Verdad amarga - Catherine Spencer - E-Book

Verdad amarga E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

Cuando Lily conoció a su padre descubrió que tenía una nueva familia... una familia de la que formaba parte un arrogante aunque tremendamente guapo hijastro. Sebastian Caine no podía confiar en Lily, pero eso no le impedía desearla... ni intentar seducirla a la menor oportunidad. Era cierto que Lily tenía un secreto que pensaba desvelar, pero antes Sebastian tendría que aprender a confiar en ella...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Kathy Garner

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Verdad amarga, n.º 1239 - diciembre 2015

Título original: Mistress on His Terms

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2001

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7353-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Te estaré esperando junto a la cinta del equipaje —le había dicho Hugo Preston por teléfono la noche anterior—. Me reconocerás porque soy canoso y porque llevaré un ramo de rosas para ti… rosas rojas porque para mí mañana es un día que marcaré en rojo en el calendario. Cuento las horas que me separan de ti, Lily.

Los demás pasajeros ya habían recogido su equipaje y se habían ido. Ella se había quedado allí, sola, con sus dos maletas. Aunque había varios hombres canosos esperando a los pasajeros que llegaban a Toronto desde Vancouver, ninguno llevaba un ramo de rosas ni se había acercado a ella identificándose como su padre biológico.

Lily sacó el mapa que llevaba en el bolso con un sentimiento de decepción y de enfado. ¡Pues sí que tenía ganas de conocer a la hija de cuya existencia siempre había sabido, pero a la que nunca había visto!

Stentonbridge, la pequeña ciudad donde Hugo tenía su residencia, estaba a unos doscientos cuarenta kilómetros al noreste de Toronto. Pensó que, tal vez, debido a las fuertes lluvias, Hugo estuviera tardando más de lo que había calculado.

De repente, pensó en lo peor. ¿Y si el hombre al que había ido a conocer estaba en aquellos momentos en una cuenta cubierto por una sábana?

Apartó aquel pensamiento de su cerebro y guardó el mapa en el bolso. Una tragedia así no se podía repetir. Se dijo que tenía que haber una buena razón para que no estuviera allí esperándola y decidió ir al mostrador de información a ver si había algún mensaje para ella.

La terminal estaba prácticamente desierta. Vio a un hombre alto que se abría paso a través de un grupo de estudiantes como si fuera Moisés dividiendo el Mar Rojo. Siguió buscando el logo de Air Canadá.

Sin embargo, aquel hombre se le puso delante, decidido a entorpecer su búsqueda como si fuera por ella.

—Me está buscando a mí —le dijo acercándose tanto que ella tuvo que retroceder un poco para poder mirarlo a la cara. Cuando lo hizo, se encontró con los ojos azules más duros que jamás había visto.

—¡No, se equivoca! —lo informó dispuesta a pasar de largo a su lado.

—Usted es Lily Talbot —insistió el hombre agarrando el carrito del equipaje. No era una pregunta sino una afirmación hecha con total determinación.

—¿Y usted quién es?

—Sebastian Caine —contestó él como si la sola mención de su nombre debiera hacer que cualquier persona lo reconociera. ¡Menudo ego!

—¡Pues qué bien! —exclamó Lily empujando el carro con decisión—. Suelte el carro, por favor, tengo que ir a llamar por teléfono a ver qué le ha pasado a la persona que tenía que haber venido a recogerme.

—No hace falta —contestó él sin moverse—. Yo la llevaré.

—No, no tengo la costumbre de montarme en el coche de un extraño.

Lily se dio cuenta de que lo que podría ser una pequeña sonrisa se dibujaba en los labios de aquel hombre.

—No me conoce usted lo suficiente como para decir que soy «extraño», señorita Talbot.

—Me da igual que sea usted extraño o no. No pienso montarme en su coche. Estoy esperando al señor Preston.

—Hugo no va a venir.

—¿Por qué? —preguntó asustada.

—Porque lo convencí para que se quedara en casa.

—¿Y siempre hace lo que usted le dice?

—No tan a menudo como debería —contestó Sebastian Caine con desprecio—. Si me hubiera hecho caso, usted no estaría aquí ahora y no estaríamos teniendo esta estúpida conversación. ¡Vale ya con el maldito carro, por amor de Dios! No me voy a fugar con él… ni con usted, por cierto, pero me gustaría salir de aquí antes de la hora punta.

Había llamado a Hugo por su nombre sin que Lily se lo dijera, sabía cómo se llamaba ella, iba bien vestido, llevaba un buen reloj y un buen corte de pelo. Tenía de secuestrador lo que ella… de prostituta. Sin embargo, las apariencias podían engañar, como había aprendido.

—No iré a ningún sitio con usted hasta que haya verificado su identidad con mi padre —contestó.

Él puso mala cara, como si el decir que Hugo era su padre fuera en contra de las normas de la buena sociedad. Con la mandíbula apretada, se sacó un móvil del bolsillo interno de la chaqueta, marcó un código y se lo dio.

—Tenga.

Ella lo aceptó sin saber si debía fiarse de él o no. Al mirar la pantalla, vio que era el número y el nombre de Hugo.

—¿Le importaría darle al botón de marcar y acabar con esto de una vez? —le espetó él—. Es un teléfono, no una bomba. No le va a explotar en las manos.

Hugo contestó al tercer timbre.

—Me alegro mucho de que llames, Lily. Ha habido cambio de planes. Una vieja lesión me está dando guerra, así que Sebastian, mi hijastro, va a ir a buscarte. Mide aproximadamente un metro noventa, es moreno, guapo, por lo que dicen las mujeres, y difícilmente pasa desapercibido.

«Se te ha olvidado decir maleducado, arrogante y condescendiente para que la descripción estuviera completa», pensó Lily.

—Ya nos conocemos —contestó ella mirando a Sebastian Caine con ganas de borrarle de la cara aquella expresión burlona—. De hecho, lo tengo aquí delante. «Lo tengo encima, casi no me deja respirar».

—¡Maravilloso! Pregúntale si os esperamos para cenar.

Lily lo hizo y se sorprendió al ver que él le requería el teléfono y le daba la espalda para hablar. Cualquiera hubiera dicho que estuviera tratando temas de seguridad nacional.

—Hugo, no nos esperéis para cenar. La reunión de hoy terminó más tarde de lo previsto y todavía tengo que hacer una llamada —contestó alto y claro.

Evidentemente, Lily no oyó lo que Hugo le dijo, pero, fuera lo que fuera, hizo que se dibujara otra expresión de desaprobación en el rostro de Sebastian.

—Supongo que sí, si te gustan ese tipo de cosas, pero no veo ningún parecido familiar asombroso. Podría ser cualquiera —contestó finalmente.

¡Lo dijo como si Lily fuera algo asqueroso que hubiera pisado en la acera! Si no hubiera sido porque no tenía ni idea de dónde se encontraba, habría alquilado un coche y le habría dicho que se metiera la idea de llevarla a casa de su padre por donde le cupiera. Sin embargo, tuvo que tragarse el orgullo y acompañarlo hasta el aparcamiento.

—¿Cuánto se tarda a Stentonbridge? —le preguntó prácticamente corriendo tras él.

—Unas tres horas, pero hoy, como hay tráfico por el tiempo, unas cuatro o cinco.

—Siento mucho que mi llegada le ocasione inconvenientes. No me habría importado ir en tren o en autobús.

—No hay ni tren ni autobús desde aquí a Stentonbridge y, si lo hubiera habido, Hugo no la hubiera dejado. Usted es la hija pródiga que vuelve a casa y quiere que se la reciba como es debido.

—Obviamente, usted no comparte su entusiasmo.

Sebastian la miró de reojo.

—¿Por qué lo iba a hacer? Incluso aunque usted fuera quien dice ser…

—No es que yo lo diga —lo interrumpió—. Tengo documentos que así lo demuestran.

—Sí, ya verificaremos que sean verdaderos —dijo abriendo el maletero de un deportivo negro—. ¿Quiere llevar algo dentro? —preguntó metiendo las maletas.

—No.

—Bien. La puerta está abierta, así que entre. Tengo prisa.

—¡No me había dado cuenta! Creía que era que se estaba entrenando para el maratón.

Sebastian enarcó una ceja y la miró de una forma que habría dejado a cualquier otra mujer de piedra.

—No tiente a la suerte, señorita Talbot. Está agotando mi paciencia.

—¿Y eso por qué, Sebastian?

—Por su mera presencia. ¿No le parece suficiente? —contestó moviendo las aletas de la nariz en clara demostración de lo que le parecían semejantes familiaridades.

—No he venido a verlo a usted. En realidad, aunque le pueda parecer mentira, ni siquiera sabía que existiera hasta hace diez minutos.

—Eso me hace pensar en algo muy importante —dijo él cerrando el maletero, acompañándola a su puerta y entrando él por su lado del coche—. ¿Por qué quiere ver a Hugo después de tanto tiempo?

—Porque es mi padre. ¿Quiere una razón mejor?

—Pero, ¿por qué ahora? Si me está diciendo la verdad, ha sido siempre su padre.

—No lo he sabido hasta hace poco.

—A eso voy precisamente, señorita Talbot. Se las ha arreglado usted muy bien durante veintiséis años. Desde luego, no será porque necesite a nadie que vele por usted, y no los une ningún vínculo sentimental. Entonces, ¿cuál es la verdadera razón de que aparezca usted de repente?

—Es algo muy personal y no pienso contárselo a un completo desconocido.

—Hugo y yo no tenemos secretos.

—No parece ser así. A juzgar por su reacción ante mi presencia aquí, no creo que le hubiera contado que tenía una hija.

—Puede que eso fuera porque nunca la echó de menos —contestó Sebastian devolviéndole el golpe—. La hija que tiene y a la que adora le compensó con creces su ausencia.

—¿Tengo una… hermana? —preguntó atónita.

No le desagradaba la idea. Ella era hija única y siempre había querido tener una gran familia, pero ni siquiera había tenido primos, tíos ni abuelos. Solo su madre y el hombre a quien creía su padre.

«No necesitamos a nadie más», solía decirle él. «Nos tenemos los tres».

Habían sido tres hasta hacía diez meses, cuando un día de septiembre un agente de policía había ido a su casa para informarla de que sus padres se encontraban entre las víctimas de un accidente de tráfico acaecido en la autopista de Carolina del Norte.

—Hermanastra —la corrigió Sebastian—. Natalie es hija de Hugo y de mi madre, que es su segunda esposa.

—¿Y usted y yo qué somos? —preguntó Lily intentando introducir una nota de cordialidad en la conversación.

—Absolutamente nada —le contestó fríamente.

—¡Menos mal!

—Desde luego.

Habían salido del aeropuerto y se dirigían, bajo la lluvia, al centro de Toronto. No dudaba de sus dotes de conductor, pero tenía demasiado reciente la imagen de sus padres cuando había ido a reconocer los cadáveres. Aquel hombre cambiaba constantemente de carril para adelantar a vehículos más lentos.

—Si sigue frenando, va a terminar tocando la carretera con el pie —dijo Sebastian pegándose al coche que llevaban delante.

—No me gustaría acabar empotrada en la parte de atrás de ningún camión.

Lo vio medio sonreír.

—¿La pongo nerviosa, señorita Talbot?

Lily cerró los ojos mientras él cambiaba de carril y adelantaba a un camión.

—Sí.

—Entonces es usted más lista de lo que esperaba.

—¿Qué ha querido decir con eso?

—Quiere decir que no me fío ni de usted ni de sus motivos. Quiere decir que pienso vigilar todos y cada uno de sus movimientos. Si se equivoca una sola vez, me tendrá encima.

—Qué miedo. ¡Se me ha acelerado el corazón!

—Hablo en serio.

—Ya lo veo. Lo que no entiendo es por qué le desagrada tanto mi presencia. Le aseguro que no pienso llevarme la plata de la familia ni matar a nadie mientras duerme. Lo que ocurre es que tengo algunas preguntas y Hugo Preston es la única persona que tiene las contestaciones.

—No tenía por qué cruzarse el país para eso. El teléfono se inventó hace mucho tiempo.

—Me apetece conocer a mi padre en persona.

—¡Seguro!

—Denúncieme —lo retó encogiéndose de hombros.

—Si me da la más mínima razón, lo haré.

—Siento mucho decepcionarlo porque no tengo segundas intenciones al venir aquí.

—No hay nada de extraño en que alguien quiera conocer a su padre biológico —contestó él con la mandíbula apretada. Dicho lo cual, miró por el retrovisor, pisó el acelerador y adelantó a una limusina. Lily sintió gotas de sudor que le resbalaban por la espalda.

—¿Cuántos accidentes de tráfico ha tenido usted? —preguntó secándose el sudor de las palmas de las manos en la tapicería.

—Ninguno, pero siempre hay una primera vez para todo —le contestó, mirándola de reojo, divertido.

—Bueno, si no le importa, preferiría no acompañarlo en ese momento.

—Lo que usted prefiera, a mí me da igual, señorita Talbot; pero no tenga miedo, no me juego la vida.

Habían entrado en una calle de casas elegantes. Sebastian frenó y aparcó en un sitio minúsculo con asombrosa rapidez. Se acercó tanto a ella para sacar de detrás de su asiento un maletín que Lily percibió su loción para después del afeitado.

—Espéreme aquí. No tardaré.

Lily lo vio cruzar la calle y dirigirse a una casa. Antes de que pudiera llamar, una mujer abrió la puerta. A juzgar por su sonrisa y el abrazo que le dio, se alegraba mucho de verlo. Estaba embarazada. Sebastian le pasó el brazo por los hombros y ambos entraron en la casa.

Pasaron diez, veinte minutos. Los nubarrones cada vez amenazaban más lluvia. En ese momento, vio que una de las ventanas de la casa se iluminaba.

—Fenomenal. Me deja aquí helándome y él se va a ver a su amante. No me extraña que le dijera a Hugo que no nos esperaran para cenar.

Palpó a ver si encontraba algo en el suelo del asiento de atrás para pasar el rato. Un periódico o algo así. Lo único que encontró fue el pasaporte de Sebastian.

Fue como un imán y, antes de poder reaccionar, lo estaba abriendo.

A diferencia de la foto que ella llevaba en su pasaporte, que la hacía parecer una delincuente, la de Sebastian Andrew Caine parecía hecha por un fotógrafo profesional.

Tenía pómulos sobresalientes, pelo negro, unas pestañas que harían palidecer de envidia a cualquier mujer y un hoyito irresistible en la barbilla. Ya se había dado cuenta de que medía más de uno noventa y seguramente su sastre estaría encantado de hacer trajes para un cuerpo tan perfecto y proporcionado.

¡Una pena que no hubiera estado en la fila cuando Dios había repartido simpatía!

Era ciudadano canadiense, pero había nacido en Harrisburg, Pensilvania, el 23 de abril de hacía treinta y cuatro años. Viajaba mucho y a lugares más bien exóticos. Turquía, Rusia, Lejano Oriente, Marruecos y Grecia.

El viaje más reciente había sido a El Cairo y el más lejano a Rarotonga. Había estado dos veces en Río de Janeiro en los últimos tres años y en Bahía, cuatro veces. Entre todos aquellos viajes y las visitas a su amada, se preguntó de dónde sacaría el tiempo para trabajar.

Molesta por que la hiciera esperar, Lily cerró el pasaporte y, al mirar hacia la casa, se encontró con Sebastian, quien, a pesar de la lluvia, estaba junto a la ventanilla mirándola.

Al darse cuenta de que la había pillado, se puso roja como un tomate de pies a cabeza. No podía hablar ni parpadear. Se quedó petrificada, rezando para que fuera una alucinación.

—Estaba en el suelo —intentó justificarse, aunque sabía que no había excusa, cuando él subió al coche.

Sebastian no contestó. No hacía falta.

—Lo recogí porque el pasaporte no es algo que se pueda dejar por ahí tirado.

Sebastian se arrellanó en el asiento sin decir nada.

Lily se dio cuenta de que lo estaba empeorando y decidió callarse. Sin embargo, el silencio de Sebastian la estaba exasperando.

—Se le podría haber caído en la calle y no se habría dado cuenta, y luego ya sabe la lata que es volvérselo a hacer. Además, si hay que salir de repente de viaje o si acaba en manos de alguien sin escrúpulos que… que…

—¿Ha terminado ya?

Lily bajó la cabeza y se dio cuenta de que todavía tenía el pasaporte en la mano.

—Sí —contestó dejándoselo en el regazo.

—¡Gracias a Dios!

Sebastian tiró el pasaporte por encima del hombro y arrancó. Era plena hora punta y decidió no hablar más para dejar que se concentrara en el tráfico, pero, cuando ya habían salido de la ciudad, Lily decidió hablar.

—Me temo que no hemos empezado con muy buen pie y quiero pedirle perdón por lo que me toca.

Él se encogió de hombros.

—Normalmente, no suelo cotillear las cosas de los demás, pero, como tardaba un poco, estaba buscando algo para leer.

—Entonces, me tendré que dar por satisfecho de que solo fuera mi pasaporte, porque llevo unos cuantos documentos legales ahí atrás. Cuando hubiera acabado de leerlos, podría haberme chantajeado por romper la confidencialidad cliente—abogado.

—No sabía que fuera abogado.

—Ni yo que usted fuera una metomentodo, así que estamos iguales.

Lily lo observó. Era realmente guapo.

—¿Por qué está tan decidido a odiarme, Sebastian?

—No siento nada por usted, ni en un sentido ni en otro, señorita Talbot. Ya le he dicho que es usted un incordio, pero habré acabado con ello en el momento en el que la deposite en casa de Hugo. Eso, siempre y cuando no le haga daño a él ni a nadie que me importe.

—Obviamente, usted piensa que es eso a lo que he venido.

—Vamos a dejarlo en que, según mi experiencia, la manzana raras veces cae lejos del árbol.

Lily lo miró atónita.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Eso quiere decir que, si se parece usted en algo a su madre… —se interrumpió como si hubiera hablado demasiado.

—¿Qué sabe usted de mi madre?

—Más de lo que me gustaría.

—¿Por lo que le ha contado Hugo?

—Hugo no tuvo contacto con ella en más de veintiséis años.

—¡Exacto! Así que sus opiniones no son de fiar.

—Por una vez, estamos de acuerdo —contestó tomando una salida de la carretera que llevaba a un restaurante—. Le propongo que comamos algo. Stentonbridge está todavía a más de dos horas.

Por una parte, quería decirle que le interesaba más que le aclarara el tema referente a su madre, pero se dijo que no sería inteligente hacerlo. Había ido en busca de respuestas, pero no las quería de él. Aunque él no quisiera admitirlo, se veía que estaba cargado de odio y Lily no quería que estallara en una carretera oscura en mitad de la nada.

Había esperado mucho tiempo para saber la verdad, así que podría esperar un par de horas más.

 

 

Mientras la observaba leer la carta, Sebastian pensó que Lily no era lo que se había esperado. Desde luego, no era la mujer vulgar, interesada solo en el dinero, que se había imaginado. Había creído que se iba a encontrar con una mujer resultona, de escote provocativo, pelo cardado, uñas de porcelana y demasiada bisutería. Lily Talbot no era así.

La verdad era que era guapa. Tenía pies delgados y elegantes, manos delicadas, uñas bien arregladas y pintadas en un tono claro. Tenía rasgos pequeños y regulares, casi patricios. Pelo castaño oscuro, ojos grandes y alegres y una sonrisa de la que hacía gala a menudo con unos labios carnosos y suaves.

Aparte del reloj, lo único que llevaba eran unos pequeños pendientes de oro. Vestía una falda vaquera azul por debajo de la rodilla, una camisa blanca sin mangas con escote en pico y sandalias. Sebastian no había podido evitar darse cuenta de que tenía unas piernas largas y bien modeladas. Estaba ligeramente bronceada y llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa.

Supo que a Hugo lo iba a encantar, que la iba a aceptar inmediatamente y que no se iba a preguntar por qué Lily había querido conocerlo de repente. Sin embargo, el hecho era que la traición de su madre hacía un cuarto de siglo había estado a punto de costarle la vida y él, Sebastian, se había propuesto que la hija no terminara la labor de la madre.

Sin darse cuenta de que la estaba observando, Lily tamborileó con una uña en uno de los dientes y siguió leyendo la carta. Tenía unos dientes muy bonitos y una sonrisa muy bonita.

—Ya está bien. Hemos venido aquí a cenar, no a pasar la noche —le ladró—. Decídase de una vez.

—Me gusta mirar las cartas —contestó con reproche en aquellos grandes ojos marrones.

—Pues debe de leer muy despacio porque a mí ya me habría dado tiempo de memorizarla.

—Bueno, pues yo no soy como usted.

Claro que no. Ella era toda femineidad y el hecho de no poder apartar la vista de su cuerpo lo estaba molestando en exceso.

—Por si no se ha dado cuenta, Hugo lleva mucho tiempo esperando para conocerla, así que prefiero llegar cuanto antes.

Lily cerró la carta y la dejó sobre la mesa.

—Unas patatas grandes y un batido de vainilla.

—¿Todo este tiempo para pedir unas patatas y un batido?

—Con ketchup.

—Si solo quería eso, podríamos haber parado en un establecimiento de comida rápida.

Lily agarró el bolso y se dispuso a levantarse.

—Pues vamos.

—¡No se mueva! —le ordenó más alto de lo que era su intención.

—¿Te está molestando tu novio, preciosa? —preguntó la camarera que se acercó inmediatamente.

Lily Talbot se puso a reír.

—¡No es mi novio!

—¡Y no le estoy haciendo nada!

La camarera lo miró con severidad.

—Más le vale —dijo sacando la libreta—. ¿Qué va a ser?

Sebastian pidió lo que quería Lily y, para él, un emparedado de carne y un café.

—Creía que las mujeres como usted se alimentaban de ensaladas —le dijo mientras esperaban.

—¿Las mujeres como yo?

—Sí, menores de treinta años y locas por las modas, por muy estrafalarias que sean.

—No sabe mucho de mujeres, ¿verdad?

«Lo suficiente como para saber que no me dejas concentrarme», pensó.

Lily se echó hacia delante y Sebastian no pudo evitar fijarse en la curva que formaban sus pechos bajo la blusa. Se preguntó si llevaría sujetador. ¡Maldición!

—Las mujeres de verdad no son esclavas de la moda, Sebastian —le explicó como si estuviera hablando a un tonto—. Tenemos reglas propias.

—¿Qué ocurre si esas reglas no coinciden con las de los hombres?