Una Navidad para la novia del jeque - Abby Green - E-Book

Una Navidad para la novia del jeque E-Book

Abby Green

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Beschreibung

Descubriendo su inocencia… El jeque Salim Al-Noury prefería abdicar antes de ensuciar su trono con sus oscuros secretos. Hasta que contrataron a una bella diplomática para que lo convenciese de reconsiderar su decisión… La Navidad era una época dolorosa para Charlotte McQuillan, así que trabajar en el extranjero durante esa época le había parecido la mejor solución, pero Salim iba a ser su cliente más complicado, ya que su virilidad despertaba en la ingenua Charlotte placeres inimaginables. Salim no tardó en darse cuenta de que él solo no podía soportar el peso de la corona, y lo primero que iba a hacer era convertir a Charlotte en su reina de Navidad.

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Seitenzahl: 178

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Abby Green

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una Navidad para la novia del jeque, n.º 2886 - octubre 2021

Título original: A Christmas Bride for the King

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-206-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

LA CASTIGADORA ducha de agua caliente que el jeque Salim Ibn Hafiz Al-Noury acababa de darse no había conseguido aliviar el vacío que reinaba en su interior después del encuentro nada satisfactorio que acababa de tener con una de sus amantes. No era culpa de ella, que era una mujer impresionante y que, además, aceptaba que fuese una relación sin ningún tipo de ataduras.

No se relacionaba con mujeres que no aceptasen aquellas normas porque había construido su vida alrededor de una independencia que había cultivado desde que tenía memoria, empezando por distanciarse de su propia familia y su pesada herencia. Se había distanciado también de los dolorosos recuerdos, de los conflictos emocionales y de las relaciones, que solo podían conducir a un sufrimiento insoportable.

Salim y su hermano, Zafir, habían sido educados de manera fría y calculadora, para heredar dos reinos vecinos: Jandor, país en el que había nacido y reinado su padre y en el que ellos habían nacido y crecido junto a la hermana gemela de Salim, Sara; y Tabat, país de origen de su madre.

Los dos países habían estado en guerra durante cientos de años, pero habían llegado a un acuerdo de paz cuando su madre, la princesa de Tabat, se había casado con el nuevo rey de Jandor y estos habían prometido criar a sus hijos para que gobernasen ambos países de manera que la paz de la zona estuviese siempre asegurada.

Cuando su padre había fallecido, un año antes, Zafir, que era el hijo mayor, se había convertido en el rey de Jandor, lugar en el que siempre se había sentido más a gusto que Salim.

Pero él todavía tenía que subir al trono de Tabat y la presión para que lo hiciera era cada vez más fuerte.

Se puso una toalla alrededor de la cintura, molesto con el rumbo que habían tomado sus pensamientos e ignoró el remordimiento de conciencia que le causaba saber que era una situación con la que tenía que lidiar.

Había evitado hacerlo durante mucho tiempo dedicándose a construir un vasto imperio empresarial, con activos inmobiliarios, de medios de comunicación y altas tecnologías de los que no podía desvincularse tan fácilmente. De los que no quería desvincularse. Y, al mismo tiempo, si era honesto consigo mismo, sabía que por fin había conseguido un nivel de éxito y de seguridad que podían permitirle desvincularse, si tenía que hacerlo.

El vapor de la ducha empezó a desaparecer y Salim se miró al espejo. Por un instante, la cansada expresión de cinismo de su rostro lo sorprendió. Sus ojos azules contrastaban con la oscuridad de su piel, la mandíbula fuerte estaba cubierta por una barba incipiente.

Estudió la estéticamente agradable simetría de sus rasgos sin ninguna satisfacción, le recordaban a otros rasgos, la versión femenina de los suyos. Salvo que aquel rostro estaba congelado en el tiempo, ya que su hermana había fallecido con tan solo once años.

Una parte de Salim se había roto de manera irreparable aquel día: el corazón. Y, con él, cualquier ilusión de invencibilidad o de que el mundo pudiese ser un lugar benigno. Había perdido a su alma gemela con la muerte de Sara y no quería volver a sentir semejante sufrimiento nunca más.

Por un instante, el recuerdo del cuerpo inerte de su hermana y de su rostro tan pálido le cortó la respiración. Y eso que había pasado mucho tiempo. Diecinueve años. Salim había vengado su muerte, pero eso no le había traído la paz, sino un inmenso vacío dentro.

Se agarró al lavabo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Entonces, un sonido insistente lo sacó de sus pensamientos.

Entró en el dormitorio de su ático de Nueva York y vio la luz de su teléfono móvil, que estaba encima de la mesita de noche, encendida. Lo tomó, vio de quién se trataba y se le encogió el pecho mientras sentía una mezcla de emociones entre las que predominaba la culpa. Se sintió tentado a dejar que saltase el buzón de voz, pero supo que eso solo sería retrasar lo inevitable.

–Hermano. Qué alegría tener noticias tuyas –respondió.

Zafir dejó escapar un gruñido.

–Llevo semanas intentando contactar contigo –le dijo–. Maldita sea, Salim, ¿por qué haces esto? Nos lo estás poniendo muy difícil a todos, incluido a ti mismo.

Salim hizo caso omiso de las palabras de su hermano y contestó:

–Tengo entendido que debo felicitarte. Siento no haber podido ir a la boda.

Zafir suspiró.

–Lo cierto es que no esperaba que vinieras, Salim, pero me habría gustado que conocieras a Kat. Ella quiere conocerte.

El tono de voz de su hermano hizo que a Salim se le encogiese el corazón todavía más. Se había esforzado tanto en apartar de Zafir de su vida que en esos momentos le parecía imposible salvar el abismo que había entre ambos. ¿Y por qué sentía, de repente, la necesidad de hacerlo?

Intentó contener aquel impulso y le dijo que no le debía nada a su hermano, ni a su cuñada, la reina de Jandor, tampoco.

–No tengo tiempo para charlar, Zafir. ¿Por qué me has llamado?

–Sabes muy bien por qué te he llamado. Llevas demasiado tiempo evitando cumplir con tus responsabilidades. En Tabat llevan más de un año esperando a que te conviertas en rey, tal y como estableció el testamento de nuestro padre.

Antes de que a Salim le diese tiempo a reaccionar a aquel preciso resumen de su situación, Zafir continuó hablando.

–Tabat está a punto de hundirse en el caos. No se trata solo de ti, Salim. Son muchas las personas que van a sufrir si no se restaura el orden pronto. Ha llegado el momento de que asumas tu responsabilidad. Eres el rey, te guste o no.

Salim sintió ganas de replicar que no conocía a nadie que tuviese menos de rey que él. Su vida estaba muy alejada de la política y de la realeza. Y él nunca había pedido asumir aquel papel que le habían impuesto desde su nacimiento. Él rechazaba el orden establecido del mismo modo que su hermano lo había aceptado.

–No puedes evitarlo, Salim. Es tu destino y si no te enfrentas a él vas a mancharte las manos de sangre –prosiguió Zafir.

«Su destino». La ira de Salim se disipó al pensar en el destino de su hermana. ¿Había sido este el de fallecer tan joven?

Después de lo que le había ocurrido a Sara, Salim ya no creía en el destino. Él creía que cada persona se construía su propio destino. Eso era lo que él había hecho durante toda la vida.

Miró hacia el horizonte, el sol de finales del otoño se estaba poniendo sobre Manhattan, bañándolo todo de un suave resplandor rosado. Era precioso, pero Salim no se conmovió.

Vio volar un halcón, majestuoso y letal, que giraba la cabeza de un lado a otro en busca de su próxima presa. Estaba muy lejos de su hábitat natural, pero se había adaptado a la vida de la ciudad como los seres humanos.

Le vino un recuerdo a la memoria, de Sara y él en el desierto, con sus halcones. Sara había levantado el brazo para hacer volar al suyo mientras se burlaba del de Salim y decía que era demasiado vago… Tan feliz, tan inocente…

–¿Salim?

La voz de su hermano rompió el silencio y Salim supo que no podía seguir evitando lo inevitable.

–Está bien –le respondió en tono serio–. Iré a la coronación.

Y al hacerlo se aseguró en silencio que cortaría los lazos con su supuesto destino y con el pasado para siempre.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CHARLOTTE Mcquillan fue de un lado a otro del despacho vacío y se miró el reloj por enésima vez. El rey, Salim Ibn Hafiz Al-Noury, o técnicamente el rey, porque sería coronado tres semanas más tarde, ya la había hecho esperar una hora.

Aunque todo el mundo sabía que no quería ser rey y era lo mínimo que había podido esperar de aquel enfant terrible que, además, era multimillonario y tenía fama de playboy.

Charlotte conocía la reputación del jeque Salim Ibn Hafiz Al-Noury, pero someramente. Odiaba las revistas del corazón porque había salido en ellas años atrás, como protagonista de un escándalo, pero sabía que el futuro rey era muy guapo y viril, y que tenía la capacidad de convertir todo lo que tocaba en oro.

Tenía fama de conquistador y también de ser un hombre despiadado, y de haber amasado una fortuna y enorme éxito en todos los ámbitos empresariales a los que dedicase su atención.

Charlotte se acercó a una ventana cercana, con vistas a un interminable mar de arena que se extendía bajo el cielo azul. El sol era un llameante orbe y ella se estremeció ligeramente con el aire acondicionado mientras imaginaba lo despiadado que sería su calor sin una sombra en la que cobijarse. Había estado a punto de derretirse mientras iba desde el avión hasta el coche del jeque que había estado esperándola para llevarla a palacio.

Tenía la piel clara y el pelo rojizo, y nunca le había gustado exponerse demasiado al sol, pero allí estaba. Porque aquella había sido una oportunidad para escapar de Londres justo antes de Navidad y la había querido aprovechar.

Decir que no era su época preferida del año era quedarse corta. Odiaba la Navidad, con todas sus lucecitas y su forzada jovialidad, porque era la época del año en la que todo su mundo se había venido abajo y ella se había dado cuenta de que la felicidad y la seguridad eran solo una ilusión que podía resquebrajarse en cualquier momento.

Y, sin embargo, al mirar por la ventana y ver aquel paisaje tan diferente del de Londres, no se sintió aliviada, sino que sintió una punzada. O, peor, un anhelo.

Porque, a pesar de todo, había una pequeña y traicionera parte de ella que deseaba tener una Navidad como la que se celebraba en las películas románticas y en las postales en las que aparecían familias felices. Ella pasaba el día de Navidad sola, con el rostro cubierto de lágrimas mientras veía por enésima vez Milagro en la ciudad o Qué bello es vivir, pero ese era un secreto que se llevaría a la tumba.

Se dio la media vuelta e intentó aplacar aquel anhelo y se distrajo estudiando el enorme despacho del rey en el que, si hubiese seguido bien el protocolo, jamás deberían haberla permitido entrar sola. Suspiró.

Debía de haber sido un lugar impresionante tiempo atrás, con sus enormes murales, del suelo al techo, cuyas escenas parecían sacadas de un libro de mitología árabe, pero que en esos momentos estaban bastante descoloridas.

Todo lo que Charlotte había visto hasta el momento de Tabat y de la capital que llevaba el mismo nombre tenía un aire de gloria pasada y abandono, pero la había cautivado con sus pequeñas calles serpenteantes, sus edificios de piedra y el río que bajaba desde las montañas e iba a desembocar al mar de la vecina Jandor.

Era un país rico en recursos naturales, sobre todo, petróleo, pero sus infraestructuras necesitaban seriamente una modernización, lo mismo que otros aspectos del país, como la educación, el sistema de gobierno, la economía… Necesitaba con urgencia un líder preparado para asumir la titánica tarea de llevarlo al siglo xxi. Tabat tenía un gran potencial y había que explotarlo.

A ella la había contratado el rey Zafir de Jandor para que asesorase a Salim Al-Noury en el ámbito de la diplomacia y de las relaciones internacionales, pero hacía dos semanas que había aceptado el trabajo y ni el jeque ni nadie habían devuelto sus llamadas ni le habían proporcionado información.

Charlotte volvió a mirarse el reloj. Hacía más de una hora que esperaba y se sentía frustrada y molesta, y cansada del viaje. Se acercó a donde había dejado su maletín, dispuesta a salir de allí y preguntarle a alguien dónde estaba su habitación, pero en ese momento se abrieron las enormes puertas y entró un hombre.

A pesar de que Charlotte había visto fotografías suyas en Internet, el jeque Salim Ibn Hafiz Al-Noury era impresionante en persona e hizo que se quedase sin habla por primera vez en su vida.

Para empezar, era más alto de lo que había imaginado, mucho más alto. Tenía los hombros muy anchos, lo mismo que el pecho, las caderas estrechas y las piernas largas. Eran un hombre grande y Charlotte no se lo había imaginado tan imponente físicamente. Daba una imagen de fuerza y poder.

Llevaba el pelo moreno despeinado y tenía una cara muy guapa a pesar de que no estaba recién afeitado. Tenía los ojos tan azules que Charlotte pensó al verlos en el cielo que había visto por la ventana. Su boca era de una sensualidad desconcertante y contrastaba con los duros ángulos de su cuerpo.

Vestía una camisa blanca y amplia que no disimulaba en absoluto sus pectorales y unos pantalones de montar que se ceñían a sus musculosos muslos de un modo que solo podía describirse como provocador. Calzaba botas de piel.

Fue solo entonces cuando Charlotte se dio cuenta del olor a caballo y a algo más, a sudor masculino, que le resultó sorprendentemente sensual. Horrorizada, se dio cuenta de que estaba reaccionando ante él como si no estuviese en su sano juicio.

Él frunció el ceño.

–¿Señora McQuillan?

Ella asintió, casi sin darse cuenta de que la había llamado señora en vez de señorita.

–¿Se marchaba?

Charlotte consiguió salir por fin de aquella inquietante inercia en la que se había sumido su cuerpo al verlo y lo miró a los ojos.

–Llevo esperando más de una hora, Majestad, pensé que no iba a venir.

Él la censuró con la mirada.

–Todavía no soy rey.

Luego, clavó la vista en las manos de Charlotte, que agarraban con fuerza el maletín. Ella se obligó a relajarlas.

–¿Le han ofrecido un refrigerio?

Charlotte negó con la cabeza.

El rey, no, el jeque Al-Noury volvió hacia la puerta y llamó a alguien. Un chico vestido con una túnica larga y un turbante apareció en ella. Era el mismo que había conducido a Charlotte hasta allí. Parecía aterrado. Escuchó lo que le decía el jeque en su lengua materna y salió corriendo.

Cuando Charlotte se dio cuenta de lo que el jeque había dicho, comentó en tono airado:

–¡Eso era innecesario! ¿Cómo iba a saber que tenía que ofrecerme algo, si debe de tener unos doce años? Tenía que haber venido a recibirme un adulto. ¿Dónde están sus empleados?

El jeque Al-Noury se giró hacia ella muy despacio, arqueó una ceja y se apoyó en el marco de la puerta mientras se cruzaba de brazos. La crítica de Charlotte no parecía haberlo incomodado.

–¿Habla árabe?

Ella asintió de manera brusca.

–Entre otros idiomas, pero eso no importa…

Él se puso recto.

–Lo siento, tenía que haberla recibido yo, pero me he entretenido en los establos, con la llegada de un nuevo purasangre, regalo del jeque Nadim Al Saqr de Merkazad. Estaba un poco nervioso después del viaje y ha habido que tranquilizarlo.

El jeque Al-Noury había atravesado el amplio despacho antes de que a Charlotte le hubiese dado tiempo a poner en orden sus ideas. Se olvidó de que sus disculpas no le habían parecido sinceras y volvió a quedarse hipnotizada con la gracia con la que se movía su cuerpo. Nunca había visto a un hombre moverse así, con tanta sensualidad.

Él, que estaba sirviendo un líquido ambarino en un vaso, la miró por encima del hombro.

–¿Quiere tomar algo?

Charlotte sintió que tenía la garganta tan seca como el desierto que los rodeaba.

–Solo agua, por favor, si es posible.

Él le dio un vaso de agua helada, y Charlotte volvió a sentirse bloqueada. Tomó el vaso y sus dedos se tocaron. Sintió un chispazo y se llevó el vaso a los labios por hacer algo. No le gustó la sensación.

El jeque Al-Noury le señaló la silla de la que ella acababa de quitar el maletín para marcharse.

–Siéntese, señora McQuillan.

Él rodeó el escritorio y se sentó al otro lado, levantó los pies para apoyarlos encima y los cruzó a la altura de los tobillos. Charlotte lo miró con sorpresa al ver que adoptaba una postura tan poco respetuosa y se olvidó de sentarse.

El jeque le dio un sorbo al vaso que tenía en la mano antes de mirarla y arquear una ceja.

–Imagino, por la expresión de su rostro, que estoy a punto de recibir mi primera clase de diplomacia y etiqueta.

Charlotte apartó su mirada horrorizada de la desgastada suela de sus botas.

–En general, se considera un insulto exponer la suela de los zapatos a un invitado en cualquier parte del mundo.

Él no cambió de postura, se encogió de hombros.

–Bueno, en esta parte del mundo tenemos maneras mucho más ingeniosas de insultar a la gente. No obstante, no pretendo insultar a mi asesora en cuestiones de etiqueta.

Levantó las piernas, lo que hizo que Charlotte volviese a fijarse en sus muslos antes de que desapareciesen detrás del escritorio. Casi sintió pena por no poder seguir viéndolos y eso la molestó.

–Soy mucho más que una asesora en cuestiones de etiqueta, jeque Al-Noury –replicó–. Soy experta en relaciones internacionales y en diplomacia, con un máster en Relaciones en Oriente Medio. Hablo siete idiomas y acabo de terminar con éxito un trabajo para el rey Alix Saint Croix, asegurando una transición sin incidentes después de su vuelta al trono…

Charlotte se interrumpió y tomó aire.

El jeque Al-Noury casi no movió ni un músculo.

–Señora McQuillan.

–Y no soy señora, sino señorita –le corrigió ella.

El jeque la miró de arriba abajo con sus brillantes ojos azules y ella sintió calor.

Él esbozó una sonrisa de medio lado y le dijo:

–Discúlpeme por el error. Me temo que he dado por hecho…

Se sentó más recto y volvió a señalar la silla que había enfrente de él.

–Por favor, siéntese, señorita McQuillan. Me está poniendo nervioso, cerniéndose así sobre mí.

Charlotte dudó que hubiese nada que pudiese poner nervioso a aquel hombre y sintió ganas de marcharse de allí dando un portazo. ¿Por qué la hacía sentirse como una madre que lo estuviese reprendiendo? ¿Y por qué la molestaba aquello tanto?

Ella solía tener la mente siempre fría. Sabía que daba una imagen bastante conservadora, pero en su trabajo era muy importante parecer siempre elegante y refinada. Y no dar pie a ninguna posible ofensa o provocación.

Se sentó a regañadientes, sintiendo que le apretaba la falda y que el botón de la camisa se le clavaba en el cuello. Nunca había estado tan incómoda con aquella ropa, que parecía haber encogido de repente sobre su cuerpo.

Él dejó el vaso en el escritorio y añadió:

–Mire, no pongo en duda sus credenciales. El rey Alix Saint Croix en persona me ha llamado para recomendarla. Mi hermano la ha contratado a pesar de mis protestas. Yo tenía que haberla avisado de que no se molestase en venir, pero me temo que estaba muy ocupado atendiendo mis negocios. No obstante, me aseguraré de que regrese al Reino Unido de inmediato y, por supuesto, recibirá el salario acordado al completo.

El total menosprecio de aquel hombre por ella y su trabajo enfadó a Charlotte todavía más.

–Dado que ha sido su hermano quien me ha contratado, me temo que es el único que puede rescindir el contrato –le respondió ella, obligándose a hablar en tono falsamente dulce.

El jeque Al-Noury frunció el ceño, pero eso solo realzó la bella simetría de sus rasgos.

–¿De verdad me está diciendo que prefiere quedarse trabajando en un país situado en medio del desierto, en una ciudad que se queda sumida en la oscuridad cuando falla la electricidad, en vez de volver a las comodidades del primer mundo y disfrutar de la Navidad? Mi coronación está prevista para un par de días antes de esta, pero le aseguro de que no le dará tiempo a volver a casa para las fiestas. Tal vez no esté casada, pero estoy seguro de que la espera alguien.

Charlotte tardó unos segundos en asimilar sus palabras.