Vida y obra de Ramón Llull - Joaquín Xirau - E-Book

Vida y obra de Ramón Llull E-Book

Joaquín Xirau

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Beschreibung

Filósofo, poeta y teólogo nacido en Palma de Mallorca probablemente en 1233, Ramón Llull se consagró a la vida religiosa inspirado por la misión de convertir infieles. Su actividad misionera y sus esfuerzos educativos se vieron reflejados en numerosos escritos que tuvieron una amplia difusión en su época y alcanzaron un lugar de honor en la historia de la literatura medieval española. La presente obra recoge aquellas de sus ideas que han influido con mayor fuerza en la evolución del pensamiento universal.

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Vida y obrade Ramón Llull

Filosofía y mística

Joaquín Xirau

Primera edición (Orión), 1946 Primera edición (FCE), 2004 Primera edición electrónica, 2012

D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0913-7 (ePub)ISBN 978-968-16-7324-6 (impreso)

Hecho en México - Made in Mexico

ProemioLarga es la historia de este pequeño libro

Para acabar con la enojosa e inútil polémica sobre el valor de la filosofía peninsular, íbamos a emprender, en la Universidad de Barcelona —con un grupo de jóvenes y distinguidos colaboradores—, el estudio monográfico, minucioso y objetivo de las más destacadas personalidades del pensamiento hispano, con el objeto de incorporarlo, con sencillez, en la justa medida en que ello fuera preciso, en la evolución general de las doctrinas filosóficas; en la convicción de que, mucho más útil que desdeñarlo con petulancia despectiva o tratar de reivindicarlo con indignación más o menos declamatoria, era determinar con exactitud las coyunturas precisas en que se inscribe y a partir de las cuales influye, en ocasiones de modo decisivo, en el desarrollo de la cultura occidental. Cualquiera que hubiese sido el resultado de aquellas pesquisas, es evidente que olvidar o situar en un lugar secundario a personalidades tales como Llull, Sabunde, Vives o Suárez… es renunciar a explicar una buena parte de los factores que intervienen y actúan con activa eficacia en el desarrollo de la civilización europea. De esta falla adolecen, sin excepción, todas las historias de la filosofía que conocemos.

Al emprender aquella amplia tarea habíamos pensado, en primer término, en Ramón Llull.

Suspendido el proyecto por el cierre del seminario en que trabajábamos, tras el desastre de España, tuvimos el honor de que en París se nos encargara un libro en dos volúmenes: uno consagrado a la exposición general de las doctrinas lulianas y otro, a una selección, traducida al francés, de las principales entre sus obras. Para ello estuvimos en contacto con los señores Robin, Maritain, Vigneaux y Lacombe. El trágico infortunio de Francia interrumpió la tarea apenas iniciada.

El esbozo que ahora ofrecemos al público no puede aspirar a ser nada que ni remotamente se parezca a lo que entonces ambicionamos. Lo impide sobre todo la escasez de material bibliográfico de que hemos podido disponer. Sin renunciar a ello, y en espera de ocasión más propicia, nos ha parecido que no sería ocioso cooperar en el activo despertar de la conciencia de Hispanoamérica mediante la entrega de una reseña esquemática de la empresa espiritual emprendida en el siglo XIII por el Doctor Iluminado. Representa uno de los momentos culminantes del pensamiento hispano. Es, para mí, de otra parte, una ofrenda de ternura a la patria lejana.

No es ni podía ser un trabajo de erudición. Hemos prescindido en él de todo lo que ofrece sólo un interés de curiosidad histórica. Destacamos tan sólo las ideas que con mayor decisión han influido en la evolución del pensamiento universal y que, precisamente por ello, conservan un aroma de perenne actualidad. El trabajo que un día nos propusimos iba a ser la culminación de una serie de minuciosas monografías. Éste puede servir acaso de programa para emprenderlas en el futuro.

No se olvide al leerlo que el momento en que floreció el pensamiento de Ramón Llull constituía para Cataluña y para la casa de Barcelona, que presidía los destinos de Cataluña y de Aragón, el inicio de una alta empresa imperial. Había dominado los territorios todos del sur de Francia —Rosellón, Provenza, Llenguadoc, Bigorra, Bearn…—. Acababa de dar cima a la conquista de los reinos de Valencia y de Mallorca. Se disponía a emprender la más arriesgada empresa de incorporación mediterránea —Cerdeña, Córcega, Sicilia, Grecia—: la fundación de los ducados de Atenas y Neopatria por la Gran Compañía Catalana dirigida por Roger de Flor.

De ello pudo hablar con añoranza el obispo Joan de Margarit, en 1454, en las siguientes palabras: “…aquesta ès aquella tan benaurada, gloriosa e fidelísima nació de Cathalunya, qui per lo passat era temuda per les terres e les mars; aquella qui ab sa feel e valenta espasa, ha dilatat l’ imperi e senyoria de la casa d’ Aragó aquella conquestadora de les illes Balears e regnes de Maylorques e de Valencia, lençats los enemics de la fé cristiana; aquella Cathalunya qui ha conquestades aquelles grans illes de Italia —Sicilia e Sardenya— les quals los Romans, amb lurs primeres batalles ab los Cartaginesos, tant trigaren conquestar, en les quals arbitraven gastar gran e la major part de lur estat; aquella que aquella vetustísima e famossima Athenes, d’ ont es exida toda la elegancia, eloquencia e doctrina dels grechs, e aquella Neopàtria, havia convertides en sa llengua cathalana; aquella que diversos regnes vehins, de Franca, Spanya e altres, ha rots, fugats e perseguits e mesos a total estermini; aquella Cathalunya que sots lo rey en Pere, lavors regnants, s‘ es defensa contra tots los princeps del món, christians e moros, los quales tots li foren enemichs. Per los quals e altres singulars mèrits, que contar seria superfluitat, aquell bon rey en Martí, en la Cort de Barchinona, coroná la dita nació e li apropia per les sues singulars fidelitats, aquell dit del Psalmista: Gloriosa dicta sunt de te, Cathalonia”. En el mejor sentido de la palabra fue Ramón Llull una figura imperial.

Tengo el honor de coronar este trabajo con la publicación de un estudio bibliográfico de Ramón d’Alós-Moner. Ramón d’Alós fue uno de los más eminentes lulistas de la escuela fundada por Antonio Rubió y Lluch. Fiel a los destinos de su tierra, murió en Francia a los pocos días de destierro. El trabajo que ahora, traducido del catalán, ofrezco al público me había sido confiado para ser publicado en la colección de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Barcelona. Estaba en la imprenta e iba a ser publicado a la vez que en alemán con el título de Lullistische Litteratur en la revista Wissenschaft und Weisheit. Ignoramos si lo fue. Al darlo a la estampa hoy, me complazco en ofrecerlo a la memoria del sabio, del compañero y del amigo.

Mi gratitud a William Johnson y a Ramón Xirau por la colaboración que me han prestado.

I. El Doctor Iluminado

Dice el padre Juan de Mariana —libro 15, capítulo 4 de la Historia de España— de los escritos de Raimundo Lulio: “Cosa de grande maravilla, que persona tan ignorante de letras, que aun no sabía la lengua latina, sacase como sacó a luz más de veinte libros, algunos no pequeños, en lengua catalana, en que trata de cosas, así divinas como humanas; de suerte, empero, que apenas con indulgencia y trabajo, los hombres muy doctos, pueden entender lo que pretende enseñar: tanto, que más parecen deslumbramientos y trampantojos con que la vista se engaña y se deslumbra, burla y escarnio de las ciencias que verdaderas Artes o Ciencias”. Y añade más adelante Feijóo, de quien es la cita: “De suerte que, hecho examen y análisis de la prolija información por la arte luliana, resulta hallarse en ella mucho de estrépito y casi nada más”. Fácil sería multiplicar las citas despectivas. Para concluirla baste recordar que la Historia literaria de Francia de Littré-Hauréau se abstiene de entrar en el examen de su Arte porque “sería no menos superfluo que fastidioso” y que Prantl, el gran historiador de la lógica occidental, tras haberlo intentado y no con la mejor fortuna, pide perdón al lector.

“Grande maravilla” es, en efecto, que a pesar de su confesada “ignorancia en las letras” llegara a escribir no 20 libros, como afirma Mariana, sino 243, contando sólo los conservados, que ya en vida mereciera el respeto de los más altos monarcas de la tierra y la veneración de religiosos y laicos y que, después de muerto, promoviera en el Renacimiento las más apasionadas polémicas y las elucubraciones más arriesgadas y dejara en la tierra, desde entonces y para siempre, ideas germinales y proyectos de salvación humana de la más palpitante y perenne actualidad.

Difícil sería hallar una personalidad más famosa, más apasionante, que haya suscitado reacciones y comentarios tan contradictorios, merecido tan despectivos desdenes y tan fervorosas exaltaciones. La falta de un conocimiento preciso de su función en la historia de las ideas ha dado lugar a todas las fantasías y a todas las leyendas.[1] Tan contradictoria es su figura que, en el aspecto teológico y místico, tras haber sido condenadas 500 de sus proposiciones por el papa Gregorio XI,[2] fue propuesto para la santidad y solemnemente beatificado, y en lo que respecta a su filosofía profana dos pensadores de reconocida genialidad y de convicciones no ciertamente contrapuestas, como Descartes y Leibniz, han podido decir de él, el primero, que la mayor parte de sus “instrucciones” más bien sirven “para hablar sin juicio de las cosas que se ignoran” que para conducir al conocimiento de la verdad y, el segundo, que su Arte magna es la genial iniciación de la idea de una combinatoria y, por tanto, de todo el desarrollo de la lógica moderna.

Ramón “el de la barba florida”

Frenético y arrebatado —“alma de amor y de fuego”—, largo tiempo perdido en los limbos de la leyenda, al adquirir cuerpo y figura real y precisarse en los anales de la historia, gracias a los esfuerzos de los eruditos, lejos de disolverse la leyenda en la realidad, transfigúrase la realidad con la aureola de la leyenda. Su vida es la culminación del milagro. De ordinario, la biografía de un hombre se dibuja sobre la faz del mundo. Aquí, el mundo queda absorbido en la profundidad de un alma, que lo domina y lo trasciende, como un islote perdido en el horizonte infinito del océano. Alma insular —hondero intrépido— “no tornó su piedra al mundo”. Quedó el mundo prendido, por la trayectoria sutil de sus pensamientos, en el centro luminoso de las almas.

Nacido en Mallorca, recién conquistada e incorporada a la universalidad de la conciencia cristiana, gracias a los esfuerzos de Jaime I, a cuyo servicio estuvo su padre, sueña, desde muy temprano, para el mundo entero, una suerte análoga. Su vida es la trayectoria de este sueño. Al servicio de esta cruzada de redención universal pone su vida, su cuerpo y su alma, su pensamiento, su esfuerzo, su amor, con arrebato inextinguible, hasta la muerte. Es la preformación encarnada de Don Quijote —¿no diríamos, mejor, que Don Quijote es su proyección tardía, desencarnada, espectral?—, Quijote de carne y huesos, incondicionalmente consagrado, con ademán caballeresco, al rescate de la humanidad para la ciudad de Dios.

La juventud le prodiga todos los deleites, paje del rey de Cataluña, “senescal” del rey de Rosellón y de Mallorca, bello de alma y de cuerpo, vigoroso, extremado, “loco”… el mundo le brinda toda la riqueza de su pompa sensorial. “Loco fui desde el comienzo hasta los 30 años.” Ni el matrimonio ni la paternidad fueron bastante para templar su desenfreno ni para “huir de las obras y los hechos en que la lujuria lo han corrompido y ensuciado”… No tarda, empero, en florecer el milagro. Voces del cielo interrumpen la elaboración de sus trovas profanas. Tras desvelos e insomnios, un día, de pronto, se le aparece Cristo clavado en la cruz. La aparición se repite dos, tres, hasta cinco veces. Desde aquel punto “el amigo echó de su cámara todas las cosas a fin que en ella cupiera el Amado”… “Culpas y entuertos dejó al arrepentimiento y a la penitencia, deleites temporales dejó al menosprecio; a sus ojos dejó lágrimas y a su corazón, suspiros y amores.” El senescal del rey —enamorado, caballero y trovador— se convierte en caballero y trovador de Dios. Los amores del mundo se truecan en un único y arrebatado amor.

Una sed insaciable de consagración y de martirio arrastra su vida en un torbellino inextinguible. “El amigo deseó todos los días vestiduras rojas.” Ermitaño, peregrino, maestro, predicador, caballero andante de la fe, recorre todos los caminos, se acerca a todas las potestades, hace sentir su voz por todos los ámbitos de la tierra. Santiago, Montserrat, Roma, Andalucía, Francia, Inglaterra, Alemania, Argelia, Túnez, Chipre, Malta, Etiopía, Tartaria, se hacen familiares a su paso. En los senderos y en los bosques, en los mercados y en las plazas, entra en contacto con todos los estamentos y estados —pastores y cortesanos, frailes y mercaderes, prostitutas, juglares, señores y peregrinos, judíos, moros, gentiles, cristianos…—. Huésped de reyes y emperadores, se dirige a los más altos jerarcas de la tierra, increpa con enérgica reconvención a los papas, enseña en las universidades de más prestigio —París, Montpellier, Nápoles…—, hace sentir su voz en capítulos y concilios, discute con los más famosos filósofos árabes y cristianos —con Homar en Túnez, con Ramón de Penyafort en Barcelona, con Duns Escoto, los averroistas latinos y Guillermo de Occam en París… En la montaña de Santa Genoveva, la juventud estudiantil sigue apasionadamente las enseñanzas de Ramón “el de la barba florida”.

Una idea le guía en todas sus andanzas: la salvación ecuménica mediante la depuración de la conciencia cristiana y la conversión de “todos” los infieles. Para lo primero formula una utopía, la primera de las grandes utopías que florecieron a partir del Renacimiento; para lo segundo proyecta la organización de una inmensa cruzada. Con ello prefigura claramente la aspiración de los mejores en la España de los siglos XV y XVI —Luis Vives, los Valdés, Victoria…—.

La idea de la cruzada desfallecía en Europa tras una serie de desalentadores fracasos; el más reciente e impresionante fue para Llull el de su rey y protector Jaime I. La voz de Ramón se une al coro de todos los que aspiran a la renovación de la heroica epopeya. Traza incluso un plan de campaña tras un estudio minucioso de todas las posibilidades políticas y estratégicas. No fue, sin embargo, ésta su originalidad. Lo peculiar y único, lo que le convierte —con san Francisco— en un claro precursor de la empresa misionera de España en el mundo —J. Motolinía, Vasco de Quiroga, Sahagún, Las Casas…— y, más tarde, de la vocación de la ciencia misionera universal es la rápida majuración de una iluminación germinal ocurrida en el monte de Randa a raíz de su conversión. Merced a ella, la cruzada guerrera pasa a un lugar secundario y llega incluso a serle indiferente y aun en ocasiones hostil. La idea luliana —su única Idea— es la de convertir la Iglesia cristiana —previamente depurada— a una alta empresa misionera conducida y únicamente orientada por el intelecto y el amor.

De ahí que el término de todas sus correrías fuera siempre y con renovada insistencia la tierra de los infieles y principalmente los reinos musulmanes del norte de África; su punto de partida y base de refacción espiritual: Cataluña y especialmente la corte de Montpellier —donde reinaba a la sazón el rey Jaime II, su protector— y el solar de Mallorca —Randa, Miramar…—. Todo lo demás era auxiliar e instrumental. Era preciso templar el propio espíritu —de ahí los ermitajes y las peregrinaciones—, buscar, convencer y hallar el apoyo de los grandes de la tierra —de ahí sus insistentes visitas a príncipes y prelados, a reyes y papas— y reafirmar sus ideales y la seguridad de sus métodos mediante el contacto con los grandes centros de cultura universitaria y las personalidades más eminentes de la ciencia universal.

El crisol hispano

Sólo en España podía germinar semejante idea. El resto de Europa, acosada durante largo tiempo por las incursiones de los bárbaros y apenas segura de haber levantado el sitio secular, vivía encerrada dentro de los muros de su cestillo roquero, desconfiada y arisca. Fuera de su cerca era la gentilidad, algo vago, exterior, remoto, desconocido, extravagante, hostil. En estas condiciones, una vez en posesión de sí misma y al germinar la idea de una posible unidad cristiana, no era posible pensar en otra cosa que en la guerra. Era preciso levantar el sitio, organizar una milicia sagrada —las órdenes caballerescas—, conquistar por las armas el Santo Sepulcro, reducir a los gentiles a la fuerza de la propia ley. Es el aspecto ideal de las cruzadas, la más alta empresa de la Europa feudal.

Sin embargo, en el mundo gentil no era todo barbarie. La barbarie irrumpía en incesantes olas del norte. En el oriente y el mediodía, remotas e ignoradas, dos grandes culturas florecían en el apogeo de su gloria. Mientras el occidente se debatía en una lucha de vida o muerte, la esencia más pura de su tradición —la civilización grecorromana— era incorporada, asimilada y reelaborada por dos pueblos de la más delicada estirpe: los judíos y los árabes. Merced a ellos, las ideas y las creencias del viejo Imperio —de Constantinopla a Siria, de Damasco a Alejandría—, a través del norte de África, alcanza su más alto florecimiento en el califato de Córdoba. La cultura clásica da la vuelta al Mediterráneo. Por largo tiempo lo mejor de la cultura antigua se halla fuera del corazón de Europa.

España se convierte en el centro del gran crisol que arde en las cuencas del mar latino. Abierta a los cuatro vientos del espíritu, en sus reinos se cruzan las tres grandes constelaciones de la cultura universal a la sazón en auge. Cristianos, árabes y judíos adquieren clara conciencia de su común ascendencia grecorromana y judaico-cristiana. Córdoba hace sentir todo el poder de su irradiación ecuménica. Averroes, Maimónides… afirman su personalidad henchida de presagios.

Las necesidades de una larga convivencia aciertan a crear hábitos de liberalidad y de democracia. En determinados momentos, en todos los reinos —cristianos y mahometanos— se reconoce la más amplia libertad espiritual y religiosa y la igualdad jurídica y social entre los miembros de las diversas creencias. Las circunstancias de la vida fronteriza atenúan las condiciones de la organización feudal o aun borran lo más esencial de su fisonomía. No es extraño que en las plazas públicas se levanten púlpitos para elevar a estilo las polémicas de la vida cotidiana. En el contacto personal, la conversación y la discusión acercan los hombres a los hombres y tienden a borrar el abismo entre las religiones y los pueblos. Así, en Barcelona y en plena cristiandad pudo florecer libremente el espíritu judío en la personalidad del filósofo Gresques. No era raro ni inaudito que de la discusión surgiera la luz y que, por vía pacífica, se realizaran a diario conversiones. Recuérdese el caso peregrino de Anselmo de Turmeda. Mahomet de Ricoti obtiene del príncipe Alfonso la autorización para fundar en Murcia una escuela donde colaboran en libre convivencia castellanos, judíos y moros y donde se emplean de consuno los idiomas árabe, hebreo, latín y castellano. En posesión de la realeza, Alfonso el Sabio funda más tarde en Toledo la denominada “escuela alfonsina”, donde se renuevan las glorias que un siglo antes alcanzara la escuela de traductores de don Raimundo. En el palacio real de la ciudad de Toledo colaboran en íntima amistad los sabios más destacados de todos los reinos. En la corte barcelonesa, el rey Jaime I tiene como secretario privado al destacado judío Jahuda Bonsenyor.

En España y gracias a la labor de las escuelas de traductores de Cataluña y de Toledo se abren las puertas de Europa y se inicia la evolución espiritual que, pasando por París y Oxford —santo Tomás, Duns Escoto— a través de dos siglos, conduce finalmente al Renacimiento.

La experiencia de aquel trato, generoso y abierto, desprendido y liberal, alcanzó su punto culminante en la isla de Mallorca, recién incorporada a la comunidad cristiana. La convivencia entre árabes, judíos y cristianos se hace allí más estrecha y más indispensable que en parte alguna. La inminencia de las costas andaluces y africanas proyecta sobre ella el resplandor del Islam. Situada en el centro del crisol mediterráneo, la posibilidad de una cruzada espiritual que, elevando a empresa universal las discusiones que a diario se sostenían en todas las ciudades de España, incluyera en la conciencia cristiana, mediante el convencimiento y el amor, a todos los reinos excluidos de la gracia, se hallaba en ella preformada.

Abrirse sin reserva al mundo e impregnar el mundo, mediante la propia entrega, de las más puras esencias del espíritu cristiano. He ahí la idea de Ramón Llull. No otra será la aspiración suprema de los pensadores adscritos a la Philosophia Christi que informaron la más íntima inspiración de la expansión española de los siglos XV y XVI y la de los más destacados misioneros de América.

En Mallorca, ermitaño en el monte de Randa, germina la idea en el alma de Ramón lo foll. No basta el afán. Es preciso un instrumento seguro. Dios es amor. Por amor crea el mundo mediante el Verbo. Y el Verbo es el logos, la Razón. Toda la filosofía de Ramón Llull nace de aquel afán, obedece a aquella necesidad y descansa en esta convicción. De ahí la idea de los dos grandes árboles —el árbol de conocimiento y el árbol de amor—, de las dos grandes disciplinas —ciencia y amancia— y de la urgencia de crear un instrumento para dominar “con arte” todas sus articulaciones desde la raíz hasta las flores y frutos. En posesión de un alma ardiente, sembrada con las simientes de la luz divina, es preciso afinar el instrumento, articular con precisión minuciosa una lógica del amor y una lógica del intelecto. Si lo logramos, se iluminarán ante nosotros todas las escalas que conducen a Dios y tendremos a mano el método indispensable para demostrar las articulaciones esenciales del mundo y las relaciones del mundo con Dios y de Dios con el mundo. Sólo faltará manejarlo con fervor y “coraje”, para levantar el mundo en vilo a la comunión de la gracia. De ahí el afán jamás abandonado de escribir “el mejor libro del mundo”, la idea obsesionada del Arte magna y de todas las innumerables “artes” mayores y menores que la preparan o le sirven de complemento.

La filosofía cristiana

Sería una insensatez afirmar que la Edad Media no es cristiana. El espíritu medieval es, acaso, la más perfecta encarnación del cristianismo militante. No lo es tanto pensar que la filosofía medieval no es “todavía” una filosofía enteramente cristiana. Desde hace algún tiempo se tiene por averiguado —gracias sobre todo a las investigaciones de la escuela de medievalistas de París— que el pensamiento moderno empieza mucho antes de lo que generalmente se había imaginado. Ya desde el siglo XIII —santo Tomás, Duns Escoto, el Dante…— aparecen los gérmenes y las ideas que conducen a él. Pero, a nuestro entender, el problema es mucho más grave. Hasta aquel momento la filosofía cristiana había vivido pacientemente envuelta en los restos de la ideología pagana. Entre el espíritu cristiano y el manto que la abrigaba hay un conflicto acaso irreductible no percibido en toda su gravedad. Lo sintió en los más íntimo san Agustín y, con él, los mejores entre los Padres de la Iglesia. De ahí la lucha entre los clasistas platónicos y los místicos irracionalistas —san Clemente, Tertuliano…—. Poco a poco, gracias a ciertos aspectos del pensamiento agustiniano, se llega a un acoplamiento confortable. El espíritu cristiano hace las paces con la razón helénica.

En el siglo XIII, al entrar en contacto directo con el pensamiento antiguo, por la presencia de los grandes pensadores cordobeses, se percibe de nuevo en toda su magnitud la raíz del grave escándalo. Es el choque de la mentalidad griega —lógica y geométrica— con el espíritu amoroso del alma evangélica. Santo Tomás —lleno de moderación, de ecuanimidad, de parsimonia— es el supremo intento de reconciliación.

El conflicto es, sin embargo, grave. El logos griego es intemporal, eterno. El tiempo se reabsorbe en la eterna presencia. La estructura de las ideas o de las formas es perennemente idéntica a sí misma. Y es, en su presencia eterna, claridad, separación, exterioridad. Es un mundo natural, exterior, escultural o arquitectónico.

El mundo cristiano es interioridad y amor, actividad, movimiento, fervor, afán… En su centro se hallan la temporalidad y la historia. Lo fundamental —la verdadera realidad— se revela en la historia sagrada que se desarrolla en un proceso que va de Dios al hombre para ascender de nuevo desde el hombre a Dios. La historia intemporal de Dios se refleja en la historia dramática del hombre. Dios crea el mundo por amor. La caída del hombre escinde el mundo y abre ante sus ojos el abismo del bien y del mal. Para redimir al hombre y al mundo baja Dios al mundo en la figura de su Hijo encarnado. Con ello recobra el mundo la posibilidad de la gracia y se organiza en el cuerpo ingente de la ciudad militante que aspira y es capaz de conseguir el triunfo final. Es la ciudad de Dios.

En esta historia sacra que va de Dios al hombre y retorna del hombre a Dios, la naturaleza pierde su autonomía y la perennidad de sus leyes necesarias. El mundo griego era un mundo natural. La naturaleza era su modelo ingente; la naturaleza y el hombre en su realidad natural y racional. En el mundo cristiano desaparecen la naturaleza y el hombre natural. La naturaleza pasa a ser un momento transitorio, un islote perdido en el océano de lo sobrenatural. La realidad es espiritual, Dios es espíritu y, en tanto que espíritu, amor. El mundo, escenario de la tragedia humana y divina, es, al propio tiempo, revelación y presencia de Dios.

Nada más alejado del racionalismo helénico. A la claridad de las ideas se opone la reverberación del misterio, al cálculo matemático la inspiración profética, a las articulaciones necesarias de la razón la certidumbre inconmovible de la fe.

En la raíz originaria del tronco cristiano se halla, sin embargo, ya inscrita la primera palabra conciliadora. Conciliación y paradoja. Dios es amor. Pero en lo más íntimo de su naturaleza personal alienta el Verbo. Por la abundancia rebosante de su amor crea Dios el mundo. Pero el instrumento de su obra es el espíritu racional. Las ideas platónicas se convierten en el instrumento de la creación por amor. Su estructura luminosa queda impresa en la faz del mundo. Y en el interior del hombre habita la verdad. De ahí la interpretación franciscana. El mundo no tiene sentido por sí mismo. Pero lo adquiere en tanto que en él se nos revela la faz de Dios. En dos formas se revela Dios al hombre: mediante el Libro —la Biblia— que es un mundo y mediante el mundo que es un libro. No hay más que aprestarse a interpretar su lenguaje enigmático para hallar en uno y otro las huellas indelebles del espíritu de Dios. Mediante el amor y el logos, impreso en la fábrica del mundo y en el espíritu del hombre, el hombre absorbe en su alma el mundo, lo ilumina, perfora su masa opaca, lo trasciende y a través del mundo, tendido a sus pies, halla en la cumbre de todas las “escalas” la presencia luminosa de Dios. Florece el árbol de Porfirio. De ahí la tarea coadyuvante de la filosofía y de la mística. Géneros y especies, categorías y símbolos, llevan por caminos distintos, pero convergentes, a la corona suprema de la sabiduría teológica.

La empresa luliana aparece, a esta luz, clara. Es a primera vista desconcertante que en la misma persona y en la unidad de una misma evolución personal hallemos al místico y al racionalista. Dentro de los límites de la moderación habitual no es ello precisamente insólito. No hay más que recordar a algunos de los más conspicuos entre la falange franciscana. Lo extraordinario en Ramón Llull es el radicalismo, la exasperación, con que intenta proceder en una y otra dirección. Es sorprendente en un espíritu de afán tan coherente y tan unitariamente polarizado. La explicación aparece, sin embargo, transparente, si no se pierde de vista su afán obsesionado y la incondicional entrega con que se consagra a él. Es la idea misionera de salvación universal. La dualidad de vías adquiere organización y sentido en la raíz vital que le presta aliento y forma. Para convertir a los infieles es preciso llegar a Dios y llevar la presencia divina a todos los jirones desgarrados de la humanidad ecuménica. Para los que se encuentran en el “huerto sagrado de la gracia” basta el camino del amor. El intelecto puede a lo sumo esclarecerlo. Para los que permanecen fuera de él, sin prescindir del amor, antes llevándolo a su más fervorosa expresión, es preciso acudir al rigor de la demostración lógica. Sólo las “razones necesarias” pueden conducirlo, sin vacilación, a la verdad y a la fe. No se olvide que Dios es también logos —Verbo y luz— y que el logos tiene fuerza constrictiva. Nada puede oponerse a la fuerza de sus razones. Para el cristiano bastan el arte y los árboles de amor. Para los infieles, sin dejar de acudir a ellos, es preciso descubrir un arte de invención y de demostración lógica y organizar el gran árbol de la ciencia en todas las ramificaciones de su sólido tronco. En el primer caso, es el logos instrumento del amor. En el segundo, su motor y su lumbre ardiente. Es preciso acercarse a los gentiles con amor tal que no vacile ante el martirio. Traídos a la comunidad del diálogo, es necesario inventar un instrumento —un arte— que haga del cristianismo una fuerza irresistible de contrición racional. Es preciso demostrar todos los dogmas por “razones necesarias”, incluso los que a primera vista más alejados parecen de la luz de la razón —la Trinidad, la Encarnación del Verbo, la Inmaculada concepción de la Virgen—.

¿Cómo racionalizar en tal forma el contenido de la fe que resulte irresistible aun para aquellos que no la poseen?

Tal es el principio rector de todas las artes e instrumentos y el del Arte magna que los resume y los corona. Dios es razón. El hombre lleva en la mente impresa la razón divina. El mundo —creación de Dios— tiene en su raíz las articulaciones necesarias de la razón. Dadas estas premisas, la solución del magno problema resulta sin más de la naturaleza de las cosas. Para llevar al hombre a Dios no habrá más que buscar y precisar las simientes de verdad que se hallan en la mente de Dios, en el espíritu del hombre y en las raíces del árbol cósmico. Estas simientes son esencias, ideas o formas, en el sentido platónico. En esto Ramón Llull es de un realismo radical. Es preciso destacar las ideas primitivas —las “dignidades”—, principio de toda posible combinación, y descubrir las leyes de sus combinaciones posibles y necesarias. En posesión de ambas cosas —las ideas y las leyes de su posible combinación— tendremos, en principio, la clave del mundo y de las relaciones necesarias del mundo con Dios. Mediante una técnica adecuada nos hallaremos en condiciones de realizar todas las combinaciones posibles y de deducir, en el entrecruce de ellas, todos los mundos posibles y, entre ellos, el real, pues el mundo real es evidentemente uno de los mundos posibles. Es la idea de la combinatoria. En su arquitectura íntima encontraremos la anhelada “escala” que nos permita ascender, por razón necesaria, a la fuente de toda razón y descender desde ella a sus infinitas ramificaciones. Y esta lógica será no sólo demostrativa —como la de las Sumullas de Pedro Hispano— sino también inventiva, que no sólo nos permitirá declarar y esclarecer el contenido de la fe, sino también descubrir lo ignorado e incógnito.

No será en pleno siglo XVII la idea leibniziana de la Machina combinatoria sive analitica y de la Característica universal que debían servir, según Leibniz, de Instrumentum algebraicum para la reducción de todas las ecuaciones. Leibniz declara de modo explícito y repetido su fuente luliana. Tal es el origen de la lógica algorítmica contemporánea. Una y otras se inspiran en un principio de universal racionalización. La única diferencia entre ellos es que en Ramón Llull, y aun en Leibniz, la arquitectura lógica descansa en una estructura metafísica, en nuestro caso la ontología platónico-agustiniana de la tradición franciscana, y es en Lulio instrumento de conversión y de salvación, mientras que entre la mayoría de los modernos, decapitado el mundo de su corona divina, el instrumento lógico queda flotando en el aire a riesgo de disolver la razón en la sinrazón, y es instrumento de dominio del mundo mediante la física y la mecánica. Al servicio de Dios o al servicio del mundo, el pensamiento es en lo sustancial el mismo: una lógica universal e inventiva capaz de reducir todas las cosas a los cánones de la razón.

El gran problema de la filosofía cristiana —el problema de nuestros días— fue y sigue siendo la conciliación de sus dos grandes principios fundamentales: el Verbo y el Amor, el Hijo y el Espíritu. No importa que demos a estos principios un sentido literal, acorde con la dogmática, o un sentido simbólico y meramente metafísico. Es la oposición entre la luz que ilumina las tinieblas y la fuerza creadora o destructora —fáustica o mefistofélica—, amorosa o demoniaca. En un principio era el Verbo. Pero Dios es amor. Y es poder. Leibniz nos hablará de una razón creadora; el mundo es el cálculo de Dios. De ahí el racionalismo y la fe ilusionada en el progreso racional. Pascal —entre el abismo de los dos infinitos que dan al hombre la medida de su grandeza y de su miseria— busca en lo más profundo del alma humana razones del corazón que la razón no puede comprender. No se olvide la decisiva influencia de Ramón Martí, otro catalán, contemporáneo de Ramón Llull, en la apologética pascaliana. La razón busca a Dios. El espíritu místico trata de proveerse de “razones” —es la idea de la amancia—. Tal es, a la par —a través de Rousseau—, el origen de la dialéctica romántica fundada en una lógica de las contradicciones y el de la filosofía existencial de Kierkegaard y de Unamuno, de tan amplias repercusiones en la conciencia contemporánea. El problema del destino del hombre, del sentido de la historia y la cultura humana, que se halla en el centro de las preocupaciones actuales, no es sino la última y más radical manifestación de la oposición originaria entre la fuerza propulsiva —divina o diabólica— y la validez de las normas luminosas del Verbo, que con tan extremada intensidad gobernaron la vida y la obra de Ramón Llull. De ahí el carácter ardiente, exasperado, extremado, de una y otra.

No hay que insistir en el carácter ingenuo y aun pueril de muchos aspectos del arte luliano. En su conformación intervienen todos los artificios del arte adivinatorio más otros muchos que le prestan la fogosidad de su imaginación primaveral —formas geométricas, cuadrados, círculos, triángulos, artificios simbólicos, colores…—. En el centro de su encanto germinal arde la chispa del genio.

“Procurador de infieles”

En posesión del instrumento, no tendremos más que poner a su servicio los poderes de consagración derivados del árbol simbólico de amor y de su estilización artística. Los infieles podrán ser traídos, mediante razones necesarias, a la verdad de los misterios cristianos. Es la obsesión de Ramón lo foll. Toda su vida y toda su obra arden en su llama.

El Árbol de filosofía de amor, el Libro de contemplación, Los cien nombres de Dios, el Arte amativo, el Libro del amigo y del Amado, los poemas místicos… su apostolado y su martirio tienen su raíz en la convicción franciscana de la potencia creadora suprema del amor. El Arte inventiva, la Lógica nova, el Árbol de la ciencia, el Arte demostrativa, el Libro del ascenso y del descenso del entendimiento… las continuas disquisiciones dialécticas, diseminadas en todas sus obras, descansan en la convicción de que al servicio del amor o impulsada por su fuerza la potencia de la razón no tiene límites.

En su mística y en su lógica es evidente la influencia arábiga. En ella se baña en virtud de su actividad fronteriza y polémica. Su última inspiración es, sin embargo, cristiana y franciscana. En su racionalismo influye poderosamente la situación del mundo musulmán y muy especialmente la convicción —fundada en una experiencia cierta— de que el Islam ha perdido la confianza de su fe y necesita hacerla descansar en razones necesarias. En aquella crisis del Islam —certeramente visto por Ramón Llull— tiene su último fundamento la ulterior expansión del racionalismo a partir de las discusiones con los averroistas latinos de París, en la cual fue Ramón uno de los héroes singulares. Esta convicción, sentida con vivacidad merced a las discusiones personales con los filósofos musulmanes contemporáneos, es para él aliciente y acicate. Sin embargo, la raíz y la fuente de su racionalismo se encuentra en la tradición platónica cristiana que se remonta a san Agustín.

El carácter instrumental, al servicio de la vida y de la salvación personal y ecuménica, que atribuyó siempre a sus libros —y en particular a las grandes artes y árboles— explica el amor fervoroso que les profesaba. Consigo los llevó siempre. Con él viajaron y naufragaron. Con exquisita predilección los cita y les atribuye un destino al formular su testamento. En una crisis suprema de su vida, puesto a elegir entre la salvación de los libros y su propia condenación eterna o el sacrificio de aquéllos y la posibilidad de su propia salvación, opta sin vacilar por la primera alternativa. No son la obra erudita de un sabio, son el instrumento indispensable y único para la salvación del hombre.

No basta, empero, la posesión del instrumento. Para dotarlo de eficacia es preciso galvanizar una falange apostólica que lo ponga a su servicio bajo la dirección de la más alta autoridad terrestre. Y ello supone la organización de centros de formación intelectual y apostólica. Colegios de misioneros orientados en las altas disciplinas del intelecto y del amor. La fundación de Miramar —en uno de los lugares más bellos de la tierra— es el primer fruto de su vocación. Bajo la alta protección de Jaime II de Mallorca y de Rodolfo de Habsburgo —el Emperador del Blanquerna—, allí se retira con 12 compañeros, a ejemplo de los 12 apóstoles de Jesús.[3] Cabe una fuente —la fuente eterna de los apólogos lulianos—, “entre la vinya i el fenollar” se inicia la severa disciplina. Bajo los pies, el abismo. Ante los ojos, la inmensidad azul en que se funden el cielo y el mar. En el límite inmediato los pinos —“los pinos hermanos en tierra y ambiente”— y la silueta, grávida de pensamiento y de esfuerzos, de los olivos centenarios. En todos los libros de Llull murmuran frondas. Símbolo de su pensamiento es el árbol.

Por motivos que se ignoran, el Colegio de Miramar desaparece, tras breve existencia, no sin que de él hubiera salido una generación de misioneros. Con el regido en Barcelona por Ramón Martí, fue la primera escuela de lenguas orientales de Europa.

Ramón Llull carecía de armas eficaces para la propagación de la fe. Ya en su juventud esta preocupación le llevó a asociarse a un muchacho moro que le enseñara la lengua arábiga. La idea cunde en la fundación de Miramar. Fracasada ésta, con enconada persistencia, logra más tarde del papa que se instituyan cátedras de lenguas orientales en las universidades de Salamanca, Oxford, París y Bolonia y consigue que el concilio de Vienne —al cual acude personalmente a pie— acceda a la de múltiples centros de índole análoga en los diversos países cristianos. La Universidad de Alcalá, fundada por el cardenal Cisneros, será la consagración definitiva de aquel designio germinal. También en ella el estudio de las lenguas orientales y clásicas estará al servicio de la formación de una selección sacerdotal y misionera. En Miramar se encuentra el germen del Instituto de Propaganda fidei, de la ciencia de las misiones y de la organización universal de la acción misionera.

“Muchas veces, durante mi estancia en Roma, estuve delante del altar del bienaventurado san Pedro: lo vi muy adornado y tachonado con gran profusión de luces y vi al señor papa, asistido de muchos cardenales, celebrar misa de pontifical y vi un coro sonoro celebrando en alta voz las glorias de Nuestro Señor Jesucristo. Pero hay otro altar, que es el ejemplar prototípico de todos los altares y cuando lo vi, delante de él ardían sólo dos lámparas y una de ellas estaba rota.”

Encontrarse entre la magnificencia de la corte pontifical, símbolo de la Iglesia terrena y la extraordinaria pobreza del Sepulcro de Cristo, símbolo del cristianismo eterno, enciende la más ardiente indignación en el alma de Ramón “el mentecato”. Insinúa, ruega, demanda, increpa… Con exasperada voz exige una reforma que salve de la degradación a la Iglesia militante y le otorgue la dignidad moral que es, ya de por sí, persuasión y ejemplo. Es necesaria y urgente una reforma interior de la Iglesia en todas sus jerarquías y grados. Sólo mediante ella será posible proyectar el resplandor de su cuerpo sacro sobre la inmensidad del mundo y construir sobre la tierra una verdadera y única cristiandad. De ahí la gran utopía. La organización impuesta por Blanquerna —elegido papa— da una idea precisa de los ideales que la animaban. No se hallan muy alejados de los programas propuestos al emperador Carlos V por Luis Vives, Manuel Valdés o Francisco de Victoria. Es el anuncio de todas las utopías del Renacimiento. En ella es Ramón Llull el primer navegante de altura. En la organización de la humanidad futura se halla claramente formulada la idea de un organismo universal de naciones libres y la del arbitraje internacional obligatorio.