Vínculos - Antxiñe Mendizabal Aranburu - E-Book

Vínculos E-Book

Antxiñe Mendizabal Aranburu

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Beschreibung

En un recorrido que comienza en 1941 y llega hasta nuestros días, esta espléndida novela nos relata la historia de una familia pamplonesa a través de tres mujeres de tres generaciones diferentes —Matilde, Teresa y Amaia—, tres matrioskas que buscan a sus madres y al mismo tiempo reniegan de ellas. Esta primera novela de Antxiñe Mendizabal, escritora principalmente de literatura infantil y reconocida editora, fue originalmente escrita y publicada en euskera, captando la atención de la crítica ante esta historia formalmente ambiciosa, muy bien documentada y llena de emoción en su mesura. La narración va reflejando, como si de un espejo itinerante se tratara, las formas de vida, modas y sucesos de cada época, hilando así una vívida crónica de las tensiones, luchas y cambios sociales. Pero además de la Historia con mayúscula, conoceremos también otras muchas historias personales: las de los componentes de la familia Echaluce, las de sus parientes, sus empleadas, sus amistades y sus enemigos. Pero, sobre todo, este es un intenso y conmovedor relato sobre los Vínculos entre madre e hija: una relación difícil, compleja y dolorosa, construida por sentimientos contrapuestos, y que, al igual que algunas bebidas, en un primer trago nos quemará la garganta, pero nos calentará el alma durante mucho tiempo.

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«De los matrimonios apresurados al consultorio de Elena Francis, de las maternidades obligadas al anhelo de independencia, Vínculos es la exploración de una herida colectiva, la femenina, a través de tres generaciones de mujeres. Una necesaria memoria histórica de lo doméstico y lo —cada vez menos— domesticado, como si el Bordados de Satrapi mutara en tiempo y coordenadas geográficas». —María Bastarós

«La novela teje un completo tapiz de la sociedad franquista y posfranquista de Pamplona gracias a los numerosos hilos y personajes secundarios que se entrecruzan, poniendo en evidencia que la sociedad, al igual que los personajes, está compuesta de múltiples capas. El libro es una ficción en la que se entrelazan el régimen, la resistencia política, la Historia y otras muchas pequeñas historias». —Ibon Egaña, Deia

«Mendizabal ha publicado una Novela, con mayúscula, que ha despertado en mí envidia como escritora, admiración y, sobre todo, agradecimiento. El libro narra las vidas de tres generaciones de una familia franquista de Pamplona, de 1941 a 2005, prestando especial atención a las relaciones madre-hija, a la violencia conyugal, a los deseos reprimidos y a la herencia que recibimos, en un relato que cuida al detalle el ambiente, la tensión entre las palabras, el telón de fondo histórico así como la complejidad de los personajes. Contada con un lenguaje comedido y sin alardes, elegante, la novela resulta conmovedora». —Uxue Alberdi, Berria

«En esta novela la autora ha intentado mostrar “la relación entre una mujer que no quiere ser madre y una hija que se siente huérfana de madre”, valiéndose para ello de voces muy diversas: “La madre represora, la que no quiere ser madre, la que se siente incapaz, la hija que vive con la añoranza de una madre, la joven que tiene que abortar, la que ha sufrido abusos… En el fondo, se trata de una historia construida con las voces de madres e hijas frustradas”, cuyos vínculos se representan mediante la imagen de las matrioskas: “Siempre me han parecido muñecas devoradoras de madres"». —Itziar Ugarte, Berria

«Una gran historia. Ambiciosa. Una bella y poderosa novela, un relato que permanecerá en nuestro recuerdo tras haberlo leído». —Xabier Mendiguren

«Vínculos es, ante todo, un ejercicio de memoria, así como una reflexión sobre dos realidades intrínsecamente ligadas, la maternidad y la vivencia de ser hija». —Nerea Azurmendi, Diario Vasco

Antxiñe Mendizabal Aranburu (Zumarraga, 1968). Escritora y editora de la editorial Elkar. Tras finalizar su etapa como periodista, empezó su andadura como escritora de varios libros de divulgación histórica. Después de algunos años dedicados a la literatura infantil, publicó su primer trabajo de ficción para adultos: Emakume burugabea (La mujer sin cabeza), una narración poética ilustrada, con la cual tuvo la oportunidad de subirse a un escenario con una versión propia creada a partir de la misma. Vínculos, publicada originalmente en euskera como Odolekoak, es su primera novela.

Fotografía: Arri Iraeta Irigarai

Vínculos

Antxiñe Mendizabal Aranburu

Traducción de Bego Montorio Uribarren

Autoría Antxiñe Mendizabal Aranburu

Traducción Bego Montorio Uribarren

Corrección Aingeru Epaltza

Diseño de colección y maquetación Rosa Llop

Imagen de cubierta Ursula Schulz-Dornburg

Producción ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición en español:

septiembre de 2022, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-99-8

Esta obra está sujeta a la licencia Creative Commons CC Reconocimiento-NoComercial-SinObra-Derivada 4.0 Internacional CC BY-NC-ND 4.0.

Los textos, edición, traducciones e imágenes pertenecen a sus autoras/es.

Este ebook es un proyecto financiado por Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte.

Edición original: Odolekoak, Elkar Argitaletxeak, S.L. (Elkar), 2020

Imagen de cubierta: Goris-Tatev, 2001

© Ursula Schulz-Dornburg

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

Ama-ri

Soy hija de una memoria…

Personajes

Matilde Echaluce Chivite: hija de Javier Echaluce y Lorenza Chivite.

Segundo Vilagude Souto: esposo de Matilde Echaluce.

Amparo Vilagude Echaluce: hija mayor de Matilde y Segundo.

Pablo Vilagude Echaluce: hijo mayor de Matilde y Segundo.

Martín Vilagude Echaluce: hijo menor de Matilde y Segundo.

Teresa Vilagude Echaluce: hija menor de Matilde y Segundo.

Javier Echaluce Chivite: hermano de Matilde Echaluce.

Conchi Arbizu Cruz: esposa de Javier Echaluce.

Virginia Echaluce Arbizu (Flora Aranda Sanz): hija de Javier y Conchi.

Sagrario Lumbreras Sagasti: esposa de Pablo Vilagude.

Alberto González Mora: esposo de Amparo Vilagude.

Ignacio González Berastegui: padre de Alberto.

Joseba Galparsoro Irizar: esposo de Teresa Vilagude.

Amaia Galparsoro Vilagude: hija de Teresa y Joseba.

Martín Galparsoro Vilagude: hijo de Teresa y Joseba.

Juan Galparsoro Zabala: padre de Joseba.

Martín Aramendía Arellano: hijo de Eusebio y María Nieves.

Esteban Aramendía Arellano: hermano mayor de Martín.

Jesús Aramendía Arellano: hermano menor de Esteban y Martín.

Micaela Galarza Ostiza: esposa de Esteban Aramendía.

Milagros Aramendía Galarza: hija de Micaela y Esteban.

Miguel Aramendía Galarza: hijo de Micaela y Esteban.

Felisa Barrenechea Martínez: esposa de Martín Aramendía.

Nieves Aramendía Barrenechea: hija de Martín y Felisa.

Clara Barrenechea Unanua: sobrina de Felisa.

Luisa Galarza Ostiza: criada de los Vilagude-Echaluce, hermana de Micaela.

Lucio Goicoechea Aracama: amigo de infancia de Luisa.

Felicitas Ramírez Castillejo: amiga de infancia de Matilde Echaluce.

Ángela Ezpeleta Jaurrieta: amiga de infancia de Matilde Echaluce.

Serapio San Juan Murugarren: esposo de Ángela Ezpeleta.

Fermín Ezpeleta Jaurrieta: hermano de Ángela.

Elías San Juan Ezpeleta: hijo menor de Ángela y Serapio; amigo de Martín.

Victoria García Urmeneta: modista.

Carmen Azpiroz Prat: falsificadora de documentos.

Santiago Mena Arrastia: vecino de la calle Jarauta.

Benita Etxandi Leoz: camarera del hotel La Perla.

Luis Etxandi Leoz: hermano de Benita, dantzari.

Cristóbal Aranguren Zabalza: médico de la familia Echaluce-Chivite.

Ramón Ansorena Hualde: médico.

Paulo Ansorena Arana: hijo de Ramón, médico de la familia Vilagu-de-Echaluce.

Mari Cruz Ansorena Arana: hermana de Paulo.

Delia Jiménez Clavería: miembro de la Comisión de Censura de la ciudad.

Laureano Mediavilla Osinaga: presidente de la Comisión de Censura de la ciudad y representante de la Asociación de Padres.

Dominica Inda Huici: miembro de la Comisión de Censura de la ciudad y esposa del secretario del gobernador civil.

Mariano Biurrun Errea: vicario, miembro de la Comisión de Censura de la ciudad.

José Ignacio Amunarriz Macaya: sacerdote, miembro de la Comisión de Censura de la ciudad.

Avelino Igea Cervera: miembro de la Comisión de Censura de la ciudad.

Calisto Jurio Larraza: responsable de cabina de la sala de cine Gayarre.

Domingo Azpiroz Landa: vicario de la parroquia de San Nicolás.

Consuelo Galdeano Chasco: prostituta.

Aurora Viñuales Árguedas: criada de los Echaluce-Chivite.

María Lizarbe Armendáriz: vecina de la calle Jarauta.

Damián Eraso Landa: esposo de María.

Faustino Romero Escudero: amigo de la familia Vilagude-Echaluce.

Jovita Baigorri Castro: esposa de Faustino.

Agustín Jauregi Gastón: párroco.

Mercedes Oteiza Nieto: maestra de Teresa Vilagude, monja.

Inés Garralda Zuñiga: amiga de la escuela de Teresa Vilagude.

Daniel Irigarai Alegría: compañero de escuela de Teresa.

Josetxo Latasa Vidaurre: vecino de Teresa.

José Bellot Ferrer: amigo de Martín Aramendía, valenciano.

Florencio Iglesias Sánchez: fugitivo del Fuerte de San Cristóbal, extremeño.

Reyes Iglesias Sánchez: criada de los Vilagude-Echaluce; hermana de Florencio.

Salvador Luzaide Mendibil: esposo de Reyes.

José Mari Luzaide Iglesias: hijo mayor de Reyes y Salvador.

Andoni Luzaide Iglesias: hijo menor de Reyes y Salvador.

Lourdes Luzaide Iglesias: hija de Reyes y Salvador.

Mariví Fernández Ibarguren: amiga del instituto de Teresa Vilagude.

Rosa Fernández Ibarguren: hermana de Mariví.

Herminia Ibarguren Murugarren: madre de Mariví y Rosa.

Valentín Fernández Cano: padre de Mariví y Rosa.

Mikel Álvarez Belaskoain: amigo de Mariví y Andoni.

Manu Sueskun Igea: amigo del barrio de Mariví.

Mari Puy Ugarte Garciandía: novia de juventud de Miguel Aramendía.

Ignacio Ugarte Gurrea: abuelo de Mari Puy.

Manolo Ochoa Gutiérrez: conocido homosexual de la ciudad.

Jean-Luc Grimard: esposo de Nieves Aramendía.

Pilar Ovejero Gutiérrez: segunda esposa de Martín Aramendía.

Beatriz Itoiz Saralegi: amiga de la universidad de Teresa Vilagude.

Alfonso Mendieta Preciado: ginecólogo.

Faustina Sanz Melero: madre biológica de Virginia Echaluce.

Bixen Aranburu Zaldibar: amigo de Joseba Galparsoro.

Héctor Subijana Ochotorena: pintor.

Lucas Aldalur Murgia: profesor de cerámica de Teresa Vilagude.

Lutxo Legorburu Arrastoa: compañero de clase de francés de Teresa.

Adrián López Goiburu: vecino de Teresa.

Arantxa Urzelai Arizti: amiga de Teresa Vilagude.

Belén Balerdi Epelde: niñera en casa de los Galparsoro-Echaluce.

Esther Laskorain Imaz: profesora de historia de Amaia Galparsoro.

Pello Laskorain Imaz: hermano menor de Esther.

Xabier Laskorain Imaz: hermano menor de Esther.

Julia Imaz Zugaza: madre de Esther, Pello y Xabier.

Ricardo Laskorain Agirretxe: padre de Esther, Pello y Xabier.

Santos Laskorain Agirretxe: hermano de Ricardo.

Sorkunde Amatriain Otazu: pareja de Pello.

Manex Laskorain Amatriain: hijo de Pello y Sorkunde.

Uxue Laskorain Muguruza: hija de Xabier.

Iñigo Soraluze Larretxea: expareja de Esther.

Sabina Otamendi Zurutuza: terapeuta de Teresa Vilagude.

La memoria de la violencia

Año 1941

10 de agostoAntes de quedarse solterona

«… La señorita Matilde Echaluce lucía un elegantísimo vestido de novia. El cuerpo era blanco, de crepé satinado, con el velo sujeto por un tocado de flores de azahar. Una niña de rostro angelical, ataviada con manguitos confeccionados con las mismas flores, sujetaba la cola de la novia. La unión fue bendecida por don Domingo Azpíroz, vicario de la parroquia de San Nicolás, quien pronunció un sentido sermón repleto de hermosas palabras. La ceremonia se celebró a las cuatro y media de la tarde. Tras el enlace, se ofreció a los invitados una opípara merienda en el restaurante del hotel La Perla. Según hemos podido saber, los recién casados pasarán su luna de miel en la distinguida ciudad de Biarritz».

Durante el desayuno, Segundo lee complacido, en voz alta, la información sobre el enlace nupcial que aparece en la sección de sociedad. Haciendo caso omiso del periódico que su marido coloca ante ella, Matilde responde sin ninguna consideración que ha pasado mala noche y que se vuelve a la cama. El noviazgo de la pareja ha sido breve; Matilde tenía prisa por casarse: con veinticinco años recién cumplidos y ante el temor de quedarse soltera, aceptó casarse con Segundo, persuadida de que al convertirse en la respetable esposa de un hombre rico y reputado la vida de casada le resultaría más llevadera. Durante el tiempo que ha durado el noviazgo, Matilde apenas ha querido saber nada sobre la vida de su prometido.

Segundo es hijo de una pareja de emigrantes gallegos que dejó su patria y emigró a Cuba en busca de una vida mejor. Su padre trabajó durante años en una mina de cobre, y él, tras enterrar a sus padres y a su hermana, fallecidos en el terremoto que devastó Santiago de Cuba en febrero de 1932, utilizó el dinero reunido por la familia para cruzar el océano y volver a su país. Tenía veintiocho años cuando desembarcó en el puerto de Vigo. En España acababa de proclamarse la República, y Segundo estaba convencido de que el cambio de régimen ofrecería grandes posibilidades a un hombre con iniciativa como él. Así, tras una rápida visita a la tierra natal de sus padres, partió hacia Madrid. En la capital lo sorprendieron las huelgas obreras y las manifestaciones. A río revuelto, ganancia de pescadores, pensó.

Sentía una gran inclinación por los coches, así que decidió establecer un servicio de taxis para ganarse la vida. El negocio prosperó rápidamente, y al cabo de un año tenía a su cargo tres coches y dos chóferes. Gracias a las inesperadas ganancias obtenidas con los taxis, pudo comprarse un Hispano-Suiza de segunda mano al que le tenía echado el ojo, en cuyo capó colocó, tal como establecía la nueva normativa, una cinta tricolor, roja, amarilla y morada, en lugar de la bandera monárquica. No conforme con ese logro, y empujado por su pasión por los coches de lujo, viajó a Barcelona para darse a conocer en la fábrica Hispano-Suiza. No descansó hasta conseguir una cita con algún directivo, de cuyo despacho salió convertido en vendedor de aquellos vehículos símbolo de nobleza y elegancia. Su zona de trabajo serían las provincias del norte.

Durante el régimen republicano, la gente acaudalada mantenía su dinero a buen recaudo por temor a las represalias, y a casi nadie se le ocurría comprar un capricho como aquel, por lo que la tarea de Segundo consistía en convencerlos de que aquello duraría poco tiempo y de las ventajas de adquirir un vehículo de lujo a bajo precio. Sin embargo, al estallar la guerra, las autoridades republicanas requisaron sus taxis, con lo que rápidamente comprendió que involucrarse en el conflicto no le aportaría ningún beneficio. Hasta que acabó la guerra, se refugió en el pueblo natal de sus padres.

Cuando el general Franco se convirtió en jefe del Estado, Segundo pensó que había llegado el momento de cobrarse la ayuda que había prestado a sus jefes para que huyeran a Francia cuando la planta de Barcelona quedó bajo la dirección de los comités obreros. Lo nombraron gerente del departamento de automóviles, así como vendedor del departamento de aviones, cañones y material militar que la renovada factoría había puesto en marcha.

En agosto de 1940, al mismo tiempo que los aviones alemanes comenzaban a bombardear las ciudades del Reino Unido, tuvo que viajar a Pamplona con un importante cometido: reunirse con influyentes empresarios y representantes para que lo ayudaran a ponerse en contacto con los alemanes del otro lado de la frontera. Segundo ignoraba cuánto tiempo debería permanecer en la ciudad, y le recomendaron que se alojara en el hotel La Perla.

El mismo día que llegó, camino de la plaza del Castillo, vio a las juventudes falangistas desfilar en pantalón corto, como muestra de autoridad del nuevo régimen. Las calles, al igual que los resignados vecinos obligados a saludar a las tropas desde las aceras, desprendían la tristeza y el color gris propios de un país que acaba de vivir una guerra. La delgadez de los niños evidenciaba la pobreza y la falta de alimentos de gran parte de la población pamplonesa. Las jóvenes de buena familia parecían obligadas a salir a la calle acompañadas de una mujer madura, vestidas de negro, con el rostro semioculto por los pliegues de la mantilla, un brillante rosario colgando de la muñeca y un libro de oraciones en la mano.

En el hotel, ojeando un periódico mientras esperaba que la camarera acabara de preparar su habitación, Segundo reparó en la lista de parejas multadas por realizar actos impúdicos contrarios a la moral en la vía pública. La circular de la Dirección General de Seguridad del Estado advertía que, «como consecuencia del relajamiento de las costumbres, habían aumentado las expresiones impúdicas en público, y sobre todo las actitudes desvergonzadas y ordinarias por parte de parejas jóvenes». Camino de su habitación, preguntó a una camarera de nombre Benita sobre la casa ennegrecida que había visto desde la plaza. «Es la residencia de los Baleztena, los rojos le prendieron fuego antes del alzamiento». Segundo no se atrevió a seguir preguntando.

Al poco de llegar se dio a conocer entre las familias de renombre de la ciudad. No era un hombre de iglesia, pero sabía que en el pórtico de la catedral encontraría a la flor y nata de la ciudad. Ese fue el único propósito que lo llevó aquel domingo a misa mayor, donde lo impresionó el encendido sermón que el obispo pronunció en contra del baile agarrado: «… parejas que bailan agarradas, respiran un mismo aliento, se acarician, estrechan sus cuerpos, intercambian palabras y miradas de pasión…». Al exceso de las ciudades, el obispó contrapuso con igual vehemencia las virtudes del baile suelto que practicaban en los pueblos al ritmo del chistu y el tamboril, y anunció que en pocos meses iniciaría una campaña en contra de todo baile indecente. Segundo se recordó a sí mismo que le convenía estar a favor de la corriente.

Se fijó en Matilde a la salida de misa. Desde el primer momento lo fascinaron su hermosura, su elegancia y sus maneras impecables. Lo cegó su porte de reina. Segundo anhelaba el éxito, y aquella mujer lo ayudaría a llegar a lo más alto. Pronto supo que era hija de una respetable familia pamplonesa. A partir de aquel momento Segundo no logró quitarse a Matilde de la cabeza, y se empeñó en encontrar a alguien que se la presentara. Finalmente, consiguió coincidir con Javier Echaluce en una partida de póquer en el Nuevo Casino, y lo convenció para que le presentara a su hermana.

Fue también Javier Echaluce quien le informó de lo sucedido en la ciudad los días del alzamiento, remarcando con arrogancia que no encontraría en toda España una adhesión al nuevo régimen similar a la de los navarros: «Vinieron miles de voluntarios de toda la provincia». Añadió con desprecio que nadie tuvo huevos para enfrentarse a los alzados. «En cuanto oyeron un tiro y vieron a los nuestros, se dieron a la fuga». Al menos, fusilaron a alguno de los pocos que se atrevieron a plantar cara, y añadió, con una gran carcajada: «La mayoría escaparon como ratas». Para entonces el alcohol había desatado la lengua del heredero de los Echaluce, quien con tono conspirador confesó a Segundo que habían actuado de forma muy organizada: «La Escuadra del Águila, la encargada de limpiar la ciudad de gentuza» le dijo al oído.

Parece que las nuevas autoridades no se anduvieron con chiquitas con el enemigo: por si fueran poco los fusilamientos punitivos, ocuparon las sedes de separatistas e izquierdistas, despidieron a los funcionarios municipales sospechosos, destituyeron de sus cargos a las maestras y maestros contrarios a la religión, «hemos llenado el penal de San Cristóbal de traidores y canallas», dijo sacando pecho.

Le aseguró que él le presentaría a los miembros imprescindibles del movimiento: «Hay que estar bien relacionado». Y para terminar, como rubricando su complicidad, tras obligarlo a encender un puro habano, le habló de unas putitas que conocía bien: «¡Nuestras mujeres tienen una moral tan elevada!», añadió burlón, al tiempo que expelía una bocanada de humo. Segundo consideró que no era el momento más adecuado para mencionar a Matilde.

No obstante, Javier le presentó a su hermanan poco tiempo después. Nada más verlo, a Matilde le pareció bastante retaco; no era más alto que ella. Cuando le tomó la mano para besarla, le dieron dentera sus manos pequeñas de dedos regordetes; parecían las de un campesino. Se dirigió a Matilde con palabras lisonjeras y un tono cantarín que no era propio del país.

Segundo era doce años mayor que ella. Sin embargo, para ayudarla a disipar sus dudas sobre una posible boda, su amiga Felicitas le señaló al menos dos ventajas de tener un novio algo entrado en años: la primera, que él tendría experiencia en relaciones carnales, lo que supliría su impericia; y la segunda, que su docilidad le haría más llevadera la vida de casada, frente al deseo y el ardor de un hombre joven. Además, el hecho de tratarse de un exitoso hombre de negocios aumentaba la reputación de Segundo. De todas maneras, no tuvo ningún reparo en despreciar rotundamente la lascivia y el instinto animal de los hombres. Matilde no quería para sí la fama de mujer estéril y apocada que su amiga iba forjándose al permanecer soltera. Mejor mal casada que solterona.

Hicieron las presentaciones formales poco después de conocerse. Nadie en la ciudad preguntó por el pasado de aquel extranjero, y a los Echaluce les pareció el hombre idóneo para casarse con su caprichosa hija; de hecho, Segundo se ganó rápidamente la confianza y el respeto de las autoridades y los empresarios pamploneses. La pareja se prometió al poco, con lo que pudieron ir al cine solos, sin la compañía de Felicitas. Segundo rezumaba satisfacción. Reconocía que Matilde era algo soberbia, pero también eso lo atraía; estaba convencido de que tras aquellos modales estrictos se escondía el amor de su vida. Derribaría aquel bastión a fuerza de atenciones y halagos. Segundo pensaba que, de una u otra manera, conseguiría conquistar a aquella impasible mujer.

La pedida de mano fue dos semanas antes de la boda, y Matilde decidió que había llegado el momento de mostrar en público al hombre que la llevaría al altar; irían juntos al estreno de la película norteamericana Rebeca. Salió del cine fascinada, y, cegada por la fantasía, se dijo que podía convertirse en la virtuosa esposa de un hombre rico y triunfador como en la película, la esposa leal de un hombre introvertido y atormentado de pasado oscuro y desconocido. Ese pensamiento estimuló su mente, y durante un tiempo acalló sus escrúpulos. Cuando Segundo anunció a sus jefes de Barcelona que se casaba, les comunicó que se quedaría a vivir en Pamplona, asegurándoles que eso no afectaría negativamente al negocio. Previno a Matilde de que tendría que viajar y quedarse fuera de casa con frecuencia. A la novia no le pareció un mal futuro.

14 de agostoEl débito conyugal

Segundo ha organizado la luna de miel con la ilusión de que los paseos al borde del mar conseguirán acercarlos. En un intento por impresionar a la recién casada, ha reservado la suite nupcial del Hôtel Miramar de Biarritz, en primera línea de playa. Matilde no ha visto nunca el mar.

En la planta de Barcelona han comenzado a fabricar nuevos cañones, de modo que Segundo aprovechará la estancia para darlos a conocer al ejército alemán, con miras a posibles negocios. Las ventas de automóviles han bajado mucho en España, mientras que el gobierno de Hitler necesitará seguramente nuevas armas para seguir combatiendo contra el ejército soviético. El intermediario con quien ha de ponerse en contacto se llama Herman Kummer.

Segundo es hombre de confianza del régimen, por lo que no ha tenido problemas para conseguir en Gobernación un permiso para cruzar la frontera. Los recién casados hicieron ayer el viaje en el Hispano-Suiza blanco, más de ciento cincuenta kilómetros. Segundo dejó el coche en la entrada del hotel y, tras ordenar al botones que se encargara del equipaje, entró orgulloso en el hall del brazo de su mujer. Matilde llevaba puesto un vestido rosa de punto de Balenciaga, traído expresamente de París.

Después de cenar, ella rehuyó el débito conyugal alegando que estaba cansada, y Segundo, aunque molesto, no quiso tomar por la fuerza lo que por derecho podía reclamar. Sin embargo, hoy, al retirarse al dormitorio después de la cena, Matilde sabe que no podrá zafarse del deseo de su marido.

Él lo espera sentado en la cama. Ella se mira al espejo en el baño, y tras quitarse el collar de perlas lo guarda en el joyero. Se saca el vestido y la ropa interior y se pone un camisón blanco de satén. El dormitorio está casi a oscuras, apenas iluminado por la lamparita de la mesilla. Se acuesta y se queda inmóvil en la cama. Aparta la mirada mientras Segundo se desviste: nunca ha visto a un hombre desnudo. Tan pronto él entra en la cama siente el contacto de su piel velluda. Segundo la besa en la boca, se abre paso con la lengua. Roza su cuello con labios húmedos, y la incipiente barba le quema la piel; le da asco su olor a tabaco. Él le desabotona el camisón, y sus manos buscan los pechos de la mujer. Intenta acariciarle los pezones, pero ella le retira las manos. Entonces Segundo, sin más rodeos, se coloca bruscamente sobre ella, y al subirle el camisón, Matilde se ve obligada a ceder a sus embates: separa los muslos y dobla las rodillas, abriendo paso a la verga que empuja entre sus piernas. Desearía huir; está seca y el dolor la hace arquearse. Segundo se balancea adelante y atrás, impulsándose con las caderas, jadea cada vez con más fuerza, hasta que acaba por desgarrar a la recién estrenada esposa como si la hiriera con un cuchillo. Matilde, inmóvil, reprime lágrimas de rabia. Segundo exhala un breve gemido y se desploma sobre ella.

Matilde lo empuja para quitárselo de encima, y cuando lo consigue, se levanta para ir al baño. Se lleva las manos a la vagina: tiene el sexo dolorido. Mientras se limpia los restos de semen y sangre, estalla en un amargo llanto y acalla sus sollozos en una toalla. Él le pregunta si se encuentra bien. Matilde no quiere que sepa que está llorando, y sin que se le quiebre la voz le responde que apague de nuevo la luz. Se pone las bragas y el sujetador, y abrocha todos los botones del camisón. Se arregla el pelo y se empolva la cara. Su marido no la verá humillada, ni ahora ni nunca. Vuelve a la cama, como si lo que acaba de suceder no hubiera ocurrido jamás. Era el débito conyugal y lo ha cumplido.

Los recién casados desayunan en el dormitorio, en total silencio, sin hacer la mínima referencia a esa primera vez de la víspera. Segundo está disgustado por el mal humor y las respuestas impertinentes de Matilde al despertar; ayer no notó ningún deseo en ella. Las únicas palabras que pronuncia Matilde son para dar permiso a la camarera que acude a recoger el desayuno. La muchacha tropieza al abrir la puerta, se le cae la bandeja, y varias piezas de porcelana se rompen.

Al bajar al salón, Matilde se queja al director del hotel de la torpeza de la camarera. Herman Kummer está sentado en una de las mesas leyendo el periódico. Al ver a la pareja, les hace un gesto para que se acerquen y los invita a sentarse con él. Besa la mano de Matilde y alaba su belleza. Ella le responde con la más seductora de sus sonrisas. Segundo busca un tema de conversación adecuado y habla de las tropas de la División Azul que llegan a Francia para continuar hacia Alemania: «Hace un mes salió de la estación de tren de Pamplona un convoy militar repleto de soldados». El alemán, un apuesto hombre de dos metros, lo interrumpe diciendo que mejor dejar los temas de guerra para otro momento y se dirige a Matilde con tono afectado: «¿Dígame, le ha gustado Biarritz? ¿Está disfrutando de su luna de miel?». A continuación, alaba el encanto de la ciudad, subrayando que es un paraíso en medio del ambiente bélico que domina Europa. Antes de levantarse, recuerda a Segundo su cita de la tarde.

Cuando se quedan solos, Segundo propone ir a la playa, recordándole que aún no ha estrenado el traje de baño. «No pensarás que voy a quitarme el albornoz», dice Matilde con desdén. «Aquí las costumbres no son tan estrictas como en España», replica Segundo, a lo que ella responde secamente «pues deberían serlo». En cierta ocasión, Segundo oyó decir al obispo de Pamplona desde el púlpito que mirar a una mujer en traje de baño era una perversión, y pensó que era un completo disparate, pero a esas alturas ha aprendido ya a callar sus opiniones para no parecer un depravado a ojos de su mujer.

A la hora del aperitivo, Matilde despelleja sin piedad a las apacibles francesitas que pasean a orillas de la playa, sobre todo a las jóvenes niñeras que están a cargo de los pequeños. Además, las soldados alemanas le han resultado realmente desagradables: «Con esos bastos uniformes grises, ni siquiera parecen mujeres».

Tan solo han pasado tres días, y Matilde se queja del frío que hace al borde del mar; dice que la humedad le da dolor de cabeza. Quiere volver a casa cuanto antes, así que pide a Segundo que adelante la fecha de regreso. Una secreta inquietud le corroe las entrañas: la posibilidad de estar embarazada.

En la frontera, la Guardia Civil deja pasar a la pareja tras comprobar sus documentos. Segundo conduce disgustado camino de casa. Hace un último intento por complacer a su mujer: «Matilde, ¿te gustaría aprender a conducir? Si quieres, puedo enseñarte». «No digas tonterías», le reprocha ella. Él dice que con su permiso no tendría ningún problema. «Pero lo prohíben las buenas costumbres. Y yo ya tengo un marido que me traiga y me lleve en coche cuando lo necesite. ¿No es así?», añade desafiante Matilde.

Año 1942

26 de febreroRaza

Matilde anunció a Segundo que estaba embarazada con el mismo tono de voz que empleó para decirle que había que cambiar las cortinas de todas las habitaciones, mientras acondicionaba el piso sin estrenar cerca de la iglesia de San Saturnino regalo de boda de sus padres. En un intento por olvidar la fatiga y el malestar que le provoca su nuevo estado, ha pasado varios días renovando la cocina; del resto de trabajos domésticos se ocupa Luisa, a quien ha hecho venir de casa de sus padres. La robusta mujer de cuarenta y cuatro años tiene aún energía suficiente para gobernar la casa de los recién casados; imagina que también tendrá que hacerse cargo del bebé que está en camino. Antes de casarse, Matilde no quiso acudir a los cursos de cocina y costura organizados por la Sección Femenina, y se las arregló para zafarse de las clases de preparación al matrimonio.

Segundo llegó ayer de Barcelona pasadas las once de la noche. Encontró el portal cerrado, tal como establece la nueva ordenanza municipal, y tuvo que recurrir al sereno. Entró silenciosamente en casa, pensando que estarían durmiendo, pero se encontró a Matilde en la sala, a oscuras. El destello de la luz la sobresaltó, y cuando él se acercó para besarla en la mejilla, lo recibió con una queja. Segundo le preguntó qué tal estaba, a lo que ella respondió autoritaria, «mañana iremos al cine». Tan solo añadió que estaba aburrida de estar siempre en casa, antes de retirarse al dormitorio. Él no se sorprendió por la desabrida respuesta de Matilde, pero sí le chocaron sus ganas de salir a la calle. Está embarazada de seis meses, y, que él sepa, apenas ha salido desde que se instalaron en el piso.

Hoy por la tarde presentan en la sala Gayarre la película Raza. Asistirán las autoridades municipales, con su leal séquito de adeptos al nuevo régimen. A pesar de que no tiene muchas ganas de mostrarse en público y de que la película no le despierta ningún interés, Matilde sabe que, si no quiere desatar rumores, le toca anunciar su embarazo. A ella le gustan las películas románticas, las historias de amores imposibles; la estrella de cine que más admira es Rita Hayworth, cuya personalidad misteriosa, sensual y poderosa la fascina. De todas maneras, la ciudad no ofrece muchas oportunidades de diversión; desde la guerra, las calles se ven ocupadas en cualquier momento por procesiones, viáticos y desfiles militares. Se ha quedado con las ganas de conocer alguno de aquellos cabarés que cerraron durante la contienda; su hermano le había prometido llevarla algún día.

Hasta que las bulliciosas peñas alegren las calles en sanfermines, no habrá otra animación en la ciudad. De todas formas, a Matilde no le gusta mezclarse con esos zafios parranderos, y tampoco le atraen los bailes que organizan en la Plaza del Castillo al son de la banda de música. Así que, en adelante, el único entretenimiento que le queda son las actividades del Casino. Tras la prohibición de los bailes y espectáculos de Carnaval y Cuaresma que antes de la guerra se celebraban en todas las sociedades, han comenzado a organizarse de nuevo, y parece que también los conciertos están a punto de recuperarse. De todas formas, tendrá que esperar a reponerse tras el parto. Le gustaría que los meses que le quedan pasaran cuanto antes; se siente alienada.

El matrimonio se hizo socio del Casino hace algunos meses, animados por Javier; la sociedad necesita dinero. Segundo ha sido generoso, así que, además de la cuota habitual, ha realizado una importante donación. A cambio, le ofrecieron entrar en la junta directiva, pero rechazó la proposición. Matilde sabe, gracias a su hermano, que la gente principal de la ciudad no lo ve con buenos ojos, lo consideran un forastero.

El reloj de cuco ha dado las cinco; la sesión comenzará dentro de una hora. Segundo lee el periódico en el mirador de la sala mientras Matilde se prepara: se ha esforzado en que el embarazo no afee su aspecto y se ha puesto el vestido rosa que estrenó en el viaje de bodas, después de hacer que Luisa moviera de lugar los corchetes de la cintura. Mientras se admira ante el espejo, reconoce que el vestido puede resultar algo ostentoso; de todas formas, no le importa ser el centro de las miradas de los asistentes. Entra en la sala y apremia a su marido, molesta porque van a llegar tarde, con el abrigo de astracán en la mano, el pelo recogido en un moño y collar y pendientes de perlas.

A las puertas del cine hay mucha gente esperando entrar, al son del himno nacional y rodeada de estandartes. Cuando ellos llegan, la mayoría de la gente está ya acomodada en sus asientos. Todo el mundo se pone en pie y comienza a cantar Cara al sol con la camisa nueva…

El NO-DO empieza con la información sobre la División Azul: los soldados españoles se baten con entusiasmo y firmeza contra el Ejército Rojo en el frente ruso, plantando cara al enemigo. Hace semanas que mantienen el sitio a Leningrado, y con su esfuerzo conseguirán vencer y acabar con el odioso comunismo.

Un escalofrío recorre a Matilde. De vuelta del viaje de novios, Luisa le dijo que Martín se había alistado en la División Azul. En aquel momento ella respondió indignada «Yo he olvidado ya a Martín», pero, a veces, la domina esa rabia que alberga en su interior. Ajena al noticiario, piensa por un momento que Martín puede estar muerto. De todas maneras, él ya tiene una viuda que lo llore, una aldeana llamada Felisa.

A punto de finalizar la película, los asistentes vitorean al Caudillo cuando este aparece en la pantalla, en el desfile de la victoria de Madrid, saludando a la multitud desde un Hispano-Suiza. Matilde se ha aburrido soberanamente durante las dos horas largas de proyección, lo cual no es óbice para que, puesta en pie, aplauda con elegancia. Al salir, cumple con los saludos de compromiso, pero no quiere quedarse a charlar con nadie. Avisa a Segundo de que está mareada, le da el brazo, y ambos emprenden el camino de vuelta. Junto a ellos pasa la camioneta municipal que se encarga de recoger a los borrachos. Hace mucho frío, y el aire helado hace que a Matilde se le salten las lágrimas, lo que la ayuda a disimular su disgusto.

15 de agostoSidol, bicarbonato y naftalina

Tres días después de que naciera la niña, la familia hizo la acostumbrada presentación en la iglesia. A Matilde no le gustó en absoluto el nombre de Amparo, que Segundo eligió en recuerdo de su madre enterrada en Cuba, pero no dijo nada.

El parto se retrasó más de lo esperado, y la comadrona tuvo que quedarse dos o tres días junto al lecho de la embarazada para cuidarla y poder hacer frente a cualquier imprevisto. Tan pronto la matrona puso la niña en brazos de Matilde y esta se la llevó al pecho, Luisa fue consciente de que la joven madre no podría saciar el hambre de la criatura; en cuanto empezaba a mamar la retiraba del pecho pretextando que le hacía daño. La recién nacida se ponía a berrear, lo que irritaba a Matilde y la sacaba de sus casillas. Entonces Luisa enseñó a la niña a llevarse el pulgar a la boca, para que así aprendiera a calmarse. Y propuso a Matilde recurrir a una nodriza. Conocía a una joven cuyo parto habían atendido en el Auxilio Social y que había dado a luz a un bebé muerto. Matilde aceptó inmediatamente y se puso unas vendas muy apretadas alrededor del pecho para cortar la leche. Las mamas, rebosantes, le producían un dolor que le llegaba hasta el brazo, pero de su boca no salió un solo lamento hasta que se quedó sin leche. Su pecho recuperó rápidamente su anterior firmeza, como si no hubiese pasado nada.

El ama de cría estuvo algo más de dos meses en la casa, hasta que Matilde decidió que ya era hora de que la niña tomara biberón. En adelante, Luisa tendría que hacerse cargo de la pequeña, lo que fue razón suficiente para que Matilde hiciera saber a Segundo que había que buscar una chica que se ocupara de las labores domésticas, e insistió en que no admitiría a nadie que no tuviera carta de recomendación: «No quiero que entre en casa una de esas rojas». Le adelantó que la muchacha podría instalarse en la habitación de Luisa, en el camastro que había ocupado el ama de cría. Segundo pensó que era una exageración, pero no se atrevió a llevarle la contraria.

Cuando Luisa supo que iban a contratar a una criada, pensó en la sobrina de Felisa. Sabe que con diecisiete años está prohibido trabajar en casas ajenas sin un permiso paterno, pero le ha dicho a Matilde que la muchacha acaba de cumplir los diecinueve. En casa de los Barrenechea están pasándolas moradas y ha querido ayudarles. La Guardia Civil ha estado varias veces a punto de detener a Clara por vender trigo de estraperlo.

Desde el primer momento, Matilde se dirige a Clara de manera autoritaria: «Supongo que Luisa ya te habrá puesto al tanto de tus obligaciones. No tendremos en cuenta que no has traído ningún certificado, pero que te quede claro que en esta casa no admitimos la holgazanería ni los excesos, y mucho menos la desobediencia». Clara no teme a la señora, hace tiempo que su miedo se convirtió en odio, pero le conviene quedarse como criada en Pamplona para poder ayudar a su familia.

Si la señora supiera quién es su criada, además de despedirla la pondría de camino a la cárcel, razón por la que Luisa ha pedido a la muchacha que no mencione que su padre fue uno de los huidos del Fuerte de San Cristóbal. Luisa aún recuerda el orgullo con el que Javier contaba a su hermana, entre bromas, que él había tomado parte en la persecución de los presos: «Los cazamos como a conejos».

Hoy, nada más levantarse, Matilde ha estado rebuscando en el armario para decidir qué ropa ponerse, resultado de lo cual la habitación ha quedado patas arriba. Se ha probado uno a uno todos los vestidos, las faldas y las blusas del ropero. Van a asistir junto a Javier y su mujer al acto de bendición de los terrenos en los que se construirá el Monumento a los Caídos. Mientras se viste para la ocasión, el llanto de la niña la saca de quicio y reprende a Luisa: «¿Todavía está despierta?». «Tiene aires, señora –responde, acunando a la niña en sus brazos mientras le da golpecitos en la espalda–. Todavía no se ha acostumbrado al biberón. Le he dado unos anises».

El embarazo no ha dejado huella en Matilde, que ha recuperado rápidamente su aspecto anterior al parto; vuelve a tener un vientre terso y sin estrías. Al mirarse en el espejo diría que se le han ensanchado algo las caderas: se ve más mujer. Hasta el momento, se ha escudado en la cuarentena, pero en adelante deberá tener cuidado para no volver a quedarse embarazada. Si por ella fuera, no tendría más hijos.

Segundo se ha levantado antes de que despunte el día. Cuando está en casa, acostumbra a desayunar en la cafetería de La Perla; es allí donde organiza las cuestiones de trabajo. Matilde no se levanta hasta que él no sale de casa. A través de las rendijas de los ventanales del balcón se intuye que hoy será un día muy caluroso. Se despereza indolente y ocupa toda la cama. La repele el olor que Segundo ha dejado en las sábanas. Sale de la cama y abre las ventanas para airear el dormitorio. Hoy no la ha despertado el llanto de su hija.

Entra en la cocina vestida con la ropa de casa: un vestido de tergal gris de manga larga, el pelo recogido con unas horquillas y sin ningún adorno. Luego se sienta a la mesa de la sala en espera del desayuno. Es lunes, día de limpieza general. Segundo está avisado de que no vaya a comer a casa.

Clara se le acerca, le da los buenos días y coloca ante ella la bandeja. La sirvienta tiene un gesto de orgullo que le resulta insoportable a Matilde. La señora se le queda mirando desafiante, pero, tal como le ha enseñado Luisa, la muchacha no hace el más mínimo movimiento hasta que no recibe el permiso para retirarse. Ver a Matilde mojar el bizcocho en el chocolate le enciende la sangre; recuerda lo que tuvo que pasar su padre mientras estuvo encarcelado.

Clara tenía once años cuando sacaron a su padre de casa por la fuerza para llevárselo a la cárcel del pueblo, por ser miembro del batzoki de Estella. Su madre quiso ocultarle que lo habían golpeado hasta romperle los huesos y dejarle el cuerpo amoratado, pero el suceso estaba en boca de toda la vecindad, aunque hablaran de ello a hurtadillas. Luego lo trasladaron al fuerte de Pamplona. Su madre fue dos veces a visitarlo: quien fuera un hombre robusto se había quedado en los huesos. Tras cuatro años de reclusión, volvió a casa en libertad provisional, destrozado, incapaz de hacer nada. Clara nunca olvidará algo que oyó contar a su padre: había visto a un hombre que, de puro hambre, estaba comiéndose sus propios piojos.

Terminado el desayuno, Matilde se lleva a Clara a la despensa y le señala la botella de Sidol, el plumero y los trapos viejos; las escobas, los baldes y el alcohol; el bicarbonato, las bayetas y la cera; el limpiacristales, el aceite y el algodón para frotar los muebles; los trapos para limpiar la plata, los estropajos y la naftalina; el jabón de Marsella para lavar la ropa, el añil y la plancha. «Teníamos que limpiar los pasillos de madera con soda cáustica hasta que nos ardían las manos…», Clara recuerda de nuevo la voz de su padre, mientras aparenta seguir atentamente las indicaciones de Matilde. La joven reprime con dificultad el impulso de enfrentarse a su dominante señora. Finalmente, esta le ordena cambiar las sábanas, advirtiéndole que tiene expresamente prohibido guardar la ropa planchada en los armarios.

Clara, con los pies envueltos en bayetas, se queda sacando brillo al suelo cuando Matilde, después de comer y echarse una breve siesta, sale a la calle. Baja lentamente las escaleras. Saluda al portero, y se dirige a la sede de Acción Católica.

Ha quedado con Felicitas. Al parecer necesitan ayuda para organizar las colonias infantiles. A Matilde no le hace mucha gracia echar la tarde con esas remilgadas beatas, pero no tiene otra cosa con que pasar el tiempo. Felicitas es soltera, y como no tiene a su cargo más que a su madre, pasa todo su tiempo en el comedor social que organiza el Auxilio Social con sus nuevas amigas de la Sección Femenina, con las camaradas, como las llama ella. Habla continuamente de los pobres y desdichados niños, muchos de ellos huérfanos de guerra: «¡Qué culpa tienen de ser hijos de unos rojos ateos!», se justifican las hipócritas. Los niños, hambrientos, con la piel cubierta de eccemas y una tos de perro que no consiguen quitar, no pueden sentarse a la mesa hasta no haber cantado el Cara al sol.

De todas maneras, los nuevos tiempos han impuesto el racionamiento y las prohibiciones también a las mujeres del Movimiento. Se han visto obligadas a alargar las faldas hasta los tobillos, y a Felicitas le han denegado la tarjeta de fumadora, gracias a la que obtenía esos cigarrillos que con tanto placer consume. Ya a punto de llegar al local, Matilde recuerda de repente el encargo que le había hecho su amiga: en el ropero que han organizado para los necesitados de la ciudad aceptarían gustosas alguna ropa de invierno que le sobrara; «no tengo nada como para ellos», decide inmediatamente.

Año 1945

10 de diciembreBuena madre y esposa

Les ha abierto la puerta poco antes de que el reloj de cuco dé las cuatro. «Tu debes de ser Luisa», la ha saludado Ángela, poniendo de manifiesto que está al tanto de las cuestiones domésticas, al tiempo que le tiende el abrigo. Matilde les muestra el camino, y Ángela curiosea por todas las habitaciones seguida de Felicitas: uno a uno da su beneplácito a todos los muebles, lámparas, alfombras, adornos y cortinas; sin embargo, cuando algo no le gusta, sean las características de la alacena de la cocina o el color de la colcha de la cama, muestra su desacuerdo sin ningún miramiento, siguiendo su costumbre de aunar grosería y sinceridad: «ya me conoces: no tengo pelos en la lengua». A Matilde no le gusta recibir gente en casa, pero como Ángela no dejaba de repetírselo cada vez que se veían, al final tuvo que prometerle que organizaría una merienda para enseñarle la casa. «Que venga también Felicitas –añadió tras concretar el día y la hora–. Así recordaremos cosas de cuando éramos jóvenes».

Luisa pasó ayer todo el día ordenando y arreglando las habitaciones de la casa, para lo que adelantó un día la limpieza general. Desde que Clara se marchó, se le ha multiplicado el trabajo: además de las labores domésticas tiene a su cargo a Amparo y a Pablo, que pronto cumplirá dos años. Cuando empezó a servir en casa de los Echaluce, jamás habría imaginado que acabaría como criada de la hija. El día que sus sobrinos la trajeron a Pamplona, le advirtieron que volviera a casa si no estaba a gusto. Aquella fue, justamente, la última ocasión en que vio con vida a Jesús, en la Plaza del Castillo, rebosante de alegría: había quedado con unos amigos en la Casa del Pueblo, por lo que se despidió apresuradamente de su tía. Martín había advertido a su hermano menor que anduviera con cuidado, que se notaba un ambiente enrarecido en la ciudad; para entonces ya se había empezado a oír ruido de armas. Un año más tarde, cuando estalló la guerra, la miseria y el miedo se extendieron por doquier, y Luisa prefirió quedarse como sirvienta en Pamplona antes que vivir a expensas de su cuñado.

Matilde es consciente de que Luisa está desbordada de trabajo; desde que se casó, la única tarea de la que se ha hecho cargo es la de doblar la ropa y ordenar los armarios, pero aun así no piensa coger otra sirvienta. Sintió un gran alivio cuando Clara, tras pasar un año en su casa, desapareció sin dejar rastro. No podía soportar su carácter indómito. Le daba la impresión de que la provocaba.

Una vez en la sala, Matilde sienta a sus invitadas a la mesa. Las tres mujeres se conocen desde la época de las monjas. Matilde y Felicitas son de la misma edad y fueron compañeras de clase, y a Ángela la conocían todas, a pesar de ser tres años mayor. Con apenas doce años ya se comportaba como una acérrima defensora de las ideas carlistas, además de ser la alumna preferida de todas las monjas, que elogiaban sin cesar no solo su inteligencia sino también su compromiso político y su fervor religioso. Ángela era un ejemplo para todas las niñas de la escuela, aunque Matilde no sintiera especial admiración por ella.

Matilde destacaba en las escasas representaciones teatrales. Además, cuando surgía la oportunidad de dar unos pasos de baile, no perdía la ocasión de mostrar su talento. Su madre, sin embargo, no veía con buenos ojos esa inclinación, que consideraba una tontería de la niña; le reprochaba ser una caprichosa, y le recomendaba con frecuencia que siguiera el ejemplo de Ángela. Así las cosas, sus padres empezaron a llevarla al Círculo Carlista, y las tres jóvenes margaritas comenzaron a tomar parte en las actividades de la organización; Ángela como guía, Felicitas para ganar la aceptación de Ángela, y Matilde por diversión. Fue entonces cuando las tres muchachas estrecharon sus lazos, si bien Felicitas quedó algo al margen cuando las hermanas y hermanos Echaluce y Ezpeleta se hicieron amigos íntimos.