía sin descanso de un lugar a otro. Algunos viajeros, muy alterados, pedían explicaciones en voz alta. La tensión iba en aumento. Un hombre fornido se levantó muy airado con la intención de entrar en la cabina de los pilotos. Se produjo una discusión violenta. Al fin se consiguió que regresara a su sitio y se abrochara el cinturón.
Las turbulencias no terminaban nunca y los minutos se convertían en pesadilla.
─Abuelo, no es nada. No te preocupes.
De forma repentina la nave experimentó un brusco descenso. Saltaron las mascarillas de oxígeno. El estómago acusó el vacío, con una sensación parecida a la que se siente cuando se desciende vertiginosamente en el tren de una montaña rusa. Se rogó a los pasajeros que se las pusieran, a la vez que se insistía en que no había motivo para preocuparse. La luz amarilla con el icono de unas manos y el broche de un cinturón parecía advertir lo contrario. Causaba espanto ver esa luz encendida.
Raymond, con la mascarilla puesta, cerró los ojos y se le vino a la memoria aquel amanecer del año treinta y ocho en Mallorca cuando el Cant Z 506 de Ramón Franco comenzó a entrar en barrena. Eva le apretaba fuertemente la mano.
Planos, proyectos y mapas
Enfermo de tuberculosis, fue ingresado en el sanatorio La Marina, situado en Los Molinos, un pueblo de la sierra de Madrid. Tras treinta años de exilio, Pablo Rada deseaba vivir sus últimos días en España. El dictador Francisco Franco le concedió el permiso para que cruzara la frontera, pero la enfermedad lo respetó solo tres meses.
Rada era amigo íntimo de Ramón, su compañero en misiones de guerra en Marruecos, camarada de correrías políticas, mecánico de profesión. ¡Y uno de los héroes del Plus Ultra!Durante su permanencia en Los Molinos le preguntaron muchas veces por ese mítico raid que había levantado pasiones y llenado cientos de páginas en los periódicos, además de congregar a millones de personas en las calles para festejar la hazaña.
─Ramón Franco sabía que quizá hubiera mecánicos mejores que yo ─fue contando con cierta dificultad al expresarse─, pero también sabía que todo lo que necesitaba para ese vuelo lo había encontrado en mí.
Pablo Rada había nacido en un pueblo de Navarra. Desde muy joven se dedicó a reparar maquinaria agrícola y trabajó en otros oficios relacionados con la mecánica. En 1924, después de haber sacado el número uno en una oposición para el Arma de Aviación, fue destinado a la base de Melilla. Ramón Franco entonces ya le estaba dando vueltas a la posibilidad de emprender su aventura transatlántica.
Ahora los recuerdos le volvían a reverdecer tras los cristales de la habitación del sanatorio. Era un día de sol de primavera. El agua espejeaba en el círculo de piedra de la fuente. Sentado en un sillón, con una manta cubriéndole las piernas y un almohadón sobre la espalda, volvió Pablo Rada a sentirse aquel joven mecánico de veintitrés años pleno de salud y vitalidad.
Lleva las manos tiznadas de grasa, pues ha acabado de revisar el motor de uno de los hidroaviones de la base. Se dirige a donde se encuentra Ramón, que, en ese momento, observa unos planos y un gráfico de vuelo.
─Mi capitán, ¿qué mecánico llevará con usted a la Argentina?
Ramón observa el rostro expectante de su mecánico, con el que ya ha compartido muchas horas de navegación aérea. Rada, con los brazos caídos sobre el mono de trabajo lleno de manchas, aguarda la respuesta de su capitán, hacia quien siente una enorme admiración y confianza. A su vez, Ramón tiene también una gran seguridad en Rada, capaz de subirse en pleno vuelo a las alas o la cubierta de la aeronave para reparar una avería o solucionar cualquier contratiempo. Sabe que es de una valentía probada, fuerte e inteligente, con un inmenso espíritu de sacrificio; además, no se marea cuando el hidroavión permanece largo tiempo flotando sobre las aguas, una cualidad que no poseen todos los mecánicos. Por si fuera poco, no pesa mucho, ya que es delgado y de una constitución ligera, casi circense, lo que facilita sus movimientos en el interior de la cabina y ahorra carga al avión, factor siempre tan importante.
A Ramón, tras haber desistido Mariano Barberán, no le habían faltado proposiciones de pilotos para el raid. Tampoco le habían escaseado las propuestas para ocupar la plaza de mecánico. De hecho, Rada sabía que Franco se lo había pedido a Modesto Madariaga, uno de los mejores de la base, quien, finalmente, parecía haber renunciado a participar en el viaje.
Ahora, frente a Pablo Rada, que tantos servicios le ha prestado, Ramón no se lo piensa en exceso.
─¿Es que quiere venir? ─le sugiere.
─¡Pues claro, mi capitán! Ya sabe usted que me gustaría mucho.
─¿Y sabrá usted manejarse bien con dos motores Napier? ─Ramón le da una profunda calada a su puro habano.
─¡Ese motor, mi capitán, no tiene problemas para mí!
─Entonces, ya puede ir preparándose.
Pablo Rada evocaba ahora desde el sillón del sanatorio aquel instante glorioso en el que Franco le dio el sí. No puede contener su alegría. Sin duda, su rostro alargado y enjuto la reflejaba a raudales. Franco siempre había sido generoso con él, incluso le había llegado a costear una nueva dentadura, ya que la suya propia carecía de algunas piezas. Lo recuerda emocionado.
─¡Voy a conocer cada lugar de ese motor mejor que la palma de mi mano! ─le asegura.
El Napier Lion, de 450 caballos, es el propulsor con el que va equipado el Dornier Wal que piensan utilizar en el raid. Ramón ha solicitado a sus fabricantes ingleses algunas modificaciones imprescindibles para adaptar el hidroavión al peligroso viaje de atravesar el Atlántico. Entre ellas, el equipamiento con este motor más potente, distinto a los habituales en otros hidroaviones Dornier, que llevan motores Eagle IX; además, ha pedido depósitos de combustible de una mayor capacidad. Es necesario que, al menos, se puedan cargar tres mil quinientos kilos y que la nave consiga una autonomía o radio de acción de tres mil kilómetros.
─Sí, tendrá que familiarizarse con él ─le contesta Ramón─, así que lo mejor será que practique en la escuadrilla DH.94 de Nador.
Rada asiente complacido, rebosante de entusiasmo, dispuesto a mejorar su preparación mecánica para un viaje de tanta trascendencia. Nada puede quedar sujeto al azar.
La planificación del raid, con salida en el puerto de Palos y final en Buenos Aires, le ha costado a Ramón muchas horas de vigilia, pensando y madurando sus ideas, cotejando planos y mapas, solicitando informes a expertos marinos y meteorólogos. Además, ha estudiado libros como el del capitán de corbeta Rafael Estrada, La moderna navegación astronómica, marítima y aérea, que le ha servido de gran ayuda. Barberán, con el mismo interés y entrega, también ha tomado parte muy activa en el proyecto, haciendo cálculos muy precisos gracias a su perfecto dominio de la ciencia matemática.
El general Jorge Soriano, Director de la Aeronáutica Militar, se ha entusiasmado con la posibilidad del raid desde el mismo momento en el que el capitán Franco le ha contado la propuesta. Éste le había remitido la siguiente instancia de solicitud:
Excelentísimo señor Director de la Aeronáutica Militar:
Con las miras puestas en conseguir la mayor gloria para nuestra nación y que nuestra Arma aérea sea considerada fuera de las fronteras como corresponde al valor de su personal y a las dotes de mando de sus elementos directores, nos atrevemos a entregarle este proyecto de raid aéreo España-República Argentina, no dudando que merecerá de V.E. una acogida cariñosa, y por su mediación conseguiremos que sea aprobado por el Gobierno y puesto en marcha rápidamente.
Franco y Barberán lo entregaron en el mes de julio de 1925. Bien encuadernado, podía leerse en las letras doradas de la cubierta: Proyecto de raid a la Argentina en hidroavión.
Rada, inquieto y emocionado, se aprieta ahora las manos grasientas.
─¿Cuándo estará listo el Dornier? ─le pregunta.
─Hacia el quince de septiembre. Eso es lo que me han prometido los italianos.
El Gobierno había encargado meses atrás cuatro hidroaviones para el desembarco de Alhucemas. El general Soriano, que no dudaba de que el Gobierno aprobaría el proyecto, había concedido que el cuarto aparato fuera para el raid. Ya se estaba construyendo en la factoría italiana de Marina di Pisa, una pequeña localidad costera en la que estaba ubicada la casa Dornier.
─Entonces, mi capitán, ¿cuándo cree que saldremos?
Ramón succiona el puro con absoluto deleite. La bocanada se expande con lentitud frente al mecánico.
─He llegado a la conclusión de que los mejores meses son entre diciembre y mayo; sobre todo, entre febrero y marzo del próximo año.
─¡Así, mi capitán, aún habrá tiempo para fumarse unos cuantos puros! ─bromea.
─¡Y que lo diga, Rada! Hay que prepararse bien. Nos va la vida en ello.
A finales de agosto, el calor es extremo en El Atalayón. Hay mucho movimiento en la base, que se dispone a participar en las operaciones militares hispano-francesas. Rada recordaba perfectamente aquellos días y noches de tensión, el trabajo interminable, el cansancio y el sueño apenas conciliado mientras la idea del raid no dejaba de revolotearle en la cabeza. Estaba tan ilusionado con ella como su jefe, que, por aquellos días, ya había encontrado un piloto para sustituir a Barberán. Se trataba de Julio Ruiz de Alda, capitán de artilleros, que con tesón denodado se puso de inmediato a aprender radiotelegrafía.
Franco, durante las semanas anteriores al día del desembarco, pilotó uno de los Dornier Wal llegados desde la factoría de Italia. Realizó innumerables misiones de combate. Bombardeó en Morro Nuevo y otros puntos de la costa. Muchos poblados, como el de Sidi Dris, quedaron destruidos. También numerosos aduares y fortificaciones. En Beni-Urriaguel las bombas sembraron el pánico entre sus habitantes. El día 8 de septiembre, día elegido para la operación marítima, aérea y terrestre, apoyó con su hidroavión el avance de las barcazas que, repletas de hombres y material de guerra, se adentraban en la bahía. Incluso en una ocasión llegó a ser derribado por los impactos de las balas del ejército de Abd-el-Krim, pero amerizó sin contratiempos.
Un exultante general dijo en Madrid a los periodistas que lo acosaban: «¡Hay bonísimas noticias de África!».
Esas «bonísimas noticias» hablaban del éxito del desembarco, en el que habían participado unos trece mil hombres. Tras el afianzamiento de las posiciones en las siguientes semanas, la misión de Ramón concluyó el día 14 de octubre. Unos días después, por méritos de guerra, fue ascendido a comandante.
Rada no se olvidaba de aquellos días. Entornaba los párpados bajo el contraluz del atardecer en Los Molinos y su memoria volaba lejos. Sentía revivir no solo la ilusión por aquel vuelo legendario del Plus Ultra que tanta fama les dio, sino el drama amargo de la guerra de Marruecos y, más tarde, de la Guerra civil. Se tapó los brazos y el cuerpo con la manta, arrebujándose entre los recuerdos. Veía ahora otra vez a Ramón Franco, su amigo, antes de que partiera con Ruiz de Alda a Marina di Pisa para supervisar el montaje del hidroavión, cuya entrega ya se había demorado más de un mes. Lo veía también probando los aparatos de radio con Mariano Barberán, antes de que éste hubiera decidido causar baja y apartarse del proyecto.
Sobre todo, fue la ubicación y montaje del radiogoniómetro en la aeronave lo que resultó más complicado hasta que Barberán dio con una solución idónea. Después, ensayaron en otros Dornier de la base para probar su funcionamiento. Este aparato es capaz de detectar una señal de radio de una estación emisora situada a cientos de kilómetros, lo que aseguraba a los pilotos una dirección correcta hacia el destino marcado. Pero no era el único medio, ya que también iban a llevar otros instrumentos de navegación aérea como el compás magnético, el derivómetro, la brújula, el cronómetro, el taxímetro, la regla de cálculo y el sextante, instrumento éste imprescindible para conocer la latitud exacta en la que se encontraba el hidroavión en un punto cualquiera de la ruta.
─Lo he conseguido por tres mil pesetas pagadas de mi propio bolsillo. ¿Qué le parece? ─le dice a Rada.
─¡Una fortuna! Pero no dudo de que el sextante lo merecerá.
─Es de la Casa Hughes, como las tres brújulas, y lleva horizonte artificial. Creo que me encontraría desnudo sin él.
Pero Ramón se encontró desnudo y herido en lo más profundo cuando se enteró del proyecto que en Italia había elaborado el marqués de Casagrande. Pablo Rada halló a su jefe despotricando en un hangar de la base, lanzando improperios, hosco y malhumorado, como si se lo estuvieran llevando por los aires los mismísimos demonios.
─Mire lo que me ha llegado de la Dirección de Aeronáutica Militar ─le muestra una hoja mecanografiada con la misma mano en la que sostiene un puro encendido.
Rada lo leyó y se quedó estupefacto.
─¿Será verdad? ─acierta a decir.
─¡Y tan verdad! Ese marqués quiere llegar antes que nosotros a Buenos Aires y arrebatarnos la gloria de cruzar el Atlántico. Mussolini está, sin duda, detrás de ello. El marqués ya ha solicitado permiso para atravesar España con su hidroavión.
─¿Y con qué cuenta?
─No sé, aún lo desconozco. Espero que no sea un Dornier.
─Un Dornier igualaría sus posibilidades con las nuestras.
─¡Pero no es solo el Dornier, sino la planificación, el equipo de aviadores, los instrumentos de navegación, la fecha elegida para el vuelo…! El Dornier es, hoy en día, el mejor de los hidroaviones, pero…
─¿Cuándo saldrán?
─Tampoco lo sé, pero estoy seguro de que lo harán pronto ─tiró el habano al suelo y lo apagó de un pisotón.
─Entonces nos llevarán la delantera.
─¡Muy mala impresión me está dando tanto retraso en la entrega del hidro!
─¡Estos italianos…!
─¡Sí, Rada, estos italianos! Este raid es un reto personal, una gran aventura, pero es sobre todo una gran honra para España y para nuestra aviación, un viaje que servirá de lazo con los países de Hispanoamérica. ¡Tenemos que ser los primeros! ─proclama Ramón, levantando el mentón con mucho orgullo.
El proyecto que habían presentado Ramón Franco y Mariano Barberán ascendía a una cantidad no muy elevada, alrededor de cuatrocientas quince mil pesetas, en el que se incluía el hidroavión, los aparatos de navegación, repuestos y dietas, además de la gasolina, el benzol y el aceite para los motores. No era un capital excesivo para el rédito que podía sacarse de esa apuesta: para el presidente de Gobierno Miguel Primo de Rivera el raid representaba una oportunísima baza propagandística en unos momentos de gran descontento ciudadano, mientras que para el rey Alfonso XIII constituía un notable impulso para realzar el prestigio internacional de España y el suyo propio, además de fortalecer los lazos con las naciones hermanas.
Aquellos días de preparativos ilusionados no se olvidaban. El trabajo era mucho, pero el empeño puesto en el raid mantenía unidos a sus tripulantes. Pablo Rada era entonces un simple soldado de reemplazo entre mandos profesionales del ejército. Ramón Franco ostentaba el grado de comandante, y Ruiz de Alda, el de capitán. Aún no se había incorporado el teniente Juan Manuel Durán, que lo haría unos meses después como una imposición de la Aeronáutica Naval, que iba a colaborar en el raid con dos barcos de apoyo: el destructor Alsedo y el crucero Blas de Lezo.
La prensa, que ya se había hecho eco de la noticia, contribuyó a crear un estado de opinión triunfalista que se fue contagiando de voz en voz entre los ciudadanos. Todo el mundo aguardaba ya el inicio del viaje. Pero quedaban aún unos meses.
Pablo Rada, en cambio, ya estaba volando. A bordo del Plus Ultra, en el Numancia… años después, el exilio. El 18 de mayo de 1969 su vida se consumió definitivamente.
Aeropuerto de Buenos Aires
El miedo, otras veces el pánico, se había adueñado del pasaje, a pesar de las constantes llamadas a la calma. Los viajeros, con las mascarillas suministrándoles oxígeno, sentían los estómagos vacíos y el pulso acelerado. Se produjo una ligera despresurización de la nave que hizo que el piloto iniciara un rápido descenso para ponerse a una altitud en la que el aire llegara de una forma natural al interior de la cabina.
Eva apretaba con fuerza la mano de su abuelo. De vez en cuando, para tranquilizarlo, le daba golpecitos con los dedos. José Luis contemplaba a su padre, pensando en el mal trago que estaría pasando. Con los ojos parecía decirle: «¡No te preocupes, papá!». Y estiraba el brazo desde su asiento para poner, a su vez, la mano encima de la de su hija. Fueron minutos interminables de tensión, de dudas, de apolillada incertidumbre. La visión de las mascarillas cayendo desde sus compartimentos, como si fueran inesperadas arañas de una película de terror, había incrementado el nocivo efecto del sobresalto. Las turbulencias provocadas por el cumulonimbo seguían estremeciendo la aeronave como el chirrido de una bisagra vieja en una mansión abandonada.
El tiempo se dilataba hasta el infinito. Noche interminable de un sueño intranquilo.
De un golpe, también se había acabado el invierno e iniciado el verano.
Así hasta que todo comenzó a estabilizarse y hacerse horizontal, una línea plana de silencio momentáneo. El avión guardaba el equilibrio y se percibía lejano el sonido de los motores. Después, desde los altavoces, irrumpió la voz del piloto que, tras dar explicaciones sobre lo sucedido, instaba a quitarse las mascarillas. «Ya ha pasado la alarma». Se produjo un suspiro colectivo seguido de mil palabras ininteligibles. Raymond miró a Eva y a su hijo.
─¿Qué tal estás, papá?
Raymond, pálido aún, suspiró y se desabrochó el cuello de la camisa. Estaba sudando, pero era un sudor frío.
─¡Ahora sé lo que es volar en avión! ─dijo.
Algunos pasajeros ya se habían quitado los cinturones y salido al pasillo. Necesitaban estirar las piernas y desentumecer los músculos. También el miedo, incluso el pánico.
Se les acercó una azafata.
─¿Cómo está, señor?
─Creo que me voy reponiendo, gracias. Por favor, ¿puede traerme un poco de agua?
─Enseguida, señor, no se preocupe ─su gesto amable lo acompañó con una ligera sonrisa.
─¿De verdad que estás bien? ─Eva aún le apretaba la mano.
─Bueno, me he llevado un buen susto.
─¡Todos nos lo hemos llevado!
─En fin, si ellos cruzaron el Atlántico, ¿por qué no íbamos a cruzarlo nosotros?
Los tres se rieron con el comentario.
─¡Sí, tuvo que ser tremendo volar con aquel aparato!
Faltaban apenas dos horas para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza, situado a unos treinta y cinco kilómetros de Buenos Aires. Tras el susto, toda la cabina del pasaje se impregnó con un aire festivo: gente que hablaba animadamente, una viejecita conectada a los auriculares, dos niños que jugaban al Carcasonne en una tablet, un señor en camisa que leía La Nación, pasajeros con los ojos pegados a la pantalla viendo una película, otros con un iphone entre las manos…
Raymond, recuperado del trance, comenzó a ilusionarse con la proximidad del aeropuerto.
─Tendremos que cambiarnos de ropa cuando aterricemos ─dijo.
─Ya te dije que te pusieras manga corta debajo de la chaqueta.
─¡Ya sabes lo despistado que soy, Eva!
─Más que despistado, descuidado.
─Me acuerdo una vez, en un viaje en tren que hice con tu abuela a Santander, era cuando vivíamos en Barcelona, que llevaba yo un polo de verano y se me olvidó meter el jersey en la maleta. Cuando llegamos, estaba lloviendo y con un frío que te calaba los huesos. Tu abuela tuvo que prestarme una chaqueta suya para que me la echara sobre los hombros. ¡Imagínate mi aspecto! Nada más salir de la estación, nos fuimos directos a una tienda de ropa.
─¡Pobrecita abuela!
─Si estuviera aquí, ya nos hubiera ido contando la historia de la Argentina. ¡Ya sabéis lo que disfrutaba ella con estas cosas!