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Necesitaba una esposa y ella estaba muy a mano... Lyndsey no podía creer que el hombre con el que llevaba meses soñando le hubiera propuesto matrimonio. Por supuesto, no se trataba de un matrimonio de verdad. Lo cierto era que el sexy investigador Nate Caldwell estaba en un aprieto y su tímida secretaría había accedido a ayudarlo encantada. Hasta que se enteró de que el plan incluía sexo. Nate no tardó en admitir que su "esposa" era sencillamente irresistible. Por mucho que hubiera prometido centrarse en el trabajo... Lindsey había irrumpido en sus planes de soledad y le había hecho desear pasar con ella las Navidades... y el resto de su vida.
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2016
Susan Crosby
Una esposa temporal
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Susan Bova Crosby
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una esposa temporal, n.º 5458 - diciembre 2016
Título original: Christmas Bonus, Strings Attached
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-687-9060-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Lyndsey McCord pensó que podría pasarse el día escuchándolo. Incluso recitando el listín telefónico habría resultado fascinante.
–Habrá que hacer un seguimiento dentro de dos semanas –susurró la voz junto a su oído–. Fin de la grabación.
Lyndsey suspiró. Aquella voz era tan decadente como una tentación de mil calorías. Nate Caldwell era un auténtico postre, y ella siempre se guardaba el postre para el final.
–Tienes que hacerlo –la voz perdió volumen de forma inesperada y Lyndsey apenas pudo escucharla–. Te necesito.
Era su voz, pero no procedía de la grabación.
Se quitó los cascos. Tal vez estaba llevando sus fantasías demasiado lejos. Podía admitir que estaba colada por un hombre al que no conocía, pero jamás había llegado al punto de imaginar que le estaba hablando.
–Ya sabes lo que siento respecto a los casos de divorcio, Ar.
Era él. Nate Caldwell. En persona. Debía haber entrado en el edificio por la puerta trasera. Lyndsey no sabía qué hacer. Nadie había entrado nunca en las oficinas después de medianoche.
–Lo haría si pudiera, Nate, pero es imposible –una voz femenina aumentó de volumen según se acercaba–. Ya tengo tres casos entre manos y me he hecho cargo de dos de los tuyos…
El sonido de una puerta al cerrarse silenció la conversación entre Nate Caldwell y Arianna Alvarado, dos de los dueños de la agencia de seguridad e investigaciones ARC, y los jefes de Lyndsey desde hacía tres meses. Debían haber entrado en el despacho de Nate, que estaba muy cerca del cubículo de Lyndsey.
Se había acostumbrado al silencio que la acompañaba mientras trabajaba a solas de noche, y el hecho de que alguien hubiera entrado en el edificio desestabilizó su rutina. ¿Qué debía hacer? ¿Imprimir el último archivo que tenía entre manos y marcharse sin que la vieran?
Pero antes tenía que dejar los informes en los escritorios de los diversos investigadores de la agencia… incluyendo el de Nate Caldwell.
Se acercó a la entrada y escuchó, pero a pesar de que se oían las voces no se podía distinguir lo que decían. Era obvio que Nate Caldwell estaba disgustado por algo, pues el tono de su voz solía ser mucho más suave cuando transcribía sus dictados. Y, juzgando por lo que solía decir y cómo lo expresaba, debía ser un tipo listo. Según su amiga Julie, que era quien la había recomendado para el trabajo, tenía treinta y dos años, era un tipo encantador, atractivo, amable, considerado, y con una sonrisa demoledora. En otras palabras, era el hombre perfecto.
¡Cielo santo! Ella tenía veintiséis años y estaba encaprichada de un hombre al que nunca había conocido. Era una fantasía a la que recurría cuando su vida se volvía demasiado aburrida. Pero no podía llamar a su puerta y presentarse ante él con el informe que había trascrito. No era conveniente andar jugueteando con las fantasías…
La impresora terminó de imprimir el documento. Ahora o nunca, pensó Lyndsey, pero se entretuvo distribuyendo todos los informes menos aquél. ¿Debía interrumpir la conversación? Apenas se oía nada y se acercó a la puerta.
¿Por qué no se habría puesto aquella mañana algo más elegante que unos vaqueros y un jersey negro? ¿Por qué no se habría tomado la molestia de maquillarse un poco?
¿Por qué no podía perder seis kilos en cinco segundos?
Más le valía escabullirse y dejar el informe en el escritorio de Arianna con una nota antes de irse.
Pasó de puntillas junto a la puerta, entró en el despacho de Arianna, escribió la nota y salió. Cuando se volvió tras cerrar sigilosamente la puerta estuvo a punto de darse de bruces con el propio Nate Caldwell, que la miró con el ceño fruncido.
–¿Quién eres? –preguntó con aspereza.
Lyndsey se llevó una mano al corazón.
–Soy… Lyndsey McCord.
Nate miró la puerta de Arianna y luego a ella.
–¿Qué hacías ahí dentro?
–Trabajar –Lyndsey trató de mostrarse calmada–. Me ocupo de transcribir los informes de los investigadores y de distribuirlos por sus escritorios.
Nate la miró de arriba abajo de forma tan descarada que Lyndsey no supo si sentirse halagada o acosada, hasta que giró sobre sí mismo y se alejó sin decir palabra.
Lyndsey se quedó anonadada. De manera que aquél era el hombre perfecto. Era posible que hubiera engañado a Julie, pero no a ella…
Pero en realidad era lógico que la hubiera interrogado al encontrarla a aquellas horas intempestivas en la agencia.
Decepcionada, volvió a su cubículo. Otra fantasía que mordía el polvo, lo que resultaba realmente frustrante, ya que normalmente una buena fantasía solía servirle para superar veinte ásperas realidades.
Apagó las luces de navidad que adornaban su zona de trabajo y luego firmó la hoja de horarios.
–¿Cómo has dicho que te llamas?
Lyndsey se volvió con el corazón en la boca. Al parecer, aquel hombre disfrutaba invadiendo el espacio de otras personas.
–¿Tienes por costumbre vigilar a la gente a hurtadillas? –preguntó antes de poder controlarse. Después de todo, aquel hombre era su jefe.
–No te estaba vigilando, te estaba siguiendo.
–Pues no te he oído.
–Sólo te he preguntado tu nombre.
Aquélla era la historia de su vida, pensó Lyndsey. Era una de esas personas que se difuminaban con el fondo del paisaje. Pero en aquella ocasión, comprobarlo le dolió más de lo habitual. Aquel hombre no sólo era su jefe; en sus fantasías la había llevado a lugares exóticos y le había leído poesía en alto. Pero la cruda realidad era que Nate Caldwell no había sido capaz de retener su nombre ni quince segundos.
–Lyndsey McCord –dijo finalmente, resignada.
–¿Sabes cocinar?
Lyndsey trató de no mostrarse demasiado desconcertada. No podía permitirse perder el trabajo por ponerse insolente con su jefe. Necesitaba conservarlo al menos otros dos meses.
–Claro que sé cocinar.
–¿Y sabes hacerlo bien?
–Trabajé para un servicio de catering durante un par de años.
–Ven a mi despacho –dijo Nate en tono imperativo a la vez que se volvía.
–Por favor –dijo Arianna desde su despacho.
Nate se volvió a mirar a Lyndsey.
–Por favor –repitió.
–Ya he fichado –dijo Lyndsey, que trató de no fijarse en lo intensos y azules que eran los ojos de su jefe, ni en su fuerte mandíbula, ni en el hoyuelo de su barbilla…
–Tengo una proposición para ti, Lyndsey –dijo él a la vez que entraba en su despacho. Obviamente, esperaba que ella lo siguiera.
«Necesitas el trabajo», se recordó Lyndsey. «Lo necesitas de verdad».
–Pasa y siéntate –dijo Arianna con una sonrisa a la vez que palmeaba a su lado en el sofá de Nate.
–Te necesito –dijo él.
Lyndsey sintió que se ruborizaba. Su mejor fantasía volvió a revivir.
–¿Disculpa?
–Necesito una esposa. Tú servirás.
–Para el fin de semana –añadió Arianna tras reprender a Nate con la mirada, algo que Lyndsey agradeció–. Tú y Nate simularéis estar casados. Se trata de un caso de infidelidad conyugal. Sé que esto te pilla por sorpresa, pero te necesitamos. Ya habrás comprobado que esta semana estamos hasta arriba de trabajo.
Lyndsey admiraba a Arianna, pero después de lo grosero que había sido Nate, no tenía ninguna intención de trabajar con él.
–Estoy ocupada el fin de semana.
–¿Haciendo qué? –preguntó Nate.
–No creo que entre mis obligaciones esté compartir mi vida personal. Además, se supone que voy a trabajar el viernes por la noche, es decir, mañana.
–Mi secretaria puede sustituirte –dijo Arianna.
–¿Por qué yo? –preguntó Lyndsey, suspicaz.
–Porque encajas.
–¿Qué quiere decir eso?
–Se cobran trescientos dólares al día –añadió Nate, que hizo caso omiso de su pregunta–. ¿Supone eso suficiente incentivo?
Desde luego que lo suponía, pero Lyndsey sabía que jugaba con ventaja. Nate Caldwell la necesitaba. Decidió hacerse notar.
–Gano treinta dólares la hora.
–Ganas eso porque trabajas de noche.
–Ése es mi precio. Suponen setecientos dólares por día completo.
–¿Esperas cobrar por dormir?
–¿Voy a tener que estar disponible las veinticuatro horas?
–En teoría.
–En ese caso, no me interesa.
–Quinientos –murmuró Nate, que se cruzó de brazos–. Eso es lo que gano yo.
–¿Has rebajado tus honorarios? –preguntó Arianna sin ocultar su sorpresa.
Nate la miró con gesto inexpresivo.
Lyndsey contuvo su excitación. En un fin de semana podía ganar suficiente dinero para que su hermana pudiera comprar un billete de avión para ir a casa en navidad. Habrían sido las primeras que pasaban separadas. ¿Qué más daba que no le gustara Nate Caldwell? Además, en realidad no lo conocía, y había oído hablar bien de él. Podría soportarlo un fin de semana si ello suponía que Julia y ella iban a estar juntas.
–¿Qué tendría que hacer? –preguntó.
–Cocinar y limpiar para un marido mujeriego y su querida…
–«Supuestamente» mujeriego –corrigió Arianna–. Tu misión consistiría en observar e informar. Aún no estamos seguros de todos los detalles.
–No parece un trabajo para dos personas.
–Tienes razón –dijo Arianna, que a continuación sonrió con dulzura a Nate–. Si Nate supiera hacer algo más que recalentar pizzas, tú no serías necesaria.
Lyndsey no entendía por qué un investigador del prestigio de Nate Caldwell aceptaba un caso de divorcio, un tema al que no solía dedicarse aquella prestigiosa agencia.
–¿Y bien? –dijo Nate, impaciente.
Lyndsey estuvo a punto de decir que no sólo para irritarlo, pero decidió no tentar su suerte.
–De acuerdo. Lo haré.
–Te recogeré a las ocho de la mañana –sin añadir nada más, Nate giró sobre sus talones y salió del despacho.
–Sí, señor –dijo Lyndsey a la vez que saludaba militarmente. Entonces recordó dónde estaba. –Lo siento –dijo a Arianna–. Eso ha sido muy poco profesional. –Nate ha sido bastante grosero, algo nada típico en él –dijo Arianna mientras se levantaba–. No voy a disculparme por él, pero puedo decirte que tiene buenos motivos para no querer aceptar este trabajo. Te agradezco que hayas aceptado colaborar. Estábamos en un buen lío.
–¿Ha sido idea tuya pedirme que colaborara?
–No. Ha sido idea de Nate. Y ahora, acompáñame a mi despacho para elegir un anillo de casada.
–Sé que no es asunto mío, pero, ¿por qué os habéis reunido aquí a estas horas de la noche?
–La oficina nos quedaba a medio camino y tenía que verlo en persona para convencerlo. De hecho, mi cita me está esperando en el coche –Arianna sonrió–. Me encantan los hombres pacientes –añadió mientras abría un cajón del que sacó una pequeña caja negra y alargada con varios anillos de boda y de compromiso–. Elige uno.
Cinco minutos después Lyndsey entraba en su coche. Tenía que hacer el equipaje, dormir un par de horas, ducharse y entrar en internet para buscar un billete para Jess de Nueva York a Los Angeles. Tal vez incluso le quedaría dinero para dar un buen repaso al coche y para cambiarle las ruedas.
«Encajas», había dicho Nate. Le habría gustado saber a qué se había referido. Hacía siete años que sentía que no encajaba en nada, desde que había dejado en suspenso su vida y sus sueños para ocuparse de su hermana. No había contado con tener que hacer de mamá además de hermana mayor, pero su madre tampoco había contado con morir a los treinta y ocho años.
Probablemente, Nate se había referido a que parecía que se le daba bien cuidar de la gente. Y probablemente tenía razón, porque no había hecho otra cosa desde hacía tiempo.
Pero no encajaba con él, aunque tal vez podría divertirse. Después de todo, se suponía que debían parecer casados. Imaginó cómo reaccionaría cuando lo llamara «cariño». La idea la hizo reír. De pronto, Nate había dejado de ser una fantasía para convertirse en un hombre. En una persona. En otro ser humano.
Se detuvo ante un semáforo en rojo y miró su mano izquierda y los anillos que había elegido. Llevaba el suyo en el anular y el de Nate en el pulgar.
Trató de imaginar lo que iba a tener que hacer, pero apenas sabía en qué consistía el trabajo. No pensaba dedicarse a adularlo, pero sí podía simular una intimidad con Nate que parecería genuina a los demás, como hacían los actores.
Nate Caldwell no sabía lo que le había caído encima.
En cuanto Nate detuvo el coche ante la casa de Lyndsey, ésta salió con su equipaje.
Agradeció que ya estuviera lista y no lo entretuviera con maquillajes de última hora y preguntas sobre cómo le quedaba la ropa que se había puesto. La novedad resultaba refrescante.
Salió para encontrarse con ella a medio camino. Tras guardar sus cosas en el maletero entraron en el coche.
–¿No tienes alarma antirrobo en la casa? –preguntó Nate tras buscar con la mirada algún cartel.
–Tengo la mejor alarma, que consiste en unos buenos vecinos –replicó Lyndsey.
Nate la observó mientras se ponía el cinturón de seguridad del coche que había elegido, uno de los varios que tenía la agencia para aquella clase de trabajos. Parecía descansada y, sin embargo, apenas había tenido unas horas para dormir, como él.
A Nate le gustaban las mujeres y, normalmente, él les gustaba a ellas. Pero, al parecer, aquél no era el caso de Lyndsey. Lo notó en su forma de evitar mirarlo y en las escuetas respuestas que fue dándole mientras la informaba de su misión. Para que ésta tuviera éxito, debían parecer una pareja bien avenida.
–Te pido disculpas por lo de anoche –dijo–. Todo iba de mal en peor.
–De acuerdo –contestó ella, sin mirarlo. Tras unos segundos, preguntó–. ¿A dónde vamos?
Nate se preguntó si aquel «de acuerdo» significaría que había aceptado sus disculpas.
–Primero a la casa del cliente en Bel Air y luego a San Diego para la misión en sí. A Del Mar.
–Un lugar realmente caro.
–Sí. El dinero no es el objetivo.
–El dinero es siempre el objetivo.
Nate sonrió, pero Lyndsey no pareció notarlo. La miró un momento. Tenía un aspecto muy profesional con los pantalones azules y la camisa blanca que se había puesto. Su pequeña melena castaña no estaba tan rizada como la noche anterior, pero aún se enredaba con sus modernas gafas de montura verde que iban a juego con sus ojos. Sus curvas eran… curvilíneas. Tentadoramente femeninas. Y no parecía seguir dietas para morirse de hambre. Parecía sentirse cómoda en su propio cuerpo.
Notó lo tensa que estaba, como la noche anterior.
–¿Eligió Arianna los anillos? –preguntó al fijarse en su mano izquierda.
–Lo había olvidado –Lyndsey se quitó el anillo del pulgar y se lo entregó–. Los elegí yo. Pensé que encajaban con nosotros… como pareja de trabajo.
Nate ignoró los fragmentos de recuerdos que surgieron de pronto en su mente y se puso el anillo. Habría preferido guardárselo en el bolsillo, pero tenía un trabajo que hacer, un papel que interpretar.
–Habías empezado a hablarme de la misión –dijo Lyndsey.
–Es bastante rutinaria. Una esposa ha descubierto que su poderoso marido planea pasar unos días en su casa de Del Mar con su secretaria. Según parece, tiene un espía en las oficinas. Ella fue anteriormente la secretaria de su marido, que se divorció de su primera mujer para casarse con ella. Llevan casi diez años casados. La secretaria tiene treinta y cinco años y él cincuenta y tres. Tienen una cláusula de rescate de diez años en su acuerdo prenupcial. El marido ha estado comportándose de un modo extraño últimamente y ella sospecha que está a punto de dejarla por su nueva secretaria antes de soltar unos cuantos millones más. Necesita una prueba de su infidelidad para asegurar su posición financiera.
–De manera que el dinero es el objetivo.
–Como habías dicho. No estoy seguro de cómo ha organizado la mujer lo de la ayuda doméstica, pero lo habló con Charlie Black, el investigador al que vamos a sustituir. Yo quiero conocer a la cliente antes de empezar –Nate dedicó una rápida mirada a Lyndsey–. ¿Habías hecho alguna vez algo parecido?
Ella se encogió de hombros.
–Actué un poco cuando estaba en el instituto. Supongo que será parecido.
Nate no la corrigió, aunque en aquella ocasión no habría guión que seguir. Aquella clase de trabajos obligaba a improvisar y, por lo que había visto la noche anterior, Lyndsey tenía una mente rápida y despierta. Lo había demostrado al hablar de su salario.
Cuando llegaron a la mansión en Bel Air fueron conducidos a una sala de estar muy femenina en la que un momento después apareció su clienta. Se trataba de una mujer morena y bajita de expresión vulnerable y actitud cautelosa. Se presentó como la señora Marbury.
–Son muy jóvenes –dijo tras fijarse en ellos.
–Somos competentes –replicó Nate.
La mujer se sentó e hizo una seña para que ellos hicieran lo mismo.
–No pretendía… –se calló un momento–. Sólo quiero asegurarme de conseguir la prueba que necesito. ¿Serán discretos? –preguntó, mirando directamente a Lyndsey.
–Totalmente –contestó ella.
–Necesitaré fotos.
–Nos ocuparemos de ello –dijo Nate.
La señora Marbury sacó un sobre de un cajón y se lo entregó.
–He anotado toda la información que pueden necesitar. No hace falta decir que Michael no ha contratado a nuestra cocinera habitual, de manera que no esperará que sepan dónde está todo. Pero sí ha solicitado ciertos menús que he anotado. Las recetas están en un cajón junto al horno. Tendrán que hacer la compra antes de que llegue.
–¿Cuándo llegará?
–A la hora de comer, más o menos.
–¿Piensa que hemos sido contratados por una agencia?
–No. Su vicepresidente, mi amigo, habló maravillas sobre un cocinero que había utilizado recientemente cuando llevó a su novia a pasar unos días en nuestra casa. Fue parte de una prueba que mi marido falló al pedir el teléfono del cocinero. El señor Black, el otro investigador privado, se ocupó de todo a partir de ese momento.
–Entonces, ¿su marido espera a un hombre en lugar de a una pareja?
–No. El señor Black se ocupó de eso. Encontrarán el dinero para la compra en el sobre –la señora Marbury se levantó–. Espero que se pongan en contacto conmigo una vez al día para mantenerme informada.
–De acuerdo.
La señora Marbury miró a Lyndsey.
–Mi marido piensa que las mujeres deben estar en lo que él considera su lugar, que no es precisamente el dominio de los hombres. Es prácticamente incapaz de imaginar que una mujer pueda ser investigador privado. Cuanto más femenina y distraída se muestre, menos sospechará de usted. Y ahora, si me disculpan, tengo que dejarlos.
–Por supuesto. Buenos días.
Ninguno de los dos habló hasta que se alejaron del vecindario.
–¿Qué opinas de nuestra cliente? –preguntó finalmente Nate.
–Que se le está rompiendo el corazón.
Nate estuvo a punto de gemir. Aquél era precisamente el motivo por el que le habría gustado trabajar en aquel caso con Arianna. Era la mujer menos sentimental que había conocido.
–No me digas que eres una romántica empedernida. Este trabajo requiere objetividad.
–Soy objetiva. Y nadie me ha acusado nunca de ser empedernida ni romántica.
Algo en el tono de Lyndsey llamó la atención de Nate. ¿Se había puesto a la defensiva? ¿Por orgullo? ¿Tendría algún problema con su ego?
–¿Por qué piensas que está tan enamorada de él?
–Las mujeres de su posición suelen tener un aspecto impecable. Es parte de su trabajo. Sin embargo, me ha dado la impresión de que ni siquiera se ha cepillado el pelo. Está tan deprimida y disgustada que apenas puede controlarse.
–Le preocupa perder el dinero.
Lyndsey miró a Nate de reojo.
–Veo que eres muy negativo. ¿Quién te quemó?
«Todo el mundo que me importaba», pensó Nate, pero en lugar de ello dijo:
–Ya he visto todo el proceso antes.
–¿Tienen hijos?
–Charlie no lo ha dicho –Nate no se sentía preparado para aquel trabajo, cosa que le fastidiaba. Siempre le gustaba hacer sus deberes antes. No tener toda la información suponía una seria desventaja. Además, despreciaba los casos de divorcio–. ¿Por qué no abres el sobre para ver lo que hay dentro?
Lyndsey hizo lo que le decía.