Vida. Mi historia a través la Historia - Papa Francisco - E-Book

Vida. Mi historia a través la Historia E-Book

Papa Francisco

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Beschreibung

«No hay que olvidar la lección más importante: podemos releer la historia de nuestra vida para hacer memoria y poder transmitir algo a quien nos escucha. Pero para aprender a vivir, todos tenemos que aprender a amar». Francisco El Papa Francisco cuenta por primera vez la historia de su vida a través de los acontecimientos que han marcado a la humanidad en los últimos ochenta años. Unas vivencias inéditas en las que comparte los orígenes de las audaces ideas que han sido testigo de su pontificado: Desde sus valientes declaraciones contra la pobreza, su preocupación por la destrucción del medioambiente hasta la exhortación directa a los líderes mundiales en temas como la lucha contra las desigualdades o la carrera armamentística. Jorge Mario Bergoglio acompaña al lector en un viaje extraordinario que comienza con el estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939 ―cuando el futuro pontífice tenía casi tres años― hasta nuestros días. En sus páginas la voz del papa se alterna con la de un narrador que en cada capítulo reconstruye el escenario histórico en el que se enmarca. En palabras del pontífice: «Vida ve la luz para que, sobre todo los más jóvenes, puedan escuchar la voz de un anciano y reflexionar sobre lo que ha vivido nuestro planeta, para no repetir los errores del pasado. Pensemos, por ejemplo, en las guerras que azotaron y que azotan el mundo. ¡Pensemos en los genocidios, en las persecuciones, en el odio entre hermanos y hermanas de diferentes religiones! ¡Cuánto dolor! Al llegar a cierta edad es importante, incluso para nosotros mismos, volver a abrir el libro de los recuerdos y hacer memoria, para aprender mirando atrás en el tiempo, para encontrar lo que no es bueno, aquello tóxico que hemos vivido junto a los pecados cometidos, pero también para revivir lo bueno que Dios nos ha enviado. Es un ejercicio de descernimiento que deberíamos hacer todos, ¡antes de que sea demasiado tarde!».

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

www.harpercollinsiberica.com

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Vida. Mi historia a través de la Historia

Título original: Life. La mia storia nella Storia

© 2024 HarperCollins Italia S.p.A., Milano

© 2024 Fabio Marchese Ragona

Publicado originalmente en italiano en 2024 con el título:

Life. La mia storia nella Storia.

Papa Francesco con Fabio Marchese Ragona

All rights reserved.

 

Publicado en colaboración con Delia Agenzia Letteraria

© 2024, de la traducción, Ana Romeral Moreno

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: Marcello Dolcini

Diseño de la maqueta: Netphilo Publishing, Milano

 

Maquetación: MT Color & Diseño, S. L.

Foto de portada: © Vatican Media

 

ISBN: 9788410021891

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

Introducción

I. El inicio de la Segunda Guerra Mundial

II. El exterminio de los judíos

III. Las bombas atómicas y el final de la guerra

IV. La Guerra Fría y el macartismo

V. La llegada a la Luna

VI. El golpe de estado de Videla en Argentina

VII. La mano de Dios

VIII. La caída del Muro de Berlín

IX. El nacimiento de la Unión Europea

X. Los atentados terroristas del 11 de septiembre

XI. La gran recesión económica

XII. La renuncia al pontificado de Benedicto XVI

XIII. La pandemia de Covid-19

XIV. Una historia aún por escribir

Referencias bibliográficas

Introducción

 

 

 

 

 

Aprendamos de la Historia, sobre todo, de las páginas negras de la Historia, para no volver a cometer los errores del pasado. El papa Francisco ha repetido esta llamada numerosas veces en los últimos tiempos, destacando el gran papel que desempeña la memoria en la vida de cualquier hombre, hasta el punto de ser su marco más preciado. Debemos aprender historia estudiándola en los libros, por supuesto, pero también escuchándola de la voz de aquellas personas que vivieron momentos inolvidables, para bien o para mal, de quien vivió una larga vida, de quien encontró al Señor en innumerables sucesos de su existencia y puede dar testimonio de lo que vivió en primera persona.

En el libro del Éxodo, capítulo 10, versículo 2, Dios invita a Moisés a realizar señales y prodigios delante del faraón: «Para que puedas contar y grabar en la memoria». El objetivo, naturalmente, es sorprender y convencer al rey de Egipto, pero también cultivar la memoria de su pueblo, transmitiéndole su conocimiento de Dios, que el creyente revela al narrar su propia vida.

Al hacerlo, aquellos que cuentan una historia prestarán un servicio a quienes tienen sed de conocimiento y advertirán —sobre todo, a las personas más jóvenes— de lo que podría esperarles a lo largo del camino: contar lo que fue para entender mejor lo que será.

No es casualidad que, en su mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2020, el papa destacara que el hombre es un ser narrador, que «desde la infancia tenemos hambre de historias como tenemos hambre de alimentos. Ya sean en forma de cuentos, de novelas, de películas, de canciones, de noticias…, las historias influyen en nuestra vida, aunque no seamos conscientes de ello».

El libro que tenéis en vuestras manos nace precisamente con la intención de contar la historia a través de una historia, los acontecimientos más importantes del siglo XX y de los primeros años del XXI,en la voz de un testigo especial, el papa Francisco, que con gran amabilidad ha aceptado hacer un recorrido por su vida a través de acontecimientos que han marcado a la humanidad.

Vida ha visto la luz tras una serie de conversaciones entre el pontífice, al que dedico mi mayor y más sentido agradecimiento por la confianza que, una vez más, ha depositado en mi persona, y quien escribe, diálogos en los que Francisco abrió su corazón y sus recuerdos para lanzar un contundente mensaje sobre temas fundamentales como la fe, la familia, la pobreza, el diálogo interreligioso, el deporte, el progreso científico, la paz y muchos otros más. Desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial —en 1939, cuando el futuro pontífice tenía casi tres años— hasta nuestros días, Jorge Mario Bergoglio lleva de la mano a las lectoras y los lectores y los acompaña con sus recuerdos en un viaje extraordinario a través de décadas, para repasar las etapas más significativas de nuestra época. ¿Dónde estaba el joven Jorge en 1969 cuando el mundo seguía la crónica de la llegada a la Luna? ¿Qué estaba haciendo el cardenal Bergoglio cuando en 2001 los Estados Unidos sufrían el atentado terrorista del World Trade Center?

Son las memorias de un sacerdote que recuerda los años del abominable exterminio judío por parte de los nazis, la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, el golpe de Videla en Argentina, la caída del Muro de Berlín, la gran recesión económica, la renuncia al papado de Benedicto XVI… Acontecimientos que se entrecruzan con la vida del «papa popular», que, de manera excepcional, abre el baúl de los recuerdos y cuenta, con la sinceridad que lo caracteriza, aquellos momentos que cambiaron el mundo y también su vida.

La voz del pontífice, con sus recuerdos, alterna con la de un narrador que en cada capítulo va reconstruyendo, a través de ciertos detalles de aquellos años, algunos momentos del día a día del futuro papa Francisco para contextualizar las palabras del pontífice y describir el escenario histórico en el cual las mismas se integran.

«Nuestra vida es el “libro” más valioso que se nos ha entregado —dijo el pontífice durante un ciclo de catequesis que tuvo lugar en 2022, dedicado al tema del discernimiento—, un libro que muchos lamentablemente no leen, o lo hacen demasiado tarde, antes de morir. Y, sin embargo, precisamente en ese libro se encuentra lo que se busca inútilmente por otras vías. […] Podemos preguntarnos: ¿yo he contado mi vida a alguien alguna vez? […] Se trata de una de las formas de comunicación más hermosas e íntimas, contar la propia vida. Esto permite descubrir cosas desconocidas hasta ese momento, pequeñas y sencillas, pero, como dice el Evangelio, es precisamente de las cosas pequeñas que nacen las cosas grandes».

Y así, hojeando de nuevo las páginas de aquel preciado libro que es la vida, el papa Francisco nos conducirá por un sendero de emociones, alegrías y penas, una ventana al pasado que nos permitirá conocer mejor nuestro presente. Hasta llegar al último capítulo, con una historia que está aún por escribir.

 

FABIO MARCHESE RAGONA

I El inicio de la Segunda Guerra Mundial

 

 

 

 

 

 

La radio está emitiendo, como todas las mañanas, el boletín con las últimas noticias. Mario Bergoglio tiene la costumbre de encenderla antes de irse a trabajar mientras prepara el café en la pequeña cocina. El suelo sigue un poco húmedo; su mujer, Regina, ha limpiado el suelo, aprovechando un pequeño momento de tranquilidad. El aroma y el sabor de aquella bebida oscura y humeante hacen que Mario se acuerde de Italia y de su infancia en Portacomaro, cerca de Asti, un poco como le pasaba a Marcel Proust en Por el camino de Swann, cuando, al mojar la magdalena en el té, recordaba su infancia con la tía Léonie. Aquel nostálgico, a la par que íntimo, recuerdo de Mario se ve perturbado por el llanto del pequeño Oscar, su segundo hijo, que no da tregua al vecindario entero.

En el noticiario de las siete, como ruido de fondo, se escuchan, sobre todo, noticias de política; hay una nueva declaración del presidente Roberto Ortiz relacionada con la Comisión Especial Investigadora de Actividades Antiargentinas, que será creada en aquellos años con el objetivo de «desnazificar» el país, mientras que durante el día se esperan nuevos altercados con el movimiento obrero, organizados por la Confederación General del Trabajo. En aquel septiembre de 1939, en las principales ciudades de Argentina se viven sentimientos enfrentados, el Tercer Reich ha logrado infiltrarse en algunos grupúsculos de la sociedad, incluso en algunas radios, y, a veces, difunden mensajes que celebran la grandeza de la Alemania de Adolf Hitler.

Después de beberse rápidamente el café y antes de salir de aquella casita colorada, el nido familiar construido en el número 531 de la calle Membrillar, en el barrio de Flores, Mario se despide con un beso de su Regina, que, entretanto, ha cogido en brazos al pequeño, de un año y ocho meses, para tranquilizarlo. El otro niño de la joven pareja, Jorge, de casi tres años, está listo para salir; en unos minutos llegará la abuela Rosa, la madre de Mario, que vive a pocos metros de allí, para llevárselo a su casa, donde el pequeño pasará el día. Se trata de una costumbre que se repite casi a diario, una forma de echar una mano a su nuera, presa de las mil tareas del hogar y, sobre todo, ocupada en cuidar a Oscar.

Tras darles un beso también a los niños y ya cerca de la puerta, junto a su mujer, en un raro momento de silencio, de repente Mario se sobresalta por una noticia que dan en la radio, comunicada en mitad de las actualizaciones de las noticias internacionales: el primer ministro británico, Chamberlain, anuncia que su nación está en guerra con la Alemania nazi; su ultimátum, presentado pocas horas antes y que siguió a la invasión y a los bombardeos de Polonia por parte de la Wehrmacht, no ha sido atendido.

Es el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Pero esto, sobre todo en Sudamérica, todavía no se ha notado. Para Argentina es una noticia más, como tantas otras, difundida casi al final de la transmisión antes de la pausa musical; pero que en contra de lo que cabría esperar ha conmocionado a esta pareja de italoargentinos. Su primer pensamiento se dirige a los primos y demás parientes que viven en Europa, al tiempo que les asalta el recuerdo de las terribles historias que han oído mil veces sobre la Primera Guerra Mundial, en la que el padre de Mario, Giovanni, luchó en el frente. Esos instantes de tristeza y preocupación se desvanecen a los pocos segundos. Se oyen dos golpes en la puerta, asestados con vigor: ha llegado la abuela Rosa y ese ruido repentino ha hecho que por fin Oscar se calle, para alegría de todos. Jorge, al ver entrar a la abuela, corre hacia ella para que lo coja en brazos.

 

 

¡Qué gran mujer, la quería tanto! Mi abuela paterna fue una figura fundamental en mi desarrollo y en mi formación. Vivía a menos de cincuenta metros de nuestra casa, me pasaba días enteros con ella. Me dejaba jugar, me cantaba canciones de cuando era joven y a menudo la oía discutir con el abuelo en piamontés, por lo que tuve el privilegio de conocer y aprender la lengua de sus recuerdos. Otras veces, si tenía que salir, iba con ella a casa de las vecinas. Hablaban largo y tendido, y bebían mate. O me llevaba con ella a hacer recados por el barrio. Y por la noche me llevaba de vuelta a casa de mamá y de papá, pero no antes de haberme hecho rezar mis oraciones. De hecho, fue ella quien me dio el primer anuncio cristiano, quien me enseñó a rezar y quien me habló de esta gran figura que todavía no conocía: Jesús.

No es casual que fuera la misma abuela Rosa la madrina de mi bautizo junto con el abuelo Francesco, el abuelo materno. Asimismo, quien celebró y administró el primer sacramento fue don Enrico Pozzoli, un buen misionero salesiano, originario de la provincia de Lodi, en Lombardía, al que el abuelo Giovanni había conocido en Turín. Había sido también él quien había casado a mis padres. Papá y mamá se habían conocido en el Oratorio Salesiano de Argentina, y desde entonces don Enrico fue siempre una figura fundamental para nuestra familia y para mi vocación sacerdotal.

Volviendo a mis ratos con la abuela, en aquel momento yo tenía casi tres años. Era realmente pequeño y por ello no me resulta fácil revivir aquellos días de 1939 en los que la maldad humana hizo estallar la Segunda Guerra Mundial. Tengo una especie de flashes de momentos de nuestro día a día: en casa, la radio era un constante ruido de fondo; la encendía papá desde por la mañana y junto con mamá escuchaban la radio estatal, que en aquella época se llamaba Estación de Radiodifusión del Estado (LRA 1). También estaban Radio Belgrano y Radio Rivadavia, y todas daban diariamente boletines de noticias sobre el conflicto. Mamá la sintonizaba incluso el sábado por la tarde, a partir de las dos, para que los niños escuchásemos la ópera. Recuerdo que antes de que empezara nos contaba un poco el argumento. Cuando había un aria especialmente hermosa o un momento clave de la historia, intentaba que prestásemos atención. Tengo que reconocer que a menudo nos distraíamos, ¡al fin y al cabo, éramos pequeños! Por ejemplo, durante el Otelo de Verdi, mamá nos decía: «Escuchad con atención. ¡Ahora va a matar a Desdémona en la cama!». Y nosotros nos quedábamos callados, con curiosidad por oír lo que estaba sucediendo.

Volviendo al tema de la guerra, en nuestra tierra aquel ambiente siniestro no se percibía tanto porque estábamos muy alejados del resto del mundo, donde se estaba decidiendo el destino de la humanidad. Pero puedo decir que, a diferencia de muchos otros argentinos, yo me enteré de la Segunda Guerra Mundial porque en casa se hablaba de ella; desde Italia llegaban, aunque fuera con un retraso de casi un mes, las cartas «abiertas» de nuestros familiares donde nos contaban lo que estaba ocurriendo. Eran ellos los que nos proporcionaban noticias de la guerra en Europa. Utilizo la palabra «abiertas» porque las autoridades militares comprobaban el correo: leían las misivas y luego las volvían a cerrar, y en el sobre estampaban un sello con la palabra CENSURA. Recuerdo que mamá, papá y la abuela leían en voz alta estas historias que, por supuesto, se me quedaron grabadas. En una de estas cartas nos relataban, por ejemplo, que por las mañanas algunas mujeres del pueblo a quienes ellos conocían iban a Bricco Marmorito, no muy lejos de la estación de Portacomaro, para comprobar si llegaban tropas; sus maridos no habían ido a la guerra, sino que se habían quedado en Bricco trabajando, y esto, obviamente, no estaba permitido. Si las mujeres se ponían algo rojo, entonces los hombres tenían que salir corriendo a esconderse. En cambio, la ropa blanca indicaba que no había patrullas en los alrededores y que, por tanto, los hombres podían seguir trabajando.

¡Este es solo un ejemplo para que os hagáis una idea de cómo era la vida en aquellos años! ¡Cuánta muerte! ¡Cuánta destrucción! ¡Cuántos jóvenes enviados al frente a morir! Y, aunque hayan pasado más de ochenta años, nunca debemos olvidar aquellos momentos que destrozaron la vida de tantas familias inocentes. La guerra te come por dentro, lo ves en los ojos de los más pequeños, que ya no tienen alegría en el corazón, sino solo miedo y lágrimas. ¡Pensemos en los niños y las niñas! Pensemos en aquellos que no han sentido nunca el olor de la paz, que han nacido en tiempos de guerra y que vivirán con este trauma, portándolo consigo el resto de sus vidas. Y nosotros ¿qué podemos hacer por ellos? Deberíamos preguntárnoslo y preguntarnos cuál es el camino hacia la paz, la vía para garantizar un futuro a estos pequeños.

Yo, que en tiempos de la Segunda Guerra Mundial ya existía y era un niño como ellos, tuve suerte porque esta tragedia a Argentina no llegó como a otras partes. Sí que hubo alguna batalla naval. Este es uno de los pocos detalles que recuerdo, entre otras cosas porque, cuando fui más mayor, mis padres me hablaron de ello; es un episodio que ocurrió precisamente el día de mi tercer cumpleaños. Era el 17 de diciembre de 1939 y en la radio hablaban de un buque de guerra alemán, el Admiral Graf Spee, al que los barcos ingleses habían rodeado y dañado gravemente, cerca de la desembocadura del Río de la Plata. A pesar de la orden de Hitler de seguir combatiendo, el comandante Langsdorff decidió, junto con sus oficiales, hundir su propia nave, y se trasladaron con la tripulación en barco a Buenos Aires. Básicamente, se entregó. Unos días más tarde el comandante se suicidó, envuelto en la bandera de la Marina alemana que se usaba en la Primera Guerra Mundial. Por su parte, el resto de los hombres ingresaron en el país y se los envió a las provincias de Córdoba o de Santa Fe. Conocí al hijo de uno de estos soldados, una buena persona que más tarde se casó y formó una familia en Argentina.

En definitiva, fue así como conocí la tragedia de la Segunda Guerra Mundial y luego, unos años después, tendría ya unos diez, también supe más de ella gracias al cine; nuestros padres nos llevaban al cine del barrio para ver las películas de la posguerra. Las vi todas. Recuerdo especialmente Roma, ciudad abierta de Roberto Rossellini, con Anna Magnani y Aldo Fabrizi, una obra maestra; pero también Paisà o Alemania, año cero, o, si no, Los niños nos miran de Vittorio De Sica. Son películas que han forjado nuestra conciencia y que nos han ayudado a comprender los efectos devastadores de aquel conflicto.

Otra cosa diferente es La strada de Federico Fellini, quizá la película que más me ha gustado y que vi ya de más mayor; no tiene nada que ver con la guerra, pero me gusta citarla porque en ella su director supo poner en el centro de atención a los más desfavorecidos, como Gelsomina, invitando al espectador a conservar la preciosa forma que tiene este personaje de ver la realidad.

Volviendo a la locura de la guerra, cuyo único objetivo es la destrucción, me hace pensar en la ambición, en el ansia de poder, en la codicia de quien hace estallar los conflictos. Lo que hay detrás no es solo una ideología, la cual es una falsa justificación; detrás hay un impulso perverso, porque en esos momentos ya no se mira a la cara a nadie, ni a ancianos ni a niños, madres o padres. En particular, la Segunda Guerra Mundial fue incluso más cruel que la Primera, en la que combatió mi abuelo Giovanni Bergoglio en el Piave. Y justo él, cuando yo estaba en casa de los abuelos, contaba un montón de historias realmente dolorosas. Un montón de muertos, un montón de casas destruidas, incluso iglesias. ¡Qué tragedia! Y me contaba que los compañeros en el frente cantaban:

 

Il general Cardona ha scritto alla regina:

«Se vuoi veder Trieste te la mando in cartolina».

Bom bom bom

al rombo del cannon…

 

El general Cardona escribió a la reina:

«Si quieres ver Trieste, te la mando en una postal».

Bum, bum, bum

al retumbar del cañón…

 

Pero también me hablaron de la Segunda Guerra Mundial un montón de inmigrantes que vinieron a Buenos Aires después de huir de sus tierras invadidas por los nazis. A esto estamos a punto de llegar.

 

 

Con tan solo tres años, Jorge aún no comprende el drama de aquel conflicto mundial. En su inocencia no comprende el sufrimiento de todas esas familias, obligadas a huir para salvar su vida. Pero, al pasar los días en casa de los abuelos, escuchando sus conversaciones en piamontés, poco a poco se va dando cuenta de que también ellos, aunque sea por otros motivos, han venido de muy lejos, de Italia, donde aún queda una parte de la familia que envía a los primos noticias del curso de la guerra.

En efecto, Giovanni, junto con su esposa Rosa y su hijo Mario —ella había trabajado como modista y había colaborado como voluntaria en Azione Cattolica, y el hijo tenía unos veinte años, un título de Contabilidad y trabajaba en la filial de Asti del Banco de Italia—, a finales de los años veinte, después de una difícil racha de apuros económicos, decidió reunirse con tres de sus seis hermanos en Argentina, en la provincia de Entre Ríos. Aquí los Bergoglio hicieron fortuna gracias a su empresa de pavimentación en Paraná. Sin embargo, el sueño de una vida en el Nuevo Mundo no tardó en desvanecerse. En 1932, a causa de la recesión económica provocada por la gran crisis del 29, la empresa se vio obligada a cerrar; Giovanni y Rosa, con su hijo pequeño Mario, que entretanto había trabajado de contable en la empresa familiar, tuvieron que trasladarse a Buenos Aires para empezar de cero. Gracias a un pequeño préstamo de dos mil pesos, compraron una tienda en el barrio popular de Flores, donde finalmente consiguieron echar raíces.

El pequeño Jorge le pide continuamente a la abuela Rosa que le cuente su larga travesía en el transatlántico Giulio Cesare, que zarpó de Génova y llegó al puerto de Buenos Aires el 15 de febrero de 1929, después de dos semanas de viaje. Y ella, armada de paciencia, sentada frente a la puerta de casa, describe su llegada a la capital argentina, vestida de manera un poco rara para el calor del verano austral, con una capa con cuello de piel de zorro, en cuyo interior llevaba cosidos los ahorros de la familia.

En cambio, en aquel septiembre de 1939, al enterarse de la noticia del estallido de la Segunda Guerra Mundial, Rosa no puede dejar de pensar en todos sus familiares, los Vassallo, que siguen viviendo en Italia, en Liguria. Lo mismo que Giovanni, que desde su tienda trata de todas las formas posibles de ponerse en contacto con sus seres queridos que se han quedado en Portacomaro, mientras de fondo el locutor anuncia que también Francia ha declarado la guerra a Alemania, confirmando su alianza con el Reino Unido. A pesar de que Italia sigue siendo neutral —hasta junio de 1940 Benito Mussolini no anunciará la entrada en la guerra en el bando de Hitler—, la ansiedad y la preocupación los atenazan. Rosa se pasa el día cuidando de Jorge, pero charla largo y tendido con sus mejores amigas acerca de su «vida anterior» en Italia, recordando a sus familiares y los momentos de despreocupación de su juventud. La nostalgia, entre aquellas paredes argentinas, parece haber tomado el control. Y su nietecito permanece quieto, hechizado, escuchando a la abuela, por quien siente gran devoción.

 

 

¡La abuela Rosa y el abuelo Giovanni, al igual que mi padre, tuvieron muchísima suerte! Yo no estaría aquí, contando esta historia, si sus planes no se hubieran ido al traste por una fallida venta inmobiliaria. El viaje a Argentina estaba previsto para octubre de 1927, el abuelo vendería los terrenos de la familia en Bricco y con ese dinero los tres embarcarían en el puerto de Génova en el barco Principessa Mafalda. Era un gran barco de vapor que había realizado numerosas travesías transoceánicas, pero que, durante aquel viaje a Buenos Aires, debido a la rotura de una hélice, se hundió frente a las costas de Brasil. Más de trescientos muertos, una gran tragedia. Afortunadamente, los abuelos y papá no se encontraban a bordo. A pesar de que los terrenos habían sido puestos en venta hacía tiempo, no había llegado ninguna oferta de compra y, por eso, al no contar con el dinero necesario, pocos días antes de partir habían tenido que renunciar, muy a su pesar, al viaje. La espera duró hasta febrero de 1929, cuando embarcaron en otro barco, el Giulio Cesare. Tras dos semanas de travesía, llegaron a Argentina y fueron recibidos por el Hotel de Inmigrantes, un centro de acogida para emigrantes no muy distinto de los que oímos hablar hoy día.

Mientras que mi padre no hablaba nunca en piamontés, quizá porque sentía gran nostalgia por su casa e inconscientemente no quería admitirlo, los abuelos lo hacían de manera habitual; por eso puedo decir que el piamontés ha sido mi primera lengua materna. Creo que todo emigrante, en su interior, se enfrenta a lo mismo a lo que se enfrentó mi padre. ¡Y no es fácil! Nos lo cuenta Homero en la Odisea, y también el poeta piamontés Nino Costa, al que admiro mucho y que en una de sus obras expresa el deseo de volver que sienten aquellos que no pueden hacerlo. Los emigrantes llevan consigo una enorme maleta con experiencias y con historias que pueden enriquecernos y ayudarnos a crecer. Justo hablando de la Segunda Guerra Mundial, escuché las historias de aquel conflicto también en voz de los emigrantes polacos en Argentina. Papá trabajaba a menos de cien metros de casa; era contable en una gran tintorería industrial donde clientes importantes enviaban telas y tejidos para teñirlos. Poco a poco fueron llegando a la empresa empleados polacos que habían visto con sus propios ojos la guerra, la invasión de las tropas nazis y la muerte de sus seres queridos. Habían conocido aquel drama y habían huido a Sudamérica para hacer realidad el sueño de una nueva vida. Cuando yo iba a buscar a papá al trabajo —tenía ya ocho o nueve años—, alguna vez me quedaba a escuchar sus historias. Eran buenos, estos polacos. Serían unos diez y tenían un gran corazón. Sus historias eran muy dolorosas, pues hablaban de familias rotas, de amigos enviados al frente que nunca más regresaron, de madres que esperaban volver a abrazar a sus «pequeños de la casa» y que, en cambio, lo único que recibían eran flores por la muerte de sus hijos.

He de añadir, sin embargo, que, a pesar de los dramas que vivieron, esas personas no habían perdido la capacidad de sonreír; de vez en cuando nos llamaban a solas y nos gastaban bromas, y nos enseñaban alguna palabrota en polaco. Recuerdo que una vez uno me dijo: «Ve donde está esa mujer y dile esta palabra…». Obviamente, para mí era una palabra carente de significado, pero ¡no se puede decir que en polaco fuera precisamente un cumplido para aquella mujer! Así pues, había momentos más relajados, aparte de las historias de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, se veía perfectamente que también ellos llevaban en la mirada la nostalgia típica de quien se ha visto obligado a dejar su hogar. ¡Una espinita clavada en el corazón! Y cuánta gente, incluso hoy día, se ve obligada a huir con la esperanza de encontrar una nueva vida —justo como hicieron mis abuelos o aquellos emigrantes polacos—; y, en cambio, no encuentra más que la muerte en el mar o la expulsión en las fronteras. Es, una vez más, la maldad humana la causante de estos dramas; son los corazones endurecidos de quienes no abrazan el Evangelio, que, por el contrario, nos pide que abramos la puerta a quien llama, que abramos de par en par nuestros corazones a quien busca un lugar acogedor, a quien busca una mano tendida para levantar cabeza.

Pensemos en cuántos italianos tuvieron que marcharse antes o después de la guerra a Sudamérica o a los Estados Unidos. ¡Pensemos que también muchos de nuestros familiares han sido emigrantes! Quizá también ellos, en los países donde arribaban, eran considerados como «los malos, los peligrosos». Y, sin embargo, solo habían ido ahí en busca de un futuro para sus hijos. «¿Dónde está tu hermano?», le pregunta el Señor a Caín, en el libro del Génesis. Es una pregunta que aún hoy resuena y que nos deja desorientados. No prestamos atención a lo que Dios ha creado y ya no somos capaces de cuidar los unos de los otros. Y, cuando esta desorientación contagia el mundo, se llega a tragedias como las que leemos a menudo en los periódicos. Quiero repetirlo, quiero gritar que, por favor, acojamos a nuestros hermanos y hermanas que llaman a la puerta. Porque, si se los integra correctamente, si se los acompaña y se los protege, podrán hacer una gran contribución a nuestras vidas. Como aquellos emigrantes polacos que huyeron de la Segunda Guerra Mundial y que yo conocí de niño, también los emigrantes de hoy son personas que solo buscan un lugar mejor y que, en cambio, a menudo encuentran la muerte. Demasiadas veces, por desgracia, estos hermanos y hermanas que ansían un poco de paz no encuentran ni acogida ni solidaridad, sino solo un dedo acusador. Es el prejuicio el que corrompe el alma; es la maldad la que mata. Y esta es una vía sin salida; es una perversión. No olvidemos, por ejemplo, lo que sucedió con nuestras hermanas y hermanos judíos. También, en este caso, son muchos los recuerdos.

II El exterminio de los judíos

 

 

 

 

 

 

«Es un monstruo. No se le puede llamar de otra forma…». Con gesto de enfado, mamá Regina se levanta de repente, abandonando en la mesa su plato de sopa. La cena, al menos para ella, parece haber terminado. Mientras piensa en lo que poco antes le ha contado su suegra, tira al fregadero la olla con la sopa que ha sobrado, salpicándolo todo. Entretanto, sigue gritando: «¡Un monstruo!».

Marta, la pequeña de la familia, asustada por el tono de voz de su madre, se echa a llorar; los dos hermanos mayores, Jorge y Oscar, que en lugar de comer se están batiendo en duelo a cucharazos, se detienen, mudos. Jorge, en concreto, mira a su madre con curiosidad mientras papá Mario se levanta para coger en brazos a la pequeña. Nunca había visto a su mujer tan indignada. Puede que alguna vez en el pasado, por algún desaire, pero nunca por una noticia como esta, que no le afecta directamente. El ambiente en casa de los Bergoglio no es de los mejores en esa cálida tarde de diciembre de 1941. Tras desfogarse durante unos minutos, de pronto se hace el silencio. Ya solo se oye el ruido del agua que corre por el fregadero, que se mezcla con las lágrimas de Regina y con el griterío de algún chiquillo que sigue jugando en la calle, junto con el estruendo, que lentamente se va alejando, de un viejo camión medio oxidado que lleva al trabajo, a las afueras del barrio de Flores, a un grupo de trabajadores del turno de noche.

Ha sido la abuela Rosa quien ha provocado aquella reacción en su nuera, después de haber recibido esa misma tarde la visita de una vieja amiga que emigró a Argentina desde Turín. La señora Margherita Muso Nero, que así se llamaba —muso nero significa ‘hocico negro’ en castellano—, le ha contado las últimas noticias que ha recibido de Italia: muchos de sus familiares han huido al extranjero tras la promulgación de las leyes raciales de 1938, mientras que otros se han quedado con la esperanza de que, antes o después, esa racha se convierta tan solo en un recuerdo. En su última carta relatan que se han enterado de que en el extranjero se están llevando a cabo persecuciones y de que, además de la construcción de guetos en las grandes ciudades ocupadas por los nazis, están muriendo miles de personas. Montones de personas son arrastradas a la fuerza para llevarlas lejos, a campos de trabajo. En realidad, está a punto de producirse lo que posteriormente se conocerá como la «solución final», fusilamientos de comunidades enteras, cámaras de gas móviles y, sobre todo, la deportación a grandes campos de concentración; Auschwitz está activo desde 1940, mientras que Auschwitz II-Birkenau lo estará en octubre de 1941.

Con los ojos vidriosos, la abuela Rosa ha escuchado atentamente cómo su amiga le hablaba de esos judíos enviados en tren a un destino incierto, subidos a la fuerza en vagones aptos para el transporte de animales, pero no para el de seres humanos (cientos de personas hacinadas, unas encima de otras, que llevan consigo sus maletas y los recuerdos de una vida; niños arrebatados de sus madres o escondidos en casa de algún vecino; maridos separados de su media naranja y golpeados con porras en las piernas para que caminen más deprisa).

Tras la visita de su amiga, poco antes de aquella cena a base de sopa, la abuela ha llevado a Jorge a casa y se ha quedado unos minutos para contar en voz baja a su hijo y a su nuera lo que le ha dicho la señora Muso Nero. Rosa tiene un carácter sincero, decidido. No quiere que los niños oigan aquellas historias tan tristes, así que enciende la radio y sube el volumen más de lo habitual. De repente, las notas de un tango invaden el comedor; Radio El Mundo está retransmitiendo Recuerdo, de Osvaldo Pugliese, conocido en Buenos Aires como el Santo Patrono de los músicos. Al pequeño Jorge, de casi cinco años, ya parece gustarle. Con aquella música de fondo, la historia dramática de la abuela es acompañada por una banda sonora que carga aún más de emoción sus palabras; el pensamiento de Mario vuela hacia sus amigos judíos y pronuncia aquella palabra, «monstruo», que será repetida, minutos después, durante la cena, también por su mujer.

 

 

En aquella época solía oírlo en casa: «¡Hitler es un monstruo!». Ocurría durante la cena, en la comida o cuando venía a vernos algún tío o primo nuestro. Como es obvio, mamá y papá no se mostraban indiferentes ante lo que estaba sucediendo en Europa y, cuando hablaban entre ellos o con la abuela, nombraban también a este personaje. Yo era demasiado pequeño para entenderlo. Después, cuando crecí un poco, comprendí quién era ese hombre al que llamaban de esa forma.

Por aquel entonces, papá trabajaba con un montón de judíos con quienes más tarde entabló amistad; en su tintorería había muchos clientes de esta comunidad que fabricaban hilo y calcetines y que mandaban allí las telas para que las tintaran. También, de vez en cuando, pasaban por casa a verlo con toda la familia a cuestas. Por supuesto, salía el tema de la persecución de los judíos, ya que estos señores tenían parientes repartidos por Europa, a algunos de los cuales, por desgracia, se los llevaron, y no volvieron a tener noticias suyas.

Mientras los adultos charlaban de estas cosas, nosotros, los pequeños, nos íbamos a jugar fuera a la pelota, o a otra habitación. Lo mismo pasaba cuando yo estaba en casa de la abuela: su vieja amiga, la señora Margherita Muso Nero, una mujer sencilla y buena persona, a pesar de tener por lo menos diez años menos que mi abuela, iba a menudo a verla y le hablaba de sus familiares y de lo que estaban sufriendo.

También en estos casos se nos invitaba a los niños a que nos fuéramos a otra parte para que aquellas conversaciones no nos impresionaran. Pero de vez en cuando yo conseguía oír alguna palabra. ¡Cuántas le dedicó la abuela a Hitler! Y también a quien, en nuestro país, lo apoyaba. De hecho, en Argentina, en aquel entonces, había una pequeña parte de la sociedad que era antisemita. Obviamente, no hablo de que lo fuera en general; digo que ciertos grupos habían abrazado los ideales del Tercer Reich, sobre todo, algunos hombres cercanos al nacionalismo. Así pues, también en nuestro país se albergaban sentimientos hostiles hacia el pueblo judío, y esto siempre me ha dolido.