A mí no me va a pasar - Conrado Estol - E-Book

A mí no me va a pasar E-Book

Conrado Estol

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Beschreibung

● "Se murió con las arterias tapadas porque tenía más de 70 años". ● "Fumaba, ese era el problema". ● "Tenía exceso de peso, nunca hacía ejercicio". ● "Tomaba medicación para el colesterol y la presión". ● "Sus padres habían muerto jóvenes y por lo mismo". Todos encontramos justificaciones y pensamos que, a nosotros, no nos va a pasar. Pero las estadísticas nos contradicen. Casi el 80% de las muertes por eventos vasculares ocurre en personas con pocos factores de riesgo. Conrado Estol, médico neurólogo y especialista en enfermedad cerebrovascular, asegura que esta es una catástrofe prevenible. En A mí no me va a pasar empodera a los pacientes y explica cómo disminuir el riesgo de mortalidad y de secuelas físicas o cognitivas.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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@editorialelateneo

“Hoy en día, hay muchas personas que llegan a la novena década de vida, pero, en general, la salud no las acompaña. A partir de la séptima década aparecen las consecuencias de no haber cuidado de forma adecuada las arterias del cuerpo que son, nada menos, las que transportan el oxígeno (¡la vida!) a cada órgano vital. El tiempo y la dedicación que una persona no invierta en mantener su salud deberá invertirlos en tratar sus enfermedades”.

CONRADO ESTOL

Dedico este libro a:

Mis padres, que hoy siguen siendo el ejemplo a seguir…

A los factores casuales y causales, que me llevaron a conocer a Clarisa, mi mujer…

A mis hijos —es innecesario explicar por qué—: Clara, Máximo, Manuel y Conrado Alfonso…

Introducción

A modo de sinceramiento

En las páginas de este libro pretendo transmitir datos precisos, según el conocimiento actual, sobre los temas más relevantes para preservar nuestra salud cardiovascular y cerebral. Aspira aportar información para acrecentar la oportunidad de vivir una vida larga, con una capacidad física adecuada y una mente lúcida (que además puede ser fructífera, pero esto ya no depende de la medicina...).

La mayoría de los datos que se promueven sobre la nutrición y el ejercicio representan el ejemplo paradigmático sobre la idea generalizada de que cada persona, sin los conocimientos básicos para analizar la información que recibe y sin conciencia sobre los posibles errores a cometer, se ocupará de multiplicar y propagar. Lamentablemente, esta forma de divulgación resulta mucho más aceptada que la que transmite la verdad… que la gran mayoría prefiere no escuchar.

Pensemos, a modo de ejemplo, en el siguiente caso clínico: JM tiene 49 años, está casado, tiene dos hijos y un trabajo que define como “con un nivel de estrés promedio”, nunca fumó, su peso es normal, se cuida con las comidas, hace deportes por lo menos dos veces por semana y sus padres septuagenarios son sanos. Volviendo a su casa después de hacer deporte no competitivo, JM se sintió “descompuesto”. Ya en su casa decidió acostarse hasta que se “le pasara”. JM murió mientras descansaba. El resultado de la autopsia confirmó un infarto cardíaco masivo. ¿Cuántas de estas historias escuchamos a diario? ¿Cuántas veces decimos: “Pobre JM, tuvo mala suerte”, “Se ve que le tocó” o “Seguramente se olvidó de hacer un chequeo, a mí no me va a pasar porque me controlo con mi médico”?

¿Cuántas veces decimos: “Por un infarto mueren los mayores de 70 años, los que fuman, las personas obesas, los que nunca hicieron ejercicio, los que toman medicación para el colesterol o la presión, los que tuvieron padres que murieron jóvenes por un infarto. Yo soy joven, tengo una vida saludable y la genética me ayuda, estoy exento de riesgo”? Este tipo de pensamiento refleja una creencia muy arraigada que, por desgracia, lleva a un grave error que conduce a engrosar la estadística de muerte por eventos vasculares por año en todo el mundo. Casi el 80% de estas muertes ocurre en personas con pocos factores de riesgo.

Pero lo más grave y frustrante es que se trata de una catástrofe prevenible. Ciertamente, el tema se comenta, se exponen programas de “prevención de infarto”, se habla de comida sana, se organizan maratones por la salud, se discute el asunto en la Legislatura y se conmemoran el Día Mundial del Accidente Cerebrovascular (ACV), el de la diabetes y el del infarto cardíaco.

Sin embargo, todas estas acciones representan lo que los angloparlantes gráficamente definen como “palabras vacías” (lip service). Es decir, acciones que aluden a un tema sin concretar absolutamente nada efectivo al respecto. Las razones son múltiples y obvias. Entre las principales se destaca que lo público —estatal— se caracteriza, en general, por una alta inefectividad contradictoria con la épica y grandilocuencia de los anuncios. Desde hace años organizamos una “caminata por el ACV” y, sin embargo, en diferentes encuestas la mayoría de las personas no pueden nombrar los síntomas que lo indican.

Lo anterior muestra que el público general está expuesto a información muchas veces sesgada por los más diversos intereses. ¿Por qué entonces no evitamos que existan miles de “JM” cada día?

Una verdad inconveniente o la muerte del sentido común

Me gustaría invitar al lector a preguntarse si cree que podría hacer algo o mucho más por su salud que lo que está haciendo en este momento. Específicamente por la salud de sus arterias, que son las que al afectarse con aterosclerosis lesionan al corazón y cerebro causando infartos, muchas veces mortales y que pueden afectar la capacidad cognitiva.

La práctica revela que la enfermedad arterial es la causa de muerte del 30% de todas las personas que mueren a diario en el mundo. Sí, un tercio de todas las muertes se originan por enfermedad arterial, una enfermedad prevenible. Es decir, evitable. El resto de las causas de muerte se dividen en los cánceres para los que están claramente establecidos aquellos en los que estudios específicos pueden detectarlos en forma temprana: Papanicolau —actualmente en vías de reemplazo con un test genético— y mamografía para cáncer de útero y de mama respectivamente, PSA y examen manual para cáncer de próstata y colonoscopía para el cáncer de colon. En el resto, lamentablemente, resulta muy difícil o imposible detectar tempranamente o prevenir la enfermedad.

Sin embargo, a pesar de que la enfermedad cardiovascular puede prevenirse, con frecuencia escuchamos casos de personas de todos los sexos y edades que inesperadamente murieron o tienen una secuela debida a un infarto cardíaco o a un ACV. Y, con gran desacierto, también solemos escuchar “pero estaba tan sano…”.

Por tal motivo, este libro estará dedicado a derribar fórmulas y clichés agotados en la literatura pseudomédica escrita por el más amplio espectro de autores que lo único que logran es sembrar mayor ignorancia.

Mi objetivo principal radica en sugerir cómo mantener las arterias“limpias” o libres de oclusión, para que cualquier persona disminuyasignificativamente la probabilidad de sufrir eventos con alto riesgo de mortalidad y de secuela física o cognitiva.

Luego de haber escuchado a pacientes y sus dudas durante casi 40 años como médico, he intentado encontrar las respuestas dedicando ese mismo tiempo a mi propia formación, a la de otros y a la investigación científica más estricta en el campo de la prevención de la enfermedad vascular. Uno de los hallazgos importantes en este camino consistió en entender que la comunicación entre el lado médico y el de la población general adolece de fallas importantes.

Existe una enorme asimetría entre los conocimientos del médico y del paciente que durante años se usó en favor de mantener al arte de la medicina bajo un manto secreto. Pero queda claro, y está avalado por innumerables estudios, como el de Eric Topol, The patient will see you now (El paciente lo verá ahora), que el empoderamiento del paciente a través de la información precisa sobre su padecimiento siempre lo ayudará a alcanzar un mejor resultado con el tratamiento, independientemente de la gravedad de su enfermedad.

Sin duda, para muchos médicos un paciente informado puede ser una amenaza, y por eso forman parte de los detractores de este cambio ya iniciado en muchos países del mundo. El médico debe explicar al paciente en forma detallada y clara su enfermedad para alcanzar un estado de mayor equilibrio entre ambos, y así lograr la participación del paciente en las opciones de tratamiento disponibles.

La mayoría de los médicos y científicos dedicados a la investigación a tiempo completo están en los países con mayor desarrollo económico del mundo y son los autores de los principales trabajos científicos publicados en revistas especializadas de primer nivel. Una proporción importante de ellos no tiene el tiempo, el interés y, en general, la habilidad para traducir a un lenguaje simple información muy compleja, aun para las audiencias médicas que asisten a conferencias y congresos.

Este rol de “explicar” los avances de la medicina lo han cumplido, en general, divulgadores —médicos y periodistas— que en muchos casos tienen una comprensión parcial del tema o, peor aún, están sesgados por los más diversos incentivos. Todos sabemos lo que se pierde cuando uno lee un libro o una película pobremente traducidos. En estos casos no se detecta lo más importante, la “esencia” del texto o producción original. Por algo Borges repetía que estudiaba noruego para poder leer a Ibsen (esto fue una licencia poética ya que Ibsen era noruego pero escribía en danés).

Decidido a vivir en la Argentina, debí aceptar que la investigación, que hacía regularmente con apenas 32 años de edad, quedaría en el pasado (o geográficamente en los Estados Unidos), pero, invitado frecuentemente a un programa de divulgación médica, me di cuenta de la falencia que existía en transmitir a toda la población información clara que podía mejorar su calidad de vida.

En este programa me dedicaba a presentar datos prácticos sobre migraña, epilepsia, Parkinson y otras enfermedades neurológicas o incluso —me lo han dicho— salvar una vida cuando hablaba sobre enfermedad de las arterias cardíacas y cerebrales. La sorpresa mayor la sentí cuando notaba que las explicaciones sobre los temas más básicos y, a la vez, más importantes causaban un gran impacto en la audiencia.

A pesar de existir una disponibilidad de artículos que llega al hartazgo, la gente parecía entender con un simple mensaje televisivo la importancia de mantener a la presión arterial dentro de un rango normal. Los comentarios que frecuentemente recibía del público me mostraban que estos temas básicos presentados con un giro original, diferente y sin un provecho personal realmente despertaban su interés.

Sin duda, el ACV que sufrió el músico Gustavo Cerati incidió en el hecho de que la población conociera más sobre esta enfermedad. Para una conferencia que me invitaron a presentar en el congreso norteamericano de ACV en Nueva Orleans, revisé los hallazgos en Google para el término “accidente cerebrovascular” en una búsqueda (realizada en español) antes y después del episodio que tuvo Cerati. Para mi sorpresa, existía casi un orden de magnitud más de información luego de que Cerati tuviera su ACV. Esto confirma el enorme reconocimiento que logran diversas enfermedades cuando afectan a celebridades.

De hecho, el “efecto fama” ha sido estudiado en la literatura científica, y como ejemplos se pueden citar el mayor reconocimiento de la enfermedad de Alzheimer cuando se la diagnosticó al presidente Reagan de los EE.UU., de la enfermedad de Parkinson cuando se diagnosticó en el actor Michael J Fox, de la esclerosis lateral amiotrófica que padeció el físico Stephen Hawking y del curioso fenómeno de la prosopagnosia (dificultad en el reconocimiento de caras) que tiene Brad Pitt.

En el caso del ACV, Sharon Stone fue tratada exitosamente debido a un aneurisma cerebral por el reconocido neurorradiólogo Randall Higashida, colega y amigo que tuve el gusto de invitar a una conferencia sobre enfermedad cerebrovascular en Buenos Aires. Como reconocimiento de gratitud la actriz se ofreció para hacer un comercial de 30 segundos donde personifica al ACV y advierte con gran dramatismo los daños que puede causar a la persona con la que se cruce: “te paralizaré, torceré, deformaré y mataré, soy un accidente cerebrovascular” (La campaña se llamaI am a Strokey puede verse en Youtube).

Hace algún tiempo recibí un artículo de una revista científica para dar opinión sobre su mérito para ser publicado. Los autores del estudio habían evaluado las búsquedas sobre “ACV” en internet y las correlacionaron con la ocurrencia de uno de estos eventos en alguien “reconocido” popularmente. Detectaron claros picos en la búsqueda de información sobre esta enfermedad durante los días posteriores a la noticia sobre una figura conocida afectada por un ACV.

Luego de unos días, las búsquedas bajaban a su nivel habitual. Hice decenas de entrevistas sobre el episodio de Cerati y sobre las cirugías vasculares de los presidentes Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández. Precisamente, el manejo médico cuestionable de estos episodios me indicaba la necesidad de hacer una divulgación precisa y, a la vez, clara sobre estas enfermedades.

Con inusual frecuencia diversas personas me paran en la calle para hacer comentarios sobre lo que aprendieron con las entrevistas. Encontré a un padre y su hijo haciendo la fila para pagar en un negocio. Este hombre, de edad media, me miró fijo y me dijo: “Trece. Ocho”. Inicialmente no entendí si me decía la hora —que no le había preguntado— o si repetía lo que le cobraban por lo que había comprado. Al reconocer algo de sorpresa en mi expresión, repitió varias veces: “Trece, ocho”.

¡Admito cierta lentitud de mi parte para reconocer que estaba diciendo lo que yo había repetido hasta el cansancio en un programa de cable sobre el valor de presión arterial normal para cualquier individuo!: 13-8 o 130/80 milímetros de mercurio en terminología formal.

Esto me ha ocurrido en innumerables ocasiones, tantas como para que en algún momento me decidiera a escribir un libro que aclarara todas las dudas que durante años escuché de la gente. Estas dudas no respetan edad o nivel de educación. Todas las personas por igual tienen un profundo desconocimiento sobre los temas básicos relacionados con la prevención de la enfermedad vascular y de la medicina en general.

Peor aún, personas con una educación más avanzada caen en el serio problema de la “ilusión del conocimiento”, sin reconocer sus limitaciones en un campo donde resulta muy difícil para alguien no preparado identificar los datos ciertos. Para evitar el formato de “libro-manual”, pensé que agregar anécdotas pertinentes a la carrera médica que desarrollé primero en los EE.UU. y ahora en la Argentina podía darle al libro algo del componente humano que en toda relación (escritor y lector en este caso) agrega valor. Por eso, a lo largo de las páginas el lector encontrará una serie de casos, consultas y preguntas con los que —confío— se identificará.

Trataré de evitar los lugares comunes de la información al no repetir cosas que ya hemos escuchado en conversaciones sociales y en los medios. Una gran parte de esa información es incorrecta, dado que lo que más predomina en el mundo de las conversaciones sobre temas médicos son los mitos. Me dedicaré a decir lo que los pacientes no saben y me animo a garantizar que incluso si el lector es médico o trabaja en el ámbito de la salud descubrirá muchas cosas que no sabía y que debería estar haciendo por la salud de sus arterias, incluidas las de su cerebro. Mantener “sanas” a las arterias resulta lo más efectivo que uno puede hacer para vivir una vida plena y llegar a cumplir 90, 100 o más años —una probabilidad alta para quienes vivimos esta época— en buen estado físico, cardiovascular y cognitivo.

En efecto, por primera vez en la historia de la humanidad la expectativa de vida supera largamente a la expectativa de salud. Hasta hace un par de décadas, las personas en promedio morían alrededor de la séptima década de vida en forma relativamente repentina (v.g. sin haber pasado años con una enfermedad progresiva y crónica) por un infarto cardíaco, por un ACV o por cáncer.

Es decir que su expectativa de vida era proporcional a su expectativa de salud. Y no había demasiado que se pudiera hacer. Hoy en día, hay personas que llegan a la décima década de vida, pero, en general, la salud no las acompaña. A partir de la séptima década aparecen las consecuencias de no haber cuidado de la forma adecuada a las arterias del cuerpo que constituyen nada menos que las que transportan el oxígeno (¡la vida!) a cada órgano vital.

El tiempo y dedicación que una persona no invierta en mantener su salud deberá invertirlo en tratar sus enfermedades.

Por eso quisiera detenerme en uno de los problemas fundamentales de la relación paciente-médico: la negación del primero y la soberbia del segundo.

Neurociencia de la negación sumada a la soberbia médica: una combinación letal

A lo largo de los años he aprendido en la interacción con pacientes, también con conocidos, amigos y otras relaciones, que muchas personas están convencidas por las razones equivocadas de estar en el camino correcto para lograr el mejor estado de salud posible. No puedo partir de la premisa obvia de que nadie haría adrede algo en contra de la propia salud porque la neurociencia y la psicología nos han mostrado claramente que, con frecuencia, las personas tomamos decisiones irracionales en contra de nuestro bienestar físico y psíquico.

Las razones equivocadas más frecuentes consisten en asumir que el nivel social, económico o intelectual nos asegura habernos informado de la forma adecuada, que se han elegido a los profesionales de la salud idóneos y que esos médicos —o profesionales de la salud, no necesariamente médicos— son expertos en prevenir un evento vascular, así como otros problemas de salud. Pero la frase lo dice claramente: “la suposición es la madre de todos los errores” (del inglés assumption is the mother of all mistakes…). ¿Estamos de acuerdo en que la Argentina adolece de limitaciones en el manejo de la salud de los sectores público y privado de su población?

En un alto porcentaje, esas limitaciones afectan a personas del segmento ABC1, que cree tener una protección exclusiva y no accesible a otros grupos. De hecho, este tipo de pacientes buscarán médicos de altos honorarios, lo cual —sobra la aclaración— no garantiza la calidad médica del profesional.

Este mismo problema se repite, con diferentes matices, en todos los países de América Latina. En algunos, el problema puede estar aun más acentuado que en nuestro país y de hecho sus médicos vienen a la Argentina para completar su formación. Otros como Chile y Uruguay tienen una formación médica más homogénea y un sistema de atención primaria de la salud más sólido. En la mayoría de estos países, cuando una persona con recursos económicos tiene un problema de salud serio, suele comprar un pasaje para hacer la consulta en algún país más avanzado científicamente.

Si el sistema de salud no funciona de manera adecuada, esto aplica en menor o mayor grado a todo el mundo. El error suele generarse a partir de la inocente creencia de que la “tecnología de punta” mágicamente aísla a estas personas de las falencias del sistema. ¿Puede alguien asumir que mejorar la calidad de atención de salud equivale a algo tan simple como comprar equipos médicos sofisticados o costosos? Por desgracia, sí.

Un ejemplo sencillo: si pudiésemos trasladar a todo el personal médico de un hospital en Dinamarca, país con un sistema médicode excelencia, a cualquier hospital de una ciudad pequeña en cualquier lugar de la Argentina —o de América Latina en general—, en poco tiempo, ese centro probablemente se transformaría —independientemente de su equipamiento y tecnología— en uno de los mejores centros médicos de la región.

La tecnología son solo herramientas, toda la diferencia la hace el conocimiento del médico. La tecnología solo confirmará lo que el médico experto sospecha. De hecho, he visto evaluaciones de clínicas donde se destacaba que tenían “el mejor equipamiento”. Pero ¿y el capital humano? Sobre esto, nada.

La verdad casi siempre resulta dolorosa, pero también alivia. Y a veces cuesta aceptarla. Por eso, quiero transmitir la información seleccionando los procedimientos que han resistido la prueba de los años, quiero transmitir los resultados de estudios científicos recientes que deben reemplazar a otros fuertemente arraigados pero que deben ser abandonados. Lo cierto es que la mayoría de las veces un simple encuentro clínico y una receta tienen mucha más efectividad para mantener abiertas las arterias que el stent más caro y la cirugía más sofisticada.

Pero más que nada, deseo aclarar que, sin importar la edad, ni cuántos factores de riesgo tengamos, todas las personas podemos someternos a programas de prevención que pueden reducir hasta en un 80% el riesgo de un evento vascular cerebral o cardíaco: algo crucial. Porque, una vez que padecemos un evento vascular, pasamos a un nivel de riesgo —de recurrencia o de muerte— significativamente mayor que aquellos que no han sufrido ningún evento. Si alguno de los lectores ya ha tenido un evento vascular, con más razón conviene adherirse a un programa de prevención vascular especializado para disminuir la probabilidad de repetir otro episodio.

Y aquí es importante aclarar: denominamos “eventosvasculares” a todos los que comprometen una arteria (esté donde esté), en cambio, un “evento coronario” es un evento vascular causado por enfermedad de una arteria coronaria. Cuando hablamos de “evento cerebrovascular” (ACV, trombosis, infarto cerebral), nos referimos a un evento vascular causado por la enfermedad de una arteria cerebral (carótida u otra).

Criterios de selección

Me temo que los buenos resultados que un tratamiento puede haber tenido en un amigo representan un criterio ineficaz para elegir a un centro médico o profesional. ¿Hace falta explicarlo? Podemos empezar con la conocida frase sobre que hasta un reloj roto da la hora correcta dos veces por día. Y un buen resultado puede ser solo eso, casualidad.

Un cierto patrimonio personal y libreta de contactos suculentos aumenta el riesgo de caer en las manos equivocadas, sobre todo cuanto más célebre sea la persona, los charlatanes sobrevuelan sobre los sembradíos del poder económico. Por supuesto sé de personas con estas características que cuando han tenido un problema viajaron al exterior, pero eso no quita que la mayoría expresa con énfasis, y un componente de ceguera, que se quedan en el país porque aquí pueden “acceder a un nivel de atención similar al de los países más avanzados”.

Importa aclarar que, aun siendo médico, es difícil diferenciar el quién es quién de especialidades ajenas.

En efecto, nuestro médico puede ser un buen médico, pero no porque lo recomiendan nuestros amigos, o porque es profesor o atiende a personas famosas. Como resumen basta destacar que el lugar de formación, las actividades científicas desarrolladas en forma continua a lo largo de su vida y las publicaciones científicas son los factores que mejor reflejan la capacidad. Todo médico que he conocido tiene por lo menos un diploma en otro idioma colgado en su consultorio, pero no recuerdo muchos que representaran la certificación de una formación válida y completa en algún centro de excelencia. Muchos médicos de nuestro país han hecho pasantías temporarias en el extranjero por las que reciben diplomas que certifican la estadía, pero no los faculta a ejercer la profesión allí, donde existen requisitos muy estrictos para la habilitación profesional.

Volviendo a los diplomas, solo son válidos como una garantía de la capacidad profesional si indican que ese médico completó una residencia de formación completa en el país visitado. Hacerlo lleva por lo menos entre 6 y 8 años en los EE.UU., probablemente el país más elegido por médicos de todo el mundo para mejorar su formación. Por lo que solamente mirando el tiempo que el profesional pasó en el exterior, el paciente puede calcular qué hizo allí. Todo lo que no implique una residencia médica completa son variantes de formación que sin duda aportan algo al conocimiento, pero no se comparan con haber recibido un entrenamiento con el formato estricto de la residencia médica.

Para hacer una diferencia significativa, el profesional debe estar por encima del conocimiento del médico promedio. Es decir, muchos médicos pueden ser adecuados para el manejo correcto de los problemas de salud más frecuentes, pero el problema es precisamente que el paciente no está capacitado para definir si su problema es o no leve. Y cuando su enfermedad sea compleja, pero con una manifestación inicial leve, como sucede en muchos casos, el médico con un conocimiento promedio estará limitado para hacer una diferencia en la calidad y expectativa de vida de su paciente.

No sorprende que tendamos a negar una realidad obvia: nuestro cerebro está predestinado a funcionar de esta forma. Además de una tendencia a negar lo obvio, los seres humanos queremos confiar en que las cosas sucederán como pensamos, o lo que se conoce como “sesgo de confirmación”.

Este es un mecanismo por el que una vez que hemos tomado postura con respecto a un tema, lo cual incluye el supuesto de que nuestro médico es el más adecuado para resolver nuestra dolencia, difícilmente cambiemos de opinión. Qué complicado nos resulta decir: “me he equivocado”. Tendemos a aferrarnos a nuestra creencia sin importar las evidencias contrarias.

La neurociencia estudia esta capacidad de negación, porque también negamos más allá del plano de la psicología con el hemisferio cerebral derecho que se ocupa del “reconocimiento” de nuestra persona física y su estado. Daniel Kahneman lo ha abordado en su libro Thinking, Fast and Slow (Pensar rápido, pensar despacio), así como Malcolm Gladwell en BlinkInteligencia intuitiva.

Por ejemplo, cuando una lesión extensa afecta a ese hemisferio, la persona tendrá una parálisis de todo el cuerpo contralateral (cara, brazo y pierna izquierdos), pero si uno interroga al paciente, con frecuencia este responderá que puede moverse perfectamente. Aun mostrando al paciente su mano paralizada, la mirará y dirá “esa es su mano doctor”. La persona no solo ha perdido el reconocimiento de la presencia de una anormalidad en su cuerpo, sino también la capacidad de reconocer una parte de su propia persona.

El déficit se puede extender a negar la existencia de un mundo izquierdo y así el paciente solo se colocará la manga derecha de un saco y comerá lo que esté en la mitad derecha de un plato dejando todo lo que se encuentre a la izquierda de una línea imaginaria que atraviese su plato. Todo esto no sucede cuando se lesiona el hemisferio izquierdo, en este caso se perderá la capacidad del lenguaje.

En resumen, uno debe enfrentar el complejo desafío de reconocer esta tendencia a justificar lo que hemos aceptado como cierto y, de esta forma, racionalizar los hechos para intentar una conclusión no sesgada del tema. Solo así podremos salir de la trampa que nos tiende el cerebro y que lleva a la mayoría a tomar decisiones equivocadas o que van contra nuestros intereses, muchas veces con consecuencias patrimoniales o de salud catastróficas.

Curiosamente, sí podemos reconocer cuando otros toman la decisión equivocada o no ven la realidad; sin embargo, no nos cuesta nada tropezar una y otra vez con la misma piedra cuando se trata de nuestra propia vida. Numerosos estudios de la neurociencia sobre conducta han mostrado en forma consistente que los seres humanos tenemos una tendencia a tomar decisiones de una forma predictivamente irracional y, por lo tanto, equivocada.

Obviamente nuestros médicos tienen el potencial para ser tan buenos como en cualquier otro lugar del mundo, pero el contexto de la formación —fundamental para consolidar el conocimiento— no es el ideal.

Tengo la experiencia de la formación en los EE.UU., que se basa en el contacto y supervisión permanentes durante todo el día (y con acceso incluso durante la noche) con médicos más experimentados organizados con una estructura piramidal en varios niveles de capacidad. De esta forma un médico joven y sin experiencia estará siempre supervisado en sus decisiones y al mismo tiempo se “formará” en la interpretación correcta de la enorme información clínica (del paciente) y científica (de la literatura) a la que accede.

Sin este tipo de esquema de supervisión parece improbable lograr buenos resultados con los pacientes y la formación de buenos médicos. En los países sostenidos por un sistema de crecimiento profesional basado en el mérito, los diferentes niveles de una carrera médica se alcanzan por la capacidad de los individuos y aquellos que progresan en este sistema representan un “modelo a seguir” (role model) de persona que sin hacerlo formalmente sirven, por emulación, como un estímulo poderoso para la formación de médicos competentes. El “experto” no solamente sabe más: sabe diferente. Y en algún momento del aprendizaje, supera lo que puede analizar en forma consciente para alcanzar el llamado “ojo clínico”.

Por otro lado, si hacemos una consulta en un hospital universitario en Alemania, Dinamarca, Australia, Canadá y otros países similares, uno puede tener cierta seguridad de que el médico que lo vea —independientemente de que sea o no simpático, pulcro, etc.— será idóneo. Vale la pena aclarar algo que creo es un mito difundido por muchos cuando se dice que la atención en los Estados Unidos (y otros países del hemisferio norte con buenos sistemas de salud) “es fría”.

Participé de esa atención durante muchos años y tengo muchos amigos que ejercen la medicina en varios países de Europa. Creo que se confunde “frialdad” con una mayor profesionalidad en la que se empodera al paciente y para esto se le explica la enfermedad que padece, lo cual muchas veces implica dar malas noticias que, cuando se transmiten con el tacto necesario, generan aprecio por parte del paciente.

Nunca percibí que el trato en Norteamérica fuese frío o distante. Sí muy respetuoso cuando el médico sale a buscar al paciente a la sala de espera y lo saluda presentándose. Esto contrasta con la práctica bastante habitual en nuestro medio de llamar “abuelo” a una persona mayor gritando desde la puerta de un consultorio.

Sin duda, una persona encontrará mayor afinidad cultural con un médico de su propio país o región que además le habla en su propio idioma. Para temas delicados como la salud, el idioma puede erigir una barrera que genera una sensación de distancia. En infinidad de experiencias con distintos profesionales en diferentes lugares de los EE.UU. solo puedo decir que lo que encontré, y aprendí, es a tener un trato con los pacientes que revelaba educación, respeto, puntualidad y pulcritud.

El ser humano tiene una natural tendencia a recuperarse espontáneamente de condiciones adversas, esto incluye a los tratamientos de médicos incompetentes. Pero los ineptos existen y tienen mucho poder. Bernardo Houssay, Premio Nobel de medicina 1947 por sus estudios sobre el rol de la glándula pituitaria sobre el metabolismo de los hidratos de carbono, decía que es más peligroso un médico incompetente que un tigre. Porque cualquiera identifica al tigre…

Existe una conocida frase del latín que sintetiza lo que estamos discutiendo: Eventus stultorum magister est, “La experiencia es maestra de los tontos”, que puede hacerse extensiva a “solo los tontos juzgan las cosas por sus resultados, mientras que los sabios calculan los resultados”.

“En mi opinión...”

Hace casi tres décadas, investigadores de la Universidad de McMaster en Canadá crearon el concepto de la “medicina basada en la evidencia”. Su promotor fue el Dr. David Sackett, que consideraba indispensable ejercer la medicina tomando decisiones diagnósticas y terapéuticas sustentadas en datos obtenidos a través de estudios diseñados con metodología científica. Esta metodología se basa en evaluar diagnósticos y tratamientos en forma comparativa entre grupos que se puedan beneficiar, evaluar los resultados en forma “ciega” (v.g. sin saber qué grupo recibe qué estudio o medicamento) y analizar los resultados con pruebas estadísticas adecuadas a la muestra estudiada. Si bien aún la mejor aplicación de esta metodología no genera resultados “perfectos” por lo menos representa la mejor opción actualmente disponible.

El objetivo de la medicina basada en la evidencia radica en combatir la vieja creencia de la medicina basada en la “eminencia”, es decir, en la experiencia personal del médico tratante supuestamente “experto”. Se debe entender que esa experiencia no pasa de ser una anécdota, ya que un solo médico no puede evaluar los miles de pacientes necesarios para sacar una conclusión válida científicamente y mucho menos aplicar un método estadístico en forma ciega al tratamiento y analizar su relación con los resultados.

Resulta materialmente imposible para un médico generar conductas terapéuticas con validez para aplicar a sus pacientes y, por esto, actuar basado en la “experiencia personal” solo puede conducir a errores. Esa experiencia individual se debe catalogar como “anécdota” y este es el momento oportuno para recordar que “data is not the plural of anecdote”. Se pierde el juego de palabras en la traducción, pero se comprende la idea: literalmente, “los datos no son el plural de ‘anécdota’”, la información que realmente vale es la obtenida a través de estudios científicos con metodología adecuada.

Denton Cooley, un eminente cardiocirujano de los EE.UU. repetía con frecuencia: “algunos llaman mi experiencia a los errores que han cometido durante los últimos 30 años…”. Era sin duda muy crítico y famoso por su severidad con quienes viajaban de todo el mundo para formarse con él en su centro de cirugía cardiovascular en la ciudad de Houston. Se dice que cuando llegaba un nuevo pupilo, el primer día en el quirófano lo miraba fijo amplificando su imponencia enmarcada por el barbijo, gorro quirúrgico y anteojos, para decirle “párese bien quieto ahí y trate de NO ayudar…”. Pero cuidado: el paciente sentado delante de nosotros tampoco es “el sustantivo singular de data”, aquí es crítico el conocimiento sumado al valor del llamado expertise o “sabiduría” o conocimiento sumado a experiencia en un campo específico adquirido luego de años de dedicación intensa.

La medicina es probablemente el ejemplo paradigmático de un área en la que aun conociendo de memoria todos los textos escritos sobre ella, el profesional que la ejerce no podría practicarla con un mínimo de idoneidad si a toda esa información no la ha adquirido en el contexto adecuado. El conocimiento no equivale a la simple acumulación de datos o información, sino a una capacidad de elaboración sobre esos datos que solo se obtiene con experiencia y formación en un contexto de alta complejidad científica y con la presencia de role models entre quienes transmiten el conocimiento. He conocido muchos médicos muy estudiosos y memoriosos que cometieron errores con graves consecuencias para sus pacientes, debido a una falta de capacidad de análisis y juicio crítico por no haber tenido una buena formación.

Curva de Dunning-Kruger sobre la formación profesional

David Dunning y Justin Kruger graficaron el grado de “confianza” que el profesional tiene en sí mismo en relación con el expertise, que varía desde “no saber nada” hasta el estadio de sabiduría o expertise máximo de “gurú”. La curva generada aplica perfectamente a la carrera médica y muestra que durante la formación el profesional joven adquiere rápidamente una enorme confianza en sí mismo, pero sobre la base de conocimientos mínimos, por eso se lo conoce como “monte de la estupidez”, a donde uno llega cuando es joven y siente que sabe todo para después caer en el “valle de la desesperación” cuando uno percibe la soledad de la práctica cotidiana y advierte que lo otro era “ilusión de conocimiento”.

Después dependerá de cada uno y de la formación que tenga el poder de trepar la pendiente hacia una suerte de “iluminación”, no desde el punto de vista místico, pero sí vislumbrar que las cosas son más complicadas de lo que uno creyó y que hay caminos para ir resolviéndolo. Lograr esto dependerá de múltiples factores personales y del contexto de práctica, es decir que para muchos médicos pueden pasar años posteriores a la formación y nunca ascender lo necesario en esta pendiente de “iluminación” progresiva.

Finalmente, y luego de muchos años de práctica virtuosa de la medicina (esto implica estudio, práctica, enseñanza e idealmente investigación) se podrá alcanzar un pico real cuya altura (y grado de expertise final) dependerá, nuevamente, de muchas variables individuales. Hay estudios que sugieren que este grado de experiencia (“gurú”) difícilmente se alcance en la medicina antes de los 45 años, que puede variar según el grado de desarrollo del país donde se ejerza la profesión.

La “epifanía” de Mozart o la destrucción de mitos

Todo lo que mencioné sobre preparación y esfuerzo está reñido con la falsa creencia sobre la “creatividad” que se ha postulado para escritores, artistas y descubrimientos científicos. La idea de que alguien descubrió la estructura helicoidal del ADN mientras tomaba un baño o descorchaba una botella tiene glamur. Pero la dura y transpirada realidad contradice y desenmascara el mito.

De hecho, por muchos años se le atribuyó a Mozart una carta publicada en 1815, en una revista de música alemana, donde aludía a su supuesta inspiración mágica cuando estaba tranquilo o cuando pasaba etapas sin dormir. Pero se probó que la carta era falsa y que su verdad se expresaba en cartas escritas a su familia en la que describía lo agotador que le resultaba componer su música, el esfuerzo de combinar armonía, ritmo y melodía. Kevin Ashton escribió un interesante libro sobre la destrucción de mitos, titulado Cómo volar un caballo, donde detalla los pormenores de la creación, los descubrimientos científicos y los más variados inventos.

Por supuesto que existen genios fuera del rango estadístico como Mozart o Einstein u otros similares en diversos campos de las humanidades y ciencias, pero son personas que pasan

la mayor parte del día objetivamente dedicados y enfocados en su pasión, aunque estén en un momento social o personal, su mente muy probablemente sigue conectada a ese tema central que mueve sus vidas.

Por el contrario, uno podría mostrar fácilmente que una inmensa mayoría de las personas que dedicamos gran parte de nuestras vidas a cierta actividad no llegamos nunca a generar la canción, el poema, la pintura o el artículo científico que se transforme en un aporte significativo a la humanidad.

Con el propósito de definir el expertise necesario para un ejercicio idóneo de la medicina, quizás sirva describir todo lo opuesto: la mediocridad de quienes harán de la medicina una práctica que de una forma u otra hace daño al paciente. El llamado “efecto Dunning-Kruger” corresponde a lo que estos psicólogos identificaron sobre la mediocridad.

Descubrieron que hay una relación proporcional entre la ineptitud y la sobreestimación de las propias habilidades, en pocas palabras: una relación entre la estupidez y la vanidad. Los autores postulan que la mayoría de las personas sobreestiman sus capacidades y esto llega a su máxima expresión en aquellas personas limitadas cognitivamente pero que tienen una “ilusión de superioridad”. Por este hallazgo recibieron el Premio Ig Nobel, un galardón internacional que se otorga a los descubrimientos más “curiosos” o extravagantes en ciencia.

La implicancia práctica de este problema se traduce en que si un sistema (hospital, universidad, gobierno) no cuenta con los sistemas de selección y promoción por mérito adecuados, los espacios los ocuparán personas que se creen idóneas para el puesto… y el resultado lo conocemos bien.

A todo lo anterior se agrega otra variable más importante en la medicina que en otros campos: complementar idoneidad con honestidad. Una combinación que, tristemente, no aparece con frecuencia. Sí solemos encontrar médicos inteligentes y capacitados que obran de manera deshonesta, con lo cual se convierten en un verdadero peligro para los pacientes.

Por supuesto, lo anterior no implica que en nuestro país no haya médicos con enorme capacidad y de una integridad sólida como una roca. Solo intento transmitir que lamentablemente, como todo el resto de las áreas, la medicina se ha deteriorado progresivamente.

Errar es humano

En 1999 el Instituto de Medicina de los EE.UU. publicó el impacto que tenían en la población los errores que cometían los médicos y el sistema médico en general. El trabajo se tituló To Err is Human: Building a Safer Health System (Errar es humano: construyendo un sistema de salud más seguro). El libro buscaba “romper el silencio” que rodea los resultados de la actividad médica y comienza mostrando que las muertes calculadas como secundarias a errores médicos superan a las causadas por accidentes de tránsito, el cáncer de mama y el SIDA en conjunto (considerar que esto se publicó en 1999 cuando aún el tratamiento de SIDA no tenía la efectividad actual).

Los autores apuntan a una reformulación de la fuerte creencia popular de que el sistema de salud y los médicos tienen un funcionamiento casi perfecto (es decir, sin errores). Demostraron que muchas muertes no derivan de la evolución de un proceso patológico irreversible sino de errores en la extensa y compleja cadena de decisiones que implica el proceso de diagnóstico y tratamiento médico.

Es decir, se investigó no solo el efecto de un tratamiento incorrecto o la indicación de un diagnóstico innecesario sino también las complicaciones de tratamientos y estudios diagnósticos más allá de si estaban o no bien indicados. El resultado, sorprendente para casi todos, fue que los errores médicos representaban una de las principales causas de muerte en ese país (hasta 100.000 muertes por año en ese estudio). El estudio concluía que el sistema de salud estaba por lo menos una década atrasado con respecto a los sistemas de seguridad implementados por otras disciplinas de alto riesgo.

Diversos investigadores continuaron estudiando el tema, como JT James en su artículo “A new, evidence-based estimate of patient harms associated with hospital care” (“Una nueva estimación basada en evidencia sobre la relación entre los daños al paciente y los cuidados hospitalarios”), de 2013, cuyas conclusiones evidenciaron que los errores médicos estaban entre las principales causas de muerte con más de 400.000 casos anuales equiparando al infarto cardíaco, al accidente cerebrovascular y al cáncer.

El número de muertes causadas por el sistema de salud en diferentes cálculos llegó a 784.000 comparado con 600.000 muertes cardiovasculares y 550.000 por cáncer en 2001. En un estudio de 2016 a cargo de Martin A Makary y Michael Daniel, titulado “Medical error —the third leading cause of death in the US” (“Error médico: la tercera causa de muerte en los Estados Unidos”), se estimó que los errores médicos, con 251.000 muertes por año, representan la tercera causa de muerte en los EE.UU.

Razonablemente, podríamos preguntarnos si en un país con una muy buena formación médica promedio, con acceso a tecnología de punta y con un sistema de justicia que castiga severamente la mala praxis, los errores médicos tienen estas consecuencias, entonces ¿qué nos toca a quienes vivimos en países donde la formación médica tiene menor estándar de calidad, la tecnología no es de punta y no todos los casos de mala praxis logran condena?

Los hallazgos de los EE.UU. no sorprenden tanto al contrastarlos con un estudio, a cargo de Judy Siegel-Itzkovich, titulado “Doctors’ strike in Israel may be good for health” (“La huelga de médicos en Israel podría ser buena para la salud”), que mostró que durante los días en que el sistema de salud estuvo de huelga —solo se mantenían los servicios más básicos— en Israel (también se observó en estudios del Reino Unido y California), ¡la mortalidad general disminuyó!

En otro caso que sorprende, cuando los cardiólogos “senior” de un servicio viajaban al congreso sobre la especialidad, la mortalidad cardiovascular disminuía. Esto también se explica porque quienes indican la mayor cantidad de procedimientos más riesgosos son los cardiólogos con más experiencia, mientras que los jóvenes que no tenían la oportunidad de viajar porque debían quedarse a cargo del cuidado de los pacientes, preferían evitar indicaciones que no fueran absolutamente necesarias.

Estos hallazgos son consistentes con estudios que muestran que hasta el 30% de los procedimientos médicos (prescripciones de medicación, estudios diagnósticos y procedimientos terapéuticos) resultan innecesarios. Curiosamente, el dato surge de una encuesta estadounidense a 2000 médicos entrevistados titulada “Overtreatment in the United States” (“Sobretratamiento en los Estados Unidos)”, a cargo de Martin Makary y sus colaboradores en 2017. Los encuestados opinaron que el médico estaba más inclinado a realizar una indicación innecesaria cuando tenía un beneficio económico. Este exceso de indicaciones juega un rol preponderante en el progresivo aumento del costo general en salud.

La salud en general es un excelente ejemplo de que más no necesariamente es mejor.

En el extremo, este fenómeno se evidenció en la India, donde el Gobierno ofreció una serie de beneficios para que las mujeres trasladaran el parto de sus hogares para hacerlo en el hospital. Así ocurrió una masiva movilización de mujeres que se trasladaron a centros médicos para tener a sus hijos, lo que resultó en un significativo aumento de las complicaciones y las muertes asociadas con los partos. Este simple acto médico realizado en centros que no estaban adecuadamente preparados causó una frecuencia de complicaciones mayor que las que ocurrían en los partos a domicilio.

Para concluir, parece apropiado comparar a la medicina con la aviación. Básicamente, la vida de seres humanos está en las manos de unas pocas personas. Sin embargo, los mecanismos de control sobre los individuos al mando de un avión son muy superiores a los aplicados en la medicina. A pesar de que la tecnología y los protocolos están disponibles, viajar en un avión hoy en día resulta mucho más seguro que llegar a un diagnóstico acertado o a un final exitoso en una cirugía.

¿Cómo es posible que el médico pueda ejercer en un ambiente privado indicando estudios y procedimientos invasivos según su parecer y sin ningún tipo de control sobre lo que decida hacer con un paciente? El piloto es estrictamente supervisado cada vez que ejerce su práctica. Y regularmente debe pasar exámenes en simuladores de vuelo durante toda su carrera. Lo obligan a retirarse a una temprana edad. ¿Por qué los médicos siguen ejerciendo actividades que requieren enormes habilidades y entrenamiento cognitivo (diagnósticos clínicos) y motor (cirugía) sin límites hasta la edad que decidan? Muchos ejercen hasta entrada la octava década. Recientemente se ha sugerido en los EE.UU. que los médicos deberían realizar un estudio cognitivo al cumplir 70 años y repetirlo regularmente si pretenden seguir con su práctica médica.

A la ciencia no le importa lo que un médico piense. Hay una sola ciencia sin demasiada amplitud en la forma en que se puede aplicar a cada individuo. Difícilmente un médico deba responder por los errores que comete con sus indicaciones, a menos que se le inicie una denuncia judicial. A diario se indican miles de estudios diagnósticos, tratamientos farmacológicos y procedimientos invasivos innecesarios. ¿Por qué no se filman las cirugías y otras actividades en quirófanos y salas diagnósticas? ¿No oficiaría de contrapartida de las cajas negras de los aviones?

Se ha demostrado que el reporte público de los resultados médicos resulta en una menor tasa de complicaciones y muertes comparado con los casos en que esta información no es notificada. Obviamente, organismos independientes y confiables deben auditar los resultados reportados. ¿Qué valor pueden tener los valores publicados en sitios de internet de una institución médica específica cuando los prepara el propio centro médico sin haberlos publicado en una revista científica con evaluación a cargo de jurados o auditores independientes?

Al respecto hay un interesante estudio de 2019, a cargo de Daniel A Jones y colaboradores titulado “The association between the public reporting of individual operator outcomes with patient profiles, procedural management, and mortality after percutaneous coronary intervention: an observational study from the Pan-London PCI (BCIS) Registry using an interrupted time series analysis” (“La relación entre el reporte público de los resultados de operadores individuales con perfiles de pacientes, la gestión de los procesos y la mortalidad luego de una intervención coronaria percutánea: estudio observacional del Registro Pan-London PCI [BCIS] utilizando análisis de series de tiempo interrumpido”). Los autores evaluaron a más de 120.000 pacientes durante 10 años comparando resultados de tratamientos coronarios antes y después de iniciar el reporte público de resultados. Las complicaciones cardiológicas y cerebrovasculares disminuyeron significativamente en el grupo tratado luego de implementar el reporte público de resultados.

Antes de cualquier presentación en un congreso o situación similar, los científicos debemos mostrar una primera diapositiva donde declaramos quiénes o qué grupos nos han pagado por algún trabajo académico. Se trata de una forma de sincerar las posibilidades que tenemos de transmitir información potencialmente sesgada. A pesar del llamado disclaimer, todos estamos convencidos de que más allá de haber recibido dinero o invitaciones de los más variados tipos, a “nosotros” eso realmente no nos afectará en nuestras opiniones, ni cambiará el modo de definir qué medicación o tecnología será la más adecuada para tratar a nuestros defendidos, es decir, pacientes.

Recuerdo cuando un gran científico y profesor alemán tuvo que mostrar dos diapositivas para que entraran la cantidad de laboratorios farmacéuticos que le pagaban por su opinión y trabajo experto. Con un tono de humor, al mostrarlas, agregaba “… y si alguna industria farmacéutica presente en esta charla no está incluida en mis diapositivas, por favor no duden en verme después de la conferencia…”.

Por eso, antes de adentrarme en los temas del libro, quiero advertir que no tengo ningún interés “escondido”, ni objetivos comerciales relacionados con algún tema incluido en este texto.

Algunas coordenadas para leer este libro. Evidencia: la palabra mágica

Como mencioné anteriormente, el investigador canadiense David Sackett decidió crear el concepto de la “medicina basada en la evidencia”. Se refería simplemente a que para definir la efectividad de una intervención sobre un proceso (patología), se debía usar un diseño con herramientas estadísticas que involucran la comparación entre un grupo que recibe el tratamiento a ser evaluado y un comparador placebo. Si bien la experimentación de tratamientos seguía estos criterios desde mucho tiempo antes a su propuesta, Sackett logró imponer el concepto de que, para poder definir la eficacia de cualquier intervención en la salud, se debe contar con la “evidencia” generada por estudios diseñados siguiendo criterios metodológicos estrictos.

La premisa de la medicina basada en la evidencia es: los resultados que no se obtienen a través de un estudio con metodología estadística apropiada equivalen a meras anécdotas. La palabra “apofenia” —acuñada por el psiquiatra Klaus Conrad en 1959— se refiere, precisamente, a la inclinación que tenemos los seres humanos a atribuir una relación causal o detectar patrones en eventos aleatorios que no los tienen.

Todos podemos vernos influenciados por el resultado de lo que uno escucha u observa. Y así Denton Cooley sostenía la creencia de que las tres palabras más peligrosas de la medicina son “en mi experiencia”. Sin temor a ofenderlo, el médico debe saber que al paciente no le interesa “su experiencia”. Lo que uno quiere de su médico es que le transmita la evidencia científica disponible sobre su enfermedad adaptada a su persona.

Pero la situación resulta más complicada aún, ya que la evidencia disponible puede no aplicarse a “su” persona (por ejemplo: si los estudios sobre una enfermedad se han hecho solo en menores de 50 años y usted tiene 70, quizás los resultados no aplican a su caso particular). Otros fenómenos que contribuyen a perpetuar las anécdotas como información válida son el sesgo de confirmación en los profesionales que escuchan a sus pacientes decir que han mejorado con cierto tratamiento conjugado con la disonancia cognitiva que les impide rechazar la anécdota en favor de la data real. Muchos médicos actuando con buena fe contribuyen equivocadamente a transformar a las anécdotas en pseudodata.

A fin de evitar que las páginas venideras se conviertan en un anecdotario personal, el lector encontrará en cada capítulo numerosos estudios que fundamentan los temas, advertencias y sugerencias. Pero, para agilizar la lectura, opté por mencionar únicamente al autor principal del estudio, y su traducción al español. Luego, en el capítulo de bibliografía final, se encuentran los datos completos de cada fuente citada y muchas otras referencias más para aquellos interesados en ampliar sobre un tema particular.

Por lo tanto, en las páginas que siguen el lector encontrará en cada capítulo: una breve reseña con los antecedentes históricos de algunas prácticas médicas que ya han sido superadas en los países con mayor desarrollo profesional, pero que aún están arraigadas en los países del Cono Sur; también encontrará los resultados de los estudios actuales que demuestran la ineficacia de esas prácticas; casos reales de pacientes que consultan a diario; la discusión sobre esos casos y una serie de sugerencias para poder decidir en forma independiente qué es lo que más conviene hacer para preservar la salud.

Sin pretender hacer comparaciones que serían inaceptables, se puede elegir leer este libro como Cortázar sugería hacer con Rayuela. Se puede empezar por la primera página y seguir en orden hasta el final, pero también se puede optar por elegir el tema de interés o preocupación especial para en otro momento cubrir otras secciones.

PRIMERA PARTE

Prevención

La gente rara vez muere por enfermedades. Usualmente muere por la medicina.

XU YANZUO (dinastía Qing)

SECCIÓN 1: CORAZÓN

Toda verdad pasa por tres estadios: Primero, es ridiculizada; segundo, es opuesta violentamente; tercero, es aceptada como algo evidente.

ARTHUR SCHOPENHAUER

CAPÍTULO 1

El mapa del corazón

Un poco de historia

En el siglo II, Galeno de Pérgamo aseguraba que el “humor” que alimentaba a los diferentes órganos se formaba a partir de la comida y recibía su valor “espiritual” en el hígado. En el corazón este humor pasaba de un lado al otro a través de poros y en ese momento recibía aire de los pulmones. Recién en el siglo XVII (1628) William Harvey publicaba su De motu cordis et sanguis in animalibus (Del movimiento del corazón y de la sangre en los animales) con las ideas que transformarían el conocimiento de la fisiología cardiovascular y que permanecen esencialmente inalteradas hasta el día de hoy.

Calculando la cantidad de sangre que el corazón expulsa con cada latido y las veces que se contrae por minuto, Harvey notó que en media hora el corazón expulsaría mucha más que toda la sangre que hay en el cuerpo. Esto hacía imposible que, según la teoría de Galeno, se pudiera formar tanta sangre y tan rápidamente a partir de los alimentos, por lo que propuso que la única forma posible de explicar este fenómeno era que la misma sangre circulara dentro del cuerpo.

Harvey no pudo explicar cómo pasaba la sangre durante su circulación desde las arterias a las venas. Hizo falta que pasaran 30 años para que el italiano Marcello Malpighi, usando el microscopio, identificara pequeños vasos con un diámetro similar al del pelo, llamados capilares (por “pelo”), que conectan el paso de la sangre arterial cargada de oxígeno con los diferentes órganos y tejidos para luego pasar a las venas que la transportarán hasta el corazón y los pulmones para su nueva oxigenación.

Actividad eléctrica en el corazón

Se considera a Luigi Galvani como “el padre de la electrofisiología” moderna gracias a la cual se pueden detectar y corregir diversas arritmias que alteran la conducción eléctrica cardíaca normal. En el año 1780 en su Bologna natal, Galvani experimentaba aplicando estímulos eléctricos que generaban contracciones en las patas de una rana. Equivocadamente, Galvani creyó que el impulso eléctrico que generaba el movimiento en la extremidad del animal muerto se producía en los nervios del propio animal.

Su colega y muchas veces competidor, Alessandro Volta, reproducía estos experimentos a poca distancia en la ciudad de Pavia. A este fenómeno lo llamaron bioelectricidad que luego propició en el siglo XVIII el campo de la “medicina eléctrica”, que con los años alcanzaría un crecimiento inimaginable en ese momento.

Galvani seguramente nunca sospechó que sus experimentos serían leídos e inspirarían pocos años más tarde (en 1818) a una joven Mary Shelley que a sus 20 años publicó Frankenstein. ElPrometeo moderno. Shelley nunca menciona directamente en su libro que la creación de vida en su “monstruo” surge a partir de la estimulación eléctrica, pero sin duda los trabajos de Galvani y el hecho de que su futuro marido le contara historias de terror influyeron en la creación de su obra maestra.

El electrocardiograma

En 1887 el inglés Augustus Waller registró el primer electrocardiograma en la historia. Para sus demostraciones en Europa y los Estados Unidos construyó el primer electrocardiógrafo que usaba electrodos adheridos en la piel de su perro Jimmy. En 1895 el médico holandés —nacido en Indonesia— Willem Einthoven fabricó el primer electrocardiógrafo para uso clínico cuyo empleo se difundió rápidamente al confirmarse la utilidad en poder registrar la actividad eléctrica del corazón.

Por los aportes logrados recibió el Premio Nobel en 1924. Si bien las ondas del electrocardiograma fueron nombradas “a, b, c, d, e” en la descripción original, Einthoven recurrió a fórmulas para corrección de las deflexiones originales y decidió renombrarlas usando las letras de la segunda mitad del abecedario “p, q, r, s, t”, siguiendo la notación que usaba Descartes para nombrar puntos consecutivos en una curva. De esta forma quedaron bautizadas las ondas electrocardiográficas utilizadas hasta hoy en día.

El marcapasos y el desfibrilador

Los desarrollos en la detección de la actividad eléctrica cardíaca llevaron a la creación de equipos para poder lograr tratamientos de las alteraciones en la conducción eléctrica, y así, en 1931, se construyó el primer marcapasos, cuyo volumen —similar al de un lavarropas moderno— le impedía ser colocado dentro del cuerpo de una persona como sucede hoy en día. Gracias a estos adelantos, en 1947 Claude Beck usó un invento propio para descargar impulsos eléctricos con dos cucharas con mango de madera en un muchacho de 14 años que había sufrido un paro cardíaco durante una cirugía.

En 1959 fueron los rusos quienes inventaron el primer desfibrilador portátil que permitía aplicar los impulsos eléctricos al pecho del paciente sin tener que acceder necesariamente al corazón. El desfibrilador adquirió rápida popularidad que alcanzó su punto máximo cuando se usó exitosamente durante un paro cardíaco que tuvo el presidente de los EE.UU. Lyndon Johnson. Como ha sucedido tantas veces, fue la casualidad la que llevó a la creación del marcapasos actual.

Durante una cirugía en que operaba el reconocido y pionero cirujano cardíaco Walton “Walt” Lillehei de Minnesota —autor de la primera cirugía cardíaca en 1952—, la luz del hospital se cortó, y el marcapasos que estaba usando se apagó, lo que causó la muerte del paciente. Esto llevó a Lillehei a hablar con el ingeniero Earl Bakken, dueño de una pequeña compañía de productos electrónicos, para que desarrollara un marcapasos portátil que funcionara con su propia batería. Con ello Bakken hizo una enorme contribución a la ciencia (seguramente nunca imaginó que tiempo después él mismo iba a necesitar la colocación de un marcapasos...). Y su compañía, que se llamaba Medtronic, se convirtió así en la productora de equipamiento médico más importante del planeta.

Fisiopatología del sistema circulatorio, versión “simple” (no simplista)

Para cumplir con fines prácticos, podemos decir que el corazón funciona como una bomba que expulsa hacia el cerebro y al resto de los órganos del cuerpo la sangre que ha sido oxigenada en los pulmones. Esto lo hace durante su fase de contracción llamada sístole y durante la fase de relajación llamada diástole, el corazón se llena con la sangre que eyectará con la próxima sístole.

La sangre, que ha transportado el oxígeno a los diferentes órganos, llega a las cavidades derechas (aurícula y ventrículo) del corazón por las grandes venas (cava inferior desde piernas, abdomen y tórax y superior desde la cabeza y brazos). Desde el ventrículo derecho impulsa la sangre que le llega hacia el pulmón por medio de la arteria pulmonar. Luego de oxigenarse, al pasar por los alvéolos pulmonares que contienen el aire inspirado, esta sangre oxigenada llega al lado izquierdo del corazón desde el pulmón y desde allí se distribuye hacia todo el organismo por medio de la arteria aorta que se origina en el ventrículo izquierdo.

Cada mitad del corazón está constituida por dos cavidades, la aurícula y el ventrículo que están conectados a los vasos previamente mencionados. Estas cavidades tienen válvulas (tricúspide a la derecha y mitral a la izquierda) que conectan las aurículas con los ventrículos y también los vasos (arterias aorta y pulmonar), cuyas válvulas llevan el nombre de la propia arteria (válvula aórtica y válvula pulmonar).

Ahora bien, la disfunción de las válvulas puede causar alteraciones significativas en el funcionamiento adecuado del circuito circulatorio. Así, por ejemplo, el relativamente frecuente achicamiento (estenosis) de la válvula aórtica impide que con cada latido salga una cantidad suficiente de sangre hacia el cuerpo y se manifiesta el cuadro clínico de la “estenosis aórtica”. Dependiendo de la severidad de la estenosis, la persona podrá tener desde fatiga exagerada durante el ejercicio o actividad diaria usual hasta desmayos o incluso la muerte súbita ante un severo estrechamiento del área de la válvula.