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Estaba decidido a hacerla suya. Entre los espectaculares viñedos de Argentina, Nicolás de Rojas y Magdalena Vázquez tuvieron un romance secreto… hasta que Magda descubrió un devastador secreto sobre Nic, y huyó sin tan siquiera despedirse. Magda volvió al heredar una propiedad deteriorada, y se encontró a merced de Nic… precisamente donde quería tenerla. Él poseía una de las bodegas más prestigiosas de Argentina y ella necesitaba su ayuda desesperadamente. Pero no estaba segura de poder aceptar la condición que Nic le imponía: pasar una noche con él… para acabar lo que habían empezado ocho años atrás.
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Seitenzahl: 178
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Abby Green. Todos los derechos reservados.
UNA SOLA NOCHE CONTIGO, N.º 2193 - noviembre 2012
Título original: One Night with the Enemy
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1149-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
MAGDA Vázquez permanecía entre las sombras, como una fugitiva, observando la entrada del lujoso hotel al que llegaba lo más granado de la sociedad de Mendoza. Apretó los labios pensando en la artificiosidad de la iluminación, que daba a la fachada un aire de cuento de hadas.
Ella siempre había sido más escéptica que fantasiosa, quizá por haber tenido una madre que la mostraba como un trofeo y un padre al que solo le hubiera interesado de ser chico.
Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellos pensamientos y respiró hondo para frenar su acelerado corazón, al mismo tiempo que un largo vehículo plateado alcanzaba el pie de la escalinata. Le sudaron las manos y se le secó la boca. ¿Sería…?
Sí. Era Nicolás Cristóbal de Rojas, el terrateniente y bodeguero más famoso de Mendoza y de toda Argentina, que en los últimos años había triplicado el valor de su bodega, además de alcanzar reconocimiento mundial.
Iba vestido con un esmoquin negro y Magda pudo ver sus marcadas facciones cuando miró a su alrededor con expresión aburrida. Magda contuvo el aliento al volver a ver sus impactantes ojos azules. Parecía más delgado y musculoso, y su cabello castaño claro seguía contribuyendo a que destacara en medio de la multitud… además de una inconfundible aura de fuerza y de poder sexual.
A continuación Magda vio a una rubia esbelta cuyo cabello brillaba casi tanto como el vestido de lamé que llevaba y que se ceñía suavemente a cada una de sus curvas. La mujer entrelazó el brazo con el de él, y Magda sintió una inmediata punzada de dolor en el pecho a la vez que rezaba mentalmente para no sentirse afectada.
Había pasado su adolescencia soñando con él, deseándolo. Y sus estúpidos sueños habían culminado en una catástrofe que había reavivado la antigua hostilidad entre las dos familias, además de destrozar a ambos.
La última vez que había visto a Nic había sido hacía años, en un club de Londres. Cuando sus miradas se habían encontrado, Nic había teñido la suya de desprecio antes de dar media vuelta y desaparecer.
Magda se cuadró de hombros al tiempo que tomaba aire. No podía permanecer en las sombras toda la noche. Estaba allí para decirle a Nicolás Cristóbal de Rojas que había vuelto y que no tenía la menor intención de venderle sus tierras. Nic debía saberlo para que se le quitara de la cabeza ejercer la misma presión que había ejercido sobre su padre, aprovechándose de su debilidad física y emocional.
Aunque habría preferido ocultarse tras un abogado, no podía permitirse pagarlo. Y no quería que De Rojas pensara que lo temía. Por eso debía olvidar su último encuentro y concentrarse en el presente. Y en el futuro.
Ella sabía mejor que nadie hasta qué punto los De Rojas podían ser crueles, pero aun así, que Nic intentara aprovecharse de su padre, al que en cambio sí creía capaz de cualquier cosa, la había dejado atónita.
Con manos temblorosas se alisó el vestido negro con lentejuelas que había rescatado del armario de su madre para poder colarse en la prestigiosa cena anual de los Viñedos de Mendoza. Al encontrarlo, le había parecido que tenía un escote discreto, y solo al ponérselo se había dado cuenta de que, además de quedarle corto, dado que era más alta que su madre, dejaba toda la espalda al desnudo. Así que en aquel instante, con las piernas prácticamente expuestas, el cabello negro y los ojos verdes y piel pálida, herencia de una bisabuela de origen irlandés, caminó hacia el hotel, lamentando no poder pasar más desapercibida.
Nicolás Cristóbal de Rojas intentó disimular un bostezo.
–Cariño, ¿tan aburrida te resulto?
Nicolás miró a su acompañante y con una sonrisa forzada dijo:
–En absoluto.
Ella le apretó el brazo.
–Yo creo que estás aburrido. Necesitas ir a Buenos Aires a pasártelo bien. No sé cómo aguantas el tedio de este lugar –dijo, fingiendo un escalofrío. Y excusándose para ir al servicio, se alejó con un sensual mecer de caderas propio de una mujer que sabía que los hombres volvían la cabeza a su paso.
Nic, que era inmune a ese tipo de artimaña, sacudió la cabeza y agradeció que la presencia de Estela lo librara del asedio de las solteras de la alta sociedad de Mendoza. No estaba de humor ni para ellas ni para ninguna otra mujer que pretendiera algo más de él que una relación casual. Y hasta estaba dispuesto a renunciar al sexo si eso le simplificaba la vida. De hecho, sus últimos encuentros en ese campo habían sido… insatisfactorios, vacíos.
En cuanto a una relación duradera, había aprendido de la enfermiza relación de sus padres, y su elección exigiría seleccionar con mucho cuidado. Porque lo que sí sabía era que quería herederos a los que donar su legado.
Precisamente en aquel instante, una mujer apareció en la puerta del salón de baile e, inexplicablemente, Nic sintió que se le erizaba el vello. Aunque no llegaba a verle bien la cara, podía apreciar sus piernas torneadas y su figura esbelta. Pero por algún motivo le resultó familiar. De pronto ella lo vio, se quedó inmóvil por una fracción de segundo y caminó directamente hacia él.
Nic tuvo el absurdo impulso de salir huyendo. A medida que se acercaba, una idea iba tomando forma en su mente. Pero no podía ser. Hacía tantos años…
Apenas notó el murmullo sofocado de los que lo rodeaban cuando ella se paró delante de él. Una mezcla de reconocimiento e incredulidad le nubló la mente. Además de la conciencia de que era espectacular. Siempre había sido guapa, pero los años la habían convertido en una belleza de figura escultural.
Solo se dio cuenta de que la había sometido a una detenida inspección cuando fijó la mirada en sus ojos y vio que se ruborizaba, lo que bastó para que él sintiera una pulsante presión en la ingle.
Diversas emociones se agolparon en su interior, entre las que dominaron los sentimientos de traición y humillación… A pesar de los años transcurridos.
Al instante, se ocultó tras una fría máscara de indiferencia para defenderse de aquella punzada de deseo. Clavó la mirada en sus ojos verdes y tuvo que aplastar el recuerdo del sentimiento que le despertaba sumergirse en ellos.
–Magdalena Vázquez –dijo, sin un ápice de la turbación que sentía–, ¿qué demonios haces aquí?
Magda respiró hondo. El recorrido desde la puerta hasta él se le había hecho eterno y era consciente de los murmullos y comentarios que levantaba a su paso, entre los que suponía que no se diría nada bueno tras la humillante manera en la que su padre las había echado a ella y a su madre ocho años antes.
Nic esbozó una cínica sonrisa.
–Acepta mis condolencias por la muerte de tu padre.
Magda sintió una oleada de indignación.
–Los dos sabemos que no te importó lo más mínimo –dijo en un susurro para evitar ser oída por los demás.
Nicolás se cruzó de brazos, lo que le dio un aspecto aún más imponente, y ella sintió un cosquilleo en la espalda desnuda. Tenía los puños apretados.
Él se encogió de hombros.
–Mentiría si dijera lo contrario, pero me gusta ser educado.
Magda se sonrojó. Había leído hacía tiempo que su padre había muerto. Ambos eran los sucesores de dos familias que habrían bailado de alegría sobre las tumbas de sus correspondientes difuntos, pero ella no era capaz de alegrarse de la muerte de nadie, aunque fuera un enemigo.
–Yo siento la muerte del tuyo –dijo, incómoda, pero con sinceridad.
Nicolás arqueó una ceja y preguntó:
–¿También incluyes a mi madre, que se suicidó cuando tu padre le dijo que tu madre y mi padre eran amantes desde hacía años?
Magda palideció al descubrir que Nic lo sabía, y vio en la tensión de sus facciones y en su mirada, la rabia que ocultaba tras aquella máscara de buena educación. Sacudió la cabeza. No sabía ni que su padre lo hubiera contado, ni que la madre de Nicolás se hubiera suicidado.
–No tenía ni…
Nic la paró con un gesto de la mano.
–No, claro. Estabas demasiado ocupada gastándote la fortuna familiar recorriendo Europa con tu manirrota madre.
Magda tragó saliva. Había creído que podría entrar, decir lo que quería y marcharse. Pero la antigua disputa familiar seguía viva y crepitante entre ellos dos, junto con algo más en lo que Magda no quería pensar.
Súbitamente, Nic miró a su alrededor, dejó escapar un gruñido y, tomándola por el brazo la condujo hasta un discreto rincón. Allí abandonó todo vestigio de contención y mostró un rostro sombrío y airado. Magda se soltó y se frotó el brazo.
–¡Cómo te atreves a tratarme como si fuera una niña!
–Te he preguntado que qué haces aquí, Vázquez. No eres bienvenida.
Su arrogancia indignó a Magda. Dando un paso adelante, dijo:
–Para tu información, tengo tanto derecho como tú a estar aquí. He venido a decirte que ni mi padre cedió ante tu presión para que te vendiera sus tierras, ni lo haré yo.
Nicolás la miró con desprecio.
–Solo te queda una porción de terreno yermo. En él no se produce vino desde hace años.
Magda disimuló el dolor de saber que su padre había abandonado la tierra.
–Tú y tu padre os ocupasteis de sacarlo del mercado hasta que no pudo competir.
Nicolás apretó la mandíbula.
–Lo mismo que hemos sufrido nosotros una y otra vez. Me encantaría decirte que nos dedicamos a conspirar para hundiros, pero si los vinos Vázquez dejaron de venderse, fue porque eran de inferior calidad. No necesitasteis de nuestra ayuda.
La verdad que contenían aquellas palabras abofeteó a Magda, que dio un paso atrás, más por el temor que despertaba en ella el efecto que tenía en su cuerpo que por la ferocidad de sus palabras. No pudo borrar una imagen de los tiempos en que se apretaba tanto contra él que podía sentir la prueba de cuánto lo excitaba. Era embriagador, apasionante. Lo había deseado tanto que había estado dispuesta a…
–¡Por fin te encuentro!
–Ahora no, Estela –dijo él con firmeza.
Magda agradeció la interrupción y miró a la hermosa rubia que había visto entrar en el hotel con Nic. Fue a irse, pero él la detuvo.
–Estela, espérame en la mesa –dijo bruscamente.
La mujer los miró alternativamente con los ojos muy abiertos, y se alejó silbando.
Magda sacudió el brazo para que la soltara, todavía conmocionada por el recuerdo. Notó que el vestido se le deslizaba de un hombro y vio una llamarada en los ojos azules de Nicolás. Habló precipitadamente diciéndose que se equivocaba, que no tenía el poder de perturbarlo:
–He venido a decirte que he vuelto y que no pienso vender la hacienda de los Vázquez. Antes, la quemaría. Y, por si te interesa, pienso devolverla a su gloria.
Nicolás se irguió antes de echar la cabeza atrás y dejar escapar una estentórea carcajada.
Cuando volvió a mirar a Magda, esta sintió un ardiente calor en la parte baja del cuerpo.
Nic sacudió la cabeza.
–Debiste de hacer una gran interpretación para conseguir que tu padre te la dejara en herencia. Pensaba que habría preferido dejársela a un perro antes que a ti.
Magda apretó los puños sintiendo un golpe de dolor al recordar lo enfadado que había estado su padre, con razón.
–No sabes de lo que estás hablando –dijo entre dientes.
Nicolás continuó como si no la hubiera oído.
–Es bien sabido que tu padre no tenía un peso cuando murió. ¿Va a financiarte este capricho el empresario suizo que se ha casado con tu madre? –tensó la mandíbula–. ¿O acaso has conseguido un marido rico? ¿Encontraste uno en Londres? La última vez que te vi estabas en el lugar apropiado.
Magda se enfureció.
–No, mi madre no va a financiar nada. Y yo no tengo ni un marido rico, ni un novio, ni un amante, aunque no sea de tu incumbencia.
Nicolás la miró con sorna.
–¿Quieres decir que la mimada princesa Vázquez va a recuperar un viñedo arruinado sin ninguna ayuda? ¿Es tu nuevo hobby ahora que se han acabado las fiestas de Cannes?
Magda sintió que la invadía la ira. Nicolás no tenía ni idea de cuánto se había esforzado por demostrar a su padre que podía ser tan válida como un hombre, tan capaz como su difunto hermano. Pero ya no tendría la oportunidad de lograrlo porque su padre había muerto. Y no estaba dispuesta a perder su legado. Tenía que demostrar que podía hacerlo. No consentiría que otro hombre se interpusiera en su camino igual que había hecho su padre.
–Eso es exactamente lo que voy a hacer, De Rojas –dijo acaloradamente–. No esperes ver un cartel de «En Venta» ni ahora ni nunca.
A la vez que ella retrocedía, deseando no tener que mostrarle su espalda desnuda, él dijo con frialdad:
–Te doy dos semanas antes de que vengas suplicándome. Nunca trabajaste en el viñedo. Hace años que Vázquez no produce un buen vino, y tu padre lo remató al vender a un precio demasiado elevado. Hagas lo que hagas, fracasarás. Yo mismo me ocuparé de ello.
Magda sintió un dardo clavársele en el pecho, Nicolás sabía que no había trabajado en el viñedo porque ella se lo había dicho. Era una información íntima que él se permitía usar en su contra.
–Así que ya ves –dijo él, dando un paso adelante–, es solo cuestión de tiempo que tu propiedad forme parte de la de De Rojas. No prolongues tu agonía. Piénsalo, podrías estar en Londres la semana que viene, en un pase de modas, con bastante dinero como para comprarte lo que quisieras. Ya me ocuparé de que no tengas motivos para volver.
Magda sacudió la cabeza a la vez que intentaba ignorar la sensación de estar a un paso del abismo. El grado de hostilidad que mostraba Nicolás la asustaba.
–Este es mi hogar tanto como el tuyo. Y si quieres echarme, tendrá que ser muerta –retrocedió unos pasos más antes de añadir–: No te acerques a mi propiedad, De Rojas. No serás bienvenido.
Él sonrió con sarcasmo.
–Estoy impresionado, Vázquez. Me gustará ver hasta cuándo resistes.
Magda finalmente apartó la mirada de él y, dando media vuelta, caminó hacia la puerta con toda la dignidad que le permitieron unos zapatos, también de su madre, demasiado grandes. Solo cuando llegó al viejo y destartalado todoterreno de su padre y se sentó tras el volante, bajó la guardia y percibió el temblor que recorría su cuerpo.
Lo más espantoso era que Nic tenía razón y que la tarea que se había propuesto estaba abocada al fracaso. Pero eso no impediría que lo intentara. Había tardado años en reconciliarse con su padre. De haberla llamado antes, ella habría acudido hacía años porque desde que tenía uso de razón, había querido trabajar en el viñedo.
Cuando recibió la sentida carta de su padre enfermo en la que manifestaba su arrepentimiento, Magda no había dudado ni un minuto en volver y salvar la tierra. La relación entre ellos nunca había sido fácil. Él nunca había ocultado que habría preferido un hijo, y que el lugar de una mujer estaba en la casa y no en el negocio de la viticultura. Pero en su lecho de muerte, la había compensado por toda una vida de desatención. Magda había rezado para llegar antes de que muriera, pero su padre había fallecido mientras ella volaba hacia Buenos Aires. El abogado de la familia la había recibido con la noticia, y ella había ido directamente al entierro.
Ni siquiera había tenido la oportunidad de ponerse en contacto con su madre, que estaba en un crucero con su cuarto marido, diez años más joven que ella.
Pero no se había sentido en ningún momento tan sola como en aquel instante, tras enfrentarse a la animosidad de Nicolás y a una tarea que, quisiera o no reconocerlo, era descomunal.
Según se contaba, los antepasados de Nic y de ella eran dos amigos españoles que habían emigrado juntos a Argentina y que, tras instalarse, habían decidido montar un viñedo. Pero en algún momento había surgido un problema entre ellos en el que una mujer tenía un papel primordial. Se hablaba de un romance truncado, de una amarga traición. Como venganza, el antepasado de Magda había jurado arruinar a los De Rojas, y para ello había fundado los Viñedos Vázquez en la propiedad colindante.
Sus vinos habían adquirido una inesperada fama en perjuicio de los De Rojas, con lo que la rivalidad había aumentado. La violencia entre las dos familias había estallado regularmente, y hasta un miembro de la familia De Rojas había sido asesinado, aunque nunca se había podido demostrar que el asesino fuera un Vázquez.
A lo largo de los años se habían dado distintos giros en la fortuna de un viñedo y otro, y cuando Magda nació, estaban a la par. La vieja hostilidad entre ambas familias había alcanzado una tregua, pero a pesar de la aparente calma, Magda había crecido sabiendo que, si tan siquiera dirigía su atención a los Viñedos De Rojas, sería castigada.
Al recordar el desprecio con el que Nic la había llamado «princesa» se ruborizó. Por aquellos tiempos, solo habían coincidido en actos sociales en los que los demás invitados se esforzaban en que las dos familias no coincidieran.
Su madre había aprovechado esas ocasiones para presentar a su hija a la última moda, forzando a Magda, de gustos sencillos y con afición a la lectura, a aparentar ser la hija interesada en la moda que ella habría querido tener. Su hermosa madre había querido una cómplice, no una hija.
Magda se había sentido tan incómoda en aquellas situaciones que había hecho lo posible por pasar desapercibida, al mismo tiempo que era consciente de la peligrosa atracción que Nicolás Cristóbal de Rojas ejercía sobre ella, seis años mayor que ella y de una arrogancia y virilidad innegables, incluso en plena adolescencia. La tensión y la distancia entre ambas familias solo había contribuido a hacerlo más fascinante y misterioso.
En cuanto cumplió doce años, su familia la envió a un internado inglés, del que únicamente volvía durante las vacaciones. Ella solo vivía para esos intervalos, y dejaba que su madre la paseara como a una muñequita solo por poder ver a Nic en los partidos de polo o en las fiestas a las que acudían ambas familias. A veces lo observaba desde la ventana de su dormitorio, inspeccionando los viñedos a caballo, y lo veía como un dios rubio, fuerte y poderoso.
Siempre que lo había visto en público, estaba rodeado de chicas. Al recordar a la rubia que lo acompañaba aquella noche, dedujo que nada había cambiado en ese aspecto…
Ocho años antes, la inestable paz que se había establecido estalló por los aires y Magda descubrió la verdadera intensidad del odio que había entre las dos familias. Que por unos días hubiera logrado que Nicolás cambiara la opinión que tenía de ella, dejó de tener importancia porque una vida de propaganda y de opiniones tergiversadas era más poderosa que una semana de intimidad alimentada por la lujuria.
Magda sacudió la cabeza y puso el motor en marcha con dedos temblorosos. Tenía la gasolina suficiente para llegar al pueblo de Villarosa, a unos veinte kilómetros de Mendoza. No dudaba de que Nic habría reservado una suite en el hotel, donde le acompañaría su rubia y esbelta amiga. En cambio ella solo tenía una casa en ruinas a la que volver, donde la compañía eléctrica había cortado el suministro por falta de pago, y en la que, tanto ella como los escasos y leales miembros que quedaban del servicio, dependían de un generador.
A la vez que aceleraba, Magda se imaginó a los antepasados de la familia De Rojas, riéndose de su patética situación.
NIC se quedó en trance mirando la delicada espalda de Magda mientras esta salía con un aire de dignidad propio de una reina.