Una prosperidad inaudita - Edmund Phelps - E-Book

Una prosperidad inaudita E-Book

Edmund Phelps

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Beschreibung

La aportación más provocadora sobre la cultura de la innovación. A lo largo del siglo XIX diversos países comenzaron a vivir una longeva época en la que la innovación marcó el ritmo del desarrollo económico. La razón de este impulso hay que buscarla mucho más allá de los descubrimientos y los avances científicos y tecnológicos. Fueron millones de personas las que individualmente se vieron estimuladas y preparadas para crear innumerables productos y métodos que dinamizaron la economía moderna, dejando atrás la tradicional. ¿Por qué ese impulso se ha perdido con el tiempo? Y, sobre todo, ¿qué hay que hacer para volver a potenciarlo? El Premio Nobel de Economía Edmund Phelps relata y analiza ese largo periodo de prosperidad económica masiva, explica las razones de la decadencia de ese modelo y expone las claves para volver a incentivarlo en el futuro inmediato.

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Título original: Mass Flourishing

© Edmund S. Phelps, 2013.

© de la traducción: Albino Santos Mosquera, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO085

ISBN: 9788490568484

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Prefacio

Introducción: El advenimiento de las economías modernas

PRIMERA PARTE. LA EXPERIENCIA DE LA ECONOMÍA MODERNA

1. Cómo adquirieron su dinamismo las economías modernas

2. Efectos materiales de las economías modernas

3. La experiencia de la vida moderna

4. Cómo se formaron las economías modernas

SEGUNDA PARTE. CONTRA LA ECONOMÍA MODERNA

5. El atractivo del socialismo

6. La tercera vía: corporativismo de derecha y de izquierda

7. Valoración de los sistemas rivales en sus propios términos

8. La satisfacción de las naciones

TERCERA PARTE. DECADENCIA Y REFUNDACIÓN

9. Causas del declive tras los años sesenta

10. Análisis del declive tras los años sesenta

11. La vida buena: Aristóteles y los modernos

12. Lo bueno y lo justo

Epílogo: Recuperar lo moderno

Cronología: «Modernismo» y modernidad

Bibliografía

Agradecimientos

Notas

De entre las numerosas obras sobre temas económicos que aparecen hoy en día a nivel internacional, la colección ECONOMÍA de RBA tiene como objetivo seleccionar solo las mejores, las que recojan con mayor claridad las ideas más innovadoras en torno a los problemas y debates de mayor actualidad en la realidad económica mundial. Siguiendo los criterios de calidad, lucidez y modernidad, un comité editorial dirigido por ANTONI CASTELLS y formado por JOSEP MARIA BRICALL, GUILLERMO DE LA DEHESA y EMILIO ONTIVEROS seleccionará regularmente los ensayos más sobresalientes en este ámbito. Así, con la aparición de media docena de títulos anuales, RBA quiere conformar una selecta biblioteca de actualidad económica que cumplirá dos grandes objetivos: por un lado, reunir libros de un alto nivel de calidad, escritos por economistas de reconocido prestigio y, por otro, convertir la colección en un atlas que radiografíe la realidad económica que vivimos, de un modo ameno y comprensible para quienes no estén profesionalmente familiarizados con los temas tratados.

La colección ECONOMÍA abordará los más diversos aspectos vinculados a esta ciencia social en constante evolución sin restringir los ámbitos de sus análisis, que podrán ser nacionales, europeos o globales. De este modo, el lector interesado podrá encontrar libros que luchan por acabar con ideas profundamente arraigadas en la política y el pensamiento económico actuales (como es el caso de El Estado emprendedor, de Mariana Mazzucato), trabajos que desde una interesante perspectiva histórica ofrecen una visión alternativa sobre los fundamentos del actual sistema capitalista y propuestas innovadoras (tal es el caso de El capital en el siglo XXI, de Thomas Piketty) o certeros estudios sobre una realidad concreta, escritos por los mejores expertos sobre cada tema (como por ejemplo Europa sin euros, de David Marsh). Una colección, en definitiva, destinada a lectores con inquietudes y con afán de comprender mejor el mundo cambiante de la economía.

PREFACIO

La primera vez que vi Los Ángeles, me di cuenta de que nadie la había pintado tal cual se ve.

DAVID HOCKNEY

¿Qué ocurrió en el siglo XIX para que la población de algunos países disfrutara —por vez primera en la historia humana— de un crecimiento ilimitado de sus salarios, de una expansión del empleo en la economía de mercado y de una satisfacción generalizada con sus trabajos? ¿Y qué causó que muchas de esas naciones —diríase incluso que la totalidad de ellas— perdieran todo eso en el siglo XX? Este libro se propone analizar cómo se logró tan inusual prosperidad... y cómo se malogró.

En estas páginas, expongo una perspectiva nueva sobre la verdadera naturaleza de la prosperidad de las naciones. El florecimiento es el meollo de la prosperidad: el comprometerse; el afrontar desafíos; la expresión y el crecimiento personales. El florecimiento de una persona surge de la experiencia de lo novedoso: nuevas situaciones, nuevos problemas, nuevas visiones de las cosas y nuevas ideas que desarrollar y compartir. Pues del mismo modo, la prosperidad a escala nacional —el florecimiento masivo— nace de una participación generalizada de las personas en los procesos de innovación: la concepción, el desarrollo y la difusión de métodos y productos nuevos; la innovación autóctona que se origina hasta en las bases mismas de la sociedad. Este dinamismo puede verse estrechado o debilitado por unas instituciones surgidas de una interpretación imperfecta de la nueva realidad o de unas prioridades que chocan con las de esas novedades. Pero lo que no pueden hacer esas instituciones es crearlo. El dinamismo generalizado debe venir alimentado por los valores correctos sin quedar demasiado diluido en otros valores.

Es de enorme importancia que un pueblo sepa reconocer que su prosperidad depende de la amplitud y la profundidad de su actividad innovadora. Las naciones que ignoran cómo se genera su prosperidad pueden dar pasos que les cuesten buena parte de su dinamismo. Estados Unidos, a juzgar por los datos disponibles, no produce ahora la tasa de innovación ni la elevada satisfacción laboral que producía antes de la década de 1970. Y los participantes en la economía tienen derecho a que sus posibilidades de prosperar —de autorrealizarse, como John Rawls las denominó— no se echen a perder. En el siglo pasado, los gobiernos se esforzaron por que las personas desempleadas se reubicaran en otros empleos a fin de que pudieran volver a prosperar. La tarea pendiente es ahora mayor: subsanar las pérdidas de prosperidad que están experimentando también las personas que tienen empleo. Para ello serán precisas iniciativas legislativas y reguladoras que no tengan nada que ver con la potenciación de la «demanda» ni de la «oferta». Se necesitarán iniciativas basadas en un conocimiento correcto de los mecanismos y las mentalidades de los que la alta innovación depende. Ese es un propósito que, aún hoy, los Estados y sus gobiernos seguramente pueden cumplir de forma bastante adecuada. A fin de cuentas, algunos de ellos comenzaron a despejar vías de paso para la innovación dos siglos atrás. Estas eran las reflexiones que tenía en mente cuando concebí la idea de escribir el libro. Yo creía que el único problema era la desgraciada falta de conciencia de esa realidad.

Pero, con el tiempo, comencé a percibir otro problema de carácter distinto: me refiero a la resistencia a los valores y la vida modernos. Los valores que sustentaron la prosperidad elevada chocaron a lo largo del tiempo contra otros valores que obstaculizaban y devaluaban el florecimiento. La prosperidad ha pagado un fuerte peaje por ello. Continuamente nos planteamos preguntas sobre cuál es la clase de vida que idealmente deberíamos tener y, por consiguiente, sobre cuál es la clase de sociedad y de economía que debería contribuir a aquella. En Estados Unidos, son comunes hoy los llamamientos a poner nuestras miras en metas tradicionalistas con las que Europa está familiarizada hace tiempo, como son una protección y una armonía sociales mayores, y diversas iniciativas públicas de interés nacional. Esos fueron los valores que condujeron a buena parte de Europa a tener una visión tradicional —medieval incluso— del Estado a través de la «lente del corporativismo». También hay quienes invocan una mayor atención a los valores comunitarios y familiares. Poca conciencia parece existir de lo valiosa que fue la vida moderna (y su florecimiento). No se tiene ya en Estados Unidos ni en Europa una sensación real de cómo fue aquel florecimiento masivo. En naciones que podían presumir de unas sociedades deslumbrantes hace un siglo (Francia en los locos años veinte o, sin ir más lejos, apenas medio siglo atrás, Estados Unidos a comienzos de los sesenta) no queda ya un recuerdo vivo de lo que es un florecimiento generalizado. Cada vez más, los procesos de innovación de una nación —la vorágine creativa, el desarrollo febril, y la dolorosa recogida de bártulos y cierre de puertas que acompaña a las novedades que no arraigan— son considerados como una molestia que aquellas advenedizas sociedades materialistas se tomaron gustosas para aumentar su renta y su poder nacionales, pero que nosotros no estaríamos ya dispuestos a soportar. Hemos dejado de ver que los procesos son el material constructivo del florecimiento: el cambio, el desafío y la búsqueda permanente de la originalidad, el descubrimiento y el objetivo de marcar la diferencia.

Este libro es mi respuesta a esa evolución de los acontecimientos. Por un lado, es un reconocimiento del valor que para el florecimiento supuso el legado humanista (un verdadero tesoro) de la era moderna. Pero también pretende instarnos a restablecer lo que se ha perdido y a no rechazar sin más los valores modernos que inspiraron la prosperidad generalizada de las sociedades modernas.

Lo primero que hago en este libro es exponer un elaborado relato de la prosperidad en Occidente en el que se cuenta de dónde y cómo se obtuvo esta, y cómo se ha ido perdiendo (en grado diverso) en una nación tras otra. A fin de cuentas, toda interpretación correcta del presente depende en buena medida de que intentemos encajar ciertas piezas de nuestro pasado. Pero también introduzco un estudio comparativo de la situación actual en los diversos países.

En el hilo central de ese relato, hallamos la prosperidad que se desbordó en el siglo XIX, encendiendo la imaginación de muchos individuos y transformando la vida de muchos trabajadores. El florecimiento a gran escala resultante de un trabajo motivador y lleno de retos llegó primero a Gran Bretaña y Estados Unidos y, luego, a Alemania y Francia. La emancipación paso a paso de las mujeres en esos países y, en el caso estadounidense, la abolición final de la esclavitud ensancharon el florecimiento. La creación de nuevos métodos y productos que acompañó a ese florecimiento fue también un componente principal del crecimiento económico que coincidió con él en el tiempo. Luego, en el siglo xx, el florecimiento terminó por angostarse y el crecimiento se extinguió.

En este relato, el periodo histórico de prosperidad —que se extiende desde una década tan temprana como la de 1820 (en Gran Bretaña) hasta otra tan reciente como la de 1960 (en Estados Unidos)— fue el producto de una innovación autóctona de base muy extendida, consistente en la adopción de métodos o bienes nuevos, salidos de ideas locales originadas en la economía nacional misma. Las economías de esas naciones pioneras desarrollaron dinamismo: el apetito y la capacidad de innovación autóctona. Yo las llamo economías modernas. Otras economías se beneficiaron siguiendo la estela de las modernas. No me refiero a la tesis clásica de Arthur Spiethoff y Joseph Schumpeter: no es que los emprendedores se decidieran entonces a intervenir para fabricar las innovaciones «obvias» insinuadas por los descubrimientos de «científicos y navegantes». Las economías modernas no eran las viejas economías mercantiles, sino toda una novedad.

Para conocer mejor las economías modernas debemos tomar como punto de partida una noción igualmente moderna: me refiero a las ideas originales nacidas de la creatividad y basadas en la singularidad de los conocimientos, la información y la imaginación privados de cada persona. Las economías modernas fueron impulsadas por las ideas nuevas de todo el conjunto de pobladores del mundo de la empresa y los negocios, muchos de ellos ya olvidados: hombres con ideas, emprendedores, financieros, promotores y vendedores, y usuarios finales pioneros. De la creatividad y la incertidumbre a ella asociadas acertaron a ver pálidos reflejos en las décadas de 1920 y 1930 algunos de aquellos modernos, como Frank Knight, John Maynard Keynes o Friedrich Hayek.

Gran parte del libro se ocupa de la experiencia humana misma en el proceso innovador y el florecimiento que de ella se sigue. Los beneficios humanos derivados de la innovación son un producto básico de toda economía moderna que funcione bien: me refiero al estímulo mental, los problemas a los que se buscan soluciones, la llegada de una nueva idea o conocimiento, etcétera. He tratado de transmitir cierta impresión de la rica experiencia que representa el trabajar y el vivir en una economía así. Mientras perfilaba tan extenso lienzo que pintar, hallé un acicate muy especial en el hecho de descubrir que nadie había retratado nunca esa sensación general de vivir en una economía moderna.

Mi teoría del fenómeno del dinamismo reconoce que esa multitud de libertades económicas son un elemento clave: son libertades que podemos agradecer a nuestra democracia occidental. También son capitales diversas instituciones habilitadoras que surgieron en respuesta a las necesidades de empresas y negocios. Pero el ascenso de la modernidad económica requirió de algo más que la simple existencia e imposición de unos derechos legales y diversas instituciones comerciales y financieras. Mi tesis sobre el dinamismo no niega que la ciencia ha avanzado y avanza, pero no liga la prosperidad a la ciencia. En mi versión de lo acontecido, las actitudes y las creencias fueron la fuente del dinamismo de las economías modernas. Hablamos principalmente de una cultura que protegió e inspiró la individualidad, la imaginación, el conocimiento y la expresión propia personal, que son los factores que impulsan la innovación autóctona en una nación.

Allí donde la economía de un país se vuelve predominantemente moderna, sostengo aquí, pasa de producir solamente bienes o servicios conocidos y específicos, a soñar y trabajar con ideas sobre otras cosas que se pueden intentar producir (bienes o servicios que, hasta entonces, no se sabía que eran producibles y que puede que incluso nunca antes hubieran sido concebidos). Y allí donde una economía se echa atrás a la hora de traspasar el umbral de lo moderno (porque está privada de las correspondientes instituciones o normas, porque hay frenos que bloquean su avance, o porque hay oponentes que inhiben la modernización), se limita ostensiblemente el flujo interno de ideas. Dependiendo del polo hacia el que gravita la economía (hacia lo moderno o hacia lo tradicional), varía profundamente la textura de la vida laboral.

De ahí que la historia de Occidente aquí expuesta haya sido impulsada por una lucha central. No se trata de la lucha entre capitalismo y socialismo (pensemos que la propiedad privada aumentó en Europa hace ya décadas hasta niveles similares a los estadounidenses). Tampoco me refiero a la tensión entre catolicismo y protestantismo. La lucha fundamental es entre valores modernos y valores tradicionales (o conservadores). Desde el humanismo renacentista hasta la Ilustración y lo que vino después, incluidas las filosofías existencialistas, se produjo una evolución cultural que fue acumulando un nuevo conjunto de valores: valores modernos como la expresión de la creatividad, la exploración del conocimiento por la exploración en sí, y el crecimiento personal por el simple prurito de crecer. Y esos valores inspiraron el auge de las sociedades modernas en Gran Bretaña y Estados Unidos. En el siglo XVIII, promovieron la democracia moderna, como bien sabemos, y en el XIX, dieron origen a las economías modernas. Estas fueron las primeras economías del dinamismo. Tal evolución cultural llevó también las sociedades modernas (sociedades suficientemente modernas para la democracia, se entiende) a la Europa continental. Pero los trastornos sociales causados por las economías modernas emergentes en esas naciones constituían una amenaza para las tradiciones. Y los valores tradicionales —la anteposición de la comunidad y el Estado al individuo, y la prioridad de la protección sobre el avance— tenían tal fuerza que, en general, pocas economías modernas realizaron avances muy sustantivos en ese terreno. Allí donde los hicieron o amenazaron seriamente con hacerlos, fueron tomadas a la fuerza por el Estado (en los años de entreguerras) o maniatadas a fuerza de restricciones (en los años de posguerra).

Son muchos los autores que mencionan haber librado una larga lucha por liberarse de las ataduras de las ideas heredadas y preconcebidas, y, para poder hablar de la economía moderna, de su creación y de su valor, yo mismo he tenido que huir de una selva de descripciones irreconocibles en la realidad y de teorías inaplicables. Hubo que lidiar con los postulados clásicos de Schumpeter —según los cuales, las innovaciones son solamente consecuencia de descubrimientos exógenos— y con el corolario neoschumpeteriano de que la única manera de potenciar la innovación es fomentando la investigación científica. Estas dos tesis daban por sentado que una sociedad moderna podría seguir existiendo como tal sin una economía moderna. (No me extraña que Schumpeter pensara que la llegada del socialismo estaba a la vuelta de la esquina.) También hubo que tener en cuenta el concepto (originario de Adam Smith) de que el «bienestar» de las personas se deriva únicamente del consumo y del ocio y que, por consiguiente, toda su vida laboral y empresarial tiene esos fines como propósito, sin que la experiencia en sí valga nada. Luego estaba también el bienestarismo neoclásico de Keynes, en el que los fallos de mercado y las fluctuaciones de los ciclos son los grandes males modernos a combatir, pues los retos y las iniciativas empresariales responsables de los mismos carecen de valor humano alguno. A esto siguió en el tiempo el enfoque neoclásico, que es el dominante en las facultades de economía y administración de empresas hoy en día, y según el cual, lo importante en cualquier negocio es la evaluación del riesgo y el control de costes, pero no la ambigüedad, la incertidumbre, la exploración ni la visión estratégica. Y, por último, estaba la perspectiva del optimista incurable, según la cual las instituciones de una nación no nos han de preocupar, pues la evolución social siempre produce las instituciones necesarias y todo país tiene la cultura que mejor se adapta a su carácter. Por poco que este libro se haya acercado a la verdad, estaremos en condiciones de afirmar que todas esas ideas previas eran tan falsas como perjudiciales.

El libro dedica muchas páginas a describir con admiración la experiencia que la economía moderna brinda a quienes participan en ella. Después de todo, ahí radicó la verdadera maravilla de la era moderna. Pero ese homenaje nos invita también a preguntarnos por la comparación entre esta vida moderna que las economías modernas hicieron posible y otros modos de vida. En el penúltimo capítulo, sostengo que el florecimiento —ese producto por antonomasia de la economía moderna— concuerda bastante con el concepto que algunos antiguos tenían de la vida buena, un concepto sobre el que se han escrito numerosas variaciones con posterioridad. La vida buena requiere del crecimiento intelectual que acompaña al acto de afrontar el mundo, y del crecimiento moral que se deriva de crear y explorar en un contexto de gran incertidumbre. La vida moderna que introdujeron las economías modernas ejemplifica a la perfección el concepto de la vida buena. He ahí un factor justificador más de una economía moderna que funcione bien: la potencial contribución de esta a la vida buena.

Pero cualquier justificación de una economía así debe solventar antes las objeciones de que esta ha sido objeto. Una economía estructurada para ofrecer posibilidades de una vida buena (para todos los participantes incluso) no podría ser considerada una economía justa si causara injusticias en el proceso de alcanzar esa buena vida o proveyera esta de un modo que se juzgara injusto. Las personas menos favorecidas y, en general, todos los participantes en una economía moderna sufren —desde los trabajadores que pierden sus empleos hasta los empresarios cuyas empresas quiebran, pasando por las familias que ven mermada gravemente su riqueza— cuando el nuevo rumbo tomado por esa economía demuestra ser el equivocado o, incluso, poco menos que una estafa, como durante la burbuja inmobiliaria desatada en esta pasada década. Y los gobiernos no regulan la distribución de los beneficios de una economía moderna (incluida la vida buena, que sería el principal de tales beneficios) del modo más favorable posible a los menos favorecidos. (Pero eso bien podría ser más culpa del gobierno en cuestión que de la economía moderna propiamente dicha.)

En el capítulo final, me atrevo a bosquejar la concepción de una economía que es moderna y, al mismo tiempo, justa en tanto en cuanto va todo lo lejos posible a la hora de proporcionar posibilidades de vida buena a participantes cuyo talento o cuyos antecedentes los desfavorecen respecto a otros. Señalo que una economía de tipo moderno que funcione bien puede regirse con arreglo a nociones ya conocidas de justicia económica, como la mencionada atención especial a los menos favorecidos. Si todos anhelan la vida buena, estarán dispuestos a asumir el riesgo de unas grandes oscilaciones individuales para tener esa vida. Añado también que, bajo una amplísima variedad de condiciones, una economía moderna que funcione de forma justa es preferible a una economía tradicional —basada en valores tradicionales, quiero decir— por muy justo que sea el funcionamiento de esta. Pero ¿y si algunos de los participantes se rigen por valores tradicionales? En un estudio introductorio como este, no podemos extendernos más allá de un cierto punto. Pero si algo está claro, es lo siguiente: quienes en una nación quieran tener unas economías propias basadas en sus valores tradicionalistas particulares deben ser libres para hacerlas efectivas. Pero quienes aspiren a la vida buena tienen derecho a ser libres de trabajar en una economía moderna y a no verse confinados en una economía tradicionalista, privada de cambios, retos, originalidad y descubrimiento.

Puede parecer paradójico que una nación valore (o incluso potencie) la posibilidad de hacer más efectivo un tipo de economía para el que el futuro es desconocido e incognoscible, una economía proclive a enormes fallos, cambios y abusos en los que las personas puedan sentirse como dejadas «a la deriva», cuando no «aterradas». Pero la satisfacción de obtener una nueva y mejor percepción de la realidad, la emoción de afrontar un desafío, la sensación personal de abrirse uno (o una) su propio camino, y la gratificación que produce el hecho de haber crecido en ese proceso —es decir, todo aquello que, en esencia, vendría a ser la vida buena— exigen precisamente eso.

INTRODUCCIÓN

EL ADVENIMIENTO DE LAS ECONOMÍAS MODERNAS

Cierto es que la modernidad se concibió en la década de 1780. [...] [Pero] fue durante los años 1815-1830 cuando en buena medida se formó la matriz del mundo moderno.

PAUL JOHNSON,

El nacimiento del mundo moderno

En el transcurso de la mayor parte de la existencia humana, los agentes de la economía de una sociedad rara vez hicieron nada que expandiera lo que podríamos llamar su conocimiento económico: aquellos conocimientos referidos a qué producir y cómo producirlo. Ni siquiera en las economías tempranas de la Europa occidental eran habituales las variaciones con respecto a la práctica habitual previa: me refiero a variaciones que pudieran repercutir en nuevos conocimientos y, por ende, en nuevas prácticas o en innovaciones. La Grecia y la Roma antiguas introdujeron alguna que otra innovación, como el molino de agua y la fundición del bronce, entre otras. Pero lo que verdaderamente llama la atención de la «economía antigua», sobre todo durante los ocho siglos que siguieron a Aristóteles, es la escasez innovadora. El Renacimiento realizó descubrimientos capitales en ciencia y arte, y reportó riquezas para las coronas de la época. Pero los avances resultantes en el plano del conocimiento económico fueron demasiado exiguos como para repercutir en un aumento de la productividad y los niveles de vida de la gente corriente, como bien apreció ese gran historiador de la vida cotidiana que fue Fernand Braudel. La familiaridad y la rutina eran la norma en aquellas economías.

¿Acaso lo eran porque los agentes de aquellas economías no querían apartarse de las prácticas pasadas? No del todo. Hoy sabemos que los seres humanos ya ejercitaban la imaginación y hacían gala de su creatividad mil generaciones atrás.1 Creo que no nos arriesgamos a equivocarnos si damos por sentado que los participantes en las economías tempranas no adolecían de ninguna falta de afán creativo, y que inventaron y pusieron a prueba algunas cosas para su uso propio. Pero carecían de la capacidad de desarrollar y proveer nuevos métodos y productos para la sociedad: las economías tempranas no habían adquirido aún las instituciones y actitudes que posibilitarían y alentarían posteriormente esos intentos de innovación.

El mayor logro de esas economías tempranas fue la difusión del comercio en el interior de cada país, así como del comercio exterior con otros países. El comercio del Hamburgo del siglo XIV y de la Venecia del siglo XV —dos prominentes ciudades-Estado— se desplegaba por rutas como las hanseáticas, la de la Seda y las oceánicas llegando hasta rincones cada vez más remotos del planeta. Con el establecimiento de las colonias del Nuevo Mundo en el siglo XVI, el comercio se expandió dentro de los Estados-nación al tiempo que se incrementaba el comercio exterior. En el siglo XVIII, en Inglaterra y Escocia sobre todo, la mayoría de la población producía ya bienes para el «mercado» más que para sus propias familias o vecinos. Cada vez eran más los países que exportaban e importaban a niveles significativos hacia/desde mercados distantes. El negocio seguía consistiendo principalmente en producir, pero también tenía que ver con la distribución y el intercambio.

Aquello era ya capitalismo, por supuesto, pese a que el término no existía todavía en aquellos tiempos. Pero, para ser más precisos, se trataba de capitalismo mercantil: alguien que dispusiera de riqueza podía convertirse en mercader e invertir en carros o barcos con los que transportar bienes hasta lugares donde los precios estuvieran más altos. Así, desde 1550 hasta 1800, aproximadamente, este sistema fue el motor de lo que los escoceses llamaban una «sociedad comercial». Desde luego, en Escocia e Inglaterra eran muchos los que sentían una profunda admiración por esa forma de sociedad. Había otros que, sin embargo, consideraban que le faltaba cierto «espíritu heroico».2 Aun así, no puede negarse que, en aquella era mercantil, las sociedades no escatimaban agresividad. Los comerciantes y mercaderes estaban enfrentados en una lucha por conseguir suministros o una buena cuota de mercado, al tiempo que sus naciones estaban absorbidas por una particular carrera por establecer colonias. Los conflictos militares estaban a la orden del día. Tal vez, ante la escasez de elementos que desafiaran la mente de las personas y que las tentaran a dar grandes saltos en sus actividades de negocio, el espíritu heroico buscara vías de escape en las empresas militares.

Bien es cierto, en cualquier caso, que, durante la era mercantil, la vida comercial y empresarial se caracterizaba por un grado de familiaridad y rutina bastante menor que el típico durante la Edad Media. Descubrir nuevos mercados y penetrar en ellos —y ser descubiertos como mercado y penetrados por otros— debió de favorecer la irrupción de ocasionales fragmentos de nuevo conocimiento económico. No cabe duda de que la expansión del comercio brindaba con frecuencia nuevas oportunidades para los propios productores nacionales, cuando no para los competidores foráneos y, por consiguiente, nuevos conocimientos a propósito de qué producir. Esos avances podían ser de dominio público y caer en manos de quienes se dedicaban «a los negocios», o podían ser difíciles de conseguir y mantenerse en forma de conocimiento privado. Menos frecuente, quizá, resultaba el hecho de que el estímulo de producir un bien no producido hasta entonces pudiese traducirse en avances en la manera de producir. Ahora bien, ¿en qué medida se incrementaron los conocimientos económicos durante la era mercantil?

EL CONOCIMIENTO ECONÓMICO EN LA ERA MERCANTIL

No dejan de ser reveladores ciertos datos fragmentarios tempranos sobre la economía de Inglaterra. Cabe suponer que —manteniendo el resto de factores sin variaciones— el aumento del conocimiento a propósito de qué producir activa la productividad: impulsa al alza la producción en relación con el aporte de mano de obra. Por lo tanto, si este conocimiento técnico en manos de los participantes en aquella economía (ya fuera conocimiento privado o público) creció de forma apreciable durante la era mercantil, lo veríamos reflejado en un incremento de la producción con respecto a la aportación de la mano de obra entre el inicio de esa era (allá por el año 1500) y su final (hacia 1800). Si apreciamos escasa o nula mejora en esa relación, tendríamos motivos para dudar de que hubiera habido un crecimiento del saber práctico productivo durante la era mercantil. Pues, bien, ¿qué nos muestran los datos?

El producto por trabajador en Inglaterra no aumentó en absoluto entre 1500 y 1800, según las estimaciones realizadas por Angus Maddison y recogidas en The World Economy: Historical Statistics (2006), una fuente fiable. No obstante, la población general (y, por lo tanto, también la población activa y la empleada) creció espectacularmente durante ese mismo periodo, en el que se recuperó de las pérdidas experimentadas durante las epidemias de peste bubónica (la peste negra) del siglo XIV. Es de imaginar que eso hizo disminuir el producto por trabajador (en virtud de la ley de los «rendimientos decrecientes») en grado suficiente como para absorber un simultáneo impulso al alza en el producto por trabajador ejercido por el incremento de conocimientos, si es que realmente hubo tal subida. No obstante, las estimaciones por década efectuadas por Gregory Clark muestran que el producto por trabajador era tan elevado en las décadas de 1330 y 1340, cuando la población no había caído aún muy por debajo de su pico previo a la peste, como en la década de 1640, cuando la población casi había recobrado ya los niveles de ese pico previo. Algunos de los raros datos «micro» de que disponemos para esa época dan a entender que el producto por trabajador agrícola no era más alto todavía en la década de 1790 de lo que lo había sido a comienzos del siglo XIV. En otro estudio, sin embargo, se ha calculado un incremento de un tercio a lo largo de todo ese periodo.3 Podemos concluir con bastante certeza, pues, que las técnicas agrícolas disponibles no mejoraron mucho durante casi cinco siglos. De todos modos, cuando medimos el producto por trabajador separándolo por tipos de producción diferentes, perdemos de vista las ganancias continuas experimentadas en producto agregado por trabajador que se deben a la transferencia de mano de obra hacia ámbitos productivos donde los precios o la productividad son mayores. En este sentido, los salarios resultan más informativos.

Y es que los salarios reales por trabajador —el salario medio en función de una cesta de bienes de consumo— reflejan, entre otras cosas, los conocimientos a propósito de cómo producir y qué producir. Los proyectos que se ponen en marcha para desarrollar métodos o productos nuevos crearían puestos de trabajo y esto, a su vez, impulsaría al alza los salarios tarde o temprano. La introducción de métodos nuevos tiende también a ejercer un empuje ascendente. ¿Experimentaron las economías mercantiles un aumento marcado de los salarios reales, lo que se correspondería con incrementos importantes de los conocimientos económicos? En la agricultura inglesa, los salarios reales cayeron (al igual que el producto per cápita) durante la primera mitad de la era mercantil, de 1500 a 1650, debido al rebrote demográfico posterior a la peste. Los salarios crecieron entre 1650 y 1730, aunque aproximadamente la mitad de esa mejora se había perdido ya hacia 1800. El resultado neto es que los salarios en 1800 eran inferiores a los de 1500. Sin embargo, los salarios en 1800 sí eran más altos que en 1300 (en torno a un tercio más elevados). Pero ¿se trataba de una mejora suficientemente grande como para confirmar la existencia de un incremento del conocimiento económico adquirido a través de innovaciones inglesas en productos y métodos? Para empezar, los salarios reales crecieron considerablemente por mor del descenso de precios de bienes de consumo importados y de la «llegada de nuevos bienes como el azúcar, la pimienta, las pasas, el té, el café y el tabaco», según documenta Clark en su libro de 2007 (p. 42). Así pues, la mejora de un tercio en los salarios reales no puede entenderse como una señal de la innovación autóctona inglesa, sino más bien como un reflejo de los descubrimientos de navegantes y colonizadores. En segundo lugar, 1300 marcó el final de un siglo de descenso salarial. Y los salarios reales en 1800, según muestra la tabla 4 de Clark, eran menores... ¡que los de 1200! No nos equivocaríamos de mucho, pues, si, sumadas las ganancias y restadas las pérdidas, conviniéramos en que Inglaterra no registró apenas avances en el nivel de los salarios entre la Edad Media y la Ilustración.4

Debemos concluir que las economías mercantiles trajeron consigo unos avances en conocimiento económico llamativamente escasos, incluso en el momento de máximo apogeo de aquellas, entre 1500 y 1800. Habría sido de esperar que, a medida que la población aumentó espectacularmente en el siglo XVIII y, más aún, durante la mayor parte del XIX, centurias en las que, año tras año, se fueron registrando máximos consecutivos en muchos países, el carácter fijo de la superficie de tierra disponible hubiera ralentizado el aumento de la productividad que el crecimiento de los conocimientos económicos estaría aportando. Pero, en plena época de rápida expansión demográfica en Gran Bretaña, la economía del país se dedicó cada vez más a la industria, el comercio y otros servicios, que eran actividades que precisaban de menos tierra que la agricultura. Por ese motivo, el aumento de la población fue teniendo cada vez menor importancia en lo referente al incremento de los salarios y del producto por trabajador. La idea de que el crecimiento demográfico impidió o limitó seriamente la productividad y los salarios —y, con ello, desbarató y contrarrestó un auge paralelo del conocimiento económico— no resulta en absoluto convincente. Era otra cosa la que estaba constriñendo el crecimiento de los salarios y del producto per cápita.

La notable similitud del desarrollo económico observado en los diferentes rincones del mundo mercantil también nos da una pista de qué impulsaba ese mundo y qué no. Hoy sabemos que, en la era mercantil, once países (o regiones que se convirtieron luego en países) se encontraban en la misma categoría de producto per cápita y salarios por trabajador: Austria, Gran Bretaña, Bélgica, Dinamarca, Francia, Alemania, Holanda, Italia, Noruega, Suecia y Suiza. (En el siglo XIII y primera parte del XIV, Inglaterra no era ese páramo de atraso socioeconómico con respecto a Europa que se creía que era.) En 1800, Estados Unidos se había unido ya a ese club. Podríamos decir que esas naciones (y no solo esas) desfilaban al son de los mismos tambores, aunque con paso irregular: cada una tenía sus fluctuaciones propias sobre una misma línea de tendencia aproximada. Italia iba en cabeza en 1500 y Holanda ya la había sustituido en 1600 (y allí se mantuvo hasta comienzos del siglo XIX). Ese hecho indica que la pequeña tendencia al alza de la época fue producto de fuerzas específicamente mercantiles —que, siendo de carácter global, se dejaron sentir por igual, al menos entre los países del mencionado club— y no de factores específicos de cada nación.5

Alguien de aquella época bien habría podido prever que, en cuanto la comercialización se hubiera extendido todo lo que podía extenderse, las economías nacionales se estabilizarían en la rutina de antaño, aunque a una escala más globalizada. La realidad, sin embargo, desmintió esa idea, pues la era mercantil no sería la etapa final del desarrollo económico, al menos no para esas partes desarrolladas del mundo. En varias de las sociedades comerciales, la economía, sin dejar de lado el comercio y el intercambio, adoptaría en poco tiempo un nuevo carácter. Sucedió algo extraño para su época, algo que lo cambiaría todo.

SÍNTOMAS DE UNA EXPLOSIÓN DEL CONOCIMIENTO ECONÓMICO

Los indicadores que tan mínimo tono de tendencia mostraron desde 1500 (y, según algunos datos, incluso desde 1200) hasta 1800 registraron una espectacular inflexión ascendente en cuestión de solo unos pocos decenios. De la década de 1820 a la de 1870, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y Alemania se despegaron del pelotón de naciones una tras otra. La trayectoria que los dos indicadores ya mencionados —la producción per cápita y el salario real medio— siguieron en esos países representó una fenomenal novedad evolutiva en la historia del mundo.

El producto per cápita en Gran Bretaña, según las mediciones calculadas en nuestros días, inició un ascenso sostenido en 1815, al término de las guerras napoleónicas, y ya no volvió a retroceder. Creció espectacularmente entre las décadas de 1830 y 1860. Según los estudiosos actuales del tema, el producto per cápita en Estados Unidos entró también en una dinámica de subida sostenida allá por 1820.6 En Francia y Bélgica, inició un ascenso con altibajos en la década de 1830, una dinámica que Alemania y Prusia siguieron a partir de la década de 1850. Estas extraordinarias subidas están indeleblemente ligadas al primer experto que las desveló: el historiador económico estadounidense Walt Rostow. El las llamó despegues: despegues de un crecimiento económico sostenido.7

En general, el salario real medio siguió simultánea dinámica. Así, en Gran Bretaña, el jornal en los oficios para los que disponemos de datos inició un aumento continuo hacia 1820, no mucho después de que hubiera despegado el producto por trabajador. En Estados Unidos, los salarios comenzaron a subir a finales de la década de 1830. Los países que experimentaron, uno tras otro, una explosión en su productividad registraron también una explosión de sus salarios reales. (En el capítulo 2 se cuantifican esas subidas.) Los despegues salariales fueron descubiertos en la década de 1930 por Jürgen Kuczynski, un historiador económico alemán nacido en Polonia. Marxista extremo como era, él no vio en aquellas economías transformadas más que «un deterioro de las condiciones laborales» y un «aumento de la miseria». Pero sus propios datos, aun ajustados por él mismo, revelan que los salarios despegaron con fuerza antes de la mitad del siglo XIX en todos los países por él estudiados: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania.8

Esos países fueron tirando el uno del otro. Con la aceleración del crecimiento del producto per cápita y de los salarios en los cuatro países que encabezaron ese cambio, todos los demás miembros del mencionado pelotón pudieron crecer más rápido aunque solo fuera en virtud de la actividad comercial con dichos líderes, una actividad que, además, aumentó aprovechando las diferencias que esos distintos ritmos de aceleración estaban creando entre naciones: en definitiva, crecieron nadando a la estela de las precursoras, cual peces tras una ballena.

Las observaciones pioneras de los despegues, a cargo de nuestros dos verdaderos Galileos de la historia económica moderna, Kuczynski y Rostow, sacaron a relucir el extraordinario viaje emprendido por Occidente en el siglo XIX. ¿Cuáles fueron los orígenes de semejantes fenómenos sin precedentes?, se preguntaron historiadores y economistas. Los segundos acudieron al pensamiento económico tradicional para dar respuesta a ese interrogante.

Muchos economistas tradicionales supusieron que tal respuesta residía en el pronunciado incremento de las dotaciones de capital —instalaciones y equipo— en granjas y fábricas durante el siglo XIX. Pero la formación de capital no podía explicar convincentemente —ni siquiera en parte— la subida del producto per cápita en Estados Unidos a partir de mediados de ese siglo y hasta bien entrado el XX. De hecho, solo una séptima parte de la mencionada subida se debía al aumento de capital y tierra utilizados.9 El crecimiento del capital en el siglo XVIII podría bastar para explicar el aumento bastante escaso e irregular de la productividad durante ese periodo. Pero el crecimiento del capital en el siglo XIX, aun habiéndose acelerado con respecto a la centuria previa, no podría haber bastado para impulsar el ascenso de la productividad y los salarios. Por la ley de los rendimientos decrecientes, sabemos que un aumento sostenido del capital no puede producir por sí solo un crecimiento sostenido del producto por trabajador ni del salario real medio.

Intuyendo ese problema, otros economistas tradicionales insinuaron que la respuesta debía buscarse en las economías de escala. A medida que se multiplicaba la mano de obra y que el capital seguía aumentando, sugerían ellos, también se incrementaba el producto por trabajador (y por unidad de capital).10 Pero el hecho de que la productividad casi se triplicara entre 1820 y 1913 en Estados Unidos y Gran Bretaña representa un aumento demasiado grande como para atribuirlo a las economías de escala resultantes de la expansión del factor trabajo y del factor capital. Y si tal expansión obró milagros en ese periodo, ¿por qué la expansión muy similar registrada entre las décadas de 1640 y 1790 no surtió un efecto comparable (o efecto alguno, para ser más precisos)? Además, si las economías de escala potenciaron la productividad y los salarios de manera tan significativa, ¿por qué no propiciaron ese mismo efecto en Italia y España? En estos dos países, los excedentes de población partieron hacia América (del Norte y del Sur) en busca de mejores oportunidades económicas. Por otra parte, la obtención de nuevas economías de escala debió de resultar mucho más difícil en el transcurso del siglo XX en las economías que ya habían experimentado el despegue. Los incrementos en el volumen de mano de obra y los aumentos consiguientes en la dotación de capital capaces de alimentar la aparición de nuevas economías de escala se mantuvieron. Y, sin embargo, el producto por trabajador y los salarios siguieron creciendo sólidamente durante la mayor parte del siglo XX, hasta principios de la década de 1970. (La productividad se disparó vertiginosamente entre 1925 y 1950, incluso en plena Gran Depresión de los años treinta, y volvió a hacerlo entre 1950 y 1975.)

Otros economistas tradicionales supusieron que la respuesta radicaba en la expansión del comercio dentro de cada país —y entre unos y otros— que tuvo lugar durante buena parte del siglo, pues muchos productores salieron entonces del autoabastecimiento propio de la economía de subsistencia, y se crearon nuevos canales y ferrocarriles para conectar mercados. Por supuesto, la ampliación de horizontes así generada añadió elementos de conocimiento a las economías —a las que despegaron y a las otras— a propósito de qué producir e, incluso, de cómo producirlo. Pero eso ya había pasado antes. Si toda la comercialización y el comercio en lugares como la Venecia y la Brujas medievales, o el Glasgow y el Londres del siglo XVIII, no fueron suficientes para elevar el producto por trabajador ni los salarios, difícilmente podemos creer que las expansiones finales del comercio intra- e internacional en el siglo XIX incrementaran la productividad y los salarios de forma tan espectacular. Además, aun en el caso de que el comercio fuera importante para alguna que otra de las economías en despegue, no podría haber alimentado por sí solo el crecimiento de la producción y de los salarios que parecía estar produciéndose. El comercio como motor del crecimiento se queda sin combustible en cuanto la globalización se hace total.

En el mundo social, casi nada puede considerarse cierto del todo. Pero sí diríamos que solo el incremento del conocimiento económico —es decir, de los conocimientos sobre cómo producir y de los conocimientos sobre qué producir— pudo haber hecho posible el pronunciado ascenso de la productividad nacional y de los salarios reales en los países en despegue. Por decirlo con las palabras de Deirdre McCloskey, «imperó el ingenio más que la abstinencia». Y, añadiríamos también, el ingenio más que el comercio.

Con el tiempo, el énfasis moderno en la potenciación del conocimiento —y la suposición de que siempre hay más conocimiento que adquirir— triunfó sobre otros énfasis tradicionales en el capital, las escalas, el comercio interno y el comercio exterior. Pero ¿de dónde vino ese conocimiento? ¿De quién era ese «ingenio»?

LA BÚSQUEDA DEL MANANTIAL DEL CONOCIMIENTO ECONÓMICO

La mayoría de los historiadores que han abordado después de Rostow el fenómeno de los despegues no han tenido tantas reservas filosóficas para aceptar la posibilidad de que la mente puede producir nuevas ideas y que, de estas, pueden surgir nuevos conocimientos. Más aún: si buena parte del ulterior conocimiento importante para la sociedad no era inevitable en el sentido de que no estaba predeterminado, el futuro de la sociedad tampoco lo estaba. Y lo indeterminado es impredecible, como bien escribió Karl Popper en 1957 en su libro contra el «historicismo» (es decir, contra la idea de que el futuro es una consecuencia prescrita por la situación histórica previa).

Sin embargo, incluso estos historiadores, aun sin adherirse al determinismo histórico, basaron su visión de las economías —tanto las del siglo XIX en general como las economías en despegue en particular— en una concepción heredada del siglo XVIII y legada por Adam Smith, Thomas R. Malthus y David Ricardo. Según esa concepción clásica, una «economía de mercado» está siempre en equilibrio. Y el concepto mismo de equilibrio implica que esa economía incorpora todos los conocimientos del mundo potencialmente útiles para su funcionamiento: si el mundo descubre un nuevo conocimiento, estas economías de mercado actúan al momento para aprovecharlo. Pero ese enfoque no deja margen a que se produzcan descubrimientos dentro de los confines de la economía de una nación —es decir, que en él no tiene cabida aquello que podríamos llamar innovación autóctona, avances locales en el conocimiento económico—, pues, desde esa perspectiva, la economía ya sabe todo lo que puede saber. Una nación tiene que mirar fuera de su economía —ya sea al Estado (el legislativo o la corona), ya sea a instituciones privadas sin ánimo de lucro (nacionales o extranjeras)— para encontrar ideas o hallazgos que puedan aportarle nuevos conocimientos económicos. Se deduce de ello, pues, que la aparición en el siglo XIX de un crecimiento sin tregua de la productividad y los salarios fue el reflejo de alguna fuerza externa no presente hasta entonces, antes que de alguna nueva fuerza en la economía nacional misma.

Esta perspectiva de la historia económica se hizo explícita en los trabajos de la última generación de la escuela histórica alemana de economía. En todos ellos, se consideró que todos los avances materiales en un país vienen impulsados por la fuerza de la ciencia, es decir, por los descubrimientos de los «científicos y navegantes», externos por definición al funcionamiento de las economías nacionales en sí. Sin esta especie de figuras divinas, no habría progreso material ni evolución alguna que reseñar. Cuando todavía no había cumplido la treintena, el deslumbrante economista austriaco Joseph Schumpeter añadió un aspecto más al modelo de aquella escuela: concretamente, la necesidad de la intervención de un emprendedor para desarrollar el método o el bien nuevos posibilitados por una innovación en el conocimiento científico.11 En la que terminaría siendo una obra inmensamente influyente —publicada originalmente en Austria en 1911—, Schumpeter expuso el dogma de la escuela, que podríamos parafrasear del modo siguiente:

Lo cognoscible en el momento actual en la economía ya se conoce. Por lo tanto, dentro de la economía misma no hay margen para la originalidad. Son los descubrimientos exógenos a aquella los que posibilitan el desarrollo de cualquier método o bien nuevo. Aunque la apertura de una posibilidad así no tarda enseguida en respirarse «en el ambiente», su materialización o implementación requiere de un emprendedor capaz y dispuesto a asumir tan exigente proyecto y a velar para que «el trabajo se haga»: reunir el capital, organizar la necesaria empresa emergente incipiente y desarrollar ese producto que no había sido viable hasta entonces. Pese a lo oneroso de tal proyecto, la probabilidad de éxito comercial del nuevo producto —la probabilidad de una «innovación»— es tan cognoscible como lo son las perspectivas a las que se enfrentan los productos ya consolidados en el mercado. No hay margen para el error de cálculo si se siguen las diligencias debidas. La decisión de un emprendedor experto cuando acepta un proyecto, y la decisión de un banquero veterano cuando lo respalda, son correctas de antemano (hasta extremos asombrosos, incluso), aun cuando la intervención a posteriori de la mala suerte o de la buena fortuna pueda propiciar pérdidas o beneficios anormales.12

De ese modo, Schumpeter vino a proponer un modo de concebir la innovación que no se apartaba apenas de la senda marcada por la teoría económica clásica. Esos dos flautistas de Hamelín, Schumpeter con su cientificismo y Marx con su determinismo histórico, confundieron gravemente a los historiadores y al público en general. La economía teórica siguió siendo eminentemente clásica a lo largo de todo el siglo XX.

A este modo de pensar se le presentaron pronto ciertas incongruencias empíricas difíciles de resolver desde su propia óptica. Los historiadores que fundamentaban sus estudios en la teoría alemana se dieron cuenta de que, para cuando se produjeron realmente los despegues, los grandes navegantes casi habían agotado ya las rutas navegables por descubrir. Los historiadores recurrieron a los «científicos» como factor explicativo y trataron de ligar los mencionados despegues con un incremento en el ritmo de descubrimientos en el ámbito de la ciencia durante el periodo de la Revolución Científica, de 1620 a 1800, que incluiría también el de la Ilustración (que se define como el periodo transcurrido entre los años 1675 y 1800, más o menos). Y no cabe duda de que, durante esos años, se registraron algunos éxitos científicos legendarios: el Novum Organum de Francis Bacon en 1620, en el que expuso una nueva lógica con la que sustituir la Organon [Lógica] de Aristóteles; el brillante análisis del «movimiento de la sangre» presentado por William Harvey en 1628; el trabajo de Anton Leeuwenhoek sobre los microorganismos realizado en 1675; la mecánica de Isaac Newton de 1687; la obra matemática de Pierre Simon Laplace en torno a 1785; y el trabajo de Eugenio Espejo sobre patógenos en 1795. Pero ¿es posible que esos hallazgos y los subsiguientes estudios de un puñado de científicos de Londres y Oxford (y de algunos centros más) fueran las fuerzas que propulsaron los explosivos despegues de crecimiento sostenido?

Hay sobrados motivos para mostrarse escépticos ante semejante tesis. Resulta difícilmente concebible que los descubrimientos científicos realizados durante (y después de) la Ilustración tuvieran aplicaciones tan amplias y profundas como para que las naciones en despegue triplicaran sus productividades y sus salarios reales en menos de un siglo —y en la mayoría de los sectores, no solo en unos pocos— cuando todos los descubrimientos pasados en el mundo no habían servido más que para propiciar incrementos inapreciables de la productividad. Para empezar, los nuevos hallazgos científicos eran simples aditamentos en el inmenso almacén de conocimientos ya existente. El propio Newton insistió en su momento en que él y todos los científicos trabajaban «subidos a hombros de gigantes» que les habían precedido en el mundo del saber. Pero, además, los nuevos hallazgos tenían una aplicabilidad bastante escasa en el terreno de la producción económica. Si acaso, los descubrimientos de los científicos posibilitaron nuevos productos y métodos por una vía puramente accidental. Por otra parte, la mayor parte de la innovación —como resulta especialmente obvio en sectores como los del entretenimiento, la moda y el turismo— tiene lugar lejos de la ciencia. Y allí donde la una y la otra aparecen más juntas, suele ser la primera la que precede a la segunda: la máquina de vapor precedió a la termodinámica, por ejemplo. El historiador Joel Mokyr descubrió que, en casos en los que los emprendedores podrían haber empleado mayores dosis de conocimiento científico, los innovadores tendieron a aventurarse por delante de la ciencia valiéndose de sus corazonadas y experimentando con ellas.

El cientificismo de Schumpeter llegó hasta el punto de atribuir a la ciencia el mérito del auge del conocimiento económico hasta el siglo XIX. Pero esa es una tesis que presenta igualmente problemas cuando se contrasta con otros tipos de pruebas. Cualquier conocimiento científico nuevo e importante está accesible en las publicaciones académicas especializadas a un coste mínimo o nulo: de hecho, por eso decimos de él que es un bien público. El saber científico, pues, tiende a estar más o menos igualado entre países. Por consiguiente, si aceptáramos los avances en el conocimiento científico como principal factor explicativo de los enormes incrementos del conocimiento económico en las naciones en despegue, nos resultaría muy difícil explicar las crecientes disparidades (desarrolladas a partir de una situación de aproximada igualdad allá por el año 1820) en nivel de conocimientos económicos observadas a lo largo del siglo XIX: la Gran Divergencia han llegado a llamarla. Haría falta hilar media docena de explicaciones ad hoc para dar cuenta del temprano e insostenible liderazgo de Gran Bretaña, seguido del (ya más duradero) de Estados Unidos, así como de los avances de Bélgica y Francia, y del progreso de Alemania en un momento posterior. También habría que explicar desde la perspectiva que atribuya a la ciencia el papel de factor decisivo cómo pudo Estados Unidos tomar la delantera a Francia, a Bélgica y, por último, a Gran Bretaña, cuando Estados Unidos era precisamente el país menos versado en asuntos de ciencia y, por el hecho de su excepcional lejanía respecto a los otros, el que menos acceso tenía a los nuevos descubrimientos científicos. Más dificultad aún representaría explicar cómo los Países Bajos e Italia se mantuvieron mucho más pegados a la línea de salida pese a su sofisticado historial científico. (Los historiadores schumpeterianos podrían replicar que esas dos naciones iban por detrás de las otras en lo que a espíritu emprendedor y competencias financieras se refiere. Pero el propio Schumpeter no podría haber empleado esas mismas dudas para justificarse, pues su teoría no estaba erigida sobre el afán de los emprendedores y la pericia de los financieros.)

Debemos concluir, en definitiva, que los avances en ciencia no pudieron ser la fuerza impulsora de la explosión del conocimiento económico en el siglo XIX.

Algunos historiadores atribuyen todo el mérito a los inventos de los científicos que se fueron aplicando durante la Ilustración, entre los que destacarían los inventos señeros de la llamada Primera Revolución Industrial. En Gran Bretaña, tendríamos como ejemplos la máquina hiladora hidráulica de Richard Arkwright en 1762; la máquina hiladora multibobina (de 1764) atribuida a James Hargreaves, un humilde tejedor de Lancashire; la máquina de vapor mejorada que diseñó la empresa Boulton & Watt en 1769; el método de producción de hierro forjado a partir de arrabio que se desarrolló en la fundición de Cort & Jellicoe en la década de 1780; y la locomotora de vapor inventada en 1814 por George Stephenson. En Estados Unidos, destaca por ejemplo el barco de vapor, inventado en 1778 por John Fitch. Pero no hay motivo para que esos historiadores se centren exclusivamente en las grandes innovaciones de cabecera, por así llamarlas. Es muy posible que otros múltiples avances, demasiado pequeños como para que haya quedado rastro documental de ellos, también contribuyeran a una dosis de innovación —medida por la ganancia registrada en el nivel de producción o de salarios— muy superior incluso al total de innovación propiciada por los inventos destacados. Bien podríamos asumir que los historiadores de la Revolución Industrial se hicieron eco de las invenciones más notorias con el único fin de transmitir más gráficamente la idea de la incansable inventiva que comenzó a propagarse por Gran Bretaña a partir de la década de 1760. Pero ¿podemos realmente interpretar esos inventos como propulsores de avances en el conocimiento científico (es decir, como progresos científicos en sí, solo que registrados sobre el terreno y no en la «torre de marfil» de los sabios)? ¿Y de verdad fueron ellos en calidad de tales avances científicos los impulsores de las explosiones del conocimiento económico experimentadas en el siglo XIX?

El problema de entrada contra el que choca esta tesis es que casi ninguno de aquellos inventores (ni siquiera los de las invenciones más destacadas) era un científico formado como tal, ni tampoco alguien que hubiera completado estudios muy avanzados. Watt fue la excepción que confirma la norma. Arkwright era un fabricante de pelucas metido a industrial, pero no un científico ni un ingeniero. Hargreaves, un tejedor de Lancashire, era de origen humilde: demasiado humilde para todo un inventor de la máquina hiladora mecánica. El gran Stephenson era poco menos que analfabeto. Paul Johnson ha señalado al respecto que la inmensa mayoría de los inventores nacieron pobres y pudieron permitirse muy pocos estudios. Pero les bastó con ser creativos y listos:

La Revolución Industrial, que inició su desarrollo en la década de 1780, cuando Stephenson era un niño, nos ha sido presentada muchas veces como una época terrorífica para los trabajadores. Lo cierto es que fue un inigualable momento histórico de incomparables oportunidades para hombres que no tenían dinero, pero que, dotados de cerebros e imaginaciones potentes, descollaron con asombrosa rapidez.13

Esta caracterización de los inventores más señalados de aquel periodo es también aplicable sin duda a quienes inventaron la infinidad de avances en métodos diversos que, por ser mucho más reducidos, pasaron más inadvertidos. Así que, si los historiadores que apuntan a las invenciones famosas creían que sus inventores eran albercas repletas de nuevos conocimientos científicos con los que regar el fértil terreno de las economías del siglo XIX, estaban muy equivocados. Además, este cientificismo no explica por qué la explosión de las invenciones dio comienzo a principios del siglo XIX y no antes ni después, ni por qué ocurrió en unas naciones de renta elevada y no en otras.

Habrá quienes piensen que aquellos talentosos inventores, aun sin tener formación previa, sumaban conocimientos al acervo científico cuando su método de ensayo y error daba como resultado un invento. Pero, en realidad, aquellos inventores eran tan creadores de conocimiento científico como los camareros que inventan nuevas bebidas puedan ser creadores de conocimiento químico: unos y otros carecían de los estudios formativos para tal creación. Solo puede considerarse que se produce una verdadera adición al saber científico cuando unos teóricos versados en la materia logran entender por qué funciona un invento, sea este suyo o de otros. (Hizo falta un musicólogo para entender cómo «funcionan» las cantatas de Bach, por ejemplo.) Sin embargo, cuando una invención en fase de «prueba de concepto» es luego desarrollada y adoptada, y se convierte así en una innovación, crea conocimiento económico. (Incluso si falla, también puede decirse que añade cierto conocimiento: concretamente, un conocimiento económico sobre aquello que, al parecer, no funciona.)

Considerar las invenciones como el motor del conocimiento económico es engañoso porque da a entender que existen fuerzas exógenas que actúan sobre la economía. (En ese caso, hasta el más casual descubrimiento se produce y tiene una repercusión únicamente porque el descubridor se encontraba en el lugar y el momento adecuados.) Pero los inventos que se hicieron famosos por las grandes innovaciones a las que dieron origen no fueron causas primeras, ni rayos caídos desde fuera del sistema económico. Nacieron de la percepción de unas necesidades en el mundo comercial, o de una inspirada intuición de lo que negocios y consumidores querrían tener, impresiones extraídas en cualquier caso de la experiencia y las conjeturas de los innovadores en ese entorno de la actividad económica. James Watt tal vez fuera un ingeniero en cuerpo y alma, pero su socio, Matthew Boulton, quería una máquina de vapor que tuviera un uso muy extendido. Ni la invención, ni la curiosidad, ni el ingenio que había detrás de aquel invento tenían nada de nuevo, en realidad. Los verdaderamente novedosos —y vinculados a las causas más profundas— eran los cambios que inspiraron, alentaron y capacitaron a muchas personas para inventar a escala masiva.

Las innovaciones destacadas rara vez consiguen mover la montaña que es la economía. Las muy brillantes aparecidas en la industria textil de la Gran Bretaña del siglo XVIII ocasionaron grandes avances en producto por trabajador, pero, como la propia industria textil no era más que una pequeña parte de la economía, era imposible que causaran más que un muy moderado incremento del producto por trabajador en el conjunto de la economía británica (tan moderado que el producto por trabajador apenas si aumentó entre 1750 y 1800). Abundando en esa misma lógica, el historiador económico Robert Fogel causó un pequeño terremoto en su campo con su tesis según la cual el desarrollo económico estadounidense habría tenido lugar de todos modos aun si no hubiera habido ferrocarriles. Los frutos de la Revolución Industrial son todos acontecimientos puntuales y singulares, y no manifestaciones de un sistema o de un proceso. No explican ni el espectacular despegue acaecido en Gran Bretaña ni otros despegues posteriores. Mokyr así lo entendió: «La Revolución Industrial en sí misma y en su sentido clásico no bastó para generar un crecimiento económico sostenido».14

Debemos concluir entonces que ni los conmovedores viajes de exploración ni los espléndidos descubrimientos científicos ni las invenciones destacadas que siguieron pudieron ser la causa de las pronunciadas y sostenidas subidas de la productividad y los salarios en el siglo XIX en las economías en despegue en Europa occidental y América del Norte. Más bien diríamos que las explosiones del conocimiento científico en el siglo XIX debieron de ser consecuencia de la aparición de un tipo de economía completamente nuevo: un sistema de generación de innovación endógena década tras década mientras el sistema siguiese funcionando. Solo la estructuración de esas economías en sentido favorable al ejercicio de la creatividad autóctona, y la existencia de vías de conexión de esa creatividad con la innovación —de cara a la aparición de lo que se ha dado en llamar una «innovación autóctona»—, pudieron haber situado a tales naciones en la senda del crecimiento sustancial sostenido. Si alguna «invención» fundamental hubo ahí, fue la configuración de unas economías que aprovecharon la creatividad y la intuición que bullían en su propio seno para intentar innovar. Hablamos de las primeras economías modernas del mundo. Su dinamismo económico las convirtió en la maravilla de la era moderna.