Y tú, ¿qué quieres? - Ada White - E-Book

Y tú, ¿qué quieres? E-Book

Ada White

0,0

Beschreibung

Cuando las vacaciones y el placer se tuercen de la forma más hilarante. A Lucía todo le sale mal, parece que la mala suerte la sigue allá a donde vaya. Con la pérdida de su último trabajo, su amiga Irene decide que lo mejor es poner tierra de por medio y pasar un idílico fin de semana de relax en Ibiza. A Uriel le persiguen unos mafiosos, pero ese pequeño detalle no impide que se quede totalmente prendado de Lucía y su torpeza. La suerte decide inmiscuirse en la vida de Uriel y Lucia haciendo que ambos se alojen en el mismo hotel de Ibiza dando lugar a muchos momentos de ternura y de humor, pero… ¿Qué ocurrirá cuando los malos den con ellos y nuestros protagonistas se vean obligados a tomar decisiones drásticas? ¿Sobrevivirá el amor a tanto lío? Y tú ¿qué quieres? es la comedia romántica y de acción más divertida y emocionante que leerás este 2019.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 246

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Ada White

© Kamadeva Editorial, 2019

www.kamadevaeditorial.com

ISBN papel: 978-84-120323-7-6

ISBN ePub: 978-84-120323-8-3

Depósito legal: M-19291-2019

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

Cómo un mal día puede empeorar

Y ahora… vas y lo cascas

En un Fiat Panda

Haciendo amigas

Como sirenas sin escamas

La siesta española

El preámbulo de una noche movidita

¡Nos vamos de fiesta!

La noche más larga de mi vida…

¡Y ahora… ¿Qué?!

Tres náufragos en la Conejera

Ostias como panes

Qué malas son las despedidas

De vuelta a la rutina

Buscando trabajo. ¿Misión imposible?

Pues resulta que no es tan imposible

¿Cómo se distingue el amor verdadero?

¡Prueba superada!

Secuelas del fin de semana

Calentando motores

“Un café con amigos”

Por qué todo lo bueno se acaba

El papel de mi vida

Las casualidades ¡existen!

Qué equivocado estaba

Las cosas vuelven a la normalidad

Otra vez en la cola del paro

Epílogo

Cómo un mal día puede empeorar

Hoy es uno de esos días que no saldría de casa, que me quedaría en pijama tirada en el sofá, arropada con la mantita y leyendo alguna novela romántica. Está lloviendo a cántaros. El ruido que hace al chocar contra los cristales de la ventana es señal de que está cayendo la del pulpo. Además, hace viento, lo oigo silbar por las rendijas del cajetín de las tiras de las persianas y, al sacar las piernas de debajo del nórdico de primavera que tengo puesto en la cama, noto que hace un frío del copón. Por lo visto, estamos atravesando no sé qué tipo de borrasca con una bolsa de aire frío, según dijeron en la predicción del tiempo de anoche en las noticias. ¡Y esto es la primavera! ¡Sí, señor! Con sus constipados que no se curan nunca, como el que me he cogido para mí solita. Sí, sí…de esos que te dejan la nariz como un pimiento, por la que no pasa ni una milésima de aire. Está tan congestionada que creo que me la han tapiado como hacen con las puertas de las casas embargadas para que no se metan ocupas. Aunque, en mi caso, ya es tarde porque ocupas… tengo para llenar tres narices como la mía, así que no puedo ni respirar… ¡Qué agobio, por favor!

Sigo remoloneando en la cama cuando suena mi móvil y no es la alarma, esa la apagué hace más de 30 minutos. Sigue sonando… Veo que quien está llamando no se va a dar por vencido, así que no me va a quedar otra que contestar.

—Lucía, cariño, soy mamá. ¿Cómo estás?

—Bien, mamá —contesto con una voz gangosa que ni yo reconozco.

—¡Cómo vas a estar bien! ¿Tú te has escuchado?

Pongo los ojos en blanco y suspiro.

—Pues claro que me he escuchado, mamá. Estoy congestionada, no sorda.

—Si ya te dije yo ayer cuando te fuiste de casa que te abrigaras bien, que tenías mala cara y no me hiciste caso. Esa chaquetilla que llevabas no abrigaba nada. Estamos en abril y el tiempo ahora es imprevisible, igual hace calor que frío. Así que más te vale salir de casa como una cebolla para poder ir quitándote capas según va cambiando la temperatura.

—Sííí, mamá… No te preocupes, ahora mismo me voy a tomar un ibuprofeno y un vaso de leche calentito antes de irme a trabajar. Que… por cierto, tengo que dejarte. Se me ha hecho muy tarde. Un besito. Te quiero.

—Yo también te quiero, hija. Llámame a la noche para ver cómo estás, o mejor, pásate por casa y te preparo un caldito de esos que reviven a un muerto. Un beso, cariño.

No es que sea una desagradecida, pero es que no se da cuenta de que no soy ninguna niña y me ataca los nervios cuando se pone en plan “gallina clueca”. Aunque, en el fondo, no sé qué haría sin ella. Si es que… encima me encantan sus caldos caseros. Sería capaz de vivir a base de ellos.

Desde que murió papá, solo nos tenemos la una a la otra. Sigue empeñada en que viva con ella, insiste en decirme que no tengo necesidad de pagar alquiler, y demás gastos, cuando podría estar la mar de bien en su casa. Pero la verdad es que no cambiaría mi independencia por nada.

Vivo en un miniapartamento y lo de mini es textual. Creo que la casa de Barbie es más grande que la mía, que en todo caso le serviría como mucho a Pin y Pon. Pero yo me apaño, menos espacio que limpiar y, cuando decido ponerme a recoger, lo hago en un “plis—plas”.

Miro el reloj con amargura. Tengo que ponerme en marcha ya. Entro a trabajar a las nueve y ya son las ocho y cuarto, menos mal que el trabajo lo tengo a cinco minutos andando.

Salgo de casa haciendo caso al consejo de mi madre, es decir, tapada hasta las cejas. Llego al Burger donde trabajo, que no es el empleo de mi vida, pero de momento es lo que hay. Me voy derecha al vestuario a cambiarme y al pasar por la barra veo a mi compañera Carla que ya está en su puesto, como siempre —esta chica tiene una puntualidad inglesa.

—Buenos días, Lucía —me saluda con una de sus sonrisas—. ¿Te encuentras bien? Parece que hayas estado durmiendo dentro del congelador. Tienes la nariz coloradísima y los ojos como si hubieses estado pelando cebollas toda la noche.

Carla es un cielo, además de preciosa. Tiene el cabello rubio y largo, unos ojos azules que cuando te miran dan ganas de achucharla de dulces que son, me recuerda a un cachorrillo de Husky. Ella estudió periodismo, pero, a sus veintitrés años, no encuentra nada de lo suyo, así que… de camarera que está. Igual que yo que también tengo la carrera de comunicación audiovisual y, con veintisiete años, aún no me he estrenado, aparte de las prácticas que hice en una empresa. De todas formas, sigo repasando y estudiando. ¡Nunca se sabe cuándo puede salir algo!

—Pues la verdad es que estoy hecha una mierda, pero cualquiera falta al trabajo, mañana estaría en la cola del paro… otra vez —contesto sonándome la nariz.

—No es por fastidiar… pero te informo de que hoy tenemos una mesa de veinte personas. Son adolescentes, una clase entera del instituto. O sea, te recomiendo que te tomes una tortilla de paracetamol y una infusión de Ibuprofeno para poder salir del paso.

—¡Lo que me faltaba! —Soplo y me desinflo—. Y yo que pensaba que sería un día tranquilo. Bueno, haremos de tripas corazón y… ¡A currar! —digo cerrando los ojos y hundiendo los hombros.

La mañana va más o menos tranquila, así que, me da tiempo a ir preparando la mesa para la cuadrilla de desbocados que esperamos a mediodía. A las dos empiezan a entrar chicos y chicas de unos quince o dieciséis años, o sea, con las hormonas más revueltas que los huevos que desayunan los americanos. Las risas y los gritos acaban con la tranquilidad del local y de mi cabeza, que se estaba comportando hasta ese momento.

Los voy haciendo pasar a su mesa con mi mejor sonrisa, pero, mira por donde, está el típico graciosillo que se cree el macho Alfa. Es el más alto, con tejanos de marca, cazadora de piel, pelo castaño peinado de punta, como si se terminase de levantar de la cama y mirada de ojos azules. Vamos, lo que viene a ser un “chulo piscina”. La mayoría de las chicas del grupo van tras él como ratones detrás del flautista, pero él no les hace ni caso. Está embobado con su móvil de última generación.

Una vez están todos sentados, hacen sus pedidos y los paso a cocina. Mientras, voy sirviendo las bebidas. En ello estoy, cargando con la bandeja repleta de botellas y vasos, cuando a “el graciosillo” no se le ocurre otra cosa que hacerme la zancadilla disimuladamente al pasar junto a él.

Voy dando traspiés como si estuviera esquivando minas, hasta que la bandeja sale volando por encima de mi cabeza y yo acabo de morros en el suelo.

No creáis que los niñatos se han preocupado por si estoy bien. ¡Nooo! Ni uno solo se ha levantado para preocuparse de mi bienestar, al contrario, las carcajadas se tienen que escuchar desde la otra punta de la calle, y mira que es larga. Todas las bebidas han quedado desparramadas por el suelo, lo que ha propiciado un charco de tres pares de narices y un montón de cristales rotos.

Si piensa que esto se va a quedar así, es que no sabe a quién se la ha jugado. Me levanto como un resorte, agacho la cabeza como los toros y entrecierro los ojos. Me voy, cojeando y secándome la cara con las manos, derechita al niñato que ha ocasionado este destrozo y me encaro con él.

—¡¿Qué pasa?! ¿Que tu coeficiente intelectual no te da para otra cosa que no sea la de estudiar la manera de ser más tonto? ¡Niñato! ¡Hace falta ser cortito para hacer lo que has hecho! ¿No te da vergüenza? ¡A nooo! ¡Si no tienes!

Ante los gritos acuden Carla, mi jefe y varios clientes que se encuentran cerca de la escena.

—Tranquilízate, Lucía, ¿estás bien? ¿Te has hecho daño? —Se preocupa Carla, acercándose para intentar calmarme—. El jefe te está mirando con cara de mala leche.

Esto último me lo dice al oído.

—¡Pues no, Carla! ¡No estoy bien! Me podía haber hecho mucho daño si llego a cortarme con algún cristal de las botellas o los vasos.

Veo que el jefe se acerca al chaval que ha propiciado el destrozo y encima, ¡va y lo defiende! En vez de preocuparse por mi estado. ¿Se puede ser más rastrero?

—Chaval, ¿estás bien?

El niñato, poniendo cara de no haber roto un plato, le contesta.

—Sí, señor, perdón… Es que intentaba levantarme para ir al lavabo y no he visto a la señorita pasar.

—Discúlpala tú por su comportamiento. La camarera tendría que mirar por dónde anda.

Mi jefe se dirige hacia mí. Veo que el impresentable me mira y arquea su boca en una sonrisa maléfica, como diciendo ¡chúpate esa! «¡Será cabrón!», pienso.

—¡Lucía! A mi despacho.

«La madre que me parió… Todavía me cuesta el puesto», voy pensando mientras lo sigo camino del despacho. Entonces, veo, en una de las mesas del fondo, que un chico muy bien parecido y trajeado no me quita ojo. Bueno, bien parecido es por decir algo, por lo poco que puedo apreciar está como un queso. Lo miro de reojo sin dejar de seguir a mi jefe. Juan, que así se llama, con ese cuerpo de tonel, barbudo y calvo, abre la puerta y se hace a un lado para darme paso. Me mira con cara de pocos amigos y, nada más cerrar la puerta, me cae el broncón padre.

Y ahora… vas y lo cascas

—¡Vamos a ver, Lucía! Además del destrozo que has propiciado, ¡que no es poco! ¡¡¡¿Encima vas y chillas e insultas a un cliente?!!! ¡Es que no me lo puedo creer! Antes de ponerte hecha un basilisco, ¡primero mira por dónde andas! Y ahora, sales y le pides disculpas al chaval. Porque si no… ¡Te vas a la puta calle!

Eso sí que no. Por ahí no paso. Intento por las buenas que entre en razón. Me froto la cara con ambas manos y bajo el tono de voz.

—Juan… Juan. Ese chaval está de cachondeo con los amigos y me ha hecho la zancadilla al pasar por su lado. ¡Lo he visto de reojo! Pero no me ha dado tiempo a reaccionar. No me pidas que me disculpe por que la culpa ha sido suya. En todo caso, es él quien tiene que disculparse.

Intento hablarle con tranquilidad, para que se calme, pero él sigue en sus trece. Alza la cabeza, desafiante, entrecierra los ojos y me lanza la estocada mortal.

—Pues va a ser… ¡Que No! Son clientes habituales y el negocio no está para que nos den mala publicidad, que es lo que pasará si te enfrentas a él. O sea, te repito… ¡O te disculpas…! ¡O ya puedes recoger tus cosas y pasar a buscar el finiquito por la central!

Y ahí ya es cuando me vengo arriba.

— ¡¿Pues, sabes lo que te digo?! ¡Que a tomar por culo el cliente y la empresa!

Con las mismas salgo dando un portazo hacia el vestuario. No quiero que me vean llorar. ¡No me da la gana! Que dinero no tendré, pero aún me queda un poquito de dignidad.

Me cambio y, al salir, me topo de morros con el capullo del niñato que me mira con una sonrisa de superioridad en la cara. ¡Se la borraría con ácido sulfúrico! Eso no lo puedo hacer, pero no puedo resistirme a coger un vaso de refresco que está en la barra y tirárselo por encima de la cabeza. ¡Qué a gusto me he quedado!

—¡Y ahora… vas y lo cascas! ¡Gilipollas!

Le digo con toda mi mala leche. Respiro hondo, enderezo mi espalda y, tirando los hombros hacia atrás, sigo mi camino. Y ahí se queda, con cara de tonto.

Cuando estoy casi en la puerta veo que se me acerca alguien. Miro por encima del hombro y veo que es el “buenorro trajeado” que antes me miraba fijamente. Como creo que quiere salir, le cedo el paso en la puerta, pero no es esa su intención. Me coge el brazo por el codo y llama mi atención.

—Señorita… No he podido evitar presenciar lo que le ha pasado y quisiera…

Me mira con cara de lástima. Pero yo no soporto dar lástima a nadie, así que, levanto la vista de mi brazo donde me tiene sujeta hasta su cara, me envaro y, acercándome a él, le grito sin dejar que termine de hablar.

—¡Y tú! ¿Qué quieres?

Sé que me he pasado, pero me ha pillado en mal momento. El “buenorro” se queda a cuadros. Le ha cambiado el semblante y, entrecerrando los ojos, me dice.

—¡Yo no quiero nada! Solo intentaba ser amable, pero, por lo visto, usted en vez de sangre tiene lava. Siento haberme interesado. ¡Que tenga usted un buen día! ¡Aunque lo dudo!

Y, con las mismas, sale y me deja con la boca abierta y sin tiempo de réplica.

Carla se acerca a mí y, antes de que pueda escaquearme, me acosa a preguntas.

—Pero ¿por qué te marchas? ¡No me digas que ese malnacido te ha despedido!

—Pues sí, Carla, no me da la gana de pedir disculpas a ese niño malcriado. Ha sido culpa suya, además, podía haberme lastimado. Así que… ya ves. ¡Al paro!

Ya no puedo más y me derrumbo en la puerta cuando Carla me abraza.

—No te preocupes. Seguro que encontrarás algo enseguida. Tú vales mucho más que para servir hamburguesas. Estaría bien que buscaras algún trabajo de lo que has estudiado. Aprovecha, quizá sea este tu momento. Dicen que, cuando una puerta se cierra, se abre una ventana o algo así…

Intenta consolarme, pero, la verdad, no lo consigue. Aunque hago ver que estoy mejor, me sueno la nariz y me seco las lágrimas, tras hacer un burdo intento de sonrisa.

—Estaré bien, ahora me voy a casa y me meteré en la cama a ver si consigo quitarme de encima este resfriado.

Le doy un beso y quedo con ella en que la llamaré. Voy caminando hacía casa arrastrando los pies con mi autoestima por los suelos.

En ese momento, me viene un flash del chico que me ha parado en la puerta para darme su apoyo y al que yo he espantado como si fuera un tábano a punto de picarme. Para una vez que entra un hombre de ese calibre en el Burger… porque claro, los que normalmente entran son los típicos adolescentes o parejitas que no disponen de presupuesto para una cena en un buen restaurante… o los jóvenes papás con su prole. Está claro que hoy no es mi día. Tendría que haberme quedado en la cama. Esta mañana, al despertarme, intuía que el día sería igual de malo que mi estado físico, y no me había equivocado.

Al llegar a casa, me quito la chaqueta mientras voy hacia el cuarto de baño. Una ducha calentita me sentará bien y, de paso, me quito el olor a refrescos que llevo encima. Me desprendo de toda la ropa y me meto en la ducha. Apoyo las manos en la pared y dejo que el agua corra por mi cuerpo. Al cabo de un buen rato salgo del chorro, empiezo a notar las yemas de los dedos arrugadas de tanta agua. Me seco, me pongo el pijama y me meto de cabeza en la cama después de haber cerrado la persiana para que no entre luz en la habitación.

Ya en penumbra, meto la cabeza debajo del edredón y caigo en un pesado sueño.

No sé las horas que llevo durmiendo. Me despierto porque oigo un zumbido a lo lejos, muyyyy lejos, que no para. Hasta que me doy cuenta de que es el timbre.

«¡Joder! ¿Quién se atreve a molestar a la bestia?», pienso mientras me levanto. Voy poniéndome las zapatillas a trompicones por el salón a la vez que me dirijo hacia la puerta.

Estoy a punto de comerme la mesita que tengo junto al mini sofá.

— ¡Ya voy! ¡Yaa vooyy!

Abro y mi amiga Irene entra en tromba y casi me arroya a su paso.

—¡Vaya! Al fin han llegado los timbrazos a tus oídos. Los cafés van a enfriar después de la cola que he tenido que hacer para comprarlos.

Deja los dos cafés que trae en las manos encima de la mini barra de la cocina. Insisto en lo de mini porque en mi casa todo parece de bolsillo. Se sienta en un taburete y, al mirarme, cae en la cuenta de mi aspecto. Abre los ojos como platos y su verborrea hace acto de presencia.

—Pero, Lucía… bonita… ¿qué te pasa? ¿Estás enferma? ¿Te has visto la cara? ¿Es qué has estado llorando?

Como puedo la hago callar con un gesto de las manos. Ella se da cuenta y suspira.

—Perdona… Sé que no te dejo ni contestar, es qué no puedo evitarlo. ¡Bueno, eso ya lo sabes! Vale, ya me callo.

Hace un gesto como si estuviera cerrando una cremallera en su boca.

Cierro los ojos y por fin puedo hablar. Dejo caer los brazos pesadamente.

—No estoy bien… Ayer, me despidieron del Burger.

—¿Cómo…? Pero ¿por qué?

Soplo y la miro. Ella entiende y asiente.

—Vale sí, ya me callo.

Le explico con pelos y señales lo ocurrido. Ella se queda de piedra sin saber qué decir. Me observa atentamente y veo cambiar la expresión de su cara poco a poco. Su boca se va curvando hacia arriba al mismo tiempo que va ladeando la cabeza. De repente suelta su conclusión.

—Pues, ¿sabes qué?... ¡Que se vaya a la mierda! Tu jefe y el trabajo ese asqueroso. Tú puedes encontrar algo mejor. Esta es la ocasión para que por fin te pongas en serio a buscar un trabajo más acorde a tus aptitudes. ¡Ah!... y que no se te olvide… ¡Nena, tú vales mucho!

Irene es un año más joven que yo. Tiene veintiséis años y estudiamos las carreras juntas, solo que ella ha tenido más suerte que yo y encontró un buen trabajo en una empresa de publicidad. Tiene un bonito apartamento en una buena zona de la ciudad. Con su desparpajo, su metro sesenta y dos de altura, unas encantadoras facciones que enmarcan unos ojos azules muy expresivos y su larga melena castaña trae a los chicos de cabeza, pero ella no está por la labor y los espanta a la que alguno quiere algo más serio con ella. Según dice “es un alma libre”.

Desde que nos conocimos en la Universidad, somos inseparables. A ella le gustaría compartir su apartamento conmigo —otra como mi madre—, pero mis ingresos, hasta el momento, no me permiten asumir los gastos que conlleva y, aunque a ella le da igual, a mí no. No quiero vivir casi de gorra.

—¿Le has dicho a tu madre que te han despedido?

—¡No! En el momento en que lo sepa insistirá para que me vaya a vivir con ella. No quiero depender de mi madre. Contando el tiempo que llevaba trabajando, me pertenece algo de paro, aunque no sea mucho, pero espero que sea lo suficiente para que me dé tiempo a encontrar algo. O al menos eso espero.

Irene se endereza en el taburete, saca pecho y me dice:

—Pues ¿sabes lo que te digo?

—¿Qué?

Miedo me da cuando pone esa postura de “a la mierda todo”.

—Que nos vamos a ir de fin de semana a Ibiza a celebrar que por fin te has desecho de ese lastre de trabajo y… ¡Qué carajo! A celebrar que estamos vivas ¡Ibiza, allá vamos! Ya estás tardando en preparar la maleta. Voy a sacar los billetes de avión por internet y a buscar un hotelito apañado.

En un Fiat Panda

Ya de noche llamo a mi madre para decirle que me voy con Irene de fin de semana a Ibiza. Esperaré a mi vuelta para decirle que me han despedido. No quiero que esté preocupada. Bastante tiene ya la pobre con preocuparse de si he comido, si me abrigo bien al salir, en fin… esas cosas por las que las madres siempre se preocupan.

—Pero, hija, si todavía no te has recuperado del resfriado, ¿cómo te vas de viaje así? Deberías de quedarte en la cama y recuperarte.

—Mamá, estoy mejor. Además, necesito salir de aquí, aunque solo sea por un par de días. Me ayudará a despejarme. Y, como dices tú, ¡bicho malo nunca muere!

—Anda y no digas eso… Bueno, tened mucho cuidado con lo que os ponen en la bebida, que ya sabes tú que ahora os echan cualquier cosa sin que os deis cuenta y hacen con vosotras lo que quieren. ¡Que está la vida muy mala, hija!

—¡Que sí! No te preocupes y disfruta del fin de semana tú también. Sal con tus amigas y diviértete, que falta te hace.

Mi madre aún es joven. A sus cincuenta y dos años se mantiene estupendamente. Va al gimnasio tres veces a la semana y está en mejor forma que yo. Es morena y sus ojos son oscuros. De ella he heredado su pelo moreno y su cutis, de mi padre los ojos verdes.

Termino de hablar por teléfono y me pongo a preparar el equipaje. ¿Qué me llevo? Ropa sexy, ¡por supuesto! Nunca se sabe qué puede pasar en Ibiza. El bikini, aunque puedo hacer toples. Total… nadie me conoce. Bueno, por si acaso lo pondré en la maleta.

Dejo mis elucubraciones y termino de hacer mi equipaje. ¡Todo listo! Ahora a cenar algo ligerito y a dormir. ¡Que mañana es el gran día! El simple hecho de preparar el viaje ha conseguido cambiar mi humor, empiezo a ver el futuro con mejores ojos.

A las seis de la mañana ya tengo a Irene en la puerta. Como el avión sale a las ocho, hemos quedado tempranito, así que, estoy despierta desde las cinco. Nunca me había costado tan poco madrugar, porque yo soy de las que remolonean hasta apurar el último minuto. Me he duchado para despejarme un poco, pero solo me ha dado tiempo a tomar un café.

Cojo mi maleta, cierro la puerta y salgo.

—¡Buenos días, Lucía!

Me saluda mi amiga con una sonrisa de oreja a oreja. Hay que ver qué vitalidad se gasta esta mujer, a veces pienso que duerme conectada a un cargador como los móviles.

—¡Lista para quemar Ibiza!

Le respondo canturreando, mientras meto mi equipaje en el maletero del Mini Cooper de mi amiga y me subo en el asiento del copiloto. Este coche me pegaría más a mí, por lo de mini… Pero es demasiado caro para mi mini bolsillo.

Vamos de camino al aeropuerto de Barajas. A estas horas el tráfico es bastante fluido teniendo en cuenta que es sábado. Ya allí, dejamos el coche en uno de los aparcamientos y vamos hacia la terminal de salidas. Menos mal que, al llevar equipaje pequeño, nos libramos de facturar, por lo que entramos directamente a la zona de embarque.

—¿Te apetece un café?

—¡Vale! Ya me he tomado uno, pero no me vendrá mal otro después del madrugón.

Le contesto a Irene después de bostezar como un hipopótamo.

Nos sentamos en una cafetería y pedimos un café y un donut de chocolate para cada una. Los donuts son uno de los pocos vicios que tengo. No puedo remediarlo. ¡Están tan buenos…!

—¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos? —le pregunto, mientras le voy dando sorbos a mi taza de café. Sé que mi amiga no deja nada al azar, seguro que tiene todo el tiempo del fin de semana planeado.

—Pues… lo primero que haremos será irnos al balneario que he contratado durante dos horas. Así nos relajamos y cogemos fuerzas para la marcha nocturna —me contesta moviendo las cejas arriba y abajo—. Después, podemos comer algo y, si nos apetece, nos damos una vuelta para ver algo de la isla.

—Parece un buen plan. Tenemos que aprovechar al máximo las horas. Dormir… ya dormiremos a la vuelta.

Termino mi donut con un bocado que no me cabe en la boca. La verdad es que a veces me asusto de mí misma. Si alguien me pudiera asegurar que todo lo que como no se queda anclado con pegamento en mis caderas, sería una glotona de campeonato.

Ya hemos colocado nuestras maletas en los compartimentos que nos corresponden, encima de nuestros asientos. Nos acomodamos y nos colocamos nuestros cinturones de seguridad. Cuando ya casi están a punto de cerrar las puertas del avión, entran dos señoras. Una de ellas es enorme, y cuando digo enorme es enorme tanto que supongo que habrá tenido que pagar dos asientos, que son los que ocupara su grandioso culo cuando se siente. Y que conste que no me rio de ella, porque de seguir comiendo como lo hago en cuestión de unos añitos yo puedo verme igual. Por eso en esta vida uno no se puede reír de nadie, porque te puede tocar a ti. Mi madre siempre dice “No escupas para arriba, que te puede caer en la cara”. Y yo siempre me lo he tomado muy en serio. Pero bueno, a lo que iba, la buena señora resulta que tiene su asiento delante de nosotras, así que ella se coloca en su sitio y la señora que la acompaña, a la que he visto de casualidad, porque la tapaba la primera, se ha sentado al otro lado del pasillo. El caso es que, cuando hemos despegado, la buena señora iba tan tensa que estaba haciendo fuerza con los pies en el asiento de delante y al mismo tiempo estaba forzando el respaldo del suyo hacia atrás, o sea, hacia mí con el consecuente desenlace: el respaldo de su asiento roto, cayendo encima de mis piernas. Haciendo que me quedase echa un sándwich entre los asientos y la señora.

Dos de las azafatas y un azafato se las han visto moradas para poder levantar a la señora X que, evidentemente, han cambiado de sitio. Pero yo, debo de haber quedado plana, como en los dibujos animados. Menos mal que, después de todo, no he sufrido daños físicos, porque morales ya es otro cantar.

Después del incidente, el viaje se hace corto. Aterrizamos en el aeropuerto de Sant Jordi de Ses Salines de Ibiza a la hora prevista y pasamos por el mostrador de coches de alquiler a recoger las llaves del vehículo que ha escogido Irene. Un Fiat Panda. Lo que me recuerda a la canción de Estopa, Por la raja de tu falda. Madre mía, la de veces que la he cantado a grito pelado. Y sin darme cuenta la voy cantando camino del Hotel.

Hemos cogido la carretera E–20 y la C–731 como nos ha indicado el navegador del móvil. Tenemos unos dieciocho kilómetros para llegar, o sea, unos veinte minutos. Cuando llegamos a una rotonda, después de darla dos vueltas, como hace siempre mi amiga porque dice que le da suerte, qué le vamos a hacer, dice la voz en off del navegador de Google que falta poco para llegar a nuestro destino. Bueno, claro, después de que casi se vuelva loco, (salga en la siguiente salid… gire otrave… salga en la sigui…). Pobrecillo, casi me da lástima. Total, a lo que iba, de pronto el coche empieza a dar bandazos de un lado a otro y un CLONK, CLONK, CLONK, no deja de sonar.

—¡Mierda! ¡Hemos reventado una rueda! —grita Irene dando un golpe al volante—. ¡Pues empezamos bien! ¿Tú sabes cambiarla? —me pregunta mirándome con ojitos de cordero degollado.

—¿Tú no? —le contesto, girándome hacia ella.

—Bueno… Saber, saber… Tengo nociones teóricas. Pero no lo he tenido que hacer nunca.