Verdades penúltimas - Javier Gomá - E-Book

Verdades penúltimas E-Book

Javier Gomá

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Beschreibung

Una conversación extraordinaria entre dos amigos liberales —augusto y polichinela del debate público español— que reflexionan juntos sobre el estado del mundo hoy. La inevitable imperfección del mundo, el malestar generalizado, la indignación, la crisis de la democracia, la teoría de la conspiración y la teoría de la chapuza, la importancia de la dignidad del individuo, la difícil gestión del fastidio de existir… Javier Gomá y Pedro Vallín, dos personas de tan diferentes formación y ocupación, que se desempeñan en dos ámbitos de la escritura tan distantes y que manejan estilos de comunicación pública tan dispares, decidieron un día mantener una serie de charlas sobre las aristas del presente. Verdades penúltimas es la literaturización de sus encuentros reales, la comedia ligera de una conversación escrita a cuatro manos en la terraza de un bar, desayunando en un Café o tomando unas cervezas en un elegante salón. Las cinco partes de este breve volumen resumen su mirada, proyectada desde ámbitos muy distintos de la experiencia del mundo, pero convergente, sobre un tiempo y un estado de las cosas claramente percibidos como peores de lo que son. La crítica ha dicho... «Detrás de la coartada de dandismo liberal y remilgado, de los diálogos de Javier y Pedro puede juzgarse, en realidad, lo mejor y más luminoso que se puede decir de alguien: que desean lo mejor para el mundo». Elizabeth Duval «Una conversación infinita en la que cada página te hace pensar y una necesaria fuente de realidad para espantar el miedo». Jorge Dioni López «Una conversación ilustrada, lúcida y provocativa que ayuda a reconciliarte con el pensamiento liberal, que huye de los dogmas y el sectarismo. Aprietas los puños a cada frase queriendo interrumpirlos para participar de la charla». Antonio Maestre «Mientras la conversación pública se transforma en un mal cuento de buenos y malos, Javier Gomá y Pedro Vallín se han refugiado en la patria del café ilustrado para mantener diálogos ejemplares y optimistas sobre el presente de la democracia liberal. Mucho relativismo sano y más impureza que azúcar para soportar a los cafeteros antisistema que cuentan cuentos para no pensar la política». Jordi Amat «Algo más que un manual, una suculenta delicia: alegre y cercana, emocionante y lúcida, fruto de la buena vida, la amistad y la inteligencia». Víctor Guillot «Javier Gomá y Pedro Vallín ponen brillantemente en valor dos potencias hoy descuidadas: la conversación y la inteligencia real. La primera, extraviada en la cacofonía del mucho hablar sin escuchar; la segunda, sepultada bajo la avalancha de la inteligencia artificial. El resultado de su encuentro es tonificante y reparador». Iñaki Gabilondo «Fascinada con esta conversación entre dos provocadores natos. Vallín y Gomá, tan opuestos entre sí, se juntan para demostrarnos que gracias a la democracia liberal vivimos el mejor momento de nuestra historia como sociedad. Y que, a pesar del malestar latente, tenemos razones para el optimismo que ambos defienden con vehemencia cerveza y aperitivo en mano en elegantes cafeterías testigos». Ana Pastor

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VERDADES PENÚLTIMAS

 

 

 

 

 

© del texto: Javier Gomá y Pedro Vallín, 2024

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: abril de 2024

ISBN: 978-84-19558-77-0

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Javier Gomá y Pedro Vallín

VERDADES PENÚLTIMAS

 

 

 

 

 

 

SUMARIO

INTRODUCCIÓN

I. EL MUNDO MENOS IMPERFECTO DE LA HISTORIA.(Terraza del restaurante St James, Juan Bravo, 26)

II. UNA FRAGILIDAD INVENCIBLE.(Club Matador, Jorge Juan, 5)

III. EL DESCONTENTO EN LA DEMOCRACIA.(Café Comercial, Glorieta de Bilbao, 7)

IV. EL PERFIL DE LA GENTE.(Gran Café Santander, plaza de Santa Bárbara, 4)

V. LA BUENA SUERTE.(Café de la March, Castelló, 77)

APÉNDICE: LECTURAS CONSTITUYENTES

 

 

«Solo las personas superficiales desconocen la importancia de las apariencias».

OSCAR WILDE

INTRODUCCIÓN

Javier Gomá y yo nos conocimos hace una década de la forma más prosaica y apropiada, dadas nuestras ocupaciones respectivas, la filosofía y el periodismo: en una entrevista. Él publicaba Necesario pero imposible, libro cuarto de la Tetralogía de la Ejemplaridad, y yo oficiaba de periodista cultural en Madrid para La Vanguardia. Por aquel entonces había tomado por costumbre no preparar las entrevistas, rara vez llevaba apuntes o preguntas en el cuaderno porque era muy común que el aviso para hacerlas me llegara con apenas uno o dos días de margen, de modo que dedicaba a leer todas las horas previas al encuentro. Solía sentarme ante el escritor con la letra fresca y mil ideas bullendo en la cabeza y a poco que el libro tuviera el mínimo interés, las preguntas salían solas. Dispongo de una inhabitual capacidad para el entusiasmo y, llegado el caso de un proyecto fallido, también de una notable magnanimidad para hacer las preguntas sobre lo que el libro debió haber sido y quiso ser, y no sobre lo que resultó ser. Necesario pero imposible —yo entonces no había leído Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo ni Ejemplaridad pública, sus predecesores—, estaba muy lejos de ser un proyecto fallido, de hecho, era un libro impresionante e insólito, un regreso de una filosofía de las grandes cuestiones pero sin la solemnidad, la fatuidad y el hermetismo académicos que lastra las mejores mentes. Era un volumen lleno de hallazgos de una inteligencia deslumbrante dispuestos sobre las páginas con un estilo tan preciso como hermoso. Como lector, la inteligencia me embriaga pero la belleza me rinde.

El tipo que me encontré en su despacho de la Fundación Juan March, responsable de aquellas páginas asombrosas, resultó ajustarse físicamente a la condición de gentleman británico —un atributo no infrecuente en los naturales de Bilbao— pero más jovial que flemático. Tan inteligente y locuaz como sus líneas, lo cual tampoco es norma. Javier Gomá es un extraordinario conversador, espléndido incluso ante las preguntas más peregrinas. A menudo, ante los grandes libros o las grandes películas, los periodistas descubrimos que quien está detrás ha dado lo mejor de sí en la empresa y su conversación no puede rendir a tal altura. Me he topado pocas excepciones, por eso siempre me asalta el recuerdo de los cineastas españoles Paula Ortiz y Nacho Vigalondo, porque hay inteligencias que producen vértigo, y esa ingravidez que empuja el estómago contra los pulmones haciendo flotar el intestino no se olvida fácilmente.

Aquella primera entrevista con Gomá fue así y, fruto de mi enardecimiento, se convirtió en una charla donde el interés periodístico quedó desplazado por la curiosidad mundana. De ahí que se alargara más de lo aconsejable si, como es el caso, luego tienes que transcribir la grabación y no eres un mecanógrafo especialmente raudo. La fluidez en la conversación y la mutua simpatía se consolidaron en posteriores entrevistas y mi filiación gomista no hizo sino afianzarse con cada artículo que Javier publicaba y con cada uno de nuestros encuentros alrededor de sus libros, que acabaron convirtiéndose en una costumbre con la que sancionar los semestres. Los periodistas sabemos que no es fácil ni aconsejable frecuentar la amistad de tus ídolos porque descansa sobre un cimiento asimétrico y a menudo esa jerarquía que construye la devoción sincera se convierte, como toda desigualdad, en un lastre difícil de gestionar. Descubrir que había una cierta reciprocidad en el mutuo interés no solo fue un hallazgo venturoso sino un orgullo para el que suscribe, poco dado a las cortesías de falsa modestia, que uno siempre ha considerado —cuando no es natural sino educada— como el vicio pasivo-agresivo de quienes necesitan negociar tablas con el mundo alrededor.

Parte de los pronunciamientos de Javier se convirtió en recurso habitual en mis propios textos y, como nos ocurre ante la verdadera clarividencia, citar a Gomá —junto a un pequeño grupo de habituales como Richard Ford, Dioni López, Manuel Portela, David Remartínez y Jaime Miquel— se volvió para mí una estación de paso obligada para construir discurso sobre los asuntos más variopintos.

Cuando abordé con Álvaro y Joaquín Palau, editores de este volumen, la posibilidad de que Gomá, sin abandonar su longeva lealtad a sus editores habituales, nos iluminara con un breve tratado sobre el momento de la democracia, sobre la escasa ejemplaridad de los nuevos iconos políticos, sobre su ufana maldad y su incompetencia presuntuosa —pensaba y pienso en Donald Trump, Jair Bolsonaro, Nigel Farage, Isabel Díaz Ayuso o, de forma más reciente, Javier Milei—, el interpelado propuso hacer el libro conmigo. Entendí que, dada la naturalidad y prodigalidad con la que han discurrido siempre nuestras entrevistas, repetirlas con paso largo era el mecanismo más sencillo y eficiente para iluminar con las ideas del mejor filósofo de su generación el momento político que atraviesa un Occidente abismado al mausoleo de anteriores ruinas. Pero para mi rubor y júbilo, Javier no quería que lo entrevistara sino que mantuviésemos una charla, un tête à tête como los que tejemos cuando es la holganza y no el interés lo que nos convoca y nos robamos la palabra en el frenesí de las ideas. Uno, que se quiere bien, suele recibir los ascensos y galones con patente contento y sin dejar que el síndrome del impostor amargue la fiesta. Bien pensado, había algo profundamente divertido y estimulante en la idea de que dos personas de tan diferentes formación y ocupación, que se desempeñan en dos ámbitos de la escritura tan distantes y que manejan estilos de comunicación pública tan dispares, discutieran sobre las aristas del presente. La coartada para frecuentarnos más y alargar nuestra conversación sobre el mundo, que ha ido desplegándose taciturna durante la última década, era un obsequio añadido.

El asunto lo merece. En el fondo era mi propia curiosidad sobre el parecer de Javier lo que pretendía satisfacer a lo largo de la charla. El fenómeno que me causa confusión es cómo se han torcido hasta tal punto las percepciones sobre la virtud pública y la ejemplaridad para que comportamientos que hace muy pocos años a buen seguro le costarían la carrera política a su autor hoy fueran factor de apoyo popular. Señalar que el fascismo es el lado bueno de la historia, admitir que se ha mentido a la población, amenazar con disparar contra la ciudadanía o que trasciendan comportamientos indecorosos, cuando no de violencia sexual, no solo no son conductas hoy merecedoras de reproche social en la competición electoral sino que, bien al contrario, han sido celebradas por buena parte de los votantes. Con los particularismos obvios, el fenómeno es de alcance global, así que necesariamente ha de haber corrientes de fondo comunes que expliquen esta vertiginosa ola en mar abierto que amenaza la flotabilidad de las democracias de medio mundo.

El resultado de nuestra charla debería medir las causas, profundidad y consecuencias del malestar de la democracia, y así se habría titulado este volumen de no ser por que ya había un libro anterior con ese título (paradójicamente, de un momento en que ese mal cuerpo aún no había dado señales de alarma tan patentes como las que hoy vemos por doquier) y porque en los últimos meses se habían llenado las mesas de novedades de las librerías de una colección de malestares que amenazaban con arruinar la digestión de los eventuales compradores. Vivarachos bien informados como somos ambos, la conversación resultante, informal y sin pretensiones de exhaustividad o cátedra, pretendía no orillar ninguno de los síntomas de ansiedad del presente, pero no con el propósito de ganar el prestigio y el oropel de tantos pájaros de mal agüero sino, bien al contrario, tratando de explicar y explicarnos por qué ninguno de nosotros dos, en nuestra militante zalamería intelectual —hace tiempo que atribuyo nuestro mutuo aprecio a que ambos cultivamos una sana y muy poco habitual combinación de vanidad y distancia irónica sobre nosotros mismos—, ninguno, digo, hemos perdido el buen ánimo en un periodo a priori tan desconcertante y lleno de zozobra. Apenas superada la pandemia, dos guerras se desencadenaron a las puertas de nuestro civilizado rincón del mundo mientras compartíamos los vermús, cañas y pitanzas que animan este libro, a pesar de lo cual nos propusimos llegar al final sin entregar un rebaño de lamentos. En parte, también porque en esa dialéctica entre lo que ocurría y lo que hacíamos, entre la guerra y la cháchara, se contiene un provisorio lenitivo para la desazón humana que evita el tentador atajo del cinismo. Si en términos estrictos una nación solo es un cuento —una narración ejemplar—, un país es una conversación infinita.

Las cinco partes de este breve volumen resumen nuestra mirada, proyectada desde ámbitos muy distintos de la experiencia del mundo, pero convergente, sobre un tiempo y un estado de las cosas claramente percibidos como peores de lo que son. No por error del común sino por motivos profundos, que esbozamos, relacionados precisamente con los muchos progresos humanos, un contrasentido que no debe alarmar al lector, porque es la paradoja —a la que hemos consagrado el título de este entremés— el bastidor sobre el que se asientan la mayoría de los asuntos humanos, tan inclinados a la anfibología y tan elusivos de las conclusiones categóricas.

La última prevención que cabe hacer al lector animoso es la militancia literaria que alienta estas páginas: a diferencia de la metodología común de los libros de dos autores, consistente en grabar y transcribir a los participantes mientras discuten, ambos estábamos convencidos de que la literatura —y el ensayo político ha de serlo tanto como el periodismo o la filosofía— no se declama, se escribe. De modo que lo que sigue es una literaturización de nuestros encuentros reales, la comedia ligera de una conversación escrita a cuatro manos que pretende ser amena y en la que nuestro propósito era aventurar algunas certezas provisionales, cuales son las que incorpora la democracia, verdades penúltimas que sostienen nuestra confianza para volver a reunirnos y celebrar el presente.

PEDRO VALLÍN (enero, 2024)

I

EL MUNDO MENOS IMPERFECTO DE LA HISTORIA

Como si habitáramos dos casas a la ribera del mismo río. Me refiero a las dos oficinas donde los dos pasamos mucho tiempo. Pedro trabaja en La Vanguardia, que tiene una delegación en la calle María de Molina casi esquina con Castelló, y en esta misma calle está la sede de la Fundación Juan March, donde yo me gano la vida. Así que ambos nos dejamos deslizar por las aguas del río y quedamos a medio camino de esa calle, una terraza de la calle de Juan Bravo. Llegamos casi a la vez, nos sentamos en una mesa libre, disfrutando de la buena temperatura como dos corresponsales extranjeros que no salen de su asombro de reunirse en esas fechas al aire libre, y pedimos al camarero que nos atiende una caña para cada uno.

Teníamos pendiente organizar el formato de estas conversaciones, pero yo ardía en deseos de conocer la opinión de Pedro, que suele estar muy bien informado, sobre algunos chismes políticos que habían estado aireando esos días medios de comunicación y redes. Alguno le atañía a él mismo, convertido en protagonista. Pero me reprimí porque deseaba darle el pésame en persona por el fallecimiento de su padre durante el verano. Nos llevamos seis años de diferencia, pero los dos hemos tenido la experiencia de la orfandad (la pérdida del padre, no de la madre) con más o menos la misma edad, en torno a los cincuenta. Le pregunté cómo se sentía.

—Raro. Yo siempre me he sentido bien viviendo con cierta ligereza y ahora planea sobre mí una especie de sombra de gravedad.

Nos trajeron las dos cañas y bebimos con sed. Yo padezco una extraña ansiedad con los frutos secos que suelen poner de aperitivo en un cuenco: si me dejaran, los tomaría a puñados. Ni yo mismo me entiendo. Una ansiedad solo se cura con otra superior, así que, para evitar una conducta impropia con los saladitos, pensé llegada la hora de chismorrear un poco. Pero Pedro se me anticipó y me propuso, muy profesional, que hiciéramos una lista con los temas principales que deberíamos abordar durante nuestras conversaciones. Nos enardecimos intercambiando ideas porque nos dimos cuenta de que había materia sobrada para un buen diálogo, el cual se compone de un acuerdo fundamental previo necesario para todo acto de comunicación —lo contrario se denomina técnicamente «diálogo de besugos»— y, al mismo tiempo, el desacuerdo ocasional que enriquece los puntos de vista. Salieron cinco o seis bloques de temas muy incitantes en torno al hilo conductor que guiaría el futuro libro, el malestar en la democracia. Saqué una libreta y los apunté, prometiendo mandarle la lista por correo electrónico. También convinimos un cierto protocolo para nuestras charlas: una vez al mes, como las lunas llenas, y en un lugar como este, siempre que el clima permitiera reunirse a la intemperie a estos dos corresponsales extranjeros dentro de su propio país.

Habíamos hecho los deberes y, en conciencia, me parecía que ya no había excusa para retrasar por más tiempo el pendiente capítulo de maledicencias cuando Pedro, atajando el intento, tras apurar su cerveza y con un poco de espuma sobre el labio superior, me espetó:

—Empieza tú nuestra conversación. Haz el primer comentario.

Algo humillado, tomé la palabra. Y así empezó la primera sesión, devolviendo la pelota:

JAVIER GOMÁ: Muchas veces he defendido la tesis de que vivimos en el mejor momento de la historia universal. Ahora preferiría formular la misma tesis de otra manera: la época actual es imperfecta o muy imperfecta, pero menos que todas las anteriores. ¿Qué opinas tú?

PEDRO VALLÍN: He leído y escuchado a menudo tu defensa del «mejor momento de la historia universal» y estando de acuerdo con ella, acepto tu giro a la prudencia utilizando el concepto de la imperfección. A mí «mejor momento» me gusta porque establece una condición relativa y por eso mismo, siempre perfectible. «Imperfección», en cambio, presupone la existencia de un platónico mundo perfecto, que al menos debería existir en nuestras cabezas, y eso abre la puerta a un cierto idealismo. Conteniendo virtud, el idealismo a menudo es la opción de quienes viven más pendientes del «deber ser» que del «ser» y eso tiende a conducir a la decepción y a la melancolía, antesala del cinismo. Pero por otro lado, me parecen bastante improductivos los debates semánticos, aunque sé que es una de las lides que más gustan a los expertos de cualquier rama del conocimiento. Entiendo que el pensamiento racional exige aclarar primero los conceptos antes de iniciar cualquier debate, pero ocurre muchas veces que la discusión sobre el concepto y su definición atasca cualquier otro progreso del diálogo. Así que, sí, acepto. Vivimos en las sociedades menos imperfectas de las conocidas. Sobre todo, en Occidente, pero no solo. Los indicadores de desarrollo humano de Naciones Unidas (que incluyen variables como calidad y cantidad de la alimentación, acceso al agua potable, a la educación superior, a la sanidad, índices de alfabetización, vivienda...) no dejan de constatarlo, y sus gráficas, incluso ante las grandes crisis, son, en términos históricos, extraordinariamente resilientes en su progresivo crecimiento.

JAVIER: En esa clave, ¿tiene para ti sentido el concepto de persona «antisistema»? ¿Existen los «antisistema»? ¿En qué lugar les deja saber que el sistema que critican y contra el que están es el mejor de la historia?

PEDRO: ¿Estás haciéndome una entrevista para resarcirte de las mías?

JAVIER: No, pero tengo curiosidad. Dame el gusto.

PEDRO: A ver, yo que, según las categorías de Umberto Eco, siempre he sido un integrado y no un apocalíptico, nunca he sentido cercanos los movimientos antisistema, incluso compartiendo parte de su catálogo de denuncias. En cierto sentido, desde un punto de vista progresista, un «antisistema» creo que es, volviendo a lo que te decía, una persona obsesionada con el «deber ser» y que experimenta dificultades para interiorizar el «ser» del mundo. Y por tanto, una persona reaccionaria, etimológicamente, reactiva con la realidad. Un concepto muy importante para entender esto es el de la complejidad, del que Daniel Innerarity ha escrito mucho y bien. Nuestras sociedades, nuestro sistema-mundo si prefieres, son extraordinariamente complejas. Un antisistema abjura de adentrarse en esa complejidad y por tanto, no solo, como dices, impugna un sistema que ha traído más bienestar, libertad, tolerancia y esperanza de vida que cualquier otro, sino que construye en su cabeza un funcionamiento perfecto de las sociedades humanas cuyo fallo catastrófico es que no se hace cargo de la naturaleza humana. Un «antisistema», ya sea marxista o nacionalcatólico, que de todo hay, es en sí mismo reaccionario. El progreso, o la idea de progreso que manejo, rara vez tiene relación con una gran disrupción y a menudo se sustenta en el reformismo. Dicho esto, quiero aclararlo, con la prevención de que la «naturaleza humana» no es una condición inmutable o un a priori innegociable, sino un work in progress que ha arrojado un patente progreso ético de la humanidad. La vida humana, como suele decir Enric Juliana, se ha vuelto muy cara. Incluso si tomamos como referencia un lapso de tiempo tan corto como el de nuestra propia existencia, esa evolución moral es evidente. Baste trazar una comparación del comportamiento de la opinión pública mundial entre las guerras de Vietnam y Ucrania. Nuestra actitud ante el sufrimiento ajeno, ante la guerra, sobre todo si es lejana, es una de las variables más fáciles de evaluar para apreciar esto.

JAVIER: Deduzco de tu comentario que un antisistema es básicamente uno de esos «terribles simplificadores» a los que se refería hace más de un siglo el historiador suizo Jacob Burckhardt. Estoy de acuerdo: los antisistema simplifican el mundo para convertirlo en un cuento de buenos y malos.

PEDRO: Las ideologías de gran relato, las que persiguen un ideal virtuoso de sociedad que funciona solo en el territorio del mito, como son el nacionalismo, el marxismo, el fascismo o el neoliberalismo, rara vez se escapan a esa tentación del cuento moral: hay una sociedad ideal y si no hemos llegado a ella es porque hay unos enemigos de ese ideal que por tanto han de ser sometidos, apartados o eliminados. Es decir, son modelos para toda la sociedad que necesariamente han de prescindir de una parte de ella o someterla. Sobran los malos (los extranjeros, los avariciosos, los diferentes, los vulnerables…). Y por otra parte, esos relatos, como dices, implican una terrible simplificación que no se hace cargo de la complejidad.

JAVIER: El mundo es efectivamente complejo. Aunque, más que complejo, término que se presta a cierta broma precisamente por su simplificación, yo prefiero otra categoría mucho más sesuda y profunda. El concepto es «chapuza»: el mundo tiende a la entropía y es y será consustancialmente chapucero. Este es mi principal argumento contra los conspiracionistas, que ven tramas mundiales por todos lados. El primer conspiracionista fue Marx y su famosa crítica de las ideologías: para él la cultura es una creación de la clase dominante para confirmar y aumentar su dominación sobre el resto.

PEDRO: Me hace gracia que digas eso, porque cuando el periodista Noel Ceballos preparaba su libro sobre la historia de las conspiraciones, El pensamiento conspiranoico, le sugerí que incluyera el marxismo. No lo hizo, con buen criterio: si vas a irritar al movimiento terraplanista y antivacunas, tan poderoso hoy políticamente, no necesitas engordar la nómina de ofendidos.

JAVIER: