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¡Pronto iban a recoger el fruto de su pasión! Domenico Silvaggio d'Avalos sabe que la hermosa canadiense que le ha suplicado que le enseñe el arte de la viticultura no es una mujer muy experimentada. Sin embargo, en el entorno de uno de los más lujosos hoteles de París, Arlene Russell demuestra que posee valor... y una pasión tan intensa como la suya. Decidida a no ser el último caso de caridad de Domenico, Arlene regresa a su descuidado viñedo. Domenico la sigue y le ofrece salvar de la bancarrota la herencia recibida. Cuando ella no acepta que la compre, toma la decisión de convertirla en su esposa...
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Spencer Books Limited
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Vendimia de amor, n.º 1965 - diciembre 2021
Título original: The Italian Billionaire’s Christmas Miracle
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-121-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
POR LO general, Domenico no se relacionaba con turistas, ya que éstos no solían interesarse en la industria vinícola salvo en lo concerniente a sus hábitos de bebida.
Pero aquella mañana, dio la casualidad de que cruzaba el patio en dirección a su oficina situada en la parte de atrás del edificio principal al tiempo que el último grupo de visitantes del viñedo se dirigía a la parte delantera abierta al público. Todos fueron a la sala de degustación. Menos una. Ella permaneció fuera, hablando animadamente con su tío Bruno, quien, casi con sesenta años, había olvidado más sobre la viticultura que lo que Domenico pensaba que aprendería alguna vez.
Aunque era lo bastante profesional como para no descartar ninguna pregunta, Bruno no solía tener mucha paciencia con los necios. Que pareciera tan enfrascado en la conversación resultaba tan poco habitual como para impulsarlo a detenerse y a observar.
Alta, esbelta y más bien sencilla, la mujer daba la impresión de tener veintitantos años. Y a juzgar por el ligero tono sonrojado de su piel blanca, acababa de llegar a Cerdeña y aún no se había aclimatado al sol. Pensó que, si no quería pasar el resto de sus vacaciones sufriendo una insolación, debería ponerse un sombrero. Recogerse el pelo en una coleta que le dejaba la nuca al aire era buscarse problemas.
Su tío debió de pensar lo mismo, porque la guió a un banco situado a la sombra de una adelfa cercana. Cada vez con más curiosidad, Domenico permaneció a una distancia que le permitía escuchar.
Al verlo, Bruno lo llamó con un gesto de la mano.
–Éste es el hombre con quien puede hablar –le informó a la mujer–. Mi sobrino habla bien el inglés y hará que usted entienda. Y lo que es más importante, lo que él desconoce sobre las uvas y el proceso de convertirlas en vino no merece la pena saberse.
–Y mi tío jamás exagera –comentó Domenico, sonriéndole a la mujer–. Permita que me presente, signorina.
Ella alzó la vista y, durante un momento, su habitual cortesía lo abandonó y de pronto se encontró sin habla, mirándola como un palurdo.
No era hermosa, al menos no en el sentido convencional. Llevaba una ropa sencilla: una falda vaquera hasta las rodillas, una blusa blanca de algodón de manga corta y unas sandalias planas. Su cabello, aunque lustroso y brillante, era de un marrón inclasificable; sus caderas, estrechas como las de un niño y sus pechos, pequeños. En nada parecida a la molestamente persistente Ortensia Costanza, con ese atractivo vibrante y llamativo y esas curvas generosas.
Si Ortensia representaba la evidente sexualidad femenina en su manifestación más carnal, esa delicada criatura caía en el otro extremo del espectro y a punto estuvo de huir de él.
Decidió que era la clase de mujer que fácilmente se podía pasar por alto… hasta que se miraba en esos ojos grandes y hermosos y uno se encontraba ahogándose en sus profundidades grises.
Recobrándose, continuó:
–Me llamo Domenico Silvaggio d’Avalos. ¿En qué puedo ayudarte?
Ella se levantó del banco con agilidad y gracia y le ofreció la mano. Pequeña y de huesos finos, desapareció entre la suya.
–Arlene Russell –respondió con voz bien modulada–. Y si puedes dedicarme media hora, me encantaría hacerte un montón de preguntas.
–¿Te interesa la industria del vino?
–Es algo más que interés –se permitió una sonrisa fugaz–. Verás, hace poco tomé posesión de un viñedo, aunque en un estado un poco penoso, y necesito consejo sobre cómo recuperarlo.
–Desde luego –él también sonrió–, no se trata de un tema que pueda abarcarse con unas pocas palabras.
–Estoy de acuerdo. Pero estoy decidida a hacer lo necesario para que sea un éxito, y como he de empezar en alguna parte, ¿qué mejor lugar que aquí, donde incluso una novata como yo puede reconocer el buen hacer cuando lo ve?
–Pasa una hora con la joven –musitó su tío en sardo, el idioma que más se hablaba en la isla–. Está sedienta de información, como una esponja, a diferencia de esos otros que sólo quieren probar vino gratis.
–No dispongo de tiempo.
–¡Claro que sí! Invítala a comer.
Ella miraba a los dos hombres. Aunque no entendía lo que decían, captó la irritación que Domenico mostraba en ese momento en su expresión.
Con rostro decepcionado, musitó:
–Por favor, acepta mis disculpas. Me temo que estoy siendo muy desconsiderada y pidiendo demasiado de ti –se volvió hacia el tío de él y le dedicó una sonrisa–. Gracias por tomarse el tiempo para hablar conmigo, signor. Ha sido usted muy amable.
Un inesperado aguijonazo de simpatía atravesó la irritación de Domenico y la insinuación de ella hizo que se recriminara haber sido grosero.
–En realidad –se oyó decir antes de poder cambiar de parecer–, puedo dedicarte aproximadamente una hora antes de mis citas de la tarde. En ese tiempo no prometo poder abarcar todas tus preocupaciones, pero al menos podré indicarte alguien que sí lo hará.
No la engañó su tardía galantería. Recogió la cámara y el cuaderno de notas que tenía en el banco y respondió:
–No pasa nada. Has dejado claro que tienes mejores cosas que hacer.
–Tengo que comer –indicó, estudiando su silueta demasiado esbelta–, y por lo que parece, tú también. Sugiero que aprovechemos la oportunidad para matar dos pájaros de un tiro.
Aunque su orgullo luchó por tirarle a la cara la invitación, el pragmatismo se impuso.
–Entonces, te vuelvo a dar las gracias –respondió con rigidez.
Domenico la tomó por el codo y la condujo al jeep aparcado junto a las enormes puertas dobles de atrás.
–¿Adónde vamos? –preguntó ella, ocultando su nerviosismo.
–A mi casa, que está a unos cinco kilómetros de aquí siguiendo el camino de la costa.
–¡Ahora sí siento que estoy invadiendo tu espacio! Di por hecho que comeríamos en la cafetería del viñedo.
–Eso es para los turistas.
–Es lo que soy yo.
Domenico puso en marcha el vehículo.
–No, signorina. Hoy eres mi invitada.
Arlene llegó a la conclusión de que era un maestro del comedimiento.
Los folletos le habían explicado que la Vigna Silvaggio d’Avalos, una empresa familiar que se remontaba a tres generaciones, era uno de los mejores viñedos de Cerdeña y que estaba en un emplazamiento magnífico en la costa, en el extremo norte de la isla, justo al oeste de Santa Teresa Gallura.
El elaborado escudo de armas que adornaba las puertas de hierro forjado de la entrada de la propiedad, en realidad no la había sorprendido. Al igual que el edificio cuya hermosa fachada albergaba una bodega, sala de degustación, tienda y cafetería de vanguardia, era lo que había esperado de una empresa de la que se decía que producía «vinos internacionalmente reconocidos de calidad impecable».
Pero cuando atravesó un segundo par de puertas de hierro forjado y siguió un camino sinuoso y largo hasta una casa de estuco claro situada encima de la playa, le costó no comportarse como la turista palurda por quien sin duda la tomaba y quedarse boquiabierta. Lo que él había llamado con indiferencia su casa, le pareció una construcción más bien palaciega.
Oculta a las otras del complejo residencial por un acre o más de jardines a rebosar de una vegetación exuberante y en flor, se elevaba del paisaje en una serie de ángulos y curvas elegantes diseñados para aprovechar al máximo la vista. A un lado tenía la imponente Costa Esmeralda y al otro acres y acres de viñedos en las laderas de las colinas.
La escoltó por el vestíbulo principal hasta una ancha terraza cubierta bajo la cual el mar brillaba verde y le indicó una serie de mullidos sillones.
–Toma asiento y discúlpame un momento mientras me ocupo del almuerzo.
–Por favor, no te tomes demasiadas molestias –protestó ella, consciente de que ya había sido bastante pesada por un día.
Él sonrió y alzó un teléfono inalámbrico de su base en una mesa lateral.
–No es ninguna molestia. Pediré que nos traigan algo desde la casa principal.
Mentalmente se dijo que era una tonta. ¿Es que había imaginado que desaparecería en la cocina, se pondría un delantal y prepararía algo delicioso con sus propias manos? ¿Y tenía que ser tan descaradamente atractivo como para no permitirle pensar con coherencia? Podría haber sobrellevado que fuera alto y moreno, pero esos ojos asombrosamente azules le añadían atractivo a esa cara bendecida ya con más belleza masculina de la que merecía cualquier hombre.
Tras una breve conversación, dejó el teléfono en la base y se ocupó en el bar.
–Ya está. ¿Qué te apetece beber?
–Algo fresco, por favor –se abanicó ante un calor que no era culpa exclusiva del clima.
Él echó hielo en dos copas largas, las llenó a medias con vino blanco que sacó de una pequeña nevera y las remató con un chorro de sifón.
–Un Vermentino hecho con nuestras propias cepas –comentó, sentándose junto a ella y entrechocando el borde de la copa–. Refrescante y no muy fuerte. Muy bien, signorina, ¿cómo entraste en posesión de este viñedo del que hablas?
–Lo heredé.
–¿Cuándo?
–Hace diez días.
–¿Y está aquí, en la isla?
–No. Está en Canadá… soy canadiense.
–Comprendo.
Pero era evidente que no lo entendía. Seguro que se preguntaba qué hacía en Cerdeña cuando sus intereses se hallaban en la otra punta del mundo.
–La cuestión es –se apresuró a explicar ella– que ya tenía pagadas mis vacaciones aquí, y como la herencia me llegó de forma inesperada, decidí que lo mejor era no precipitarse hasta haber hablado con algunos expertos, de los cuales resulta que hay muchos en Cerdeña. Nunca he sido impulsiva y éste no me parecía el momento oportuno para empezar a serlo.
–Entonces, ¿careces de experiencia en la viticultura?
–Sí. Soy secretaria jurídica y vivo en Toronto. Y para serte franca, aún me da vueltas la cabeza al pensar que soy propietaria de una casa y de varios acres de viñedos en la Columbia Británica… es la provincia más occidental de Canadá, por si no lo sabes.
–Estoy familiarizado con la Columbia Británica –le informó con sequedad, como si incluso un bebé en pañales tuviera un exhaustivo conocimiento geográfico del segundo país más grande del mundo–. ¿Has visto el lugar con tus propios ojos o tu información sobre su estado es de segunda mano?
–Pasé un par de días allí la semana pasada.
–¿Y qué más descubriste?
–Nada, salvo que está muy abandonado… ah, y que un director-supervisor ya anciano y dos perros forman parte de mi legado.
Él puso los ojos en blanco.
–¿Puedo preguntarte qué piensas hacer con ellos?
–Bueno, no voy a expulsarlos, si es lo que me estás sugiriendo.
–No te sugiero nada por el estilo. Sólo intento establecer la magnitud de, a falta de una mejor palabra, tu proyecto. Por ejemplo, ¿exactamente cuántos acres de tierra posees?
–Siete.
–¿Y qué tipo de vid crece allí?
–No lo sé –y antes de que él pudiera perder la paciencia, añadió–: Comprendo que esto puede resultarte difícil de entender, dado que has crecido en el entorno del negocio de la viticultura y que probablemente empezaste a asimilar el vino desde la cuna, pero yo soy una completa neófita y aunque estoy dispuesta a aprender, he de empezar en algún punto, razón por la que ahora mismo me encuentro contigo.
Él escuchó con expresión impasible.
–Y estás segura de que tienes el vigor necesario para realizar tus ambiciones, ¿verdad? –preguntó.
–Sin ninguna duda.
La observó con inquietante intensidad.
–Entonces, si lo que me has dicho es correcto, he de advertirte de que aunque fueras una experta, estarías acometiendo un proyecto de enormes proporciones, cuyo éxito bajo ningún concepto está garantizado. Y como tú misma has reconocido, distas mucho de ser una experta.
–Bueno, no esperaba que fuera fácil –logró manifestar, a pesar de que se hallaba hipnotizada por esos ojos azules–. Pero hablaba en serio. Tener éxito en esta empresa es muy importante para mí por todo tipo de motivos, entre los cuales destaca que el bienestar de otras personas depende de ello. Estoy decidida a seguir adelante, sin importar las dificultades que eso acarree.
–Muy bien –él apoyó un codo en el reposabrazos del sillón para acomodar la mandíbula en la palma de la mano–. En ese caso, saca el bolígrafo y empecemos por lo que debes saber para empezar.
En la media hora que tardó en llegar el almuerzo, una langosta del Mediterráneo servida fría con salsa de vino, aguacate y rodajas de tomate, con pan recién salido del horno, seguida de una bandeja de fruta y queso, ella escribió con celeridad, parando de vez en cuando para hacerle una pregunta al tiempo que se esforzaba en el tema que la ocupaba.
Pero a pesar de dichos esfuerzos, su mente no paraba de desviarse. Las preguntas que le hacía no eran las que más deseaba formularle.
Saber si tendría que arrancar todas las vides plantadas y empezar de cero, qué variedades debería cultivar, cuánto le costaría y cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera esperar recuperar las pérdidas y obtener beneficios, no parecía tan fascinante como que le contara de quién había heredado esos extraordinarios ojos, dónde había aprendido a hablar tan bien el inglés, los años que tenía o si había alguna mujer especial en su vida.
–Bien, ¿he logrado desanimarte? –inquirió él cuando se sentaron a comer.
–Has hecho que cobrara conciencia de los escollos que de otra manera no habría sido capaz de reconocer –le informó, eligiendo con cuidado las palabras–, pero no, no me has desanimado. En todo caso, estoy más decidida que nunca a devolverle la vida a mi viñedo.
–Cuéntame más acerca de ese tío abuelo tuyo –pidió él–. Por ejemplo, ¿por qué permitió que sus viñedos cayeran en semejante abandono?
–Supongo que porque era demasiado viejo para ocuparse de ellos adecuadamente. Murió con ochenta y cuatro años.
–¿Supones? ¿Es que no manteníais un contacto estrecho?
–No. Ni siquiera conocía su existencia hasta que su abogado se puso en contacto conmigo para comunicarme lo de la propiedad.
–¿No tenía otros parientes? ¿Alguno mejor preparado para rescatar de la ruina su propiedad?
–No lo sé.
–¿Por qué no?
Lo miró frustrada.
–Porque era de la familia de mi padre.
–¿No te importaban tu padre y su familia?
–Apenas lo conocí –respondió–. Murió cuando yo tenía siete años.
Él enarcó una ceja.
–Yo recuerdo a muchos parientes y acontecimientos de cuando tenía esa edad.
–Probablemente porque, a diferencia de la mía, tu familia se mantuvo unida.
–¿Tus padres estaban divorciados?
–Oh, sí, y la guerra entre ellos jamás cesó –recordaba muy bien los comentarios cáusticos de su madre a sus titubeantes peticiones de ir a visitar a su padre o de hablar con él por teléfono–. Yo tenía cuatro años por entonces y mi madre se cercioró de que viviera demasiado lejos de él como para verlo a menudo.
Domenico movió la cabeza con gesto de desaprobación.
–No puedo imaginarme algo así. Cuando un hombre y una mujer han creado un hijo juntos, su bienestar debe anteponerse a cualquier felicidad de los padres.
–En teoría, es una filosofía bonita, pero sospecho que no muy fácil de llevar a la práctica, si la pareja en cuestión encuentra que sus deseos y necesidades se hallan irreconciliablemente opuestos.
–Razón de más para elegir con inteligencia desde el principio, ¿no te parece?
Ella se rió.
–¡Es obvio que no estás casado!
–No –la miró fijamente otra vez–. ¿Y tú?
–No. Pero soy lo bastante realista como para saber que si alguna vez me caso, una alianza no proporciona garantía de que el matrimonio va a ser duradero.
–Yo no llamaría a eso ser realista –la contradijo él–, sino más bien derrotista.
–Eso te convierte en un idealista que carece de contacto con el resto del mundo.
–En absoluto –repuso Domenico–. Mis padres llevan felizmente casados treinta y nueve años, igual que lo estuvieron mis abuelos durante casi medio siglo. Y tengo cuatro hermanas, todas con un matrimonio feliz.
–Pero tú sigues soltero.
–No porque tenga algo contra el matrimonio. La salud de mi padre no es buena y tomé el timón de la empresa antes de lo que había planeado, lo que me ha mantenido ocupado y me deja poco tiempo para un romance serio. Pero reconoceré a la mujer idónea cuando aparezca y me comprometeré con ella por el resto de mi vida, sin importar las dificultades que podamos encontrar… que serán pocas, te lo aseguro. Me encargaré de eso antes de ponerle un anillo en el dedo.
–Tienes una lista de requisitos que debe cumplir para declararla competente para ser tu esposa, ¿verdad?
–Por supuesto –convino él como si fuera lo más natural del mundo–. La felicidad, como la compatibilidad sexual y la atracción física, irán en segundo lugar a la idoneidad.
–Haces que suene como si creyeras en los matrimonios pactados.
–No descreo de ellos.
–Entonces, siento pena por la mujer que se convierta en tu esposa.
Fue el turno de él de reír.
–Siente pena por ti, signorina –declaró, dejando la servilleta sobre la mesa–. Eres tú quien está dispuesta a vender su alma por una causa perdida.
–Todo lo contrario. Estoy haciendo exactamente lo que afirmas que harías tú cuando tomes una esposa. Me ciño a mi decisión, sin importar las dificultades a las que me enfrento. La única diferencia es que yo voy a tomar un viñedo en vez de un marido.
La observó en silencio largo rato, hasta que al final dijo:
–Bien, como te niegas a permitir que te disuada, supongo que he de hacer todo lo que pueda para ayudarte.
–Creo que ya lo has hecho –indicó el cuaderno de notas–. Me has dado unos consejos y pautas muy valiosos.
–La teoría está muy bien, pero bajo ningún concepto reemplaza a la experiencia. Por lo tanto, tengo una propuesta que quizá te resulte interesante. Primero, iré tan lejos como para decir que no puedes permitirte el lujo de rechazarla. Te tomaré como aprendiz a corto plazo durante tu estancia aquí… digamos de ocho de la mañana a dos del mediodía. Significará que pasarás gran parte del día trabajando en vez de disfrutar de las actividades turísticas habituales, pero si tienes tanto tesón como afirmas poseer…
–¡Oh, sí! –exclamó, entusiasmada por la oferta y la posibilidad de pasar más tiempo con él.
–Entonces, esto es lo que sugiero que hagamos.
Procedió a perfilar un curso de instrucción orientado a proporcionarle unos conocimientos básicos.
Desde luego, a ella no se le escapó la extraordinaria generosidad que mostraba hacia una perfecta desconocida, y también notó la pasión con la que hablaba, la de un verdadero profesional de la industria del vino. Se preguntó si como amante sería igual de apasionado.
–¿Hemos terminado por ahora o querrías saber algo más? –preguntó al concluir.
Ella volvió a la realidad.
–No, gracias –agitada, guardó el cuaderno de notas en el bolso y se levantó de la mesa. Un vistazo a su reloj le indicó que casi eran las cuatro de la tarde–. ¡Santo cielo, mira la hora! No tenía ni idea de que se hubiera hecho tan tarde, mis disculpas. Me temo que he abusado de tu generosidad.
–En absoluto –repuso Domenico, poniéndose también de pie.
Ella era alta, pero él sobrepasaba con facilidad el metro ochenta. Fibroso y duro, estrecho en todas las partes correctas y ancho y poderoso donde así debía serlo. Un cuerpo de ensueño.
Al escoltarla de vuelta al jeep, le preguntó:
–¿Tienes otros planes para el resto del día?
–Nada específico. Llegamos ayer y aún nos estamos orientando, pero debería regresar al hotel.
–¿No has venido sola a Cerdeña?
–No.
–Entonces, soy yo quien debe disculparse por monopolizar tanto tu tiempo –cerró la puerta de su lado y luego fue a sentarse al volante–. Mañana comienza la vendimia, lo que significa que estaremos todo el día en los campos. Ponte un calzado más fuerte y elige ropa que te proteja del sol. Tienes una piel muy blanca.
¿Blanca? A su lado se sentía incolora. Insignificante. Pero que se hubiera fijado en eso la habría hecho feliz si no hubiera concluido con:
–En especial, asegúrate de llevar un sombrero. Nadie de los que trabajamos en los viñedos necesita la distracción de que te desmayes por una insolación.
La súbita y obvia impaciencia por deshacerse de ella había aplastado cualquier fantasía romántica con más eficacia que si le hubiera arrojado un cubo de agua helada al rostro.
–Entendido. Ni siquiera sabrás que estoy allí.
–Puedes tener la seguridad de que lo sabré –replicó él con sinceridad–. Te estaré vigilando atentamente. Aprenderás tanto como pueda enseñarte en el breve tiempo del que dispondremos, pero no será a expensas de mi cosecha.
ESO ES todo. ¿Qué piensas? –mirando a Gail, su mejor amiga y compañera de viaje, a quien había encontrado en una tumbona junto a la piscina del hotel, intentó evaluar la reacción que tendría a sus bruscos cambios de planes.
–Que él tiene razón –se aplicó otra capa de protección solar–. Es una oportunidad única y no puedes permitirte el lujo de rechazarla.
–Pero interfiere en nuestras vacaciones.
–No en las mías –repuso Gail de buen humor–. Vinimos a Cerdeña a relajarnos y yo estoy más que contenta de pasar la mitad del día holgazaneando aquí o en la playa. Por si no lo has notado, los dos lugares están atestados de hombres magníficos, algo que sin duda no podrá decirse del viticultor, como se llame.
–Domenico Silvaggio d’Avalos –supo que un solo vistazo a su cara aristocrática y a su cuerpo tonificado, bastaría para que Gail cambiara de parecer acerca de quién había tenido más suerte.
–¡Qué cantidad de sílabas! Bueno, no importa. Lo que cuenta es que al irnos de aquí sepas mucho más sobre cómo llevar un viñedo.
–Sí, desde luego –contestó aunque algo en su tono debió de sonar raro, porque Gail se quitó las gafas y la miró con suspicacia.
–¡Mmmm! ¿Qué es lo que no me estás contando?