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La paradoja y la ironía son protagonistas en este volumen de breves piezas narrativas que diseccionan el contradictorio espíritu humano, tanto en lo privado como en lo colectivo; individuo y sociedad son sometidos a un habilidoso escrutinio del que es imposible salir indemne. Con estilo contundente y exquisito, el autor nos solaza a la vez que hace meditar: sus personajes y su mundo ficcional, bajo máscaras de hipérbole, metáfora o alegoría, son los nuestros. Sobre nosotros mismos, pues, se regodean sagazmente estos relatos, en que se disuelven lo íntimo y lo político, lo cándido y lo disoluto.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Título:
Ventana
tapiada
con un hueco
Rafael de Águila
© Rafael de Águila, 2019
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2019
ISBN: 9799591023513
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E-Book -Edición-corrección y diagramación: Sandra Rossi Brito /
Dirección artística y diseño interior: Javier Toledo Prendes
Tomado del libro impreso en 2018 - Edición y corrección: Michel Encinosa Fu / Dirección artística y diseño: Alfredo Montoto Sánchez / Fotografía de cubierta: El bloqueo, Ariel Arias Jiménez / Diagramación: Yuliett Marín Vidiaux
Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas
Obispo 302, esquina a Aguiar, Habana Vieja.
La Habana, Cuba.
E-mail:elc@icl.cult.cu
www.letrascubanas.cult.cu
Autor
RAFAEL DE ÁGUILA (La Habana, 1962). A lo largo de su carrera literaria ha sido merecedor de numerosos galardones, entre ellos: Premio Pinos Nuevos de Cuento 1997, Mención de Cuento del Premio Casa de Teatro 2004, Premio Alejo Carpentier de Cuento 2010, Premio La Gaceta de Cuba 2010, Mención 2007 y 2016 en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2017 y Premio Casa de las Américas de Cuento 2018. Sus títulos publicados incluyen Último viaje con Adriana (Letras Cubanas, 1997), Ellos orinan de pie (Letras Cubanas, 2006) y Del otro lado (Letras Cubanas, 2010).
La paradoja y la ironía son protagonistas en este volumen de breves piezas narrativas que diseccionan el contradictorio espíritu humano, tanto en lo privado como en lo colectivo; individuo y sociedad son sometidos a un habilidoso escrutinio del que es imposible salir indemne.
Con estilo contundente y exquisito, el autor nos solaza a la vez que hace meditar: sus personajes y su mundo ficcional, bajo máscaras de hipérbole, metáfora o alegoría, son los nuestros. Sobre nosotros mismos, pues, se regodean sagazmente estos relatos, en que se disuelven lo íntimo y lo político, lo cándido y lo disoluto.
Dedicatoria
A mis padres
A Dane, bebita
A Cristy
Exergos
En los mismos ríos nos bañamos,
y no nos bañamos en los mismos;
y parecidamente somos y no somos.
Heráclito de Efeso
Todo sea dicho como está escrito.
Y todo se cumplirá.
Boris Pasternak
Fundación de la ventana
Para fundar una ventana hará falta el deseo de tener una ventana, de mirar afuera, de comprar persianas relucientes.
Habrá que tener el tesón y el talento de construirla, clavo a clavo.
Después… habrá que andarse con cuidado.
Pudieran llegar las tapias.
Ese es el mayor virus que puede atacar a una ventana.
Y si uno no alcanza a inmunizarla y tapia cae sobre ventana, entonces…
será necesario reunir todo el talento,
todo el tesón,
todos los deseos y…
abrir un hueco.
I LA VENTANA
Avance y fruto
Era difícil, condenadamente difícil avanzar. El medio oponía una resistencia tenaz, como si este avance que ahora ejecutaba junto a otros de su especie no hubiese tenido lugar millones de veces. Era fuerte, trataba de vencer todos los obstáculos mientras a su alrededor morían sus congéneres agotados, exhaustos. Esto, lejos de desanimarlo, le infundía fuerzas, lo hacía ver allá, difusa aún pero cada vez más cercana, la mole rosácea que debía ser su destino final. Al menos uno, uno de ellos, debía llegar y cumplir la tarea. Veía al resto desfallecer cuando en su cuerpo las fuerzas se hallaban aún casi intactas y se lanzaba hacia delante con todo ahínco, sabiendo que muy pronto el medio dejaría de ser adverso para facilitar el camino hacia la región más profunda. Cuando llegaron allí quedaban muy pocos, él entre ellos, con menos fuerzas pero distante de ser vencido, menos ahora que la pared rosácea se levantaba allí, a su alcance, meta final nunca antes vista, pero reconocida por la memoria del ancestro. Allí, junto a la pared, tuvo lugar el combate final, la lucha por obtener el acceso al recinto. Y en el apogeo de la increíble energía desplegada en ese instante, apenas pudo advertir que solo él había llegado, solo él había podido burlar las paredes del lugar; el resto yacía allá, definitivamente derrotado. Pero bastaba él, eso lo sabía bien, uno solo bastaba para esta labor. Seguro de sí mismo fue dejando atrás aquellas paredes y se dirigió hacia el elemento buscado, el complemento intuido, aquello que desde el exterior ya le impelía en su búsqueda y que ahora se lanzaba también a su encuentro, admirando la tenacidad de su avance, para fundirse en un ente superior, que no era ni uno ni otro, sino una mezcla de ambos, bellísimo, que le retribuiría a él todas las angustias del camino ascendente y que un día, nueve meses después, haría el camino inverso.
Mirar a Mónica
Estenoz era un hombre de unos cuarenta y cinco años. No se había casado, pero estaba obsesionado con las piernas de Mónica. Ella vivía en el mismo piso, al final del pasillo. Dos veces al día, al menos, tenía ella que pasar por delante de la puerta de Estenoz. Este la esperaba, el ojo pegado al pequeño visor de la puerta, Mónica salía de mañana entre las siete y siete y diez y llegaba todas las tardes entre las cinco y treinta y las seis. En ocasiones Mónica se demoraba algo en salir, consecuencia de un acicalamiento prolongado, una sesión matinal de ejercicios físicos que la había entusiasmado. Estenoz entonces desesperaba, las manos comenzaban a temblarle y el sudor frío le transitaba la espina dorsal. El ojo, o los ojos, porque otorgaba a cada uno un tiempo, parecían echarse entonces fuera de sus órbitas, atravesar las rejillas del mirador, girar a la derecha y allí, en mitad de aquel pasillo, el ojo espiaba cualquier movimiento en la puerta de Mónica. Por las tardes acaecía lo mismo cuando Mónica, por alguna razón cualquiera —una amiga que la invitara, una visita a la tía o al cine—, se demoraba inusualmente. Cierto que a la tarde la desesperación de Estenoz tomaba caracteres dramáticos. Con expresión de alucinado espiaba tras la puerta, se retorcía los dedos, pensaba en jóvenes extasiados ante el placer contemplativo que proporcionaban aquellas piernas. Porque lo que realmente interesaba a Estenoz eran las piernas. Cuando la muchacha hacía su aparición en el pasillo para él había solo dos piernas en el mundo. Dos piernas pasmosas, delirantes, perfectamente sincronizadas, cuando la izquierda iba hacia delante, la derecha desde atrás se aprestaba al avance; Estenoz podía ver, aunque estuviesen ocultos detrás de la piel de los zapatos, cómo los dedos pierna izquierda se doblaban hacia arriba, pintura rojo brillante en las uñas, mientras que los dedos pierna derecha soportaban el peso de parte del cuerpo, y Estenoz lamentaba la pequeña cicatriz carmelitosa sobre el empeine superior, inmediatamente después del dedo gordo. El resto de Mónica no le interesaba. Solo le importaba la muchacha desde los dedos de ambas piernas hasta algo más allá de la mitad del muslo. Se sabía de memoria aquella piel de vellos finísimos color amarillento, vellos que solo podían advertirse desde muy cerca, mas ya hablamos de la capacidad de eyección de los ojos de Estenoz, ojos que observaban aquella piel desde cuatro o cinco milímetros, advertían los días de mayor o menor abertura de poros, sequedad, manchas de polvo. Dejaban de tener valor las noticias del diario, las epidemias y las hambrunas. Parecía como si todos los diarios del mundo hablasen solo de las piernas de Mónica. No sabía la edad de la mujer, pero había clasificado aquellas piernas entre los veintiuno y los veinticuatro años, y confiaba en su método mucho más que en el carbono-14. Jamás desviaba la vista por encima de la mitad del muslo. Nunca había sentido curiosidad por mirar a la cara. No le interesaba. Para él, las piernas. Muy bien delineadas, aquella coloración pálida, tobillos apenas protuberantes, rótula escueta, indudablemente bella, ejemplo de perfección osteomuscular, combinación irrepetible de tibia, peroné y fémur recubiertos del tejido adiposo exacto, equilibrado, único. En ocasiones se preguntaba si aquellas piernas no podían ser solo obra de un artista famoso en el arte de combinar la cera; pero no, sabía que el arte no puede alcanzar el dominio de semejante equilibrio. A los pocos meses Estenoz deseó algo más que mirar detrás del visor. Ideó fotografiar aquellas piernas. Así, cuando Mónica pasaba delante de su puerta, aprovechaba él que en camino hacia la suya le daba ahora ella la espalda, y salía silenciosamente, salía para apretar el obturador, tres, cuatro veces. Nunca fue descubierto. Lamentaba poseer solo vistas de partes traseras de las piernas de Mónica. Obtener vistas laterales o delanteras resultaba imposible, pese a lo mucho que dedicó a encontrar una posibilidad. Los días que Mónica usaba pantalones Estenoz la maldecía, con furia. En varias ocasiones estuvo muy cerca de echarse fuera y cortar la tela exactamente a mitad de muslo. Pero se contenía. A los seis meses de contemplación Estenoz descubrió que no estaba solo en calidad de admirador. El vecino de enfrente colocaba su ojo también contra el visor al pasar Mónica. Una tarde Estenoz se sintió molesto. Las piernas ese día habían borrado todo récord de belleza anterior. Pero allí estaba el ojo del vecino, el ojo resbalando por aquella piel, patrimonio hasta entonces exclusivo de su fiesta de mirar. Basta con el intruso, pensó. Se lanzó al pasillo y llamó a la puerta. Era un hombre ya viejo, bastante calvo y regordete. ¿Qué desea? Estenoz lo empujó, con fuerza. Usted sabe muy bien qué deseo. Deseo que no mire más esas piernas. Que las deje tranquilas de una vez. El gordo lo miraba, entreabierta la boca. ¡Son mías! ¡Mías!, bramaba Estenoz, el pecho batido por el golpe de sus manos. ¿Usted le mira las piernas?, la voz del gordo resultaba demasiado débil si se tenía en cuanta la corpulencia. Se las miro, sí, son mías, ¿entiende?, mías, para mí, me pertenecen, usted no puede mirarlas. Estenoz se acercó al gordo, prestos los puños, los ojos inyectados en sangre. El gordo retrocedió: cálmese, hombre, yo no le miro las piernas, quédese usted con las piernas, a mí me interesan los pechos, ¿no los ha mirado usted? Estenoz se detuvo: ¿qué pechos? Los de la muchacha, son pechos divinos. Estenoz quedó en silencio unos segundos: ¿usted le mira los senos? El gordo asintió con un movimiento rotundo de cabeza. ¡Jure que nunca le ha mirado las piernas! El gordo lo juró, solemnemente. Estenoz, al fin relajado, le tendió la mano. El gordo correspondió el gesto. Estuvieron hablando por horas, como amigos. Amigos de toda la vida. Al salir, Estenoz palmeó la espalda del gordo: ¿de veras no le gustan las piernas? El otro soltó una carcajada: hombre, usted está ciego si mira abajo y no arriba, ¡qué piernas ni qué piernas! Estenoz se fue a dormir. Al siguiente día, antes de las siete, estaba ya pegado al visor. Mónica salió a las siete y siete minutos, guardó la llave en el bolso y avanzó por el pasillo. Estenoz advirtió que las piernas merecían estar hoy en el Louvre, en el sitio que ocupaba el rostro de Gioconda. Al frente, agazapados detrás del visor, los ojos del vecino volaban hacia la blusa de la muchacha. Estenoz desvió los ojos de las piernas y miró los pechos. No le agradaron. Le causaron repulsión. Puafff, el gordo reventaba de mal gusto. Era un mediocre. Qué estúpido, se dijo, mientras admiraba la parte posterior de las piernas de Mónica, aquella parte que tantas veces había fotografiado mientras la muchacha caminaba de espaldas. Eran muy bellas. El gordo es un salvaje, pensó. Un aberrado.
Cielo rojo, palmeras enanas
Después de trece años de casados, un lunes 12 de abril, el hombre descubrió que su esposa tenía un hueco, profundísimo, en el abdomen, inmediatamente encima del ombligo. Estuvo mirando hacia el fondo pero no alcanzó a divisar final alguno. Ella jamás había notado el agujero, él aseguró no haberlo visto antes. El miércoles el hombre lanzó una sonda de nueve metros que no tocó fondo. Después de muchas adiciones la sonda alcanzó una profundidad de cuarenta y siete metros, sin tocar fondo. El viernes, después de conseguir una escala, el hombre se lanzó a explorar el agujero. Al tiempo que se adentraba en el cuerpo de la mujer aumentaba el calor. Primero una temperatura cálida, agradable, después una asfixia de cincuenta grados, un aire que no llegaba. El hombre desistió a la profundidad de diecinueve metros. ¡Qué profunda eres!, dijo a la esposa, que no cesaba de preguntar, curiosísima. El día 17 el hombre bajó provisto de oxígeno en aqualung. A los sesenta metros comenzó a iluminarlo todo una luz muy brillante, como de una fuente poderosa y oculta. Ante la vista no aparecían límites: ni a derecha, ni a izquierda, ni al frente, ni a las espaldas, ni aún hacia abajo, todo infinito. Un cosmos multigaláctico parecía esconderse dentro del vientre escueto de la esposa. A los ochenta y dos metros la escala se rompió. El hombre estuvo descendiendo a gran velocidad, una caída libre de más de cinco mil pies. No supo cómo quedó con vida. Quizá lo habían protegido las entrañas acolchadas y sedosas de la mujer. Llegó a un fondo arenoso, de temperatura agradable, un cielo todo rojo y palmeras enanas. Ocho meses después llegó otro hombre. Riñeron. Tuvo que matarlo. Para vivir en las entrañas de la mujer solo él. No iba a tolerar la traición. Quería ser feliz.
Una visita
Este es el séptimo edificio donde pregunto; aquí al fin vive una Elena. Sentí alivio, estaba harto de búsqueda. Llamé al apartamento indicado, abrió una mujer madura, de unos cuarenta años. ¿Usted es Elena? Me miró, con cansancio: Elena, te buscan. La casa era solo un balcón, algo que debía utilizarse como cocina y lo que parecían ser dos cuartos. La miseria era total. Elena salió de uno de los cuartos; trigueña, gorda, bastante gruesos los brazos. Precisamente lo que buscaba, pensé. ¿Qué desea? Le tendí la mano, dije mi nombre, dirección y oficio. Expliqué que necesitaba me abofeteara, duro, que me escupiera el rostro. La otra mujer soltó una carcajada. Usted no se ría y usted, Elena, no se asuste, por favor, he vagado por seis edificios, buscando una Elena, una Elena que me ayude en lo que necesito, y necesito ser abofeteado y escupido, no puede usted negarse. La otra mujer se petrificó en el sofá. Para empezar debe amarrar y amordazar a su amiga, no quiero riesgos. Elena se retorcía los dedos. Por favor, hágalo, no voy a causarles daño, lo prometo. Elena buscó una soga, me asombró la firmeza con que aceptó la situación, finalmente la amordazó con un pañuelo. Ahora me abofetea y acabamos de una vez. ¿Cuántas veces? La voz se advertía algo más segura. Dos, tres, las que usted desee. Me golpeó, unas seis veces, creo. Al final quedó agitada, intuí que la palma de la mano le ardía. Gracias, ya estoy mucho mejor, ahora escúpame usted, por favor. ¿También varias veces? Dije que con una bastaba; se excedió, sin embargo, lo hizo unas cinco veces. Me sentí el ser más feliz del universo, ¡qué maravilla de muchacha! Muchas gracias, no puede imaginarse lo agradecido que estoy con usted, ¡permítame! Tomé su mano, la izquierda, la misma con la que me había abofeteado, la piel estaba enrojecida, caliente al tacto. Dejé dos billetes de cien pesos sobre la butaca. No desate a su amiga, al menos no antes de diez minutos, no quiero complicaciones. Asintió, una maravilla esta Elena. Ya en la escalera asomó el rostro desde arriba: Gracias a usted, puede volver cuando quiera, estoy de lunes a viernes, todo el día; sábados y domingos no estoy, ¿va a volver? Grité que sí. La saliva de Elena me corría por el mentón, era caliente, como sus manos. Miré hacia arriba, desde el balcón Elena decía adiós. El lado izquierdo de la cara me ardía pero me sentía feliz.
Los practicantes
De alguna manera Jorge se introducía dentro de Renato. Dos veces por semana se citaban a un apartamento del centro de la ciudad, sitio que alquilaban compartiendo el precio, y allí, los dos solos, se sumergían en la práctica. Jorge se desnudaba, cubría todo su cuerpo con algo muy parecido a grasa para cabello, eso mientras Renato hacía gárgaras. Así pasaban algún tiempo hasta que Renato abría mucho la boca, los músculos del cuello y la cara se distorsionaban del esfuerzo; Jorge introducía primero el brazo derecho, después el izquierdo, más tarde ambos pies, en el mismo orden, entonces tenía lugar un descanso o toma de fuerzas para ambos. En ese lapso Jorge respiraba de manera muy especial, reconcentrado; Renato relajaba el cuello, el abdomen se abultaba, gracias a la expansión del diafragma, las piernas buscaban; abriéndose en ángulo, restablecer el centro de gravedad. Cumplido lo anterior, Jorge introducía lentamente la cabeza, después el tronco. Entonces Renato cerraba la boca, iban relajándose poco a poco sus músculos faciales, las piernas se abrían aún más para mantener el equilibrio, ahora que cargaba dentro de sí todo el peso de Jorge. Tomaba el cronómetro y medía el tiempo, el lapso que alcanzaba a resistir, eso hasta que aparecieran los dolores de espalda, la base de los pulmones presionada por un peso de muchas libras. Era el momento en que bebía el vomitivo del frasco color ámbar, aparecían entonces las náuseas, aquellas contracciones del estómago, se doblaba hacia delante y junto a un aluvión de líquido amarillento y espumoso aparecían los brazos, las piernas, la cabeza y el tronco de Jorge, todo salido exactamente en el mismo orden en el que entrase. Renato tomaba ese color de nieve, el sudor le llenaba el cuerpo; eso mientras Jorge se esforzaba en buscar aire, respirar, la piel del rostro azulada, los ojos inyectados en sangre. Después del restablecimiento se palmeaban la espalda, Jorge inquiría sobre la duración, si constituía récord aullaban de alegría, se abrazaban, eufóricos. Finalmente se aseaban, Jorge tomaba una ducha, Renato se sometía a un minucioso lavado bucal, y más alegres que las veces anteriores salían del apartamento. Jorge viajaba en autobús hacia los suburbios, donde vivía; Renato caminaba tres cuadras, subía a un quinto piso, sacaba una llave algo herrumbrosa, abría una puerta y le decía a una mujer de pelo canoso que trataba de darle de beber a una anciana: puede irse ya, Angélica, estoy de vuelta, y muchas gracias. Mientras la mujer salía, Renato cogía en sus manos la taza: vamos, no llore, mamá, no llore, tómese su leche, ya estoy aquí.
Koch en el bar
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