13 alimentos que han cambiado nuestro mundo - Alex Renton - E-Book

13 alimentos que han cambiado nuestro mundo E-Book

Alex Renton

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Beschreibung

Historias vitales para mentes hambrientas. El prestigioso periodista y escritor británico Alex Renton nos habla de trece alimentos fundamentales como las especias, el aceite, el cacao, el pan y los tomates, mientras explora su rica historia y su evolución, y nos cuenta cómo nuestra hambre insaciable por cada uno de ellos sigue alterando el mundo. Gracias a este libro, verás la comida con otros ojos: como un arma, una forma de arte, una herramienta para la revolución, pero también como fuente de pura felicidad. Descubre un caleidoscopio de hechos y curiosidades fascinantes, incluidos los placeres olvidados de la manteca, el secreto de la patata frita perfecta y cómo el amor por la pimienta condujo a la piratería. Descubre las historias sorprendentes detrás de 13 alimentos cotidianos que han moldeado el mundo. Explora la conexión entre comida, política y economía, y cómo influyen en la sociedad. Una mirada crítica a la industria alimentaria y a sus implicaciones en nuestra salud y en la del planeta. Una historia ágil y amena de la alimentación desde los orígenes de cada producto hasta nuestros días.

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Título original inglés: 13 Foods that Shape our World.

© del texto: Alex Renton, 2022.

Primera edición publicada por BBC Books, un sello de Ebury. Ebury forma parte del grupo editorial Penguin Random House.

Este libro complementa el programa de radio The Food Programme, de BBC Radio 4.

© de la traducción: Beatriz Villena, 2024.

Diseño de la cubierta: Edward Bettison.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: marzo de 2024.

REF.: OBDO296

ISBN:978-84-1132-703-9

EL TALLER DEL LLIBRE • REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

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Todos los derechos reservados.

Nota a la edición española

13 alimentos que cambiaron el mundo, de Alex Renton, es el primer libro oficial de la serie de éxito sobre gastronomía de la BBC Radio 4, The Food Programme. Siguiendo la línea del programa, la obra ofrece un análisis crítico de la industria alimentaria y sus implicaciones en nuestra salud y en la salud del planeta. Renton es colaborador habitual del programa, y ha utilizado su conocimiento y experiencia para escribir un libro que es a la vez informativo y entretenido.

1

Aliméntame ahora y siempre

Pan

Al reimaginar el pan nuestro de cada día, Andrew Whitley está convencido de que es posible crear un sistema alimentario adecuado para el planeta y para todos nosotros.

DAN SALADINO sobre el veterano defensor del pan de verdad Andrew Whitley, enThe Food Programme (2021).

El pan es la civilización, un artefacto cuya fabricación requiere ciencia, agricultura, arte y, sobre todo, colaboración. Sus simples ingredientes —harina, levadura, sal, agua y calor— son elementos básicos de la vida humana y, excepto el agua, productos del conocimiento adquirido. A la mezcla también hay que añadir un elemento crucial más: tiempo, distribuido con esmero. La levadura necesita tiempo para crecer, la masa necesita tiempo para fermentar, y el pan necesita tiempo para hornearse y enfriarse.

Puede que el pan sea una de esas cosas que dominamos desde épocas más pretéritas. Al igual que otros animales, comemos semillas de las gramíneas desde tiempos inmemoriales. De hecho, los hallazgos arqueológicos demuestran que comenzamos a molerlas con piedras antes incluso de que empezáramos a domesticar animales para alimentarnos. Esta harina rudimentaria se usaba para preparar gachas. En la mezcla, prosperaban las bacterias que, al emitir dióxido de carbono, aportaban sabor y volumen a la masa.

Hasta donde sabemos en estos momentos, la primera vez que se comió pan fue en el desierto oriental de Jordania, cerca de su frontera con Irak, hace unos 14.400 años. En 2017, se encontraron restos de comida carbonizada en una chimenea de un yacimiento llamado Shubayqa 1. Al estudiarlo bajo el microscopio electrónico, descubrieron que eran restos de granos que, como Rob Penn escribió en su libro Low Rise, «se habían trillado, aventado, molido y, posiblemente, tamizado antes de mezclarlos con agua para formar una masa y cocinarlo [...]. Así nació el pan».

Ese supuso el comienzo de la relación humana con el pan como símbolo y alimento básico. Según la Biblia, el pan es el «pan de vida» y el «pan del cielo» que, en forma de maná, se envía desde los cielos para alimentar a los israelitas errantes. Pan y poder siempre han ido de la mano, por lo que, al igual que sucede con otros alimentos de este libro, encontrar una forma de procesar la energía de los alimentos para poder almacenarla, transportarla y comercializarla conformó la base de grandes civilizaciones.

El pan ha impedido que los pobres se subleven frente a los ricos. En la antigua Roma, la clase dominante distribuía grano gratis a la plebe. Como una vez dijo el satírico Juvenal, «pan y circo» es la receta para conseguir la paz en la ciudad. Desde entonces, subvencionar el pan y su ingrediente clave, la harina, ha sido necesario en muchas sociedades, con consecuencias nefastas para aquellas clases dominantes que osaran no hacerlo. «Pues que coman pasteles», se supone que respondió la reina francesa del siglo XVII María Antonieta cuando se le dijo que los pobres no podían permitirse comer pan. Los franceses de la época le cortaron la cabeza. (La palabra que utilizó en francés fue brioche, que se elabora con azúcar y huevos, lo que hacía que fuera más caro que el pan. Una broma muy cruel si es que de verdad lo dijo).

A lo largo de los siglos XVIII y XIX, los londinenses organizaron revueltas por el precio del pan en repetidas ocasiones y, como consecuencia, se llevaron a cabo reformas políticas. En la actualidad, el pan no ha perdido un ápice de su simbolismo y poder político, como demuestra el hecho de que, cuando los precios mundiales del trigo se dispararon después de 2008 y el coste del pan en algunos países aumentara un treinta por ciento o más, se produjeron protestas populares por todo el norte de África y Oriente Medio conocidas como la «Primavera Árabe». Cuando los manifestantes se apoderaron de las calles de El Cairo en 2011, uno de sus cánticos era aish, horreya, adala egtema’eya, es decir: «pan, libertad y justicia social». Acabaron provocando la caída del Gobierno.

La búsqueda de cereales para el pan ha acabado con bosques y ha remodelado paisajes, desde las praderas de Estados Unidos hasta los grandes pastizales de Rusia; pero, a pesar de todo el daño causado, nos procuran algunos de los mayores —y más alegres— productos del ingenio humano. Focaccia, jalá, baguette, pita, pretzel, pan de masa madre, arepa, lavash, bagel, chapata, njera, simit, pumpernickel, brioche, panecillos, etcétera. (No hemos incluido el chapati, las tortillas, los scones ni otros panes que no tienen levadura porque, por lo general, se entiende que el pan se hace con levadura).

Desde el comienzo de la civilización, el siglo XX ha sido el primero en el que la mayoría de nosotros no nos hemos dedicado a cultivar y cosechar cereales para luego trillarlos, molerlos y hornearlos hasta convertirlos en pan.

ROBERT PENN, en Slow Rise (2021).

El pan es unión. La compañía, un compañero, palabra de origen latino, es alguien con quien compartes el pan. Los antiguos griegos llamaban a los egipcios «comedores de pan» y, en egipcio moderno, la palabra que se usa para pan es aish, que también significa «vida». Parece justo suponer que, desde que los humanos horneamos pan por primera vez, ha sido una metáfora y un símbolo de comodidad, dinero, asociación y comunidad.

Sin embargo, en el siglo XX, el pan cambió radicalmente porque el tiempo, ese sexto ingrediente esencial, se volvió más caro. Empezamos a considerar las horas dedicadas a elaborar pan una pérdida de tiempo, una tarea rutinaria. Inventamos cada vez más procesos para evitar el proceso natural y hacer que el pan fuera más rentable. Eso hizo que el pan se pudiera elaborar más deprisa, a gran escala y para que durara más tiempo. Pero el resultado fue que perdimos nuestra conexión con los ingredientes, con esos ritmos pausados y rituales necesarios para conseguir una buena hogaza.

Ahora el pan es mejor, pero solo para aquellos que pueden permitírselo. Por ejemplo, en Edimburgo, en 2021, había una docena o más de panaderos artesanales a pequeña escala por toda la ciudad. Mi familia recibe, una vez a la semana y en la puerta de nuestra casa, un pan de masa madre ecológico elaborado por la Company Bakery de la ciudad, pero su precio triplica el de una barra de pan de trigo integral del supermercado, lo que hace que esté fuera del alcance de muchos.

EL MAL PAN

«¿Por qué los ricos de tantos países comen un pan tan malo?», se pregunta la historiadora Bee Wilson en su polémica historia, Cómo comemos (2019). En su opinión, los pobres tienen menos opciones a este respecto. Está claro que, en el Reino Unido, la barra común empezó a deteriorarse hace ya casi dos siglos. A medida que el país se fue industrializando, los atareados trabajadores urbanitas miraron a otros para que se encargaran de elaborar sus alimentos básicos e, incluso, algunas viviendas para trabajadores empezaron a construirse sin cocina. Y este alejamiento de la comida casera dio cabida al fraude. En las ciudades de la década de 1850, los panaderos solían añadir alumbre, que es tóxico, junto con huesos molidos y tiza, para aumentar el volumen de la harina y blanquear el pan. Por aquella época, ya se menospreciaba el pan integral por considerarlo un alimento para los campesinos. Sorprendentemente, no se produjeron demasiadas protestas. Bee Wilson escribe en su crónica del fraude, Swindled, que «una importante corriente de opinión consideraba que un poco de adulteración inofensiva era defendible como buena para el comercio». «Comprador, tenga cuidado» se convirtió en una norma justa y los políticos se resistieron a legislar al respecto.

En Francia, por el contrario, existen estrictas normas en cuanto al contenido y a la elaboración del pan desde los tiempos de la Revolución francesa. En 1793, el nuevo Gobierno de la República declaró: «Se acabó un pan blanco para los ricos y un pan de salvado para los pobres. Todos los panaderos estarán obligados, bajo pena de prisión, a elaborar un único tipo de pan: el pan de la igualdad». Esto, junto con las estrictas normas posteriores, introducidas durante el siglo XIX, garantizó una reputación nacional de excelente pan que, a pesar de que en Francia también hay panes elaborados en fábricas, perdura hasta hoy.

La primera vez que el Gobierno británico intervino para regular la alimentación fue en 1860, cuando aprobó una ley contra la adulteración. Pero, para entonces, el pan (un alimento clave para buena parte de la sociedad de la época) ya estaba produciendo un daño activo, principalmente porque se elaboraba con harina blanqueada y, por lo tanto, carecía de casi todos los nutrientes y vitaminas que proporciona el grano. En 1910, una consternada observadora de la clase trabajadora del sur de Londres, la socialista y sufragista Maud Pember-Reeves, informó sobre el hecho de que los niños que inspeccionó básicamente se alimentaban de pan blanco.

BLANCO Y RÁPIDO

No se sabe con certeza cuándo empezaron los británicos a elegir la harina blanca y blanqueada por encima del resto de las opciones. El motivo quizá sea el mismo por el que los asiáticos comen arroz blanco: porque el grano integral, menos molido, es un estigma de pobreza. En la edición de 1890 del gran éxito de Isabella Beeton, Every Day Cookery, se incluye una receta para un «buen pan casero» que no especifica un tipo concreto de harina, porque asume que su audiencia va a utilizar harina blanca. Tampoco lo hacía Charles Elmé Francatelli, chef personal de la reina Victoria, en su superventas A Plain Cookery Book for the Working Classes, publicado en 1852. Pero su receta sobre «cómo elaborar tu propio pan» parece escrita para personas que no suelen hacerlo.

Es comprensible, porque calentar un horno a 200 °C para preparar pan supone un gran gasto en combustible. Comprar pan en la panadería, aunque sea con un toque de alumbre, de polvo de hueso y de lejía, era una opción mejor para los urbanitas.

Bocadillo de tostada, la comida más barata de todos los tiempos

Esta receta es del superventas de Isabella Beeton, Mrs Beeton’s Book of Household Management, publicado por primera vez en 1861. «Coloca una fina tostada fría entre dos finas rebanadas de pan con mantequilla hasta formar un bocadillo y salpimenta», escribió. La Royal Society of Chemistry estudió varias recetas británicas frugales y declaró que este era el almuerzo más barato jamás publicado: un refrigerio de 330 calorías que, en estos momentos, solo cuesta unos 7,5 peniques (86 céntimos de euro) por ración.

Para muchas mujeres, verse liberadas de la ancestral tarea de hornear pan era una auténtica bendición. La señora Beeton elogiaba al doctor Dauglish y su nueva técnica para el «pan aireado», elaborado con máquinas en fábricas, bombeando dióxido de carbono a la masa. Tenía la esperanza de que este, junto a otros cambios industriales, «redujera la carga laboral de amas de casa y panaderos profesionales».

El combustible es más barato hoy en día, pero elaborar pan en casa sigue siendo caro de otra forma. Sarah Bridle calcula en su Food and Climate Change (2021) que hornear una hogaza de pan casero resulta diez veces más caro, en términos de emisiones de gases que afectan al clima, que comprar una barra en la tienda. Todo este coste se deriva de la acción de calentar el horno.

PAN PARA UN MEJOR BRITÁNICO

Los informes de Maud Pember-Reeves sobre una vida alimentada con pan entre la clase trabajadora de Lambeth captaron la atención de la audiencia. Un año después, el Daily Mail (por aquel entonces, uno de los periódicos más poderosos del Reino Unido) lanzó una campaña por un «pan estándar». Fue apoyada por el médico personal del rey Jorge V y un famoso parlamentario, sir Oswald Mosley (el padre del futuro líder fascista británico).

El periódico afirmó que, dado que el pan, casi siempre blanco, suponía un cuarenta por ciento de la dieta de los pobres, era bastante probable que fuera el responsable de su «degeneración» y del «declive del físico nacional». Este último asunto era un tema controvertido. La mala dieta parecía estar encogiendo a la población. El ejército británico había tenido que reducir la altura mínima en sus reclutamientos, pasando de un metro ochenta o un metro y medio en 1902. Casi la mitad de aquellos que cumplían ese requisito eran rechazados por su mala salud o por el estado de su dentadura. El Mail le dio mucha importancia a este hecho.

Según este periódico, se tenía que hacer algo para recuperar «el pan color crema y expulsar al usurpador blanco pastoso», para luego añadir que «el delicioso y viejo pan casero y de pueblo hizo famosos los huesos y los tendones de los hombres y la belleza de las mujeres inglesas antes de que comenzara la moda del pan blanco con almidón». Se ofreció un premio de 600 libras (unas 55.000 libras actuales, es decir, unos 63.000 euros) a la mejor receta.

Necesitaríamos más de una década para empezar a comprender mejor el funcionamiento de las vitaminas, hasta que dimos los primeros pasos hacia la ciencia moderna de la nutrición, pero el Mail sí había puesto el dedo en la llaga. Estaba claro que el pan blanco, que por aquella época estaba en todas partes, había contribuido a la deficiencia nacional de vitamina B al desechar el germen del trigo en el proceso de molienda, y a que el raquitismo y otras enfermedades relacionadas abundaran entre los más pobres de la Gran Bretaña eduardiana. El blanqueo no regulado de la harina con cloro también habría añadido toxinas al pan nuestro de cada día.

A finales de 1911, el periódico por fin pudo cantar victoria: se había conseguido «un cambio en la alimentación del país». El periódico exclamaba que cientos de familias estaban comiendo el «pan estándar» del Mail, elaborado con harina sin adulterar y con un mínimo de un ochenta por ciento de germen de trigo. Se sabía que se entregaba una barra diaria al palacio de Buckingham. Pero lord Northcliffe, propietario del Mail, no fue capaz de persuadir al Gobierno para que legislara al respecto. Algunos de sus detractores afirmaron que solo había iniciado la campaña para demostrar lo poderoso que era su periódico.

Durante la Segunda Guerra Mundial, el pan blanco se prohibió en el Reino Unido, en parte por los mismos motivos relacionados con la salud (pero, esta vez, sin decir nada sobre la degeneración). Un país sometido a racionamiento y al borde de la hambruna no podía permitirse el lujo de desperdiciar las enormes bondades de la harina que importaba desde el otro lado del Atlántico. En América, se aprobó la misma norma en 1943 y se añadió la prohibición del pan de molde porque se agotaba más deprisa, pero el público se rebeló y el pan precortado, comprado por el ochenta por ciento de la población desde que se introdujo en la década de 1930, volvió a las estanterías.

En 1947, cuando se permitió de nuevo el pan blanco en Gran Bretaña, los nutricionistas del Gobierno lo lamentaron. Llegados a este punto, la población del país (sobre todo, los niños) estaba mucho más sana en casi todos los aspectos de lo que lo había estado en 1939, y un mejor pan era parte del motivo. El pan blanco volvió a imponerse a pesar de que, en la década de 1940, algunas recetas indicaban, de vez en cuando, que se podía utilizar harina «de trigo» (integral), en lugar de la blanca. Pero ¿quién hacía su propio pan en la Gran Bretaña de la posguerra? Personas consideradas bichos raros: vegetarianos, antimodernistas y gente con mucho tiempo libre.

Es un pan agradable a la vista [...]. Le conviene al ama de casa que no tiene energía y, en muchos casos, ni siquiera un cuchillo para cortarlo.

Panadero de la década de 1950 al contemplar una barra de pan precortada producida en masa, en el archivo de la BBC.

Sin embargo, también hubo cierta resistencia. En 1954, Doris Grant publicó Dear Housewives y, a pesar de su humilde (y anticuado) título, fue un poderoso tratado para mejorar la alimentación de las familias. Ya era famosa por su defensa de la primera dieta equilibrada, el Hay System, por su campaña contra las voraces empresas alimentarias y por un delicioso pan integral para hacer en casa: el Grant Loaf.

El pan en la década de 1970

Mi hermano y yo comemos pan Mother’s Pride o Sunblest. De vez en cuando, nos comemos el bollo de una tacada [...]. Durante algún tiempo, me sentí cautivado por el famoso anuncio de Ridley Scott de 1973 para Hovis en el que aparecía un repartidor de pan empujando una bicicleta por un camino adoquinado al ritmo de la sinfonía Del Nuevo Mundo de Dvořák, pero nunca probé el pan integral que anunciaba. O era blanco (lo suficientemente blanco como para cegarte) y sin el más mínimo nutriente o no era nada: tostadas de pan blanco con miel para desayunar; pan blanco para mojar en el guiso de hígado y tocino en el almuerzo; y tostadas de pan blanco con Marmite y judías en salsa de tomate frente a Grange Hill a la hora del té.

ROBERT PENN, en Slow Rise (2021).

«Recuerdo la sensación que provocó cuando se publicó justo después de la guerra —escribió Jane Grigson, una de las activistas de la siguiente generación en favor de la comida real, en 1974—. Era algo real y solo se necesitaba unos minutos para su elaboración porque no era necesario amasarlo». El libro de Grant de 1954 se opuso al «veneno de Baker», con su «brebaje de bruja» a base de aditivos, su falta de vitaminas, su corta caducidad y su insipidez. Observó que, si ponía en la cornisa de su ventana migas de su pan casero junto con otras procedentes de una barra de pan blanco comprada, los pájaros cogían primero los de su pan integral, y que su labrador no tocaba el pan blanco.

Sin embargo, mientras Doris Grant escribía, al sector panadero se le estaba ocurriendo la idea más eficiente hasta el momento. El proceso de horneado de Chorleywood (o CBP por sus siglas en inglés), ideado por científicos de un instituto de investigación de la industria del pan de las afueras de Londres, pronto produciría la mayor parte del pan de Gran Bretaña y de muchos otros países.

En cierto modo, este proceso sigue siendo responsable del noventa por ciento del pan que comemos hoy en día. El mezclado y horneado a alta velocidad y la harina de trigo baja en proteínas se ven reforzados por una amplia gama de coadyuvantes, «mejoradores de levadura», conservantes, emulsionantes y otros productos químicos, a los que a menudo también se les añaden grandes cantidades de sal y azúcar. Tras su lanzamiento en 1961, se empezó a producir el pan más suave y ligero que se había visto nunca, de forma rápida, constante y barata. No solo redujo el precio de la barra; sino que, además, duraba más tiempo. Esto ayudó a aumentar la cantidad de mujeres que se incorporaron al mercado laboral, ya que no tenían que hacer la compra a diario.

Aditivos y mejoradores que se pueden encontrar en una barra estándar de supermercado

Grasas endurecidas, harina de soja, ácido acético, gluten en polvo, agente reductor (l-cisteína hidroclorhídrica), agente para el tratamiento de la harina (ácido ascórbico), emulsionantes (mono y diglicéridos de ácidos grasos, estearoil-2-lactilato de sodio, monoestearato de glicerilo, lecitinas y otros), agentes blanqueantes, conservantes (propionato de sodio) y enzimas.

Para algunos, resulta mucho más atractivo, sobre todo por no tener corteza; pero, para otros, no es más que una bola de algodón blanda, húmeda y sin sabor. «Cuando un molusco de pasta gomosa se te pega al paladar como una lapa a una roca [...], sabes que estás comiendo pan CBP», escribe Robert Penn en Slow Rise. Elizabeth David, defensora de la comida real de mediados del siglo XX, afirmó que «puede que el pan industrial sea un triunfo tecnológico, pero no sabe a nada. ¿De verdad se puede considerar pan?». La equivalente americana de Elizabeth David, la chef televisiva y escritora Julia Child, preguntó una vez: «¿Cómo un país se puede considerar grande cuando su pan sabe a Kleenex?».

El sector de la panadería ha luchado mucho y con éxito para que no se les obligue a incluir muchos de los aditivos que usa en la lista de ingredientes del paquete. Su argumento es que, dado que estos «coadyuvantes» y «mejoradores de la levadura» solo ayudan a que la masa suba y se pierden durante el horneado, en realidad, no están presentes en el pan acabado. Pero el hecho es que sí afectan al pan de muchas formas diferentes y, como se ha demostrado, también influyen en nuestros cuerpos.

Lo que preocupaba a Doris Grant en 1954 en cuanto a los efectos del pan industrial en nuestra salud como resultado de sus observaciones en los albores de la ciencia de la nutrición sigue siendo más o menos lo mismo que nos preocupa a muchos de nosotros ahora. Las deficiencias de vitaminas del complejo B y de vitamina E siguen siendo una preocupación; el raquitismo no ha desaparecido del Reino Unido, ni siquiera entre las familias más pudientes, y la falta de calcio puede estar relacionada con los problemas dentales de los más pobres. Ya por aquel entonces, Grant calificaba al azúcar como el «enemigo público número dos». En la actualidad, el pan de supermercado puede contener hasta tres gramos de azúcar por rebanada.

Los residuos dejados por el blanqueamiento de la harina es un problema algo menor, pero sigue siendo un proceso presente. Si la harina blanca no está etiquetada como «no blanqueada», se ha acelerado químicamente su envejecimiento para blanquearla, un proceso que se produce de forma natural, pero que requiere su tiempo.

Sin embargo, quizá lo más significativo de todo es que Grant señaló un asunto que afecta a casi todos los que pensamos en el pan y lo comemos: el pan integral, con su fibra, hace que nuestro intestino funcione mejor. «La vitamina B fortalece el colon», opinaba como persona que solía padecer estreñimiento. Tenía razón y, además, permite reducir el riesgo de cáncer de colon y de intestinos, otra enfermedad cuyo aumento en estos últimos años todavía no se ha explicado, aunque se ha sugerido que los aditivos y la falta de fibra en los alimentos altamente procesados, como el pan CBP, podrían estar entre las causas. Para ser justos, el sector panadero ha reaccionado a las críticas por un uso excesivo de aditivos. «En estos momentos, el pan británico tiene el menor contenido de sal de Europa», dice Gordon Polson, presidente de la Federation of Bakers. El azúcar añadido (hay algo de azúcar de forma natural) del pan común también parece estar reduciéndose, pero no se han hecho investigaciones en todas las marcas que corrobore esto.

De igual forma, un siglo después de que lord Northcliffe demostrara el músculo del Daily Mail con su «pan estándar», el cofundador de la Real Bread Campaign ha llegado a afirmar que el pan puede que sea incluso peor de lo que lo era por aquel entonces. «Creo que lord Northcliffe se revolvería en su tumba si pudiera ver el estado del pan industrial actual [...]. Queremos que el Gobierno le dé el mismo tipo de protección que a la mantequilla, de manera que si alguien quisiera seguir poniendo tantos aditivos en la mezcla tuviera que llamarlo de otra forma».

Y LA MASA SIGUE SUBIENDO

El Grant Loaf era mucho más sano que el pan blanco estándar y tenía mucho más sabor. Era fácil de elaborar porque seguía utilizando el principal ingrediente moderno: una cucharadita de levadura «viva» instantánea (7 gramos para 450 gramos de harina). Doris Grant dejó su proceso de fermentación y subida en unos veinte o treinta minutos, en vez de entre una y tres horas para un pan amasado, o doce horas o más para una masa madre tradicional. Pero los artesanos del «pan real» se negarían a utilizar un activador de la levadura que no hubieran cultivado y alimentado ellos mismos.

La levadura reacciona con la harina y con el agua de la masa, produciendo bacilos lácticos (que contribuyen a que el pan sea más sabroso y digerible) y, sobre todo, dióxido de carbono. Estas burbujas ayudan a que la masa suba y estiran el gluten.

Cuando se hace al estilo tradicional, no es para nada un proceso rápido. Desde la primera vez que se alimenta al activador hasta que se puede sacar la barra del horno, pueden pasar veinticuatro horas. El pan de masa madre, probablemente el primero que hicieron nuestros ancestros del Neolítico, se puede dejar reposar durante cuatro horas o más y luego, otra vez, durante toda la noche en el frigorífico. No sorprende que, desde el siglo XIX, los panaderos comerciales hayan buscado atajos.

Hace mucho tiempo que la levadura ya preparada está disponible en las cerveceras. En su estado natural, es una especie de pasta burbujeante y claramente viva, pero no es estable. A finales del siglo XIX, los fabricantes empezaron a extraer la humedad de los cultivos de levadura para producir bloques que se pudieran conservar y comercializar. Eso dio lugar a una levadura instantánea y de «rápido crecimiento», que no necesitaba rehidratación y que producía mucho más dióxido de carbono. El pan estándar que utiliza el proceso Chorleywood y levadura con enzimas se puede elaborar en una hora. En la actualidad, las barras CBP se suelen congelar una vez que han subido y se envían a los supermercados para que se horneen in situ y así atraer a los clientes con ese olor a pan recién hecho.

Sin embargo, en su revolucionario libro Bread Matters(2006), un cri du cœur para los activistas y un gran manual para panificadores, Andrew Whitley sostiene que el pan elaborado despacio tiene mucho mejor sabor y textura, además de contener una gran cantidad de nutrientes, como resultado de la fermentación natural. Algunas recetas rápidas para máquinas de hacer pan casero indican que se necesitan 15 gramos de levadura instantánea por cada 400 gramos de harina (más del doble que en la receta del Grant Loaf). Sin embargo, la levadura sin digerir provoca una amplia gama de problemas en los intestinos humanos.

Comemos mucho menos pan de lo que solíamos hacerlo. Nuestro consumo se ha reducido un cincuenta por ciento desde la década de 1950 y, según la Federation of Bakers, sigue disminuyendo. En la Gran Bretaña actual, comemos unas cuarenta y tres barras o, dicho de otra forma, 30 kilos de pan por persona al año cuando, hace un siglo, eran 150 kilos. El setenta y cinco por ciento del pan que se vende es blanco. Son muchos los motivos que explican esto como, por ejemplo, el aumento de otros carbohidratos. Las familias británicas solían tener una barra de pan en la mesa en casi todas las comidas, mientras que ahora recurrimos al arroz y a la pasta. Pero esto no ha venido acompañado de ningún cambio radical en nuestra dieta para remplazar a los elementos beneficiosos presentes en el pan real. El consumo de frutas y verduras ha aumentado, pero no en la cantidad necesaria para compensar esa falta de vitaminas y fibra. Gordon Polson, de la Federation of Bakers, señala que, aunque los británicos comemos, principalmente, pan blanco, sigue siendo responsable del diecisiete por ciento de la fibra de la dieta de una persona media.

La creciente conciencia de la importancia de la fibra en nuestra dieta ha impulsado el desarrollo de productos como panes 50/50, elaborados parcialmente con harina integral, panes más oscuros decorados con cereales integrales e, incluso, panes que se hacen pasar por masa madre, pero que, en realidad, están fabricados con levadura añadida. En 2007, en una conversación con un representante del sector panadero, Sheila Dillon sugirió que, si «un marciano bajara aquí, diría: “¿Por qué no hacéis variaciones del pan integral?”». Su respuesta fue que tanto a él como al resto del país le gustaba el pan blanco.

Aunque durante el confinamiento de 2020, y después en 2021, muchos británicos empezaron a elaborar su propio pan; según Gordon Polson, si analizamos el mercado, el pan blanco sigue siendo tan popular como siempre. Buena parte del pan artesanal que las familias compran a modo de capricho sigue estando elaborado con harina blanca. Muchos lo prefieren en tostada y otros como sándwich de beicon. El pan blanco moderno, que la mayoría de nosotros compramos, podría considerarse un vehículo para otros sabores, no un alimento de pleno derecho.

LA FOBIA AL GLUTEN

A principios de la década del 2000, las protestas del movimiento por el pan real iban ganando terreno entre el público británico; y los panaderos, tanto tradicionales como a gran escala, lo estaban percibiendo. Pero, entonces, surgió una nueva preocupación, con todas las sospechas ahora puestas en la proteína clave de la harina del pan: el gluten. Como suele suceder con las modas sobre salud y estilo de vida, la base científica que pudiera justificar un cambio drástico en la dieta por motivos de «intolerancia al gluten» dejaba bastante que desear. De hecho, algunos investigadores han llegado a la conclusión de que no se debería animar a la gente a evitar el gluten a menos que sufran de celiaquía porque su dieta podría deteriorarse.[1]

Sin embargo, debido a la influencia de algunos escritores sobre salud y, luego, de las estrellas de las redes sociales, el «sin gluten» se ha convertido en la mayor moda desde la tendencia anterior: el «bajo en carbohidratos». En 2013, una encuesta señaló que el veintinueve por ciento de los estadounidenses estaba intentando reducir su consumo de gluten o evitarlo por completo.[2] Y lo mismo se podía ver en Europa. Según una investigación de mercado realizada por Mintel en 2018, el quince por ciento de los hogares británicos evitaba el gluten y el trigo. Esta moda fue objeto de bromas. Por ejemplo, en la serie de animación South Park, toda la ciudad dejaba de consumir gluten al creer que provocaría que se les cayera el pene.

En 2018, ya había productos «sin gluten» disponibles en la mayoría de los supermercados. Se ha convertido en una línea importante dentro de lo que el marketing denomina el sector «sin» y «mejor para la salud», una de las áreas más lucrativas para los nuevos productos de alimentación. Según un informe de 2020 de la organización benéfica Coeliac UK, el mercado de los productos sin gluten en el Reino Unido ha pasado de los 93 millones de libras en 2009 a una facturación estimada de 394 millones de libras en 2018. La etiqueta empezó a aparecer en docenas de productos, desde cervezas —que contienen gluten— hasta chocolates o patatas fritas, que no tienen gluten de forma natural. Esta nueva obsesión no era una buena noticia para los panaderos artesanales, que habían empezado a pensar que habían ganado la batalla para devolver al pan real el lugar que se merece.

La demonización de una sustancia clave para uno de los elementos básicos más antiguos de la humanidad nunca ha tenido demasiado sentido. Lo cierto es que la demanda de un pan moderno de procesado rápido nos ha llevado a desarrollar variedades de trigo con un mayor contenido de gluten. El sector también ha estado extrayendo el gluten del trigo y añadiéndolo al pan de procesamiento rápido para darle algo de textura. Pero el pan elaborado acorde a la tradición, con harina tradicional, tiene el mismo contenido de gluten que siempre ha tenido.

Como resultado, ha crecido el interés en redescubrir algunas de las antiguas variedades de semillas y plantas utilizadas para la harina. The Food Programme ha destacado el papel de organizaciones como The Grain Lab, que se reúne todos los años con agricultores, molineros y panaderos para explorar las variedades y técnicas tradicionales. La panadera y escritora Victoria Kimbell anima a todos aquellos que elaboran su propio pan en casa a sustituir ese veinte por ciento de harina común por trigos tradicionales como la espelta, el trigo túrgido, la escanda y el trigo de Jorasán.

El pan, la pasta y la pizza sin gluten no son fáciles de hacer. Solo es posible reproducir esa esponjosidad que aporta el gluten del grano mediante el uso de una serie de sustancias químicas y grasas, un proceso complejo y caro. Pero los consumidores estaban dispuestos a pagar mucho más. Cuando se escribió este libro, una barra de pan blanco sin gluten en Tesco costaba 1,80 libras frente a los cincuenta y nueve peniques de la barra de pan blanco normal de su marca.

Según Gordon Polson, de la Federation of Bakers, el pan es caro porque, en parte, ha sido necesario desarrollar una nueva tecnología para poder elaborarlo. «En el sentido estricto de la palabra, no se trata de pan. De hecho, producir algo que quisiera el consumidor suponía un enorme reto técnico y requería una enorme inversión». Además, si se elimina un elemento clave de la ingeniería del pan, es bastante probable que se añada más sal, grasa y azúcar para que el pan sin gluten funcione. Andrew Whitley, que sí ofrece recetas para elaborar pan sin gluten, advierte de que «el gluten del pan es único. Solo se puede imitar utilizando aditivos extraños que no son alimentos».

La tendencia de los productos sin gluten sigue en la actualidad. Desde luego, es toda una ventaja para ese uno por ciento de la población que sí padece de celiaquía, porque ahora tiene una gama más amplia de productos y se comprende mejor su enfermedad. Pero todavía nadie ha sido capaz de explicar qué ha provocado el indudable aumento de celiacos o de personas con problemas de colon irritable, asma y otros síntomas que, según se les ha asegurado, se deben a su sensibilidad al gluten.

La ciencia, como suele ocurrir en el caso de la alimentación y de la salud cuando hay grandes cantidades de dinero de por medio, parece incapaz de llegar a un consenso. Pero son cada vez más los estudios que demuestran que los vínculos entre estos trastornos y el uso tradicional del gluten en los alimentos son poco convincentes y sugieren que muchos problemas pueden tener diferentes orígenes dietéticos. Existen evidencias de que la gente que cree que tiene problemas con el gluten reacciona bien si cambia a un pan menos procesado y de elaboración lenta, sobre todo al pan de masa madre.[3] Y también puede ser que los problemas del intestino moderno se deban, como dijo Doris Grant hace tantos años, a las deficiencias y los aditivos artificiales del pan industrial.

¿LA EDAD DORADA DEL PAN?

Nathan Myhrvold, exmillonario de Microsoft que ha gastado buena parte de su fortuna invirtiendo en procesos de cocina en un laboratorio, ha publicado un informe de cinco volúmenes de gran formato y a todo color con sus reflexiones sobre cómo hornear pan. (Como parte de su investigación, él mismo y sus sesenta chefs-investigadores elaboraron 36.000 barras de pan). Modernist Bread está dirigido a una audiencia muy selecta, ya que el libro cuesta 400 libras.

En teoría, Myhrvold, nieto de un agricultor de Minnesota, debería ser una persona con un gran respeto por la tradición pero, sin embargo, considera que la sabiduría popular no es más que un mito. En 2018, en un episodio de The Food Programme, Myhrvold debatió con Dan Saladino sobre cómo había empezado el movimiento del pan real en la década de 1970, en Francia, de mano de «un puñado de hippies del norte de California».

En su opinión, «se limitaron a estudiar la historia del pan. Se dijeron que lo habíamos estado arruinando con todo esto de los supermercados, así que bastaba con volver al pasado para conseguir un buen pan. Con el tiempo, la gente cada vez se iba remontando más al pasado. La forma de imponerse a sus competidores era decir: “¿Utilizas un horno de gas? Pues yo lo uso de leña”. Entonces, el tipo diría: “¿Tú compras la harina? ¡Pues yo hago la mía propia!”. Se puede sacar algo bueno de todo eso, pero ¿luego qué? ¿Herramientas de piedra? ¿En qué punto estás elaborando de verdad un pan mejor?».

La edad dorada del pan no fue en el pasado, sino ahora, insistía Myhrvold. La vuelta a los principios básicos se consigue a través de las objeciones de consumidores y de panaderos al pan industrializado, pero eso no significa que tengamos que rechazar todo descubrimiento moderno o tecnológico. Desde su punto de vista, aquellos que preparan su propio pan artesanal son bastante altivos en cuanto al «pan sin amasar», que ha existido como un método para ahorrar tiempo desde la década de 1940; de hecho, como ya hemos visto, Doris Grant se jactaba de lo poco que se necesitaba para amasar su pan.

«Amasar es un fraude —decía Myhrvold—. No hace lo que promete. Se puede hacer un gran pan sin amasar». Con la levadura adecuada, dejando tiempo para que el agua y la harina se «autolisen», y con la propia acción de la fermentación durante ocho horas, la masa se estira todo lo necesario. Añadir una o dos gotas de zumo de alguna fruta ácida también ayuda.

El laboratorio de Myhrvold ha realizado otros descubrimientos importantes. Uno ha sido una forma natural de combatir el problema de la sequedad y la pesadez de los panes integrales. Para solucionarlo, basta con empezar el pan con harina más blanca y, luego, añadir salvado y germen de trigo una vez que el gluten haya comenzado a estirarse. También da instrucciones precisas para un problema al que se enfrentan todos los que hacen su propio pan: qué hacer cuando la masa fermenta demasiado y se desinfla. Según parece, esto se debe a que el gluten se ha estirado demasiado por culpa de un exceso de dióxido de carbono de la fermentación, lo que debilita toda la estructura.

«La sabiduría popular sostiene que las masas que han fermentado demasiado quedan irreversiblemente dañadas y se deben tirar —escribe Myhrvold—. Nuestros experimentos han demostrado justo lo contrario. De hecho, hemos sido capaces de resucitar la misma porción de masa hasta diez veces antes de que sufriera una reducción grave de su calidad». La respuesta es simple: aplasta la masa bien, dale forma y vuelve a iniciar el proceso de fermentación. También advierte de que este proceso no funciona para el pan de masa madre, donde la estructura del gluten es más correosa y los niveles de ácido son altos, a menos que percibas el problema al principio de la fermentación.

Después de mucho probar y experimentar —«he engordado siete kilos», reconoció Myhrvold entre risas—, ¿qué pan escogería? El hombre que, probablemente, ha probado más panes que nadie más sobre la faz de la Tierra escoge un pan inventado por su colaborador, el pastelero Francisco Migoya: un pan de masa madre de chocolate y cerezas. «No es un pan dulce, pero el chocolate negro y, luego, esas cerezas... ¡Madre mía! Me faltan las palabras». La receta está en el sitio web de Modernist Cuisine.

LAS PRESIONES DEL SIGLO XXI

En términos de emisiones de gases que pudieran contribuir al cambio climático, el mayor impacto en la mayoría de los hogares procede del uso del horno. Si se usa con regularidad, puede ser responsable del treinta por ciento de las emisiones de un hogar medio, a mucha distancia de calentar agua.[4] Existen formas de mitigar una parte de su impacto: utilizar el ventilador para reducir la temperatura de horneado y limitar el tiempo de precalentamiento, para empezar.

Sin embargo, es una verdad ineludible que el pan horneado en masa para su comercialización es mucho más eficiente que miles de personas encendiendo su horno a 240 °C para preparar su propio pan. Si compartiéramos el horno con nuestros vecinos, como solían hacer las comunidades antes, las cifras serían mucho mejores. La otra opción sería comprar el pan a esa nueva generación de panaderos artesanales que, con el apoyo de organizaciones como la Real Bread Campaign, han hecho mucho para que aquellos que puedan permitírselo consuman un pan adecuado. Evidentemente, esta opción es la más cara —una barra de masa madre de un panadero local suele rondar las cuatro libras o más— y no está disponible para todo el mundo.

Durante este siglo, los cereales que utilizamos para elaborar pan y la gente que los cultiva se enfrentan cada vez a mayores retos debido al cambio de los patrones meteorológicos. El trigo supone el veinte por ciento de la nutrición humana; el noventa y cinco por ciento de las tres cuartas partes de los mil millones de toneladas que se cultivan al año para uso alimentario en todo el mundo se utiliza para elaborar pan. Gran Bretaña importa hasta el veinte por ciento del trigo que consume al año. Dependemos bastante de los cultivos canadienses para fabricar nuestro pan porque se considera «más fuerte», es decir, con un mayor contenido de proteínas, el gluten que le da estructura al pan. Dado que produce un trigo de alta calidad, Canadá acude al rescate cuando las cosechas británicas son decepcionantes. Pero, a medida que el cambio climático va alterando los patrones de cultivo y las cosechas de las grandes llanuras de América del Norte, esta relación centenaria ya no está tan garantizada.

La escasez de trigo suele provocar crisis en los países más pobres y sería poco prudente por nuestra parte pensar que somos inmunes. Después de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña y otros países del norte de Europa rozamos la hambruna debido a las malas cosechas, cuando Estados Unidos, que enviaba trigo para ayudarnos, tuvo que lanzar una campaña pública para pedir a los consumidores estadounidenses que dejaran de comer pan en un quince por ciento. Una mala cosecha en los grandes países productores de trigo sigue afectando a las reservas y a los precios mundiales. Pero ahora el precio del trigo también está controlado por los mercados y por grandes multinacionales dominantes centradas en los beneficios, y no por los Gobiernos. Es posible que estemos más expuestos a las inclemencias del clima de lo que lo hemos estado nunca.

¿Cómo nos irá en las próximas décadas? Cultivar los cereales que necesitamos para elaborar pan en el Reino Unido genera unos dos millones de toneladas de gases de efecto invernadero al año. Suena realmente aterrador, pero beberse un vaso de leche (que, si es de origen europeo, produce 250 gramos de dióxido de carbono y otros gases[5]) casi multiplica por diez las emisiones generadas por la ingesta de dos rebanadas de pan. En la actualidad, destinamos el veinte por ciento de los cultivos mundiales de cereales a la alimentación de los animales de granja, algo que tendrá que cambiar a medida que la creciente población mundial vaya ejerciendo más presión sobre la producción mundial de alimentos.

Si las personas que pueden permitírselo aceptaran que vale la pena pagar más por el pan, como por muchos otros alimentos básicos, se comenzarían a abordar los problemas ambientales asociados al cultivo de trigo, como el uso masivo de fertilizantes sobre la base de combustibles fósiles, entre otros. Como muchos de los alimentos básicos que aparecen en este libro, el pan es más barato en términos reales de lo que lo ha sido en la mayor parte de la historia moderna. En 1931, una barra de pan blanco estándar de 4 libras (1,8 kilos) costaba siete peniques en el Reino Unido, el equivalente a 5,58 libras si lo comparamos con el sueldo medio actual. En 2021, una barra de pan blanco estándar de 800 gramos costaba 1,19 libras en Tesco.

En declaraciones a The Food Programme, Nathan Myhrvold citó un estudio del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos sobre los costes y beneficios de una barra de pan: «El agricultor recibe cinco centavos, la porción más pequeña del pastel. La bolsa de plástico cuesta tanto como el grano del que está hecha. La publicidad cuesta más que el grano. El transporte, aún más [...]. Los consumidores somos responsables, en parte, de todo esto. No estamos dispuestos a pagar más por ella, como sí hacemos con el café, el vino o el chocolate [...]». Al igual que muchos otros panaderos, considera que las sociedades tienen el pan que se merecen.

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La piedra angular

Sal

El título de este libro busca contrarrestar la demonización que la sal sufre en estos momentos. Todos los que cocinamos y comemos sabemos que la sal es esencial. Quizá no tengas mucho, pero, si no tienes sal, corres el riesgo de caer en la insipidez. Y la insipidez no es buena.

CHEF SHAUN HILL, autor de Salt Is Essential,en The Food Programme (2018)

La sal es poder. Hace que las cosas sucedan. Ha desencadenado revoluciones, creado imperios comerciales y ayudado a construir grandes ciudades, desde Venecia hasta Liverpool. La centralidad de esta simple sustancia química como ingrediente y herramienta, como forma de añadir valor y vida a los alimentos, puede verse en todos los idiomas; palabras como salario, salchicha, salsa y salaz derivan de la palabra indoeuropea «sal».

La sal se suele utilizar como metáfora en todo el mundo. En francés, mettre son grain du sel —«añadir tu grano de sal»— significa añadir originalidad, inspiración o un pensamiento que marca la diferencia. La sal es purificadora. Japoneses e ingleses utilizan «una pizca de sal» para probar una fanfarronada o mentira. La sal significa comunidad y cohesión social. En Polonia, se dice que es necesario comer un «montón de sal» con alguien para ser verdaderos amigos.

En La última cena, Judas Iscariote, quien traiciona a Jesús, derrama la sal frente a él. Está rompiendo el contrato social y trayéndole mala suerte. La sal es única, valiosa y crucial. Se merece un capítulo propio en cualquier historia de la humanidad.

¿PARA QUÉ SIRVE?

Este compuesto —con la fórmula NaCl y también conocido como cloruro de sodio— es simple y enormemente complejo a la vez. Algunos de sus mecanismos todavía no se comprenden en su totalidad, pero su efecto más básico surge cuando se ingiere. Se fija con facilidad a las moléculas de los alimentos y, cuando entra en contacto con nuestra boca, penetra en la saliva. El cloruro de sodio atraviesa el epitelio poroso para estimular directamente las células de las terminaciones nerviosas de la boca, activando nuestras papilas gustativas. La sal es vital para la fisiología humana, para la salud de nuestros nervios, músculos y sangre. Pero, en realidad, no necesitamos mucha sal para que nuestros cuerpos funcionen, bastante menos de los 8,5 gramos diarios que consumen los británicos de media.

La neurociencia nos dice que las neuronas del cerebro controlan las hormonas que regulan nuestra ingesta de sal, ordenándonos que busquemos sal o que dejemos de comerla, y que estos deseos vienen dictados por nuestros genes. Los ratones sin el gen consumen tres veces menos sal que aquellos que lo tienen y que acaban desarrollando presión arterial alta. De hecho, solo necesitamos medio gramo de sal al día para que nuestros nervios y músculos funcionen correctamente, aunque la recomendación máxima oficial es doce veces eso.

Solo el cloruro de sodio (cuarenta por ciento de sodio, un metal, y sesenta por ciento de cloruro, un ácido) sabe realmente a lo que llamamos sal, pero el sodio se une a muchos ácidos para crear otros compuestos químicos también denominados «sales». El jabón es una sal sódica. Aminoácidos como el aspartamo y el glutamato se convierten en sales que aportan a quesos y a embutidos el sabor por el que se les conoce. Por lo tanto, el glutamato monosódico y el umami, que se encuentran de forma natural en el queso o en las conservas de carne, así como en las algas y en los tomates, convierten sabores suaves en sabores excitantes por poco dinero. ¿Por qué le ponemos queso parmesano a la pasta? Para que un carbohidrato casi insípido tenga sabor.

Nuestro cerebro nos dice que busquemos sal, al igual que azúcar y grasas. Luego nos recompensa a través de nuestro sistema hormonal cuando nuestras papilas gustativas le indican que la búsqueda ha tenido éxito. Este mecanismo básico es la causa de muchos males, desde una salud deficiente hasta conflictos humanos. Los romanos libraron guerras por el control de las salinas y del suministro de sal; lo mismo hicieron los estadounidenses en su guerra civil. Los impuestos a la sal han provocado rebeliones en todo el mundo, sobre todo en la década de 1920, en la India colonial. Pero, por supuesto, la sal también está en el origen de algunos de los placeres fundamentales de la comida.

La sal es la policía del sabor: mantiene en orden los diferentes sabores de un plato y evita que los más fuertes se impongan a los más débiles.

MARGARET VISSER,historiadora gastronómica, en Much Depends on Dinner (Grove, 2010)

En la cocina, la sal obra transformaciones mágicas. Hace que un pescado o una carne blanda se vuelva más firme y convierte una verdura llena de agua en algo crujiente. La sal reduce la temperatura de congelación del agua, motivo por el cual es crucial para preparar helados y hace que una carretera congelada sea segura. Al igual que el azúcar, la sal atenúa los sabores ácidos y realza otros. De hecho, la mayoría de recetas de pasteles o galletas incluyen un poco de sal para añadir algo al sabor que nos cuesta describir —¿profundidad?, ¿complejidad?, ¿dinamismo?—, pero que echamos de menos cuando no está.

Acaba con la acidez

La capacidad que tiene la sal para enmascarar o anular la acidez es tan maravillosa como su habilidad para mejorar el sabor, algo que todavía no se ha podido explicar desde el punto de vista científico. Puedes comprobarlo con una simple taza de agua. Añade el zumo de un limón y verás qué cara se te queda en cuanto bebas un sorbo; pero, si disuelves una cucharadita de sal en ella, la acidez quedará neutralizada.

Sin sal, el pan simplemente no funciona en cuanto al sabor, a pesar de que para 1 kilo de harina baste con tan solo un par de cucharaditas de sal, un 1,2 por ciento de la mezcla. Unos tomates frescos cortados en rodajas con un chorrito de aceite de oliva se transforman mágicamente con una pizca de sal de roca, como si se ampliara su espectro de sabor.

La chef Samin Nosrat, estrella de Netflix y autora de Sal, grasa, ácido, calor, dijo a The Food Programme que «utilizar la cantidad adecuada de sal (en la mayoría de los casos, más de lo que utiliza mi madre, preocupada por su salud) es crucial para que la comida tenga el mejor sabor posible, para que sea la apoteosis de sí misma. Cuando se sala como es debido, su sabor se intensifica. Esa ha sido la principal lección que he aprendido como cocinera y es lo que ha guiado mi carrera».

LA SAL Y EL PODER

La sal, al igual que el azúcar, tiene otra propiedad más allá de lo que provoca en nuestros centros de placer; es un activo igual de importante por cómo ha afectado a la cultura gastronómica humana y a la economía del comercio de alimentos. Sin sal, no habría jamón serrano, ni bacalao en salazón, ni tomates secos, ni jamón cocido, ni pescado ahumado. La salmonela no puede proliferar en un simple tres por ciento de concentración de sal, mientras que las bacterias responsables del botulismo mueren en torno a un cinco y medio por ciento. Por eso, el pescado se cura en una solución de, aproximadamente, el seis por ciento. Eso convierte uno de los alimentos más perecederos en un paquete de proteínas que dura meses. La sal convierte el trabajo de pescadores y granjeros en algo rentable.

La clave para esto es la ósmosis, un proceso básico y natural por el que una sustancia pasa a través de una membrana permeable hasta alcanzar el equilibrio a ambos lados. Así es cómo las plantas absorben el agua a través de sus raíces. La sal atrae el agua hasta que tanto el interior como el exterior estén igual de húmedos. El proceso de salazón también mata las bacterias al extraer el agua de la célula del organismo hasta que muere y seca el tejido muscular del pescado o de la carne.

Son estas cualidades, como agentes antibacteriano y de curado, las que la han convertido en un bien geopolítico, en un actor de la creación de las civilizaciones. Hasta el descubrimiento del envasado y de la refrigeración, esta era la forma de mantener la carne fresca y útil. En vez de tener que consumirla en los días posteriores al sacrificio del animal, se convertía así en algo portátil, almacenable y valioso. Incluso el ahumado, que también cura la carne, requiere que la carne se sumerja en un baño de sal antes de empezar el proceso.

La capacidad de conservar la carne supone poder y control. La gente que necesita desplazarse, como comerciantes, ejércitos y armadas, se puede alimentar sin necesidad de buscar o saquear comida. Por lo tanto, la sal se convirtió en un medio para alcanzar el poder y en una demostración de este. La palabra «salario» empezó a utilizarse en la época de los legionarios romanos porque se les pagaba con sal. Poseer las fuentes de sal aportaba inmensas riquezas y, en la Alta Edad Media, la sal llegó a ser tan valiosa como el oro. Las ciudades costeras prosperaron gracias a su proximidad a las zonas de producción de sal y, posteriormente, se enriquecieron gracias al comercio con ella y con los alimentos elaborados a partir de ella. Fueron muchas las comunidades y economías que surgieron en torno a la salazón, que permitía almacenar y vender la carne. Pero nada es comparable a la historia del bacalao.

«Una buena forma de preparar o conservar carne de ternera en salazón», de Thomas Dawson, en The Good Huswives Handmaide (1594)

Cójase la ternera y sumérjala en una marinada de cerveza, sal y vinagre durante un día y una noche. A continuación, saque la ternera, colóquela sobre una parrilla, cúbrala con un paño y ponga debajo una fuente o tápela para impedir que la marinada se derrame. Hierva la salmuera e introduzca en ella la carne. Deje que se enfríe durante dos días y una noche. Pasado este tiempo, saque la carne y vuelva a dejarla sobre una rejilla durante dos o tres días más. Por último, limpie cada trozo con un paño de lino, séquelo e intercálelo con sal, es decir, una capa de ternera y otra de sal. Colóquelo sobre dos palos cruzados para que suelte el líquido.

EL BACALAO EN SALAZÓN

Imagínate un trozo retorcido de carne amarilla, seca, puntiaguda y arrugada, un poco como un trozo de cuerda de amarre vieja. Si te acercas, percibirás su olor, algo parecido al amoniaco, pero no excesivamente desagradable. Es posible encontrar trozos de bacalao seco en salazón en la parte trasera de las tiendas de comestibles caribeñas de cualquier ciudad europea, apilados bajo un estante o como colas enteras partidas y filetes colgados con una cuerda de una viga. Si lo tocas, te darás cuenta de que el músculo es fibroso, está completamente seco, es correoso y, a pesar de todo, ligero, pero «tan duro como un bate de críquet».

Como suele pasar a lo largo de la historia, este alimento de primera necesidad —que una vez fue la proteína de los pobres de toda Europa, así como de los trabajadores libres y de los esclavos del Caribe— acabó convirtiéndose en algo muy querido. El bacalao del Atlántico resulta difícil de encontrar debido a los siglos de sobrepesca y ahora, para la mayoría de los platos de pescado salado de África occidental y del Caribe, se utilizan abadejo y otros pescados blancos más abundantes. Los filetes del tradicional bacalao salado de calidad tienen un precio equiparable al de los mejores cortes de ternera: 25 euros el kilo en España, y más en el Reino Unido.

La tradición ha convertido al bacalao en salazón en una delicatessen en todo el Mediterráneo. Es un plato típico en Navidad en países como Portugal, Italia y Croacia, y un habitual de la Fiesta del Fin del Ayuno en los países del norte de África. Sigue siendo la base de aperitivos y de platos muy preciados en la cultura de Nigeria, Ghana, Brasil y Angola, así como del Caribe.

El bacalao es un pez migratorio. Los seres humanos aprendimos ya hace más de un milenio a convertir la llegada estacional de sus grandes bancos en suministros de proteínas para todo el año, tanto para mantener a nuestras comunidades