Una nueva deuda - Diario de un soltero - La mejor elección - Lissa Manley - E-Book

Una nueva deuda - Diario de un soltero - La mejor elección E-Book

Lissa Manley

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Beschreibung

Una nueva deuda Jessica Steele Lydie Pearson creía que era ella la que imponía las reglas cuando le pidió a Jonah Marriott que la ayudara a salvar la propiedad de su familia. Al fin y al cabo, el padre de Lydie había ayudado a Jonah a levantar su negocio, ¿acaso no era justo que le devolviera el favor? Lo que no sabía Lydie era que Jonah ya no tenía ninguna deuda con su familia. Aun así, él la ayudó porque era un tipo honesto... La sorpresa llegó cuando Lydie se enteró de que ahora era ella la que le debía una fortuna a él... Y la única manera en la que quería saldar la deuda era casándose. Diario de un soltero Lissa Manley La misión de concertar citas a ciegas para los solteros más deseados de la ciudad y luego escribir sobre dichas citas no debería haber sido nada difícil para una reportera experimentada como Erin James. Pero el primero de su lista no quería participar en el artículo. Jared Warfield cumplía todos los requisitos: era guapo, encantador y, además, era el rico propietario de una cadena de cafeterías. Pero en él había mucho más, como la pequeña que había adoptado... y a la que quería proteger de los medios. Sin embargo, Erin se daba cuenta de que, cuanto más sabía de aquel hombre, más deseaba que formara parte de su artículo... y de su vida. La mejor elección Margaret Way Nada habría impedido que Toni Streeton regresara a Australia para asistir a la boda que uniría a su hermano con la influyente familia Beresford. Cuatro años en Europa habían pulido su excepcional belleza, convirtiéndola en una seductora tentación para Byrne Beresford, que dirigía con mano férrea el vasto imperio ganadero de su familia. Toni estaba espectacular con su vestido de dama de honor, y a Byrne cada vez le costaba más resistirse a ella. Pero una boda no podía llevar a otra.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 571 - marzo 2024

 

© 2003 Jessica Steele

Una nueva deuda

Título original: A Paper Marriage

 

© 2003 Melissa A. Manley

Diario de un soltero

Título original: The Bachelor Chonicles

 

© 1998 Margaret Way Pty., Ltd.

La mejor elección

Título original: Beresford’s Bride

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004, 2003 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-614-5

Índice

Portada

Créditos

Una nueva deuda

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Diario de un soltero

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

La mejor elección

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Lydie iba conduciendo preocupada mientras se dirigía a casa de sus padres en el condado de Buckingham. Algo pasaba. Algo muy serio. Lo supo en el mismo instante en el que escuchó la voz de su madre al teléfono.

Su madre no solía llamarla; normalmente, era ella la que telefoneaba.

–Quiero que vengas ahora mismo –le dijo su madre, nada más descolgar el teléfono.

–Pero si voy a ir el sábado a la boda de Oliver –le recordó Lydie.

–Te quiero aquí antes.

–¿Me necesitas para algo?

–Sí.

–Oliver... –comenzó a decir.

–No tiene nada que ver con tu hermano, ni con su boda –la interrumpió su madre–. Los Ward-Watson saben arreglárselas muy bien para que todo salga perfecto.

–¿Es papá? –preguntó alarmada–. ¿No estará enfermo, verdad?

Su padre era un hombre muy tranquilo y amable, actitud que contrastaba con la lengua afilada de su madre.

–Físicamente está bien, como siempre. Pero está preocupado. Últimamente, no duerme muy bien.

–¿Qué lo preocupa tanto?

Hubo un momento de silencio.

–Te lo contaré en cuanto llegues –le dijo su madre.

–¿Por qué no puedes decírmelo ahora? –presionó Lydie.

–En cuanto vengas. No voy a discutirlo por teléfono.

¡Por Dios santo! ¿Quién pensaría su madre que estaba escuchando?

–Llamaré a papá a la oficina –decidió Lydie.

–Ni se te ocurra. No quiero que sepa que me he puesto en contacto contigo.

–Pero...

–Además, tu padre ya no tiene oficina.

–¿Qué? ¿Se puede saber qué diantre está pasando?

–Cuelga el teléfono y ven a casa –dijo su madre cortante y colgó.

Su primera intención fue volver a llamarla. Después, se lo pensó mejor y decidió llamar a su padre. No hacía falta que le dijera nada sobre la llamada que acababa de recibir; le diría que lo llamaba para saludarlo.

Unos cuantos segundos después, comenzó a sentirse realmente preocupada. Al llamar al número del trabajo de su padre, una operadora le decía que ese número no existía. «... tu padre ya no tiene oficina», le había dicho su madre.

Lydie colgó el teléfono y fue a buscar a la mujer para la que trabajaba. Aunque, a decir verdad, Donna se parecía más a una hermana que a una jefa. La encontró en el salón con sus hijos Sofía, de un año, y Thomas, de tres. Formaban una familia feliz y Lydie sabía que le iba a dar mucha pena cuando tuviera que dejarlos después de tres años cuidando a los niños.

–¿Han llamado por teléfono? –preguntó con una sonrisa.

–Era mi madre.

–¿Va todo bien?

–¿Qué pasaría si me marchara una semana antes de lo previsto?

–¿Hoy? –preguntó mientras la sonrisa se le borraba de la cara–. Me vendría fatal.

–Estarás bien, lo sé –le aseguró Lydie.

De esa conversación ya habían pasado unas horas. Lydie llegó a casa de sus padres y se dio cuenta de que hacía mucho que no iba por allí. Llevaba a Beamhurst Court en la sangre y cuando se tuvo que marchar para trabajar de niñera, hacía cinco años, le había dado mucha pena.

El primer trabajo que tuvo empezó a ir mal cuando el padre de la niña a la que cuidaba comenzó a hacerle proposiciones deshonestas. Cuando se marchó de allí, se fue a cuidar a Thomas, el niño de Donna y Nick Cooper. Pero ahora tenía que dejarlos. Después de tener a su segundo hijo, Donna había decidido dejar de trabajar y encargarse ella misma del cuidado de los pequeños.

–¿Qué opinas? –le había preguntado Donna a Lydie.

–Si eso es lo que tú quieres...

Donna se quedó pensativa.

–Siempre me he sentido culpable por perderme los dos primeros años de Thomas –le respondió. Eso lo aclaraba todo.

Habían quedado en que Lydie se marcharía el próximo jueves, para ir a la boda de su hermano, pero había tenido que adelantar la marcha. Sabía que no le costaría mucho encontrar otro trabajo, pero echaría de menos a los Cooper.

Al llegar a la casa a la que tanto amaba, se paró un momento para disfrutar del sentimiento que la embargaba. Un día la casa sería para su hermano, eso siempre lo había sabido; pero eso no evitaba que se sintiera feliz cada vez que volvía.

Entonces, recordó que su madre estaba esperándola y comenzó a ponerse nerviosa. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero parecía ser muy serio.

Dejó el coche junto a la entrada. No se pondría a buscar trabajo hasta que se enterara de lo que estaba pasando allí.

Cuando entró en casa, no tuvo que buscar mucho. Su madre estaba en la entrada con la señora Ross. Lydie besó a su madre y saludó al ama de llaves.

Después de los saludos, la mujer se dirigió hacia la cocina para preparar un té y Lydie siguió a su madre hacia el salón.

–¡Has tardado en venir! –se quejó su madre con aspereza.

–¡Mamá, tenía que hacer las maletas! –se defendió Lydie, aunque no pensaba discutir con ella; tenía cosas más importantes en la cabeza–. ¿Qué está pasando aquí? Llamé al despacho de papá y...

–Te dije que no lo hicieras –la interrumpió su madre enfadada.

–No le habría dicho que me habías llamado. Si hubiera tenido la oportunidad. Pero me resultó imposible, su número está dado de baja. ¿Dónde está papá? me dijiste que ya no tenía oficina, pero eso es imposible. Durante años...

–Tu padre no tiene oficina, porque ya no tiene empresa –dijo Hilary Pearson cortante.

Lydie abrió sus preciosos ojos verdes sorprendida.

–¿Que no...? –se atragantó. Intentó protestar, pensar que su madre estaba bromeando, pero la cara enfadada de su madre le mostró que la situación no tenía ni pizca de gracia–. ¿Ha vendido la empresa?

–¿Venderla? ¡Se la han quitado!

–¿Quién? ¿Qué ha pasado?

–El banco. Se lo han quitado todo. Ahora van detrás de la casa.

–¿Detrás de Beamhurst? –preguntó horrorizada.

–Todos sabemos que estás enamorada de esta casa. Pero, a menos que tú hagas algo, nos obligarán a venderla para pagar las deudas.

–¿Yo? –preguntó sorprendida.

–Tu padre te pagó la mejor educación... Totalmente desaprovechada. Ya es hora de que tú hagas algo a cambio.

Lydie sabía que ella era un fracaso para su madre. Sin preocuparse por el carácter tímido de su hija, Hilary Pearson se había mostrado exasperada cuando Lydie, una chica de sobresalientes, había decidido ser niñera.

Ahora Lydie ya no era tan tímida, aunque todavía seguía siendo bastante reservada.

Miró a su madre con incredulidad. Ella nunca había pedido que la mandaran interna a un colegio caro. Había sido una decisión de su madre.

–Tengo unos cuantos miles de libras que me dejó la abuela. Puedo dejárselo a papá, por supuesto, pero...

–Ese dinero no lo puedes tocar hasta que tengas veinticinco años. De todas formas, necesitamos mucho más que eso si no queremos que nos echen.

¡Echarlos! ¡De Beamhurst! ¡No! No podía creérselo. No podía creer que las cosas estuvieran tan mal. Las casa llevaba en la familia muchas generaciones. Era impensable que se la fueran a quitar.

–Le he dicho a tu padre que si se queda sin la casa, se queda sin mí.

–¡Madre! –exclamó Lydie, enfadada con su madre por el comentario. Aunque sabía que nunca abandonaría a su padre.

En aquel momento, entró al señora Ross con la bandeja del té.

Mientras su madre servía la infusión, Lydie se obligó a tranquilizarse. Aceptó la taza que su madre le estaba ofreciendo y se sentó enfrente de ella.

–Por favor, cuéntame qué ha estado pasando.

–Hace seis meses...

–¿Seis meses? ¡Pero si yo estuve aquí hace cuatro y todo iba bien!

–Eso fue lo que tu padre quiso que pensaras. Dijo que no había necesidad de que te enteraras. Que te preocuparías de manera innecesaria, que ya se le ocurriría algo a él.

–Pero no ha logrado solucionarlo –dedujo ella.

–La empresa ya no existe y el banco quiere su dinero.

A Lydie le estaba costando asimilarlo. Ellos siempre habían tenido dinero. ¿Qué podía haber sucedido para que lo perdieran todo?

¡Y ella sin enterarse de nada!

–¿Pero, qué ha pasado con el dinero? ¿Y por qué Oliver no...?

–Bueno, naturalmente, Oliver necesitaba ayuda con su negocio –dijo su madre a la defensiva como si ella estuviera acusando a su hermano de algo–. ¿Por qué motivo no iba tu padre a invertir en él? No se puede empezar de la nada y esperar que el negocio vaya bien. Además, la familia de Madeline son gente de dinero y no podíamos dejar que Oliver fuera por ahí como si no tuviera un centavo.

Lo cual debía significar que solo podía llevar a Madeline a los mejores restaurantes, independientemente de lo que costaran, pensó Lydie.

–Yo no estaba diciendo que Oliver hubiera... se hubiera llevado el dinero. Solo iba a decir que por qué no me había dicho nada.

–Si te acuerdas, Oliver y Madeline estaban de vacaciones en Sudáfrica la última vez que estuviste aquí. Pobre Oliver, trabaja tanto... Necesitaba ese mes de vacaciones.

–¿Su empresa va bien, verdad? –preguntó Lydie y recibió otra mirada amarga de su madre.

–De hecho, ha decidido, dejar el negocio.

–¿Quieres decir que también se ha ido al garete?

–¡Hija! ¿Tienes que ser tan vulgar? ¿Para qué nos gastamos tanto dinero en tu educación? ¿Para nada? –la reprendió su madre–. Muchas empresas se empeñan para seguir trabajando... –le aclaró–. A tu hermano le resultaba muy duro seguir manteniendo la empresa a flote y la dejó. Cuando vuelvan de su luna de miel, Oliver empezará a trabajar con los Ward-Watson –dijo con una sonrisa, la primera que le había visto Lydie desde que llegó–. No me extrañaría que pronto lo hicieran director.

Aquello sonaba muy bien, pero no les sacaba de la situación en la que estaban.

–Me imagino que eso significa que no va a devolverle a papá el dinero.

Su madre la miró con reprobación.

–Va a necesitar todo el dinero que pueda conseguir para mantener a su mujer. Madeline está acostumbrada a un nivel de vida muy alto, ¿sabes?

–¿Dónde está papá? –preguntó Lydie, intentando no pensar en nada. Sentía dolor de corazón por el hombre orgulloso que había trabajado tanto durante toda su vida–. ¿Está en la finca?

–¿Qué finca? Lo ha vendido todo. Ya solo queda esta casa. Y le he dicho que no pienso moverme de aquí.

«¡Dios santo!» Lydie se llevó la mano al pecho; parecía que el asunto estaba mucho peor de lo que se había imaginado.

–¿Cuánto le debe al banco?

–No mucho. Pero todavía queda un acreedor. El banco le ha dicho que si el viernes no reciben las cincuenta mil libras, vendrán por la casa. ¿Te lo imaginas? Caeríamos en desgracia. Y vaya tragedia ahora que se va a casar tu hermano.

–Cincuenta mil no parece demasiado dinero.

–Lo es cuando no lo tienes. Ni tampoco tienes manera de conseguirlo. Aparte de la casa, no tenemos nada. ¿Cómo vamos a pedir dinero sin nada que lo avale? Nadie va a dejarnos nada. Aunque, tu padre nunca lo pediría.

Lydie se quedó pensativa.

–¡Los cuadros! –exclamó–. Podríamos vender algunos de los cuadros...

–¿No me has oído lo que te he dicho? Lo hemos vendido todo. No queda nada. Absolutamente nada.

La madre de Lydie estaba a punto de llorar. Lydie nunca la había visto así. Aunque nunca había sido una mujer muy cariñosa con ella, su preferido siempre había sido su hermano, seguía siendo su madre y la quería.

Lydie se acercó a ella de manera impulsiva.

–Lo siento. Lo siento mucho.

Entonces recordó que su madre le había dicho que ella podía hacer algo para devolver todo lo que habían hecho por ella.

–¿Hay algo que yo pueda hacer? –preguntó; pensando que podía pedir que le adelantaran el dinero de la herencia. Aunque no era mucho. Solo le quedaban dos años para cumplir los veinticinco y quizá el banco aceptara. La respuesta de su madre la dejó sin habla.

–Puedes ir a ver a Jonah Marriott –dijo con claridad–. Eso es lo que puedes hacer.

Lydie la miró con sus ojos verdes muy abiertos.

–¿Jonah Marriott? –dijo con la voz muy débil.

Solo lo había visto una vez en la vida y de eso hacía siete años. Sin embargo, no había olvidado a aquel hombre tan guapo.

–¿Te acuerdas de él?

–Vino una vez –respondió ella–. ¿No le dejó papá dinero?

–Sí –respondió la mujer–. Ya ahora es el momento de que lo devuelva.

–¿Nunca lo devolvió? –preguntó ella, sintiéndose un poco decepcionada.

–Da la casualidad –continuó su madre– de que el dinero que le dio tu padre es el mismo que necesitamos para pagar al banco. Yo misma iría a verlo, pero tu padre me lo ha prohibido.

Sabía que su padre era muy orgulloso y si había intentado que se lo devolviera y no lo había conseguido, nunca insistiría.

En aquel momento, su padre entró en el salón.

Lydie se quedó sorprendida por su aspecto abatido.

–¡Papá! –susurró de manera involuntaria y se levantó para darle un abrazo.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó el padre, mirando a su madre de soslayo.

–Decidí adelantarme unos días.

El padre volvió a mirar a su mujer con desconfianza.

–¿Te ha estado tu madre poniendo al corriente de todo? –preguntó, como el que no quiere la cosa.

–Esta boda de Oliver parece que va a celebrarse por todo lo alto –dijo ella eludiendo la pregunta.

Durante la siguiente media hora, Lydie observó, de primera mano, la fachada orgullosa que su padre ponía delante de ella. Era deprimente ver su estado de ánimo, el peso que sentía sobre los hombros, la preocupación que parecía empequeñecerlo. Entonces, pensó que ir a ver a Jonah Marriott no le costaría nada si con eso lograba que su padre volviera a ser el de antes. Especialmente, cuando el dinero había sido prestado por un periodo de cinco años, si la memoria no le fallaba.

–Tu habitación está lista –dijo su madre, aparcando la conversación de la boda–. Si quieres puedes subir a refrescarte.

–Tengo algunas cosas que hacer en mi estudio –comentó Wilmot Pearson antes de que ella pudiera decir nada–. Me alegro de verte, Lydie.

En cuanto se hubo ido, su madre volvió al tema prohibido.

–¿Bueno? ¿Lo vas a hacer?

–¿Estás totalmente segura de que no devolvió el dinero? –su madre le dedicó una mirada avinagrada–. Quizá no pueda devolverlo –añadió ella.

Su madre decidió ignorar sus comentarios. En lugar de eso, dijo con desprecio:

–Por supuesto que puede pagar. De sobra. Su padre hizo una fortuna cuando vendió sus almacenes. Ambrose Marriott quizá sea una persona dura, pero no me lo imagino dejándole todo a un hijo y nada al otro. Y, por lo que yo sé, el pequeño tiene una fortuna –la mujer dejó escapar un suspiro–. Y míranos a nosotros.

Lydie miró a su madre. Después miró la hora. Las cuatro y media.

–¿Tienes su número de teléfono?

–¡No puedes hablar de esto por teléfono! –espetó su madre–. Tienes que ir a verlo cara a cara. Tienes que darle la impresión...

–Iba a llamar a su oficina para pedir una cita –la interrumpió Lydie–. Aunque, si adivina para qué quiero verlo, probablemente no me la dé.

–No quiero que tu padre se entere. Será mejor que lo llames desde tu habitación –decidió Hilary Pearson–. Voy contigo.

–¿Electrónica Marriott? –preguntó una voz agradable cuando Lydie marcó el número desde su cuarto.

–¿El señor Marriott, por favor? –dijo con firmeza–. Jonah Marriott –añadió, por si acaso había otros miembros de la familia trabajando allí.

–Un momento, por favor –respondió la telefonista.

A Lydie le dio un vuelco el corazón al pensar que lo iban a pasar con él con tanta facilidad.

–¿Diga? –contestó la voz de una mujer.

–Hola. Me llamo Lydie Pearson. Me gustaría hablar con el señor Marriott.

–El señor Marriott no vuelve hasta el viernes. Yo soy su secretaria ¿si puedo ayudarla en algo? –preguntó la mujer con amabilidad.

–¡Oh! Necesitaba verlo antes. Quizá podría llamarlo a su casa –sugirió, sabiendo de antemano que no iba a lograr nada.

–En realidad, el señor Marriott está de viaje y no volverá hasta el jueves por la noche.

–Volveré a llamar el viernes, entonces –dijo y colgó para enfrentarse a su madre, que quería que le repitiera la conversación palabra por palabra.

–¡Vamos a perder la casa! –gritó–. Lo sé. Lo sé.

Y Lydie, que nuca había visto a su madre perder el control de aquella manera, comenzó a apreciar mejor que nunca lo delicado de la situación. Y comenzó a sentir furia... hacia Jonah Marriott.

–No, no la vamos a perder –dijo con toda la calma que pudo–. Iré a ver a Jonah Marriott el viernes y no saldré de su oficina hasta que me dé el dinero que le debe a papá.

Lydie no tuvo ocasión de cambiar de opinión durante los dos días que siguieron. Su padre parecía cada día más preocupado y andaba más cabizbajo y su madre no dejaba de insistir en que ella era su única salvación.

Durante esos días, toda su furia la dirigió hacia Jonah Marriott. Como si él fuera el causante de todos sus males y de todas sus desgracias. Después de todo, su padre le había dejado dinero de buena fe y él no se había dignado a devolverlo.

Sin embargo, esa furia se atenuaba al recordar la impresión que le había causado aquel hombre en persona.

Cuando vivía en casa, solía ayudar a su padre en el despacho durante las vacaciones. Un día, su padre le dijo que alguien iba a ir a pedirle dinero y le explicó de qué se trataba. Ella tenía dieciséis años y era delgada, larguirucha y muy, muy tímida.

Cuando llegó a casa esa tarde, se encontró a Jonah en el salón.

–Oh, per... perdón –dijo tartamudeando, poniéndose roja como la grana–. No sabía que hubiera alguien aquí.

Él no respondió, pero tuvo la cortesía de ponerse de pie.

Ella volvió a ponerse colorada.

–¿Está esperando a mi padre?

El hombre tenía unos espectaculares ojos azules. Un azul increíble, pensó, recordando cómo la había mirado antes de comentar con una maravillosa voz masculina:

–Si su padre es el señor Pearson, entonces, sí, lo estoy esperando.

Sus piernas le temblaron como si fueran de gelatina. Pero, al mismo tiempo, pensó lo difícil que tenía que resultarle a aquel hombre tener que pedir dinero. Así que, aunque quería desaparecer de allí inmediatamente, decidió confortarlo en lo que pudiera.

–Me llamo Lydie –le dijo–. Lydie Pearson.

–Jonah Marriott –respondió él y extendió la mano.

Con nerviosismo y la cara totalmente teñida de rojo, le estrechó la mano.

–¿Le apetece un té, señor Marriott? –preguntó temblorosa.

Él le sonrió y ella pensó que tenía la sonrisa más maravillosa del mundo.

–No, gracias, señorita Pearson –le dijo él, tratándola como a un adulto.

En aquel momento, entró su padre.

–Perdona por hacerte esperar, Jonah. La llamada era importante –y con una mirada hacia su hija–: Ya veo que has conocido a Lydie. Está a punto de marcharse de su adorada Beamhurst para volver al colegio.

–Seguro que la echará de menos –respondió Jonah mirándola y Lydie volvió a ponerse colorada.

–Bueno, me marcho –se despidió ella, y salió de la habitación.

Y, desde aquel momento, comenzó a estar locamente enamorada de Jonah Marriott.

Aunque nunca lo volvió a ver, intentó estar al corriente de su vida. En aquel entonces, él debía tener cerca de los treinta años y ya estaba en el negocio de la electrónica. Su padre tenía una cadena de supermercados y él se había sentido obligado a trabajar con él. Cuando su hermano pequeño, Rupert, terminó la universidad y dijo que quería trabajar en el negocio familiar, él se sintió libre para embarcarse en su propia aventura.

A su padre no le había gustado la idea. Así que, Jonah había pedido un préstamo para empezar. Había tenido mucho éxito, pero aún le debía dinero al banco cuando decidió agrandar la compañía. Así que, demasiado orgulloso para pedirle a su propio padre, se había acercado a Wilmot Pearson, un reputado hombre de negocios.

El resto era historia, se dijo Lydie cuando se despertó la mañana del viernes. Había dormido fatal y estaba que echaba chispas. Su padre le había dejado cincuenta mil libras a Jonah Marriott, su ídolo durante mucho tiempo, y este nunca le había devuelto el dinero. Y ella iba a hacer algo al respecto. Ese mismo día.

–¿Qué vas a hacer hoy? –le preguntó su padre durante el desayuno.

Tenía unas enormes ojeras y si Lydie había tenido alguna duda sobre lo que debía hacer, esta desapareció al instante.

–Voy a ver a la tía Alice. –respondió.

La tía Alice era la tía de su madre, por lo tanto, la tía-abuela de Lydie. Y aunque su madre pensaba que era un estorbo, ella creía que era una mujer genial.

–¿La vas a llevar tú a la boda, no? Ya sabes que tu madre y yo vamos a pasar la noche con tu hermano en un hotel.

–La verdad es que no quiere pasar la noche fuera. Pero veré qué se pude hacer.

Lydie se puso un elegante traje de chaqueta azul claro, se recogió su melena negra en un moño clásico y sacó su coche para que todos vieran que iba a ver a su tía a Penleigh Corbett, a treinta kilómetros.

Aunque no deseaba ir a Londres a la oficina de Marriott, tenía que hacerlo. Así que, pensó que cuanto antes llegara, mejor. Quizá tuviera que esperar todo el día, pero no le importaba. Si él se negaba a recibirla, pensaba esperarlo fuera. Ese día iba a hablar con ella.

Llevaba todo el día nerviosa, pero, conforme se acercaba a Londres, los nervios se acentuaban. Cuando el tráfico comenzó a hacerse más intenso, aparcó el coche y acabó el trayecto en metro y taxi.

Cuando tuvo el edificio enfrente, sintió verdadero rechazo. Había heredado el orgullo exacerbado de su padre, por lo que para animarse a entrar, tuvo que convencerse de que el dinero no era para ella.

Recordó el aspecto de su padre durante el desayuno y abrió las enormes puertas de cristal. Una vez dentro, se dirigió hacia el mostrador del vestíbulo.

La recepcionista estaba ocupada con una persona.

–... la secretaria del señor Marriott bajará en un momento para recibirlo...

Lydie ya no quiso escuchar nada más. Buscó los ascensores con la mirada y vio que uno comenzaba a bajar proveniente del último piso.

Sin pensar mucho en lo que hacía, se dirigió hacia ese ascensor. Cuando las puertas se abrieron, una mujer atractiva de unos cuarenta años salió y se encaminó hacia el hombre del mostrador. Entonces, Lydie entró y pulsó el botón del último piso.

Sabía que se podía haber equivocado, pero lo más probable era que aquella fuera la secretaria de Jonah Marriott y, si aquello era cierto, en el último piso era donde debía buscarlo.

El ascensor se paró. Ella salió. Se sentía enferma y sabía que aquello era lo más difícil que había tenido que hacer en la vida. El instinto la llevó hacia el final del suelo enmoquetado.

Había puertas a los dos lados del pasillo. Lydie las ignoró y siguió hasta las dos puertas del final. Se paró un instante con la terrible sensación de que no debía estar haciendo aquello. Sin embargo, puso una mano en el picaporte y lo giró.

Cuando la puerta se abrió, vio a un hombre sentado en un escritorio. Se quedó helada, sin saber qué hacer o qué decir. Él la miró y ella sintió que se ponía colorada. Después, él se levantó y se dirigió hacia ella.

El hombre media un metro ochenta. La miró de arriba abajo y, para su total sorpresa, le dijo:

–¿Todavía sigues poniéndote colorada, Lydie?

¡Todavía recordaba sus colores siete años después!

–Soy Ly... Lydie Pearson –se oyó decir como una idiota.

–Ya sé quién eres –le dijo él con dulzura–. Ven y siéntate –la invitó y, tras cerrar la puerta, la tomó del codo.

Antes de darse cuenta, estaba sentada en el sillón delante del escritorio.

–¿No he cambiado nada en estos siete años? –pregunto ella, con la cabeza todavía un poco aturdida.

–Yo no diría eso –respondió él con amabilidad, dedicándole una suave mirada a su cuerpo delgado pero esbelto.

–Elaine, mi secretaria, me dejó en una nota que Lydie Pearson había llamado el martes. Yo recordaba a una morena de ojos verdes con una complexión soberbia. Tenías que ser tú –hizo una pausa–. ¿Todavía eres Lydie Pearson? –preguntó.

Ella tardó unos segundos en entender su pregunta.

–¡Ummm! –murmuró–. No, no estoy casada –respondió y le dirigió una mirada rápida a su mano izquierda–. Veo que a ti tampoco te ha pillado nadie.

Su boca sensual se curvó en una ligera sonrisa.

–Tengo unas piernas largas –le confió.

–¿Corres muy rápido al oír la palabra matrimonio?

Él no respondió. No hacía falta.

–¿Qué tal te va todo?

Lydie apartó la mirada de sus fantásticos ojos azules y miró a la mesa. Ella era una visita inesperada y, por el desorden de su mesa, se deducía que estaba muy ocupado. Sin embargo, actuaba como si tuviera todo el tiempo del mundo para hablar con una persona a la que apenas conocía.

–Eh... esto no es una visita de cortesía –dijo ella de repente–. A mi padre no le han ido muy bien las cosas. Al contrario de lo que parece haberte sucedido a ti.

Jonah asintió, como si ya supiera de qué le estaba hablando. Y, para su sorpresa, le comentó.

–Eso es lo que pasa por no parar de financiar a ese hermano tuyo.

¿Cómo se atrevía a echarle la culpa a Oliver?

–Oliver ya no tiene su negocio.

–Eso le pondrá las cosas más fáciles a tu padre –le dijo Jonah Marriott, todavía con frialdad.

–El negocio de mi padre también ha cerrado –le contestó ella y vio que él, pon fin, la tomaba en serio.

–Lo siento mucho. Wilmot es una firma de primera...

–Más deberías sentirlo –lo interrumpió ella con ardor–. Si hubieras tenido la decencia de pagar tu deuda...

–¿Pagar mi deuda? –la interrumpió él con rudeza, como si no supiera de qué le estaba hablando.

–¿Quieres decir que te has olvidado por completo de que mi padre te dejó cincuenta mil libras hace siete años?

–Por supuesto que no. Si no hubiera sido por tu padre...

–Entonces, ya es hora de que devuelvas ese préstamo –lo interrumpió ella y se puso de pie.

Él también se puso de pie, haciendo un esfuerzo por controlar su sorpresa.

Debía estar extrañado de que ella tuviera tanto arrojo como para entrar en su oficina a pedirle dinero.

–Si mi padre no ingresa ese dinero hoy, los echaran de casa. Mi madre y mi padre perderán Beamhurst Court.

–¿Perderlo?

–Beamhurst Court lleva en la familia cientos de años –le informó ella. Después hizo una pausa–. Sé que mi padre le ha dejado mucho dinero a mi hermano, pero nunca pensó que iría a la quiebra.

–Así que, le pidió dinero al banco y utilizó la casa como aval –dedujo Jonah–. Y cuando la empresa de tu hermano quebró, tu padre tuvo que hacer frente a sus acreedores y se quedó sin dinero para pagar sus propias deudas.

–¿Sabías todo eso? –preguntó ella, sintiendo que se ponía más furiosa.

–No, pero lo deduzco de lo que has dicho. ¿Y qué está haciendo tu hermano al respecto?

Lydie no sabía qué responder. Su padre estaba destrozado, mientras, su hermano no hacía nada.

–No... no he visto a mi hermano. Llegué el martes –se disculpó y trató de excusar a su hermano–. Oliver se va a casar la semana que viene y está muy ocupado con los preparativos. Está en casa de su prometida para ayudar con todo... –su voz se perdió.

–¿Un gran evento?

Lydie sintió vergüenza.

–La familia de la novia va a hacerse cargo de todo –se sintió obligada a admitir–. ¡Mira, nos estamos alejando del tema! Tú le debes dinero a mi padre. Dinero que él necesita, ahora. Es la única opción para quedarse con la casa en la que ha nacido.

–¿Solo necesita cincuenta mil libras? –preguntó él dudoso.

–Mi padre lo ha vendido todo. Incluidas las tierras. Ya solo queda un descubierto por esa suma. El banco sabe que no tiene posibilidad de conseguir el dinero por lo que le han dado hasta hoy o si no... –su voz se quebró–. Y... y tiene un aspecto te... terrible.

De repente, se alejó de él. Se fue a mirar por la ventana para ocultar su pena. Su orgullo nunca sobreviviría si se derrumbaba delante de aquel hombre.

Cuando recobró el control, se dirigió hacia la puerta, sabiendo que no tenía nada que hacer. Aquello había sido un error. Si Jonah Marriott hubiera tenido la intención de pagar aquel dinero, ya lo habría hecho hacía mucho tiempo.

Se encaminó hacia la puerta.

–Obviamente, tu padre no sabe que has venido.

Ella se giró para mirarlo.

–Es un hombre orgulloso –replicó levantando la barbilla.

–Igual que su hija –dijo él, con los ojos fijos en su orgullosa belleza.

Ella no le dijo nada.

–Si alguna vez te cruzas con mi padre, te agradecería que no le dijeras nada –le pidió con frialdad.

Jon Marriott rodeó su escritorio.

–No lo haré, pero creo que va a enterarse.

Cuando ella pensó que se iba a tirar a su yugular, vio que él abría un cajón y sacaba una chequera.

–¿A nombre de quién quieres que extienda el cheque, Lydie?

–¿Vas... vas a pagar? –preguntó ella temblorosa.

Él no le respondió, solo la miró con un bolígrafo en la mano.

–A nombre de mi padre, por favor –dijo ella rápidamente antes de que él cambiara de opinión.

Ya estaba. En un segundo, rellenó el cheque y se lo ofreció. Ella no se atrevía a respirar siquiera, por miedo a que él estuviera jugando a algún juego despiadado. Agarró el cheque y lo inspeccionó. Estaba a nombre de Wilmot Pearson. La fecha estaba bien. Estaba firmado. ¡Pero la cantidad estaba incorrecta! ¡Jonah había escrito cincuenta y cinco mil libras!

–¿Cincuenta y cinco mil?

–El banco cobrará intereses, diarios. Tómalo como intereses por el préstamo.

Ella miró el cheque y lo miró a él. Estaba a punto de darle las gracias cuando se dio cuenta de que no era un cheque de la empresa. Era un cheque personal. Cualquier persona podía firmar un cheque por esa cantidad, per eso no significaba que tuviera dinero en el banco. ¿Se trataría de una broma de mal gusto?

–¿Hay tanto dinero en esta cuenta?

–Todavía no –admitió él–. Pero lo habrá –añadió antes de que ella se pudiera descorazonar– antes de que llegues al banco.

–¿Estás... estás seguro? –preguntó dudosa.

Jonah Marriott la miró fijamente.

–Confía en mí, Lydie –dijo con calma y ella, sorprendentemente, lo hizo.

–Gracias –le dijo, ofreciéndole la mano derecha a modo de despedida.

–Adiós –se despidió él con aquella fantástica sonrisa que ella recordaba tan bien–. Esperemos que no tengan que pasar otros siete años.

Ella también le sonrió. Y aún podía sentir la calidez de su mano cuando salió del edificio. Recordaba sus ojos azules y...

Se lo quito de la mente e intentó concentrarse en lo que iba a hacer; el cheque le quemaba en el bolso. Él le había dicho que el dinero estaría en el banco antes de que ella llegara allí por lo que decidió ir directamente a ingresarlo antes de volver a casa. No le costó mucho encontrar una sucursal e ingresar el cheque en la cuenta de su padre.

¡Oh, Jonah! La casa ya estaba a salvo. Aunque no les quedaba mucha tierra, todavía tenían la casa. Y ahora, si bien su padre no iba a comenzar ningún negocio por su cuenta, tampoco tendría que volver a financiar a su hermano. Seguro que no tendrían problemas para salir adelante. Su madre le había dicho que su padre estaba mirando la posibilidad de trabajar de consultor. Con toda la experiencia que tenía no tendría ningún problema en encontrar trabajo.

Con la seguridad de que todo iba a salir bien, Lydie entró en su casa. Estaba impaciente por darle a sus padres la noticia y ver sus caras de felicidad.

–Aquí estáis –dijo al abrir la puerta del salón. Su padre parecía una sombra del hombre que fue.

Su madre le dedicó una mirada ansiosa, pero, fue su padre el que habló.

–¿Qué tal con la tía Alice?

–Bueno, papá. En realidad, te mentí –confesó ella–. No he ido a ver a la tía Alice.

Su padre la miró sorprendido.

–Para alguien que confiesa haber mentido, pareces muy satisfecha de ti misma –señaló–. Me imagino que sería una mentira por el bien de la humanidad.

–No exactamente –dijo abriendo su bolso para sacar el resguardo del ingreso–. Fui a ver a Jonah Marriott.

–¿Que fuiste a ver a quién? –preguntó sorprendido. Agarró el resguardo que ella le estaba ofreciendo y lo leyó. Su cara se oscureció–. ¿Qué es esto?

–Fui a ver a Jonah Marriott y me dio un cheque por el dinero que te debía. Lo llevé a tu banco...

Su padre no la dejó terminar.

–¿Que hiciste qué? –rugió su padre y Lydie lo miró atónita. ¡Su padre nunca gritaba!

–Ne... necesitabas el... el dinero –murmuró con ansiedad.

–¿Es que no tienes orgullo? –gritó su padre.

–Él te... te lo debía.

–No me debía nada –la interrumpió iracundo.

–¿Cómo que no? –preguntó Lydie sin aliento, mirando a su madre y otra vez a su padre.

–No me debe nada. Ni un céntimo. Oh, Lydie. ¿Qué has hecho? –preguntó sintiéndose, de repente, derrotado.

Lydie decidió que prefería que le gritara a que sonara tan vencido.

–El dinero que Jonah Marriott me debía me lo devolvió con intereses hace más de tres años.

Capítulo 2

Te... te devolvió el dinero! –dijo Lydie sin aliento–. Pero mamá dijo... –no hizo falta continuar.

Esa vez, su madre la miró a los ojos, desafiante. Pero fue Wilmot el que habló:

–¿Qué fue lo que le dijiste? –le preguntó enfadado.

–Alguien tenía que hacer algo –respondió su madre con hostilidad, sin mostrar el mínimo signo de arrepentimiento.

–¡Pero tú sabias que Jonah Marriott me había devuelto el dinero! Recuerdo perfectamente habértelo dicho.

–¡Mamá! ¿Lo sabías? –intervino Lydie horrorizada–. ¿Sabías que había devuelto el dinero y me hiciste ir a verlo? –preguntó sintiéndose mortificada al recordar su actitud en el despacho de él–. ¿Por qué?

–Es mucho mejor deberle dinero a Jonah Marriott que al banco. Al menos, así podemos quedarnos con la casa.

–¡No estés tan segura! –exclamó el padre enfadado y los dos se enfrascaron en una discusión. Al final, su padre decidió que, de todas formas, vendería la casa para devolverle el dinero a Jonah Marriott y su madre le dijo que él podía irse a vivir a donde quisiera, pero que Beamhurst iba a ser para Oliver.

Después de unos minutos, su padre se volvió hacia ella.

–¿Jonah no te dijo que ya me había pagado?

–Él... ummm... dijo que nunca había olvidado que lo ayudaste. Creo que estaba agradecido –respondió, deseando que su madre no la hubiera metido en aquel embrollo.

–¿Así que te dio cincuenta y cinco mil libras porque estaba agradecido? ¿Cómo diablos supones que voy a devolverle ese dinero? –explotó su padre–. ¿Y por qué no me trajiste a mí el cheque? ¿Por qué demonios tuviste que ingresarlo?

Lydie pensó que ella le habría llevado el cheque a su padre si Jonah no le hubiera sugerido que lo ingresara.

De repente, empezó a sentir que, de una manera un otra, la habían manipulado. Primero, su madre y, después, el propio Jonah Marriott.

–¿Y bien? –irrumpió su padre en sus pensamientos.

–Parecía lo mejor –dijo ella sin convicción.

Su padre suspiró hondo.

–Será mejor que vaya a ver a Jonah.

–¡Yo iré! –dijo ella inmediatamente.

–¿Tú? –estalló su padre–, ¡Tú, ya has hecho bastante! Puedes quedarte aquí con tu madre confabulando vuestro siguiente plan.

Aquello no era justo, pero entendía que su orgullo debía estar muy herido.

–Por favor, déjame ir a mí –suplicó–. Tú no eres el único con orgullo –dijo y su padre pareció ceder.

Miró a su hija, una hija que nunca le había dado ningún motivo de preocupación.

–¿Esto tampoco ha sido fácil para ti, verdad? –le preguntó más calmado–. Iremos a verlo juntos –admitió.

Pero Lydie tampoco quería eso.

–Iré a llamarlo para pedir una cita.

–Vamos a mi estudio –dijo el padre y le dedicó una mirada gélida a su mujer. Pero a ella, siempre que su casa estuviera segura, no le importaban las miradas que le dedicaran.

Su padre dejó que Lydie hiciera la llamada. De nuevo, cuando pidió hablar con Jonah Marriott, le pasaron con su secretaria.

–Buenas tardes, soy Lydie Pearson...

–Oh, buenas tardes –respondió la mujer con amabilidad, antes de que Lydie pudiera continuar–. Esta mañana, no la vi.

Lydie pensó que Jonah Marriott debía haberle contado algo a su secretaria sobre su visita. Solo esperaba que no le hubiera contado hasta el último detalle.

–Me temo que el señor Marriott –continuó la secretaria– está en una reunión. ¿Si quiere dejar algún recado?

Ella se quedó bloqueada.

–Me gustaría verlo. ¿No podría ser esta tarde?

–Esta noche sale para París, pero...

Lydie sintió una punzada de celos. Lo cual era bastante ridículo, pensó.

–Lo llamaré la semana que viene; no es importante –dijo con amabilidad y se despidió. Después, se volvió para contarle la conversación a su padre–. Procura no preocuparte demasiado, papá –añadió con calma–. E intenta no estar enfadado con mamá; ello lo hizo para ayudar.

Wilmot Pearson parecía que tenía mucho que decir al respecto, pero decidió claudicar.

–Lo sé.

Durante el resto del día, el ambiente en casa estaba enrarecido. Lydie decidió salir a dar un paseo para intentar despejar el gran lío que tenía en la cabeza. Todavía le daba escalofríos pensar en cómo se había comportado en la oficina de Jonah Marriott.

¡Dios santo! Pero, ¿por qué diablos le habría dado aquellas cincuenta y cinco mil libras? No solo eso, sino que, además, se había asegurado de que ella misma lo llevara al banco. A la pregunta de si había dinero en la cuenta, él le había respondido: «Pero lo habrá antes de que llegues al banco». Y ella le había hecho caso.

Lydie siguió caminando, sin saber dónde se encontraba emocionalmente. Con aquel dinero en el banco, su padre tenía un respiro de sus preocupaciones. Y, realmente, necesitaba ese respiro. Por otro lado, pensó que, ya que ella era la que había aceptado el dinero, ella tenía que ser la que lo devolviera. La deuda era suya y solo suya.

Entonces, pensó de dónde iba a sacar aquellas cincuenta y cinco mil libras. Aquel pensamiento la mantuvo ocupada durante el resto del paseo.

Cuando volvió a casa había llegado a la conclusión de que si vendía el coche y las perlas que sus padres le habían regalado en su veintiún cumpleaños y cobraba la herencia de su abuela conseguiría algo de dinero. Aun así, la suma de todo no llegaría a diez mil libras.

Esa noche se fue a la cama dándole vueltas al mismo tema. Al mismo tema y a otros relacionados con la misma persona. ¡Esperaba que se lo pasara bien en París con quien quiera que hubiera ido!

Cuando bajó a desayunar la mañana siguiente, el ambiente no había mejorado mucho.

–Creo que iré a ver a la tía Alice. En serio –añadió al ver la mirada afilada de su padre.

–Por el amor de Dios, intenta averiguar qué va a llevar a la boda –la instruyó su madre–. Es capaz de presentarse con ese sombrero horrible y un par de botas catiuscas.

Lydie se sintió aliviada cuando salió de casa y se dirigió hacia Penleigh Corbett, el chalet adosado que su tía, para vergüenza de su madre, tenía alquilado al Ayuntamiento.

Lydie se quedó consternada al ver el aspecto de su tía-abuela. Aunque ya tenía ochenta y dos años, era una mujer muy vivaz y, ahora, parecía bastante apagada.

–Entra, entra –gritó la anciana desde la sala–. ¡No te esperaba hasta la semana que viene! –exclamó contenta de verla.

A los quince minutos, ya estaban tomando café.

–¿Alguna vez vas al médico? –le preguntó Lydie preocupada por su palidez.

–¿La doctora Stokes? Se pasa por aquí a menudo.

–¿Por qué? –preguntó alarmada.

–Por nada en particular. Es que le gusta mi pastel de chocolate.

Lydie se tuvo que conformar con esa explicación porque sabía que a su tía no le gustaba hablar de enfermedades; pero, presentía que había algo más.

–¿Qué tal tu madre? ¿Se ha hecho ya a la idea de que Oliver se va a casar?

–Qué mala eres –la acusó Lydie.

–Solo los malos viven tanto –repitió la mujer entre risas.

Después del café se llevó a Lydie a dar una vuelta por el jardín. Comieron pan y queso y una ensalada de tomate, aunque Lydie observó que su tía comía muy poco.

Después, pensó que quizá quería dormir la siesta por lo que se despidió.

–Me marcho ya. ¡Ven conmigo! –se le ocurrió decir en el último segundo y enseguida pensó que su madre la mataría–. Te puedes quedar hasta la boda.

–Tengo muchas cosas que hacer aquí –se negó la mujer.

–Estás un poquito pálida, tía. ¿Estás segura de que te encuentras bien? –insistió ella.

–A mi edad es normal que chirríe un poco –fue todo lo que la anciana dijo.

–Bueno, vendré a buscarte el sábado –se despidió Lydie.

–Dile a tu madre que dejaré los guantes de goma en casa –comentó Alice Gough.

Lydie no pudo evitar una carcajada.

Sin embargo, cuanto más se acercaba a su casa más preocupada se sentía. Le preocupaba la salud de su tía, le preocupaba el enfado de sus padres y, sobre todo, le preocupaba de dónde iba a sacar cincuenta y cinco mil libras para devolvérselas a Jonah Marriott.

Cuando llegó a casa le contó a su madre que no encontraba bien a su tía.

–¿Qué es lo que le pasa?

–No me lo ha dicho, pero...

–Qué típico de ella –dijo con desdén–. Alguien llamado Charles Hillier te llamó –cambió de conversación de inmediato.

–¡Charlie! Es el hermano de Donna. ¿Dejó algún recado?

–Le dije que llamara más tarde.

Lydie sabía que nunca se enamoraría de él, sin embargo, eso no impedía que lo considerara un buen amigo. Subió a su habitación y lo llamó.

–¿Crees que molesté a tu madre? –le preguntó él.

Pobre Charlie; era tan tímido como ella hacía unos años. Probablemente su madre se había mostrado grosera con él.

–No... Es que está muy ocupada –la disculpó ella.

–Me llevé una sorpresa cuando llamé a casa de Donna y me dijo que ya te habías marchado. Me imagino que tendrás que ayudar con los preparativos de la boda. Quería invitarte al teatro. Ya tengo las entradas. Si quieres, después puedes quedarte aquí a pasar la noche.

–Me encantaría –aceptó Lydie–. ¿De verdad no te importa si me quedo después en tu casa?

–La cama ya está hecha –respondió él lleno de felicidad.

Lydie fue a decirle a su madre que se iba al teatro y que no volvería hasta el día siguiente.

–¿Vas a pasar la noche con él?

–Tiene un piso en Londres. La obra terminará tarde y me parece lo más prudente. Así no tengo que conducir de vuelta a altas horas de la noche.

–¿Estás saliendo con él? –le preguntó su madre acusadora.

–Mamá. De verdad. Charlie no sabría qué hacer con una novia –y pensándolo bien, ella tampoco sabría qué hacer con un novio–. Es solo un amigo, algo parecido a un hermano.

Lydie subió a su habitación y metió unas cuantas cosas en una bolsa de viaje.

Una vez, en una de sus primera citas, Charlie había hecho un gran esfuerzo para vencer su timidez y le había dado un beso. Cuando el beso terminó, con los dos muertos de vergüenza, le confesó que lo había hecho porque pensaba que tal vez eso era lo que esperaba de él. Desde aquel momento establecieron unas cuantas normas y se habían convertido en muy buenos amigos. Ella se había quedado en su piso en más de una ocasión con Donna y Tomas, antes de que naciera la pequeña Sofía. Y durante el año anterior, había pasado un par de noches en la habitación que tenía libre.

La comedia que fueron a ver se trataba de un enredo divertido.

–¿Nos tomamos algo? –preguntó él en el intermedio.

A ella no le apetecía mucho, pero pensó que quizá a él sí.

–Tomaré un gintonic –dijo y se fue con él a mezclarse con la multitud que iba hacia el bar.

Cuando entraron en el bar, ella se quedó esperando, mientras él iba por las bebidas. Acababa de dejarla, cuando se encontró de frente con la persona más inesperada: Jonah Marriott.

Él se quedó de piedra.

–¡Pensé que estabas en París! –exclamó ella, sorprendida de verlo.

–Ya he vuelto –respondió él con suavidad.

–Tenía que verte... –comenzó a decir ella; pero pensó que de ninguna manera iba a hablar del tema allí. Además un brillo malvado cruzó por los ojos de él.

–El lunes a la misma hora en el mismo sitio –dijo él y siguió su camino.

De repente, Lydie deseó que ya fuera lunes para obtener una explicación de por qué le había dado el dinero. Se alegró cuando Charlie volvió con las bebidas. Entonces, empezó a sentirse mal al pensar que lo importante no era por qué lo había hecho, sino cómo se lo iba a devolver ella.

Entonces, sin quererlo, buscó a Jonah por el bar. Él no la estaba mirando a ella, pero sí, en su dirección, directamente a la cabeza morena de su acompañante. Ella lo miró a él y, después, a la rubia explosiva y sofisticada que lo acompañaba.

¡Y ella que había pensado que no podía deprimirse aún más!

–¿Qué tal los negocios? –le pregunto a Charlie.

–Tenemos a una nueva mujer en la oficina... –comenzó a decir y se puso rojo.

–¡Charlie Hillier! –se burló ella–. ¡Te has puesto colorado!

Él rio, consciente de lo que había pasado y ella le sonrió con cariño.

–Bueno, es bastante maja.

–¿Vas a invitarla a salir?

Él la miró horrorizado.

–¡Por supuesto que no! ¡Casi no la conozco!

Aquella noche no volvió a ver a Jonah. Charlie y ella se fueron a cenar después de la función y, en seguida, volvieron al piso de él. Por la mañana, desayunaron juntos y Lydie volvió a Beamhurst Court.

El lunes por la mañana, se levantó muy nerviosa.

A su padre no le dijo nada sobre la cita. Sabía que estaba deseando arreglar aquel asunto, pero ella sentía que era ella la que tenía que solucionarlo. Sin embargo, cuando estaba entrando en el edificio, empezó a sentir vértigo y deseó que su padre estuviera con ella.

Subió en el mismo ascensor de la última vez, caminó por el mismo pasillo y se detuvo ante la misma puerta. Tomó aliento. Llegaba diez minutos antes que el viernes anterior, pero no quería esperar torturándose con lo que le iba a decir y lo que no.

Puso la mano sobre el pomo, levantó la barbilla y abrió la puerta.

Jonah Marriott no estaba solo. Estaba dándole instrucciones a la mujer a la que Lydie había visto salir del ascensor el viernes anterior.

Él miró hacia arriba y se puso de pie para saludarla.

–Lydie –dijo y la presentó a su secretaria.

–Ya hemos hablado por teléfono –Elaine Edwards dijo con una sonrisa. Aunque Lydie llegaba pronto, la mujer recogió sus papeles–. Volveré más tarde –dijo y salió de la oficina.

–¿Te gustó la obra? –preguntó Jonah antes de que ella pudiera decir nada.

–Mucho –respondió, aunque en aquel momento no recordaba nada.

–Siéntate –la invitó él–. ¿Era ese tu novio?

–¿Qué? Ummm, lo veo a veces –respondió ella, pensando que qué tenía eso que ver con nada. Aunque, pensándolo mejor, a ella no le hubiera importado preguntarle por la rubia. Aunque eso no significara que estuviera interesada, por supuesto.

Ella tomó el asiento que él le estaba ofreciendo y abrió la boca para empezar a hablar.

–¿Café? –preguntó él. Parecía querer dejarle claro que él era el que estaba al mando de la conversación. O, tal vez, estaba jugando con ella.

–No, gracias –rechazó ella, con un tono demasiado rudo para las circunstancias–. Cuando vine aquí el viernes pasado, pensaba que no le habías pagado la deuda a mi padre. Yo...

–Ya me di cuenta –replicó él. Había vuelto a su asiento detrás del escritorio y la estaba estudiando detenidamente.

–¡Deberías habérmelo dicho! ¡Tú sabías que la habías pagado!

Él sonrió.

–Ya sabía yo que al final la culpa iba a ser mía –dijo él con una sonrisa falsa.

Entonces, ella se sintió culpable y avergonzada, todo ello mezclado con la confusión de sentimientos que había renacido después de verlo.

–Pero, deberías haberlo hecho. ¡Me engañaste!

Él dejó de sonreír.

–¿Que te engañé? Perdona si me equivoco, pero ¿te pedí yo que vinieras aquí, exigiéndome dinero?

¡Exigiéndole! Puesto así, sonaba horrible.

–Confié en ti –dijo ella con calma–. Incluso, me insinuaste que podía ingresarlo inmediatamente.

Jonah Marriott la miró inflexible.

–¿Preferirías que no te lo hubiera dado? –le preguntó con dureza.

Al menos, eso le había dado un respiro a su padre y la casa no había salido a la venta.

–¿Por qué me diste el dinero? –le preguntó.

Él se encogió de hombros.

–Hace siete años, tu padre confió en mí y, gracias a su generosidad, yo pude desarrollar mis ideas. Te sugerí que lo ingresaras porque sabía que él no aceptaría el dinero.

Aquello era cierto, suspiró Lydie. De repente, se sentía derrotada.

–Mi padre quería verte cuanto antes. No le he dicho que venía a verte.

–¿Por qué?

–Porque lleva mucho... mucho tiempo preocupado –titubeó ella–. Ya era hora de que alguien de la familia cargara con parte de la responsabilidad.

–¿Y ese alguien eres tú?

–Yo fui la que te pedí el dinero. Por lo tanto... ummm... la deuda es mía.

Jonah se quedó mirándola en silencio.

–¿Tuya? –le preguntó al fin.

–Mi padre no pidió dinero. Ni lo habría hecho, como bien dijiste antes –ahora los ojos azules que tanto le gustaban la miraban con más interés que enfado–. La deuda es mía –dijo con resolución– y de nadie más. Hoy he venido para... –su tono empezó a perder firmeza–. Para intentar llegar a un acuerdo para devolverte el dinero.

Él parecía sorprendido.

–¿Tienes dinero?

Lydie ahogó una contestación desairada. ¿Acaso creía que si hubiera tenido dinero habría ido a verlo?

–Voy a vender mi coche y las perlas, y también estoy esperando una pequeña herencia dentro de un par de años. A parte de eso, solo tengo mi sueldo.

–¿Estás trabajando?

La estaba poniendo muy nerviosa.

–Acabo de dejar un trabajo –respondió cortante–. Pensaba dejarlo la semana que viene, pero mi madre me llamó... –estuvo a punto de morderse la lengua. Jonah Marriott era un hombre inteligente; seguro que ya había deducido lo que había pasado.

Sin embargo, él no dijo nada al respecto.

–¿Qué tipo de trabajo haces?

–Soy niñera.

–¿Te gusta?

– Mucho. Cuando pase la boda de Oliver buscaré algo.

–¿En la misma línea?

Lydie le dedicó una mirada de exasperación.

–Sí.

Él le dedicó una sonrisa.

–No pienso esperar treinta años a que me devuelvas el dinero.

–¡No puedes obligarle a mi padre a que te pague!

Él dejó de sonreír.

–No pensaba hacerlo.

–¿Aceptas que la deuda es mía?

–De acuerdo. Pero, no vendas el coche ni las joyas –le advirtió–. Ya se me ocurrirá algo.

Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

–¿Que ya se te ocurrirá algo?

Él la miró con calma.

–Sí. Déjamelo a mí.

–¿Cuándo me contarás qué tengo que hacer?

Cuanto antes quedara zanjado todo el asunto mejor. Así podría hacer sus planes. Quizá pudiera trabajar en dos sitios a la vez. Cualquier cosa con tal de saldar aquella deuda cuanto antes.

–Si me pudieras decir algo esta semana...

–Veamos –la interrumpió él–, hoy es lunes. Te diré algo el... sábado.

–¿El sábado? ¡Pero si el sábado es la boda de mi hermano!

Él la miró burlón.

–Entonces, no veremos allí.

–¿Vas a ir...? ¿Estás invitado? –preguntó incrédula–. ¿Quieres ir a la boda de Oliver? ¿Por qué?

–Me gustan las bodas –respondió él, sin pestañear.

Lydie lo miró con hostilidad.

–¿No avergonzarás a mi padre, verdad?

La sonrisa de Jonah desapareció de golpe.

–Tengo un gran respeto por tu padre –le dijo con seriedad.

Pensó que podía confiar en él. Pero, aun así...

–Me gustaría firmar algo para dejar constancia de que yo soy la que te debo el dinero.

–Creo que se puede confiar en ti, Lydie –dijo él con más calma.

–No es por ti, es por mí –le respondió ella.

Él la miró airado.

–¿Tú no confías en mí? –la increpó, con frialdad.

Unos ojos verdes claros se clavaron en los ojos azules de él. Entonces, Jonah Marriott sacó un papel de un cajón con decisión. Lo puso delante de ella y, sin decir una palabra más, le dio un bolígrafo.

«Me odia», pensó ella; pero no iba a cambiar de opinión. Se quedó pensando un momento, después, escribió:

Yo, Lydie Pearson, con referencia a las cincuenta y cinco mil libras que pedí a Jonah Marriott y que ingresé en la cuenta de Wilmot Pearson, por la presente declaro que la devolución de dichas cincuenta y cinco mil libras me corresponde en exclusiva a mí.

Leyó en voz baja lo que había escrito y, aunque pensaba que los abogados lo habrían dicho de otra manera, pensó que decía lo que ella quería decir: que la deuda no tenía nada que ver con su padre. Antes de firmar, y por pura cortesía, giró la nota hacia Jonah para que la leyera.

No le llevó mucho tiempo. Después, tomó el bolígrafo de su mano para añadir algo y giró el papel hacia ella.

–Dichas cincuenta y cinco mil libras se pagarán del modo y forma que Jonah Marriott estime conveniente –leyó ella, en voz alta.

No estaba muy segura de qué era lo que él pretendía, pero pensó que, después de haberse empeñado en firmar un papel, no iba a andarse con remilgos.

Sin mirarlo, agarró el bolígrafo y firmó al pie del párrafo y añadió la fecha. Le entregó el papel y el bolígrafo y observó que él se ponía de pie. Era un hombre muy ocupado y, probablemente, la cita se había terminado.

–¿Me imagino que querrás una copia? –preguntó.

Teniendo en cuenta que la idea de ponerlo por escrito había sido suya, no entendía por qué le preguntaba. De hecho, pensaba que el original debía ser para ella.

Lydie se puso de pie, con la barbilla bien alta.

–Sí, por favor –respondió.

Él le sonrió con aquella sonrisa suya.

–Hasta el sábado –le dijo.

Con aquello se tenía que contentar. Lo vería el sábado; pero, ¿cómo iba a conseguirle una invitación? ¿Qué excusa podía poner para invitarlo a la boda? ¿Y cómo iba a decírselo a su padre?

Capítulo 3

Lydie fue pensando en eso todo el camino a casa. Pero cuando llegó, aún no había decidido qué iba a decirle a su padre. Quería atenerse a la verdad, pero dudaba de que a su padre le gustara que su hija se hiciera cargo de la deuda. Simplemente, no lo consentiría.

A la primera persona a la que se encontró fue a su madre. ¡Oh, Dios! La primera vez que le habló de Jonah Marriott, no se mostró muy amable. Sabía perfectamente que le iba a hacer unas cuantas preguntas cuando le dijera que quería que lo invitara a la boda de Oliver.

Pero, su madre estaba sonriendo.

–Oliver está en casa –dijo radiante–. ¿Has dejado la compra en el coche? Tu padre dijo que habías ido a Londres a...

–Oh, no vi nada que me gustara –dijo sintiéndose terrible por no poder dejar de mentir.

–¿Nada? –preguntó su madre sorprendida–. ¿En todo Londres?

–Ya sabes –comenzó a decir incómoda, pero su padre abrió la puerta del estudio salvándola de decir más mentiras.

–Voy a ir a ver a la señora Ross para hablar de la cena de esta noche –declaró Hilary Pearson, y Lydie supo que iba a cambiar lo que hubiera elegido anteriormente por algo más del gusto de Oliver.

Normalmente, su padre y ella habrían intercambiado sonrisas de complicidad. Pero aquellos no eran tiempos normales y ninguno de los dos sonrió cuando su madre fue a ver al ama de llaves.

Su padre dejó la puerta de su estudio abierta, indicándole que pasara.

No estaba interesado en cómo le había ido con las compras. En cuanto cerró la puerta del estudio lo primero que preguntó fue:

–¿Cuándo vamos a ir a ver a Jonah?

–No vamos a ir –le respondió Lydie, pero al ver que el entrecejo de su padre se arrugaba, añadió de manera inmediata–: Tuve suerte. Lo he visto hoy.

–¿Lo...?

–Tuve la suerte de que me dedicara un par de minutos.

–¿Le dijiste que quería verlo?

–Por supuesto –le alegraba no tener que mentir en ese punto.

–¿Me has concertado una cita con él para...?

–Bueno, no exactamente –su padre parecía exasperado–. Me dijo que no te preocuparas.

–¿Que no me preocupara? –Wilmot Pearson miró con incredulidad a su hija.

–Me dijo que te olvidaras del dinero –otra mentira más.

–¿Que me olvidara? –su padre no salía de su asombro–. Por supuesto que no –dijo con vehemencia.

–Papá, por favor...

Al escuchar el tono de desesperación de ella su padre se calmó.

–¿Qué...? Suéltalo, Lydie, cielo.