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Le prometo que no se arrepentirá de haberme contratado... Debe de resultar muy difícil ser padre soltero, pero no se preocupe más, porque me gustaría ser la niñera de su hija. Se me dan muy bien los niños y, de hecho, yo también tengo una niña adorable. Dice que su rancho está en mitad de ninguna parte, lo cual es perfecto para mí. Soy viuda, no tengo intención de volver a casarme y no siento ningún tipo de debilidad por los vaqueros (y espero no sentirla). Me gustan los espacios abiertos, las flores silvestres y la risa de los niños. Como ve, soy perfecta para el trabajo. Atentamente, Jenny Brewster
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Seitenzahl: 163
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Melissa A. Manley
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una nueva oportunidad, n.º1988 - mayo 2017
Título original: In a Cowboy’s Arms
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9675-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Jenny Brewster se apartó el pelo de la cara antes de plantarse ante la puerta de Ty McCall.
–Ya estamos aquí, Ava –le dijo a su hija, una preciosidad de dieciocho meses a la que llevaba a la cadera–. Nuestra nueva vida está a punto de comenzar.
Ava unió las manos y sonrió.
–¡Mami!
–Ha llegado el momento de conocer a mi jefe y su familia.
Intentando controlar su nerviosismo, Jenny llamó a la puerta de madera. La casa era de una sola planta y la fachada debía de haber sido pintada hacía poco en un bonito tono azul con las contraventanas en blanco. Aquel rancho parecía el lugar perfecto para que Ava y ella pasaran página en sus vidas, que era lo menos que se merecía su hija.
Mientras esperaba a que abrieran, miró a su alrededor. Delante de la casa se extendía una hermosa pradera de césped que parecía un mar de verdor. Alguien había invertido un montón de trabajo y de dinero, todo sea dicho, para mantener aquella enorme extensión de césped en el terreno seco del este de Oregón.
Los alrededores de la vivienda estaban delimitados con una valla de cadena y una puerta de vaivén en el camino de acceso, lo que la separaba del resto de construcciones del rancho que quedaban a su espalda.
Respiró hondo, aliviada. Menos mal que el señor McCall no había exagerado en cuanto a la seguridad de aquel lugar. Le había hecho un montón de preguntas a ese respecto cuando habían hablado por teléfono para concretar los detalles del puesto que le ofrecía como niñera y enfermera de su hija de diecinueve meses, enferma de diabetes. Aquel lugar parecía relativamente seguro, un buen sitio en el que criar a Ava, que era su prioridad.
Después de perder a Jack, haría lo que fuera por salvaguardar la vida de su hija.
Un instante después, un hombre de cabello gris y vestido con camisa a cuadros y vaqueros abrió la puerta.
–Supongo que sois Jenny y Ava –las saludó con una sonrisa y ofreciéndoles la mano. Tenía los ojos azules y al sonreír, brillaban. A Jenny le recordó a su padre, lo que añadió un punto más de tranquilidad.
–Eso es –contestó Jenny, estrechando su mano.
–Soy Sam McCall, el padre de Ty.
–Encantada de conocerlo.
–Lo mismo digo. Espero que hayáis tenido un buen viaje –hizo un gesto con el brazo para invitarlas a entrar–. Dusty descargará vuestras cosas.
–El viaje ha sido bueno, gracias –contestó y las dos siguieron a Sam. Atravesaron un salón decorado en beige y azul suave, una cocina con sus cortinas de vichy rojo y blanco y muebles de madera, y llegaron a una acogedora sala de estar con un sofá a cuadros y una televisión que ocupaba el rincón de la librería.
Antes de que pudiera decir nada, se oyó la voz de un hombre que decía:
–Ven enseguida, Sam. Ha vuelto a hacerlo.
Jenny se volvió. La cara de un hombre de corta estatura y un bigotazo oscuro apareció por la otra puerta que tenía la habitación.
Sam suspiró.
–¿Qué ha pasado esta vez, Dusty?
–Que la vaca le ha dado una coz en la cara y le ha abierto la ceja.
Jenny abrió de par en par los ojos.
–¿A quién? –preguntó, mirándolos a ambos.
–Al loco de mi hijo. Enseguida voy –le dijo a Dusty y el joven asintió y cerró la puerta.
–¿Es que suele tener accidentes? –le preguntó, algo preocupada.
–Pues la verdad es que sí.
Al ver la cara de horror de Jenny, se apresuró a añadir:
–No es que sea torpe o descuidado, sino que se empeña en hacer siempre lo más difícil. Siento tener que dejaros así, pero tengo que ir a ver qué le ha pasado. ¿Os importa que…?
–Papá, estoy bien –lo interrumpió una voz suave y profunda–. No tienes que ir a ninguna parte.
Jenny sintió un escalofrío en la espalda al oír aquella voz tan masculina y cautivadora.
En la puerta estaba el hombre más guapo que había visto en toda su vida. Aunque traía la ceja abierta y sangrando, sus ojos azules, el pelo corto y revuelto y la constitución fuerte sobre la que los vaqueros tan ajustados que llevaba no dejaban ninguna duda, despertaron en ella todo su instinto femenino. Una parte de sí misma que pensaba que había muerto con Jack.
Él se la quedó mirando un momento antes de dedicarle una sonrisa de medio lado.
–Eh… usted debe de ser Jenny. Me alegro de que ya estén aquí. Siento lo de la sangre –añadió, señalándose a la cara.
Ella se aclaró la garganta intentando no dejarse deslumbrar por su atractivo. Por suerte su formación médica la ayudó a salir del trance.
–No se preocupe. ¿Me deja que le eche un vistazo a ese corte?
Él asintió y le mostró un maletín naranja chillón que traía en la mano. Era la caja de primeros auxilios.
–Ya sabía yo que iba a resultar muy útil tener aquí una enfermera.
Jenny intentó no quedárselo mirando como una idiota. Había ido hasta aquel lugar perdido de la mano de Dios en el este de Oregón, a aquel rancho de nombre Segunda Oportunidad, para trabajar de niñera y no para encontrar pareja, que era lo último que quería hacer.
Menos mal que Ava estaba «cocinando» en la preciosa cocinita de juguete que había en un rincón de la habitación y no había visto la sangre que le manchaba la cara a Ty. De todos modos, vio que él se acercaba ocultando la mejilla a la vista de la niña. Era un corte vertical como de un centímetro en toda la ceja. Tendría que desinfectarlo y seguramente darle puntos.
Sam se ofreció a quedarse cuidando de Ava mientras ellos dos volvían a la cocina. Al entrar, Jenny tuvo un pensamiento desagradable. Llevaba allí sólo diez minutos, y aunque le gustaba poder poner en práctica sus conocimientos de enfermería y honrar con ello la tradición familiar, el corte de Ty McCall bien podía significar que aquel lugar no era tan seguro como parecía.
¿Correría algún peligro Ava?
Y mientras se ocupaba de la herida, se preguntó por primera vez desde que aceptó el trabajo si no habría cometido un tremendo error al dejar su vida anterior.
«Genial», se dijo Ty, sentándose pesadamente en uno de los taburetes de madera de la cocina. Quién iba a imaginarse que la nueva niñera de Morgan iba a ser una hermosa mujer con unos ojos del color del mar en la tormenta y unas curvas lo bastante tentadoras como para enviar a cualquier hombre al infierno. Jenny Brewster no era la enfermera de libro que él se esperaba.
Mientras buscaba lo necesario en el maletín de primeros auxilios, reparó en lo firme de su trasero. Al parecer, había cometido un error táctico dando por sentado que Jenny iba a ser un ratón de biblioteca como su hermano Connor.
Una imagen de Andrea se le materializó ante los ojos. Nunca le gustó vivir allí. ¿Por qué una mujer joven y hermosa como ella iba a querer quedarse allí, sin vida social alguna, lo que para él era una bendición, pero para otros una maldición?
Volvió a mirarla a hurtadillas. Vale. Era una mujer guapa, ¿y qué? Su hija necesitaba más a Jenny que él a una mujer fea por la que no sentir la menor atracción. La salud y el bienestar de su hija era su única prioridad.
Por eso había llamado a Connor Forbes, hermano de Jenny y compañero de universidad: para pedirle una enfermera que pudiera aceptar mudarse a aquel lugar en el último rincón de Oregón. La distancia que tendrían que recorrer los servicios de emergencia en caso de que Morgan volviera a tener una bajada de azúcar lo habían decidido a contratar los servicios a pleno rendimiento de una niñera que también fuera enfermera. Por suerte a Jenny la había entusiasmado la idea de mudarse allí.
Y allí estaba, como una respuesta a sus plegarias. Iba a limitarse a darle la bienvenida y a presentarse mientras ella le curaba el corte. Y lo único que habría entre ellos iba a ser una relación de trabajo.
Y nada más.
Jenny se volvió. Sonreía, pero parecía incómoda.
–Bueno, vamos a ver ese corte.
Ty respiró hondo y se recordó lo importante que era no pensar en su belleza. Jamás volvería a poner en peligro su corazón por una mujer.
Ella se acercó y con ese movimiento Ty sintió su calor y un delicado olor cítrico que intentó ignorar. Aun así, no pudo dejar de pensar durante un instante en lo bien que olía. Hacía mucho tiempo que no estaba tan cerca de una mujer. Y así tenía que ser para poder seguir viviendo como un monje con el fin de proteger a su hija y a sí mismo de otra pérdida.
–Primero voy a examinarlo, luego limpiaré la herida y después veremos si necesita puntos.
Se inclinó sobre él, con lo cual el olor a limón lo envolvió, y de pronto supo sin lugar a dudas que estaba demasiado cerca.
Sin pensar, apartó su mano.
–Eh… verá, es que estoy seguro de que con una tirita bastará.
Y acto seguido emitió un ruido que parecía mezcla de risa floja y risa tonta. O más bien era el ruido que hacían los pájaros carpinteros. Qué bien.
Ella retrocedió y lo miró sin comprender.
–¿Qué? –exclamó con los brazos en jarras–. De eso nada. Hay que verlo.
Él se levantó.
–Bah. Ya me he hecho antes cortes como éste –contestó, acercándose a la caja de primeros auxilios–. Con una tirita, bastará.
Pero ella lo sujetó por un brazo.
–Haga el favor de sentarse, señor McCall. Aquí la enfermera soy yo, y digo que ese corte hay que examinarlo.
Él se paró en seco para mirarla. No estaba seguro de si le gustaba que fuera tan mandona, pero lo que desde luego no podía permitir que le gustara era el calor que estaba sintiendo a través de la camisa.
–No me obligue a atarlo a esa silla –continuó con tanta severidad que tuvo que sonreír–. No quiero hacerle daño, pero lo haré si es necesario.
Ty dudó. Le gustaban los hoyuelos que se le marcaban en las mejillas al sonreír y el modo en que había manejado la situación, con una mezcla de buen humor y carácter. No podía tener ni idea de por qué se estaba comportando como una rata, y no era culpa suya que de pronto hubiera sentido una apremiante necesidad de interponer espacio entre ambos, como tampoco lo era que su pasado la empujara a comportarse así.
Por otro lado, no le quedaba más remedio que admitir que tenía razón. El corte le dolía una barbaridad y era más que probable que necesitara una buena limpieza. Sabía bien dónde había pisado la vaca antes de cocearlo.
Por fin asintió y se sentó dócilmente en la silla.
–Tiene razón. Adelante.
Jenny asintió y acercándose de nuevo a él, inspeccionó la herida. El dolor le hizo apretar los dientes.
–¿Qué tal el viaje? –preguntó, en un intento de abstraerse del dolor.
–Bien –contestó ella, acercándose al maletín de primeros auxilios–. Ava ha venido dormida durante un buen trecho, y aparte de la parada en La Grande para comer y después para tomar un café en Baker City, hemos venido de un tirón –se volvió de nuevo–. Ha tenido suerte, señor McCall. No voy a tener que coser, así que limpiaré la herida, la desinfectaré y le pondré unos puntos de papel.
Por un momento pensó pedirle que lo llamara Ty, pero después pensó que cuanto más formal se mantuviera su relación, mejor.
–Ha llegado en el momento oportuno. Mi padre me habría puesto un trozo de cinta aislante y andando.
Ella se echó a reír y él sintió un extraño calor en el cuerpo.
–Mi hermano Aiden habría hecho lo mismo. Es fotógrafo de prensa y el rebelde en una familia de vocaciones médicas. Mi padre lleva años trabajando como médico en Oak Valley y Connor, como ya sabe, también es médico. Esto le va a doler un poco –dijo. Iba a aplicarle una compresa con desinfectante.
Siguió ocupándose de la herida e invadiendo su espacio vital durante unos minutos, de modo que Ty, resignado, cerró los ojos y la dejó hacer. La verdad era que sus maneras y la forma en que movía las manos resultaba muy relajante.
Incluso podría decir que estaba disfrutando con tantos cuidados. Andrea nunca había hecho algo así. Sólo cuidaba de sí misma.
Cuando Jenny terminó y comenzó a recoger, fue todo un alivio. Ty se levantó del taburete. La cabeza le dolía y tuvo que volver a sentarse porque la cocina le daba vueltas. Qué idiota. Mira que dejarse cocear…
Pero todavía se sintió más idiota al darse cuenta de que su plan para mantenerse inalterable ante la presencia de Jenny no había funcionado.
Jenny estaba recogiendo después de haberles dado de merendar a las dos niñas. Habían tomado mantequilla de cacahuete y galletas sin azúcar y en aquel momento las dos estaban jugando a sus pies, aporreando las cacerolas que les había dejado.
Ava era una niña de pelo rubio y rizado y Morgan lo tenía liso y castaño, y al mirarlas Jenny dio gracias a Dios de que se hubieran hecho tan pronto buenas amigas. Sonrió. Todo iba bien.
Había acertado con el cambio. En el rancho se sentía como en un capullo, frágil y seguro, que le proporcionaba una serenidad como no había sentido desde la muerte de Jack. Ava era feliz allí, estaba a salvo de cualquier daño y la vida transcurría en una rutina predecible que la hacía sentirse segura.
Llevaban sólo tres días allí, pero ya encontraba absurdos los temores que había experimentado al llegar, especialmente los relacionados con la atracción que pudiera sentir hacia Ty.
Se marchaba casi de madrugada y volvía tarde por las noches. Apenas se veían, y aunque jamás volvería a estar tan unida a un hombre como lo había estado a Jack, ya que el dolor de su muerte se ocuparía de ello, era un alivio que Ty no anduviera por la casa, ni siquiera a la hora de la comida o de la cena.
Justo cuando terminaba de aclarar las tazas de las niñas, Sam entró en la cocina.
–Acabo de estar en la valla que Ty y los muchachos estaban reparando, y ya han terminado –dijo, abriendo la nevera–, así que Ty se ha venido conmigo. Ahora está en la ducha. Cenará en casa, así que voy a preparar unos sándwiches de carne.
A Jenny se le escapó una de las tazas de la mano. Menos mal que eran de plástico. El estómago le había dado un vuelco.
–¿Ah, sí? –preguntó, llevándose la mano a la cintura–. Estupendo.
Mientras Sam empezaba con los preparativos de la cena, ella se llevó a las niñas al cuarto de estar a jugar a los cacharritos, como decían ellas. ¿Cómo podía hacer una montaña de un granito de arena? ¡Pero si sólo iba a cenar con su jefe! Lo que tenía que hacer era concentrarse en su trabajo en lugar de andar dándole vueltas a que el increíble Ty McCall iba a estar en la misma habitación que ella en una hora poco más o menos.
Después de comer un montón de veces lo que las niñas preparaban, se las llevó a jugar al jardín. Ty había montado unos columpios de plástico para las niñas y tenía que estar muy pendiente de ellas, sobre todo cuando querían subir al tobogán. Ojalá aquel día tan cristalino de principios de verano le calmase un poco los nervios.
Media hora más tarde, Sam las llamó a cenar y tomando a las niñas de la mano, entraron las tres en la casa. Después de lavarles las manos, comprobó el nivel de glucosa de Morgan, anotó el resultado en el control diario y le inyectó la cantidad de insulina adecuada. El control era satisfactorio. Luego acomodó a las niñas en sus tronas.
Justo cuando creía tener ya los nervios bajo control, Ty apareció en la cocina.
Ningún hombre debería tener derecho a estar tan guapo: recién duchado, el pelo todavía húmedo y las mejillas sombreadas por la barba del día. Ni siquiera los puntos que todavía llevaba en la ceja lo estropeaban, y aquellos viejos Levi’s que llevaba le sentaban de maravilla a sus piernas largas y bien torneadas. Lo mismo que la camisa que llevaba remangada, dejando al descubierto unos antebrazos morenos y cubiertos de un vello suave.
Sonrió y se frotó las manos.
–Me muero de hambre, y tengo entendido que hoy tengo mi cena favorita: sándwiches de carne –miró a su padre–. Espero que hayas hecho muchos. Podría comerme una docena.
Y luego besó en los mofletes no sólo a su hija, sino también a Ava, lo que encendió las llamas de una pequeña hoguera en el estómago de Jenny.
–Mira qué dos preciosidades tenemos aquí –dijo, una mano en cada cabecita. ¿Qué vais a cenar vosotras?
–¡Macarrones y queso! –exclamó Morgan, levantando un brazo en el aire.
Ava aplaudió entusiasmada.
–¡Sí! ¡Macarrones y quesito!
–Les encanta, ¿verdad? –preguntó Ty, revolviéndoles el pelo–. ¿Consigues que coman otras cosas? –quiso saber al tiempo que se acercaba al sitio que iba a ocupar en la mesa. Ese sitio quedaba, desgraciadamente, al lado de Jenny.
Qué horror. La cocina entera olía a hombre limpio. Carraspeó evitando mirarlo a los ojos y decidida a ignorar cómo llenaba toda la estancia con su presencia.
–Eh… bueno, sólo a veces. A Ava le gusta mucho la fruta y el pan, y a Morgan el queso y las galletas. Y cualquier cosa que lleve mantequilla de cacahuete.
–A mí también me encanta –contestó Ty, y para sorpresa de Jenny, se acercó y separó la silla de la mesa para que se sentara–. Las señoras primero –dijo.
Jenny se sentó, y menos mal que lo hizo, porque sus piernas a punto habían estado de dejar de funcionar.
–Gracias –contestó, impresionada y conmovida por tanta caballerosidad.
Ty ayudó a su padre a llevar la comida a la mesa. No sólo había preparado lo necesario para los sándwiches de carne, sino patatas fritas con bajo contenido en grasa, salsa y un plato de fruta que hizo que a Jenny se le hiciera la boca agua. Al parecer, Sam estaba intentando controlar su peso y el colesterol.