Una humanidad interpelada - Andrés Fernando Suárez - E-Book

Una humanidad interpelada E-Book

Andrés Fernando Suárez

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Este es el testimonio de mi experiencia y mi vivencia junto a la comunidad de El Salado como investigador social y funcionario público durante distintos procesos de acompañamiento, atención y reparación a las víctimas de ese corregimiento del municipio de El Carmen de Bolívar, Colombia.  Mi testimonio narra la trastienda de esos procesos; narra aquello que no se consigna en los informes de investigación, que no se conoce de los actos públicos o que no se ve en las obras inauguradas o en las actas. Este relato habla también del profundo relacionamiento humano con las víctimas que esa trasescena implicó para mí, y de cómo este me fue interpelando cotidianamente en mi propia humanidad, a la vez que iba descubriendo facetas en esa misma humanidad que hasta entonces pensaba que no estaban presentes en mí.

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Una humanidad interpelada

Bitácora de vida con las víctimas del conflicto armado

Andrés Fernando Suárez

Conflicto, Paz y Memoria

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Conflicto, Paz y Memoria

© Andrés Fernando Suárez

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-138-0

ISBNe: 978-958-501-140-3

Primera edición: noviembre de 2022

Diseño de cubierta y diagramación: Imprenta Universidad de Antioquia

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

El contenido de la obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad de Antioquia ni desata su responsabilidad frente a terceros. El autor asume la responsabilidad por los derechos de autor y conexos contenidos en la obra, así como por la eventual información sensible publicada en ella.

Introducción

Este es el testimonio de mi experiencia y mi vivencia junto a la comunidad de El Salado como investigador social y funcionario público durante distintos procesos de acompañamiento, atención y reparación a las víctimas de ese corregimiento del municipio de El Carmen de Bolívar, departamento de Bolívar, Colombia, desde agosto de 2008 hasta junio de 2016.

El Salado fue el epicentro de la masacre de mayores dimensiones que ha sido documentada hasta la fecha en relación con el accionar de los grupos paramilitares en el marco del conflicto armado colombiano. En ella se registraron sesenta víctimas fatales en una incursión de cuatro grupos paramilitares provenientes de los departamentos de Córdoba, Cesar y Magdalena, y la región de Montes de María, entre el 16 y el 21 de febrero del año 2000. Luego de la masacre, la totalidad de los sobrevivientes abandonó el centro poblado del corregimiento. El pueblo permaneció vacío durante dos años, lapso en el cual la naturaleza empezó a reclamar su lugar, y lentamente fue ocultando los espacios bajo enredaderas y árboles que cubrieron poco a poco cualquier huella de habitación humana. El 18 de febrero de 2002, dos años después de la masacre, un grupo de hombres y mujeres de El Salado dejaron su testimonio de resistencia decidiendo confrontar el recuerdo del horror con la dignidad del retorno, con la decisión de recuperar su pueblo, aunque las autoridades públicas no lo hubieran autorizado por falta de garantías de seguridad.

Mi testimonio narra la trastienda de los procesos de acompañamiento a las víctimas por parte de un investigador social y funcionario público; narra aquello que no se consigna en los informes de investigación, que no se conoce de los actos públicos o que no se ve en las obras inauguradas o en las actas. Este relato habla también del profundo relacionamiento humano con las víctimas que esa trasescena implicó para mí, y de cómo este me fue interpelando cotidianamente en mi propia humanidad, a la vez que iba descubriendo facetas en esa humanidad que hasta entonces pensaba que no estaban presentes o que no eran parte de mí.

Como toda memoria, mi testimonio seguramente será exagerado en algunos momentos, en otros excesivamente moderado; habrá muchos énfasis y también muchos silencios, y aclaro esto porque reconozco que se trata de mi voz que no está puesta aquí en diálogo con las de otros. No puedo dejar de decir que para un investigador académico resulta difícil escribir en primera persona; es incómodo abandonar el lenguaje despersonalizado de la neutralidad científica que se nos exige en todos nuestros escritos. En eso siempre reconoceré la audacia de los antropólogos, que siempre han tenido el valor de involucrarse en aquello que describen y que interpretan, porque son al fin y al cabo acciones humanas a las que no somos ajenos.

Considerando que hubo una enorme carga emocional en todas las vivencias que aquí evoco, acepto que mi valoración de mi acompañamiento y de lo que hice por los otros puede estar teñida de mesianismo. Pero nada más alejado de mí que un culto a la personalidad, pues verán que una humanidad interpelada implicó que tuviera momentos de vacilación, de flaqueza, de miedo y de incertidumbre; muchas veces mi humanidad guio mis intuiciones, pero nunca me abandonaron los pensamientos inquietantes sobre cuánto daño podrían causar algunas de mis acciones, aparte de las intenciones de generar un poco de satisfacción, de alivio y de bienestar a las víctimas.

Muchas personas me preguntaron una y otra vez por cómo había tramitado mi desgaste emocional en el proceso de acompañamiento a las víctimas, pues escuchar tanto dolor y tanto horror en algún momento perturbaría mi existencia; y no negaré que estoy totalmente de acuerdo con aquellos que piensan que una parte de nuestra humanidad se pierde con cada huella del horror que es escuchada. Yo siempre tuve una respuesta contundente. Estuve cerca del dolor y del horror a través del relato de las víctimas y los perpetradores, pero de las víctimas también conocí la resistencia y la dignidad, una lección moral que me cuestionó y me cambió profundamente en mi humanidad. Pero lo más importante fue el acompañamiento de un proceso que me permitió con los años ver más allá de la condición de víctima de las personas y descubrir una humanidad vivaz y resistente que acabó por aliviarme del desgaste y que nunca dejó de enriquecerme. La paradoja de mi historia es que las víctimas a las que acompañaba para paliar su dolor y su sufrimiento fueron las mismas que contuvieron y aliviaron mi desgaste emocional.

Cuando tantas emociones están implicadas, uno acaba por reconocer a la víctima no como un extraño, sino como alguien que es como uno, que ha llorado, que ha sufrido, y mucho, pero que también sonríe, que también respira y que también experimenta la satisfacción y el bienestar. Hay una humanidad en la víctima que no solo contiene el dolor, el daño y la pérdida; también viene con el poder sanador de la resistencia y el apego a veces incomprensible por la vida. He constatado con creces que cuanto más cerca se está de la muerte más se aferran las personas a la vida. En suma, las víctimas me compartieron su dolor, pero también me proporcionaron los recursos y su acompañamiento para tramitarlo y sanar los agobios con que se recargó mi humanidad.

Mi relato se centra en experiencias concretas de mi acompañamiento que cuestionaron mis ideas, mis creencias y mis actitudes ante distintas situaciones de la vida, pero que también me hicieron repensar mis recursos y mis estrategias metodológicas para la investigación social y el ejercicio de la función pública. Hablaré necesariamente de una parte de mi vida personal para que sea comprensible cómo la experiencia de El Salado interpeló mi humanidad.

No presentaré una narrativa cronológica, sino temática, así que distintos momentos de diferentes procesos se entrecruzan en función de una temática, razón por la cual describiré como punto de partida el conjunto de los procesos que hicieron parte del acompañamiento como marco para comprender cada énfasis temático.

La experiencia de El Salado abarcó una quinta parte de mi existencia, y eso por sí solo bastaría para reconocer que no fue una experiencia más en mi vida, no solo por su duración, sino por la intensidad de las emociones en ese largo trasegar, lo que la convirtió en un evento significativo que dejó su impronta en mi identidad personal. Cuando me preguntan cuándo me fui de El Salado, respondo: nunca. Puede ser que no haya regresado al corregimiento desde hace unos años, pero nunca me he ido, muchas de las personas que conocí harán parte de mi vida para siempre, por eso aún permanezco en contacto con varias de ellas. Hago este énfasis porque uno de los momentos más significativos en mi experiencia en El Salado ocurrió el día después de la presentación del informe público en 2009. Cuando me subí al carro para irme, lo hice por la parte de atrás, y desde allí me despedí de los salaeros. Uno de ellos gritó con fuerza en la distancia: “No nos vaya a olvidar”. Regresé durante seis años consecutivos tras esas palabras, y mi testimonio me permite hoy responder con convicción: nunca los olvidaré, porque en realidad nunca me he ido.

Hablaré de muchas personas en mi relato, pero me reservaré sus nombres, ni siquiera los reemplazaré, solo hablaré de él o ella. Tomo esta decisión como una medida de protección para cada una de ellas y ellos, pero también por respeto, pues hablaré de experiencias personales que hacen parte de una privacidad develada y no quiero quitarles a ellas y ellos la opción de decidir qué hacer con las vivencias compartidas y si algún día optaran por contar sus memorias de lo que vivimos juntos, esa será su parte de nuestra historia dialogada.

Es importante aclarar que empleo el término víctimas en esta obra para referirme a los muertos, a los desaparecidos y a quienes han sido violentados directamente en su integridad física, su libertad y su vida, pero también a los familiares y los dolientes de estos.

Memoria y reparación en el acompañamiento a El Salado

El acompañamiento a la comunidad de El Salado se dio en el contexto de los modelos de justicia transicional que empezaron a desarrollarse en Colombia con la Ley 975 de 2005, también conocida como Ley de Justicia y Paz, la cual sirvió de marco legal para la desmovilización de los grupos paramilitares.

En el marco de estos modelos de justicia transicional se crearon mecanismos judiciales y extrajudiciales para juzgar y condenar delitos no amnistiables de los desmovilizados, en un contexto de internacionalización de la justicia, dada la vigencia de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, si bien tales mecanismos no estaban necesariamente guiados por la centralidad de los derechos de las víctimas.

Uno de los mecanismos judiciales implicó la creación de tribunales de justicia conocidos como Salas de Justicia y Paz, los cuales fungían como salas especiales dentro de los órganos ordinarios del poder judicial del Estado. Los desmovilizados incursos en graves violaciones a los derechos humanos o infracciones al Derecho Internacional Humanitario (dih) podrían postularse al procedimiento judicial transicional para ser beneficiarios de una pena alternativa de privación de la libertad (5 a 8 años) a cambio de la confesión plena de sus crímenes, el arrepentimiento y el compromiso con la no repetición.

El procedimiento incluía la reparación por vía judicial a las víctimas como parte de las sentencias proferidas por las salas especiales. La participación de las víctimas en el procedimiento judicial fue habilitada, pero bajo condiciones restrictivas y limitadas. Si bien estas recibieron asesoría jurídica para presentar sus testimonios ante la Fiscalía General de la Nación y acreditarse como tal en el procedimiento judicial, no podían hacer presencia en la sala de audiencia ni interrogar directamente a los postulados, sino que debían permanecer en una sala alterna en la que se transmitía en vivo la audiencia y dependían de la mediación de los funcionarios judiciales que las acompañaban para acopiar y transmitir sus interrogantes a los enjuiciados.

El mecanismo extrajudicial se materializó en la creación de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr), instancia creada para acompañar a las víctimas en la materialización de sus derechos a la verdad, la reparación y la garantía de no repetición. Este acompañamiento no implicaba procedimientos administrativos especiales que tuvieran competencias ejecutorias o que fueran vinculantes para las entidades estatales.

A pesar de ello, la cnrr abrió un espacio de desarrollo y concreción de un lenguaje de derechos que era novedoso para ese entonces, porque incluso la categoría social y política de víctimas apenas irrumpía en la escena pública. La organización de sus áreas se efectuó según derechos por obtener, así que una se ocupó de la reparación y llegó hasta la formulación de planes pilotos de reparación colectiva; otra se centró en el seguimiento y monitoreo a la desmovilización, el desarme y la reincorporación de los paramilitares como parte de las garantías de no repetición; una más se ocupó de propiciar y promover iniciativas y experiencias de reconciliación, y otra se centró en el derecho a la memoria de las víctimas y de la sociedad en general. Nombrada como el área de Memoria Histórica, se le dio a esta memoria el tinte de una verdad histórica diferenciable de la verdad judicial que se estaba produciendo en los tribunales de justicia y paz.

La cnrr tenía además la particularidad de ser un órgano de composición mixta, lo que implicaba participación de la sociedad civil y no solo de instancias del Estado, así que las diversas áreas respondían ante una plenaria de comisionados en la que había representantes de la sociedad civil y de instituciones estales, no solo instancias gubernamentales.

Dada la precaria legitimidad de la ley de la cual surgía la comisión, duramente cuestionada por la marginalidad de las víctimas en favor del mecanismo judicial para el desmovilizado, el área de Memoria Histórica consideró que solo podía garantizar el derecho a la memoria de las víctimas y de la sociedad en general si se le aseguraba autonomía para el desarrollo de su mandato, razón por la cual se presentó una iniciativa de autonomía e independencia a la plenaria, la cual fue aprobada en febrero de 2007, dando origen con ello al Grupo de Memoria Histórica (gmh). La autonomía implicaba que la ruta metodológica e investigativa, así como los resultados de las investigaciones, no tenían que ser presentados ni aprobados por la plenaria de la cnrr previo a su difusión pública. También implicaba autonomía administrativa e incluso el desarrollo de una identidad gráfica propia, por lo que desde el comienzo su logo fue distinto del de la cnrr y posteriormente sería el del Centro Nacional de Memoria Histórica (cnmh).

Como investigador del Grupo de Memoria Histórica, empecé mi acompañamiento mediante la reconstrucción de la memoria histórica de la masacre de El Salado, la cual había sido seleccionada como uno de los casos emblemáticos dentro de la ruta metodológica e investigativa que se había definido para la elaboración del informe público que contemplaba la ley sobre las razones del surgimiento y la evolución de los grupos armados ilegales. El proceso empezó con una visita de acercamiento en julio de 2008, dando inicio en firme a la investigación en agosto de ese mismo año y terminando en el mes de septiembre de 2009 con la publicación del informe titulado “La masacre de El Salado: Esa guerra no era nuestra”.

La presentación pública del informe se llevó a cabo en el corregimiento de El Salado, el 13 de septiembre de 2009; dos días después se presentó en la ciudad de Cartagena, y por último en la capital del país, Bogotá, en el marco de la II Semana de la Memoria, el 22 de septiembre. El lanzamiento estuvo acompañado de la exposición fotográfica “Volver al pasado para reconstruir el futuro”. Esta exposición fue instalada en una de las bodegas tabacaleras del pueblo, que había sido cerrada muchos años atrás por el escalamiento del conflicto armado, y proponía, a través de las fotografías, un viaje por la memoria que empezaba con el pueblo antes de la masacre, continuaba con las víctimas de esta, proseguía con la experiencia del desplazamiento forzado, pasaba por la vivencia del retorno y cerraba con las experiencias de resistencia en el presente.

Como parte de la estrategia de difusión del informe público, el Grupo de Memoria Histórica, con el apoyo de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la oea (mapp-oea), desarrolló un video documental de la masacre, en el cual las voces de las víctimas narraban los hechos en contraste con las narrativas ampliamente difundidas de los perpetradores. El lanzamiento del video documental, titulado El Salado: Rostro de una masacre, tuvo lugar en el corregimiento de El Salado en el mes de noviembre de 2009.

La investigación culminó con el libro y el video documental, pero el proceso social de acompañamiento a la comunidad de El Salado continuó. Primero con el apoyo a la conmemoración de los diez años de la masacre el 18 de febrero de 2010, jornada en la cual se celebró un ritual religioso en la capilla del pueblo, se instaló una placa conmemorativa en el colegio, se jugó un partido de fútbol entre retornados y desplazados y se realizó una jornada de luz en la que, con velas encendidas, los sobrevivientes hicieron un recorrido por los lugares en donde habían vivido o donde habían sido asesinadas las víctimas. Este trayecto tuvo como parada final la cancha de microfútbol en el centro del pueblo, lugar en el que la masacre se convirtió en espectáculo público o “fiesta de sangre”, como tituló acertadamente la periodista Marta Ruiz su crónica del hecho para la revista Semana (2008).

La jornada convocó a retornados y desplazados de Sincelejo, El Carmen de Bolívar, Cartagena y Barranquilla, para que la conmemoración fuese un reencuentro comunitario.

El partido de fútbol entre retornados y desplazados se hizo con la réplica de los uniformes de dos de los equipos más reconocidos en la historia de El Salado, iniciativa que fue apoyada por la Asociación Colombiana de Futbolistas Profesionales (Acolfutpro). La placa conmemorativa que se instaló en el colegio honraba la memoria de un profesor que fue víctima de la masacre, e hizo parte de una iniciativa para renombrar el colegio del corregimiento en su honor.

La jornada de luz recorrió las calles del pueblo en una procesión de sobrevivientes que llevaban los retablos con las fotografías de las víctimas y una vela en sus manos, haciendo paradas en distintos lugares en los que habían sido asesinadas o habían vivido algunas víctimas, pero evocando en cada parada una reivindicación del legado y la humanidad del ausente. En no pocas paradas algunos sobrevivientes ofrecieron disculpas a las víctimas ausentes y a sus familiares por algún malentendido del pasado, pero en muchas otras contaron anécdotas divertidas que evocaban la vida del ausente.

Tras el libro, el video documental y la conmemoración, las voces de las víctimas de El Salado reclamaban nuevos lenguajes y nuevos escenarios narrativos. Una pulsión por contar se había desencadenado como consecuencia de los distintos momentos del proceso.

En este contexto aparece el músico César López, reconocido por sus iniciativas de paz desde la música. El hecho de que los perpetradores hayan tocado los instrumentos musicales de la Casa de la Cultura cuando ocurrió la masacre (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, Grupo de Memoria Histórica, 2009), y lo que ello implicaba para el ethos cultural de los habitantes de la costa Caribe, interpeló profundamente a César López, quien asumió desde entonces el cometido de restituirle a la música su sentido y despojarla de cualquier huella del terror paramilitar. Así empezó el proyecto Las voces de El Salado, un álbum en el cual el lenguaje musical posibilitó nuevas expresiones de memoria. Composiciones musicales, testimonios y poemas se combinaron en una producción en la que desplazados y retornados, adultos mayores y jóvenes, hombres y mujeres hablaron de sus distintas experiencias antes, durante y después de la violencia. Esta producción musical fue a la vez testimonio de la conmemoración de los diez años de la masacre, pues distintos audios de la jornada de luz se integraron en ella. Valga decir además que un nuevo himno de El Salado, compuesto por Román Torres, y que fue presentado en la conmemoración de los diez años de la masacre, hizo parte del disco (López, 2010). El lanzamiento del trabajo musical se llevó a cabo en el corregimiento de El Salado en octubre de 2010 y en Bogotá en noviembre del mismo año. Al año siguiente, en el mes de julio, el presidente de la república, Juan Manuel Santos, visitó por primera vez el corregimiento y en un acto de entrega de tierras pidió perdón en nombre del Estado por la omisión que hizo posible la masacre.

Durante ese acto, el presidente anunció que el Plan de Reparación Colectiva que había sido construido por la comunidad de El Salado con el apoyo de la cnrr, y que le fue entregado por los líderes de la comunidad ese día, tendría prioritaria implementación, en atención a los compromisos del Estado establecidos en la recientemente aprobada Ley 1448 de 2011, también conocida como Ley de Víctimas.

Esta ley fue el producto de la impugnación social y política a la Ley de Justicia y Paz y un reclamo de las víctimas, cada vez más posicionadas en la esfera pública, para que el Estado asumiera la concreción de sus derechos a la verdad, la justicia, la reparación y la no repetición como una política pública. Y eso fue lo que hizo la Ley de Víctimas: dar paso a una política pública de atención y reparación a las víctimas, supliendo el desequilibrio de la Ley de Justicia y Paz, excesivamente centrada en los derechos y la seguridad jurídica de los perpetradores.

La ley formalizó el procedimiento de la reparación por vía administrativa en medio del malestar de las víctimas por la lentitud, el retraso y la frustración con la reparación por vía judicial reconocida en la Ley de Justicia y Paz, que se posponía indefinidamente (para 2011 solo se habían proferido cuatro sentencias judiciales en el marco de esta jurisdicción especial), y de la promesa incumplida de reparación por vía administrativa del Decreto 1290 de 2008, dada la alta ineficiencia administrativa de la Agencia Presidencial para la Acción Social, encargada de la implementación del decreto, quizás por la falta de voluntad política del gobierno nacional de ese entonces, el cual, por demás, había hundido el proyecto de ley de víctimas que se tramitó en el Congreso de la República en 2009.

Dos logros importantes adicionales a partir de la expedición de la Ley de Víctimas fueron, por un lado, el reconocimiento de las víctimas de agentes de Estado y la aplicación del principio de igualdad de las víctimas ante la ley, y, por el otro, la creación de órganos administrativos con presupuestos y competencias jurisdiccionales, como la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas y la Unidad Administrativa Especial para la gestión de la restitución de las tierras despojadas. Esta nueva arquitectura institucional creó el Centro Nacional de Memoria Histórica y dio paso a la supresión de la cnrr.

La Ley de Víctimas marcó, así, la transición del Grupo de Memoria Histórica de la cnrr al Centro Nacional de Memoria Histórica, y con ello varió la naturaleza de la intervención institucional, pues a partir de entonces el acompañamiento se centró en la implementación de las medidas del plan de reparación colectiva. Cuatro medidas de reparación colectiva tuvieron el acompañamiento del Centro Nacional de Memoria Histórica:

• Elaborar un libro biográfico de líderes y personas importantes en la historia de El Salado.

• Incorporar el caso de El Salado a la caja de herramientas para la enseñanza de la memoria histórica del conflicto armado a cargo del cnmh.

• Transformar el Monumento a las Víctimas en una casa de la memoria.

• Exhumar la fosa común ubicada bajo el Monumento a las Víctimas, para garantizar la inhumación de las víctimas de acuerdo con sus rituales funerarios y garantizando condiciones de dignidad en su lugar de inhumación (Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, Organización Internacional para las Migraciones, 2012).

Estas medidas de reparación colectiva fueron implementadas en el periodo que se extendió desde enero de 2012 hasta junio de 2016, año en el cual mi participación en el acompañamiento llegó a su fin con la entrega y la inhumación de las tres últimas víctimas que habían sido exhumadas de la fosa común, acto que se llevó a cabo en El Carmen de Bolívar y Barranquilla entre el 12 y el 16 de junio.

Todo el acompañamiento a las medidas de reparación colectiva discurrió en medio de la vigencia de la Ley de Víctimas, pero también del anuncio y el desarrollo del proceso de paz entre el gobierno nacional y la guerrilla de las farc (2012-2016), así como del cambio en la narrativa oficial, que pasa de una amenaza terrorista que situaba a la guerrilla como el enemigo público del país al que había que exterminar por todos los medios posibles a una de reconocimiento del conflicto armado en el que se consideraba a la guerrilla como un interlocutor válido con el cual era posible negociar y lograr un acuerdo político para poner fin a la guerra. Entre una y otra narrativa, el Estado pasaba de la defensa de las instituciones democráticas y el principio de legalidad de todas sus acciones a ser parte de un conflicto armado respecto del cual asumía sus responsabilidades por la acción y la omisión en los graves crímenes perpetrados por sus agentes. Se trataba, pues, de un contexto con oportunidades y riesgos para el acompañamiento y la implementación de la política pública de atención y reparación a las víctimas.

Mucho más que fotografías

Empezaré mi testimonio por la huella que dejó en mí el significado de las fotografías en la vida de las víctimas, identificando cómo me interpelaron para hacer algo por ellas, cómo cambiaron mis ideas y mis opiniones y cómo transformaron mi quehacer como investigador social y funcionario público. Contaré seis episodios relacionados con las fotografías, luego de lo cual indicaré cómo tocaron mi historia personal y profesional.

Primer episodio. Ocurrió cuando visité a la esposa de un desaparecido que me había sido referido en la reconstrucción de los hechos del proceso de violencia vivido en El Salado antes y después de la masacre, una historia que llamó mi atención por los actos de resistencia que había protagonizado la esposa de la víctima frente a sus verdugos. Llegué a su casa para conocerla y darle rostro a la versión de la historia contada por ella misma.

Cuando se ingresaba a su casa, en la sala se observaba colgada en la pared una fotografía enmarcada, imposible de ignorar por el visitante ya que estaba dispuesta para ser omnipresente en el espacio; era ineludible verla porque casi que te saludaba cuando entrabas en ese espacio.

Yo le pregunté, cuando empezamos a conversar, quién era la persona de la foto; ella me respondió que era su esposo desaparecido. Esto me impactó profundamente, porque nunca había experimentado nada igual, nunca me había sentido tan interpelado con la presencia de una ausencia, un recuerdo que no era parte del pasado, sino que se encontraba instalado en un presente infinito. La foto estaba en un marco metálico dorado y protegida por un vidrio; la víctima te miraba con un gesto apacible y sonriente. Esa fotografía comunicaba una humanidad profunda que su esposa reforzaba con una puesta en escena en la que se afirmaba la omnipresencia del ausente. Hablaré de ella más adelante porque construimos un vínculo profundamente humano que me permitió reconocer dimensiones insospechadamente obvias de la desaparición forzada por las que nunca nos interrogamos.

Segundo episodio. Ahora mi contacto no era con una esposa sino con una madre, esta vez de una víctima fatal de la masacre de febrero de 2000. Ella no vivía en El Salado, pero siempre nos vimos allí; debo reconocer que nunca he ido a su casa. Cuando fue hasta El Salado para conversar conmigo, ella llegó con una bolsa negra en las manos. Me inquietó el cuidado con el que llevaba ese objeto y me produjo curiosidad lo que contendría. No tuve que preguntar: empezamos a hablar y la bolsa negra era parte de la narración de la señora, así que rápidamente se reveló su contenido. Hasta hoy tengo la convicción de que ella no sacó un objeto, lo que ella develó fue una metáfora. Ya verán por qué. La señora abre la bolsa y saca una fotografía enmarcada de su hijo. Igual que en el primer episodio, un marco metálico y un vidrio protegían la foto. ¿Qué fue entonces lo que me impactó tanto? Que el vidrio estaba roto. El vidrio fragmentado cambia la percepción de la foto, pero la foto interferida por el vidrio cuarteado era una metáfora del dolor, el sufrimiento y la pérdida que causa la violencia. Pero no me impresionó solo eso; me impactó también ver cómo la madre dispensaba tantos cuidados al cuadro, cómo lo cargaba, cómo cuidaba con tanto ahínco los fragmentos. El reconocido fotógrafo Jesús Abad Colorado sí fue a la casa que yo nunca conocí e inmortalizó su imagen con una fotografía en la que ella está cabizbaja en una silla de madera sosteniendo entre sus brazos la bolsa negra; una imagen contundente que capta el dolor de ella, un ser inmensamente generoso, noble y agradecido, un ser maravilloso con quien nos reímos mucho por algunas anécdotas vividas cuando estuvo en Bogotá. Siempre que hablamos me llama “Don Andrés”, una forma de llamarme que por el tono de su voz es una caricia para el alma; no es gesto de sumisión ni respeto, es afecto, como un abrazo vuelto palabra.

Podrá sonar irrelevante que insista en un marco metálico y con vidrio, pero no lo es; habla de un cuidado y un reconocimiento especiales a la memoria del ausente, porque son trabajos que implican costos que no están a la mano sin más, dada la precariedad económica de las víctimas, muchas de las cuales viven literalmente al diario, sabiendo qué podrán comer hoy, pero no mañana.

Tercer episodio. Nuevamente una madre. Una mujer tímida, que hablaba bajito, con voz casi inaudible, pero cuyo rostro hablaba por ella: las huellas del dolor eran un grito plasmado en su rostro y su mirada. Su relato me llevó nuevamente a un objeto, algo valioso que ella debía ir y sacar de su cuarto. Me pidió que esperara, que era importante. Salió de su cuarto con un montón de papeles que estaban dentro de una bolsa transparente. De allí sacó con mucho cuidado, y casi con reverencia, una fotografía. Su relato no estaría completo si yo no conocía a su hijo. Y sí, no estoy usando el verbo incorrecto: conocer, eso era lo importante para las víctimas; la memoria en sus distintas expresiones nos debía permitir conocer a quien nunca tocaremos, a aquellos cuya mano no podremos estrechar. Era una foto del tamaño de una postal, de esas que se sacan cuando se hacen foto estudios. Él estaba con traje formal sobre un fondo azul. No era una foto enmarcada, no estaba puesta en la sala; estaba entre los papeles de su madre, allá en el armario de su cuarto. Esa fue una experiencia distinta, pero lo que me impresionó fue algo en la foto. Desde el vértice izquierdo se expandía una mancha amarilla que literalmente parecía estar devorando la imagen, ya iba en el torso y avanzaba rápidamente hacia el rostro. Era un hongo que por la precariedad de las condiciones de conservación y factores medioambientales deterioraba rápidamente el papel fotográfico.

Cuarto episodio. Una vez más, una madre; igual que en el caso anterior, una fotografía conservada entre papeles que se guardan en un armario, pero con un propósito distinto. Esta mujer es locuaz, habla sin tapujos, dice lo que está pensando sin ponderaciones y tiene las palabras que le faltan a su esposo. Lo distinto de esta experiencia fueron sus palabras en torno a la foto de su hijo. Ella miraba la foto y hablaba de sus problemas presentes, de las dificultades con sus nietos y de que estas eran vistas por ella como consecuencia de la ausencia de su hijo (el padre de sus nietos). Si él estuviese cerca de ellos, de algún modo, algo seguramente pasaría, pero la vida no les permitió estar juntos, así llamaba ella a la violencia: la “vida que no permitió que”. Salí de esa casa con esa frase resonando en mi cabeza: “Si ellos pudieran estar juntos de algún modo, seguramente algo pasaría”.

Quinto episodio. De nuevo, una mujer, y una fotografía guardada en un armario, aunque esta sí estaba bien conservada. No tengo experticia alguna en la conservación, pero siempre tuve la impresión de que ella guardaba esta foto dentro de su ropa y no sé si eso generaba condiciones para limitar el efecto abrasivo de la humedad y el calor. Siempre pensé de esas fotos conservadas en armarios que estas mujeres las sacaban como si se tratara de bebés en sus cunas, como si sus seres queridos fueran guardados para sí entre sus cosas, una intimidad profundamente amorosa en la que el ausente ahora habitaba, como si fueran parte de su ser. Lo diferente de esta experiencia provino de una pregunta que le hice a la señora. No pude resistir mi curiosidad y le pregunté por qué la guardaba entre sus objetos personales. Esperaba una respuesta muy distinta a la recibida, quizás poética, pero no; fue una respuesta cargada de pragmatismo, aunque con un significado enorme. Me contestó que la guardaba allí porque no tenía los recursos económicos para enmarcarla, porque, si ella pudiera, esa foto ocuparía el lugar más importante en su casa. “La guardo porque no puedo exponerla, aunque es lo que quiero”. Salí de allí con esa respuesta retumbando en mi conciencia, como un reclamo.

Sexto episodio. ¡Vaya momento! Uno de los más difíciles de mi experiencia en El Salado. La noche anterior no pude dormir pensando en que haría daño a las personas con mi accionar. Apelaba a los fragmentos de mi erosionada fe católica para pedirle a Dios que impidiera que mi acción causara daño, que interviniera en alguna de sus misteriosas formas, y que, si no hacía algo, entonces me perdonara con anticipación, porque me animaban buenas intenciones, y que por lo menos me diese la oportunidad de comunicar a los sobrevivientes mi propósito.

¿Qué podría ser tan malo? Un breve contexto para comprender lo que hice. En el Grupo de Memoria Histórica obramos siempre desde el principio ético de la opción preferencial por las voces de las víctimas, y eso implicaba en la práctica investigativa que los informes de investigación fueran presentados a las víctimas con antelación a su publicación para escuchar sus observaciones, sus críticas y sus proposiciones, y yo consideré que ese reconocimiento a las víctimas implicaba llevar esta consulta hasta el título del libro y la portada, no limitarla únicamente a los contenidos. La frase “Esa guerra no era nuestra” fue pronunciada por una víctima en el taller de socialización de los resultados de la investigación. Una víctima interrumpió mi presentación profundamente compungida y pronunció la frase con rabia mientras lloraba. Ese tono y esa actitud profundamente dignas son las que están en el subtítulo del libro. Así que si las víctimas habían intervenido en el título, también debería pasar lo mismo con la portada. La foto que finalmente fue la portada era la de una niña que llevaba en sus manos una foto antigua de un poblador en su silla de madera en la misma calle en la que ella estaba posando ahora, una metáfora de la relación entre el pasado, el presente y el futuro en manos de una niña. La colega Natalia Rey hizo la fotografía y desde siempre fue nuestra primera opción para la portada. Sin dudar de que esa era la foto, yo sentía que necesitaba algo más para ser una portada. Me obsesioné con la idea de que la foto que llevaba la niña no debería ser la imagen antigua de la misma calle, sino los rostros de las víctimas, un montaje que superpusiera los rostros para construir un mensaje en el que una niña de El Salado le mostrara al país el semblante de las víctimas a quienes los actores armados les habían negado los nombres y borrado los rostros, haciendo de ellos los muertos “inevitables” de la guerra de quienes era mejor no acordarse, ni siquiera verlos. Pues bien, yo hice la portada con el montaje y llevé siete copias a una jornada con las víctimas para acordar cómo haríamos el lanzamiento del informe. Esa es la portada que nunca fue, pues se impuso un criterio técnico para no intervenir la foto original, ya que la discontinuidad gráfica entre los rostros y la foto era evidente, lo cual afectaba la calidad gráfica de la portada.

¿Pero por qué tenía tanto miedo? Porque pensaba que cuando los sobrevivientes vieran los rostros de las víctimas se iba a desencadenar una crisis emocional en ellos y les provocaría dolor, sufrimiento y daño; me preguntaba si valía la pena interpelar a la sociedad con los rostros de las víctimas si a cambio se provocaba más dolor en los sobrevivientes; ese era mi dilema.

Pues bien, llegó el día, hicimos nuestros acuerdos; solo restaba un punto de la agenda: había llegado el momento de presentar la portada del libro. Lo hice con todos mis miedos y mi pánico a cuestas, pero no sé en qué momento los presentes se agolparon en torno a mí y me quitaron las copias que había llevado. Todos, aglomerados, miraban los rostros, indicaban quién era quién, contaban anécdotas; algunos adultos les mostraban a los niños los rostros y decían algo de cada persona, otros hablaban de un momento compartido, pero la crisis emocional no llegaba, nadie estaba llorando, nadie gritaba y a nadie se le alteró la presión arterial de la impresión. Allí estaban todos congregados en torno a los ausentes, todos haciéndolos presentes en una imagen que me evocaba la de una colmena, todos muy juntos.