Una mente en paz - Joshua P. Hochschild - E-Book

Una mente en paz E-Book

Joshua P. Hochschild

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Beschreibung

En las dos últimas décadas, las tecnologías han traído cambios profundos que afectan a nuestra paz mental. Atravesamos una crisis mundial de atención, en la que la información nos sobrepasa, socava la verdadera comunicación con los demás y nos deja angustiados, intranquilos, aburridos, aislados y solos. Estas páginas ofrecen un remedio, probado por el tiempo, con el que recobrarás la paz y el orden de tu mente en un entorno tecnológicamente avanzado. Con la sabiduría de los mejores pensadores de la historia podrás identificar y cultivar los rasgos del carácter que necesitas para sobrevivir a la saturación mediática. Sus autores no proponen una retirada del mundo, sino una guía práctica para lograr el autodominio y la calma, gracias a unas elecciones sabias y a unas acciones ordenadas en medio del caos.

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CHRISTOPHER O. BLUM JOSHUA P. HOCHSCHILD

UNA MENTE EN PAZ

Cómo ordenar el alma en la era de la distracción

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: A Mind at Peace

© 2017 by Sophia Institute Press

© 2023 de la edición traducida por Diego Pereda

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15 - 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6396-8

ISBN (versión digital): 978-84-321-6397-5

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Respira en mí, oh Espíritu Santo,

para que todos mis pensamientos sean santos.

Actúa en mí, oh Espíritu Santo,

para que mi trabajo también pueda ser santo.

Atrae mi corazón, oh Espíritu Santo,

para que solo ame lo que es santo.

Fortaléceme, oh Espíritu Santo,

para que defienda todo lo que es santo.

Guárdame, oh Espíritu Santo,

para que siempre pueda ser santo. Amén.

[Oración de san Agustín]

ÍNDICE

Prólogo

Introducción

PARTE I VIVIR BIEN

1. Autoconscientes

2. Puros de corazón

3. Tenaces

4. Pobres de espíritu

5. Fiables

6. Nobles

PARTE II SENTIR BIEN

7. Resistentes

8. Atentos

9. Cuidadosos

10. Creativos

11. Perspicaces

12. Experimentados

PARTE III PENSAR BIEN

13. Estudiosos

14. Verdaderos

15. Razonables

16. Decididos

17. Sabios

18. Humildes

Epílogo: La paz suprema

Agradecimientos

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epçigrafe

Comenzar a leer

Agradecimientos

Notas

PRÓLOGO

Señor Jesús, que me conozca a mí y te conozca a ti.

[San Agustín]

ES FAMOSA LA DEFINICIÓN de san Agustín de la paz como «la tranquilidad del orden», e intuimos la verdad de esta afirmación. Sabemos que, si tenemos orden —en las distintas dimensiones de nuestra vida, en la unión de cuerpo y alma, de intelecto, voluntad y pasiones—, entonces alcanzaremos la paz, sin que importen las dificultades que nos rodeen. Por eso mismo también somos conscientes de que, si carecemos de orden interior —si estamos a malas con nosotros mismos—, entonces el exterior, por grande que sea, no nos apaciguará.

Vivimos en una cultura esquizofrénica; igual que ansiamos la paz, deseamos las distracciones mundanas. Nos encantan las bendiciones de la era digital: el big data, la conectividad, las emisiones en directo y demás, aunque al mismo tiempo sintamos que nos falta quietud, y busquemos una tregua en la sobrecarga de información y comunicación. Pretendemos disfrutar a la vez de las promesas de la época digital y del hábito de recogernos, o del minfulness, según la expresión de moda. Cada vez es más evidente la dificultad para tener ambos, para estar conectados y concentrados.

Las herramientas se interponen en el camino. Ocurre con todas, por descontado: si estamos utilizando un martillo no podemos estrechar una mano. Si cortamos madera, no escribimos una carta. Sin embargo, lo que vivimos ahora es distinto, porque nuestras herramientas, las nuevas tecnologías digitales, son un obstáculo en el trayecto hacia nosotros mismos. La irrupción de lo digital en todas las esferas de la vida nos ha desconectado de esto o de aquello, pero también del yo personal. Pensar, razonar, ver y tocar han adquirido un significado nuevo.

En el fondo, parecería que la humanidad hubiese adoptado la forma de la tecnología. Los teléfonos inteligentes fueron diseñados para la mano del hombre, donde encajan por su tamaño, forma y uso, pero ahora somos nosotros los que tratamos de encajar en los dispositivos digitales. Son la medida de todas las cosas, y los llevamos siempre con nosotros, al trabajo, en el coche, en el avión, en el tren… Recurrimos a ellos sin cesar («Hay una aplicación para eso»), hasta el punto de definirnos según sus términos. «Externalizamos» la memoria y «procesamos» en lugar de pensar. La mirada humana, que debería recrearse en la Creación, ya solo mira a través de las pantallas y, para muchas personas, el tacto solo sirve cuando estas son táctiles.

Por otra parte, la salvación tiene la medida del hombre. Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros (Juan 1, 14). Dios no nos exige que nos elevemos a su nivel, sino que bajó al nuestro para que las simples criaturas pudiésemos recibir su gracia y verdad. El lenguaje de la salvación es el de los sentidos: ¡Escucha, Israel!... ¡Gustad y ved qué bueno es el Señor!... Este es el Cordero de Dios… Tomad y comed… La economía sacramental de la Iglesia depende de los actos más simples: derramar agua, ungir con óleo, comer el pan, beber el vino, pronunciar votos.

El salmista reconoce a Dios como salutare vultus mei, «salvación de mi rostro» (Salmos 42, 6; 12; 43, 5), como un resumen perfecto. Ser humano quiere decir tener rostro, poder relacionarse y, en definitiva, contemplar la gloria de Dios. El pecado nos lo arrebata, hace que nos retraigamos y nos alejemos de los demás, nos oculta, en efecto, el rostro. Debemos recuperarnos a nosotros mismos y «dar la cara».

En cierto sentido, la tecnología actual nos ha dejado sin cara y nos ha desconectado de nuestro yo, escondiéndonos detrás de las pantallas. También en este sentido es Dios la «salvación de mi rostro». Cuando las herramientas nos obstaculizan y olvidamos qué significa ser humanos, Él puede recuperarnos.

Este no es un libro sobre tecnología, porque trata de cómo recuperarnos a nosotros mismos para encontrar la paz. Hay numerosos estudios interesantes sobre los peligros digitales, pero esta obra es distinta, más profunda y práctica. La crisis exige una filosofía sensata, una explicación clara de la naturaleza humana, para que seamos capaces de reconciliarnos con nuestro yo. No basta con reparar en que la tecnología puede perjudicarnos, también debemos conocer el bien: el bien que nos forma y lo que es bueno para nosotros. La crisis exige teología, porque hemos sido creados por Dios y para Dios, y solo Él nos restaura. Por último, la crisis necesita de consejos prácticos, para que la filosofía y la teología no se queden en lo teórico y tengan impacto en nuestras vidas.

Christopher Blum y Joshua Hochschild han entrelazado todos los elementos en este libro, pequeño pero contundente, sabio en su comprensión de lo que significa ser humanos, certero en el poder de Dios para salvarnos y simple en sus tácticas para progresar. No habla solo de «desconectar», sino de reconectar con Dios y, de paso, con nosotros mismos. Que sus lectores sean muchos, y que les ayude a conocer la paz que Él nos prometió.

PAUL SCALIA

Corpus Christi, 2007

INTRODUCCIÓN

Os dejo la paz, mi paz os doy.

[Juan 14, 27]

¿TE HAS ARREPENTIDO alguna vez de enviar un correo electrónico, un mensaje o una publicación? ¿Has olvidado una cita recientemente, cuando hace uno o dos años la habrías recordado sin problemas? ¿Te sorprendes divagando cuando deberías estar atendiendo a la tarea o a la persona que tienes delante?

¿Y qué ocurre con el uso del tiempo? ¿Te cuesta evitar el impulso de comprobar el teléfono o el correo cada pocos minutos? ¿Te incomoda estar solo y tienes que hacer algo para no aburrirte? ¿Dedicas mucho tiempo a navegar por internet o a leer las últimas noticias? ¿Te das atracones de series o estás siempre jugando una partida más en la consola? ¿Estás tan preocupado por las redes sociales que no dejas de ver las actualizaciones, los estados y los «me gusta»?

¿Sueles ponerte más enfermo o estás más nervioso que en el pasado? ¿Te intranquiliza estar a tu aire? ¿Te sientes descentrado, distraído, falto de descanso? ¿Te agradan menos que antes la conversación, la lectura y la oración?

Si has respondido a varias de estas preguntas con un sí pesaroso, debes saber que no estás solo y que hay solución, para tu consuelo. Es posible recuperar el orden y la paz mental, pensar con más claridad y atender mejor. Los santos y sabios pueden enseñarte, y este libro tratará de acercarte sus consejos.

La bondad esencial de la paz apenas debe reivindicarse en una época caracterizada por la ansiedad creciente. Hay un coro de voces cada vez mayor que advierten de la influencia de los medios digitales en nuestra forma de vivir, sentir y pensar. En su éxito de ventas1. La conocida profesora de estudios tecnológicos Sherry Turkle afirma que los hábitos de uso digitales nos están volviendo «inseguros, aislados y solitarios», y ha advertido contra la tendencia de buscar consuelo en las máquinas2. En3. Adam Gazzaley, neurocientífico, y Larry D. Rosen, psicólogo, han documentado y analizado los efectos de «emplear cerebros antiguos en un mundo hipertecnológico»: ansiedad, aburrimiento, pérdidas de memoria, mala gestión de los objetivos y una carencia generalizada de control cognitivo4.

Otros muchos autores, de otras disciplinas y con distintas perspectivas, han contribuido a evaluar las consecuencias de la introducción de las nuevas y potentes tecnologías digitales en algunas de las áreas más íntimas y significativas de nuestras vidas. Según vayan desarrollándose y cambiando, alterando aún más el entorno social, cabe esperar que las tendencias ya detectadas continúen; la conclusión general es irrefutable: la tecnología moderna presenta un desafío impresionante para nuestro bienestar interior.

Hoy estamos menos enraizados, y nos manipulan con mayor facilidad, nos distraemos más y estamos más preocupados que hace tres décadas. No es una progresión saludable, y la pérdida del equilibrio mental y espiritual amenaza lo que más importa: el trabajo, la capacidad de tomar decisiones, el autoconocimiento y las relaciones con los demás y con Dios. Cada vez se vuelve más evidente que los hábitos de uso de la tecnología inciden en el sufrimiento interior5. Hay que actuar, pero la solución no parece tan simple como apagar y desconectar, al menos para la mayoría. Lo que necesitamos es enfocar el autodominio con una mirada tan profunda y amplia que nos permita navegar por la época digital salvaguardando la paz interior.

Durante siglos, las comunicaciones humanas han experimentado varias revoluciones extraordinarias y, hasta la fecha y a largo plazo, todas han pervivido. No podríamos imaginar un mundo sin el alfabeto, la escritura o la imprenta, ni recrear de un modo realista un mundo en ausencia de las comunicaciones a larga distancia, posibles gracias al teléfono y el telégrafo, o las públicas, nacidas en el siglo xx de la mano de la radio y la televisión.

Muchos de nosotros, por el contrario, sí que recordamos el mundo antes del ordenador, de internet y del teléfono móvil. La revolución digital contemporánea data, como mucho, de hace treinta años y, en algunos casos —por ejemplo, en el de los teléfonos inteligentes y las redes sociales— es bastante más moderna. Esta revolución marcará también un cambio cultural permanente, cuya magnitud es más difícil de pronosticar.

Este libro se dirige a quienes se encuentran preocupados y desconcertados por la época digital en la que estamos. Aunque no pierda de vista las tecnologías digitales, trata sobre todo de examinar las cualidades del carácter que se han de cultivar para sobrevivir en este ecosistema de saturación mediática. En primer lugar, es un recordatorio de lo que el género humano siempre ha sabido acerca de cómo avanzar, suave pero persistentemente, hacia el control sano de las facultades internas para sentir, comprender, escoger y celebrar el bien y la verdad. No es una apología de la retirada del mundo tal y como lo conocemos, sino una guía práctica para recuperar la paz interior mediante elecciones sabias y acciones ordenadas.

En su día, era moneda común considerar la paz interior como un premio a la vida virtuosa, a una vida sensitiva saludable y bien dirigida, a la claridad mental capaz de distinguir las causas de las cosas en un mundo en cambio, y a un corazón que se elevaba a Dios con frecuencia. Esta visión ha dado forma a las páginas que siguen, cuyo fin puede identificarse con esta metáfora cotidiana del apóstol Santiago: «El labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la venida del Señor está cerca» (Santiago 5, 7–8). Si algo precisamos en estos tiempos es renovar el corazón en medio de las angustias que lo acechan. Para san Francisco de Sales, el «mayor mal que puede ocurrirle a un alma», además del pecado, es sucumbir a la ansiedad. «Si nuestro corazón se turba y preocupa», explicaba, «perderá tanto la fuerza precisa para preservar las virtudes adquiridas como los medios para resistirse a las tentaciones del enemigo»6. Siguiendo esa línea, este libro es una guía para redescubrir los aspectos de la sabiduría secular que puede restaurar la paz en nuestras almas.

Una mente en paz es fruto de las conversaciones, a veces por correo electrónico, entre dos educadores católicos que han dedicado sus carreras a acercar a los estudiantes de hoy la sabiduría de la extensa reflexión tradicional de la Iglesia sobre la filosofía, la teología y la espiritualidad. Aunque no hemos coincidido en la misma institución desde que terminamos el doctorado, nuestra experiencia frente a los desafíos de la cultura contemporánea ha sido similar, y ha desembocado en la convicción de que la tradición intelectual católica atesora principios para el discernimiento que resultan vitales.

Este libro trata de reflexionar acerca de esos principios, y está dividido en tres secciones. En la primera se habla de las virtudes que conducen al orden en las acciones externas y en los apetitos que nos mueven a actuar. La segunda aborda las facultades sensibles, asediadas por los medios de comunicación, y la tercera examina las capacidades interiores más poderosas: la voluntad y el intelecto. Cada capítulo concluye con una breve selección de citas de la Escritura o de un clásico espiritual, aptas para la meditación o la oración, a las que se añaden varias preguntas para examinarse, y que servirán para formular resoluciones prácticas, asequibles y realistas con las que acercarnos al gozo de la paz interior.

Parte IVIVIR BIEN

1.AUTOCONSCIENTES

Te doy gracias por tantas maravillas;

prodigio soy, prodigios son tus obras.

[Salmo 139, 14]

LA PAZ ES PRESENCIA. Sabemos por las Escrituras que la paz es una perfección, un don de Dios, un estado positivo, dinámico y saludable, sea entre las personas o en el alma. San Agustín decía que la paz es la tranquilidad del orden1. No es un vacío ni una ausencia o un estado pasivo; más bien se trata de un reposo dentro de un estado activo. El orden es orden de algo, la disposición correcta de algo presente y real. Incluso en términos políticos sería un error considerar que la paz es la mera ausencia de actos violentos o destructivos: la verdadera paz política es una armonía dinámica entre estados o naciones. La paz es la existencia de una acción armónica.

Aquí trataremos de la paz personal, sobre todo de la mente, el corazón y el alma, que atañe de forma distintiva al ser humano. Por eso comenzaremos reflexionando sobre lo que distingue al hombre. Poseemos cualidades propias, y la plenitud exige que estén ordenadas. En este sentido, comprender qué es la verdadera paz equivale a entender qué son la felicidad o la libertad, y para ello es preciso fijarse en las acciones esenciales del ser humano y en cómo pueden alcanzar su plenitud o perfección.

Comenzaremos por lo que no somos. No somos máquinas. Los robots ejecutan acciones que han sido determinadas por los estímulos mecánicos y eléctricos que se les aplican. Aunque empleemos metáforas propias de las máquinas para describir la actividad humana, y viceversa, sabemos que existe una diferencia insalvable entre nosotros y ellos. En el mejor de los casos, la inteligencia artificial replica las consecuencias de la inteligencia humana en su conducta, pero no la inteligencia en sí. Cuando programamos un ordenador para que aprenda o para que hable, no estamos creando una inteligencia viviente. La computadora que sabe y recuerda, en realidad, ni sabe ni recuerda; da igual lo convincente que resulte cuando dice «Te amo» o «No quiero morir», porque el hecho de que sea un robot hace que no creamos en su sinceridad. Nadie piensa que las máquinas sean capaces de mostrar un vínculo personal, angustia por la mortalidad ni ninguna otra inquietud humana.

A diferencia de los ordenadores, tenemos sentimientos, emociones y conciencia de nuestro entorno. Cuando una persona busca la paz, en gran medida se debe a que esos sentimientos, emociones y percepciones requieren de disciplina, coordinación y orden. Sin orden, la atención se vuelve difusa, distraída, confusa, sospechosa e ineficaz. Con orden, la atención está concentrada y dirigida, es fiable y da fruto. Dedicaremos varios capítulos a explorar los distintos niveles de las emociones y sentimientos, y a la forma de ordenarlos y dirigirlos adecuadamente. No obstante, somos mucho más que nuestros sentimientos y, si no somos máquinas, tampoco somos animales. Una vida ordenada no depende del instinto o de los condicionamientos conductuales. Debemos asumir la responsabilidad de alcanzar el orden del alma, que es la paz verdadera. Tenemos agencia —la capacidad de actuar—, y somos los responsables de ordenar nuestras acciones hacia un fin conocido. A diferencia de las máquinas y de otros animales, por tanto, nosotros sí podemos hablar de autodominio o de autocontrol. Elegimos, gobernamos nuestra actividad y sentimos la responsabilidad de hacerlo bien, por mucho que nos tiente ignorarlo. Este poder, el de elegir y actuar, es la clave para alcanzar la paz.

Los filósofos sostienen que somos animales racionales, y los teólogos que fuimos creados a imagen de Dios. Ambas afirmaciones pueden desarrollarse en extenso, pero en el fondo recogen una idea común sobre lo que distingue al ser humano. Somos únicos en el mundo natural porque podemos controlar a sabiendas nuestros actos, y porque compartimos la inteligencia providente. En resumen: nos diferenciamos de animales y máquinas en que actuamos con responsabilidad porque somos conscientes de los fines.

Esta chispa humana, la racionalidad, más que una habilidad para teorizar o calcular es una agencia racional, el conocimiento fundamentalmente humano de la acción intencional. Desde una perspectiva bíblica, ese destello del hombre es divino, imagen de la inteligencia y la voluntad perfectas. Al ejercer la agencia humana para gobernar nuestros actos, participamos activamente en la agencia divina que gobierna el universo entero.

Somos conscientes de lo que hacemos y nos responsabilizamos por ello. Evaluamos a nuestros semejantes humanos según sus actos, esto es, según si emplean de un modo adecuado su razón y su voluntad. Culpamos a quien elige lo que está mal, y podemos compadecernos de quien actúa así por ignorancia. Criticamos a quien carece de fuerza de voluntad y alabamos al que discierne y persigue voluntariamente un buen fin. De hecho, los ordenamientos legales solo tienen sentido cuando toman en consideración la capacidad de actuar con inteligencia y libertad. Un juez no determina únicamente los hechos de la conducta externa, sino el estado mental y las intenciones de quien actúa.

Podemos y debemos juzgar las acciones, los actos ajenos. Esa persona, ¿es generosa o trata de manipularme? ¿El choque ha sido accidental o voluntario? También juzgamos nuestras acciones, y deliberamos sobre el qué y el cómo deberíamos actuar. Sopesamos las motivaciones y las intenciones, buscamos que nos perdonen nuestras faltas y confesamos nuestros pecados.

La paz es una perfección de la capacidad humana de obrar que solo se alcanza mediante lo que elegimos hacer. Hasta el joven rico, que lo tenía todo, sabía que le faltaban la paz y la felicidad verdaderas que acompañan a la vida eterna, y por eso preguntó: «¿Qué he de hacer?» (v. Mt 19, 16). En este libro se verá cómo encontrar la paz personal que nace cuando se escoge y actúa bien, y para eso estudiaremos de cerca cómo ordenar las acciones. La felicidad no es cuestión de buenas intenciones, sino de entender y responder de un modo adecuado a las emociones, al medio y a los que nos rodean. Una persona que funciona bien no es aquella que resulta simpática o que deja una huella significativa en el mundo, sino la que se hace cargo de su situación, discierne las acciones que puede emprender y elige las mejores de forma sistemática.

El primer paso, por lo tanto, consiste en recordar que podemos elegir cómo actuar, que las acciones individuales y la vida activa y fructífera son indispensables para nuestra paz. Por eso hemos comenzado recordando nuestra condición de agentes y la imposibilidad de alcanzar la paz sin saber que todos nosotros, como seres humanos, podemos descubrir y perseguir unos objetivos específicos.

Hemos de asumir que somos agentes; por muy obvio que resulte repetirlo, no hay que olvidar que una de las causas de desasosiego actuales, un obstáculo para la paz, es esa especie de olvido de nuestra capacidad de actuar. Hay ideas e influjos que pretenden acorralarnos en la inactividad. Existen fuerzas que tratan de acallar la responsabilidad ante nuestros actos, desviándonos de la obligación de actuar o tentándonos para que ignoremos que somos capaces de hacerlo con un propósito definido.

Uno de los responsables es la mala filosofía. El relativismo, la postura de quienes asumen que no hay verdad, ni bien o mal, ni posibilidad de juzgar una acción como correcta o incorrecta, implica una visión insostenible para los sabios. Igual que hoy, en la Antigüedad el desmentido era categórico: ¿se precipitaría un relativista en el abismo que se abre ante él? Por supuesto que no, pero incluso los que no se adhieren totalmente al relativismo pueden asumir una versión más sutil, que afirma que el juicio sobre los actos humanos no es más que una opinión, lo contrario de un hecho. En su ensayo clásico, La abolición del hombre, C. S. Lewis denuncia el peligro de este relativismo blando, que reduce los juicios de valor a una simple expresión de sentimientos subjetivos y de herramientas con las que influir en los demás.

Ha habido críticos culturales que han identificado diversas formas en las que la cultura de masas moderna se comporta como si el ser humano no fuese en realidad agente de sus actos. La mentalidad burócrata, la terapéutica y la consumista describen, cada una a su manera, un patrón cultural en el que se trata a las personas como objetos manipulables, irresponsables de sus acciones. Nos reímos de las versiones exageradas de esta tendencia, como los residentes vagos, superficiales y embobados de la nave espacial Axdiom de la película animada Wall–E, en la que los robots son unos agentes más decididos a buscar su plenitud que los seres humanos. Pero lo hacemos con nerviosismo, incluso con vergüenza, porque nos reconocemos en la descripción, que caricaturiza la posibilidad, real, de que nos volvamos ciegos ante nuestra capacidad de actuar.

También la tecnología sofisticada puede oscurecer la conciencia de ser agentes, aunque en algunos casos sí que nos otorgue más poder, al extender o concentrar el alcance de nuestros actos. Sin embargo, es común observar que, una vez integradas las máquinas en los patrones de conducta, podemos sentir que nos dan forma2. Para emplear bien una herramienta se precisan habilidades y virtudes, pero las tecnologías no solo fortalecen nuestra agencia, sino que sustituyen esas habilidades y virtudes al permitirnos obtener resultados sin esfuerzo y sin sentido de la responsabilidad. Esta cualidad, que ya se había detectado, ha adquirido una dimensión específica en la época digital. En la investigación de Sherry Turkle sobre el uso de los teléfonos inteligentes y las redes sociales llama la atención que, cuando se pide a sus usuarios —sobre todo a los más jóvenes— que identifiquen los malos hábitos, las dinámicas insanas y el egoísmo y narcisismo que manifiestan al usar las tecnologías digitales, sean capaces de hacerlo, pero al mismo tiempo mantengan unas conductas a las que ya se han acostumbrado. Este es un síntoma clásico de adicción, que es una disminución de la agencia, una desviación patológica de la libertad por el surco de la compulsión. Sabemos que hay diseñadores de lo digital —aplicaciones, juegos, redes sociales— que inducen deliberadamente a la adicción aplicando los estudios más punteros sobre neurología y psicología para que los usuarios se enganchen a sus productos.

Para resistirse a la adicción y superarla el primer paso es ser conscientes, con honestidad, de que somos agentes con responsabilidad hacia los demás. El adicto debe asumir que su conducta es patológica y que necesita ayuda. Ese mismo reconocimiento ya es un avance hacia la recuperación de la agencia. Cuando un adicto se da cuenta de su problema y cede (por ejemplo, con el típico programa de rehabilitación en doce pasos) ya está manifestando que es responsable ante un bien o un fin mayor, Dios mismo, que puede ayudarle a reorientar sus actos.

Es bien sabido que Occidente, pese a su alto grado de salud y bienestar, o precisamente por él, presenta unos índices inusualmente elevados de depresión y de otras psicopatologías, que se manifiestan como una sensación de flaqueza de la voluntad o de parálisis para la acción. Desde un punto de vista teológico, es posible afirmar que el «mal innombrado de nuestra época» es la acedia o pereza, que no es simple indolencia, sino desánimo, sopor o desesperación, un sentimiento de falta de sentido y de impotencia3. En el Purgatorio de Dante, cada uno de los siete pecados capitales se purga con oración y con un castigo que purifica. El pecado de quienes no se mueven por amor, y cuyo sentido de la agencia ha sido degradado por la acedia, se remedia con la acción más simple y primitiva: correr. El alma, al insistir en hacer algo ejerciendo su voluntad, recuerda y fortalece su poder y recupera el ímpetu. Virgilio le explica a Dante en ese lugar del purgatorio el poder distintivo del alma humana, su verdadera libertad:

Para acordar con este otros impulsos, todos tenéis una virtud innata que controla la entrada y la admisión.