Zona caliente - Jorge Víctor Pérez Hernández - E-Book

Zona caliente E-Book

Jorge Víctor Pérez Hernández

0,0
6,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

No soy escritor, pero sí de los muchos médicos cubanos que fuimos a salvar “pueblos indefensos”, y uno de los que regresó para contarlo; no sé si ir al frente fue en mi caso una cuestión de patriotismo o un deber inculcado, pero lo cierto es que estuve donde la candela era brava y los heridos nos llegaban por decenas. Si mi imaginación ha podido transformar situaciones reales en relatos novelescos, de aquellas noches duras de Matagalpa, Apanas, de la Sexta Región en guerra; con que queden mencionados mis valiosos e inolvidables compañeros, ya sean mexicanos, suecos, suizos, cubanos, o de otras latitudes, me doy por satisfecho.


ACERCA DEL AUTOR 


Jorge Víctor Pérez Hernández es cubano de nacimiento con fuertes raíces canarias. Cirujano general de profesión, ha operado en tres continentes, tanto en quirófanos a estrenar, como en muchos otros con goteras, a la luz del sol, solo o acompañado, con hambre y frío... Se define como un emprendedor que sabe empuñar el bisturí. Entre 1987 y 1990 desarrolló una intensa actividad quirúrgica en Matagalpa, Nicaragua, lo que él denomina cirugía de guerra o de guantes rojos. Tras esta etapa, regresa a Cuba para más tarde emigrar a Canarias, donde escribe este relato.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Zona caliente

© de los textos, Jorge Víctor Pérez Hernández

Cubierta: Imagen de freepik.es

Ediciones El Drago

www.edicioneseldrago.com

[email protected]

Primera Edición, 2023

Depósito Legal: M-19142-2023

ISBN versión impresa: 978-84-126348-9-1

ISBN ePub: 978-84-125835-9-5

Diseño y maquetación: Estelle Talavera

Conversión a ePub: Rafael Lago Sarichev

La reproducción parcial o total de este libro, mediante cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo y explícito de los editores.

Índice

Sinopsis

Pasamos frente a un lugar arrasado,...

Sobre el autor

Sinopsis

No soy escritor, pero sí de los muchos médicos cubanos que fuimos a salvar “pueblos indefensos”, y uno de los que regresó para contarlo; no sé si ir al frente fue en mi caso una cuestión de patriotismo o un deber inculcado, pero lo cierto es que estuve donde la candela era brava y los heridos nos llegaban por decenas.

Si mi imaginación ha podido transformar situaciones reales en relatos novelescos, de aquellas noches duras de Matagalpa, Apanas, de la Sexta Región en guerra; con que queden mencionados mis valiosos e inolvidables compañeros, ya sean mexicanos, suecos, suizos, cubanos, o de otras latitudes, me doy por satisfecho.

A Milagros, Violeta y Jorgito, que, junto a mis padres,

han sido pilares fundamentales en mi vida.

Pasamos frente a un lugar arrasado,...

Serás tan valioso para los demás como lo has sido para ti mismo.

Marcus T. Cicerón (106 a 43 a.C.)

Pasamos frente a un lugar arrasado, era como un descampado solitario y triste. El funcionario que nos acompañaba dijo:

—Estas son las ruinas del terremoto de hace unos años.

Miré a mi alrededor y me vinieron a la mente algunas imágenes televisadas de aquel desastroso 23 de diciembre de 1973. Fue terrible, familias que esperaban la Nochebuena quedaron sepultadas bajo los escombros.

“Lo que me falta es sufrir un terremoto”, pensé. Había escapado de los ciclones pero con los terremotos no tenía experiencia. Con la mente ocupada en disquisiciones banales nos adentramos en una carretera secundaria.

Poco a poco nos fuimos alejando del centro de la capital. Eso me disgustó porque sabía de sobra que los buenos hospitales estaban en medio del barullo, y esto de ir hacia las orillas me resultaba poco alentador, por no decir decepcionante.

—Llegamos, compañeros —dijo el chofer nicaragüense. Abrió la puerta del bus y los noctámbulos cubanos comenzamos a bajar. Al pasar frente al chaparro conductor, le pregunté dónde estábamos, me miró y me respondió como si fuera una pregunta odiosa:

—Tendrá tiempo para saberlo.

Cerró, arrancó y me quedé con la boca abierta.

Un oficial se acercó al bus, saludó de forma global y, sin más dilación, pasamos a un aula extraña con mesas llenas de mapas, granadas de fogueo, armas sin munición y pupitres, que me recordaron las escuelitas primarias donde estudié, quizás traídos de Cuba.

—Bueno, compañeros, soy el teniente Peña, jefe de todo esto. —Así se presentó mi primer jefe nicaragüense, o “nica”, de ahora en adelante. El teniente nos dijo lo que todos ya sabíamos—: Desde horitica mismo no son turistas, son militares... Este país está en guerra.

Este lugar escogido para la primera arenga en tierras de Sandino tenía un nombre muy sugerente: “Aula de Guerra”, donde al menos me dijeron que iba a la guerra, eso sí, a una guerra donde morían pocos cubanos, comparada con otras guerras donde andábamos de intrusos.

Tras los primeros resoplidos militares, algo extraño me impelía a quitarme el esmoquin, la camisa blanca, los zapatos... Todo lo civil me sobraba. Mi subconsciente me decía que si era militar, cuanto antes mejor.

Los yanquis aseguraban que Cuba enviaba soldados a la guerra de Nicaragua, y Cuba que no, que eran simples cooperantes civiles. Para “despistar”, volábamos hacia Managua como músicos y no como soldados internacionalistas. Y así es como en este lugarcito apartado, arrancaba la metamorfosis de lo civil hacia el verde olivo.

El teniente Peña, con una lista en la mano, nos fue ubicando en unas cabañas destartaladas de una antigua villa que conservaba su nombre anterior, Villa Nejapa, la cual, con la llegada del sandinismo al poder, pasó de ser un lugar de recreo militar a un centro de recepción de cubanos solidarios.

La ruinosa cabaña, a la que el teniente nos instó a que pasáramos, era la número tres, con literas para seis almas desconocidas que, reunidas por un interés utópico, nos encontrábamos allí para lo que fuera, donde fuera.

Los seis hombres, medio desconcertados, nos mirábamos; no sabíamos quién era quién. Como un relámpago inesperado, alguien dijo: “Aquí estamos como sardinas en lata”. Eso me gustó, por lo menos tenía uno que pensaba como yo: “Esto es una mierda”, pensé, y me lo tragué.

Caminé con el maletín al hombro y la maletica en una mano hasta el fondo de aquel habitáculo con olor agrio. En la última cama superior de una de las literas tiré mis cosas. En la cama de debajo se acomodó un tipo jiribilla que se movía de un lado para otro con ojos saltones y que no dejaba de carraspear.

Este hombre jiribilla fue el primero en darse a conocer:

—Yo soy el doctor Guillermo Purón, clínico —dijo, entre carraspera y carraspera, mientras se iba quitando la ropa.

Pensé: “Comencé bien: un clínico con carraspera es mi socio de litera”.

Le siguió el único negro del grupo, un hombre grande que, con dos metros de altura y fuerte como un jiquí, le metía miedo al susto y, como si fuera el macho cabrío de los allí presentes, añadió:

—Eh, rapidito... soy Vicente Villanueva, enfermero militar... ¡Ah, y de Guantánamo!

“Muy bien”, pensé, “tenemos un guantanamero que seguro canta bien la guajira Guantanamera”.

Se hizo un silencio. Oía como si hubiera ratones comiendo papel. Me sacó del ruidito un bajito muy serio que, como medio estreñido, dijo:

—Jerjes Perdomo Aguirre, anestesista —terminó, y se acostó.

Le siguió el más gordo de los seis.

—Por aquí Ariel Mesa Jiménez, médico general. Toco la guitarra y el piano.

Me dio lástima. Pensé: “Se equivocó de avión, aquí los conciertos son de balas”.

Acto seguido, un joven lampiño, con más pecas que piel, soltó:

—Me llaman José Luis Pérez Ávila, me jodieron la residencia en Cirugía Pediátrica para venir a comer mierda.

“¡Ay, mi madre!”, pensé para mis adentros, “si lo chivatean se jode para toda la vida”. Y, sin demoras me di a conocer como Jorge Víctor, un guajiro tamarindero que opera.

—¡Al comedor! La jama —anunció alguien, y salimos como locos, muertos de hambre.

La bandeja no estaba mal servida, tenía bastante de todo: mucho gallo pinto, trozos de plátanos cocidos, mazorcas de maíz hervido, ropa vieja, pan y yogur. El agua la sacamos con un cucharón de una tanqueta con hielo, la noté algo aplomada pero fría pasaba bien, y el café se podía repetir, cosa rara en el Ejército.

Nuestra cabaña, la tres, tenía baño, pero destrozado; el hueco de la taza y un lavabo sin agua era lo que quedaba de sus años somocistas. Seguramente por aquí pasaron muchos cuerpos calientes que se refrescaron en este baño, pero ahora, por la dejadez revolucionaria, era de pena. Murmuré: “Si las mujeres que pasaron por aquí lo hubiesen visto, orinarían afuera en vez de adentro”.

Vicente, el negro jiquí, comentó que los baños estaban lejos, y según Purón, “el agua olía a muerto”. Caminé con deseos de darme un buen baño, pero no, la ilusión de ducharme quedó en eso: en una ilusión.

De la regadera oxidada apenas caía un chorrito, como un meadito de gato con olor a ratón muerto. Tuve la sensación de no haberme mojado, sino más bien ensuciado.

Regresé para la cabaña con la idea de arreglar nuestro baño, por lo menos que saliera agua por algún tubo oxidado pero tuve miedo de comenzar muy temprano con mis habituales arreglos, y no dije nada, porque a veces me comprometo sin pensarlo mucho.

Con el fresquito de la ventana y el estómago lleno, me quedé traspuesto, pero podía percibir las voces extrañas. Lo peor era la almohada, fue un error no traer la mía, la de lana de ceiba, una obra campesina de mi madre que iba conmigo a todas partes, hasta a mi luna de miel.

Salí del letargoso sueño medio perdido y volví a la realidad cuando el pecoso de la litera de enfrente me dijo:

—Profe, tremenda pesadilla la suya.

Parece que no dejé dormir a nadie, porque mis pesadillas son tremendas: peleo, grito, lloro; o me están matando o mato a alguien. Un verdadero escándalo.

Bajé de la litera con una sed espantosa. El maíz y los frijoles dentro del estómago piden tanta agua como durante la cosecha. Salí de la cabaña y todo estaba muy oscuro, caminé unos pasos rumbo al comedor y un joven con el AK terciada me saludó con una pregunta:

—¿Usted es el que opera?

—Bueno, llegué hoy —le respondí.

Nos miramos y me dijo con cara de lástima:

—Es que tengo una uña que me trae fregado.

—Mañana con la luz lo vemos —le dije, y casi a la misma vez le pregunté que dónde se tomaba agua. Me señaló una pipita al lado de la cocina, abrí la llave y el agua, más que caliente, la noté muy aplomada. Me extrañó, pues la del comedor entraba bien. Seguramente el hielo le embarajaba el aplomado.

Por la mañana, durante el desayuno, nos quejamos del agua. No entendíamos por qué no dejaban el mismo cacharro a mano con agua fría durante la noche. El cocinero nos mandó a la jefatura.

El soldado de guardia se limitó a decir que el jefe andaba de recorrido, que del agua no sabía nadita, y que cuando viniera el teniente habláramos con él. Pensé: “En la jefatura no toman de este agua, este Peña es un descarado”. Quizá fui un poco precoz en mi pensamiento, pero no desacertado.

Escribo en mi diario lo que pasó: “12 del día, hora de Cuba. ¿Qué mierda hago yo aquí?”. No aguantaba más, pero tampoco quería ser el cabecilla de nada. Un valiente de otra cabaña lo hizo por mí.

Reparé en el tipo aguajoso y me recordó la meada de río Cristal. Era imposible orinar en los pestilentes baños de este antiguo centro de diversiones, llamado como su río, en el corazón de Boyeros, La Habana.

Los agrupados aquí, en espera del vuelo, orinaban sobre las lajas del río. Yo intenté hacer lo mismo cuando, uno a mi lado, con su espectacular meada, me salpicó los zapatos nuevos.

Nos miramos y ahí quedó todo. En otras circunstancias no lo hubiera soportado como lo soporté ahora. En medio del escándalo del agua lo reconocí, el meón era el hombre que tomó la decisión de ver qué pasaba con el agua.

Su aspecto no era de un sanitario al uso, sino más bien de mulato aguajoso. Dijo que era de Guanabacoa y que a él le daba lo mismo “Dios que un caballo”.

Por inercia, cabañas abajo, lo seguí. Según decía, tenía más guerra en su haber que Napoleón. La comitiva del agua llegó hasta un enorme tanque de hierro, que según parecía servía el agua para toda la villa, con dos tubos gordos bien remachados, uno bien arriba y otro por debajo.

—Esta es la entrada —dijo el aguajoso, tocando el tubo de arriba.

—Y esta es la salida —dije yo, señalando el tubo de abajo.

El guanabacoense intentó subir al tanque, pero no había manera. José Luis vio una escalera recostada sobre la cerca del fondo y fuimos a por ella.

Oímos un chiflido y de inmediato salió del yerbazal un perrazo, y más atrás un hombre largo, barbudo, con el sombrero en una mano y una mocha en la otra, la viva imagen de un guajiro cojonudo.

—¡Señor, señor, somos médicos, no militares! —Le puse el médico por delante, por si acaso.

—Yo era el encargado de todo esto y lo han destrozado, desgraciados militares de la reputa.

—Oiga, jefe, nosotros no, venimos a curar, no a destrozar —le dije. Y paró.

Por suerte, nos prestó la escalera. El hombre del sombrero y el perro no era un ogro, lo que pasaba era que lo tenían muy escamado: le apedreaban los mangos, le robaban las naranjas... y eso fastidia mucho a cualquiera que tenga una mata.

Arrimamos la escalera cerca del tubo de entrada. Como era lógico, el aguajoso subió, y nada más inclinar la cabeza por la abertura del tanque, gritó:

—¡Coño, de pinga el pestazo!

La tapa del tanque brillaba por su ausencia, y el agua del enorme depósito era una morgue de pájaros y ratas muertas.

El aguajoso quiso hacer tierra conmigo así que olvidé la meada. Según me dijo, era técnico militar de “electromedicina avanzada”, e iba a poner a parir al teniente Peña. La temperatura aumentó y hubo quien propuso pegar unos tiros para que los jefes vinieran corriendo.

Entré en la cabaña pensando que la guerra ya había empezado. Corría mi segunda mañana en Nicaragua entre el agua y la tristeza, la reflexión y el miedo, y no quería problemas, así que me aparté un poco.

El técnico aguajoso fue a más y le formó un escándalo de apaga y vámonos al garitero. No estuvo mal del todo porque el soldadito llamó al jefe, que vino enseguida.

Se bajó del traste verde olivo preguntando por “los indagadores”. Casi a coro le respondimos: “Somos nosotros, ¿qué pasa?”, y al ver que éramos unos cuantos, se ablandó.

Más calmados, le contamos la situación del agua, que el tanque no tenía tapa y muchas cosas más, y nos dijo:

—Vámonos, pues. —Y lo seguimos. No subió al tanque; desde abajo afirmó—: Yo traigo el material y vosotros dejáis el tanque bien aseado.

Escribí en mi diario: “3 de octubre de 1987. Mi primera labor médica es de prevención, nada de operar, sino dejar el tanque del agua bien aseado”.

Al terminar de escribir esta nota, Ariel me comenta que al técnico de electromedicina, con todas sus cosas, se lo había llevado el jefe en su cacharro ruso. Pasé la tarde pensando: “Horita vienen por mí, no le falté a nadie, pero estuve en la comitiva del agua y esas cosas de media rebeldía se pagan muy caras”.

Al tercer día de estar en Villa Nejapa, seguimos de civil. La ropa del vuelo la metí en el fondo de la maleta, por si hacía falta para el regreso, y con la misma ropa que salí de mi casa iba tirando, y a veces, como los demás, andaba en calzoncillos y descalzo. Salía poco de la cabaña. El agua mejoró, pero no así yo.

La impresión que tuve a mi llegada, al ver a algunos como en la playa y a otros como en la guerra, era normal. Los más nuevos esperaban a su aire la ropa verde y los más viejos no se la quitaban de encima. Los últimos en llegar éramos como orugas civiles esperando ser crisálidas militares.

—Esta tarde van a repartir la ropa militar —dijo uno que vino buscando cigarro.

A media tarde recogí mis enseres militares y salí del almacén, muy indignado: la gorra no me servía, unas eran muy pequeñas y otras muy grandes, mi talla es la 52, y de las botas ni hablar, de fabricación colombiana, un poco estrechas en la punta. Nadie sabía por qué las botas no eran rusas, si todos, de una manera u otra, las habíamos calzado y no provocaban ampollas. Además, tenían un olor muy singular; decían que era para matar los hongos de los pies.

Esas botas hechas en Colombia eran más para montar a caballo que para caminar como soldados. El pantalón de camuflaje me quedó bien, pero las dos camisas muy batahólicas, como diría mi madre.

La instrucción militar era agotadora; de la litera, y sin lavarnos la boca, salíamos a correr. Con 37 años, yo era el cáncamo del pelotón, todos iban delante y yo, como un buey cansado, detrás.

Tal fue así, que salí de Cuba con 168 libras y a las dos semanas de estar en Managua pesaba 150. Estaba agilado, literalmente descojonado, no tenía ánimo ni para hablar, cosa rara en mí.

Después del corretaje matutino venía el desayuno. Siempre lo mismo: leche, huevos cocidos y pan. Del comedor pasábamos al Aula de Guerra a oír instructores militares poco cultos. Lo mejor del aula era el arme y desarme, lo demás me daba sueño.

Entre el Aula de Guerra, el campo de tiro, carreras de orientación, arme y desarme de armas largas y pistolas, más alguna que otra ocurrencia militar, el día se me iba volando.

Por la noche, más cansado que un buey viejo, tenía que soportar las charlas “orientativas”, una especie de monólogo sobre la situación actual del “Tercer Mundo”, que iba sobre los que se morían de hambre y frío por falta de socialismo, los que querían acabar con la humanidad; palabrerías que había oído decir miles de veces al comandante de todos los comandantes: Fidel Castro Ruz.

Un televisor al fondo del comedor era la mayor distracción. La Televisión Sandinista como la TV cubana prometía muchas cosas para después, y pensé: “Cuando tengan paz, necesitarán más de mil años para cumplir lo prometido”, como nosotros.

Una noche, después de aburrirme con la tele, en el recorridito para la cabaña, vi debajo de la luz de la garita a un hombre en pijama jugando solo al ajedrez. Tenía acomodado el tablero sobre dos bloques.

Me picó la curiosidad y me acerqué al extraño jugador del pijama blanco y pullover verde olivo.

Me resultó curioso: cada vez que movía una pieza blanca, tomaba café, y cuando el imaginario contrario movía las negras, fumaba. Absorto en el autojuego, no se percató de mi presencia.

El cocinero lo sacó de la concentración con “compa café”; miró hacia el cacharro y luego hacia mí.

—¿Sabes jugar a esto? —me preguntó.

—Sí, me defiendo algo —le contesté.

—Siéntate —me respondió, y me senté en el suelo, como él.

Por cortesía de ajedrecista, me dio las blancas. Me resultaba raro todo aquello, entre otras cosas porque tras cada uno de mis movimientos, mi contrincante tomaba un sorbo de café, y cuando él movía, daba una calada.

Sentado en el suelo húmedo no me concentraba bien, y unido al agobiante humo del cigarro, me resultó pesado el haberle aceptado la partida, y me ganó rapidito. Medio incómodo y con ganas de revancha, quise seguir, pero no, recogió el tablero y se perdió en la oscuridad.

Durante el día no lo vi, por la noche lo volví a ver jugando bajo la farola, con todo dispuesto igual que la noche anterior. Pensé que podría ganarle, eso sí, con el tablero sobre una mesa y dos sillas.

—¿Jugamos en una mesa? —le pregunté.

—Mira, peor para ti —me dijo.

Como así fue, me dio jaque mate en pocas jugadas. Con la mínima confianza que da una partida de ajedrez, le pregunté:

—¿Pendiente de ubicación?

—No, de evacuación. Me regresan a Cuba porque dicen que estoy loco.

Y ahí lo dejé.

Por la mañana, le pregunté al cocinero por mi compañero de juego. La respuesta fue intrigante:

—Viene a comer de noche y a jugar al ajedrez.

—¿Y de día qué hace?

—No lo sé —me respondió, a secas.

Como no me gusta dejar los temas en el aire, pensé en seguir indagando, pero no podía hacerlo con el cocinero, que tenía muy malas pulgas, y era con la última persona con la que debía llevarme mal en campaña. A la gente de la cocina, lo mismo soldados que comandantes, les rinden pleitesía y hasta les ríen las gracias pesadas.

La mañana siguiente le pregunté al jefe de todo aquello sobre el ajedrecista nocturno, y me dijo: “Es un caso raro, trae a los psiquiatras de cabeza”, y terminó explicándome que también le temía a las iguanas.

—Era un gran médico de la cabeza —continuó.

—Oiga, teniente, este hombre, ¿dónde se mete de día? —pregunté con ingenuidad, y su respuesta no tuvo desperdicio.

—En el almacén de la ropa, dice que el olor a nuevo espanta a los bichos.

Hay mucha personas que se hacen los locos para salir de un problema. Este neurocirujano y coronel quizás sea uno de ellos, pero fuera lo que fuera , cayó tan bajo que en Villa Nejapa le llamaban el “Coronel café”.

Como este “Coronel café”, regresaban a Cuba docenas de trastornados, primero de Asia, después de África, y ahora de Centroamérica. Alcohólicos conocidos, otras docenas.

La locura era un arma en mi chistera, una válvula de escape, si la cosa se ponía mala. No sería nada extraño que regresara loco sin estarlo al cien por cien. Muchos de mis colegas daban por sentado que en mis impulsos quirúrgicos había un poquito de locura.

Después de 15 días en Villa Nejapa, que en tiempos de Somoza fue un prostíbulo para militares, ahora convertido en recinto militar para recién llegados, me subieron los grados militares de la noche a la mañana.

El jefe de las Fuerzas Armadas, Raúl Castro, dijo que todos los graduados universitarios éramos tenientes porque sí, así que salí de Cuba con grados de teniente reservista.

Años después, en una breve ceremonia en Managua, con nuestra bandera bien estirada y el himno nacional de fondo, me colocaron las insignias de capitán y ya. Dejaba de ser un simple doctor, un cirujano más o simplemente Jorge Víctor, para acceder al título de capitán cirujano. Esto me podría haber confundido un poco, porque con tanto jaleo de guerra, a cualquiera se le suben los humos, pero no, en mi caso no fue así, porque en ninguna circunstancia he dejado de ser el guajiro que opera.

Lo mejorcito de ser capitán comenzó por algo que me gusta: enseñar. Y pasé de la desidia de oír y oír, a explicar y explicar. De geografía militar fueron mis primeras clases. En un mapa de Nicaragua, las zonas calientes o de conflictos estaban señaladas con círculos rojos, más presentes en la zona norte fronteriza con Honduras, como Jinotega, por ejemplo.

En estos días de espera, llegué a dominar más la geografía de Nicaragua que la cubana, y con todo bien aprendido daba clases de geografía, historia y muchas cosas más, no solo de Nicaragua sino de toda Centroamérica. Me fui más allá de lo pedido.

Entendí que era bueno para todos saber por dónde andábamos, y sobre todo cómo salir de las zonas de conflicto, porque los ríos corren hacia el mar y el sol sale por el este, y con algún referente más podías correr hacia donde menos peligro había.

El sábado 24 de octubre, es decir, después de muchos días de preparación, en horas de la mañana, vinieron a visitarnos un asesor militar cubano (lo dijo él) camuflado de civil y un soviético que no habló ni media palabra, pero del que no teníamos duda que era un militar bolo con más estrellas que el firmamento.

A la mañana siguiente de la visita de la parejita de jefes, nos dieron la orden de estar listos para partir. Del destino no se dijo nada, pasó el mediodía y nada. No almorcé, tenía el estómago contraído. Con todo recogido, me tiré en la litera de saco como si fuera la última vez.

Sobre las tres de la tarde nos llamaron a formación con todo lo que teníamos, nos dieron un fusil AK, cargadores, casco, cantimplora y una ración de comida para sobrevivir un día; eso me hizo pensar que no íbamos muy lejos.

Cargados como burros subimos a un camión militar. No sabíamos si íbamos a matar o curar. Lo cierto era que lo fácil quedaba atrás. Desde que llegamos todo el mundo escribió cartas, pero no llegaron respuestas. El teniente Peña nos prometió que las cartas de respuesta nos las enviaría donde quiera que estuviésemos. Mentira, no envió nada.

Al alejarnos de esta villa, sentí cierta desazón. Al principio Nejapa me pareció un despropósito, pero ahora que me alejaba no me parecía tan mala.