La mejor medicina - Lissa Manley - E-Book
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La mejor medicina E-Book

Lissa Manley

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Beschreibung

Ella era lo que cualquier médico debía recetarse a sí mismo El doctor Connor Forbes no quería tener ninguna compañera. Y aunque Sunny Williams era la mujer más bella que había visto en su vida, el sensato médico sabía que las revolucionarias ideas de Sunny y sus irresistibles labios pondrían patas arriba su organizada vida. Pero la sonrisa dulce y los suaves masajes de aquella valiente mujer hicieron que le resultara imposible rechazarla sin arriesgarse a perder su corazón...

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Seitenzahl: 161

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Melissa A. Manley. Todos los derechos reservados.

LA MEJOR MEDICINA, Nº 1954 - noviembre 2012

Título original: Love Chronicles

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1205-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Connor Forbes apartó la mirada de la revista médica que estaba ojeando en la recepción de la consulta y miró a la cristalera.

–¡Qué estupidez! –masculló al leer: Sr. Compromiso en letras doradas debajo del nombre de su padre, Brady Forbes, médico. En unos días, el nombre de Connor reemplazaría al de su padre y, desgraciadamente, los habitantes de Oak Valley, Oregón, acudirían a su consulta para resolver tanto sus problemas de salud como los emocionales.

Connor sacudió la cabeza y se restregó los ojos por debajo de las gafas. Un hombre que no había sido capaz de mantener una relación amorosa más de tres meses no era la persona adecuada para convertirse en el señor Compromiso.

Una masa indefinida blanca y negra pasó por delante de la cristalera y lo distrajo de sus pensamientos. Connor miró fijamente y vio que la masa era seguida de una mujer con un vestido de flores que sacudía los brazos. Llevaba una bolsa en una mano y su cabello rubio flotaba al viento.

Con cierta curiosidad, dado que en Oak Valley nunca sucedía nada y menos en la forma de una mujer de piernas largas y cabello rubio, Connor se acercó a la cristalera.

Lo que no había sido más que una mancha, reapareció. Se trataba de un perro gigantesco que corría como una exhalación. En aquel preciso momento cambió de rumbo, corrió hacia la consulta, de un salto plantó las pezuñas en la cristalera, justo delante de Connor, y movió la cola frenéticamente.

Antes de que Connor pudiera reaccionar, la mujer apareció detrás del perro. Con el ceño fruncido, sujetó al perro por el collar y, reprendiéndolo, lo obligó a bajar. El perro no pareció muy impresionado con la regañina y siguió saltando y moviendo la cola.

La mujer le ató la correa e, incorporándose, se levantó las gafas de sol. Connor se quitó las gafas y la miró apreciativamente. Era una belleza. Y cuando se volvió hacia él, estuvo a punto de darle un ataque al corazón al comprobar que tenía unos impresionantes ojos color topacio. Ella también lo observó un instante antes de fijarse en el letrero de la cristalera y articular con los labios las palabras Sr. Compromiso con expresión interrogadora. Después, llevó al perro hasta un banco y lo ató, y ante la sorpresa de Connor, volvió hacia la consulta.

Él retrocedió hacia el mostrador de la recepción. June, su enfermera y recepcionista, había ido a llevar a su nieto al colegio y no había llegado todavía.

Mientras la misteriosa mujer abría la puerta, Connor se preguntó quién podía ser. Desde luego, no se trataba de ninguno de sus pacientes y no recordaba haberla visto por el pueblo. Por más que hubiera pasado mucho tiempo en Seattle, Connor conocía a todo el mundo y no habría olvidado a una mujer como aquélla de haberla visto con anterioridad.

La mujer lo contempló con una sonrisa en los labios desde el otro lado del mostrador y Connor descubrió que su rostro estaba salpicado de unas atractivas pecas. Su sonrisa era irresistible y la intensidad de su mirada hizo que se le acelerara la sangre.

–¿Qué le pasa a tu perro? –fue lo único que se le ocurrió decir.

Ella se ruborizó.

–Lo siento. Es un poco díscolo –se mordió el labio y miró hacia la cristalera–. Me ocuparé de limpiar las manchas.

Tenía una voz sensual y melodiosa.

–No te preocupes. Parece que necesita un curso de entrenamiento –comentó Connor–. Con un collar de púas metálicas lo controlarías mejor.

Ella abrió los ojos desmesuradamente.

–¡Pero esos collares hacen daño! Prefiero usar mis propios métodos.

–¿Crees que funcionan?

Ella apretó los labios.

–No he venido a hablar de mi perro –dio un paso adelante y alargó la mano–. Tú debes ser el doctor Forbes.

Connor le estrechó la mano, menuda y delicada. Un calor se expandió por todo su cuerpo.

–Sí, soy yo –dijo, al tiempo que rezaba para que no fuera una paciente. Los pensamientos que estaba teniendo serían inmorales si acudía a él como médico–. ¿Y tú eres...?

–Sunny Williams –dijo ella, mirando a su alrededor–. Estaba deseando venir. Estoy convencida de que la medicina alternativa que practico va a aportar una nueva dimensión a tu consulta.

Connor la miró desconcertado.

–¿Te refieres a esas tonterías de la Nueva Era?

Ella se tensó.

–No es ninguna tontería –dijo, con ojos centelleantes–. Me dedico al masaje terapéutico, el yoga y la aromaterapia.

–¿Y vas a «aportar una nueva dimensión a mi consulta»? –Connor dejó escapar una risita y sacudió la cabeza–. Te has equivocado de persona –él no creía en aquellas estupideces. La medicina se basaba en la ciencia y no en las teorías sentimentaloides que estaban tan de moda.

Ella frunció el ceño.

–Lo dudo. ¿No eres Connor Forbes?

Él se cruzó de brazos.

–Sí. Y sigo sin saber quién eres tú.

Ella pareció perder el aplomo por un instante, pero enseguida se recuperó y sonrió.

–¡No es posible que no te haya avisado...!

–¿A quién te refieres?

–A tu padre, por supuesto –se retiró el cabello de la cara–. ¿A quién si no?

Connor la miró perplejo.

–¿Mi padre?

Ella asintió.

–Conoció a mis padres en un curso de terapia matrimonial. Se enteró de que estaba buscando un lugar donde establecerme y me invitó a que me instalara a tu lado –señaló con la barbilla el local vacío que había junto a la consulta–. Será mejor que vuelva a presentarme: Soy Sunny Williams, tu nueva socia.

¿Socia?

Connor se puso las gafas y se quedó mirando la mano que ella le tendía al tiempo que en su interior crecía la ira. ¿Qué demonios estaba tramando su padre?

Al ver que no le estrechaba la mano, Sunny la retiró y respiró hondo para ralentizar los latidos de su corazón. Primero Rufus se escapaba y la avergonzaba delante de su nuevo socio y luego éste no había oído hablar de ella.

Mientras se esforzaba por mantener la calma confirmó su primera impresión. Connor Forbes era extremadamente atractivo. Tenía ojos verdes, cabello oscuro, y un cuerpo musculosos que se aproximaba mucho a su ideal de hombre. Incluso le gustaban sus gafas y el aire de catedrático que le proporcionaban.

Pero todo su atractivo se desvanecía en cuanto abría la boca. ¡Collar de púas! ¡Estupideces de la Nueva Era!

Sin embargo su carrera era más importante que sus gustos personales. Oak Valley representaba una nueva oportunidad después de su último fracaso en San Francisco. Allí todo sería distinto. No podía desilusionar una vez más a sus padres.

Además, hasta encontrarse con Forbes, el pueblo sólo le había transmitido buenas vibraciones. Aquel iba a ser su hogar. Estaba a punto de cumplir treinta años, Robbie ya se había casado y ella necesitaba un lugar en el que establecerse.

–Escucha, no sé a qué acuerdo has llegado con mi padre –dijo al fin Connor–, pero no necesito una socia. Y mucho menos una que se dedique a terapias alternativas –puso los ojos en blanco–. ¡En qué estaría pensando!

Ella apretó los dientes y alzó la barbilla. No iba a dejar que aquel hombre destrozara sus sueños.

–Evidentemente pensaba, con toda razón, que esta consulta necesita modernizarse –se cruzó de brazos y lo miró con severidad–. ¿Qué tienes en contra de lo que hago?

Él le devolvió la mirada.

–Lo que yo hago tiene una base científica, punto. Lo demás no me interesa.

A Sunny la irritó que emitiera una opinión tan llena de prejuicios.

–¿Quieres decir que lo que yo hago es completamente inútil?

Connor asintió sin titubear.

–Básicamente.

Sunny se dijo que debía haberlo esperado. Fuera de San Francisco, ésa era la actitud generalizada. Pero Brady Forbes la había animado a ir a Oak Valley y no contaba con encontrar tanta resistencia en su hijo.

Aunque tenía ganas de gritar al joven médico, se contuvo y consiguió sonreír.

–Tendré que hacerte cambiar de opinión.

Él no le devolvió la sonrisa.

–No pierdas el tiempo –se quitó las gafas–. Siento que te hayas molestado en venir, pero ahora soy yo y no mi padre quien toma las decisiones, así que no tengo por qué cumplir sus promesas.

Sunny lo miró fijamente y se enfureció consigo misma por encontrarlo tan atractivo exteriormente cuando en su interior, donde verdaderamente importaba, no era más que una persona inflexible, reprimida e inculta.

Por primera vez se dijo que quizá tendría que aceptar lo peor. Sus sueños de instalarse en aquel bonito pueblo no iban a realizarse. Aquel irritante hombre se negaba a trabajar con ella. Era evidente que no tenía ni idea de cómo relacionarse con los demás, ni profesional ni emocionalmente.

Recordó algo que le había dicho su padre y las palabras que había visto escritas en la cristalera, y de pronto tuvo una idea. Miró al médico y evaluó las posibilidades de encontrar una salida a la situación. Necesitaba trabajo, vivir en aquel pueblo y casarse. Necesitaba tener éxito.

–Así que tú eres el nuevo señor Compromiso.

Connor puso los ojos en blanco y suspiró con aire de resignación.

–Sí.

Sunny arqueó una ceja, convencida de que estaba enfocando el problema desde el ángulo correcto.

–No parece que la idea te atraiga.

–Soy médico, no terapeuta emocional.

–¿Y temes no estar preparado?

Connor frunció el ceño.

–¿A qué vienen tantas preguntas?

–Escucha –Sunny alzó la mano–. ¿Es verdad o no que no te sientes preparado?

Connor se encogió de hombros.

–Supongo que sí. No soy la persona más adecuada para dar consejos sobre relaciones –se volvió y abrió una carpeta–. Mi historial no es ejemplar –masculló entre dientes.

A Sunny no la extrañó. Forbes parecía tener la sensibilidad de una roca y aquella información le resultó a un tiempo fascinante y útil.

–¿Y por qué has aceptado el papel? –preguntó, con genuina curiosidad.

Él la miró con expresión sombría.

–Aunque no tengo por qué darte explicaciones, resulta que prometí a mi padre hace años que me quedaría con su consulta y por aquel entonces, no existía el señor Compromiso. Te aseguro que, de haberlo sabido, no habría aceptado.

–Por eso me necesitas.

Connor se cruzó de brazos.

–¿De verdad? –dijo, en tono sarcástico.

Sunny asintió. Estaba decidida a no dejarse apabullar.

–Así es. Tengo una habilidad especial para ayudar a la gente con problemas. Podríamos llegar a un acuerdo. Yo te proporciono ayuda con las relaciones y tú me haces tu socia.

Connor resopló.

–No pienso llegar a ningún acuerdo contigo. Y ahora, si me disculpas, mi próximo paciente está a punto de venir –dijo. Y sin decir más, desapareció tras una puerta y dejó a Sunny sola.

Y desesperada. Contaba con aquel trabajo para demostrar a sus padres que podía ganarse la vida haciendo lo que le gustaba. Además, estaba sin blanca. Necesitaba aquel trabajo por muchas razones. Quería asentarse y vivir en Oak Valley. El deseo de alcanzar estabilidad, algo a lo que en el pasado no había dado importancia, la consumía por dentro.

Además, un pacto era un pacto.

Pero el hombre del que dependía su futuro era intolerante, no creía en las terapias alternativas y aseguraba no necesitar una socia.

A Sunny se le formó un nudo en el estómago. Tenía que encontrar la manera de hacerle cambiar de opinión.

Quizá una infusión y un bollo la ayudarían a poner sus ideas en orden y reflexionar sobre cómo superar aquella crisis. Aunque el sol brillaba, corría un aire fresco. Rufus podía esperarla en el coche durante un rato. Estaba en la sombra.

Suspiró y fue hacia la puerta, rezando para que en Oak Valley hubiera un bar abierto para desayunar. Necesitaba un poco de tiempo para superar el rechazo del doctor don Antipatía.

Rió para sí sin convicción. Iba a necesitar muchas horas para que se le ocurriera una idea brillante y convencer al testarudo e irritante Connor Forbes de que la necesitaba.

Connor podía estar interesado en cierto tipo de «asociación» con una mujer como aquélla... Pero de ahí a quererla como socia de trabajo... Ni hablar.

Sacudió la cabeza y se sentó tras el mostrador. ¿Cómo se le ocurría a su padre organizar algo así sin pedir su consentimiento?

Metió las gafas en el bolsillo de su bata de médico y decidió olvidar a su padre para recibir a sus pacientes con la serenidad que se merecían. La mañana siguió su curso y Connor atendió a Margarit Leventhal de una leve molestia estomacal y a Jeb Hornsby, de un ataque de gota.

Después, fue al bar de Lulla para tomar un café y un bollo, tal y como hacia cada mañana. De camino, saludó a Lester Parsons y a Ozzie Peterson, dos jubilados que pasaban los días sentados frente a la barbería de Jeremiah. Sonrió a Abigail McNeil, que paseaba a su perro. Y charló con el constructor Frank Osbourne, que cargaba en su camión el material que acababa de comprar en la tienda de Truman.

Connor sacudió la cabeza. Era imposible hacer algo en Oak Valley sin que se enterara todo el mundo. Después de vivir en una gran ciudad como Seattle, había temido sentirse agobiado. Y así había sido. La gente de Oak Valley era agradable, pero el pueblo le resultaba excesivamente pequeño. Si las cosas salían tal y como las había planeado, no se quedaría allí mucho tiempo.

A los pocos minutos, Connor entró en el bar de Lulla y respiró con placer el olor a beicon, café fresco y bollos recién horneados. El local no había cambiado desde su infancia, cuando sus padres lo llevaban con sus hermanos a desayunar cada domingo. El centro lo ocupaban unas mesas rústicas con manteles individuales blancos. A la izquierda, había un mostrador con taburetes de madera, y a la izquierda, unos bancos de respaldo alto servían para crear varios apartados. Las cortinas eran de cuadros rojos y blancos.

Vio a Steve McCarthy, un antiguo compañero de colegio, en uno de los apartados. Estaba con su hermana, Julie, quien se había casado con Bud Whitesell, el dueño del garaje local. Connor los saludó con la mano y fue hacia el último de los apartados, que era su sitio habitual. Estaba deseando desayunar y olvidarse de Sunny Williams.

Acababa de tomar esa decisión cuando el objeto de sus pensamientos apareció ante sus ojos en su banco. Tenía delante un té y un bollo a medio comer, y charlaba animadamente con nada más y nada menos que su hermana, Jennifer.

Connor arqueó las cejas. Era evidente que no le costaba hacer amigos. Debía ser extrovertida y simpática. No le costaría integrarse dentro de una familia tan sociable como la suya. Connor apretó los dientes.

A pesar de sentirse irritado, apreció de nuevo su físico, la perfección de su piel y de sus facciones, la fuerza expresiva de sus ojos. Y su amplia y sincera sonrisa le hizo sentir un intenso calor interior.

Connor no quería tener ese tipo de sensaciones. Sabía muy bien que sólo conducían al fracaso. Las únicas mujeres con las que al parecer podía relacionarse eran su hermana y su madre. Apretó los dientes.

Al verlo, Jenny sonrió.

–Hola, Connor. ¿Conoces a Sunny? –se volvió hacia ésta e hizo un ademán hacia Connor–. Éste es mi hermano.

Sunny alzó la vista y la sonrisa se borró de sus labios.

–Ya nos conocemos.

Connor inclinó la cabeza.

–Así es.

Jenny miró a Sunny desconcertada.

–Creía que acababas de llegar.

–Y es verdad –Sunny bebió un sorbo de té–. Pero primero fui a la consulta de tu hermano –dejó la taza y envolvió a Connor con una mirada–. Teníamos asuntos que tratar, ¿no es cierto, doctor?

Él asintió y esperó a que Sunny le explicara a Jenny lo que había sucedido.

Jenny lo miró con curiosidad.

–¿Qué tipo de asuntos? ¿Estás enferma? –Sunny sacudió la cabeza–. ¿Entonces...? –preguntó Jenny, mirándolos alternativamente.

En contra de lo que Connor había anticipado, Sunny guardó silencio. Él tomó aire. Lo mejor sería contar la verdad. Después de todo, más tarde o más temprano Jenny la averiguaría. Además, estaba convencido de haber tomado la decisión correcta. Los tratamientos de Sunny no tenían cabida en su mundo y ella en sí misma constituía una tentación que prefería evitar.

Tomó asiento junto a Jenny.

–Papá la ha mandado para que sea mi socia, pero la he rechazado –dijo, resumiendo lo sucedido con un par de frases. Después esperó la que anticipaba como una violenta reacción por parte de Jenny.

Ella dejó escapar una exclamación y lo miró con ojos como platos.

–¿Que has hecho qué? –preguntó indignada, tal y como Connor había previsto.

Jenny era terriblemente predecible incluso para alguien como él que, según su penúltima novia, funcionaba sólo con el hemisferio izquierdo del cerebro y no comprendía la personalidad de nadie.

–He dicho que no –replicó, con la esperanza de dar por concluida la conversación.

–¿Por qué? Sunny es justo lo que necesitas, hermano.

Connor sacudió la cabeza para no pensar en el tipo de necesidad que Sunny podría satisfacer a la perfección.

–Sé lo que necesito y ella no es la respuesta –miró a Sunny–. Perdona, no es nada personal. Sencillamente, no quiero un socio.

Sunny lo miró fijamente y asintió con la cabeza.

–Así que cuando me has dicho que todo lo que haces estaba basado en la ciencia y que lo demás no tiene ningún valor para ti, no pretendías ofenderme –sonrió con fingida dulzura.

–¡Connor! –Jenny lo miró horrorizada–. No habrás sido capaz de decir eso.

Las dos mujeres lo contemplaron. Si las miradas mataran, Connor habría caído fulminado en aquel mismo instante.

–Escucha, te he dado las razones de mi decisión –dijo a modo de explicación–. Lo que quería decir era que mí práctica médica se basa en la ciencia no en el masaje o en el yoga. Sunny y yo no podríamos trabajar juntos. Papá llegó a este acuerdo sin notificármelo, y puesto que ahora yo estoy al mando, tengo la última palabra.

Tras un prolongado silencio, Jenny suspiró y le lanzó una mirada recriminatoria.

–Si quieres saber la verdad, Connor, eres un intransigente. En el fondo, te aterroriza apartarte un milímetro de tus mohosos libros de ciencia. Tienes miedo de quedarte con el trasero al aire.

Connor puso los ojos en blanco. Su familia llevaba años insistiendo en que se relajara, sobre todo Jenny, quien se negaba a comprender que él era distinto a todos ellos.

Sunny alargó la mano y le tocó el brazo. El roce hizo que saltaran chispas en su interior.

–No te preocupes, doctor Forbes, seguro que estás muy atractivo sin pantalones.

Ella y Jenny soltaron una carcajada y Connor frunció el ceño. En lugar de desagradarle, le gustó que Sunny tuviera tanto desparpajo.

Pero eso no tenía ninguna relevancia. Por más ingeniosa que fuera, él no iba a ceder. Sunny se ruborizó y, un poco avergonzada, retiró la mano. Con tan mala fortuna que al hacerlo, tiró el zumo de naranja de Jenny encima de Connor.

Éste dejó escapar un juramento. Sunny se puso en pie de un salto y se tapó la boca con la mano.

–Lo siento, lo siento –tomó una servilleta, pero cuando la aproximaba al regazo de Connor, cambió de opinión–. Será mejor que te limpies tú mismo –le dio la servilleta–. Lo siento muchísimo. No suelo ser tan torpe.

Connor comenzó a secarse. El rubor de Sunny le hizo tener todo tipo de pensamientos que sabía debía evitar. Alzó la vista y descubrió a Jenny con la mano sobre la boca intentando reprimir la risa.