Una vez en la vida - Gilles Legardinier - E-Book

Una vez en la vida E-Book

Gilles Legardinier

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Beschreibung

 Número 1 en Francia con más de 500.000 libros vendidos. Tres mujeres, tres edades, tres amigas que los azares y las adversidades de la vida han unido en un lugar sin igual. Tres maneras de amar, aunque ninguna parezca conducir a la felicidad. Por separado, están perdidas. Juntas, tienen una oportunidad. Aferradas a sus esperanzas frente a las tormentas que les depara el destino, con la energía y la imaginación propias de quien quiere salir adelante, intentarán el todo por el todo. Nadie dijo que esto no fuera a causar estragos… Fiel a su humanidad y a su sentido del humor, y gracias a una mirada única hecha de sensibilidad y de capacidad de observación de la naturaleza humana, Gilles Legardinier nos arrastra en esta ocasión al corazón de una divertida compañía de teatro, a la encrucijada. "Una novela divertida y emotiva sobre la amistad que no podrás dejar de leer. Un libro que sienta bien". Le Parisien

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Una vez en la vida

Título original: Une Fois Dans Ma Vie

© Éditions Flammarion, Paris, 2017

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del francés, Ana Romeral Moreno

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: © Gilles Legardinier

Realización: Jean-Paul Dos Santos Guerreiro/Studio Flammarion

ISBN: 978-84-9139-354-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

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Es de noche, hace un poco de frío. De pie, frente a la ventana que acaba de abrir, una mujer inspira profundamente y contempla la luna llena, que brilla sobre los tejados erizados de antenas y chimeneas. Ni el más mínimo soplo de aire juega con su larga cabellera.

Saboreando la quietud del momento, separa lentamente los brazos, como una antigua sacerdotisa que se entrega a un ritual secreto. ¿Una llamada a los dioses o un sacrificio? Este mismo gesto, realizado tiempo atrás, habría podido hacer temer que fuera a saltar al vacío. Pero después de todo lo que ha superado, ahora que por fin empieza a perfilarse una promesa de futuro, parece que hay una apertura hacia el mundo. Ahora es capaz de captar la energía de la que durante tanto tiempo fue privada. Un renacer.

El panorama oscuro y azulado que se extiende ante ella se asemeja a su propia existencia: tinieblas sobre las que triunfará una nueva madrugada. Mientras tanto, la velada que se presenta va a cambiar su vida. Ocurra lo que ocurra.

Se da la vuelta e inspecciona cada detalle de la romántica mesa puesta para dos. Ahí está, encendiendo la vela, corrigiendo la posición de un tenedor y tirando ligeramente de la esquina del mantel para alisar una arruga. Todo tiene que estar perfecto. Al comprobar el resultado, tiene la tentación de sonreír, pero cambia de opinión: aún no se permite creer que por fin la suerte la vaya a visitar. ¿Esperar la felicidad en su casa? ¡Qué disparate! Como si pudieran llevarla a domicilio… Sin embargo, es a ella a la que espera.

Atraviesa el salón esbozando un paso de baile. Una vez más, una habilidad olvidada que vuelve a surgir en su interior. No hay nada como la esperanza para despertar el talento dormido. Delante del equipo estereofónico, pasa revista a algunos álbumes, duda si poner música, luego se lo piensa mejor. Nada debe distraerla de las palabras que se van a intercambiar esa noche.

De pronto, un timbre rasga el silencio. Llaman a la puerta del apartamento. Pillada desprevenida, mira su reloj. Llega pronto, pero qué más da, lo importante es que esté ahí. No se echa en cara a la felicidad llegar media hora antes.

—¡Ya voy, ya voy!

Con unas ligeras zancadas, pasa por delante del espejo, se arregla rápidamente el peinado, ajusta su escote e intenta controlar esos movimientos demasiado violentos que traicionan su exaltación. Por la ventana, que sigue abierta de par en par, chisporrotea la luna.

Abre. Su sonrisa resplandeciente desaparece en el momento en que descubre al hombre que está en el umbral de su puerta. Instintivamente, retrocede. No era para nada quien estaba esperando. De hecho, es al último al que habría querido ver, pero él entra como si nada.

—Estás muy guapa —comenta.

Después añade, burlón:

—Si simplemente hubieras hecho el mismo esfuerzo por mí…

Frente a semejante grosería, que no la sorprende, ella mantiene la calma y se limita a preguntar:

—¿Qué quieres?

—Pasaba por el barrio y me ha apetecido saber de ti, ver cómo te iba.

—Claro… ¡Si simplemente hubieras tenido este tipo de detalles antes! Más bien, lo que quieres comprobar es si sigo deprimida y si te sigue yendo mejor que a mí. Pues te vas a llevar un chasco…

—¿Sigues enfadada?

—He pasado página. Pero no olvido. Repito mi pregunta: ¿qué quieres?

Él se permite reír, después se queda helado al ver la mesa de enamorados. Entonces suelta un silbido tanto de admiración como de ironía.

—Caramba, ¡has puesto toda la carne en el asador! Una cena romántica… No debería extrañarme, siendo tan mona…

—Era igual de «mona» cuando te tirabas todo el día engañándome.

—Todo el mundo comete errores.

—No todos los martes, a la misma hora, durante más de tres años. Y yo, pobre inocente, que te deseaba suerte en tus supuestas cenas de negocios…

En lo más profundo de su ser, asoma la cólera, justo donde había dejado hueco para acoger al placer. Algunas personas son auténticamente contaminantes, capaces de envenenar el paraíso más puro. Comprueba la hora. El hombre al que espera no debería tardar, y el que tanto la ha hecho sufrir no debería, bajo ninguna circunstancia, arruinar ese momento. Ya bastante lo había hecho.

—Como tan hábilmente has señalado —dice ella—, espero a alguien. Gracias por tu visita, pero la próxima vez llama antes de aparecer.

—¿Ya no soy bienvenido?

Ella alarga la mano, cambia de sitio sin necesidad un adorno —un pretexto para evitar su mirada—, y suelta:

—No, ya no pintas nada en mi casa. Y si no entiendes por qué, es tu problema. He terminado contigo.

—Ya no eres la frágil y tierna jovencita que necesitaba que la protegieran…

—Esa ya ha terminado su formación. Formación bastante costosa, todo sea dicho. Búscate a otra en prácticas.

—¿Así que has olvidado todo?

—No guardo recuerdos que duelan…

—¿Eso es todo lo que soy para ti, un mal recuerdo?

La luna vuelve a chisporrotear. Esta vez, la mujer no se vuelve. Está entre la espada y la pared. No es cuestión de bajar la mirada y de esquivar el obstáculo. Es el momento de afrontarlo.

Tensa pero decidida, se lanza a un monólogo sin dejar a su compañero la oportunidad de responder. El tono es calmo, pero cada palabra viene recalcada. Esta requisitoria la ha construido durante innumerables noches de insomnio, la ha madurado a lo largo de interminables soledades, la ha perfeccionado a lo largo de muchas penurias. Sus lágrimas se han convertido en la tinta de un acto de justicia que por fin se puede permitir. Implacable, desgrana los momentos vergonzosos de esos años en los que él jugaba a un doble juego, mientras ella le daba todo. Desde hacía mucho, esperaba decirle cuatro verdades.

No es la única en sentirse impaciente por este momento: también el público aspiraba a ello desde hacía una hora, pendiente de sus palabras y transportado por las peripecias de su vida, en la que cada cual se sumergía sin pudor. En la sala, mientras ella se desahoga, los espectadores se vuelven locos de alegría. Ante ellos, no solo se representa un renacer, sino una resurrección. Aquella que tanto ha sufrido se recupera. Después de haber sido escandalosamente manipulada, por fin toma las riendas de su destino.

Él intenta responder, pero ni su ex ni el auditorio toleran ya sus dudosos razonamientos. Ya nadie soporta su mala fe sacada a la luz. Está rodeado, a izquierda y derecha. Cada vez que se permite tomar a los espectadores como testigos, un rumor de indignación recorre la sala. Todo el mundo ve claro a lo que está jugando. Aunque la principal afectada haya sido la última en darse cuenta, como suele ocurrir, ya no teme juzgarlo. Ya no tiene miedo. Expone sus argumentos como un ejército a la carga, con tal convicción que él se ve físicamente obligado a retroceder hasta un rincón del decorado. En el escenario, el combate desleal de los primeros actos se ha olvidado, y nos deleitamos con las escaramuzas que anteceden a la condena a muerte del malhechor. Después del dolor, la revancha. Después del aplastamiento, el despegue. Todo va a volver a la normalidad. Justicia ideal de un mundo perfectamente escrito donde nuestras esperanzas perdidas pueden volver a la vida.

Eugénie se sabe de memoria la obra. Asiste a cada una de las representaciones de Corazón de relojería desde que lleva programándose, en nada hará tres semanas. Como cada noche, toma asiento en la parte alta, en un lateral, en un palco que nunca nadie reserva porque la vista dista mucho de ser buena. No se coloca ahí por casualidad. Desde su mullido nicho, protegida por la penumbra, es posible que vea la escena en diagonal y que los actores queden ocultos en una cuarta parte del escenario, pero en cambio disfruta de una vista directa del patio de butacas que le permite observar a los espectadores. Su campo de visión abraza los dos universos, el de la vida y el de la comedia. Desde ahí, incluso ve a lo lejos a Karim, el bombero que, entre bastidores, asiste también a la representación. Está tan absorto en lo que se está representando, que ni siquiera se enteraría si se declarara un incendio delante de sus narices. Cuando se emociona, se seca discretamente una lágrima asegurándose de que nadie se haya dado cuenta. Cuando se divierte, se troncha de risa con el público. Eugénie lo encuentra conmovedor. A veces, también entrevé a los tramoyistas que se ponen en marcha antes de los cambios de escena. Sin falta, habrá que hacer que los electricistas comprueben el empalme de esa maldita luna que no para de crepitar. Una noche explotará en medio del espectáculo.

Pedazo de puesta en escena. El timbre del apartamento suena de nuevo. El público aguanta la respiración. Sin embargo, nadie duda de la identidad de quien se anuncia, y todo el mundo lo espera con avidez. La puerta se abre con una exclamación de la sala. La llegada es tan impetuosa que hace ondular el fondo del decorado.

Como era de esperar, es la felicidad la que entra. Deja un ramo de rosas rojas a los pies de la que, a partir de este momento, resplandece. Cuando el simpático pretendiente advierte al infame ex, no se desmorona. Comienza el homérico combate de machos por los ojos de su amada. Se respetan los códigos; la puesta en escena es sencilla pero impecable; los actores se desplazan conforme a un baile que dominan a la perfección. Las puyas dan ritmo al enfrentamiento, las entradas se intercambian como puñetazos o disparos de un francotirador. El que ama con amor sincero va hilando reflexiones que desencadenan oleadas de carcajadas entre las filas. «Dicen que el amor es ciego, pero cuando escucho su pérfida voz, supongo que también tiene que ser sordo», «¡No se mueva!, ¡ahí está perfecto! Desde esta perspectiva, podría interpretar al traidor en cualquier serie mala…».

Eugénie se sabe cada palabra de los diálogos y no los encuentra divertidos. También conoce la historia que se representa detrás de la máscara de los personajes… Bajo los rasgos de la «mujer desdeñada» y de su «antiguo amor», se libra simultáneamente una pequeña batalla entre dos actores de segunda, Natacha y Maximilien. Los dos, faltos de reconocimiento, intentan mangarse las escenas a golpe de palabrería. Tanto la una como el otro están convencidos de ser el mejor, genio injustamente subestimado que su mediocre pareja impide elevarse hasta el firmamento. Cada uno se considera como el soberano natural cuyo reino sería este modesto teatro. Nunca son tan buenos como cuando tienen que odiarse… Estas patéticas luchas de ego cansan a todo el equipo, pero también ofrecen una sabrosa segunda lectura a la representación. Cada noche el mismo texto, y cada noche un nuevo fuego cruzado para quien sabe entreverlo.

Deslizándose al borde de su asiento, Eugénie se acerca para estudiar la sala. Apoya la barbilla en sus manos cruzadas por encima de las molduras doradas del balcón. Colocada de esta forma, sale parcialmente de la penumbra. Emboscada, con su perfil bañado por el cálido brillo de la escena, parece instigar un complot. Desde su pedestal, al acecho, puede escrutar con total impunidad a la audiencia que mira hacia otra parte.

Sorprendente patio de butacas, fascinante asamblea renovada a merced de los días. Efímera reunión de individuos que no tienen nada en común, pero que, por unas horas, comparten el curso de una misma historia. Todas las generaciones, de todas las clases sociales, hombres, mujeres, familias, solteros, parejas, amigas venidas a despejar la mente. Eugénie se fija en ellos al azar. Identifica a los que se han vestido para estar elegantes o para hacerse notar. Reconoce a los que vienen asiduamente sea cual sea el espectáculo, como Marcelle y Jean, la parejita de jubilados; y los que eligen un espectáculo en concreto. Cada cual reacciona a su manera. Ve los que se hacen un ovillo para no molestar a sus vecinos. Se fija en los que viven literalmente la obra, cuyo cuerpo reacciona a cada giro, mientras otros lo interiorizan. Algunos —sobre todo algunas— dedican también mucho tiempo a comprobar el efecto producido por las entradas en sus vecinos… A todos les brillan los ojos. ¿Por qué esta gente tan diferente está ahí está noche? ¿Qué eco produce en ellos este vodevil? ¿Con qué parte de los personajes o de ellos mismos se han dado cita? ¿Por qué estos seres humanos se encuentran en comunión ante esta pantomima de la existencia?

Esta pregunta interesa a Eugénie mucho más que la obra en sí. De hecho, se la hace a cada nuevo espectáculo. ¿Qué fuerza de atracción se necesita para hacer que todos estos caminos lleguen a cruzarse aquí, bajo los dorados, entre los terciopelos rojos, sentados unos junto a otros frente a estas fábulas?

A fuerza de pensar en ello, puede que Eugénie haya encontrado la respuesta. Es esta respuesta la que hizo que se animara a presentarse al puesto de guardiana en este teatro. Es esta respuesta la que todas las noches la empuja incansablemente a venir a ver y volver a ver.

Al igual que ellos, está ahí para experimentar sentimientos. Está ahí para sentir cómo late su corazón. Para ver la vida tal y como se sueña, y no tal y como se vive.

Este teatro es un auténtico tubo de ensayo. Cada espectáculo es una experiencia única que pone en contacto un principio activo emocional con células vivas. Algunas tiran a rojo, otras palidecen o tiemblan, pero son pocas las que permanecen inmunes.

Reír, estremecerse, creer, alegrarse o indignarse contemplando las accidentadas trayectorias a las que se enfrentan otros. Poder implicarse sin correr el menor riesgo. Vivir otras vidas permaneciendo cómodamente sentado. Hasta olvidar tu propia existencia.

Cada noche, como una espía en su escondite encima de esta gente sedienta de emociones, Eugénie se pregunta dónde han ido a parar las suyas. ¿Dónde están sus arrebatos, sus sueños, sus esperanzas? ¿Qué ha sido de la energía que durante tanto tiempo le permitió tirar adelante sin jamás dudar? ¿Está empezando a toser su motor antes de calarse?

Aun así, considera que no puede quejarse. Su salud es buena, consiguió un puesto que le iba bien y no le falta de nada. ¿Suficiente para ser feliz? La vida es más compleja.

El hecho de que sus padres fallecieran hace poco o que sus hijos se alejen para hacer sus vidas no entra dentro de la lista de lo que comúnmente se consideran como catástrofes. No hace que a nadie se le salten las lágrimas. Así es la vida, y a todo el mundo le ocurre algún día. Pero, aun así, cómo duele… Eugénie ya no tiene a nadie por delante ni tampoco a demasiados por detrás. Eso cambia tu manera de ver las cosas. A pesar de ello, este tipo de fisura íntima o de cuestionamiento casi nunca ha sido elegido para convertirlo en tema de una obra de teatro o de una película. No se les comenta a los que pasarán por ello, y no se escucha a los que ya lo han pasado. Si no vende, no hay glamur. Así que cada uno lo lleva como puede en el momento de enfrentarse a ello, guardándose para sí las heridas que resultan de estos combates en ocasiones violentos, pero siempre silenciosos.

Eugénie ya no es joven, pero desde luego tampoco es vieja. ¿Qué hace uno cuando se encuentra en ese punto? ¿A quién puede preguntar? ¿A quién puede, simplemente, confiar sus dudas? Flota entre dos clichés, en el corazón de la zona gris de la que nunca nadie habla. Su energía se ha estancado. Perdida a costa de elecciones que no cambian gran cosa. Enterrada bajo los años vividos junto a un marido adorable al que nada puede reprochar, pero que ahora parece tan cansado como ella.

Venir aquí, a este templo del sentimiento, vibrar en medio de sus iguales gracias a eternos artificios le permite abstraerse del día a día. Al menos por unas horas. Poco importa si lo que ocurre en escena no es verdad. Nadie se chupa el dedo, pero a fuerza de saber demasiado uno termina por necesitar inventar.

El ex ya no tiene mucho que hacer. La felicidad va a ganar. Todo saldrá bien, viene incluido en el precio de la entrada. Eso no cambia nada para la guardiana de este lugar. Inmersa en su introspección, Eugénie ya ni siquiera sigue el desarrollo de la obra. Corre delante de la rueda del tiempo que la persigue y que no va a tardar en aplastarla. Se siente impotente frente a un mundo al que apenas pertenece y al que está convencida de que no puede cambiar. En el teatro, los dramas y las redenciones se interpretan todos los días salvo los lunes; pero en la vida real, las angustias existenciales nunca descansan.

En unos minutos, los actores que se han despellejado y odiado con tanta convicción saldrán juntos a saludar, todo sonrisas, de la mano, si la luna no prende fuego antes. Karim los aplaudirá con entusiasmo, al igual que la sala, que terminará por levantarse. Una vez que caiga el telón, cada cual volverá a su casa, a su realidad. ¡Qué palabra tan horrible! Eugénie no abandonará el teatro. Hará su ronda de seguridad con Victor, su marido. Apagarán las luces que se han quedado olvidadas en los camerinos desiertos, comprobarán que la entrada de los artistas esté bien cerrada con candado, y después se irán a acostar. Ella cerrará los ojos, rezando para que la vida sea clemente con su hijo Eliott y su hija Noémie. Suplicará que un dios los proteja, visto que ella ya no tiene ese poder. Como cada noche, despierta mientras Victor ronca, se preguntará qué puede hacer aún, tan frágil, a pesar de haberse peleado frecuentemente por los demás, ahora que ya no es una tierna jovencita. Hoy, consciente de ser minúscula en un mundo apático, ya no ve un horizonte hacia el que correr.

Terminará por llegar la madrugada sin haber superado nada; y Eugénie vivirá otro ciclo, como si cada día fuera una vida, desde que se despierta en este gran teatro vacío hasta que las luces se enciendan una tras otra desde el frontón hasta la sala, para que el público, los actores, el equipo, y con ellos la vida, vuelvan a tomar por último posesión del local.

A fin de cuentas, su única alegría es ser útil para este lugar, este fabuloso amplificador de sentimientos al que venera desde su más tierna infancia. Ya está deseando encontrarse con Céline, que le dirá lo difícil que le resulta educar ella sola a su adolescente. También se nutrirá de la energía desbordante de Juliette que, entre coreografía y coreografía, le hablará del entrenador deportivo que atormenta sus días y, sobre todo, sus noches. Y todo volverá a comenzar, in crescendo, cada vez más rápido, cada vez más fuerte, hasta los fuegos artificiales que marcan el colofón por el que este extraño lugar existe. Entonces, por unos fugaces y preciosos instantes, las paredes temblarán gracias a la gente que está de pie, que gritará aplaudiendo porque se lo ha creído. Después volverán la noche y el silencio.

Eugénie está deprimida porque está convencida de que ya no tiene nada bueno que esperar de la vida. Lo mejor ha pasado. Ya solo le queda recordarlo, arrepentirse y ver cómo esta vida perra le arranca aquello que tanto quiere. Eugénie cree saber de lo que estarán hechos sus días a partir de ahora.

Pero las sorpresas no llegan solo a escena. ¿Y si la luna prendiera fuego durante el espectáculo o en el cielo? Aquellos que han sobrevivido antes que ella lo saben: cuando uno cae desde arriba, tiene tiempo para aprender a volar.

 

2

 

 

 

 

 

Vestido con una capa negra, Victor se desliza entre los venerables pilares de debajo del escenario. En la casi total oscuridad, podría parecer un bandido que prepara un golpe. De hecho, la comparación no es descabellada…

Victor percibe el murmullo del público joven con el que tiene cita. Al pasar junto a la concha del apuntador, pone la oreja. El rumor de la sala no tiene nada que ver con el de las representaciones de por la noche. Los niños chillan, se interpelan, bromean, y a las voces de las maestras les cuesta contenerlos. Se sienten muy emocionados de estar ahí. Eso está bien, Victor también. Se frota las manos con sonrisa maliciosa. De todas sus tareas como regidor del teatro, el papel de guía para visitas escolares es, con mucho, su preferido.

Avanza por las entrañas del edificio centenario hasta alcanzar a Olivier, el tramoyista. Este, que no pierde ocasión para desarrollar su musculatura, está ahora ocupado haciendo mancuernas con un pesado estribo. Plantado junto al escenario hidráulico, es él el que elevará a Victor hasta las tablas, que este último demostrará tener.

—Hola, Victor.

—Buenos días, Olivier.

El tramoyista apoya el estribo y pregunta:

—Esta mañana, ¿qué toca? ¿Asiento eyectable tipo avión a reacción o montaplatos para platos soperos?

—El término medio suele ser lo más sensato: un asiento eyectable para platos soperos, por favor. En cualquier caso, menos violento que la semana pasada. No estaría mal que pudiera caer sobre mis piernas sin rompérmelas.

—A sus órdenes.

—Oye, he vuelto a tener mi pesadilla.

—¿La que te espachurras lastimosamente contra la trampilla antes de que le dé tiempo a abrirse?

Victor asiente con la cabeza.

—Ha sido horrible, te habías dejado los cuernos en ello, y yo reventaba como un huevo caído del nido, pero hacia arriba.

—Extraño concepto… ¿Era la yema o la clara la que llevaba puesta tu capa?

Los dos hombres ríen juntos y Victor pregunta:

—¿Hasta dónde tienes pensado empujar?

—Sesenta y cinco por ciento.

—Sube hasta setenta y cinco, quiero que los niños recuerden esta visita durante el resto de su vida.

—Para eso, ¡mejor te espachurras como un huevo!

Victor trepa al ascensor y se coloca en el centro, echando un vistazo desconfiado a la trampilla que le separa de la superficie. Comprueba su atuendo y se sube el cuello. Medio vampiro, medio pirata, se toma su papel muy en serio y se concentra. Resopla como un caballo antes de la carrera.

—Estoy listo. Cuando quieras, los proyectores y la introducción.

Olivier teclea en la consola.

En la sala se hace la oscuridad. La cháchara de los niños cesa de inmediato. Dos haces de luz atraviesan de repente el espacio para converger en los inmensos telones rojos echados, sobre los que dibujan un disco resplandeciente. Un redoble de tambor acompañado de trompetas pregoneras anuncia el comienzo de la representación.

A modo de recuento, Victor toma aire tres veces, y luego hace un gesto a su cómplice para que lo propulse. ¡Arriba!

Como un diablo que surge de su caja, Victor irrumpe espectacularmente en la parte anterior del escenario, en el halo de luz. Como un héroe vengador, cae jugando con su capa.

—¡Ajá! ¡Estáis aquí! —lanza a la audiencia—. ¡Buenos días a todos!

Los jóvenes visitantes —dos clases de cuarto de primaria— están instalados en las primeras filas del patio de butacas. Victor sabe que los niños son un público muy selecto que reacciona ante todo. Lástima, una pequeña rompe a llorar porque se ha asustado al verlo aparecer. Victor se vuelve a repetir que, sin duda, tendría que tomarse menos molestias cuando recibe a los de primaria, pero es un propósito que nunca cumple.

—¡Bienvenidos al teatro Jacila!

Juega con todo su cuerpo para dar vida a un personaje cuyos gestos subrayan y amplían su propósito. Ya no queda nada del hombre corriente que todo el mundo conoce, como si el hecho de vestirse con este sencillo trozo de satén negro le otorgara el poder de cambiar a una dimensión paralela. Vuelve más grave su voz, le da efectos. Los pequeños están fascinados.

—Soy vuestro guía, y es para mí un placer haceros descubrir todos los secretos de este lugar mágico, de los más sorprendentes a los más terroríficos…

Al acabar su frase, Victor se envuelve en su capa hasta desaparecer. Algunos niños empiezan a inquietarse. Pero entonces tropieza y rebota al enredarse los pies con el disfraz. Los niños ríen.

—¿Quién de vosotros ha venido aquí ya a algún espectáculo?

Algunos brazos se levantan. Aunque la programación propone con regularidad eventos para los más pequeños, no son muchos los que los aprovechan. Eugénie debía de tener su edad cuando su tía, que vivía en una calle de al lado, tomó la costumbre de traerla aquí.

—¡Formidable! Podéis bajar las manos. Hoy vais a descubrir un mundo que no tiene nada de virtual. Pero antes de dar comienzo a nuestra visita, una pregunta: ¿sabéis por qué este teatro se llama «Jacila»?

Un pequeño levanta la mano.

—Adelante, jovencito, te escuchamos…

—Porque la gente está sentada, como mi perro cuando se lo pedimos…

—¿Tu perro se llama «Jacila»?

—Pues sí, se sienta.

—Ah, así que le dices: «¡Siéntate![1]». Ahora ya lo entiendo… No es la respuesta correcta, ¡pero te felicito por el intento! Permitidme que os cuente en pocas palabras su verdadera historia: este teatro fue construido hace ya más de siglo y medio por el señor Fernand Marchenod, un industrial del norte de nuestro país que fabricaba telas. No se lanzó a este proyecto para ganar dinero, sino porque su bienamada soñaba con convertirse en actriz. Como no conseguía un papel, él dedicó su fortuna a construir este lugar donde, durante toda su vida, pudo representar lo que quería. De hecho, obtuvo cierto éxito. La joven actriz se llamaba Violette, sin embargo, el nombre del teatro viene de otras flores. A ella le encantaba el perfume de las lilas en primavera y el de los jacintos en invierno. Después de mucho dudar entre los dos nombres, la pareja decidió no elegir, ¡y mezcló las dos palabras! Así pues, jacinto y lila se entremezclaron para convertirse en «Jacila», y el teatro fue bautizado.

»De esta forma, todos los sentidos de los espectadores podían abrirse en este lugar nacido de una historia de amor: el oído y la vista a través de los espectáculos; el tacto con los maravillosos terciopelos que el señor Marchenod mandó confeccionar especialmente para la decoración y los asientos; el gusto gracias al excelente bufé que, por primera vez, este teatro tuvo la idea de proponer al público durante el entreacto; pero también el olfato, gracias a los ramos que, dependiendo de las estaciones, decoraban el vestíbulo, y cuyo perfume daba la bienvenida a los espectadores. Jacintos en invierno, lilas en primavera. Ahora ya lo sabéis.

Al terminar su discurso, Victor saluda a su público y prosigue:

—Y ahora, basta de hablar, pasemos a cosas serias…

Con un énfasis del todo dramático, se gira, da una palmada como un señor que ordena a sus sirvientes y después, con un amplio gesto, abre los brazos para ordenar que se abran los telones. Cuando estos le obedecen, la asistencia celebra el fenómeno con una exclamación de admiración.

En la escena que se ha revelado, Victor está ahora en el apartamento de la heroína de Corazón de relojería, con los ruidos de la ciudad como fondo sonoro: tráfico, cláxones y conversaciones lejanas.

—Aquí, niños, todo es posible. Se pueden contar todas las historias, vivir las aventuras más locas. Dejadme que os ponga un ejemplo…

Con grandes pasos, se dirige hacia la puerta por la que la felicidad entra todas las noches hacia las diez con su manojo de rosas artificiales. Sale del apartamento cerrando tras de sí.

Su voz resuena por detrás del decorado:

—No os preocupéis, ¡sigo aquí! ¡Pero en un lugar lejano!

Se le escucha volver a dar una palmada y, como por arte de magia, las paredes del apartamento se levantan al mismo tiempo para desaparecer en los telares. Exclamaciones del público.

Cambio de ambiente: se oyen sonidos mecánicos y tintineos. Esta vez Victor aparece en un decorado industrial, una maraña de grandes tuberías cromadas que habían servido para un espectáculo contemporáneo. El contraste tiene su efecto en los jóvenes, que piden más.

Victor se acerca y les susurra con un guiño de ojo insistente:

—A todo esto le falta naturaleza, ¿no os parece?

Nueva palmada; el decorado de la fábrica se levanta, cruzándose en su levitación con los árboles tropicales recortados que descienden. Para mejorar la ilusión, se escuchan ruidos de selva y gritos de animales, y altas franjas de matorrales silvestres aparecen deslizándose desde los laterales del escenario, formando en un instante un frondoso paisaje. Los pequeños están boquiabiertos.

Cuando resuena el barrito de un elefante, Victor hace como que tiene miedo y se agacha para esconderse. Se desliza entre la hierba hasta colocarse exactamente en la cruz que hay marcada en el suelo. Se incorpora y se toma un segundo para saborear la atención que le dirige su joven auditorio.

—¿Os gusta este tipo de excursiones?

Al unísono, los niños gritan entusiasmados.

Victor chasquea los dedos, y en esta ocasión es la fachada de una casita de cuento de hadas la que desciende de las alturas para enmarcarlo, bajo las notas de un arpa encantada. Sin haberse movido, se encuentra en el umbral de la casita de formas redondeadas y colores chillones.

Los pequeños aplauden.

—Un teatro, mis queridos amigos, es un lugar donde el único límite es la imaginación. Podéis experimentar de todo, podéis ver de todo; pero no como en la televisión, porque aquí todo ocurre realmente. Es gente de verdad la que realiza ante vosotros acciones de verdad. ¡Es lo que se llama un espectáculo en vivo!

A la señal de Victor, la casa despega majestuosamente y sube a los telares. Es en ese momento cuando una roca tan grande como un coche le cae encima y parece aplastarlo bajo un ruido atronador. Los niños gritan, pero rápidamente el hombre con capa se vuelve a poner en pie levantando la roca con una sola mano, como un superhéroe. Todo un éxito.

Los niños están exultantes y Victor también. Al regidor con alma de actor le encanta cuando el público funciona. Tener éxito no es lo que cuenta para él; lo que más le gusta de todo es desencadenar emociones. Da gusto verle su amplia sonrisa. Desde el fondo de la sala, Eugénie lo observa con ternura. Cuando sus propios hijos eran pequeños y Victor jugaba con ellos al volver del trabajo, tenía esta misma sonrisa. Y no es que fuera forzosamente una buena señal para Eugénie, ya que después se tenía que tirar su buena media hora calmando a Eliott y a Noémie antes de acostarlos. Qué más daba, esos momentos eran maravillosos. Hoy, Victor necesita el entusiasmo de cuarenta niños para igualar el que solo dos podían provocar. Cuando Eugénie ve a su marido divertirse de esta forma, reconoce al joven alegre y un poco chalado que la sedujo hace ya mucho tiempo. Ya no está tan loco y sonríe muy rara vez, pero es un buen hombre que siempre la ha apoyado, hasta el punto de animarla cuando se presentó al puesto en el teatro.

Pero los niños ya se están levantando y la visita continúa. Eugénie tiene que pensar en prepararse para el otro momento con el que su marido se deleita en las visitas.

Victor va a arrastrar al grupo hacia los camerinos, va a enseñarles el almacén de accesorios que encierra los objetos más incongruentes. Después visitarán los almacenes de los trajes con sus miles de piezas de todas las épocas. A continuación, atravesarán el depósito de los decorados, pasando de una fachada veneciana a la cripta de un castillo. ¡Un éxito garantizado! Un poco más lejos, los pequeños se mirarán en los grandes espejos de la sala de ensayos, antes de subir al escenario y de darse cuenta por sí mismos de lo que es tener los proyectores en los ojos.

Por último, volverán a pasar por la sala, subirán a los palcos y, una vez arriba, en el número diez, el más grande y prestigioso, el que está justo enfrente del escenario, el guía un poco majareta les contará la historia que tanto le gusta y que siempre hace estremecer a su auditorio… Y entonces le tocará jugar a Eugénie.

Lo que pasa es que esta mañana ha decidido cambiar las reglas del juego.

 

 

 

[1] Juego de palabras entre la fonética del nombre del teatro y el imperativo francés «Assis là!» (N. de la T.).

3

 

 

 

 

 

Mientras los niños se empujan para entrar en el palco, una de las profesoras se acerca a Victor.

—Bravo, tiene el arte de despertar su interés.

—Muchas gracias, pero no soy más que el humilde embajador de este lugar, él sí, apasionante.

—No crea. El mes pasado, en el Museo de Tradiciones Regionales, la guía era tan soporífera que al cabo de una hora no había quién los controlara. Incluso hubo uno que se zampó un trozo de pan de poliestireno expuesto en una vitrina…

Victor sonríe, pero tiene que seguir concentrado. Se abre paso entre los jóvenes alumnos para llegar hasta el balcón del palco.

—Queridos amiguitos, ya casi hemos llegado al final de nuestra visita. Para que conozcáis perfectamente el teatro, solo me queda presentaros este lugar tan especial. —Señala la sala de más abajo que tiene detrás—. Este teatro está hecho un poco a imagen y semejanza de nuestro mundo. Todo ocurre en escena, ante nuestros ojos, y hay que saber mirar. En el espectáculo de la vida, hay quien está mejor situado que otros. Bajo la luz, en el centro de todas las miradas, nos encontramos con los que tienen el mejor papel y nos hacen soñar. Pegados a ellos, junto a la acción, se encuentran los que casi pueden tocarlos: los ricos. Cuanto más nos alejamos, menos clara es la visión, y cada cual mide su fortuna y su importancia según la fila que ocupa. Por encima de nosotros, en el gallinero, alejados y apretados, se amontonan los que no tienen los medios para estar en los primeros palcos. Por cierto, la expresión ha pasado a formar parte de nuestro lenguaje coloquial. Así pues, tanto en esta sala como en la vida, cada uno ocupa un lugar que indica quién es. Pero si los ricos están al pie del escenario, los poderosos se instalan precisamente donde nos encontramos nosotros, en este espacio apartado. Comprobadlo vosotros mismos: desde aquí tienen la mejor vista del escenario y dominan al pueblo que se extiende a sus pies. Ven perfectamente, al tiempo que están protegidos. Os encontráis en este lugar privilegiado que ellos se han reservado.

Victor acaricia el terciopelo rojo de los asientos.

—Es precisamente aquí donde la familia Marchenod asistía a las primeras representaciones de Violette. Justo en este sillón se instalaba el patriarca, Fernand, quien hizo construir el edificio, rodeado de los cuatro hijos que había tenido con su querida actriz. Y, seis generaciones después, es una vez más un Marchenod el que posee las paredes de este teatro creado por su antepasado, aunque sea el Ayuntamiento el que lo sustenta. Pero lo más sorprendente no es esto. Este palco tiene realmente una extraordinaria particularidad, sobrenatural me atrevería a decir…

Victor se inclina y, con tono confidencial, revela:

—Se dice que cuando Violette Marchenod falleció, estaba tan ligada a este lugar que no lo abandonó. Brrr… ¡Me entran escalofríos por la espalda! El palco número diez, aquel en el que nos encontramos, estaría encantado por su fantasma. Cuenta igualmente la leyenda que ella asiste a todos los espectáculos y que lleva puesta una suntuosa joya que su marido le habría regalado y que su familia nunca encontró. ¡Un auténtico tesoro! Algunas noches, cuando el teatro está desierto, su voz melodiosa se alza en el silencio, y numerosos testigos aseguran que han visto su silueta deslizarse entre las bambalinas…

Los niños miran atentamente a Victor, petrificados. Reina un absoluto silencio, se palpa la tensión. El auditorio es impresionable y su imaginación solo pide encenderse. Las profesoras esperan que el guía afloje rápidamente la tensión, porque si no saben a lo que aquello puede llevar…

Victor vuelve a acercarse a su auditorio.

—Escuchad, aguzad el oído. Me parece oír algo… ¿Vosotros no? —Los pequeños tienen los nervios de punta—. ¿No es el fantasma de Violette el que canta a lo lejos y se acerca?

Una profesora interviene:

—Todo en orden, niños, no os preocupéis, es una leyenda.

Con aire convencido, Victor mira la rendija de ventilación por la que se supone que tiene que difundirse la voz sobre la pasmada asistencia.

—No oigo bien a Violette. Quizá debería cantar un poco más fuerte…

Silencio sepulcral, mientras la presión de los niños, ahora petrificados, sigue subiendo.

Victor se impacienta y se dirige a la apertura de la rejilla:

—Eugénie, perdón, quiero decir Violette, si estás ahí, canta. En cambio, si tienes algún problema, da dos golpes.

Dos golpes sordos resuenan a través de las paredes del palco. Un estremecimiento de terror recorre la asamblea. La pequeña que había llorado con la aparición de Victor vuelve a hacerlo.

—¡Canta, gentil fantasma, canta! —implora Victor.

—No, no cantaré. Me parece muy cutre aterrorizar a estos niños.

Salida de ninguna parte en aquel tenso silencio, la voz produce el efecto de una chispa en un tanque de gas: una explosión. Los pequeños comienzan inmediatamente a gritar, dispersándose en todas las direcciones. Los más próximos a la salida huyen empujando a su paso a sus profesoras; otros se tumban en el suelo; hay uno que esconde la cabeza en una butaca gimiendo; otra que se cubre la cabeza con su falda levantada. El apocalipsis se ha abatido sobre el palco diez.

Victor permanece sorprendentemente hermético ante el pánico que se ha apoderado de su público. Sin embargo, nota que a esta edad los gritos de los chicos son tan agudos como los de las chicas. En ambos casos, un horror para los tímpanos. Nunca habría creído posible provocar semejante pánico en un espacio tan reducido. Los alumnos salen por patas, las acompañantes hacen de barrera con su cuerpo para impedir que se acerquen al parapeto del balcón. Los gritos y los llantos resuenan por todo el teatro.

—¿Estás contenta? —pregunta Victor a la boca de ventilación—. No solo has estropeado mi historia, sino que encima los has asustado más que con mi versión…

—Me la trae al fresco —protesta la voz desencarnada de Eugénie—, ya no quiero hacerlo.

Victor ve a los lejos unos niños que ya se están dispersando por la gran sala. Corren como posesos por los pasillos del patio de butacas. Ahora, solo en el palco, se pega a la pared, bajo la rendija.

—Eugénie, mi reina, deberías haberme prevenido de que suponía un problema para ti. Lo habríamos hablado.

Una de las profesoras, desamparada, pasa delante de la puerta y mira, incrédula, al vampiro pirata que habla con ternura a la rendija de ventilación.

La voz del «fantasma» responde:

—No consigo expresarme, ya no lo consigo.

—No te pedía que hablaras, sino que cantaras. Ahora será mejor que vaya a calmarlos. Si no, van a tener pesadillas hasta el instituto y les costará veinte años de terapia.

Victor se acerca al balcón, que domina la sala donde los niños corren en todas direcciones. Vistos desde arriba, se dirían ratones dentro de un laberinto. Estira los brazos y exclama a voz en grito:

—¡Juan y Pínchame se fueron a bañar!

Al menos, la visita ha conseguido un propósito: los pequeños van a recordarla toda su vida.

 

4

 

 

 

 

 

En cuanto las amigas se acomodan a la mesa, Juliette pregunta a Céline:

—Y bien, cuenta, ¿cómo fue?

Espera detalles picantes y el relato de arrebatos de pasión. Eugénie, por desgracia, ya no se hace ilusiones. Por toda respuesta, Céline se conforma con un gesto de frustración, acompañado por un suspiro que podría ser el del pinchazo de un flotador. No parece demasiado contenta con su última cita con el tipo que le promete el oro y el moro desde hace años.

—Teníamos que pasar una velada romántica. Se supone que tenía «algo importante» que anunciarme. Os podéis imaginar cómo me encontraba y todo lo que me imaginé… Resultado, simplemente me explicó que iban a reorganizar no sé qué en su curro y que era una superoportunidad para él. Ni siquiera sé dónde cenamos, él hizo sus asuntillos y se marchó.

—¡Qué cutre! —se cabrea Juliette.

—¿Cómo llevas el palo? —se preocupa Eugénie.

—Todas las veces es igual: promesas, esperanza y una decepción más grande que una de sus cámaras frigoríficas. Y mira que me había prevenido mi abuelo. Cuando cumplí dieciséis años, me dijo: «Mi niña, los hombres te dirán dos frases que, bajo ningún concepto, debes creer: “Te quiero” y “Si me las enseñas, te juro que no las toco”».

Juliette se queda pensativa.

—A mí nunca nadie me ha dicho «Te quiero».

Céline replica:

—¡Y generalmente se las enseñas incluso antes de que te lo pidan!

Se echan a reír, mientras Eugénie se contenta con sonreír. Aunque se alegre de ver a sus dos cómplices, está lejos de sentirse de humor. Pero una tradición es una tradición, y no se perdería por nada del mundo este almuerzo mensual que, además, fue ella la que lo instauró. A pesar de tener la ocasión de verse con frecuencia en el teatro, las tres mujeres agradecen verse a solas para hablar de sus preocupaciones hasta conseguir reírse de ellas. Eugénie, Céline, Juliette. El trío infernal, como las llaman en la compañía. Podrían ser de la misma familia, pero el vínculo que se ha tejido entre ellas es de otra índole. En el fondo, son los problemas los que las han unido. Céline empezó a confiarse con el doloroso divorcio que la dejó con casi cuarenta años con un hijo al que criar. Juliette necesitaba que la escucharan cuando se alejó de su familia. Eugénie fue el oído de una y el hombro de otra, antes de convertirse en el guion entre las dos. Cada una con sus problemas, cada una con su vida, pero ahora les sería difícil no compartirla.

—Y tú, ¿el curro? —pregunta Eugénie a Juliette—. ¿Te deja un poco en paz, el dichoso doctor?

—No sé cuánto tiempo voy a aguantar. Ese gordo libidinoso no es buen radiólogo, pero sí un excelente obseso sexual. No aguanto más. Ya no son solo sus continuos comentarios los que me agotan; lo que no soporto es que maltrate a sus pacientes. Mete prisa a todo el mundo para ir más rápido. Solo piensa en su volumen de negocios para irse a jugar al golf con otros miserables como él. Ayer vino una mujer que se había roto el brazo. Tendríais que haberlo visto estresándola… Yo estaba indignada.

—¿Has pensado en otro trabajo?

—Conozco un montón de insultos y me encanta soltar guantazos a la gente. ¡Podría trabajar de portera en una discoteca!

Céline y Juliette se vuelven a echar a reír. Eugénie las mira con benevolencia. Dos mujeres, dos edades. Cada una busca el amor a su forma. Juliette solo responde a la pasión, a lo sensual, a la seducción en estado puro despojada de toda norma social. Céline se recupera de un primer matrimonio que no le correspondía, encargándose ella sola de su pequeño Ulysse. Todavía cree en un futuro con su amante casado, que le promete dejarlo todo por ella. Eugénie teme que cada una, a su manera, acabe decepcionada. Ya se conoce la historia, identifica los peligros y las posibles trayectorias. ¿Por qué Eugénie ve cosas que sus dos amigas no detectan por sí solas? ¿Por qué le parece todo tan evidente? Otra pregunta llega inmediatamente después: ¿quién es ella para permitirse pensar que su manera de ver las cosas es la correcta?

Tampoco es que su situación sea fácil. Dentro de poco la sesentena. ¿Cuál es el balance? Evidentemente, puede presumir de tener una pareja estable. Y, sin embargo, ¿es por ello más feliz? ¿Se siente satisfecha? ¿Es su situación más envidiable que la de sus dos cómplices más jóvenes? Hay que reconocer que no es el caso. Entonces, ¿qué? ¿La maldición de las mujeres consiste en perseguir amores imposibles? ¿Están condenadas a tener solo la oportunidad de alcanzarlos cuando han pasado página? ¿Eternamente insatisfechas y frustradas? El deseo, ese tirano cruel, ¿se las apañaría para sacar sistemáticamente ventaja a la madurez que permite aplacarlo?

Eugénie se masajea las sienes, mientras las chicas están inmersas en un delirio de reconversión profesional. Ella ya no está en ese punto. El siguiente paso en su carrera será la jubilación. ¿Y todo para qué? Tantas preguntas pendientes y tan pocas respuestas. Maldita experiencia. Siempre se tiene demasiada cuando se mira al pasado y nunca suficiente frente al futuro. Un sabio dijo que la experiencia es una linterna que solo alumbra el camino ya recorrido[2]. Filosofía de tres al cuarto. Otro que tuvo que romperse la crisma como un pordiosero en el primer agujero para terminar muriendo harto de sus frasecitas sermoneadoras.

A fin de cuentas, Eugénie tuvo la edad de Juliette. También la de Céline. Se acuerda perfectamente y está segura de que tampoco a ella le fue mejor. Se equivocó en un montón de cosas. Sin embargo, ahora que ha superado estas etapas, ve claramente las soluciones y las trampas de las cuales no era consciente entonces. ¿Será que esta vida solo ofrece respuestas cuando ya no se pueden aplicar? ¿Es solo cuando uno empieza a saber, a comprender, cuando se da cuenta de que ya no sirve de nada?

Céline pregunta:

—Y a ti, Eugénie, ¿te ha dicho Victor «Te quiero»?

—Varias veces. Toco madera, pero hasta ahora, con todos los respetos a tu abuelo, he tenido motivos para creerle. En cambio, está claro que me mintió cuando me prometió que no se lanzaría sobre lo que me pidió que le enseñara…

—¡Dichoso Victor! —exclama Juliette.

En lo que dura una comida, las tres mujeres pueden hablar de sus cargas. Pero a pesar del cariño que se demuestran, ninguna de las tres lo contará todo. Uno siempre acarrea él solo con lo peor.

 

 

 

[2] Hace referencia a la cita de Confucio: «La experiencia es una linterna que llevamos en la espalda y que solo alumbra el camino ya recorrido» (N. de la T.).

5

 

 

 

 

 

Agotado por su presentación de por la mañana y por la reorganización del almacén de los decorados, Victor deja su capa sobre el respaldo de un sillón y se deja caer en el sofá.

El teléfono suena.

—¿Señor Camara?

—El mismo.

—Le llamo hoy porque ha sido seleccionado para beneficiarse de una oferta excepcional…

Victor frunce el ceño e inmediatamente pone en marcha el cronómetro de su reloj. Avejenta su voz:

—¿Eres tú, Huguette?

—No, señor, me llamo Virginie y le estoy llamando para hacerle partícipe de una…

—¡Qué morro tienes de llamar después de lo que hiciste, pedazo de pelandusca! ¡Nunca te perdonaré haberte acostado con Jean-Michel!

—Señor Camara, no soy Huguette, yo no me he acostado con nadie. ¿Le gusta el café? ¿Le gustaría recibir un café excepcional, sin ningún compromiso?

—¡Cochina! ¡Si te crees que me vas a seducir como al pobre Jean-Michel! ¿Es con tu café con lo que le embaucaste? ¿Sabes dónde te los puedes meter, tus paquetes de café? ¡Y también las tazas, bruja libidinosa!

Eugénie vuelve de su almuerzo. Al descubrir a su marido muerto de risa y desatado al teléfono, pregunta discretamente:

—¿Otra vez los de televenta? —Victor dice que sí con la cabeza mientras continúa pasándoselo en grande. Ella le susurra al oído—: Deja ya de jugar con esos pobres diablos. Intentan ganarse la vida.

Él apoya la palma en el auricular y contesta:

—Que se busquen un trabajo honrado y dejen de acosar a la gente. ¡Me vengo por esos pobres viejos a los que no paran de estafar!

Vuelve a adoptar su voz de anciano y declara por teléfono:

—Debería darte vergüenza, Huguette. Y cuando dices que no te has acostado con nadie, o eres una sucia mentirosa o te has caído de un guindo. Deja de mentir o acuéstate con quien quieras, ¡me parece estupendo!

La vendedora le cuelga en la cara. Victor comprueba su cronómetro.

—¡Un minuto y ocho segundos! Estamos lejos del récord. Pobrecita. Se diría que los nuevos tienen menos aguante.

En la cocina, Eugénie se prepara un té. Victor la alcanza. Apoyándose como si nada contra el marco de la puerta, prueba:

—¿Así que ya no quieres hacer de fantasma?

A Eugénie no le apetece contestar, sin duda porque tampoco es que ella lo tenga muy claro en su cabeza. No termina de explicarse del todo su reacción. Sumerge la bolsa de té en su taza y se fija en las armoniosas volutas de color caramelo que se expanden por el agua humeante. Pero Victor no se rinde. No dice nada, pero posa en ella esa mirada paciente que siempre les ha permitido evitar lo que había implícito. Con un suspiro, ella termina por rendirse.

—No es tanto ese rollo tuyo del fantasma lo que me molesta…

—¿Entonces qué?

—No sé. Tengo la sensación de no poder más. De estar hasta el gorro de todo.

—Me doy cuenta de que no estás en tu mejor momento. Arrastras los pies. No escuchas, incluso te olvidas de los horarios de los ensayos. Y, sin embargo, vivimos donde querías. Soñabas con este teatro. Te encanta estar aquí.

—Lo sé, me lo repito todos los días, pero eso no cambia nada.

—¿Hay algún problema del que no me hayas hablado?

—Nada que no sepas ya.

—Tiene que haber por fuerza algo que te ponga en este estado. Si no quieres hablarlo conmigo, intenta al menos hablar de ello con Céline o Juliette.

—Ya ni siquiera sé dónde estoy. A los niños les va bastante bien, tú eres un marido atento, el equipo es genial (aparte de los dos divos), trabajo donde siempre he querido. No tengo ningún motivo para quejarme. Vaya cruz…

—No te quejas, pero el hecho es que no estás bien.

—Ya no me apetece nada. Hay algo que ha hecho crac en mi cabeza y, además, noto que os preocupa.

Él la abraza, ella se deja.

—Culpabilizar no sirve de nada. Todo va bien. Desde hace meses te dejas la piel en los espectáculos, ya no salimos de aquí, no hemos tenido vacaciones. Siempre estás disponible para todo el mundo, es lógico que estés cansada. Te vas a tomar un pequeño descanso e irá mejor…

—No lo tengo tan claro. Noto que, en el fondo, hay algo más y no sé qué es. Hastío, desinterés. Quizá porque veo que me estoy haciendo mayor. La sensación de que todo se va derrumbando poco a poco… Algunos días, no me apetece ni continuar.

—¿Depresiva?

—Más bien falta de objetivo. ¿Para qué romperse los cuernos cuando sabes que a esta edad lo mejor que puedes sacar es dinero y lo peor una traición? ¿Para qué luchar cuando aquellos a los que quieres hacen su vida en otra parte? Creo que me la trae todo al fresco porque ya no creo en nada. Solo consigo esforzarme delante los niños. Aparte de eso, en cualquier parte, me preguntó qué hago aquí.

Ni siquiera tiene ganas de llorar.

—Eugénie, eres importante para el equipo. Este teatro al que tanto quieres te necesita. Muchos se han unido a la compañía porque tú los has animado.

—Están aquí por la misma razón que yo, porque huyen de la vida real. Están aquí para olvidar que, fuera, todo aquello que merece la pena termina por acabarse, mientras que lo que nos carcome nunca deja de hacerlo.

—Te veo un poco sombría.

—Este teatro es un auténtico Arca de Noé. En una tragedia, se diría que es un refugio para corazones rotos, un atolón para ilusiones encalladas, un sanatorio para esperanzas sin resuello. De todas formas, tal y como están las cosas, no vamos a conseguir proponer una programación capaz de convencer al Ayuntamiento y nos cortarán las subvenciones. Es a lo que están esperando. Todo se detendrá y el arca se hundirá.

—Todavía no hemos llegado a eso. De momento, dime qué puedo hacer para ayudarte. El equipo cuenta contigo, eres un faro para nuestros hijos…

—Nadie es irreemplazable. Los niños se las apañan muy bien sin nosotros y es normal a su edad.

Con ternura, Victor levanta la cara de su mujer.

—Yo sí que te necesito. Para mí, eres irreemplazable.

 

6

 

 

 

 

 

Mientras conduce, Juliette canturrea. De hecho, por regla general, cuando la joven no habla, tararea. Esto le suele acarrear frecuentemente comentarios del dueño del gabinete de radiología en el que trabaja de ayudante. Su pasión por la danza explica sin duda las cancioncillas que continuamente le rondan por la cabeza y la empujan, en este preciso instante, a menearse a su ritmo.

Desde el asiento del pasajero, Eugénie observa a la joven, tan viva, tan reactiva a todo lo que la rodea. Dentro de la compañía, Juliette se encarga de organizar las coreografías. También se encarga de desarrollar lo que Maximilien, el seudoactorazo, llama pomposamente «el lenguaje corporal escénico». De esta señorita tan guapa, acepta consejos. Eugénie cree que solo los acepta por las veces en las que puede pegarse a ella «para aprender a colocar mejor su cuerpo».

De repente, nota algo.

—¿Has cambiado de peinado?

—¡Jopé! Te ha costado seis kilómetros darte cuenta. Te he visto más avispada… ¿Qué te parece?

Eugénie tiene sus dudas. Después de haber visto a su joven cómplice con coleta, melenita, trenzas y un montón de peinados ya olvidados, esta mañana se la encuentra con una especie de moño cuidadosamente peinado/despeinado. Como la respuesta tarda en llegar, Juliette se pone de nuevo a canturrear.

—Este peinado está muy bien, pero el de antes también era perfecto.

Juliette deja de mascullar su cancioncilla. De repente, Eugénie entorna los ojos con aire de sospecha.

—La última vez que cambiaste de peinado fue justo antes de que dejaras a tu futbolista por tu entrenador…

—Llevas bien tus cuentas…

—¿Tienes otro novio?

—Me he tirado seis meses con el último, no está mal.

—Juliette, te estoy hablando como amiga: no puedes pasarte toda la vida así, de tío guapo en tío guapo.

—Así que estás conmigo, estaba cañón. ¡Pero espera a ver este!

—Lo digo en serio. Una relación puramente física nunca te hará feliz a la larga.

—Totalmente de acuerdo, es por eso que cambio a menudo.

—Te conozco, eres sensible. Ha llegado el momento de que construyas algo más profundo.

Juliette pone el intermitente para girar a la derecha hacia un centro comercial.

—¿Eras tan seria cuando tenías mi edad?

—¡Llámame dinosaurio mientras puedas! Pero te advierto: con una sola de mis patorras, puedo espachurrar a una pava como tú. Y para que lo sepas, con veintiocho años, ya estaba con Victor y teníamos planes.

—Así que yo soy una descerebrada y tú la razón hecha mujer…

—Solo te digo que deberías buscar a alguien que te quiera por algo más que por tu cara bonita…

—¿Y qué jeta tendrá ese bicho raro?

—Ni idea. No es su aspecto lo que cuenta, sino lo que sentirá por ti.

—Pero reconocerás que una cara bonita es mucho más sexi que un plan de pensiones.

—Luego no me vengas llorando. ¡Ya te lo he advertido!

—Muy bien, señora sermoneadora, entonces explícame de qué va tu jueguecito con Maximilien. —Eugénie tose y se atraganta. A pesar de ello, Juliette no se detiene—. Y venga a reír como una tonta cuando me habla al oído, y venga a poner ojitos cuando me sujeta la puerta… ¿Te crees que no lo veo?

—Ya vale, ¿no? En primer lugar, Maximilien tontea con todo el mundo, empezando por ti; y en segundo lugar, no tiene nada que ver.

—Y en tercer lugar, haces lo que te da la gana…

Juliette guiña el ojo a su vecina y decide no seguir torturándola.

Esta vez gira a la izquierda, sin canturrear y sin hablar. Algo muy poco habitual.

—Eugénie —dice por fin—, ¿puedes guardarme un secreto?

—¡Qué pregunta! Pues claro. ¿Tienes algún problema?

—Necesito tu opinión.

Juliette entra en el aparcamiento de una gran área de bricolaje. Su amiga se sorprende.

—¿Qué piensas hacer aquí? Antes de que te hagas daño, pide a Victor que te eche una mano.

Juliette ríe y se dirige hacia el fondo, allí donde siempre hay un montón de plazas disponibles porque la gente prefiere apiñarse en la entrada antes que andar diez metros más. Se coloca, inicia una maniobra y empieza a echar marcha atrás lentamente.

—¿Me juras que no se lo dirás a nadie?

—Lo juro.

—¿Nunca?

—Nunca.

Juliette abre la puerta y se asoma para comprobar la precisión de su marcha atrás. De repente, da un ligero acelerón y hace que el coche choque contra un cono de hormigón. El golpe es ligero, pero el ruido de plástico roto combinado con el de los bajos del coche arrastrando no deja lugar a dudas sobre la realidad de los desperfectos.

—¿Pero qué demonios haces? —exclama Eugénie—. ¡Lo has hecho aposta! ¿Estás loca?

—Sí, por él, y vas a ver que merece la pena.

Juliette arranca a toda velocidad cantando a voz en grito.

 

7

 

 

 

 

 

Dos canciones más tarde —aproximadamente unos ocho kilómetros—, Juliette se detiene delante de un modesto taller perdido entre dos hangares en una zona industrial.

Una fachada de chapa ondulada cubierta de placas esmaltadas alabando los méritos de marcas que muchas de ellas ya no existen. Un viejo surtidor de gasolina fuera de servicio desde hace tiempo. En el frontal, aún se distingue el rastro de las palabras Mantenimiento y reparación, pero muchas letras se han caído. Ya solo quedan algunas, rojas y picadas por el óxido: «Ten…t… ación». Desde su primera visita, Juliette vio en ello una señal.

Antes de bajar, comprueba su aspecto en el retrovisor y, después de probar algunas muecas, compone un aspecto preocupado.