Vida de san Pedro - Antonio Marcos García - E-Book

Vida de san Pedro E-Book

Antonio Marcos García

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Beschreibung

Humilde pescador en Galilea, Pedro decide un buen día seguir a Jesús. En el camino no van a faltar las dificultades, las dudas e incluso los sufrimientos, pero Pedro aprenderá a servirse de su capacidad de liderazgo para ponerse al servicio del anuncio del Evangelio. Pero, ¿qué tenía Pedro para que Jesús se fijara en él? A esto intenta responder Antonio Marcos en este libro. Nos presenta la vida del Apóstol de forma sencilla, analizando las circunstancias políticas, sociales y religiosas a lasque Pedro tuvo que enfrentarse en su misión.

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Vida de San Pedro

Antonio Marcos García

© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Béjar, Serafín

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 9788428565332

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

www.sanpablo.es

Versión electrónica

SAN PABLO 2012

(Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected]

[email protected]

ISBN: 9788428532860

Realizado por

Editorial San Pablo España

Departamento Página Web

Introducción

La propuesta de una cristología con Dios en el centro

El 20 de marzo de 2003 comienza la guerra contra Irak. El inicio de la misma está precedido por declaraciones dirigidas a toda la nación tanto de G. W. Bush como de S. Huseim. Es significativo constatar cómo ambos discursos acababan invocando el nombre de Dios; en este caso, el nombre del Dios cristiano y del Dios islámico. Quizá en este hecho pueda ser reconocida una verdadera metáfora de nuestro tiempo, que, lejos de los pronósticos de emancipación del programa ilustrado, se está desvelando, con todas sus posibles ambigüedades, como un comienzo de milenio religioso.

Ahora bien, la Europa hija de la Ilustración mira con recelo tal desenvolvimiento de la historia, constatando en las distintas religiones históricas particulares una peligrosa pretensión de universalidad que ha cobrado especial fuerza después de los acontecimientos del 11S en Nueva York, del 11M en Madrid y del 7J en Londres. Si hasta hace poco los puntos candentes de confrontación entre religión y Estado se situaban principalmente en el campo de la bioética (aborto, células madre, clonación…), ahora se ha producido un desplazamiento al trágico debate sobre el terrorismo internacional. Aquí han encontrado nuevos motivos de fundamentación los acérrimos defensores del laicismo: la religión sólo conduce a la barbarie. Es decir, si el terrorismo se alimenta del fanatismo religioso: ¿no debemos ver la religión como un factor arcaico, mitológico, irracional e intolerante?, ¿no debería obligarse a lo religioso a asumir la tutela de la razón universal?, ¿cuál es el balance que se puede hacer de la presencia de las religiones en la faz de la tierra?, ¿no sería tal vez su supresión el alba de un nuevo comienzo más humanizador? De esta manera, algunos llegan a ontologizar la raíz de la perversión: la religión es una realidad que nos arrastra al oscurantismo y a la barbarie.

No obstante, y por seguir acrecentando las contradicciones y las ambigüedades, sería importante que el laicismo militante nunca olvidara tener cierto cuidado con las nuevas divinizaciones. El tema de la religión es muy complejo y está inserto en lo más profundo de la condición humana. De hecho, cuando se ha intentado programáticamente barrer a Dios del horizonte de sentido del hombre, nuevos ídolos han hecho su aparición en escena. Ídolos divinizados que no son privativos de un solo bando, sino que tienen evidentes expresiones tanto en los movimientos burgueses de derecha como en los revolucionarios de izquierda. El largo siglo ideológico y burgués (1789-1914) ha evidenciado la prometeica tarea de un hombre divinizado que pretendía, sólo con sus manos, construir las más variadas Torres de Babel que pudieran alcanzar los umbrales del cielo. Así, como afirman M. Horkheimer y Th. W. Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, la Ilustración se vuelve totalitaria cuando, desde la dictadura de la idea («lo ideal es lo real y lo real es lo ideal»), violenta a la realidad a doblegarse a sus dictados. Por ello, desde el archipiélago Gulag hasta los campos de exterminio nazi, pasando por la evolución de un feroz capitalismo que reduce instrumentalmente al hombre, «la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura»[1].

O de otro modo, el siglo de las luces ha dado paso a un siglo breve (1914-1991) que ha puesto de manifiesto todas las contradicciones inherentes al proyecto de emancipación ilustrado y que, para muchos, puede ser calificado como el siglo más sanguinario de la historia[2]. Parece que se hace cierta la frase de Goya de que «el sueño de la razón produce monstruos» y, con un trazo excesivamente grueso, también aquí podemos llegar a una pretendida ontologización de la raíz de la perversión: la autodivinización de la razón a la que llevó el proyecto ilustrado ha conducido a la humanidad, en no pocas ocasiones, a demasiados callejones sin salida y ahora sólo tenemos entre las manos un mundo desencantado que habita un nihilismo rastrero.

Por ello, ubicados en los escenarios de la historia, al teólogo le toca la sagrada tarea de pensar a Dios a la altura del tiempo, salvar a Dios de la continua tentación de manipulación por parte del hombre, mostrar cómo la confrontación con el misterio es capaz de producir una humanización que sólo es posible en relación con lo divino. En definitiva, evidenciar cómo la gloria de Dios nunca se alcanza a costa de la gloria del hombre ni viceversa; no, al menos, cuando hablamos del Dios de Jesucristo.

Así pues, al hablar del Dios de Jesucristo, la teología cristiana está posicionándose en su más profundo centro. En efecto, la muerte de la religión, que en gran parte viene determinada por el fanatismo y el fundamentalismo, sólo puede ser evitada, en lenguaje cristiano, con una adecuada articulación del binomio Dios y Jesús. Y esto porque «la pregunta cristológica central del Nuevo Testamento es precisar cuál es la relación de Jesús con Dios»[3]. De esta manera, creemos encontrar el principio formal que unifica la entera reflexión que ahora presentamos y que pretende dar lugar a una cristología teocéntrica. En efecto, el verdadero rostro de Dios sólo puede ser reconocido en Jesús de Nazaret; al mismo tiempo que las profundidades de conciencia de este judío del siglo I sólo se agotan si las relacionamos con Dios de quien vivió y al que sirvió a lo largo de su existencia terrena. Dios en Jesús y Jesús en Dios es la óptica formal que nos ayudará, a lo largo de los distintos capítulos, a evangelizar nuestras imágenes de Dios; conscientes de que la comunidad cristiana tiene que definirse permanentemente ante una alternativa: servir al Dios vivo y verdadero barruntado en el rostro de Jesús o servirse de un Dios fabricado a imagen de nuestros deseos y proyectos, un Dios humano, demasiado humano.        

Capítulo 1

El problema de la cristología contemporánea: el Jesús de la historia y el Cristo de la fe

Para comprender este primer capítulo debemos ubicar el problema en su contexto histórico. La Ilustración, como fue definida por I. Kant, supone el emerger de un tiempo nuevo que se propone liberar al hombre de su incapacidad para pensar por sí mismo. Esto tiene su expresión más evidente en el desarrollo de la filosofía crítica. La historia de la filosofía había puesto de manifiesto la búsqueda y la pregunta por el ser, por el principio último de lo real. Ahora, si bien no se obvia dicha pregunta, se la sitúa en una cuestión previa: ¿está el hombre capacitado para esta empresa?, ¿su sistema intelectivo responde a la pretensión de poder conocer la realidad y sus implicaciones últimas? Se trata de una radicalización de la propuesta cartesiana al poner en duda no sólo aquello que se ha dado comúnmente por cierto a lo largo de la historia del pensamiento, sino la misma pretensión de que el hombre esté suficientemente capacitado incluso para el conocimiento. Así, el criticismo kantiano es una enorme construcción filosófica para detectar la forma de nuestro conocimiento y sus condiciones de posibilidad.

Este punto de arranque nos ayuda a establecer una analogía con el tema que nos interesa. Simplificando mucho, podemos decir que durante prácticamente dieciocho siglos prevaleció en la Iglesia la consideración de los evangelios como reportajes biográficos fidedignos de lo que Jesús enseñó e hizo. Su historicidad estaba fuera de toda duda y el trabajo teológico y exegético consistía en desentrañar su contenido doctrinal. Así, las evidentes aporías de los evangelios eran solucionadas de modo concordista sin atender siquiera a la posibilidad de que hubiera distintas fuentes o tradiciones literarias. El ejemplo más significativo de esta visión historicista es el esfuerzo realizado con los evangelios concordados, donde la vida de Jesús es reconstruida cronológicamente integrando, con una fusión forzada, las peculiaridades de las cuatro narraciones evangélicas.

Sin embargo, el nuevo tiempo reseñado va a significar una forma diversa de aproximación a los relatos evangélicos, partiendo de la actitud crítica antes descrita. Ahora, el protagonista absoluto es el texto escrito y a él, no sólo desde una actitud reverente de respeto a un texto considerado sagrado, se aplicarán todo tipo de cribas y filtros que pretenden establecer la historicidad de lo allí narrado. Así comienza el problema del Jesús histórico y el Cristo de la fe[4]. 

Ahora bien, la reflexión que ofrecemos a continuación tiene la pretensión de reconstruir no sólo el desarrollo de la investigación histórico-crítica, sino, especialmente, los presupuestos hermenéuticos de la misma. De esta manera, queremos poner de manifiesto los prejuicios teoréticos que, respondiendo a posicionamientos filosóficos previos, han marcado el desarrollo de una pretendida investigación objetiva. Por ello, este es un primer gran tema de la cristología donde constatamos, como en un icono de todo el transcurso de la historia del pensamiento moderno y contemporáneo, el progresivo desplazamiento desde la idea de un Dios cristiano hasta la fabricación de dioses de razón que van a determinar el discurso filosófico y teológico. Al mismo tiempo, delinear los trazos que dan identidad a estos dioses será esencial para descubrir cómo la imagen que cada generación tiene de Jesús viene reconfigurada desde estas creaciones. Así, la reconstrucción de esta historia nos ofrece un binomio inseparable que se determina recíprocamente: Dios y Jesús.

1.   Los inicios del problema: H. S. Reimarus

En 1778, G. E. Lessing publica una serie de manuscritos inéditos de su maestro H. S. Reimarus (1694-1768) que él mismo no se había atrevido a publicar en vida. El último de ellos, La intención de Jesús y de sus discípulos, levanta una enorme polvareda y da origen a un problema aún hoy inacabado: la identidad o diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe.

La tesis fundamental de estos escritos establece la diferencia esencial entre la predicación de Jesús y lo que de él enseñaron posteriormente sus apóstoles. Jesús habría tenido en su vida una pretensión mesiánica de carácter político, el centro de su mensaje estaría constituido por la irrupción inminente del reinado de Dios (Mc 1,14-15) sobre el fondo de las expectativas en torno a un libertador de Israel, y su pretensión terrena de ser reconocido como Mesías en Jerusalén explicaría el fracaso que lo llevó a una muerte inevitable. Ahora bien, sus discípulos son los que realizan el fraude de dar un sentido salvífico universal a su muerte en cruz. Para ello, roban su cuerpo y anuncian su resurrección, proclamándolo así maestro espiritual.

No obstante, aunque estas tesis no aguantan hoy la misma crítica que Reimarus aplica por primera vez, en su reflexión se individualizan los principales problemas que tratará la consiguiente investigación crítica. Así lo reconoce W. Kasper:

«De esta forma, el “colosal preludio” (A. Schweitzer) de Reimarus deja percibir ya todos los aspectos de la futura investigación sobre Jesús: la diferencia entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, el carácter escatológico del mensaje de Jesús y el consecuente problema del retraso de la parusía, el motivo del Jesús político y el problema de la espiritualización tardía de su mensaje»[5].

Detrás del planteamiento de Reimarus se dejan ver los rasgos más sobresalientes del universo religioso de la ilustración, especialmente caracterizado por el deísmo. En efecto, Reimarus permanece hombre religioso, pero su fe no tiene ya por objeto al Dios de Jesús. El cristianismo tiene una pretensión que resulta ilógica a la nueva mentalidad ilustrada: la de que el Absoluto se pueda mediar en el tiempo. Además, lo ilógico de esta pretensión, a los ojos ilustrados, queda demostrado por la reciente historia de Europa. Después de los desencuentros entre las distintas confesiones cristianas que acontecen con los cismas del siglo XVI y las guerras de religión, esta pretensión ha evidenciado suficientemente su potencial destructor. A esto se une la lectura interesada de la Edad media como una época tenebrosa al amparo de la tenue luz de la fe, al mismo tiempo que el descubrimiento de América demuestra cómo el cristianismo, lejos de alcanzar implantación universal, tiene que verse confrontado con nuevas tradiciones religiosas particulares hasta entonces desconocidas.

El amanecer de un nuevo tiempo señala el camino a seguir: sobrepasar los particularismos históricos de las distintas religiones para lograr que los hombres se encuentren bajo el amparo común de la colectiva luz de la razón. De hecho, Windelband define la Ilustración como el proceso de la razón contra la historia, y «naturaleza» comienza a ser la palabra mágica desde la que se intenta reconstruir la realidad toda: religión natural, Dios natural (deísmo), culto natural, derecho natural, ley natural, hombre natural, sociedad natural[6]… Desde aquí podemos entender cómo surge el convencimiento de que la era de la fe ha pasado y que los hombres, con la potente luz solar de la razón, pueden construir un futuro en el que nos encontremos a salvo de las arbitrariedades a las que ha conducido la mezcla de particularismo histórico y pretensión universal de las religiones.

La Ilustración, entendida como el salto desde la historia hasta la naturaleza, implica inevitablemente una nueva concepción de «verdad». La filosofía kantiana evidencia el foso que se va dibujando y que distancia inevitablemente la potencia universalizable de la razón con la particularidad de los hechos acontecidos en las coordenadas espacio-temporales. Poco a poco se va estableciendo una nueva percepción de la religión que se mueve sólo en el ámbito de la mera razón, o de otro modo, que busca el consenso en aquello que es común a todos los hombres más allá de revelaciones positivas con pretensión de universalidad. En el fondo, el problema que subyace, como hemos afirmado anteriormente, es el de la posibilidad de que el Absoluto medie en la historia.

G. E. Lessing es el que formaliza para la posteridad esta nueva concepción de verdad en su conocida distinción entre verités de fait y verités de raison. Las primeras, las verdades de hecho, son historizables y constituyen la esencia del cristianismo, sobre todo en la inaudita afirmación de que Dios se ha hecho hombre en un tiempo y lugar concretos. Las segundas, las verdades de razón, engendran evidencia, pueden ser, por tanto, aceptadas por todos los hombres en el ejercicio compartido de la racionalidad. Después de una Europa asolada por las guerras de religión, la nueva recomposición política buscará el consenso en estas últimas que, en caso de necesidad, incluso el Estado puede imponer a los ciudadanos.

Desde aquí se hace comprensible «el terrible foso»[7] que se ha abierto entre hechos particulares y verdades universales, entre fe e historia, entre Iglesia y ciencia, entre el judío Jesús y el personaje confesado como Cristo e Hijo de Dios, del cual habla Lessing, y que, desde una mínima honestidad intelectual, es imposible saltar. Aunque es verdad que no se puede alegar ningún argumento histórico serio en contra de la resurrección de Jesucristo, no se puede pedir el salto desde este hecho histórico hasta toda una cosmovisión metafísica de alcance universal. Ahora entendemos con más nitidez la denuncia que Reimarus hace del fraude de los discípulos de Jesús: universalizar con valor de salvación la muerte del hombre Jesús en cruz.

No obstante, este inicio no supone una evolución homogénea de la problemática del Jesús histórico. El Jesús ilustrado, que ha sido rescatado del revestimiento dogmático de la Iglesia, no será una realidad serenamente poseída, sino que dará lugar a sucesivas investigaciones que irán dando bandazos en un sentido u otro. Junto al Jesús de la ilustración, nos vamos a detener en el Jesús romántico, en el Jesús fideísta y en el Jesús de la teología liberal. Es una forma de profundizar en la historia de la investigación a lo largo del siglo XIX y de comienzos del siglo XX.

En primer lugar, la reacción romántica ante la investigación crítica de los evangelios intenta ofrecer una solución mediada entre el racionalismo ilustrado y el tradicionalismo sobrenaturalista más conservador. D. F. Strauss (1808-1874) en su obra La vida de Jesús críticamente elaborada propone un acercamiento al problema desde la categoría de mito. Las esperanzas mesiánicas judías, amasadas en la personalidad y el destino trágico de Jesús, serían el caldo de cultivo para toda una reelaboración mítica de la figura de Jesús convertida en un arquetipo ideal de humanidad. Strauss no niega que exista un fondo histórico de verdad, incluso reconoce el progresivo avance en la conciencia de Jesús de su carácter mesiánico, pero distingue entre este fondo histórico y todo el revestimiento mítico posterior. O de otro modo, uno sería el personaje histórico y otro la reconstrucción mítica de la comunidad que proyecta en él una imagen ideal de hombre, imagen existente en la razón humana. De ahí que Strauss deba reconocer una diferencia fundamental entre la religión de Cristo y la de la humanidad y así responda de manera negativa a la pregunta sobre si seguimos siendo cristianos. Reproducimos sus palabras:

«Habrá que pensar en una comunidad joven que, entusiasmada con su fundador, tanto más lo honra cuanto más inesperada y trágicamente le ha sido arrebatado, una comunidad llena de nuevas ideas…, que no se las adueña ni las expresa como ideas abstractas o conceptos, sino sólo en forma de fantasías concretas: en tales circunstancias tuvo que surgir lo que surgió, una serie de narraciones sacras, a través de las cuales una gran cantidad de nuevas ideas, unas alimentadas por Jesús, otras más antiguas, le fueron atribuidas como momentos de su vida»[8].

También aquí podemos individuar los presupuestos filosóficos que subyacen a tal postura. El siglo XIX, como respuesta a un racionalismo que tiene el peligro de reducir la verdad integral del hombre, reacciona con el movimiento romántico. El Romanticismo descubre el pasado de los pueblos en sus leyendas y tradiciones y aporta una comprensión de la realidad que el racionalismo había olvidado: las sagas y narraciones populares transmiten un conocimiento de la realidad que hace referencia a experiencias humanas dignas de ser revividas. La constatación de que existe en todo pueblo un espíritu creativo poético que se manifiesta en las fábulas y en las canciones populares empieza a proyectarse en Jesús como resultado espontáneo anónimo de este espíritu de la humanidad. Así, el mito concentra e ilustra la verdad eterna a través de una figura concreta porque el absoluto no se puede encarnar en una persona singular, sino sólo en la historia como totalidad. Sólo ahí se puede encontrar a Dios. O de otra manera, Jesús es esa figura concreta donde la comunidad ha proyectado y depositado los sueños acumulados en la historia del espíritu humano como correspondientes a la verdad más honda del hombre. En este sentido, Jesús es el lugar donde se encuentran los deseos más puros que habitan en el corazón de los hombres, pueblos y culturas de todos los tiempos.

De esta manera, Strauss se presenta aquí como un deudor de F. W. G. Hegel ya que, como hemos afirmado, para el filósofo idealista sólo la historia como totalidad es manifestación del absoluto. En efecto, el proceso de desenvolvimiento de la idea es el generador de la entera historia de la humanidad y en esa historia, como calvario del espíritu absoluto, cada momento particular del proceso se presenta como necesario para la reapropiación en una síntesis final[9]. Esta postura romántica niega la radicación en la historia del acontecimiento Cristo aunque no niega que Jesús existiera en una época concreta. La verdad histórica de Jesús consiste en que todo es un mito donde se proyectan los sueños de la humanidad.

En segundo lugar, queremos poner de manifiesto una reacción conservadora opuesta que tiende al fideísmo y que tendrá una importancia determinante en la teología de R. Bultmann. En 1892, M. Kähler da una conferencia con el significativo título de El pretendido Jesús de la historia y el Cristo real de la Biblia. Ya el título ofrece certeramente la orientación de esta reflexión al distinguir entre un pretendido Jesús histórico y el Cristo real de la Biblia. Comienza esta obra con el interrogante acerca de qué puede ser considerado algo histórico. Así, una persona histórica es una persona influyente para alguien, es decir, el sujeto determinante que produce una serie de efectos e interviene en el curso de las cosas. Para Kähler, desde el punto de vista histórico, se trata de una figura significativa que tiene un valor real en su hacer y que, por tanto, continua perceptible. El efecto determinante de Jesús es la fe de sus discípulos, la convicción de que él ha lavado el pecado y ha vencido a la muerte, expresado en la afirmación «Jesús es el Señor». Jesús es un alguien histórico porque ha conquistado la fe de sus discípulos y esta fe continua siendo profesada. De esta manera, para Kähler, el Cristo real es justamente el Cristo predicado.

Esta visión es interesante porque, según él, lo histórico no es un evento puntual del pasado, sino los efectos que ha tenido este acontecimiento a lo largo de la historia. El evento no puede ser reconocido de modo estático, sino sólo en el efecto que ha tenido. También se puede decir esto de hechos profanos. El paso de un río, cosa bastante anodina, en el caso de César pasando el Rubicón tiene efectos enormes para toda la historia de Roma y de Europa.

Por tanto, no puedo encontrar al verdadero Jesús histórico si no lo considero desde el efecto que ha producido en la historia. Y este efecto es la Iglesia que da testimonio. Así, el Cristo verdadero es el de la Sagrada Escritura donde se contiene el anuncio de la comunidad, es decir, el Cristo de la Iglesia. En consecuencia, Kähler considera inútil toda la investigación histórica y su fe en Jesús se fundamenta a sí misma de manera tendente al fideísmo.

En tercer lugar, otro desenvolvimiento del problema toma cuerpo en la respuesta de la imagen liberal de Jesús. La teología liberal pone el dedo en la llaga al denunciar que la reducción racionalista ilustrada del problema partía más de prejuicios antidogmáticos que de un serio y detallado análisis de los textos. El programa ilustrado tenía su objetivo marcado en el ideal de la emancipación de toda autoridad y aquí la Iglesia, con su pesada historia y su batería de dogmas y creencias, era uno de los principales enemigos a batir. Así pues, el escepticismo histórico y las precomprensiones teóricas son sustituidas por el trabajo directo sobre los evangelios como obras literarias y fuentes históricas documentales.

Ahora, el problema sinóptico alcanza el protagonismo absoluto y, después de las investigaciones de Ch. G. Wilke y Ch. H. Weisse, J. Holtzmann (1832-1910) eleva a axioma la hipótesis de la teoría de las dos fuentes en su obra Los evangelios sinópticos. Su origen y su carácter histórico. Con esta herramienta se confía poder reconstruir con seguridad la vida de Jesús más allá de los ropajes dogmáticos con que fue revestida por la Iglesia primitiva.

Los máximos artífices de esta nueva orientación son F. Schleiermacher y A. Harnack, que, valiéndose de la investigación histórica, no pretenden anular los dogmas eclesiales, sino hacerlos comprensibles al espíritu del tiempo. De esta manera y casi de modo imperceptible, se va produciendo un progresivo desplazamiento desde la ontología de Cristo hasta su psicología. La vida anímica y el vigor de Jesús son una transparencia del amor infinito de Dios y de su religación con el hombre. Lo que en el fondo realizan estos autores es una reducción de la especificidad cristiana y de su escándalo a los límites que imponen los nuevos tiempos. Así, una deshistorización de la vida de Jesús junto a una pretendida desescatologización de su mensaje nos transmiten a un Jesús inofensivo, reducido a maestro de moral y entendido desde una relación intimista entre Dios y el alma. Esta visión toma cuerpo en una obra cumbre de la historia de la teología: La esencia del cristianismo (1901) de Harnack. Así la sintetiza J. J. Bartolomé:

«Jesús sería un maestro de religión y un eximio moralizador, que predicó la paternidad universal de Dios, el amor fraterno como justicia mayor y el valor inalienable de la persona humana; su evangelio, que tenía al Padre como tema y no al Hijo, se separaba netamente del mundo del A. T., cuya exclusión del canon eclesial postulaba; el reino por él anunciado poco tenía que ver con las expectativas de Israel, pues se resolvía en una íntima relación con Dios Padre y la renovación espiritual del creyente»[10].

Los presupuestos de una teología tal encuentran también en el pensamiento hegeliano su clave de comprensión. Una empresa como la del idealismo alemán había llegado a un esclarecimiento total de la dinámica histórica en su continuo hacerse. La filosofía de Hegel es llamada, con razón, filosofía absoluta porque, donde las leyes del desenvolvimiento de la historia se han hecho totalmente claras al entendimiento humano, no cabe ya nada nuevo que esperar. La empresa hegeliana da lugar a una época de euforia ideológica, tanto en el siglo XIX como a comienzos del XX. Así, los más variados paraísos ideológicos, en su versión tanto burguesa como revolucionaria, ponen al alcance de un hombre engrandecido con sus solas fuerzas el futuro de la humanidad. Este optimismo histórico contamina también la reflexión teológica en la consideración de un cristianismo que ha disuelto la paradoja del «ya… pero todavía no» en la serenidad del cumplimiento, creando una sociedad tan satisfecha de sí misma como para alentar esperanzas que la trasciendan[11]. En palabras de A. Harnack:

«Jesús abre la perspectiva sobre un vínculo entre los hombres, que no sea regulado por ordenamientos jurídicos, sino dirigido desde el amor y en el cual el enemigo sea vencido con la mansedumbre. Es un ideal elevado y digno, al cual estamos unidos desde la fundación de nuestra religión, un ideal que debe acompañar todo nuestro desarrollo histórico como el objetivo y la estrella que nos guía. ¿Quién puede decir si la humanidad lo alcanzará alguna vez? Pero nosotros podemos y debemos acercarnos a él y hoy sentimos (distintamente de hace doscientos o trescientos años) un empeño moral en este sentido. Aquellos de nosotros que están dotados de una sensibilidad más aguda y, por tanto, profética no miran ya al reino de la paz y del amor como a una estéril utopía»[12].

2.  Del entusiasmo al escepticismo: R. Bultmann

El breve recorrido realizado por la historia de la investigación crítica acerca del Jesús histórico exige una primera valoración global. Y no somos nosotros quienes vamos a realizarla, sino que seguimos queriendo escuchar a los protagonistas de dicha historia. Más de un siglo de búsqueda del Jesús histórico trascendiendo ropajes dogmáticos, confesionales y literarios va dejando paso a una época que se entiende a sí misma desde un esencial cambio de óptica que manifiesta un escepticismo generalizado. La teoría de las dos fuentes, que partía de la certeza de haber encontrado documentos fidedignos no contaminados, empieza a ser matizada. Será W. Wrede (1859-1906) quien realice una inteligente crítica al poner de manifiesto que el Evangelio de Marcos, al contrario de lo que se postulaba, estaba viciado por presupuestos de fe. La visión teológica de la primitiva comunidad es detectada, sobre todo, en la inclusión del secreto mesiánico, que habría sido elaborado después de pascua y que pondría de manifiesto que la conciencia mesiánica de Jesús no era sino una elaboración de la Iglesia antigua. Así, la predicación del Jesús histórico y la predicación de la comunidad primitiva comienzan a valorarse desde la consideración de un foso insalvable.

El punto de inflexión definitivo en el camino iniciado por Reimarus se alcanza con la publicación en 1906 de la obra de A. Schweitzer (1875-1965) De Reimarus a Wrede. Una historia de la investigación sobre la vida de Jesús. En esta obra se llega a dos conclusiones esenciales. La primera constata que la búsqueda del Jesús histórico ha tenido un prejuicio y posicionamiento teórico al considerar que esta indagación tenía como condición de posibilidad liberar del ropaje dogmático, entendido como una esencial falsificación de la historia. La segunda evidencia que la pretensión de escribir una biografía o vida de Jesús ha tenido como resultado múltiples retratos de Jesús a imagen y semejanza de quien los creó. Este último pensamiento coincide con Kähler, quien afirmaba que «el biógrafo que describe la vida de Jesús es siempre, en cierta manera, un dogmático en el sentido sospechoso de la palabra»[13]. Una excelente síntesis del fracaso de una empresa que partía de prejuicios teoréticos, muchas veces pseudocientíficos y personalistas, la ofrece J. Jeremias:

«Los racionalistas pintan a Jesús como predicador moralista, los idealistas como personificación de la humanidad, los estetas lo alaban como el genial artista de la palabra, los socialistas lo ven como el amigo de los pobres y el reformador social, y los incontables pseudocientíficos hacen de él una figura de novela»[14].

Así pues, A. Schweitzer define esta búsqueda como la empresa más grande de la teología alemana y pone fin a la misma porque para él todas las épocas han proyectado sobre Jesús sus ideas y cada uno lo ha creado a su propia imagen. Al centro de la vida y del mensaje de Jesús está sólo la parusía y el fin del mundo. Jesús espera el reino de Dios como el fin de todo, de manera inminente. El mensaje de Jesús tenía la pretensión de preparar al hombre para este fin. Por ello, toda búsqueda de la vida de Jesús que ve en él al hombre ejemplar ha usado un camino errado. No es posible actualizar a Jesús, transportarlo a este tiempo porque Él se había equivocado y nadie considera ya el fin del mundo. El que intenta acercarse al Jesús de la historia termina sólo con palabras de sí mismo. Jesús es totalmente otro que no puede ser trasladado a este tiempo.

Como podemos ver, esta acentuación de la «escatología consecuente»[15] pone de relieve la crisis de esta empresa y nos interroga acerca de la significación que la figura de Jesús pueda seguir teniendo para nuestro presente. Para Schweitzer, queda un mínimo de significado porque Jesús es una figura de la historia universal de la cual parten impulsos éticos, un empeño por la vida y la dignidad del hombre. Estos impulsos éticos han tenido significado para el hombre hasta el día de hoy y pueden seguir teniéndolos en un futuro. Schweitzer expresa así la constatación del fracaso:

«A la investigación sobre la vida de Jesús le ha ocurrido una cosa curiosa. Nació con el ánimo de encontrar al Jesús histórico y creyó que podría restituirlo a nuestro tiempo como Él fue, como maestro y Salvador. Desató los lazos que le ligaban desde hacía siglos a la roca de la doctrina de la Iglesia y se alegró cuando su figura volvió a cobrar movimiento y vida mientras parecía que el Jesús histórico se le acercaba. Pero este Jesús no se detuvo, sino que pasó de largo por nuestra época y volvió a la suya… Se perdió en las sombras de la antigüedad, y hoy nos aparece tal como se presentó en el lago a aquellos hombres que no sabían quién era, como el Desconocido e Innominado que dice: Sígueme»[16].

El escepticismo en la búsqueda del Jesús histórico se ve acrecentado con los progresivos avances de la exégesis. La historia de las formas, que tiene en M. Dibelius (1883-1947) uno de sus principales representantes con su obra Historia de las formas del Evangelio (1919), va a poner de relieve que los evangelios no son fuentes unitarias para el conocimiento de Jesús, sino un conjunto de unidades de la predicación primera, fruto de la tradición y transidas de intereses teológicos de la comunidad creyente. Esto tiene una consecuencia importantísima en la búsqueda del Jesús histórico porque si sólo podemos acceder de forma histórico-crítica a la predicación primera, el objetivo de la exégesis no puede ser llegar a la historia de Jesús, sino sólo trazar la historia de la primera predicación. De ahí que el objetivo no sea ahora el Jesús histórico, sino la búsqueda y captura de esas primeras formas originales independientes, el contexto en el que surgieron y la comprensión de las mismas. Así, M. Dibelius afirma que «en el principio existía la predicación», no el Jesús de la historia que, poco a poco, se va haciendo más irrelevante para la fe:

«No existió nunca un testimonio “puramente” histórico sobre Jesús. Los relatos de sus palabras y hechos eran, desde el principio, testimonios de fe para la predicación y la exhortación, para ganar a los no creyentes y confirmar a los fieles»[17].

Las constataciones históricas del escepticismo acerca de la búsqueda crítica del Jesús histórico alcanzan rango teológico en el programa de R. Bultmann (1884-1976)[18]. El protagonismo absoluto de la propuesta teológica existencial reside en el kerygma, único elemento cierto que podemos asir con nuestro saber. Si poco o nada podemos conocer del Jesús histórico, sí es posible exponernos a su influjo a través de la corriente testimonial que desplegó en sus discípulos y la Iglesia primitiva. Aquí encontramos una conexión con Kähler, pero radicalizada ya que, si este encuentra continuidad entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, para Bultmann tal continuidad es irrelevante. Para la fe no interesa el Jesús en sí, sino el Jesús para mí; y este es el Jesús del kerygma[19].  

Todo este planteamiento tiene como trasfondo una meditada hermenéutica heideggeriana que trasciende la historia considerada como hechos brutos (historisch) y la abre a un significado más hondo como historia humana (geschichtlich), cargada de significado para el presente aun cuando se trate de un evento pasado. Por ello, no interesa el Jesús de Nazaret, el judío mediterráneo, sino el evento del misterio pascual que se recoge en el kerygma y que es capaz de seguir provocando a la existencia, instando al hombre a tomar una decisión vital y personal. De esta manera, el existencialismo de Heidegger es transportado a la teología desde una antropología que no considera al hombre, al igual que la metafísica griega, como una esencia cerrada, hecha, acabada, ahistórica, sino como un ser ahí (dasein) que se está haciendo constantemente desde su posicionamiento en la realidad. La investigación de la vida de Jesús pretendía trascender el kerygma para alcanzar al Jesús conocido según la carne, pero este no tiene relevancia para la fe, ni siquiera este Jesús es todavía cristiano porque pertenece irremediablemente al pasado y a la muerte. Sin embargo, en el kerygma, el hecho bruto se transforma en evento y el Cristo resucitado, anunciado por la Iglesia, tiene el valor de provocar al hombre contemporáneo a optar y tomar una decisión existencial en pro o en contra de la salvación. No obstante, esto no indica que para Bultmann el kerygma sea independiente del Jesús histórico. El teólogo alemán reconoce que el hecho Jesús de Nazaret, indudablemente histórico, es el fundamento del kerygma, pero no es este hecho en sus contenidos y modalidad el dato relevante para la fe, sino el potencial que el Cristo del kerygma tiene para engendrar una vida nueva. En este sentido afirma J. Jeremías:

«La historia de Jesús pertenece para Bultmann a la historia del judaísmo, no del cristianismo. Este gran profeta judío tiene ciertamente un interés histórico para la Teología del Nuevo Testamento, pero no tiene ninguna significación, ni puede tenerla, para la fe cristiana, pues (y esta es la tesis sorprendente) el cristianismo comenzó por primera vez en Pascua»[20].

La labor fundamental de la teología será pues establecer el significado que tiene la salvación de Cristo para el hombre contemporáneo. Para ello, Bultmann plantea un instrumental determinado que ha pasado a la historia de la teología con el nombre de «desmitologización». Este programa de desmitologización se plantea la tarea de eliminar del Nuevo Testamento todo aquello que pertenece al pasado de una mentalidad mítica y que, por ende, se hace inaceptable para el hombre contemporáneo[21]. Así, la interpretación existencial, antes apuntada, y la desmitologización son pues respectivamente el momento positivo y negativo de un mismo proceso.

En este recorrido no podemos dejar de tener la impresión de que existe un terrible foso entre lo que Jesús ha sido en la historia y aquello que es para nosotros. Si los teólogos liberales afirmaban la discontinuidad de «Jesús es Señor» a favor del primer término de la frase (Jesús), en Bultmann encontramos una acentuación unilateral del segundo término de la misma (Señor). La consecuencia manifiesta de este planteamiento es que se opera una especie de vaciamiento del kerygma en la medida en que se despoja al mensaje del Nuevo Testamento de su intencionalidad más palmaria: aquel judío concreto de la Galilea del siglo I que muere dramáticamente en una cruz es el Dios vivo venido en carne. El contenido mismo del kerygma, en el contexto de la Iglesia primitiva, posee esta inaudita pretensión de una identidad en la contradicción, de una continuidad en la discontinuidad: el Crucificado, por querer revelar el rostro del Dios padre y la venida de su reinado al mundo, es el Resucitado, en el que se patentiza la salvación plena de Dios para el hombre.

3.   El nuevo impulso de búsqueda: E. Käsemann

La discontinuidad operada con la teología bultmaniana consagró un período de ausencia de interés por el Jesús histórico que exigía ser superado. De hecho, esta superación crítica va a llegar en la década de los 50 de la mano de los mismos discípulos de Bultmann. El momento esencial del resurgimiento del interés por el Jesús histórico, que sea capaz de relacionar coherentemente los dos términos de la confesión «Jesús es Señor», tiene lugar en 1953 con una conferencia en Marburgo de E. Käsemann (1906-1980) titulada El problema del Jesús histórico.