Vivir Notox. El método para resetear tu vida - Izanami Martínez - E-Book
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Vivir Notox. El método para resetear tu vida E-Book

Izanami Martínez

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Beschreibung

Nadie está condenado a enfermar. Nadie está predestinado a engordar. Nadie está obligado a vivir deprimido. Pero algo no funciona. Cuanto más nos esforzamos, a menos cosas llegamos y, por poco que comamos, siempre volvemos al mismo peso. En la rueda de hámster, los días se repiten idénticos, y querer, disfrutar y crear termina por hacerse cansado. Al final, nos resignamos e intentamos ser lo más felices posible con lo que tenemos, pero ningún placer pasajero puede acallar la incómoda sensación de que vivir de verdad tendría que ser otra cosa. Y lo es. Porque la ansiedad, el sobrepeso y la falta de vitalidad no son inevitables. Porque nuestro estado natural es estar sanos, vitales y felices y tenemos todas las herramientas fisiológicas necesarias para conseguirlo, pero las mismas estrategias de supervivencia que nos han traído hasta aquí como especie, en este nuevo ecosistema, se convierten en el origen de un dolor que nos atrapa en relaciones tóxicas de placer y miedo exacerbados. Y es que todas estas relaciones tóxicas no son más que un reflejo de la relación tóxica que tenemos con nosotros mismos. Por eso, por mucho kale que comamos y mucho yoga que hagamos, si no identificamos el origen del dolor, no resetearemos esa relación y empezaremos a vivir Notox. Porque vivir Notox es ponerse en el centro y vivir de forma consciente, desactivando el modo de supervivencia para desarrollar el potencial de crear la versión más única y extraordinaria de nuestra vida y este libro, la herramienta práctica para conseguirlo. "No podemos elegir qué nos da placer, pero podemos elegir dónde encontrarlo". "La imagen que tienen de ti los demás no define tu realidad, define tus límites". "Repetimos lo que no reparamos". "Voy a dejar de regar todas y cada una de las cosas que no me inspiren, ni me hagan crecer. Porque al final estamos aquí para crear nuestra realidad. No para desvivirnos reanimando cadáveres". "Con lo tremendamente interesantes que podríamos ser todos y nos pasamos la vida intentando ser normales". "Tienes derecho a reinventarte todas las veces que quieras. Tienes derecho a volver a empezar: a hablar, pensar, vestirte y relacionarte de otra manera. Tienes derecho a probarte, inventarte y disfrutar una y otra vez. Todas las veces que quieras".

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Seitenzahl: 297

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Vivir Notox. El método para resetear tu vida

© 2020, Izanami Martínez

® Notox es una marca registrada

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

 

Diseño de cubierta: Rudesindo de la Fuente

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-485-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Obertura

El placer

El porqué evolutivo

1. El placer

Ejercicio práctico

Lo Tox

1. La báscula

2. El hambre

Comer NoTox

1. Las bebidas

2. Los dulces

3. Lo salado

El miedo

El porqué evolutivo

1. La emoción

Ejercicio práctico

Ejercicio práctico

Lo Tox

1. La cronificación

2. El pensamiento

3. Los sentimientos

Pensar NoTox

1. Estar presente

Ejercicio práctico

2. La respiración consciente

3. La meditación

4. La dieta de sentimientos

Ejercicio práctico

El poder

El porqué humano

1. La felicidad

Lo Tox

1. La perfección

Ejercicio práctico

2. La creencia

Ejercicio práctico

3. La imagen

Ejercicio práctico

Vivir NoTox

1. La expectativa

Ejercicio práctico

2. La transición

Ejercicio práctico

3. El poder

Ejercicio práctico

Bibliografía

 

 

 

 

 

A mis hijos

OBERTURA

 

 

 

 

 

Después de un largo verano de amor y libertad en la isla de Formentera a finales de los años cuarenta, mi padre y un grupo de amigos decidieron cruzarse Europa en furgoneta buscando otra realidad, otra perspectiva. Vista y vivida, fueron uno a uno volviendo para cumplir con el servicio militar, pero mi padre había encontrado su sitio en un monasterio budista en la India. Y allí se quedó varios años. Cuando volvió, en el verano de 1951, lo hizo transformado y con el objetivo cumplido de haber cambiado por completo, y para siempre, su forma de ver la vida.

Y así fue, junto con Ramiro Calle, uno de los introductores y primeros maestros de la práctica del yoga en una España que no tenía nada que ver con lo que es ahora.

Conoció a mi madre en el año 1978, en uno de sus retiros de fin de semana. El domingo le metió la mano en el bolsillo, se miraron y una semana después estaban viviendo juntos. Ella, hija de un coronel del ejército de Franco, transgredió todas las normas para vivir en pecado con un hombre aún casado, pero había encontrado en la voz de mi padre muchas de las respuestas que llevaba años buscando.

Yo nací en 1984. Y mi hermana Yakami nació el mismo día del mismo mes justo dos años más tarde.

Entre mis primeros recuerdos está el amanecer. Aún medio dormida, desde la cama, jugaba a deshacer con los dedos las líneas de luz que arrojaban las persianas sobre el humo de incienso. A contraluz, mis padres hacían yoga junto a la ventana. Por las tardes, el salón se llenaba de silencio y cada hora llegaban desde el pasillo el murmullo sordo de los alumnos quitándose y poniéndose las zapatillas.

Si la pasión de mi padre era el yoga, la de mi madre era la educación, y en 1989 montó Ikami, un colegio diferente en el que aprender jugando. Durante cinco años, casi quinientos niños tuvimos el increíble regalo de la libertad. De la libertad de explorar nuestro potencial sin límites ni etiquetas. La libertad de desarrollar nuestros talentos a nuestro ritmo y en su máxima expresión posible.

Cuando el método demostró ser muy innovador y quizá demasiado efectivo, el miedo a lo diferente se armó de burocracia para cerrar el colegio y nos arrojó embargados y aún más raros a un largo y frío exilio.

El aterrizaje en la educación convencional fue duro. El ritmo de aprendizaje, unilateral y estandarizado, pronto se volvió asfixiante y el aburrimiento se instaló, degradando la creatividad en apatía y el entusiasmo en frustración. Pero mi madre había visto demasiado aburrimiento convertido en fracaso escolar durante toda su carrera profesional como para quedarse de brazos cruzados y no paró hasta conseguir que me permitieran estudiar cuatro cursos en dos años.

Y me quedé fuera. Así, de un plumazo, se me expulsó de la adolescencia y me convertí en la espectadora encogida de mi propio aislamiento. Era la empollona, la superdotada que salía en los periódicos porque se creía más lista que nadie; la gafotas cuatro ojos, capitán de los piojos, que llevaba ropa heredada de los ochenta en plena locura Destiny’s Child y no tenía edad, ni ética ni legal, para ir a ninguna fiesta.

Terminé el instituto con quince años y con la necesidad punzante de ser, de existir, de pertenecer a algo: porque la soledad dolía y manchaba, como una regla inoportuna con pantalones blancos. Y así, con un «se van a enterar» como mantra diario, me arrojé a convertirme en todo lo contrario a lo que había sido. Cambié la dieta vegetariana con la que me había criado por el abrazo pasional de la comida basura y el tabaco. Me quité las gafas, me depilé las cejas y, sin aparato y con una recién estrenada capacidad de decisión sobre lo que entraba en mi armario, me arrojé a la fría sordidez del mundo de la noche. A ver quién se iba a reír ahora. Pero no se reía nadie, porque no estaban mirando. Aunque yo los arrastraba a todos con cada decisión, convirtiendo el miedo a su rechazo y la venganza por sus risas en el motor silencioso de todo lo que hacía.

De ser la lista pasé a estar buena, y pronto descubrí en otros cuerpos el sucedáneo corrosivo de la aceptación que tanto necesitaba. Aún hoy escuecen los agujeros que dejó la entrega. Aún hoy, hay partes de mi cuerpo que al mínimo roce, se cierran.

Buscando la redención volví a casa y estudié Humanidades, Ciencias Políticas, Psicología y Criminología hasta que encontré en la Antropología, la ciencia que analiza lo biológico del Homo sapiens en su intersección con la cultura que le rodea, la respuesta a todo lo que me intrigaba sobre lo humano.

Y mientras estudiaba, perseguí la aceptación continuando la saga familiar del yoga y empezando a dar, una detrás de otra, miles de horas de clase. Pero la enseñanza, en vez de acercarme, me alejó y cambié el portazo de mi padre por la primera de una de esas relaciones intensas y abusivas que hacen que te sientas viva.

Pero estaba muerta.

Y volví a huir para buscar la vida en tarimas de discoteca, consejos de administración y ruedas de prensa. La busqué en el tabaco, en las copas y en la purga sorda de atracones trasnochados. La busqué, y de tanto buscarla, me olvidé de lo que era y de lo único que fui capaz ya fue de esconderme de mí misma. En la huida, pasé de coreografiar bailarines semidesnudos a presidir asociaciones y compañías. Pasé de la seguridad de un baño cerrado en los recreos a la exposición brutal y efímera de los escenarios.

Y me aferré a exprimir el tiempo, frenética, porque si paraba de correr,si conectaba, sabía que el dolor del que estaba huyendo me estaría esperando impaciente para impedir que volviera a apartarle la mirada. Hasta que mi cuerpo cedió y se empezó a resistir, violento.

Entonces, de pronto, me di cuenta de que lo que tenía delante me daba más miedo que lo que me perseguía y, aterrorizada, paré. ¿Sabes cómo los tornados arrastran en espiral pedazos de vida a su paso? Cuando dejé de correr, frené la fuerza centrípeta y los trozos de mi existencia se fueron derrumbando.

He observado cómo caían, uno a uno, durante algo más de tres años. Y, desde el centro del colapso, los he esperado; a veces sobrepasada, pero determinada siempre a irme recomponiendo paso a paso.

 

Porque al romperme entendí que la única relación tóxica que había tenido en mi vida había sido conmigo misma. Todas las demás habían sido solo un reflejo.

 

Mira a tu alrededor e imagina, por un momento, cómo sería tu vida sin absolutamente nada de lo que te rodea: sin calefacción en invierno y sin aire acondicionado en verano. Sin sistema sanitario, ni seguridad, ni tiendas. Sin electricidad, agua potable o desarrollo urbano.

Cómo sería tu vida si para comer tuvieras que hacer muchísimo más que abrir la nevera; si tuvieras que cazar durante días, caminar kilómetros o simplemente esperar a que madurara algo.

Piensa cómo sería tu vida a la intemperie, sin colmillos ni garras, sin pelaje para protegerte, compartiendo un entorno hostil e impredecible con otras especies.

Esa vida, tan impredecible y dura, es la que ha dado forma a lo que somos hoy a todos los niveles, porque llevamos millones de años desarrollando, perfeccionando y automatizando las estrategias necesarias para sobrevivir a ella.

Todo este aprendizaje animal, mamífero y, por último, humano, está pregrabado en nuestros genes en detonantes innatos. Así, para que no tengamos que andar haciendo pruebas, llevamos codificada la lista de lo que siempre ha sido peligroso, para que la vida no nos pille por sorpresa.

Así, cuando nuestro cerebro detecta uno de estos estímulos, pone en marcha, de forma inmediata e inconsciente, el mecanismo de supervivencia más adecuado.

Y la expresión de estos mecanismos va mucho más allá de luchar mejor o correr más rápido: estos mecanismos regulan lo que queremos, lo que sentimos y cómo pensamos. Y así, vivimos más de lo que nos gustaría con el piloto automático activado, condenados a repetir una y otra vez las conductas que nos funcionaron en el pasado sin explotar el increíble potencial que nos hace humanos.

En algún momento hace unos 70.000 años, empezó a desplegarse en nuestro recién estrenado neocórtex, el área más desarrollada de nuestra corteza cerebral, la capacidad que nos libraría del condicionamiento evolutivo para cambiarlo absolutamente todo: nuestra capacidad de crear. Y sobre eficientísimos mecanismos de cooperación y supervivencia, fuimos desarrollando la capacidad que transformó para siempre los límites de lo que era capaz un animal. Porque somos el único animal con la habilidad de imaginar lo que aún no existe y de encontrar la manera de materializarlo. Y así, hemos pasado de lanzas a lanzaderas espaciales, de pinturas rupestres a inteligencia artificial, de tribus aisladas a una tribu global interconectada de miles de millones.

Somos el primer animal que ha hecho algo más que evolucionar para sobrevivir a su entorno, lo hemos reimaginado y recreado desde cero para transformarlo en un lugar en el que desarrollar nuestro potencial cómodamente. Y todo ese potencial está ahí, a nuestra disposición, pero los mecanismos evolutivos que nos han traído hasta aquí son, en este nuevo entorno, los que nos están poniendo la zancadilla.

Me di cuenta del impacto brutal de esta perspectiva antropológica en lo que somos hoy a raíz de una conversación con un médico una tarde de otoño.

Mi equipo y yo estábamos desarrollando una plataforma de telemedicina para una empresa farmacéutica y yo llevaba algo más de un año hablando con médicos, gerentes de hospitales, pacientes y directivos de aseguradoras. Mi objetivo era descubrir cómo las videoconsultas podían ayudarles a resolver sus problemas y, en última instancia, encontrar por fin la salida comercial a lo que estábamos creando.

Armada de argumentos tecnológicos y cifras de eficiencia económica, su respuesta me pilló totalmente por sorpresa: «Nuestro principal problema es que no tenemos herramientas para curar a la mayoría de nuestros pacientes. Y no es por falta de tecnología, sino porque prácticamente todas las enfermedades que nos entran por la puerta están causadas por los hábitos,y la herramienta que tenemos para combatirlas son medicamentos que solo ponen fin a los síntomas, pero no son una cura definitiva; si dejas las pastillas de la tensión, vuelve a subir,y lo mismo ocurre con el colesterol, la depresión, los dolores de espalda… Es básicamente como entrar en una casa en llamas y apagar la alarma de incendios».

Y así, con apenas un puñado de palabras, se sembró en mí la semilla de la revolución.

Porque mi sorpresa evolucionó hacia la incredulidad. ¿Cómo era posible que en la cima de nuestra evolución cognitiva no supiéramos cómo evitar y curar las enfermedades más letales y extendidas? Empecé a devorar datos epidemiológicos.

Y cuanta más información absorbía, más veía reflejado el forcejeo de mi vida. Los ataques de ansiedad, los periodos de depresión y el agotamiento crónico reflejados en cientos de millones de personas.Mi incapacidad para esquivar el sobrepeso con sacrificios, productos y dietas en varios miles de millones de seres humanos.

Y es que estar mal está tan terriblemente extendido que lo hemos normalizado culturalmente como una consecuencia inevitable del paso de los años o como una constatación física de nuestra poca fuerza de voluntad. Hemos asumido que el cuerpo es una especie de caja negra a la que realmente no le afecta demasiado lo que hagamos. Y luego, cuando enfermamos, lo achacamos a la mala suerte.

¿La relación de causa y efecto se puede aplicar a todo salvo a nuestros hábitos? ¿De verdad? ¿O es que sencillamente no sabemos por qué enfermamos?

Leyendo y contrastando estudios científicos, metaestudios y revisiones sistemáticas pude comprobar, sin mucho esfuerzo, que la ciencia sí que sabe (y de forma prácticamente unánime) cuáles son las causas de las enfermedades más comunes y cómo evitarlas, pero, por algún motivo, ese conocimiento no termina de permear en nuestro día a día.

Porque desde que un conocimiento científico se hace unánime hasta que empieza a estudiarse en las universidades de medicina transcurren una media de quince años. Porque la seguridad de los químicos que comemos, respiramos y nos untamos cada día se demuestra (o no) años después de que hayan salido al mercado. Porque la alimentación es una de las principales causas de enfermedad, y ni los médicos estudian nutrición en la carrera ni los niños en los colegios.

Esta desconexión con nuestra salud es puramente cultural y tremendamente reciente. Y ahí fue donde la perspectiva antropológica transformó mi visión del problema, porque las respuestas a por qué no vivimos plenamente y cómo empezar a hacerlo están escritas en la biología de nuestro organismo y en la forma en que responde a lo que le rodea.

Yo necesitaba (y mucho) aplicarme todo lo que estaba aprendiendo. Toda una vida huyendo hacia delante, espoleada por el miedo y ensordecida con placeres tan absorbentes como efímeros, me habían llevado ya un par de veces al colapso y necesitaba desesperadamente que algo de todo lo que hacía por intentar cuidarme funcionara de verdad.

 

Mi primer paso para vivir Notox fue empezar a priorizarme.

 

Madre primeriza, emprendedora e infectada con el virus de poder con todo, no me quedaban ni un minuto ni un pensamiento al día para mí y me pasaba el tiempo poniéndole la máscara de oxígeno a todo el mundo mientras yo a duras penas podía respirar. Y para el proceso que tenía por delante necesitaba tomar mucho (muchísimo) aire. Porque estaba rompiendo con la inercia de toda una vida. Porque tenía que rehacerme desde los cimientos. Porque muchas de las cosas que me disponía a cambiar iban a chocar con las expectativas de la gente.Y no iba a ser nada fácil.

Así que tenía que recoger toda la motivación y toda la energía que había esparcido por las vidas de los demás y concentrarlas de una vez por todas en recuperar la mía.

Había comprendido que estar bien no consistía en hacer mil cosas nuevas; estar bien iba de dejar de hacer las cosas «tox» que me estaban impidiendo desarrollar todo mi potencial.Y eso significaba que ya tenía dentro de mí todo lo que necesitaba, estaba completa, estaba preparada; solo necesitaba ser capaz de convertirme en una prioridad para mí misma y así poder concentrarme en transformar mis hábitos. Tan sencillo y tan complicado como eso.

Complicado y casi imposible porque, al final, anteponer las prioridades de los demás había llegado a formar parte de mi identidad, era mi manera de ser buena persona. Izanami era una jefa estupenda, una madre entregada, la pareja perfecta… y si dejaba de ser todo eso, ¿qué me quedaba?

Quedaba un ser egoísta, una de esas personas sin escrúpulos que anteponen sus necesidades a las de los demás sin remordimientos.Y eso iba en contra de toda moralidad, o eso es lo que había aprendido, que desvivirse por los demás sin condiciones ni quejas era el único camino para ser una persona decente.

Pero un día me di cuenta de que las veces que más daño había hecho a otras personas, lo había hecho desde mi dolor; que, probablemente, sin ese dolor anegándome, no habría encontrado la acidez necesaria para hacer sufrir así a quien tenía delante. ¿Sabes ese placer momentáneo que te proporciona desahogar tu frustración en otra persona? Quizá se deba a que, al arrastrarla al mismo dolor que llevas dentro consigues de alguna forma sentirte acompañado. Y así afiancé la intuición de que la gente que es verdadera y completamente feliz es incapaz de hacer daño a nadie.

Y yo no era feliz, ni siquiera a medias. Huir de mí misma me había dejado agotada, frustrada e histérica: era una central nuclear defectuosa a punto de desatar una catástrofe radiactiva cada vez que alguien ponía a prueba mi paciencia.

Y ponían a prueba mi exigua paciencia todas las personas que formaban parte de mi vida. De lo cercanas que fueran dependía mi capacidad de tragarme la radiactividad, pero incluso con los amores de mi vida, a veces tenía que salir de la habitación a vaciarme en un cojín con un puñetazo.

Y así, era una jefa estupenda que entre sonrisas y favores sentía la necesidad de controlar hasta el último detalle del trabajo de su equipo.

Era una madre entregada que a la vez que acaparaba toda la relación y el tiempo con mi hijo, me quejaba constantemente de estar profundamente agotada y sola ante el peligro.

Era la pareja perfecta, complaciente y abnegada, que a base de esconder mis anhelos me había exiliado al fondo de mí misma y vivía inaccesible para la persona a la que amaba.

Por este motivo, darme prioridad a mí misma no era egoísta, sino que se trataba de la única manera de recuperar mi vida.

Así que, arrancándome la culpabilidad a pegotes, empecé a priorizarme en todas las decisiones y, en un intento de apagar el piloto automático y ser consciente de cada una de ellas, me di cuenta de que prácticamente todas las tomaba por miedo.

A la hora de elegir qué comer, tomaba la decisión el miedo a engordar, el miedo a seguir sintiendo ansiedad o el miedo a lo que pensarían los demás si no me pedía también una pizza. Muy pocas veces (casi ninguna) me daba la oportunidad de elegir algo porque me apeteciera o me cuidara. Y era normal: todas las cosas que creía que eran sanas no me hacían sentir mejor, y la costumbre de limitar las calorías me había llevado a una espiral de atracones y desnutrición.

Entonces le di la espalda al marketing, amplié mis conocimientos y desapareció el miedo. Porque cuando entendí cómo funciona nuestro sistema hormonal descubrí que cuantas menos calorías comes, menos grasa quemas; que los atracones son el rugido de supervivencia del hipotálamo (la parte del encéfalo situada en la base del cerebro), y que vomitar era el resultado de sentirme culpable por intentar vaciar una piscina con un colador.

Dejé de comer «productos» y empecé a comer «comida», de forma que logré reequilibrar el termostato innato que regula nuestro porcentaje de grasa, y nunca más, jamás, volví a contar calorías.

En mi esfuerzo por volver a conectar, por empezar a tomar decisiones de forma consciente, me di cuenta de que había perdido por completo la autoridad sobre lo que pensaba y lo que sentía. Me creía absolutamente todo lo que razonaba mi pensamiento consciente y me dejaba arrollar por todas y cada una de mis emociones. E igual que entender cómo funcionaba mi organismo me ayudó a resetear mi relación con la comida, el hecho de comprender, gracias a los últimos descubrimientos de la neurociencia, cómo funciona nuestro cerebro me abrió las puertas a la felicidad más profunda y verdadera.

Porque descubrí que no somos lo que pensamos, que la voz de nuestro pensamiento consciente representa un pequeño porcentaje de toda nuestra capacidad de procesamiento cerebral y que de 70.000 pensamientos que tenemos al día, el 90% son reiterativos y el 80% negativos. Al entender que yo era mucho más que esa voz insistente y avinagrada, recuperé la perspectiva necesaria para poder controlarla.

Asimismo, recuperé el control sobre mis sentimientos desbocados; entendí su función evolutiva como respuesta hormonal, pero a su vez reconocí que, igual que no soy lo que pienso, tampoco soy lo que siento.

Ya centrada, me abalancé a recuperar la felicidad que recordaba de la infancia. Y comprobé que lo que Aristóteles intuía, hoy lo demuestra la ciencia, y que la felicidad que nos da el placer es efímera por diseño. Y así, atrapados en un círculo vicioso de adicción evolutiva, vamos agrandando el vacío, alejándonos cada vez más de la felicidad, porque la felicidad nos está esperando justo al otro lado del dolor, en nuestro potencial extraordinario.

En este viaje a través del placer, el miedo y el dolor me han acompañado miles de personas. Alumnos que en cursos presenciales o a través de nuestra plataforma digital han ido, paso a paso, librándose del condicionamiento evolutivo para trascender por fin lo animal y acceder a su poder innato.

Y, juntos, hemos descubierto que la felicidad es nuestro estado innato y que está ahí, esperando a que pongamos de nuevo lo biológico a trabajar a nuestro favor y dejemos de vivir secuestrados por el miedo cronificado.

 

En este libro vas a encontrar experiencias personales que quizá te inspiren o quizá te remuevan por dentro. Vas a entender el porqué evolutivo del placer y del miedo y cómo se escriben biológicamente en nuestro cuerpo, y vas a tener el espacio para transformar tu experiencia en los peldaños hacia la expresión más poderosa y auténtica de todo tu potencial.

 

¿Me acompañas?

Empezamos.

EL PLACER

 

Y tras varios tequilas

las nubes se van

pero el sol no regresa…

 

La Quinta Estación

 

 

 

 

 

 

PLACER

 

placer1

 

Del lat. placēre.

Conjug. modelo.

 

1. intr. Agradar o dar gusto.

 

placer2

 

1. m. Goce o disfrute físico o espiritual producido por la realización o la percepción de algo que gusta o se considera bueno.

 

2. m. Diversión, entretenimiento.

 

3. m. desus. Voluntad, consentimiento, beneplácito.

 

 

 

 

 

 

He mantenido una relación tóxica y especialmente complicada con la comida durante algo más de quince años. No ha sido más que el reflejo de la relación tóxica que tenía conmigo misma, que encontró en lo que comía un vehículo más para cronificar el miedo: el miedo a no ser suficiente, a no estar a la altura, a no merecer la pena.

Y así, todo lo que comía o dejaba de comer se convertía siempre en un detonante más: me daba miedo perder el control y comer demasiado. Me daba miedo engordar y me daba miedo que me sentara mal algo. Me daba miedo lo que pensara la gente si engordaba mucho o si adelgazaba demasiado y me daban miedo (y mucha pereza) las reacciones de los demás al verme comer de forma diferente.

Y, a la vez, comer era de lo poco que me hacía momentáneamente feliz. El mero hecho de comer llenaba por unos minutos el vacío; llegar al fondo de una tarrina de helado era lo más parecido a un abrazo y abrir una caja de pizza humeante me hacía sonreír.

La brutal caída que venía justo después no hacía más que agrandar el vacío, hacerlo más profundo, más doloroso, más frío. Y así, cada vez necesitaba más cantidad, más veces al día, para poder sobrellevar la jornada.

Estaba totalmente secuestrada en un lugar en el que por mucho que comía no se me quitaba el hambre, por mucho que bebía no saciaba mi sed; corría sin moverme del sitio y gritaba muda, sin poder separar los labios.

Era rehén del placer. De ese placer que dan las cosas ricas, todas esas cosas que son malas para la salud pero que a la vez son tan irresistibles. Ese placer inevitable, involuntario y contraproducente. Como el de las relaciones complicadas, las copas o el tabaco: sabes que no puede ser bueno, pero, a pesar de todo, eres incapaz de hacer nada para evitarlo. El tipo de placer en el que buscaba la felicidad para solo encontrar un dolor cada vez más ácido. Necesitaba dejar de usar el placer, sentirme menos vacía, porque lo único que estaba consiguiendo era romperme aún más por dentro.

Y lo peor es que, de tanto utilizar el placer para llenar el vacío, estaba atronando mi vida con un ruido ensordecedor que no me dejaba tomar perspectiva. Estaba tan absorta en hacer girar mi rueda de hámster de tabaco, chocolate, aplausos, pizzas y copas de vino que ni siquiera me paraba a plantearme que algo no iba bien, que la vida tendría que ser otra cosa, más fácil, más productiva y mucho menos dolorosa.

El placer, arrancado de su propósito evolutivo, era el pan y el circo que me mantenía enganchada, sin acceder a mi potencial y sin ser siquiera consciente de que tenía un problema.

Para mirarme de frente y volver a tomar las riendas, primero necesitaba apagar el ruido. Porque la relación tóxica que tenía con la comida, con el tabaco y con mi cuerpo no era el problema: la forma en la que estaba usando el placer no era más que un síntoma de lo rota que estaba por dentro.

Y, antes de poder sumergirme para identificar el daño y repararlo, tuve que empezar por resolver mi relación con el placer entendiendo su porqué evolutivo y su cómo biológico. Porque el placer, como todos los motores de nuestro comportamiento, tiene un propósito. El placer es un mecanismo que ha evolucionado para ayudarnos a sobrevivir durante cientos de miles de años, y solo comprendiendo su porqué, iba a ser capaz de racionalizarlo y salir de la espiral destructiva en la que me había atrapado.

Por lo tanto, para ser capaz de resetearme necesitaba entender cómo se escribe el placer en el cuerpo, cómo afecta a nuestra biología, qué y cuánto nos detona y hasta dónde podemos llegar para recuperar el control sobre lo que nos destroza.

 

Porque no podemos elegir qué nos da placer, pero podemos elegir dónde encontrarlo, y yo estaba a punto de embarcarme en uno de esos viajes que te transforman por completo. Porque iba a mirar de frente a los placeres con los que estaba intentando llenar el vacío y, uno a uno, separar los útiles de los contraproducentes y encontrar la manera práctica de librarme de ellos.

EL PORQUÉ EVOLUTIVO

1. EL PLACER

 

 

 

 

 

Meterme en la cama con las piernas desnudas y notar las sábanas frescas y recién planchadas.

Un masaje lento, profundo, de esos que huelen a vainilla.

El olor del café solo por la mañana.

El primer cigarro del día.

Una conversación clandestina, salpicada de carcajadas, disfrazada de banalidad.

El chocolate sobre la lengua, justo después de chascar la primera onza entre los dientes.

La música. En directo. En primera fila.

Una avalancha de likes en esa foto que subiste sin muchas expectativas.

Un abrazo de verano. Con caricias largas en la espalda y los pies hundidos en la tierra.

El jadeo triunfante, casi eufórico, que te dobla por la cintura justo después de correr muy rápido.

El queso: untado, gratinado, rallado, derretido o en aceite.

Un orgasmo inesperado, que llegue solo, sin buscarlo mucho, y que se lleve tu razón por delante.

Tomar el primer sol de la mañana, sobre arena aún sin pisar, al borde de las olas.

Que te mire, que te elija de nuevo, que vuelva contigo. Aunque sea solo por unas horas.

 

Evolutivamente tenemos una misión: no morir hasta haber contribuido a la perpetuación de la especie. Lo que somos y cómo funcionamos es una superposición de estrategias de supervivencia perfeccionadas y automatizadas durante varios millones de años.

Heredamos por epigenética el conocimiento de las cosas que nos matan y de las cosas que nos acercan a nuestro propósito evolutivo y traemos de serie las estrategias automatizadas para sobrevivir a un entorno hostil e incierto. Así, nacemos con la experiencia de todos nuestros ancestros registrada y organizada en una especie de biblioteca de supervivencia que se acciona en reacciones innatas para saber, nada más nacer, qué es bueno o malo y cómo actuar ante ello sin tener que empezar de cero.

Esta colección de estrategias se activa de forma inconsciente e inmediata cuando nuestro cerebro detecta un detonante en nuestro entorno, cuando lo imagina o cuando lo recuerda. Cada estrategia tiene su propio circuito neuronal y su cadena de reacciones neuroquímicas y hormonales están automatizadas. Así, hay estrategias disuasorias, motivantes o preventivas, y absolutamente todas son el motor silencioso e inesperado de nuestro comportamiento.

Una de las principales estrategias motivantes es el placer. El placer es la recompensa neuroquímica involuntaria que recibimos al llevar a cabo aquellas cosas que son buenas para nuestra supervivencia y para la continuidad de la especie, porque es con el placer con lo que nuestro cerebro nos premia cada vez que adoptamos alguno de los comportamientos que tiene pregrabados como productivo.

Así, la mayoría de las cosas que nos generan placer tienen un porqué evolutivo. Un porqué que quizá en este nuevo ecosistema se ha desvirtuado, pero que en su origen estaba completamente justificado, porque todas las cosas que nos daban placer eran buenas para nuestra supervivencia y para la continuidad de la especie.

Pero nuestra forma de vivir ha cambiado tanto que la manera en la que el placer guía nuestro comportamiento se pervierte hoy con otros detonantes nuevos, sintéticos y frenéticos, que nos secuestran la consciencia y nos dejan aún más en carne viva el vacío que estábamos intentando llenar con ellos.

Y así, el placer se ha convertido en algo que perseguimos y escondemos, en una fuente de bienestar efímero y de vergüenza, de envidias y de comparaciones eternas, en el único camino que conocemos para alcanzar la felicidad. Pero cuando entendemos que el placer no es más que una inevitable estrategia de motivación de nuestro cerebro, podemos tomar la perspectiva necesaria para empezar a racionalizarlo y, sin renunciar a él, elegir conscientemente dónde encontrarlo.

Nos dan placer muchas –muchísimas– cosas que, evolutivamente, se pueden categorizar en tres grandes grupos:

 

• Las cosas que nos empujan a sobrevivir.

• Las cosas que nos empujan a crear.

• Las cosas que nos empujan a reproducirnos.

 

Y así, para sobrevivir tenemos que cazar, recolectar, comer, cooperar y comunicarnos. Para crear tenemos que resolver problemas, manipular y fabricar herramientas e imaginar cosas nuevas. Para reproducirnos tenemos que exhibirnos, destacar, cortejar, penetrarnos y colaborar cuidando.

 

Aunque un porcentaje de la población humana hoy en día no necesite cazar ni recolectar para alimentarse y comamos más productos que comida; a pesar de que la pasión no sea solo reproductiva, y la soledad no sea ya necesariamente una sentencia de muerte, los mecanismos biológicos del placer siguen ahí, afianzados durante cientos de miles de años, llevando la batuta de muchas de las decisiones que creemos que tomamos conscientemente.

 

1.1 La creación

Compartimos con el resto de los animales muchas más cualidades de las que desde nuestras creencias etnocentristas nos gustaría. Llamamos humanidad a la empatía que compartimos con el resto de los mamíferos y a la capacidad de perdón que tenemos todos los primates. Nos emociona nuestra capacidad de organización y cooperación ante las tragedias, pero se nos olvida que tales comportamientos se les dan aún mejor que a nosotros a las hormigas y a las abejas.

Y es que lo que nos hace humanos es otra cosa: nuestra extraordinaria capacidad de imaginar lo que aún no existe y de encontrar la forma de manifestarlo. La creatividad no es el atributo de unos pocos afortunados, es precisamente el potencial de crear lo que nos define como seres humanos y es lo que nos ha permitido transformar por completo nuestro entorno hasta convertirlo en un lugar en el que, en vez de luchar por sobrevivir, tenemos la oportunidad de seguir creando.

Los humanos más creativos siempre hemos sobrevivido mejor a las situaciones adversas, así que, generación tras generación, desde que empezamos a desarrollar el neocórtex hace algo menos de 100.000 años, hemos evolucionado para que el placer nos motive también a imaginar algo y manifestarlo.

Y así, desde que nacemos, desarrollar esa capacidad de idear lo inexistente y de vivirlo, recrearlo y transformarlo se convierte en una necesidad arrolladora. ¿Cuántas horas seguidas serían capaces de jugar los niños si les dejáramos?

Cuando los niños juegan, están poniendo a trabajar el área del cerebro evolutivamente más reciente y más potente y desarrollada neurológicamente: el neocórtex. A través del juego acceden a todo su potencial y viven el poder inigualable de explorarlo. Empoderados, su organismo los recompensa con una explosión de serotonina, acetilcolina, dopamina y endorfinas que los motiva a seguir jugando todas las horas que les sea posible.

Pero cuando nos hacemos mayores denostamos la imaginación reduciéndola a poco más que una cosa de niños, y como mucho se la permitimos a ese tipo de personas que viven en las nubes, poco serias y realistas. Cuando nos hacemos mayores, amordazamos nuestro potencial de creación y dejamos la creatividad a los que trabajan en agencias de publicidad, a los escritores y a los artistas.

Pero imaginar y crear son nuestro potencial más humano y, por eso, lo creativo, lo inspirador y lo bello está biológicamente incentivado con placer innato. Y así, disfrutamos resolviendo problemas de formas completamente nuevas y disfrutamos creando y compartiendo conceptos e ideas. Disfrutamos decorando, dibujando, cantando, escribiendo y bailando. La creación y contemplación de cosas extraordinarias nos eleva emocional y biológicamente y nos da mucho –muchísimo–placer, ver florecer desde una planta hasta un proyecto que hayamos creado de cero.

Pero si la mayoría de los placeres que nos motivan a sobrevivir y a perpetuar la especie están, en este nuevo ecosistema, desplazados hacia conductas a veces lesivas y casi siempre contraproducentes, con el disfrute de jugar a imaginar nuestra realidad y manifestarla hemos hecho todo lo contrario: lo hemos amordazado. Y así, vivimos persiguiendo placeres efímeros en alimentos, situaciones y personas que no tienen por qué ser buenas para nuestra vida mientras nos privamos del placer más humano y continuo de acceder a todo nuestro potencial y crear conscientemente nuestra propia vida.

 

1.2 LA REPRODUCCIÓN

En la necesidad evolutiva de reproducirnos podemos encontrar el ejemplo más potente de los extremos a los que puede llegar nuestro cerebro para mantenernos motivados hacia un propósito claro: el orgasmo. Porque antes de que se inventaran los anticonceptivos, cada eyaculación en una hembra fértil era una posibilidad más de reproducción de la especie, y las hembras humanas somos fértiles solo unos pocos días al mes, así que la recompensa por intentarlo tenía que ser lo suficientemente generosa como para que nos pusiéramos a ello constantemente, maximizando todo lo posible las probabilidades de hacer diana. ¿Y qué mejor incentivo para tratar de mantener todas las relaciones sexuales posibles que un placer inmenso?