Yo no soy la señorita Chevalier - Hersilie Rouy - E-Book

Yo no soy la señorita Chevalier E-Book

Hersilie Rouy

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Beschreibung

"Yo no soy la señorita Chevalier" respondía cada vez que no se dirigían a ella por su nombre. Tras alcanzar cierta fama como artista y profesora de música, Hersilie Rouy fue raptada por las fuerzas del Estado francés y encerrada en distintos manicomios durante casi tres lustros. Su identidad fue borrada, le sustrajeron sus papeles, a sus seres más cercanos se les comunicó su defunción y se le asignó la identidad de Joséphine Chevalier.

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Siglo XXI

Hersilie Rouy

Yo no soy la señorita Chevalier

Memorias de una loca

Traducción de Mar Llinares García

«Yo no soy la señorita Chevalier» respondía cada vez que no se dirigían a ella por su nombre. Tras alcanzar cierta fama como artista y profesora de música, Hersilie Rouy fue raptada por las fuerzas del Estado francés y encerrada en distintos manicomios durante casi tres lustros. Su identidad fue borrada, le sustrajeron sus papeles, a sus seres más cercanos se les comunicó su defunción y se le asignó la identidad de Joséphine Chevalier.

Sus memorias, escritas entre 1870 y 1880, demuestran la injusticia de su encierro y la arbitrariedad de los comportamientos de la administración. Desprovista de su identidad, Hersilie pedía que se comprobase su ascendencia, que se contrastara con sus actas que era hija de Charles Rouy, pero todo lo que ella pudiera argumentar o decir para los médicos resultaba ser signo indudable de su locura, una «locura razonante».

Ante el encierro, no tenía salvación. Si Hersilie fue un caso paradigmático de una locura que se esconde y que nunca se puede saber si es locura, ¿cómo podía refutar el diagnóstico de un psiquiatra? ¿Quién denunció a Hersilie y con qué finalidad?

Hersilie Rouy, refinada artista de la Francia del siglo XIX, pasó 14 años en diversos manicomios sin ninguna justificación ni diagnóstico. Redactó sus memorias para relatar la injusticia que sufrió y los abusos de la administración.

El texto ha sido traducido e introducido por Mar Llinares, profesora titular de Historia en la Universidad de Santiago de Compostela.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Memoires d’une aliénée

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2015

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1781-1

INTRODUCCIÓN DE LA TRADUCTORA

El texto que van a leer a continuación son las memorias de Hersilie Rouy, una mujer que pasó 14 años en diversos manicomios de Francia en el siglo XIX. Redactó sus memorias entre 1870 y 1880 para demostrar la injusticia de su encierro, la arbitrariedad de los comportamientos de la administración y apoyar su reclamación, utilizando en algún caso las notas que tomó durante su estancia. Édouard Le Normant des Varannes, un miembro de la administración del último de esos manicomios, que la ayudó a salir por fin y que la apoyó en su reclamación contra la administración, editó estas memorias en 1883, dos años después de la muerte de Hersilie (aunque incompletas, y con otro título. Hersilie hubiera deseado que se llamasen Mes asiles, y probablemente no le hubiese gustado el título escogido). Este autor ya había publicado en 1882, con el nombre de Édouard Burton, una ficción con el título Une légende auXIXesiècle. Mémoires d’une feuille de papier écrites par elle même (este es el título completo, aunque se conoce como Mémoires…). Allí presenta a una tal Eucharis Champigny (seudónimo de Hersilie Rouy) como hija secreta de Enrique V y profetisa que desvela la existencia de una sociedad secreta que iba a destruir la sociedad. Esta publicación no ayudó demasiado a la comprensión y al tratamiento posterior de la condición de Hersilie, puesto que algunos de esos episodios novelescos aparecen también en las Memorias propiamente dichas, invalidando a veces la fuerza del relato y ofreciendo argumentos a quienes consideraban que Hersilie, efectivamente, estaba completamente loca. Todas las zonas de sombra de las memorias auténticas (que, recordemos, no se publicaron completas) pueden deberse a que Hersilie reconstruye de memoria todos esos años de internamiento, pudieron ser efectivamente expresión de problemas mentales reales (anteriores o posteriores a la reclusión), o también cabe la posibilidad de que fueran estrategias (algo peligrosas) para respaldar las acusaciones de Hersilie contra su medio hermano (probablemente responsable de su internamiento) o el Estado. No es posible llegar a una conclusión definitiva, puesto que las Memorias son casi la única fuente, pero sí está claro que el internamiento fue abusivo, al no respetar las condiciones que establecía la ley. En su momento, el «asunto Rouy» fue objeto de un gran debate en la prensa, y de hecho contribuyó a la modificación de la ley francesa de alienados de 1838, sobre todo en el sentido de que se debe escuchar a los afectados y evitar los internamientos injustificados en aras del «bienestar» de las familias. La obra más exhaustiva que intenta aclarar la vida de Hersilie se debe a Yannick Ripa, L’affaire Rouy, de 2010, y a ella se deben algunas de las precisiones sobre el contenido de las memorias que veremos a continuación.

Camille-Joséphine-Hersilie Rouy nació en Milán en 1814, hija de Charles Rouy y de Henriette Chevalier. De los cinco hijos que tuvieron, solo sobrevivieron Hersilie y Dorothée (nacida en 1818, que se casó con su sobrino Jean, hijo de su medio hermano Claude-Daniel) en el momento de los hechos que se relatan en estas memorias. Su padre tenía un hijo de un matrimonio anterior, Claude-Daniel, 24 años mayor que Hersilie. En 1815 la familia se trasladó a París, donde se instaló definitivamente en 1823 tras varios viajes por el extranjero. Hersilie entró en el conservatorio como estudiante de piano, y a partir de 1836 se instaló con su padre (su madre había muerto en 1830) y se ganó la vida como profesora de piano y concertista. Desde que su padre muriera en una residencia de ancianos en 1848, donde lo había internado su hijo Claude-Daniel, vivió sola. A pesar de algunos momentos económicamente difíciles (durante la Revolución de 1848, al no poder dar clases de piano ni conciertos, recurrió a las subvenciones de la Dirección de Bellas Artes), fue independiente. Se interesó por el espiritismo y el magnetismo, temas muy populares en la época, lo que también se utilizó más tarde como síntoma de su estado mental. Las relaciones con su medio hermano parece que se habían enfriado a resultas del episodio un tanto truculento de la boda de su hijo que retomaremos más adelante, y del trato que ella recibió por su parte a la muerte del padre de ambos.

En 1854, llamó a su puerta un médico, el doctor Pelletan, amigo de su medio hermano, y ese mismo día la ingresaron en el asilo de Charenton. Aquí comenzó su odisea por varios manicomios de Francia, durante 14 años, con cambios de nombre que hacen difícil seguir su itinerario y dificultarían la posible ayuda de quien quisiera interesarse por su suerte. Fue ingresada por un médico a petición de no se sabe quién, violando la norma de la ley de alienados de 1838, que exigía la identificación tanto de la persona ingresada como de la persona que pide el internamiento, incluyendo la relación que tienen entre sí, además de dos certificados médicos diferentes. Con un diagnóstico de «monomanía agitada con alucinaciones», pasó de ser Camille-Joséphine-Hersilie Rouy a Hersilie-Camille-Joséphine Chevalier-Rouy, o Rouy-Chevalier, hasta acabar convertida en Joséphine Chevalier, y salir del manicomio de Orleans en 1868 como Camille-Joséphine-Hersilie Chevalier. Todo el rosario de protestas y reclamaciones de Hersilie sobre su nombre y su condición se patologizaron según el contexto: eran expresiones de su alienación, y por lo tanto inútiles; ni la creyeron ni comprobaron su identidad.

Una vez internada en Charenton, en el pensionado (que pagaba el médico que la llevó allí con el dinero que ofrecieron «personas anónimas», lo que sospechosamente no extrañaba a nadie), vendieron sus bienes, y cuando se suspendió esa pensión (que mejoraba la situación material de los internados), y puesto que se concluyó que no tenía familia ya que la registraron como «de padres desconocidos» (a pesar de que parece que su medio hermano proporciona algo de dinero), automáticamente recibió el trato de indigente y se la envió a la Salpêtrière. Allí la dejaron salir por primera vez, pero como no poseía ningún medio material, domicilio o recurso, acudió a la policía, que la ingresó de nuevo, puesto que quienes solicitaron su internamiento (aquellos anónimos) no habían reclamado su salida. Comenzaron entonces el ciclo de internamientos en los manicomios de provincias, a los que se enviaba a los indigentes considerados incurables desde el departamento de Seine. No vamos a repetir los datos, que se encuentran perfectamente expuestos en las Memorias. Solo señalaremos algunos aspectos que pueden ayudar a seguir el desarrollo de este complejo asunto. El 26 de junio de 1863, cuando se encontraba en el manicomio de Auxerre, se le concedió un certificado de curación, volvió a París y tomó una habitación en un hotel, pero acabó volviendo a la Salpêtrière en un coche policial. De allí la trasladaron a Orleans, de donde salió en noviembre de 1868, gracias a la ayuda de Édouard Le Normant des Varannes, que desempeñaba un puesto de gestión sin contacto con los enfermos (pero sin deberes corporativos hacia los médicos) y de su esposa, quien sí estaba en contacto con las enfermas. Su salida se produjo mediante un certificado que indicaba que su salud había mejorado: solo presentaba «ligeras excentricidades». No es la reivindicación que Hersilie deseaba, y entonces comenzó el «affaire Rouy».

Durante todo su encierro, Hersilie protestó, pidió que se comprobase su identidad, incluso se negó a aceptar ayudas económicas anónimas (seguramente de su medio hermano) si ello suponía reconocer que no era Hersilie Rouy. Sus quejas constantes tenían un efecto doble: por un lado, le permitían seguramente mantener una cierta cordura en el caos de los manicomios en los que se encontraba; por otro, para los médicos estas resultaban ser signos indudables de su locura: su «locura lúcida» o «razonante» la hacía argumentar con perfecta lógica, así que sus peticiones de que se investigase su identidad, peticiones lógicas y perfectamente argumentadas… eran un síntoma de su enfermedad. De hecho, el médico que la atendió en primer lugar en la Salpêtrière, U. Trélat, la transformó en un caso en su libro de 1861 precisamente sobre la locura lúcida. La identifica como H. R., a pesar de que se supone que se llamaba Joséphine Chevalier. Entre estos enfermos mentales lúcidos estarían los sátiros, las ninfómanas, los celosos, alcohólicos, orgullosos, malos, cleptómanos… categorías que en la actualidad de ninguna manera son consideradas trastornos mentales. Clasificó a Hersilie en la categoría de los «orgullosos», de los que se alejan del papel y del estatuto que la sociedad les asigna (lo que puede ser un criterio moral, pero desde luego no médico). Las mujeres fueron las primeras víctimas de esta construcción «médica». Hersilie, en concreto, estaba atrapada, y en sus memorias lo dice más de una vez.

A su salida del manicomio de Orleans, su situación económica era precaria y dependía de la ayuda de los Le Normant des Varannes, que la apoyaron incondicionalmente. Para defender su caso, lo que era hasta el momento un oscuro y embrollado asunto familiar que se movía en el ámbito de la administración relacionada con los alienados, debía salir a la luz, o mejor dicho, debía salir del ámbito privado al público, y esto se hizo a través de la prensa local. El momento coincide además con las quejas hacia la ley de alienados de 1838, en forma tanto de un testimonio de un antiguo internado (Eugène Garsonnet) como de la novela de Hector Malot, Un beau-frère, que atacan duramente la ley, que permitía el uso de hospitales especiales para resolver conflictos familiares. Pero Hersilie consideraba que su suerte debía decidirse en París, y allí se fue, a confiar su asunto a Jules Favre, un famoso abogado que además tenía simpatías por el magnetismo, que era uno de los elementos aducidos para justificar la patología de Hersilie. Las puertas en París se le cerraron, y Hersilie volvió a Orleans, aunque en ese momento la emperatriz Eugenia, a la que había escrito varias veces, se interesó por su caso, y se nombró una comisión extraparlamentaria para examinar la eficacia de la ley de 1838. Se formaron dos bandos: reformadores contra conservadores. Todos los médicos de Hersilie estaban en el segundo bando, aunque de hecho la pretensión de Hersilie no era reformar la ley, sino hacer valer sus derechos.

La primera investigación resultó un fracaso para ella: en 1869 se concluyó que su internamiento no fue arbitrario, y vuelve a París, donde se le negó de nuevo la asistencia judicial (la autorización a un demandante pobre para proceder ante la justica sin pagar los gastos, sea como demandante o como acusado). Fue entonces cuando parece darse cuenta de que su caso podía entrar en los debates contra la ley de alienados, y contacta con P. Lesage, abogado que se había pronunciado contra esa ley, y con otras personas que habían publicado testimonios de internamientos. Los republicanos asumieron también los ataques a la ley de 1838, denunciándola como una de las expresiones de la arbitrariedad del Segundo Imperio. Por su parte, Hersilie dirigió una petición a las Cámaras, pero la declaración de guerra con Prusia se cruzó en su camino. Su situación económica era muy precaria, ya que había rechazado la ayuda económica de su medio hermano a su salida del manicomio al saber que este consideraba que estaba loca y debería haber permanecido internada; volvió a Orleans a una habitación que pagaban los Le Normant des Varannes, hasta que los prusianos invadieron la ciudad y se trasladó a casa de sus protectores.

Cuando acabó la guerra, y se proclamó la Tercera República, el asunto Rouy ya no le interesaba a nadie, en vista de la situación política. Cuando se reeligió la Cámara, la revisión de la ley de alienados volvió a orden del día, aunque la Comuna la hizo esperar de nuevo. Hersilie recibió por fin la ayuda que tanto necesitaba: 200 francos que le concedió el Ministerio del Interior. El asunto volvió a la prensa, en su dimensión política: ejemplo de las libertades individuales violadas por la acción del Imperio de Napoleón III. Hersilie siguió insistiendo en sus demandas de compensación, pero renunció ya a su rehabilitación médica. Comenzó de nuevo el baile de informes, los ataques de su hermano, la desaparición de los expedientes… Además, la Asamblea Nacional rechazó el proyecto de reforma de la ley de alienados. El informe de su ponente, acabado en 1874, no llegó a presentarse, pero se le concedió sin embargo una pensión de 125 francos mensuales, y luego una pensión anual de 1.500 francos. Su segundo ponente considera que esta pensión era demasiado baja, y al final, después de muchas idas y venidas, se le concedió una indemnización de 12.000 francos y una pensión anual de 3.600, a condición de que renunciara a cualquier otra reclamación contra el Estado y sus funcionarios. En el decreto (que puede leerse en el capítulo XXI) no se pone por escrito esta contrapartida. Pero se la llama «Hersilie Rouy» y no se menciona en ningún sentido su estado mental.

Aún queda un último episodio, inconcluso por la muerte de Hersilie: la demanda para que los responsables de internarla y de hacerla pasar por indigente paguen los gastos de su mantención a la administración del departamento del Seine. Obviamente, la demanda cuestionaba de nuevo la ley de 1838, que permitía situaciones como la de Hersilie. Continuó coleando en los periódicos el movimiento antialienista, con el caso Rouy en los periódicos republicanos… Pero los principales protagonistas del caso ya habían muerto: Falret, Mitivié, Trélat, Pelletan, incluso Claude-Daniel Rouy. La propia Hersilie murió en 1881. En su esquela, su primo y otras personas cuya relación con ella se desconoce, reivindicaron su nombre: ella era Hersilie Rouy.

Después de leer las Memorias y lo poco que se sabe del asunto, sigue sin estar claro el motivo de lo que podría denominarse encarnizamiento de Claude-Daniel Rouy hacia su medio hermana, encarnizamiento que llegó incluso más allá de su muerte: su hijo Jean, frente a la demanda de que los responsables del internamiento debían pagar los gastos por haberla hecho pasar por indigente, rechazó sus vínculos con ella (que eran los mismos que con su esposa Dorothée, por cierto), en que el internamiento se debió a su estado mental, que fue un acto de caridad. Incluso señaló que al final consiguió sacar partido de su internamiento y hacerse con un «capitalito».

Hersilie Rouy insistía constantemente durante su internamiento en que ella era hija de Charles Rouy, en que tenía sus actas legítimas. Hablaba con devoción de su padre, al que consideraba un gran hombre, un genio. Pero parece que esta imagen no se correspondía totalmente con la realidad. Charles Rouy era un antiguo comerciante de azúcar, no un erudito; tampoco fue un astrónomo formado, sino un autodidacta. A los 17 años se casó con Marie-Joseph Stevens, matrimonio del que nació su hijo Claude-Daniel Rouy. El matrimonio se separó y ella murió en Bélgica, su país de origen, en 1830. No hay constancia de divorcio. Por su parte, el niño se quedó con su padre, que lo dejó en sucesivos internados y a cargo de su hermano Étienne Rouy durante sus viajes. Claude-Daniel acabó casándose con su prima, hija de su tío Étienne. En Italia, Charles Rouy se casó con Henriette Chevalier, ya sea porque creyera que su esposa había muerto o porque considerara que la separación era equivalente al divorcio. Fue en Milán donde inventó el mecanismo uranográfico, considerado el timbre de gloria por Hersilie en sus memorias. O sea, que Charles Rouy fue bígamo, su matrimonio no era legítimo y, por lo tanto, sus hijos e hijas de este, bastardos. Esta situación familiar, a juzgar por lo que se sabe, no parece haber causado ningún problema hasta el momento en que Jean, el hijo de Claude-Daniel, se casó con Dorothée, la hermana de Hersilie, es decir, su tía, en 1845, en vida de Charles Rouy (que casa a su hija con su nieto, por lo tanto). En este momento, un tribunal ordenó que se rectificara el acta de bautismo de Dorothée Rouy en el sentido de que no fuera considerada hija de legítimo matrimonio, quizá en un intento de evitar el aspecto incestuoso del asunto, pero no discute su apellido ni incluye a Hersilie. Este matrimonio se ocultó a Hersilie, lo que la enfadó (aunque no parece llamarle la atención como tal), y en las memorias marca el inicio del alejamiento con su medio hermano, alejamiento que acabó en ruptura tras la muerte del padre de ambos. No obstante, nada en todo esto explica el internamiento de Hersilie tantos años después. El conflicto familiar parece sin embargo claro, puesto que (cosa que Hersilie no parece percibir), el apellido Chevalier que se le adjudica es el de su madre, así que la convierten no solo en hija ilegítima, sino en hija sin padre.

Que el peticionario del internamiento de Hersilie fue su hermano parece desprenderse también del hecho de que fuese el barón Pelletan de Kinkelin, médico y amigo de su hermano el que se presentó en su casa, se la llevó y firmó el certificado de ingreso en Charenton. El certificado, como ya vimos, fue el elemento que acabó llevando a la liberación de Hersilie muchos años después. ¿Qué era lo que llevó a Claude-Daniel a mantener el anonimato? ¿Mantener su buen nombre, por su posición como director de un periódico muy prestigioso? ¿Que no se supiese no solo que su hermana estaba loca, sino que era hija ilegítima de su padre? ¿Es la misma actitud que mantuvo cuando internó a su padre senil y exigió que no se mencionase su apellido? La presencia del dinero que Hersilie menciona de vez en cuando podría explicarse como aportaciones anónimas de su medio hermano, así como la posición especial que tiene a veces: en teoría es una indigente, pero permanece en la enfermería, o en el pensionado de pago (por ejemplo, en Maréville). Una carta de 1864, que se recoge en el capítulo XIII, hace pensar que ese anonimato no era tan completo para la administración: Claude-Daniel Rouy ofrece en secreto ayuda económica, y prueba que la administración, que insistía en que Hersilie no tenía familia, sabía que el señor Rouy enviaba dinero y estaba en contacto; que el hospital (Orleans en este momento) sabía que efectivamente era medio hermano de «Joséphine Chevalier», así que no se comprende que insistan en que sus reclamaciones de identidad eran síntomas de su enfermedad; también se demuestra que las familias recurren al internamiento como antes recurrían a las lettres de cachet, esto es, para proteger la comodidad de un hombre conocido no dudan en hacer que el manicomio no libere a la persona internada.

Solo en una carta de Claude-Daniel Rouy de 1869 (que está recogida en el capítulo XIX) se alude a la causa de la locura de Hersilie: la muerte de una hija ilegítima y el abandono del padre de esta. Parece ser el único momento en que sus protectores, los señores Le Normant des Varannes, tuvieron alguna duda sobre su protegida. No se conoce nada más sobre este asunto, aparte de las afirmaciones de Claude-Daniel y la negativa vehemente de Hersilie, así que no es posible profundizar en ello. Pero esto nos permite entrar en el último aspecto que habría que tratar: el papel de Édouard Le Normant des Varannes y su esposa.

Le Normant des Varannes tenía un cargo de gestión económica en los hospitales de Orleans, así que no pertenecía estrictamente a la administración directa de los asilos ni era médico. Su apoyo a Hersilie fue constante, incluso cuando su posición podía peligrar, y en ningún momento ni él ni su esposa parecen dudar no solo del hecho de que el internamiento de Hersilie era injusto, sino de que su salud mental era perfecta y ni siquiera el asunto de la supuesta hija ilegítima, al que hemos hecho alusión, cambió este hecho. Todo lo que Hersilie dijera, el hecho de que firmara a veces sus cartas como el Anticristo o como hermana de Enrique V no sorprendió a sus protectores, que ni siquiera llegaron a achacar esos rasgos a los efectos del largo internamiento o a la necesidad de atraer la atención hacia su caso: parece que simplemente creyeron verídico lo que Hersilie relataba de la dama negra, del complot contra ella como hermana secreta de Enrique V… Estas partes son las que luego utilizará Le Normant des Varannes para construir Mémoires d’une feuille de papier. Le Normant des Varannes estaba orgulloso y nostálgico del glorioso pasado familiar en Bretaña. Publicó una obra sobre la genealogía de su familia, entre la que se encontraba la marquesa de Pompadour, amante de Luis XV. Este puede ser uno de los vínculos con Hersilie, que también hablaba no solo de su supuesto parentesco con Enrique V, sino de la especial relación de su padre con la familia real. También estaba interesado en el espiritismo, que recordemos que era uno de los elementos del diagnóstico de Hersilie. Todas estas filiaciones imaginarias, unidas a la supuesta existencia de conjuras políticas y sociedades secretas, fueron muy frecuentes en Europa en las épocas moderna y contemporánea. Conjuradores eternos y conjuras inverosímiles fueron atribuidas a los judíos, culminando en los Protocolos de los sabios de Sión, un libro escrito por la policía secreta rusa, pero que encontró credibilidad en millones de lectores que veían posible la existencia de toda clase de sociedades secretas o conjuras que violaban las normas del sentido común. A esta forma de pensar se le ha llamado «la causalidad diabólica» (Poliakov, 1982). La creencia en la causalidad diabólica puede ser a veces un síntoma de desarreglo mental, pero es básicamente un hecho histórico y social. Conjuradores eternos, además de los judíos, fueron los jesuitas, los grupos milenaristas que participaron en la Revolución inglesa, las logias masónicas y los grupos que contribuyeron al desarrollo de la Revolución francesa, las conjuras aristocráticas contra la Revolución durante la época napoleónica y durante la restauración, época en la que vivieron Hersilie y Le Normant des Varannes. Situar históricamente estos episodios de las memorias es necesario para comprender por qué Le Normant des Varannes les daba credibilidad, y para considerarlos no solo posibles delirios de una mente aislada y enferma. De hecho, el propio Le Normant escribió una historia de Luis XVII, llena de suplantaciones, de falsificaciones de documentos, que encajan con lo que se relata en las Memorias de Hersilie, y que le sirven como apoyo de sus propias teorías sobre la identidad del Delfín de Francia. Como señala Ripa (2010: 233), «excepto si pensamos que los contemporáneos de Le Normant des Varannes sufren todos problemas mentales, el éxito de la obra [Mémoires d’une feuille…] prueba que su relato responde a una demanda y es revelador de las mentalidades de entonces». De hecho, el prologuista de las Memorias de una loca, Jules Stanislas Doinel, que había sido masón, funda en 1892 la iglesia gnóstica, y se convirtió en su patriarca con el nombre de Valentín II. Y nunca fue objeto de la más mínima sospecha de desarreglo mental.

APÉNDICE

El encierro de los locos, ya sea de forma individual o colectiva, es conocido desde la Edad Media. Suele situarse el nacimiento del manicomio en el mundo islámico con la institución del maristán, un lugar de encierro colectivo en el que convivían personas muy diversas y muy difíciles de estudiar para los historiadores. Junto al encierro colectivo convivió el encierro individual, ya fuese en casas particulares, en castillos y palacios para las personas de clase alta, o simplemente en cuadras.

Las razones por las que se podía encerrar a una persona poco tenían que ver con criterios clínicos, sino que derivaban de la autoridad familiar o social y de los criterios de utilidad o inutilidad para el trabajo y la posibilidad de adaptación social. Es muy difícil saber qué personas convivían en el maristán islámico o en las llamadas «casas de inocentes», instituciones eclesiásticas que acogieron desde la Edad Media a todo este tipo de personas. E. González Duro ha trazado para el caso español todas las etapas del desarrollo de estas casas (González Duro, 1994-1996). El estudio minucioso de estos lugares de encierro, como aquel en el que vivió Hersilie Rouy, raramente es posible a menos que nos encontremos con buenos archivos, lo que solo ocurre en las épocas moderna o contemporánea. En el estudio sobre el manicomio de Colney Hatch desde 1851 hasta 1973 (Hunter y Macalpine, 1974) puede comprobarse que un tercio de los internos eran enfermos de sífilis terciaria, una forma de locura orgánica, y junto a ellos convivían dementes seniles, personas afectadas por tumores cerebrales y accidentes vasculares, víctimas de traumatismos craneales, delincuentes sexuales, gays y lesbianas, alcohólicos, prostitutas y por supuesto las personas con retraso mental. Solo muy tardíamente (Kanner, 1964) los retrasados mentales comenzaron a ser tratados y recluidos en centros específicos bajo las etiquetas de cretinos o idiotas.

Los centros mejor conocidos gracias a la existencia de archivos minuciosos fueron las pequeñas instituciones religiosas, sobre todo en el mundo protestante, como el asilo de York, dirigido por el cuáquero Samuel Tuke (1964), en el que los enfermos estaban perfectamente catalogados, sus síntomas eran descritos minuciosamente, y recibían un trato humano en lo que se refiere al vestido, la alimentación y los lugares de habitación. Lo mismo ocurre con otros centros pequeños, como el asilo de Eberbach en Alemania (Goldberg, 1999), a través de cuyos registros podemos observar, por ejemplo, cómo los pacientes se catalogan en maniacos, locos con manía religiosa y, en el caso de las mujeres, como enfermas de etiología sexual, supuestamente ninfómanas o con locura masturbatoria. De todos modos, este pequeño manicomio fue también un modelo en lo que se refiere al trato humano de los pacientes.

La idea expuesta por Michel Foucault de que el manicomio es el lugar en el que nace el saber sobre la locura, está muy lejos de la realidad, como puede verse a lo largo de la mayor parte de las páginas de las memorias de Hersilie Rouy. Un manicomio como el famoso Bedlam de Londres (Arnold, 2008), un hito en la historia de la psiquiatría, no era más que una inmensa cárcel, con celdas individuales para los ricos y con grandes dormitorios comunes para los pobres, como se puede ver también en las páginas redactadas por Hersilie. Las condiciones higiénicas de Bedlam o los manicomios del siglo XIX (Scull, 1979) eran lamentables. Los llamados «incontinentes» vivían desnudos, dormían sobre paja y normalmente estaban atados con cadenas. El olor de las salas en las que vivían era tan repugnante que la reacción más usual de los visitantes que acudían a Bedlam como parte de su recreo dominical, era vomitar. Los enfermos eran apaleados y maltratados, además de expoliados si tenían algún bien en el momento de su ingreso, un momento que marcaba el fin de su vida civil. Las causas más frecuentes de muerte en los manicomios eran la tuberculosis, la malaria y los traumatismos, y uno de los más frecuentes era la rotura de tímpanos debida a los golpes. Estos centros, que llegaron a tener a miles y miles de hombres y mujeres, no eran más que grandes cuadras y, simplemente introducir un trato humano, como hizo Philippe Pinel retirando las cadenas, y mejorar las condiciones de vida, podía hacer que esas personas supuestamente locas para siempre, se recuperasen (Weiner, 2002). El manicomio que dirigió Pinel durante la Revolución y la época napoleónica fue curiosamente la Salpêtrière, en el que se encontró internadas a 5.000 mujeres. Como se podrá observar, estas condiciones se mantuvieron básicamente a lo largo del siglo XIX (Ripa, 1986).

El ingreso en un manicomio no solo suponía la pérdida de la personalidad civil y de la capacidad de administrar los propios bienes mediante la incapacitación legal, sino caer en una situación que en su momento Thomas Szasz (1977) denominó «la esclavitud psiquiátrica». Los internados son como esclavos porque eran explotados en el trabajo, las mujeres podían ser alquiladas con fines sexuales, como ocurría en Bedlam y siguió ocurriendo hasta el siglo XX, y cualquier persona podía ser sometida al trato que describe Hersilie, que puede calificarse de tortura: golpes, duchas violentas, encierros en cajas, sillas giratorias, inmersiones hasta provocar la asfixia, sangrías, aplicación de corrientes eléctricas y cualquier tipo de «tratamiento» al que los enfermos no se podían negar (en Estados Unidos, por ejemplo, hasta 1972; De Fréminville, 1977). Tratamientos que conseguirán el dominio absoluto sobre la persona cuando se desarrollen los potentes neurolépticos. Un ejemplo paralelo al de Hersilie sería el de la institutriz de 39 años llamada Marguérite, casada y con cuatro hijos, que fue encerrada «voluntariamente» por su marido en 1954 cuando este decidió buscarse una nueva mujer. Marguérite escribió sus memorias, publicadas por Yannick Ripa, en las que narra la historia de su encierro, que acabará con su prematura muerte (Ripa, 1983). El problema del internamiento psiquiátrico, tal como podrá verse en la historia de Hersilie, es que, como señaló Szasz en otra monografía clásica de 1970, es el lugar del encierro el que establece el diagnóstico de locura. Se está loco porque se está en el manicomio. Un loco no es una persona y todo lo que dice no es más que un síntoma de su enfermedad. Por eso todo lo que escriba y todo lo que haga solo será inteligible a través de la interpretación del médico.

Michel Foucault estableció también otro axioma (que ha resultado falso): la locura es la negación del discurso. Por esta razón, autoras recientes (Wilson, 2010), analizando el texto de Hersilie, junto con otras tres «locas» francesas (Marie Esquiron, Pauline Lair Lamotte y Camille Claudel), niegan a sus textos el valor histórico y literario, considerándolos simplemente síntomas de su patología. Wilson no entiende que los textos de mujeres encerradas injustamente pueden ser perfectamente coherentes como expresión de sus sentimientos (sentimientos totalmente ausentes en la obra de Foucault, quien se limitó a hablar de la locura como discurso).

Desde hace algunos años, los relatos de mujeres encerradas, casi siempre por sus maridos con el fin de deshacerse de ellas al iniciar nuevas relaciones amorosas, han sido objeto de la atención de distintas historiadoras. Es el caso de Susan J. Hubert (2002), que analiza textos similares al de Hersilie como los de Elizabeth Packard, Ada Metcalf, Lydia Smith, Clarissa Lathrop, Anna Agnew, Margaret Starr o muchas otras, que quisieron contar las crónicas de sus encierros (estas mismas mujeres fueron también estudiadas por Wood [1994] y una recopilación de sus textos ha sido llevada a cabo por Geller y Harris [1994]).

Se trata de textos mucho más breves que el de Hersilie, a veces simples poemas que expresan los sentimientos de desesperación por el encierro, como el poema que ofrecemos al final de la presente introducción. Desde el texto más antiguo, de Elizabeth T. Stone, de 1842, podemos observar una constante: un hombre encierra a una mujer, ya sea su esposa, su hija o su hermana, por diferentes razones. Elizabeth Stone es la esposa de un pastor protestante que decide encerrarla cuando empieza a discutirle sus interpretaciones de la Biblia. Las demás mujeres son encerradas a la fuerza a raíz de sus problemas matrimoniales.

Las mujeres son las víctimas preferentes de la psiquiatría, y fue en torno a ellas y su sexualidad como se desarrollaron la mayor parte de las teorías del siglo XIX. Las mujeres son menos racionales que los hombres, están dominadas por sus sentimientos y por ello deben estar bajo la tutela masculina (Skultans, 1975). Si además se daba el caso de que carecían de independencia económica, la posibilidad de salir del dominio masculino era casi nula. No tiene nada que ver la locura de los poderosos con la locura de los pobres o la locura de las clases medias (el rey Jorge III pudo ser diagnosticado como loco, aunque su enfermedad hoy sabemos que era la porfiria [Macalpine y Hunter, 1969], pero no fue maltratado ni golpeado). Las víctimas de los encierros «voluntarios» siempre fueron personas subordinadas dentro de las estructuras de poder de la familia, que correspondía según el derecho civil a los hombres. Como señaló ya hace más de 40 años Phyllis Chesler (1972), en los centros privados de Estados Unidos, o centros de pago, la mayor parte de los internos son mujeres encerradas por orden de los hombres de su familia. En el año 1966, la ratio es de 63 por 100 de mujeres frente al 37 por 100 de hombres. En 1968, sigue siendo el 61 por 100 frente al 39 por 100, mientras que en los manicomios públicos la mayor parte de la población son hombres.

El encierro de una mujer como Hersilie pudo deberse a diferentes razones, pero siempre estuvo guiado por el interés de un hombre, en este caso, su hermano. Ante el encierro, casi no hay salvación, y el encierro puede ni siquiera estar avalado por un diagnóstico psiquiátrico o el propio diagnóstico puede ser un callejón sin salida. Si Hersilie es un caso paradigmático de locura razonante o locura lúcida, una locura que se esconde y que nunca se puede saber si es locura, ¿cómo refutar el diagnóstico del médico? De ninguna manera. De la misma forma que en la antigua Unión Soviética los disidentes eran diagnosticados como enfermos de «trastorno de ideas reformistas», una variante de la esquizofrenia que se caracterizaba por no ser detectable por pruebas diagnósticas, por no manifestar ninguno de los síntomas clínicos descritos en los tratados de psiquiatría, pero que si era diagnosticada por dos psiquiatras, era irrefutable (Bloch y Reddaway, 1977). Decir que algo estaba mal en la Unión Soviética era padecer el trastorno de ideas reformistas. Hablar de un manicomio desde dentro de un manicomio puede ser considerado como una forma de delirio y un síntoma de la enfermedad. Desde los comienzos de la modernidad, las mujeres que hablan o que escriben desde esos lugares o bien eran consideradas brujas poseídas por el demonio (Midelfort, 1999) o simplemente personas incapaces de articular ningún discurso coherente. El poema que ofrecemos a continuación y cuya autora desconocemos, como el testimonio de Hersilie Rouy, es prueba innegable de que las mujeres encerradas y las mujeres locas siempre pensaron, se expresaron, sufrieron y tuvieron sentimientos.

UNA ESCENA EN UN MANICOMIO PRIVADO

Quédate carcelero, quédate y escucha mi desgracia.

La que se arrodilla a tus pies ante ti no está loca.

Sé de sobra lo que soy, demasiado bien lo sé.

Y también lo que era y lo que habría debido ser.

Ya no me pondré furiosa en mi insolente desesperación.

Mi lenguaje será tranquilo, aunque sea triste.

Pero te juro de verdad, te lo juro con todas mis fuerzas,

que yo no estoy loca, que no estoy loca.

Mi despótico marido se inventó el cuento

que encerrada me tiene en esta sombría celda.

Mi secreto destino mis amigos ignoran.

Ay, carcelero, corre a contárselo.

Ay, corre a conmover el corazón de mi padre,

su corazón estará a la vez afligido y triste

al saber que estoy aquí encerrada.

Y no estoy loca, no estoy loca.

Sonríe con desprecio y da vuelta a la llave,

cierra la verja y me arrodillo en vano.

Todavía veo, todavía veo su trémula lámpara.

Se acabó y ya todo está de nuevo oscuro.

Hace frío, un frío amargo, sin calor y sin luz.

Dónde están la vida y las comodidades que alguna vez yo tuve

cuando ahora estoy encadenada en esta helada noche

aunque no estoy loca, no, no, no estoy loca.

Seguro que esto es un sueño o una falsa visión.

Cómo yo una niña rica y de buena cuna

soy la miserable que arrastra esta cadena.

Adiós a la libertad, a mis amigos y mi salud.

Ay, mientras vivo añorando los recuerdos

que ya nunca más alegrarán mi corazón.

Cómo me duele el corazón y me arde la cabeza.

Pero no soy una loca, no soy una loca.

Ya me has olvidado del todo, mi niño,

la cara de tu mamá y la voz de tu mamá.

Ella nunca olvidará tu beso de despedida.

Ni cómo te agarrabas alrededor de su cuello.

Ni cómo querías quedarte conmigo.

Ni todas las cosas que te quisieron prohibir.

Ni cómo cuando me opuse con todas mis fuerzas.

Ellos dijeron que yo estaba loca, ellos dijeron que yo estaba loca.

Qué dulce sonrisa tenían tus labios rosados

y cómo brillaban tus ojos azules.

Nadie tuvo nunca un niño tan guapo.

Y a dónde te has ido ahora para siempre.

Nunca jamás podré volver a verte

mi precioso, mi precioso niñito.

Volveré a estar libre –abridme la puerta–.

Que yo no estoy loca, yo no estoy loca.

Oh, escuchadme –qué significan esos terribles gritos–.

Algún loco furioso rompió sus cadenas.

Se acerca y puedo ver sus ojos feroces.

Ahora, ahora sus golpes rechinan en mi mazmorra.

Socoro, socorro, se ha escapado, qué horror.

Oír esos gritos y ver esas cosas.

Mi cerebro, mi cerebro, lo sé, lo sé.

Yo no estoy loca, pero ya pronto lo estaré.

Sí, muy pronto, porque mira mientras yo hablo

veo como el diablo brilla en sus ojos,

me mira, y ahora con un salvaje grito

salta en el aire como una serpiente.

Horror, el reptil enseña sus dientes,

que se clavan en mi corazón tan roto y tan triste.

Reíros ya, si podéis reíros, amigos, porque os voy a decir la verdad.

Lo habéis conseguido. Estoy loca. Estoy loca.

Anónimo; Asylum Journal, 1842, 1, p. 1 (Geller y Harris, 1994: 1-3)

BIBLIOGRAFÍA

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— (2010), L’affaire Rouy. Une femme contre l’asile auXIXesiécle, París, Tallandier.

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WODD, M. E. (1994), The writing on the wall. Women’s autobiography and the asylum, Urbana y Chicago, University of Illinois Press.

PREFACIO

Todavía me acuerdo como si fuese ayer. En una modesta habitación de la rue des Charretiers, me recibió una anciana. Algo inquieto e inquietante brillaba en su mirada firme y tenaz. Era delgada, nerviosa, casi fea y muy interesante. Era un misterio que caminaba, se sentaba, miraba y charlaba, sobre todo charlaba, sin decir nada concreto. Una enfermedad febril agitaba aquel cuerpo. Una voluntad indomable impulsaba aquella alma.

Me encontraba en presencia de un enigma. La persona a la que visitaba, y a la que no he visto más que una vez, puesto que nada me impulsó a volver, me habló del Anticristo y de la ley sobre alienados, de su larga detención en los manicomios y de la necesidad que sentía de completar su misión antes de morir. Y de hecho, algunos meses después había muerto.

El querido y apreciado amigo que me había llevado allí me había dicho la verdad: la señora es un problema, pero su desgracia no. Por lo menos sería útil a otros, y su extraordinario caso será profiláctico. De esta vida atormentada, infortunada y quizá poco simpática, saldrá una liberación para los condenados al infierno de la vida.

En pocas palabras, esa mujer era la señorita Hersilie Rouy.

He visto su retrato, realizado por Compte Calix[1]. Una maravilla de inspiración, de ensoñación y de arte. Ahora no veía más que una ruina. ¡Pero qué ruina! La ruina extraña y fantástica de un palacio antaño encantado por el genio del misterio.

No me había equivocado. La historia de esta persona es un drama agitado, más terrible de lo que hubiera soñado Alexandre Dumas. El misterio o la intriga, quizá ambas cosas, dominan en este drama real y desgarrador que comienza, según se dice, en las Tullerías, para seguir en el mundo de las artes, en los manicomios y acabar en un oscuro retiro. No le dediqué ningún interés. Olvidé. La pesadilla me rozó con su ala caprichosa y pesada. Cuando me despertó el atractivo filosófico del asunto y el deseo de secundar las intenciones filantrópicas y benefactoras de quien me había llevado hasta allí, la señorita Hersilie estaba muerta. Una losa muda cubre su cadáver en el cementerio de la Porte Saint-Jean, en Orleans. ¡Muda en vida, muda en muerte! ¿Había que abandonar así el enigma de su destino? Parece que no.

Las Mémoires d’une feuille de papier[2] levantan ese velo. Y las Mémoires vrais de Hersilie aportan y dan al público todo lo que parecía adivinarse.

Por otra parte, ¿qué me importaba la mujer? Fuese princesa o instrumento, había sido desgraciada; era justo que se evitara a otros su infortunio. El señor Le Normant des Varannes y su bondadosa y deliciosa compañera, con una dedicación, una abnegación de las que nunca se desdijeron, habían salvado a la pobre mujer arrancándola de su infierno, la pobre secuestrada en su mazmorra. Y hoy quieren demostrar a través de su historia la crueldad de una legislación sin entrañas. Querían aportar remedio a calamidades sin nombre, y yo me prometí ayudarles mediante la pluma y mi nombre. Y es lo que hago escribiendo este prefacio.

No entro en el punto esencial del asunto. Nuestra época ya no necesita reyes. La democracia es una ola que cubre todas las cimas y extiende sobre todos los campos sociales la cambiante igualdad de su rasero.

Que haya sido esto o aquello, Hersilie Rouy o hija de una duquesa, sustituida[3] o no, doble o simple, me importa poco. Veo a una desgraciada a la que un capricho o una sentencia inflexible, la razón de Estado o la razón de familia, separa de la vida, de la felicidad, de la luz, para arrojarla a un abismo, y deseo lanzar una piedra a ese abismo para ayudar a colmarlo; ya han caído otras piedras. La ley sobre alienados será modificada. La humanidad tendrá su oportunidad. La República será más clemente que las monarquías. La justicia reinará por fin sobre esta tierra desolada y la historia de esta víctima será un aviso, una lección para el futuro.

Hace algún tiempo, escribí el siguiente artículo en el Avenir du Loiret, donde hablaba de Mémoires d’une feuille de papier.

Reproduzco este artículo, puesto que habla del anuncio de las verdaderas Mémoires que aparecen ahora.

Poco más podría añadir:

El misterio siempre ha agitado las mentes. Así también un libro que, con forma de leyenda, aporta una revelación sobre uno de los sucesos más misteriosos del siglo, será recibido por el público con interés, tanto más cuanto este libro, escrito con gusto y elegancia, une las cualidades formales más recomendables con la hondura y el conmovedor enigma de su fondo; pero, para algunos lectores, para los que van hasta el fondo del pensamiento, para los que buscan la filosofía social bajo las manifestaciones de la vida normal o extraordinaria, este libro será una revelación. Yo simplemente planteo la cuestión, con la convicción de una conciencia iluminada por la reflexión y por los hechos: este libro es una acusación.

Esta vez un fiscal valiente y abnegado se alza en nombre de la justicia y –cosa extraña– se alza no en nombre de la sociedad, sino contra la sociedad; quiero decir la sociedad tal como la han hecho los despotismos del pasado.

Este es el caso:

El antiguo régimen tenía sus lettres de cachet[4]. La ley moderna sobre alienados es en sí una siniestra y perpetua lettre de cachet.

Bajo el antiguo régimen, la mujer que muy probablemente era la marquesa de Douhaut[5] se ve secuestrada, llevada a la Salpêtrière[6], expoliada y condenada a soportar una larga existencia sin estado civil, de suerte que podemos llamarla «la mujer sin nombre».

En nuestra época, una legislación bárbara entrega al juicio de un médico, al odio probable de una familia, a alguna oscura y criminal intriga, a una mujer, una artista de brillante talento, la hace pasar por loca según la ley y la interna en esas gehenas[7] contemporáneas en las que Dante habría encontrado un último círculo de su Infierno.

Pero he aquí que mientras esperamos a que la historia imparcial proporcione un vengador a la señora de Douhaut, el señor E. Burton aparece y venga a la señorita Hersilie Rouy, puesto que bajo el seudónimo legendario se trata de ella, a la que hemos visto y conocido, que habitaba en esta ciudad donde ha pasado sus últimos días, aliviados al menos por el gobierno reparador de la República francesa.

El señor Burton no hace público su verdadero nombre; pero su generosa intervención no es un misterio para nadie.

Respetemos su secreto. Hablemos del libro.

He mencionado a la señora de Douhaut. La propia víctima, la señorita Rouy, en un artículo escrito hace algunos años y aparecido en un periódico local, comparaba su suerte a la de la infortunada marquesa.

Yo lo encuentro mucho más duro.

La supuesta fallecida en enero de 1788 tenía a su alrededor un admirable cortejo de bondad y simpatía. La señorita Rouy ha estado sola durante mucho tiempo, en una soledad absoluta, completamente abandonada; y si el maquiavelismo que la encerró tenía como fin volverla realmente loca, escogió los medios más adecuados para conseguirlo. Su mente firme resiste. Su voluntad casi sobrehumana la salva. Sus memorias, en este momento, están en prensa. La leyenda que presentamos al público es una especie de preparación. Ella desarrolla toda la intriga que las memorias solo presentan en parte; arroja una luz inesperada sobre la evasión de Luis XVII, sobre las artimañas del poder oculto que inquieta a la Restauración y sobre un punto aún más delicado, el nacimiento de un príncipe contemporáneo.

Debo añadir que el señor Burton tuvo en sus manos las pruebas de lo que avanza con forma novelesca y que, para el que conozca los nombres reales de los personajes, la leyenda se convertirá en historia.

Se sorprenderán de las cualidades dramáticas que desarrolla este libro; de la vida de los personajes, de la multiplicidad de intrigas y de la sabia combinación de tramas, y creerán estar en presencia de la obra de un novelista acostumbrado a las triquiñuelas del oficio. Pero esta vez la realidad fue más dramática que la ficción. Y si la realización hace honor a E. Burton; si el estilo, con sus matices y su encanto le pertenece, no es a él, sino a la realidad a quien hay que conceder el honor de la invención dramática.

La vida moderna ha abierto sus profundidades, como el océano en una borrasca, y este libro revelador ha salido de ellas…

¡El secuestro y sus monstruosas consecuencias!

¡La reforma de estas bastillas contemporáneas a las que se ha dado en llamar manicomios!

La modificación indispensable de la legislación sobre locos.

Tres aspectos difíciles sobre los que este libro arroja luz y que hay que resolver. La República lo hará; no aceptará la herencia monstruosa del pasado.

Además, tres problemas históricos aclarados:

¿Pudo haber sido salvado Luis XVII?

¿Fue el barón de Richemont Luis XVII?

¿Fue válido el matrimonio del duque de Berry con Carolina de Nápoles?

Este libro los aclara.

Eucharis Champigny, Jeanne Tavernier, es la señorita Hersilie Rouy, conocida en los manicomios con el nombre de Chevalier.

Esta es la clave necesaria para comprender la leyenda; el señor Burton no me reprochará haberla proporcionado.

Amigo lector, lea este libro. Cuando lo haya leído, y cuando le haya añadido la lectura de las Mémoires de la señorita Hersilie Rouy, que aparecerán pronto, conocerá el reverso de la historia del siglo XIX.

El señor Burton parece (si me permite una pequeña crítica) haber conservado un pequeño resto de atracción por las coronas papales o de otra clase (véase su post scriptum); pero es un espíritu sincero, un corazón recto, un alma bien templada y reflexiva; que se relea a sí mismo y que reconozca que su libro es la condena de todas las coronas.

Max D’Elion

He aquí esas Mémoires anunciadas y prometidas. La víctima habla por sí misma. Escuchémosla. Cualquier comentario las debilitaría.

Pero solicitaría permiso para recordar esta frase de una carta de la señora de Grozelier, que se puede leer en la página 80:

¡¿Cómo, en pleno siglo XIX, en un país civilizado, donde hay una policía, tribunales, una magistratura, se puede llevar a cabo un acto tan grave como un secuestro, únicamente con la información de una persona anónima?!

Pero sí, se puede, o al menos se podía, y este libro no tiene más que un fin: hacer que no sea posible hacerlo nunca más.

¡Qué estilo, nervioso en su simplicidad! ¡Todo es palpitante, vívido y siniestro!

Qué voz esta voz póstuma que grita a la sociedad: «¿Cuándo harás justicia?».

Si bien ella está muerta, si ella ha sufrido, al menos que otros no sufran más, no mueran ya por esto y que la piedad humana sepa por fin de las lágrimas, para impedir que broten. Que la ley, antaño tan terrible, se ablande ante tanto infortunio. Que los legisladores patrios, que el gobierno nacional reparen esta injusticia, y que la obra de los editores se vea coronada por el éxito. Su sensible corazón no desea otra cosa. Le toca a la democracia, tantas veces víctima de las tiranías, decir con el poeta:

Non ignara malis miseris succurrere disco.

Jules-Stanislas Doinel

Archivero-paleógrafo

[1] François-Claudius Compte-Calix (1813-1880), pintor, dibujante e ilustrador francés, especializado en retratos y cuadros de género [N. de la T.].

[2] En 1882, Édouard Le Normant des Varannes publicó Mémoires d’une feuille de papier écrites par elle même. Allí presenta a una tal Eucharis Champigny (seudónimo de Hersilie Rouy) como hija secreta de Enrique V y profetisa que desvela la existencia de una sociedad secreta que iba a destruir la sociedad [N. de la T.].

[3] El prologuista puede estar haciendo referencia a lo indicado en la nota anterior, la supuesta condición de Hersilie Rouy de hija secreta de Enrique V, sustituida en el momento del parto por un varón (véase más adelante; o también al hecho que se relata en el capítulo primero) [N. de la T.].

[4] En un sentido general, se trata de una especie de carta cerrada y sellada. A partir del siglo XVIII, la lettre de cachet pasa a ser una orden que privaba de libertad, que requería encarcelamiento, expulsión o destierro de alguien, cortocircuitando el sistema judicial ordinario. Las personas que reciben estas cartas no son juzgadas, sino que van directamente a una prisión estatal o a un manicomio. En el caso de los locos, el internamiento es indefinido [N. de la T.].

[5] En 1792, una mujer que dice apellidarse Lusignan de Champignelles, viuda del marqués de Douhaut, pretende que le devuelvan sus derechos, de los que fue despojada por su familia a causa de los rumores sobre su muerte, hechos correr intencionadamente (existe un registro de defunción del 19 de enero de 1788 en Orleans). Su familia la habría encerrado en la Salpêtrière por medio de una lettre de cachet, pero la Revolución le devolvió la libertad. Su demanda fue rechazada [N. de la T.].

[6] El hospital de la Pitié-Salpêtrière es un hospital público de París construido en el siglo XVII por Luis XIV. Inicialmente fue un hospital para pobres y vagabundos y en 1684 la parte de la Salpêtrière fue ampliada con un edificio dedicado a acoger precisamente a las mujeres denunciadas por sus padres y maridos por medio de lettres de cachet [N. de la T.].

[7] El infierno o purgatorio judío, lugar de purificación de los malvados, o también de castigo eterno [N. de la T.].

PRÓLOGO

REVISIÓN DE LA LEY DEL 30 DE JUNIO DE 1838 SOBRE LOS ALIENADOS

EXTRACTO DEL INFORME del ministro del Interior al señor presidente de la República, marzo de 1881[1].

La comisión podría informarse a través de la audiencia a los interesados, mediante cuestionarios o con informes parciales. En una palabra, apreciaría de la forma más exacta posible el estado actual de las cosas.

Creo que las atribuciones de la comisión deben ser a la vez administrativas, médicas y legislativas.

Considero que deben exigirse las garantías más completas contra los internamientos no justificados y contra las estancias demasiado prolongadas en los manicomios.

Es en las mejoras de detalle y no en los sistemas absolutos donde hay que buscar el progreso.

El ministro del Interior y de asuntos religiosos

Firmado: Constans

Mis Mémoires están escritas con este fin y, si muero antes de su publicación, encargo al señor y la señora Le Normant de Varennes que lo hagan en mi lugar.

Hersilie Rouy

[1] Véanse las pp. 343-352 y 390.

I. RESUMEN DE MI VIDA

Nací en Milán (Italia) el 14 de abril de 1814.

El apellido Rouy y el título de hija legítima del segundo matrimonio del astrónomo Charles Rouy me fueron conferidos por las actas civiles y religiosas registradas en los libros del registro civil y de la parroquia de Santo Tomás de Milán.

Todas las actas de mis hermanos y hermanas son similares a las mías.

Mi hermano, Louis-Ulysse, que nos había acompañado en todas nuestras peregrinaciones, partió poco después de nuestra llegada a Francia a buscar fortuna en Buenos Aires. Nos dijeron que el navío se había perdido con todos sus ocupantes.

Mi hermano Jean-Charles-Télémaque, nacido en Milán en septiembre de 1815, criado hasta los dieciséis años por una hermana de mi madre, la señora Boiteux, que vivía en Ginebra, estaba empleado en Marsella en una refinería de azúcar. Me escribieron diciendo que se había caído en una cuba de azúcar en ebullición y que murió, después de tres días de horribles sufrimientos, el 21 de octubre de 1833.

Mi hermana Jeanne-Marie-Dorothée nació en Moscú el 22 de septiembre de 1818.

Mi hermana Constantine, nacida y muerta en Varsovia en 1822, era ahijada del gran duque Constantin, virrey de Polonia y hermano del emperador de Rusia, Alejandro I.

Mi padre tenía además, de su primer matrimonio, un hijo llamado Claude-Daniel.

Mi padre y mi madre tenían en Milán un colegio de jóvenes. Mi padre impartía él mismo las clases. Con el fin de facilitar los estudios de sus alumnos, inventó un mecanismo uranográfico que en 1812 atrajo la atención del príncipe Eugenio, entonces virrey de Italia, y de todos los estudiosos de este país; le hicieron al ministro del Interior un informe tan favorable que se ordenó instalar este mecanismo en las instituciones públicas de enseñanza. El gran éxito que obtuvo decidió a mi padre a volver a Francia. Realizó ese proyecto tras el nacimiento de mi hermano Télémaque, en 1815.

Llegamos a París a finales de ese mismo año, y mi padre fue presentado a Luis XVIII el 17 de enero de 1816. Imparte al rey, así como a la familia real, un curso de astronomía cuyo resultado fue tan satisfactorio como el obtenido en Milán. Luis XVIII, admirado ante el mecanismo uranográfico, coloca su nombre a la cabeza de una suscripción abierta para su difusión. El ministro del Interior ordena su instalación en el Conservatoire. Las instituciones públicas y privadas fueron provistas de uno.

Tras haber impartido conferencias en muchas sociedades científicas y en el Institut, mi padre partió hacia Rusia, hizo una gira por Europa y volvimos a instalarnos en París en 1823.