¿Y si todo sale mal? - Romina Scalora - E-Book

¿Y si todo sale mal? E-Book

Romina Scalora

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Beschreibung

Siguiendo el planteo de las nuevas categorías generacionales, Romi Scalora se define como milenial: "Nacidos a partir de los 80, protagonistas de la era digital hiperconectada". Se define así, como la definen, porque se cansó de discutir sobre el tema. Como si todo el universo que se desprende de haber nacido en pleno ocaso de la primavera democrática, en una familia de clase media de Flores, pudiera reducirse a la agilidad en el uso de la tecnología. ¿Y si todo sale mal? es un libro que plantea las deudas y los pendientes sobre una generación que se encuentra agotada de no entender todo lo que se supone que debería haber entendido hace rato. Una generación que carga con una etiqueta que le ha impedido en gran medida ser escuchada y atendida en sus dudas y sus deudas. ¿Y si en realidad lo único que conecta a esta generación es el miedo a que todo salga mal? Una crónica autobiográfica y de época que con humor y observaciones filosas plantea un abanico de dudas generacionales atragantadas que posiblemente hablen mucho más de las deudas sociales que operan sobre los milenial.

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¿Y si todo sale mal?

Índice de contenidos
Portadilla
Legales
1. La inoportuna experiencia de nacer
2. Soldati Country Club
3. Un Disney en cada góndola
4. Cacerolas de egreso: Festejando entre el ántrax y el patacon
5. Sueña con un garage
6. Barney no tiene aportes
7. Nada nos libra, nada más queda
8. Centro de estudiantecosis
9. Paternal champagne
10. No te mueras sin pasarme la titularidad
11. La internacional socialista de Caballito
12. Deconstrucción inmediata o le devolvemos su dinero
13. La culpa creativa
14. Te amo, te odio, dame apps
15. Felicitaciones, llegaste tarde
Agradecimientos

Scalora, Romina

¿Y si todo sale mal? / Romina Scalora. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-950-556-961-8

1. Autobiografías. I. Título.

CDD 301

© 2023, Romina Scalora

©2023 RCP S.A.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.

Primera edición en formato digital: agosto de 2023

Versión 1.0

Digitalización: Proyecto451

ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-961-8

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Diseño de tapa: Azul Pellegrini

Diseño de interior: Cerúleo

Fotografías de tapa e interior: Carlos Aguilar Uriarte

A mi papá, qué está ahora,

tanto o más que cuando estaba.

Este libro habla de su nido y de las pichonas

a las que supo regalarle alas.

Somos por él.

Nací el 20 de noviembre de 1988, el día de la soberanía del último año de romance democrático, cuando la energía popular se empezaba a convertir en una efervescencia incómoda que se nos hizo carne a los que ahora cargamos treinta y pico. O dicho en criollo, en las puertas de la debacle.

Por más esfuerzo que haga no puedo tener registro de cuando me enteré que había nacido en la Maternidad Sardá, un hospital público de Parque Patricios. No estaba previsto así. La idea original era que naciera en la Clínica Santa Isabel, la más pituca de Flores, donde dieciocho meses antes había nacido mi hermana. En realidad, si hablamos de planificación, la que no estaba en los planes era yo, pero por un fallo en los cálculos, y ante la inevitable realidad de mi existencia, resolvieron por La Maternidad Sardá. ¿El motivo? Una hiperinflación galopante que, en un año y medio, los había dejado entre una hija y la otra, sin prepaga. Vine con la crisis debajo del brazo. Pero nací en el mismo lugar que Sandro, y mi mamá es “una nena”. ¿Sabés lo que significa eso?

Viví toda la vida en Flores. A mis viejos les vendieron que el barrio picaba en punta como uno de los más pujantes de la ciudad, y que comprar ahí era invertir a futuro. Y no mintieron, el barrio pujante quedó así, siempre en pleno pujo. Pero cerca del subte y ahora de Caballito que, como bien sabemos, es el Palermo de los monotributristes.

La que no tuvo que pujar nada fue mi mamá, porque nací por cesárea. Conociéndola, lo debe haber sentido como una bendición, porque una cosa es el amor y otra muy distinta, la paciencia. Y mi mamá no tiene paciencia, para nada. Por eso mi acercamiento al relato de la maternidad siempre giró en torno a la bendición que implica la existencia de la epidural que te clavan en la columna para que se te duerma todo el cuerpo. Contrariamente a la queja recurrente de mis compañeros de generación, a mí no me vendieron jamás el buzón de la maternidad como un lecho de rosas, sino que me relataron en detalle las espinas casi desde que nací.

El recuerdo generalizado de la familia acerca de mi nacimiento es que cuando me entregaron a los brazos de mi mamá, una enfermera le dijo “tranquila, cuando nacen así, después se rellenan y se ponen hermosas”, así que supongo que su cara habrá sido categórica. Pero vencido el espanto inicial, o asumiendo la resignación, la primera noche mamá me sacó de la cuna y me acostó con ella. Parece que esto era algo absolutamente imperdonable para las parturientas, porque la cultura popular decía que podías darte vuelta dormida y aplastar al bebé, o sea, matarlo. Fatalismo y maternidad, el combo perfecto. Así que si te agarraba una enfermera durmiendo con tu bebé te martirizaba hasta que te carcomiera la culpa y pidieras perdón de rodillas frente al manual de maternidad del doctor Socolinsky. Pero ella lo hizo igual, me acostó con ella la primera noche, porque es rebelde pero, sobre todo, porque no tiene paciencia.

Con mi nacimiento, mi vieja descubrió el maravilloso sonido del llanto de un recién nacido, porque mi hermana no había llorado. En esa época tenían prepaga, pero había caído en manos de un médico que profesaba la innovadora técnica de hacerla esperar un mes más para parir bajo el argumento de que era una “primeriza exagerada”. Así que mi hermana nació pasada de cocción, en el límite entre el mundo de los vivos y los zombis. Y por eso mi viejo prometió que si se salvaba nunca más se iba a afeitar. La costumbre recurrente de los hombres heterosexuales que, como tienen un tema no resuelto ahí, creen que Dios tiene altísimos estándares capilares como para cumplirles el deseo. La cosa es que el santo de los barberos respondió y mi hermana ingresó al mundo de los vivos. Y mi papá al de los barbudos, para siempre.

La cuestión es que mamá descubrió conmigo el sonido de un bebé recién nacido llorando, y deseó no haberlo conocido jamás. Según ella “no había fin, no tenía paz”, me convertí en el ringtone de su vida. Y esa primera noche lloré “como si me estuvieran matando”,no era hambre, no era frío, no me dolía nada, solo lloraba, todo el tiempo, sin parar, durante los primeros dos años de vida. Por eso me llevaba a infinidad de médicos a los que les rogaba que por favor me diagnosticaran algo, lo que fuera. Así que ante la lógica respuesta de que solo era una hincha pelota, tomó la decisión más racional posible y me llevó a una bruja que le dijo que había nacido con la “pata de cabra”. Un supuesto mal ancestral que decía que los chicos que lo tenían estaban infectados por una serie de gusanos que se alimentaban de su columna vertebral hasta comérselo entero. Conociéndola, con tal de que no llorara más hubiese sido capaz de entregarme al mismísimo exorcista Padre Damien Carras. Así que me sometió a un tratamiento carísimo que se basaba en la compleja técnica del rezo durante nueve días. Y creer o reventar, dejé de llorar, estimo que por el hartazgo.

No tengo fotos de bebé sola, en todas estoy con mi hermana Gaby. Ese es un mal de la época para los hermanos menores, un flagelo del que no hablamos por consideración, pero sobre el que es justo que empecemos a pronunciarnos. En esa época los recuerdos dependían de la cantidad de fotos que incluyera el rollo de fotos, y revelarlas salía una fortuna. Así que no era lógico gastar una foto en el bebé si con voluntad, nos acomodamos y entran los tíos, la primita que festejó los quince y la parturienta se perdió porque estaba con retención de líquidos, y alguna una enfermera ¡Así nos queda de recuerdo que estuvimos en “la Sardá”, donde nació Sandro!

Para los fanáticos del horóscopo soy escorpio, pero hasta ahí, porque por unas horas no fui sagitario. No tengo ni la más mínima idea por qué cada vez que digo que soy escorpio se escandalizan como si estuvieran frente a una asesina desalmada en potencia, pero por eso siempre aclaro, soy escorpio casi sagitario. Igualmente, nada me importa menos en la vida que adecuar mis acciones a la aspectación astral, de hecho, lo único que me representa del horóscopo es justamente esa indefinición. Soy escorpio, pero no, estoy al límite. De los signos, de la década, del milenio, de las posibilidades de mi familia de solventar una nueva boca, de la fiesta democrática, de un tiempo sin internet, de un nuevo tiempo hiperconectado. Al límite, perteneciendo, pero hasta ahí.

Sin embargo, la indefinición no tiene buena prensa, básicamente porque viene acompañada de incertidumbre. Después de una, siempre viene la otra. Como escorpio y sagitario. Y mucho menos en términos teóricos donde todo tiene que encajar en un cajoncito delimitado con características claras que ordenen el panorama. Por eso según los demógrafos formo parte de la generación milenial, que abarca a los nacidos entre los primeros años de la década del 80 y mediados de los 90. Si te acabás de enterar que lo sos, bienvenido, ubicate, ahí tenés un paquetito de pañuelos descartables, estamos para acompañarte.

Antes que nosotros viene la Generación X, de los nacidos entre mediados de los 60 y principios de los 80, o sea, nuestros padres. Que a su vez son los hijos de la generación de los baby boomers de la posguerra, a mi humilde modo de entender, el nombre más épico que todos los que inventaron para definirnos por generaciones. A grandes rasgos, esta compleja teoría demográfica podría resumirse en: imagen de un barco tipo Titanic - imagen de hippies - nosotros - ellos.

Ellos, los centenial, nacidos entre fines de los noventa y principios de los dos mil. En términos generales, nos caen bien. Somos lo suficientemente parecidos porque a grandes rasgos vivimos un mundo bastante similar. No te miran con cara de asombro si mencionas bandas de rock cuyos cantantes hayan envejecido como señoras, saben lo que es una consola de Family Game y entienden a la perfección las consecuencias gástricas dramáticas que acarreamos por culpa de la moda del vodka con melón. Prefieren Rebelde Way a Chiquititas, sí, es verdad, tenemos diferencias sustanciales, pero en cualquier caso nos abarca el paraguas Cris Morena.

Somos los últimos que sobrevivimos parte de nuestra vida sin internet, y me pasaré cada día de los que me queden de ella agradeciendo que ese calvario haya terminado a tiempo. Seremos los encargados de contar que al principio era un bien de lujo que solamente tenían algunos pocos privilegiados y que para eso había que tirar un cable hasta el teléfono de línea (habrá que explicar qué era eso también) que quedaba inutilizado tras un ruido diabólico. Pero la de nuestros viejos fue la última generación que pudo acceder a tener una casa propia. ¿Costo, beneficio? Ganaron. Entiendo que para un centenial nacido post 2000 leer esto sea un insulto, son las diferencias de las que ya hablamos. Pero los que sabemos cómo se cursa la primaria a base de recortar próceres en la Billiken me van a saber entender.

Nacimos a las puertas de un mundo nuevo al que se le depositaban una cantidad de expectativas que, como no podía ser de otra manera, se nos trasladaron a nosotros. Se derrumbaba la dictadura de Stroessner en Paraguay, la democracia chilena empezaba a despedir a Pinochet, la tele nos mostraba el mundo a color, y entre gateo y gateo, asistimos al evento que inauguró el mundo en el cual todavía intentamos sobrevivir, la caída del muro de Berlín.

Por supuesto que, en términos concretos, las modificaciones de albañilería del otro lado del mundo no modificaban en absoluto las condiciones de vida de una familia que azotada por la hiperinflación traía al mundo a una nueva niña que no paraba de llorar. Ni un segundo. Y que encima representaba un gasto extraordinario porque, falladita de fábrica, había venido con intolerancia a la lactosa y tenía que tomar una leche especial que, en palabras de mis padres, costaba oro.

Pero, aun así, la caída de la medianera del otro lado del mundo daba la sensación de que algo bueno se venía, y que, para nosotros, se auguraba un futuro lleno de autos voladores y robots inteligentes que nos iban facilitar la vida. Por eso aprendimos a decir ajó acompañados por el zumbido permanente que se lamentaba por esa gente, lejana, que recién a las puertas de la última década del milenio podían conocer el placer de comerse una hamburguesa finita, sin gusto y de dudosa procedencia. No como nosotros, que no teníamos que tirar ninguna pared ni especializarnos en tareas de albañilería, para acceder a esos manjares químicos, con cajita feliz incluida. Porque a principios de los noventa hasta las cajitas eran felices, y así todo. No había más pasado, todo lo anterior se había terminado, y lo que venía no podía ser menos que un festejo permanente. Llegamos al “nacimiento de una nueva Argentina”, a la “Revolución Productiva”. Mamita, que había expectativa.

Dije durante mi infancia muchas más veces la palabra “patillas” de lo que se esperaría de un niño nacido en cualquier otra década. Dudo que los niños centennials la tengan tan incorporada. Cualquier niño en los 90 aprendía a imitar el acento riojano del Bon Vivant que nos prometía llevarnos al primer mundo, y que encima iba a ser nuestro. Aunque la sensación iba por un carril y la realidad por otra, porque al menos en los primeros años, la bendita leche especial que yo tenía que tomar para no vomitar como una Linda Blair alérgica a la vaca, subía de precio de la noche a la mañana entre tres y cuatro veces por día.

La inflación superaba el 700%, y en Buenos Aires se programaban cortes de luz casi diariamente, algo que mi madre recuerda con añoranza porque según ella “la hiperinflación no la sintió (se ve que la prepaga la dio de baja por pura excentricidad) y al menos te avisaban cuando te cortaban la luz, no como ahora que te agarra por sorpresa”. En eso, al menos, tiene un punto. La tan añorada democracia tambaleaba como una gelatina entre levantamientos armados, caos económico, leyes de Punto Final y Obediencia Debida que le garantizaban la impunidad a los criminales de la dictadura, y Pablito Ruiz no paraba de cantar el único tema que tenía en carpeta.

Aun así, se respiraba un cambio de época. Para ser justos y que esto no se convierta en un manifiesto antipadres, los años que les tocaron en suerte a ellos, no habían sido en absoluto consecuentes con la escena de hippies felices corriendo por la pradera que retratan las películas de Hollywood. Y justamente por eso, por haber sobrevivido a ese presente, el futuro que nos auguraban no podía ser peor que el que les había tocado a ellos. Las expectativas estaban altas, yo diría que demasiado. Pero no es que el futuro fuera demasiado prometedor, sino que la vara estaba bajísima, y uno siempre tiende a aferrarse a la más mínima señal de optimismo para sobrevivir, como Jack a la puerta del Titanic en el medio del Océano Atlántico. Así que fuimos creciendo creyendo que en ese mundo de posibilidades que nos prometían, había lugar para todos en la tabla. Lo que pasa es que, en esa época, el Titanic de James Cameron no era siquiera un proyecto y nadie sabía que Jack iba a terminar hecho rolito mientras Rose se despatarraba cómodamente para salvarse ella.

Pero eso lo aprendimos después, bastante después. Recién cuando nosotros que éramos los chicos del nuevo milenio que le da nombre a nuestra generación, lo vimos desmoronarse apenas a un par de meses de haber iniciado, mientras buscábamos el futuro idílico que nos habían prometido en el videograph de la tele que alertaba sobre el riesgo país mientras nos explicaban lo que era un piquete. Sepan al menos, niños de la Generación X, que nos brindaron directivas confusas.

Lo cierto es que, ante nuestra llegada, no se contempló un plan B. Las expectativas estaban absolutamente pasadas de revoluciones y no entraba ni remotamente en los planes la posibilidad de que algo fallara. ¿Y qué pasó? Falló todo, salió mal. Pero nadie nos preparó para eso, así que ahí andamos, intentando definirnos mientras boyamos entre las expectativas que no podemos conciliar con la realidad, y siendo señalados como la generación del pesimismo. Que también tiene demasiada mala prensa, como la indefinición de ser escorpio, casi sagitario.

Posiblemente muchos de los que lean este libro y con quienes comparto la categoría demográfica de milenial tengan un recuerdo mucho más idílico de su infancia del que puedan encontrar en estas páginas. Yo formo parte del subgrupo milenial que la recuerda con una mezcla entre nostalgia y horror, siempre tuve la sensación de que la atravesamos como subidos al primer carrito de la montaña rusa. Entre la emoción y el vértigo.

Los que saben dicen que los primeros años de vida son fundamentales porque durante ese período el cerebro hace un millón de conexiones neuronales nuevas, y alcanza un ritmo que no recupera jamás. Pero además se asientan las bases, cognitivas, emocionales, sociales y físicas sobre las que se desarrolla el crecimiento. Después nos empezamos a sulfatar, por eso es fundamental establecerles cimientos sólidos a los gurrumines, antes de que se empiecen a oxidar. Como nosotros.

Sin embargo, es la etapa más difícil de recordar, la más determinante y la más intangible. Es inevitable que se te empiezan a mezclar los recuerdos con la idea que te hiciste de ellos o lo que te contaron, con los agregados que le vamos añadiendo con los años para tener un recuerdo más épico de algo que seguramente fuera una estupidez. Pero lo que siempre me generó una profunda curiosidad, fue identificar el mecanismo por el cual nuestro cerebro elige que algunas cosas queden fijadas para siempre y otras pasen sin dejar ni un mínimo rastro, con tal arbitrariedad. Descarto que habrá doscientas teorías neurológicas, cuatro mil neurocientíficas y setecientas tesis en espera al respecto del tema. No me interesan en absoluto, los aliento a seguir. Lo que me obsesiona del tema es entender por qué recuerdo con tal nitidez lo que implicó ser una niña en los años 90.

Convengamos que a nuestra década no le pusieron un nombre fatalista a lo “década infame”, la nombraron “La fiesta de los 90”, prometer, prometía. Uno puede estar más o menos interiorizado sobre política, seguir con más o menos rigurosidad sus pormenores, incluso hay quienes sostienen que se puede estar absolutamente desconectado y no tener ni la más remota idea de quién es el presidente. A esos pocos yo les temo. De lo que nadie puede escapar es del clima de época. Porque incluso los snobs espirituales que alardean de no tener redes sociales, están insertos en el clima, ¿sino de qué se escapan? Alardean porque se creen intelectualmente superiores por oponerse a lo que rige la vida que nos toca. O sea que están mucho más determinados por el presente que nosotros que todavía no entendemos TikTok, pero ponemos la mejor de las voluntades.

El clima de época en el que transitamos nuestros primeros años fue, para ser sutil, un neuropsiquiátrico a cielo abierto. Como chicos veíamos una marea de adultos sobre excitados por el consumo, eufóricos, como en un permanente carnaval carioca de una fiesta en la que, al menos mi familia, corría de atrás trastabillando como el último del trencito al que siempre lo obligan a subirse contra su voluntad. Pero en los primeros años, al menos intentábamos seguirle los pasos al meneaito.

Alfonsín había renunciado cinco meses antes de que terminara su mandato y había aparecido un caudillo enérgico que enamoraba y prometía el inicio de una nueva Argentina, y eso lo cumplió, nueva fue seguro. Una nueva Argentina, inserta en un nuevo mundo, que después de la vandalización del bendito muro, se había convertido en un shopping.

Éramos chicos con ojos incapaces de llegar a ver todo lo que se nos ofrecía. Y lo queríamos todo, porque todo estaba pensado para nosotros, que crecimos abrazados a la tele. Creo fervientemente que la programación de los canales estaba pensada con el fin de que cortemos todo vínculo con nuestros padres y nos entreguemos al éxtasis. Reina en Colores, ama y dueña de mi infancia toda, Xuxa bajando de una nave espacial que claramente evidenciaba que estábamos viviendo en el futuro. Las Trillizas de Oro, hipnóticas para cualquier niño que, durante los primeros años, no puede procesar con facilidad que haya tres personas exactamente iguales en la misma pantalla. Y Flavia con la saga de las olas, verdes y de fiestas, que le cantaba a un televisor desde adentro del televisor. La tele era nuestro lugar feliz: La mañana era para los chicos, al mediodía siempre cocinaba una señora, la tarde era para los juveniles y las novelas, y recién, a las nueve empezaban los noticieros. Con tono solemne, trajes impolutos, y expresión facial nula. No existían ni las placas de alerta, ni los gritos estridentes. La tele no te repelía, la tele te abrazaba.

Por más intento que hagamos en jugar a ser apáticos con la tele, y la miremos de reojo, en realidad con ella tenemos la relación que se tiene con un viejo amor, intentamos no acercarnos demasiado por si nos enamora de nuevo. La tele era parte de nuestra vida, la compenetración con la televisión era total y absoluta

Pero esa fascinación no era sólo nuestra, para nuestros viejos la tele también era la novedad que les había revolucionado la vida, como ahora los memes de Gaturro en Facebook. Por eso no había filtro. En mi casa había mínimos, creo que lo único que no nos dejaron ver fue “La Marca del Deseo” con Gerardo Romano, que trataba sobre un hombre que tenía relaciones sexuales, explícitas, muy explícitas, con un harén de mujeres a las que después tatuaba contra su voluntad. Digamos, mínimos recaudos. Pero después, vimos todo. Tango Feroz a los seis años, El Exorcista a los cuatro. Y básicamente porque los que querían ver la tele eran ellos, y dejarnos ver a nosotras lo mismo era la única manera de que no los jodiéramos.

Había algunos padres que simulaban ciertos límites y por eso hay todo un sector generacional que se jacta desde el progresismo de que “no los dejaban ver chiquititas”. No saben lo que se perdieron. Pero lo curioso, es que el límite, si había, siempre lo ponían sobre lo que queríamos ver nosotros. Evidentemente consideraban que era más peligroso para nuestra psiquis, ver Cebollitas a cenar todas las noches viendo cómo aplaudían a Dromi gritando que “nada de lo que deba ser estatal, permanecerá en manos del Estado”en Nuevediario. No, el problema para ellos eran las secuelas que nos podía dejar el “bolú” del Colo de Cebollitas.