Una mano de santos - Ana Rossetti - E-Book

Una mano de santos E-Book

Ana Rossetti

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Beschreibung

«El lenguaje poético es el que puede decir más con menos y afecta a mayor número de experiencias: se renueva con cada lectura, se enriquece con cada sensibilidad; en cada par de ojos y de oídos atentos teje una malla por donde esparcir sus manifestaciones».  Del prólogo de Ana Rossetti En los cinco cuentos que conforman Una mano de santos, Ana Rossetti nos invita a reflexionar sobre la libertad, la soberbia, el racismo, la soledad, la experiencia, la política, los marginados o la tecnología de nuestro tiempo. Nos muestra además un mundo lleno de alegorías para recordarnos que también son verdaderas las cosas que no están «regidas por el tiempo y la materia».

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Edición en formato digital: enero de 2022

 

En cubierta: imagen de Charles Lepec, La Tarasca (1874); The Picture Art Collection/Alamy Stock Photo

© Ana Rossetti, 1997, 2022

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18859-91-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

PRÓLOGO El lenguaje secreto de los cuentos

 

UNA MANO DE SANTOS

 

LA CUEVA DE LA DONCELLA

 

LA NIÑA EXTRANJERA

 

MÁS ALLÁ NO HAY MONSTRUOS

 

EL SOBERBIO CELESTE

 

EL BIEN ESQUIVO

El lenguaje secreto de los cuentos

Me ha gustado siempre que me contaran cuentos, que me leyeran cuentos, leer cuentos, contarlos; conocer las leyendas populares, los prodigios del Flos sanctorum y la gramática de las mitologías. Al principio se trataba de puro encantamiento; más tarde, de reconocimiento a la belleza, de precipitarme en ella como en un manantial. En el principio era el Verbo y su magia: imágenes veloces brotando de una chistera; susurros atropellados y pausas sostenidas; la voz familiar que se disfrazaba de voces inquietantes. Las palabras eran cofres con múltiples regalos o máscaras de una ancestral sabiduría, pero yo solo era capaz de sentir el hechizo de su música recorriéndome de escalofríos o arropándome con su envolvente plasticidad. El mundo pavoroso de las encrucijadas, los tres deseos por cumplir, las desobediencias, la virtud, el peligro, la ayuda, el destino inevitable y las pruebas vencidas solo se traducían en mí como una deliciosa conmoción que por unos instantes me arrebataba de este mundo. Después, eran signos que se despegaban de las páginas para inundar la habitación de espanto o de maravilla y penetrar cautelosamente en mis sensaciones cambiando el ritmo de la respiración. Sus trazos se convertían en mundos, colores, emociones verdaderas como si en vez de letras alineadas fuesen laberintos construidos de insospechadas sorpresas. Pero no pasaban de ser estallidos de bengalas cuyo fulgor me impedía distinguir las lívidas cicatrices de la noche. Poco a poco y sin advertirlo, me fueron hablando las estrellas, reconocí las flores, leí las escenas de los cuadros y concilié los fragmentos de los símbolos. Fueron mi primer contacto con la poesía. Todo este proceso del lenguaje operando en mí está explicado en los cuentos que vienen a continuación. Y cuando hablo de lenguaje, no me refiero solamente a las palabras: la iconografía contiene códigos de mensajes que perduran a través de los siglos.

Empezaré por el principio: por la cueva, la doncella, el caballero y el dragón. Eran estampas sin texto, en las que el caballero arremetía contra la terrible criatura que, hasta el momento, no parecía haber supuesto algún riesgo para la joven. Pero también había una segunda imagen que servía de conclusión y era la de la doncella llevando al dragón atado con el lazo de su vestido. Así pues, el final de la historia no era que la lanza del caballero hubiese matado al dragón, sino que la doncella lo había amansado. ¿Cómo lo habría conseguido, qué habría hecho? ¿En qué consistiría su poder sobre el dragón? En realidad, ¿quién era ella y de dónde emanaba ese poder? Y sobre todo, ¿por qué el dragón no debe morir? ¿Por qué no hay que aniquilarlo, sino pactar con él? No es que estas preguntas se me agolparan de repente, sino que se fueron manifestando a su capricho; el alivio de la duda resuelta no duraba mucho. Cada vez que una posible respuesta acudía para tranquilizarme, otra más desazonadora se infiltraba. Tardé en encontrar la clave que me permitiera encajar la rectitud de la lanza con la flexibilidad de la cinta para poder organizar un relato razonable. Cuando comprendí que una revelación era tan dolorosamente penetrante como una lanzada, supe quién era el dragón y que tenía que convivir con él en paz.

«La niña extranjera» tenía una narración: una niña encerrada y curiosa y ávida y perseverante; sola, sin nadie ni nada para jugar, sin libros para aprender, pero con el pensamiento alerta y la imaginación imparable. También tenía sus representaciones: la torre octogonal, las granadas de artillería, los rayos, su larguísima melena… Era una vida que me inquietaba y me apasionaba; formaba parte de la sangrienta lista de niñas (Ifigenia, Lucía, Inés…) asesinadas por sus padres, cuya impunidad me llenaba de consternación. Pero Bárbara era especial. Bárbara, en cuanto subió a los cielos, le mandó un rayo al filicida. Eso me procuraba una cierta sensación de equilibrio, de círculo cerrado y de que no había ningún cabo suelto que anudar. Y esto fue así hasta que descubrí el tarot de Marsella y la carta de La Maison Dieu, con el mismo número de sus años: dieciséis; con la torre con almenas igual que su corona y las tres ventanas como la Santísima Trinidad. Y los dos personajes ardiendo, sabiendo, como sabía, que el padre fulminado se llamaba Dióscoro… Entonces, la vida de Bárbara me dio un vuelco.

A los ocho años me atreví a hacer la versión teatral de la vida de santa Casilda, «El milagro de las rosas», que se representó en mi colegio. Muchísimos años más tarde, sin haber pensado demasiado en ello, de pronto me vino a la mente esa trasmutación de alimentos en rosas. Hay muchas clases de rosas y no todas son flores. Entonces…, ¿qué clase de rosa sería la que pudiera anteponerse al pan? Apenas descubrí cuál era, qué era, la rosa de Casilda, escribí «Más allá no hay monstruos» a modo de poética. No se me ocurrió una mejor forma para explicar la búsqueda del lenguaje que requiere la poesía. El lenguaje poético es el que puede decir más con menos y afecta a mayor número de experiencias: se renueva con cada lectura, se enriquece con cada sensibilidad; en cada par de ojos y de oídos atentos teje una malla por donde esparcir sus manifestaciones. Si cuando alguien deja de creer en las hadas un hada cae muerta, por el contrario, cuando un cerebro discierne la aventura de un cuento y un corazón se conmueve, se le concede a este una nueva prórroga, porque ya tiene un lugar más donde vivir.

Otros dos cuentos completan esta mano, cuya escritura sigue un itinerario parecido al de los anteriores: no es necesario redundar en la idea de que hay que descifrarlos con intuición de quiromante.

Los cuentos infantiles a lo largo del transcurso de la humanidad son muy recientes. Las fábulas, los poemas, las hazañas, los milagros se contaban en grupo y, aunque se daba por hecho que no pertenecían al mundo real, nadie los cuestionaba porque transmitían una memoria genuina y, común, más allá de las convenciones del momento o de la manipulación de la historia. Cada cual lo gozaba según su nivel de comprensión y su grado de fantasía. Como la poesía, su cualidad inherente consiste en que el mismo acontecimiento guarda un secreto personalizado. Por eso, sirviéndome del lenguaje de los cuentos he podido reflejar distintas preocupaciones contemporáneas, haciéndolas intemporales o poner de relieve las contradicciones que nos rigen sacándolas fuera de su contexto. Esto ayuda a evitar el panfleto, el dogma, el escrito tendencioso; porque no hay una única manera de leer las señales y afrontar su realidad. Siguiendo el consejo de las parábolas, «el que tenga oídos que oiga y el que quiera entender que entienda», a su manera, a su necesidad, a su alcance: reflexionando o soñando, da lo mismo, porque el cuento jamás te pide cuentas.

 

ANA ROSSETTI

UNA MANO DE SANTOS

LA CUEVA DE LA DONCELLA

 

Esto era de cuando las doncellas permanecían en las cuevas de los dragones hasta que un caballero las rescataba. Ninguna estaba allí mucho tiempo, es verdad; a menudo, nada más el dragón comenzaba a descerrajar las mandíbulas, aparecía un caballero, le rebanaba la cabeza al dragón y se llevaba a la doncella para convertirla en buena esposa y prolífica madre de familia.

Claro que, a veces, el caballero se retrasaba y entonces la doncella tenía que entretener al dragón. Para ello, dadas las dimensiones que las cuevas solían tener, solo les era permitido contar con un arpa, porque la música amansa a las fieras, o con una rueca, porque entre su zumbido y el girar del huso las hipnotizaba.

Pero la doncella de esta historia no contaba ni con una cosa ni con la otra. Con arpa no porque, cuando le tocó el turno a su hermana Rosaura, la muy boba se la dejó en la cueva con gran disgusto de todos, pues era un arpa de familia y se la habían estado pasando de madres a hijas desde el tiempo en el que el rey David la inventara. Y con rueca tampoco, pues estaban prohibidas en ese reino desde lo de la Bella Durmiente. Así que no tuvo otra solución que descolgar el tapiz de la cabecera de su cama, enrollarlo y tirar para adelante con él en ristre. Era un tapiz muy curioso con muchas figuras extrañas y, desde que ella podía recordar, se había pasado las noches contándose historias sobre los dibujos. Las historias se entrelazaban, se agrupaban o se expandían inquietantes siguiendo los colores de los hilos. Entre el parpadeo de la lámpara de aceite ella adivinaba manchas raras que a veces eran ojos, lenguas, frutas, pájaros o navíos en animada acción. Nada de lo que pudiera soñar dormida podía comparársele a los fabulosos mundos que entreveía despierta.

Pues bueno, una vez que entró en la cueva nuestra doncella, el dragón se preparó para dar buena cuenta de su persona, pero entonces ella desenrolló una esquinita del tapiz. Solo la esquinita, porque desde luego estaban muy estrechos y no había sitio para nada.

—Veo veo —se puso a decir, pero apenas había comenzado a interesar al dragón cuando en la tierra retumbaron los cascos de un caballo, señal de que un caballero estaba al llegar.

Ella enseguida despejó todo, se sacudió las faldas, se ahuecó los pliegues, se colocó las trenzas en su sitio, se pellizcó las mejillas, se mordió los labios y se puso en posición de rezar para que la sorprendieran como Dios manda.

Y en esto que cesó el galope y a la entrada de la cueva relampagueó un escudo y se inflamó una espada, y el dragón cesó de relamerse y se dio la media vuelta para atacar, y el caballero retrocedió para coger carrerilla y entonces la doncella, que estaba mirando de reojo para no perderse nada, se dio cuenta de que el tal caballero no era caballero, ni muchísimo menos, porque no resaltaba en su armadura ni en su escudo ninguna divisa de caballería.

La divisa, según el diccionario, es una señal exterior para distinguir personas, grados u otras cosas. O sea, que lo mismo puede ser un logotipo o una marca o el distintivo de un club de fútbol o los colores de una ganadería, y basta con convenirlo y registrarlo. Pero en caballería esta señal es el «blasón» del escudo de armas, y un escudo de armas no se improvisa así como así. Cada figura, cada color, significa «honor y gloria» por las hazañas y méritos de su dueño y, por lo tanto, uno debe ganárselo a pulso.

Contra los dragones solo valen la espada de la Verdad y el escudo de la Virtud con su blasón correspondiente, equipamiento al que, sin estar armado caballero, como queda dicho, no tiene acceso nadie. Y aún más, si se consiguen estas cosas por cualquier otro procedimiento, no reportarán ninguna utilidad porque la Verdad y la Virtud no son talismanes, sino cualidades que se adquieren mediante el ejercicio y la perseverancia. Comprar todas las medallas olímpicas que haya adornará mucho la vitrina de alguien, pero no le van a hacer batir ningún récord; ni el falsificar títulos académicos servirá para insuflar ciencia alguna al que los cuelgue en su despacho.

Por eso, la doncella, al tanto del peligro que su presunto salvador corría, decidió intervenir: le dio con el tapiz enrollado un mandoble al dragón que lo dejó, por lo pronto, fuera de combate.

—Deteneos —gritó a continuación la doncella, interponiéndose para cerrar la entrada—. Deteneos y no oséis introducir vuestra espada en este lugar, pues no está ungida y os puede suceder cualquier desgracia horrible.

El no-caballero frenó justo a tiempo, descendió del caballo, se arrodilló ante ella, levantó la visera de su yelmo y dejó ver el dulce ámbar de sus ojos, su nariz delicada, la playa de sus mejillas, el hoyo del mentón y sus labios firmes como los bordes de una concha púrpura.

—Señora —dijo él con mucha educación—, me llamo Jorge y si me concedéis el alto privilegio de entrar en vuestra cueva...

—De ningún modo. No estáis entrenado para ciertas cosas —le atajó la doncella.

—Ya lo sé —admitió Jorge—, pero nadie nace sabiendo y alguna vez hay que dar el primer paso.

—Pero nunca delante de un precipicio —respondió la doncella, juiciosa.

—Vos merecéis mi suerte, sea cual sea —dijo Jorge, galante.

—A mí no me hagáis responsable de vuestro destino —replicó la doncella, molesta por semejante atrevimiento—. No soy de esa clase de persona.

—¡Por favor! —suplicó Jorge—. ¡Permitidme que os deba mi gloria o mi muerte!

—Me parece muy arriesgado contraer tales deudas con alguien al que no se conoce de nada —se obstinó la doncella.

—Hacedme la merced de aceptar mi vida en prenda a cambio de vuestro rescate —se obstinó a su vez Jorge—. Quiero ser caballero. Dadme una oportunidad y seré vuestro para siempre.

—Bastante hemos hablado —le interrumpió ella sin dejarse impresionar y, ni corta ni perezosa, metió uno de sus piececitos en la boca del dragón, que estaba traspuesto todavía, para que el tal Jorge viera que era capaz de dejarse devorar y todo lo que fuera menester, antes que comprometerlo en una empresa de la que podía salir muy mal parado.

Y, por lo tanto, el muchacho desistió y, sin perder más el tiempo, se dirigió hacia otros territorios donde su afán de adquirir experiencia caballeresca tuviera más ocasiones.

Se marchó, pues, Jorge, y por el camino encontró otra cueva con su doncella y su dragón rugiente. Ninguno de los dos le puso mayores problemas que los propios de las circunstancias y se prestaron a colaborar en el experimento. Con lo cual, en menos de un cuarto de hora, él se llevó a la grupa a la una, tan ricamente, después de haberle tajado al otro sus siete terroríficas cabezas. Gracias a los méritos de esta valerosa hazaña, estuvo en grado de armarse caballero, portar divisa propia y convertir a la doncella en cuestión en buena esposa y prolífera madre de familia. Y se dispusieron a vivir felices, como suele suceder en los cuentos cuando ya se acaba el cuento, en un castillo de seis torres, un torreón y el blasón correspondiente esculpido sobre la puerta principal.

Pero, bueno, esto no tiene nada que ver con nuestra primera doncella, que se encontró con que el dragón volvía a revivir y a querérsela merendar, así que, con mucha paciencia, desenrolló de nuevo la esquinita del tapiz para seguir engatusándolo con el veo-veo.

No se sabe cuánto tiempo pasó, pero la doncella consiguió que el dragón se aficionara a las figuras del tapiz y, como era tan difícil extenderlo, hasta él mismo ayudó a cortarlo pedacito por pedacito para que fuera más manejable. El dragón con sus uñas puntiagudas sacaba los hilos de la trama como para hacer vainicas, y entonces ella podía cortar sin torcerse con las tijeritas del neceser. No había mencionado antes el neceser, pero se entiende que, si una puede cargar con arpas y ruecas, qué le puede estorbar un neceser, sobre todo cuando existe la probabilidad de pasar la noche fuera de casa.

En el neceser había un gran surtido de imperdibles por si acaso el dragón, en un momento de descuido de ella o de vehemencia de él, le hacía algún desgarrón pudiese la doncella remediar el desperfecto antes de que el caballero se percatara. Es cierto que, como cada vez que se le cortaba la cabeza se volvía a regenerar hasta llegar a siete, había tiempo sobrado para hacerse una costura en condiciones. Lo que pasa es que con la cueva ocupada y entre una cosa y otra no había ni luz ni manera para enhebrar una aguja tranquilamente y, a pesar de que lo de los imperdibles era una reverendísima chapucería, se trataba de un caso de emergencia sin discusión.

Con estos imperdibles la doncella fue uniendo las piezas del tapiz en grupos, como si fuesen libros. Cada uno trataba de una historia distinta, según sus matices cromáticos, los accidentes de su trama y los vericuetos de sus cenefas. Había historias de sirenas y tesoros, de monstruos y hechiceros, de estrellas y navíos, de bandidos y fantasmas. Pero la que más le gustaba al dragón era una que trataba de ellos, o casi.

 

 

—Veo veo —empezaba la doncella.

—¿Qué ves? —respondía obediente el dragón.

—Veo lejos, muy lejos, un condado próspero y feliz.

—¿Y qué más?

—Esta es la gente, que es muy laboriosa y vive en paz con su prójimo.

La doncella iba señalando con el dedo siguiendo los contornos de colores:

—Las casitas..., los pozos..., los árboles..., los rebaños de ovejas pastando..., las lavanderas en el río..., el molino de viento..., las vereditas de romero..., las abejas...

—¿Y qué más?

La doncella, muy muy despacito, iba pasando las páginas.