Una vida más feliz - Linda Goodnight - E-Book
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Una vida más feliz E-Book

LINDA GOODNIGHT

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Beschreibung

Lo único que faltaba en la lista de Navidad de Dax Coleman era... Jenna Garwood se había puesto de parto en la cuneta de una polvorienta carretera de Texas. Dax, un obstinado ranchero, acudió a su rescate y la ayudó a dar a luz a su hija. Como padre soltero, Dax sabía muy bien lo que era criar a un recién nacido solo y, para no darle la espalda a Jenna, le ofreció trabajo como ama de llaves en su casa. Pero no estaba preparado para la química que surgió entre ellos ni para el secreto de Jenna, que podría quebrar la relación de confianza que tanto les había costado establecer.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Linda Goodnight. Todos los derechos reservados.

UNA VIDA MÁS FELIZ, N.º 2439 - diciembre 2011

Título original: Jingle-Bell Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-123-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

LECCIÓN número uno de la clase de preparación al parto: no conducir nunca sola por una carretera rural. Especialmente durante el noveno mes de embarazo.

Pero Jenna Garwood no había ido nunca a clase de preparación al parto.

Por décima vez en pocos minutos, ella miró por el retrovisor y se alivió al ver que nadie la había seguido al salir de la autopista.

Desde que había huido de Carrington Estate, había ido haciendo zigzag de este a oeste, con cuidado de no dejar rastro. Después de tres días no debería estar tan preocupada. Pero el brazo de la familia Carrington llegaba muy lejos. Y ellos no abandonaban fácilmente.

Al enterarse de los planes que tenían para el hijo que llevaba en el vientre, Jenna había hecho lo único que tenía sentido. Había salido huyendo.

Ella siempre había sido débil, pero la niña que llevaba en el vientre le había dado fuerza. Tras la humillación y el dolor de los dos últimos años, el bebé le había dado fuerza para intentarlo de nuevo.

Un gemido escapó de sus labios y Jenna se inclinó hacia delante para apoyarse en el volante y estirar la espalda, deseando no haber pulverizado el coche con ambientador aquella mañana. El olor a sucio y a aceite se mezclaba con el aroma a naranja que desprendía el salpicadero, provocando que gran cantidad de saliva se acumulara en su boca. Intentó concentrarse en la carretera y, al tragar la saliva se arrepintió de haberse tomado una hamburguesa para desayunar.

En aquella zona solitaria de Texas debía de haber un pueblo tranquilo donde ella pudiera descansar, y esconderse, hasta que se le pasara el dolor de espalda que sentía.

–Espera un poquito más, cariño –murmuró mirando su vientre abultado–. Mamá también está cansada.

Cansada era la manera suave de decirlo. La espalda le había dolido sin parar durante todo el embarazo pero, durante las doce últimas horas, le había empeorado bastante. Si hubiera sido el vientre en lugar de la espalda, se habría asustado.

Haber pasado muchas horas al volante y el nivel de estrés que tenía, habían contribuido a que el dolor no remitiera. No se había relajado ni un momento desde que salió del estado. Incluso dormía pendiente de la puerta y con los ojos entreabiertos.

El dolor se volvió más intenso. Tenía que encontrar el pueblo.

Agarró el bolso de color rosa con forma de cocodrilo que su madre le había regalado hacía seis semanas, con motivo de su vigésimo segundo cumpleaños. El bolso, lleno de los mejores cosméticos, un cupón para el spa y una tarjeta de compra valorada en cinco mil dólares, había sido una especie de soborno y Jenna lo sabía. Por desgracia, su madre nunca había comprendido que el dinero no servía para ganarse a su hija. Lo único por lo que Jenna sentía auténtica devoción era el bebé que en ese momento le estaba provocando tanto dolor.

Mientras abría la solapa del bolso, Jenna suspiró con frustración. Ya no tenía el teléfono con GPS y acceso a Internet. Se lo había regalado a un soldado en el aeropuerto de Philadelphia. El hombre se había quedado sorprendido pero agradecido al mismo tiempo. Y cuando consiguieran encontrar el teléfono, ya estaría en algún lugar de Oriente Medio.

–¿Y a quién pensabas llamar? –dijo en voz alta.

Incluso el número de Emergencias le acarrearía problemas. Puesto que a los Carrington no les gustaba llamar la atención y preferían manejar sus escándalos de una manera más discreta, Jenna no permitiría que nadie supiera dónde se encontraba.

Se obligó a respirar hondo, pero los músculos de su espalda se tensaron aún más.

De pronto, el pánico se apoderó de ella. ¿Y si se ponía de parto allí sola?

Encendió la radio para distraerse mientras pisaba el acelerador. Necesitaba llegar a algún sitio, rápido.

Una voz masculina, con un fuerte acento texano, anunciaba el festival de otoño en Saddleback Elementary School y un rastrillo en la calle Pinehurst, detrás de la pizzería de Saddleback.

Saddleback debía de ser un pueblo pero ¿dónde estaba?

–¿No podrías ser más específico? –dijo mirando a la radio.

La tensión de su cuerpo aumentaba por momentos. Sentía un nuevo dolor en el bajo vientre. Muy abajo. Ella se giró hacia un lado, pero la presión aumentaba cada vez más.

Un gemido salió de su garganta.

Empezó a ver borrosa la carretera.

Sentía un fuerte dolor en el abdomen. Tenía un problema. Un problema de verdad.

Pestañeó y jadeó para contrarrestar la presión que sentía. El sudor le entró en los ojos. El clima de Texas en noviembre era frío, aunque no tan frío como el de Pennsylvania. Sin embargo, Jenna estaba muerta de calor dentro del coche. Estiró el brazo para encender el aire acondicionado y se preocupó al ver que estaba pálida y que le temblaba la mano.

Antes de que pudiera respirar hondo, un fuerte dolor se apoderó de ella.

–Oh, no –estaba de parto. O eso, o su cuerpo se estaba rasgando de dentro afuera.

Jadeando como un cachorro, se agarró al volante con ambas manos y trató de mantenerse en la carretera.

–Todavía no, cariño. Todavía no. Deja que encuentre un hospital –miró por la ventana tratando de encontrar un pueblo, una casa, u otro coche.

–Nooo –dijo al sentir otra contracción.

Estaba sudando. Tenía que calmar su dolor. Quizá si detenía el vehículo y se bajaba para caminar un poco… Y aunque caminar no la ayudara, no podía conducir más. No quería correr el riesgo de tener un accidente.

Pisó el freno y dirigió el coche hacia una mancha de hierba que había en la cuneta. Su vientre se tensó de nuevo. Otra vez aquel fuerte dolor. No podía pensar en otra cosa que no fuera la batalla que estaba librando su cuerpo.

Justo antes de que la agonía se apoderara de ella, Jenna vio una valla de alambre de espino y unos postes naranjas. La valla estaba cada vez más cerca y ella no podía hacer nada al respecto.

Mientras Dax Coleman conducía su camioneta por County Road 275, sólo tenía dos cosas en la cabeza: una ducha de agua caliente y una buena cena.

Al pensar en la segunda cosa, esbozó una sonrisa burlona. No había comido bien desde que dos semanas antes, se marchó la última ama de llaves que había contratado. Tendría que cenar pizza o huevos revueltos, ya que era todo lo que sabía preparar. Él era el único culpable y lo sabía. No era el hombre más fácil de Texas con el que convivir. Y si no que se lo preguntaran a su exmujer, si es que alguien conseguía encontrarla.

Un gruñido se escapó de su boca. Subió el volumen de la radio y trató de no pensar en Reba.

Cuando tomó la última curva antes del cruce de Southpaw Cattle Company, un coche llamó su atención. Dax se inclinó hacia delante y miró a lo lejos.

El conductor iba borracho, estaba perdido o tenía algún problema. Dax retiró el pie del acelerador. El coche, un utilitario de color azul, circulaba por el medio de la carretera, se desplazaba hacia la izquierda y después a la derecha mientras reducía la velocidad.

Dax pisó el freno y suspiró. No estaba de humor para tratar con borrachos. Aunque, en realidad, no estaba de humor para tratar con nadie.

Durante los últimos cinco años, lo único que le interesaba en la vida era su hijo y su rancho. El resto del mundo podía dejarlo en paz.

Después de haberse pasado la tarde ayudando a Bryce Patterson a separar terneros, Dax estaba demasiado cansado y sucio como para ser simpático.

Aun así, era de Texas y llevaba en la sangre las costumbres de la zona. Allí la gente se ayudaba entre sí. Incluso cuando no era conveniente.

Quizá no pasara otro coche durante horas y en aquella zona había muy poca cobertura de teléfono. Él agarró el suyo y vio que no tenía ni una rayita. Lo tiró a un lado.

–No sé para qué sirve esta porquería si nunca funciona cuando uno lo necesita.

Al levantar la vista de nuevo, se fijó en que el coche azul se había salido de la carretera y bajaba por una pequeña pendiente de hierba.

–Vamos, amigo, ¡para!

El coche de delante siguió avanzando hasta chocar con la valla de espino y los postes naranjas. Eran los postes de la valla de Dax.

–¡Maldita sea! –golpeó el volante con el puño. En el fondo estaba orgulloso de no haber blasfemado en voz alta, tal y como habría hecho tiempo atrás. Pero con un niño imitando todos sus movimientos, Dax había tenido que esforzarse para mejorar su comportamiento. O al menos, parte de él.

Deteniéndose en seco, condujo la camioneta hasta la cuneta y se bajó del vehículo. El sonido metálico de la puerta resonó en el silencio de aquella tranquila tarde de noviembre, junto al sonido del coche que había quedado atrapado en la valla de espino como si fuera un pajarillo.

–Hola, amigo –gritó Dax mientras se acercaba–. ¿Estás bien?

Su pregunta se mezcló con el sonido del alambre contra el metal. El conductor no contestó ni se esforzó para salir del coche.

Dax frunció el ceño, y aminoró el paso para estudiar la situación.

–Maldita sea –repitió. Por muy cansado que estuviera tenía que reparar la valla rápidamente o se arriesgaría a que al día siguiente la carretera estuviera llena de vaquillas.

Colocándose el sombrero, Dax se acercó al coche azul y se asomó para mirar por la ventanilla del conductor. Sintió un nudo en el estómago. El conductor era un hombre con el pelo muy largo o una mujer. Blasfemó en silencio. Las mujeres eran una fuente de problemas.

–Eh, señorita –golpeó el cristal mientras intentaba abrir la puerta con la otra mano–. ¿Necesita ayuda?

La mujer tenía la cabeza apoyada en el volante y respiraba de forma agitada. Dax suspiró. Las mujeres que lloraban eran terribles.

De pronto, la mujer se arqueó contra el respaldo del asiento y gritó de manera desgarradora.

El sonido provocó que Dax reaccionara tratando de abrir la puerta. Estaba atrancada. Dax tiró de nuevo, con más fuerza. La puerta cedió y se clavó en el suelo al abrirse.

Él se agachó y tocó el hombro de la mujer.

–Señorita. Señorita, ¿dónde le duele?

Ella se volvió y lo miró con miedo. Tenía el cabello de color rubio oscuro, pegado a su rostro sudoroso.

–Mi bebé –consiguió decir.

–¿Bebé? –Dax miró rápidamente hacia el asiento de atrás pero no vio ningún niño.

La mujer se retorció en el asiento y llevó las manos a su cintura.

En ese momento, Dax se percató de lo que sucedía. La mujer de ojos grandes y temerosos y rostro de adolescente estaba de parto.

Todas las palabrotas que él sabía llegaron a su boca pero, de algún modo, consiguió contenerlas.

–Dígame algo, señorita. ¿Cuánto tiempo lleva de parto?

–El bebé va a salir.

–¿Ahora?

Ella asintió y se movió al asiento del copiloto para apoyar la espalda en la puerta. Echó el cuerpo hacia delante para sobrellevar el dolor que la invadía por dentro. La naturaleza seguía su curso.

–Lo siento –dijo ella–. Lo siento.

¿Por qué lo sentía? ¿Por haberse puesto de parto? ¿Por tener un bebé? La idea hizo que a Dax se le encogiera el estómago. Él conocía a ese tipo de mujer.

Pero no tenía tiempo para pensar en el pasado.

–Tenemos que ir al hospital.

Ella lo miró y gimió con fuerza. El había oído un sonido parecido otras veces, mientras parían las vacas o las yeguas. La mujer tenía razón. No tenían tiempo para ir al hospital.

–Muy bien, señorita, tranquilícese –dijo él, intentando calmarse a sí mismo–. Todo va a salir bien.

Ella asintió de nuevo y lo miró a los ojos, confiando en sus palabras. Dax sintió una extraña sensación en el pecho.

–¿De cuántas semanas está? Quiero decir, ¿es hora de que nazca el bebé?

–Faltan dos semanas.

–¿Cuánto tiempo lleva de parto?

Su cuerpo contestó por ella. Dax sabía que con tan poco tiempo entre contracciones el parto era inminente.

«Piensa, Dax, piensa». ¿Qué necesitaba? ¿Qué podía hacer aparte de esperar lo inevitable?

–Enseguida vuelvo –dijo él.

Ella consiguió incorporarse.

–¡No! No se vaya. Por favor.

Al oír sus palabras, Dax se sintió ofendido. ¿Por quién lo había tomado?

Un sentimiento de culpa se apoderó de él. De acuerdo, no le gustaba aquella interrupción. Él había querido continuar con su camino, pero no lo había hecho. Quizá fuera un cretino, pero no un canalla. Al menos, la mayor parte del tiempo.

Él le acarició el pie tratando de tranquilizarla. Ella iba descalza. En el suelo había un par de zapatos plateados. De pronto, él se percató de que sus pies le parecían bonitos. Delicados y elegantes como los de una bailarina de ballet.

¿Qué diablos estaba haciendo ella allí sola?

–Necesito algunas cosas de mi camioneta –dijo él–. Está detrás de tu coche. Muy cerca. Será un minuto.

Se acercó a su Ford y sacó todo lo que pensaba que podría resultarle de utilidad. No era gran cosa, pero tenía una manta y mucha agua. Había ocasiones en las que los rancheros podían necesitar una manta o agua aunque estuvieran cerca de casa. Al menos podría lavarse las manos y arropar al bebé cuando naciera. Un pañuelo rojo que había en el suelo llamó su atención. Gavin se lo había olvidado allí. Aunque la tela no estuviera muy limpia, la agarró y la mojó con agua.

Cuando regresó al coche, acarició la frente sudorosa de la mujer con el pañuelo.

–Soy yo –dijo él, y se sintió ridículo por sus palabras. ¿Quién más podía ser?

La mujer emitió un sonido de agradecimiento. Debía de estar entre contracción y contracción porque tenía los ojos cerrados y la expresión de su rostro era menos tensa.

Al enderezarse, Dax percibió un olor a flores. Ella tenía un aspecto terrible, pero olía bien.

Él volvió a preguntarse si todavía podría tumbarla en la caja de la camioneta y trasladarla al hospital de Saddleback a tiempo.

Justo en ese momento, ella abrió los ojos y dijo:

–Oh, no. Otra vez –le agarró la mano y se la apretó con fuerza.

–Tranquila, tranquila –dijo él, hablando como hubiera hecho con una yegua que estuviera pariendo por primera vez. ¿Qué más podía hacer? No era médico.

«Muy bien, Coleman. Has asistido a muchos partos de terneros y potros. Un bebé no puede ser muy distinto», se dijo en silencio.

–Lo estás haciendo muy bien. Respira hondo. Colabora con el dolor, no te resistas a él –no sabía de dónde había sacado ese consejo pero ella parecía que se encontraba mejor cuando él hablaba–. Lo estás haciendo muy bien.

Ella echó la cabeza hacia atrás cuando se le pasó la contracción. Dax suspiró aliviado. Eso de dar a luz era un trabajo muy duro. A él le dolía la espalda de estar agachado sobre el asiento. Se pasó la mano por la frente ya que, a pesar de la brisa que entraba por la puerta, estaba sudando sin parar. Igual que la futura mamá.

Empapada en sudor, con el cabello mojado pegado a la cara, parecía un gatito abandonado. En algún lugar, alguien se disgustaría mucho al enterarse de que ella estaba sola dando a luz a un bebé en medio de la llanura de Texas.

Se preguntaba quién sería el padre del bebé. Quién era su familia. Era una chica joven. Aunque en esas circunstancias era difícil adivinar su edad, para alguien como él que ya pasaba la treintena parecía una niña. Necesitaba estar con su familia en un momento como aquél, y no con un desastroso vaquero con mal carácter que deseaba estar en cualquier otro sitio que no fuera aquél.

Era una mujer valiente. Y dura. Debía de estar muy asustada pero no había gritado ni se había puesto nerviosa como había hecho Reba. Tampoco lo había insultado a él, ni al bebé.

Dax sintió rabia al recordar aquellos momentos.

La mujer se movió una pizca y murmuró algo. Empezaba a sentir otra contracción.

Él le acarició los dedos de los pies con suavidad. Ella lo miró a los ojos y esbozó una pequeña sonrisa. Dax se sintió conmovido.

Estaban compartiendo una situación de muchísima intimidad y ni siquiera sabía cómo se llamaba. ¿Y si algo iba mal?

No, no podía pensar en eso. Aunque la ley de Murphy gobernara su vida, no iba a permitir que a aquella joven le pasara nada malo.

–Me llamo Dax –dijo él–. ¿Te apetece decirme tu nombre?

Dax percibió algo extraño en su mirada. Ella se humedeció los labios y miró a otro lado.

Antes de que Dax pudiera decidir si su silencio se debía al cansancio o a que no quería decírselo, la naturaleza retomó su curso.

–Quiero ser valiente, pero estoy muy asustada. No permitas que le pase nada a mi bebé.

–Lo estás haciendo muy bien, pequeña mamá.

Quería decirle muchas palabras de ánimo, contarle lo valiente que él creía que era, pero estaba tan nervioso que sólo fue capaz de darle una palmadita en el pie y murmurar algo sin sentido.

No sabía cuánto tiempo llevaban allí. Seguramente menos de quince minutos pero a él le parecía una eternidad. Entonces, ella gritó con fuerza y todo terminó. Se derrumbó contra el asiento, respirando de manera agitada.

Dax recibió al bebé en sus manos. Era la cosa más pequeña que Dax podía imaginar. Creía que nacería con la piel rosa y llorando con fuerza, tal y como había hecho Gavin. Sin embargo, la criatura estaba en silencio, sin tono muscular y de color morado.

Dax sintió que se le encogía el corazón. Miró a la madre y luego al bebé.

Por favor, esto no.

CAPÍTULO 2

EL NIÑO de cabello castaño que corría por el jardín de Southpaw, vestido con botas de vaquero y una chaqueta vaquera, levantó el ánimo de Dax. Las últimas horas habían sido muy duras.

–¡Papá!

Dax sintió que el amor inundaba su corazón. Se detuvo en medio del jardín y se agachó. El pequeño se tiró a sus brazos y lo rodeó por el cuello. Olía a pizza y a polvo.

Dax lo abrazó con fuerza y se alegró de que su hijo estuviera vivo y bien. No sabía qué haría si algún día a Gavin le pasara algo, una idea que había invadido su cabeza durante las horas que había pasado con la joven mamá.

La vida era frágil. Recordó al recién nacido. Muy frágil.

–¿Dónde has estado? –preguntó Gavin–. Rowdy ha tenido que quedarse mucho tiempo.

Dax miró al ayudante del rancho y vio que se acercaba a ellos con una sonrisa.

–¿Va todo bien, jefe? –preguntó Rowdy con curiosidad–. Por teléfono estabas muy serio y poco hablador. Nos tenías preocupados.

Simplemente le había dicho a Rowdy que estuviera en casa cuando Gavin llegara en el autobús escolar y se quedara allí con él. Después, colgó sin más, demasiado cansado como para explicar que estaba en la sala de urgencias del hospital con una desconocida que acababa de tener un bebé.

–Chicos, he de contaros una historia. Entremos en casa. Necesito beber algo frío –se le había pasado el hambre pero seguía pensando en beber algo fresco y en darse una ducha de agua caliente.

Gavin se retorció entre sus brazos.

–¿Una historia sobre Wild Bill y los búfalos?

–No, hijo –dijo Dax–. No es ese tipo de historia.

Se puso en pie y levantó a su hijo en brazos. No sabía qué había hecho para merecer a Gavin, pero estaba muy agradecido de tenerlo con él. Sin el niño, habría abandonado mucho tiempo atrás. Sin embargo, gracias a él tenía esperanzas y luchaba contra su lado oscuro, haciendo un esfuerzo para criar de manera decente a su pequeño. No era sencillo. Gavin no era un niño fácil. Y a veces, Dax no lo entendía.

Gavin lo miró con el ceño fruncido.

–No será de miedo, ¿verdad?

El niño había oído una historia de fantasmas en una fiesta y, desde entonces, estaba sensible con el tema.

–No, Gavin, no es de miedo –intentó disimular su tono molesto. El niño era muy asustadizo. El primer día de curso, la profesora tuvo que separarlo de Dax a la fuerza. Y Gavin se había puesto a llorar, un gesto que preocupaba y avergonzaba a su padre. Un niño llorica no sobreviviría en el mundo actual, pero Dax no sabía qué hacer para cambiar su actitud.

Para entonces, ya habían entrado en la casa. Dax dejó su sombrero sobre una mesa de madera, se quitó la chaqueta y se dejó caer sobre un sofá. El salón era enorme, un capricho de su exesposa, que había insistido en tener una casa bastante grande como para invitar a gente. El problema había sido que recibía a sus invitados mientras él estaba trabajando. A Dax le gustaba la casa, su chimenea y los muebles de piel color vino.

Levantó las piernas y las apoyó sobre una otomana.

–¿Alguna vez has ayudado a dar a luz un bebé, Rowdy?

–Rowdy, que se había ido a la cocina, regresó con un vaso en la mano.

–¿Qué? ¿Lo preguntas en serio?

Dax aceptó el vaso y se bebió el líquido de un trago.

–Vaya locura de tarde. Una mujer se ha chocado contra mi valla, entre el molino de Jake y aquí. Me paré a ver qué le pasaba y resulta que estaba teniendo a su hija.

Rowdy se sentó en una silla.

–¡Vaya!

–A mí me lo vas a decir.

–¿Ha salido bien? Quiero decir, tú la has ayudado a sacar al bebé y todo eso… –apoyó los codos sobre las rodillas–. Madre mía, Dax. ¿Están bien? La madre y el bebé, ¿están bien?

–El bebé estaba un poco azulado y no se movía. Yo creí que se había muerto –pasó el dedo por el borde del vaso y no mencionó cómo se había asustado–. Después me acordé de que los terneros a veces nacen con mucha mucosidad, así que le limpié la boca y la nariz con el pañuelo de Gavin… –le dio un golpecito al niño en la rodilla y el pequeño se acurrucó contra su cuerpo–. Justo cuando estaba a punto de colocarlo boca abajo y de darle un cachete, soltó un grito –fue el sonido más bonito que he oído nunca.

–Madre mía –repitió Rowdy, incapaz de decir nada más.

Dax lo comprendía. Él también se había quedado sin habla. Tan pronto como el bebé rompió a llorar, lo envolvió en una manta y se aseguró de que la madre estaba bien. Después, se sentó al volante y condujo hasta el hospital.

–¿Dónde está ella, papá? ¿Por qué no la has traído a casa? Yo quiero verla.

–Su madre y ella están en el hospital de Saddleback –movió el hielo que había en el vaso.

–¿Están enfermas?

–El médico va a hacerles una revisión. Yo creo que todo está bien.