Al pie de la Torre Eiffel - Emilia Pardo Bazán - E-Book

Al pie de la Torre Eiffel E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Con fascinación y horror, a partes iguales, seguía el mundo la construcción del coloso de hierro que se levantaba en París como gran atracción de la Exposición Universal de 1889. Entre los enviados especiales de la prensa se encontraba doña Emilia, una experta viajera y eficaz reportera que da cuenta en estas crónicas de los pormenores del acontecimiento. La vemos lidiar con sus cocheros, protestar por los precios de los hoteles, evaluar la situación política, reflexionar sobre algunas de las figuras de la cultura, extasiarse ante las novedades tecnológicas o calibrar la oportunidad de la moda del momento: el traje pantalón al que alaba entusiasta en pro de la libertad de movimientos de las mujeres. Es un París que conoce bien, hervidero de novedades, intrigas y excentricidades que ella recoge con talante ameno, chispeante y hasta divertido. La escritora disfruta prestando sus ojos y oídos a lectores lejanos que, como ella, admiran la batahola de sucesos que trae la modernidad a la entonces capital del mundo.

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SOBRE LA AUTORA

EMILIA PARDO BAZÁN (LA CORUÑA, 1851 – MADRID, 1921)

Escritora, periodista, feminista, ensayis­ta, catedrática y traductora, entre algu­nas de las muchas disciplinas que practicó, fue una de las figuras más importantes de la corriente naturalista de finales del XIX en España. De temperamento inquieto y curioso, atesoró una gran cultura sin pasar por la Universidad (vetada a las mujeres en su tiempo) y viajó incansablemente por España y Europa. Su mirada cosmopolita sobre la sociedad de su tiempo, la influencia de la cultura francesa y su talante reivindicativo en pro de la igualdad para las mujeres, la convierten en una intelectual siempre atenta a cuestiones sociales. Entre los relatos de viaje que escribió, las crónicas dedicadas a París para varios medios de España y Latinoamérica la desvelan como una observadora atenta y sagaz.

SOBRE EL LIBRO

Con fascinación y horror, a partes iguales, seguía el mundo la construcción del coloso de hierro que se levantaba en París como gran atracción de la Exposición Universal de 1889. Entre los enviados especiales de la prensa se encontraba doña Emilia, una experta viajera y eficaz reportera que da cuenta en estas crónicas de los pormenores del acontecimiento. La vemos lidiar con sus cocheros, protestar por los precios de los hoteles, evaluar la situación política, reflexionar sobre algunas de las figuras de la cultura, extasiarse ante las novedades tecnológicas o calibrar la oportunidad de la moda del momento: el traje pantalón al que alaba entusiasta en pro de la libertad de movimientos de las mujeres.

Es un París que conoce bien, hervidero de novedades, intrigas y excentricidades que ella recoge con talante ameno, chispeante y hasta divertido. La escritora disfruta prestando sus ojos y oídos a lectores lejanos que, como ella, admiran la batahola de sucesos que trae la modernidad a la entonces capital del mundo.

La franqueza, la naturalidad y la espontaneidad caracterizan a una narradora que no pierde de vista a su lector.

ANA RODRÍGUEZ FISCHER

Al pie de la Torre Eiffel

EMILIA

Título original:Al pie de la Torre Eiffel. La España editorial, 1898.

Título de esta edición:Al pie de la Torre Eiffel

Primera edición enLA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES: febrero de 2020

© de esta edición:

LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:

[email protected]

© del prólogo: Ana Rodríguez Fischer

© de la maquetación y el diseño gráfico: Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-56-5 | ITHEMA: WTL; 1DDF

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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Al pie de la Torre Eiffel

EMILIA PARDO BAZÁN

EMILIA PARDO BAZÁN (1851 - 1921)

Al pie de la Torre Eiffel

UNA APASIONADA ESTETA AL PIE DEL COLOSO DE HIERRO

¡FRANCIA! AQUEL PARÍS

EN BURDEOS. RECUERDO A BARCELONA

PARÍS NECESITA REY. TRIUNFO DEL PUEBLO

LA INAUGURACIÓN

LA EXPOSICIÓN POR FUERA

COCHEROS Y REPRESIÓN

GENTE MENUDA

PRO PATRIA

EL GIGANTE

TRAPOS, MOÑOS Y MERENDENGUES

EL PIE DE LA ESTATUA DE ZUINGLIO

BAVARIA

UNA CIUDAD GÓTICA: NÚREMBERG

UNAS AGUAS ELEGANTES

EL TEATRO EN FRANCIA. SARA BERNHARDT

ALGO DE ESPAÑA Y AMÉRICA

EPÍLOGO

NOTA DE LA EDITORA

UNA APASIONADA ESTETA AL PIE DEL COLOSO DE HIERRO

En la España de su época, doña Emilia Pardo Bazán fue una viajera impar que dejó testimonio de sus experiencias nómadas en varios libros1, de entre los cuales quiero ahora destacar Al pie de la Torre Eiffel y Por Francia y por Alemania (Crónicas de la Exposición) (1889)2, dos volúmenes unitarios que además responden a una modalidad muy característica del momento, el reportaje de actualidad, que tenía por objeto cubrir la información sobre cualquier acontecimiento que fuese de interés para el lector: la inauguración de un tramo ferroviario o la aparición de otros ingenios fruto del progreso técnico, pero también las novedades y la moda en sus múltiples manifestaciones.

Ahora bien, de entre esos posibles focos de cu­­riosidad, las visitas y relatos referidos a las célebres Exposiciones Universales llegaron a constituir casi un microgénero literario o periodístico. Ya una de ellas centraba el Viaje a París en 1855 del joven Alarcón, acérrimo enemigo de la España del Antiguo Régimen tras el desencanto con la revuelta de julio de aquel año y exaltado francófilo para quien París y su Exposición eran «la suprema altura de la marea humana, el resultado de mil pasados siglos combinados [...], siempre coronado con la última piedra asentada en el edificio misterioso de lo porvenir»3. La propia doña Emilia, con anterioridad a esta de París de 1889, es probable que visitara la Exposición Universal que se celebró en Viena del 1 de mayo al 31 de octubre de 18734, según puede suponerse a partir de la lectura del citado Apuntes de viaje. De España a Ginebra. Igualmente, otras exposiciones de ámbito más reducido y específico —como la gran Exposición báltica que se celebraba en Malmö (Suecia) de la que nos habló Carmen de Burgos durante su viaje de 19145 atraían los pasos de los viajeros. Para Baroja, las exposiciones universales fueron una invención del siglo XIX cuyo «aire docente y al mismo tiempo colosal» expresaba muy bien el carácter de los primeros años de aquel siglo, cuando «la filosofía, la literatura, la ciencia, la música y la industria avanzaron en triunfo»6. Según él, una de las tendencias de las exposiciones fue «el crear el gusto por lo colosal», puesto que de ellas salieron «las galerías de máquinas, los palacios de cristal y, sobre todo, la torre Eiffel que, en su tiempo, y durante muchos años, ha sido como el gran atractivo moderno de la ciudad de París para los tontos. Algunos tradicionalistas franceses de gusto estético protestaron contra ese aparato de hierro que tiene más aire de andamio que de una torre auténtica; pero en este caso, como en muchos otros, los modernistas triunfaron». Es evidente que Baroja se alinea con los primeros y no con quienes la exaltaban como verdadera apoteosis del progreso y de la sublime ingeniería, aunque la emblemática torre enseguida volvería a pasar por el más ingrato de los descréditos hasta que ciertas tendencias racionalistas de la arquitectura y del arte de vanguardia encontraron en ella un precedente y un modelo, y los poetas empezaron a «madrigalizar» a los pies del coloso7.

La razón de centrar mi estudio sobre Pardo Bazán en tanto que viajera8 obedece al interés que ofrece porque, entre otros muchos temas de gran actualidad, recoge el impacto que causó «el coloso de hierro» —un tema que ya no está en su siguiente libro nómada. Cuarenta días en la Exposición—. Además, en estos textos Pardo Bazán nos habla ya desde su veteranía viajera y con un amplio conocimiento de la capital francesa, que habría visitado por primera vez en 1871 en compañía de toda su familia9. Por esas mismas fechas, empezó también a escribir un Diario de viaje que no llegó a publicar nunca, pero cuyo cultivo sin duda la familiarizó con el hábito de escribir, a juzgar por lo anotado en sus Apuntes autobiográficos, donde afirmó que «desde entonces fue para mí una necesidad apremiante el tener emprendido algún trabajo o estudio; señal de que la reflexión empezaba a sobreponerse a la perezosa alegría y vagancia de los tiernos años juveniles»10. No me parece disparatado suponer que algunas de aquellas primeras «impresiones» o anotaciones pasarían, reelaboradas o no, a formar parte de Un viaje de novios (1881), cuyo capítulo XIII transcurre en la gloriosa capital. Imagen nostálgica de aquellas tempranas estancias —a las que habría que sumar la de 1886 y la de marzo de 188711— la encontramos en las páginas de Al pie de la Torre Eiffel: «Yo sé que en París todo resulta, porque conozco aquella capital. Dos o tres inviernos he pasado en el cerebro del mundo, haciendo hasta las cuatro de la tarde la vida del estudiante aplicado, y de cuatro a doce de la noche la del incansable turista y observador»12.

La razón de haber seleccionado, de entre los libros de viaje de doña Emilia, estas Crónicas, obedece a que el perfil de la viajera que ahora encontramos ofrece interesantes variaciones respecto a otros. También el motivo y el objeto del viaje. Pardo Bazán lo hace en calidad de cronista de La España Moderna13. Escribe, por consiguiente, para los lectores de esa publicación y más de una vez, ante ciertos reproches o recomendaciones, no vacila en sacrificar el conveniente o recomendable patriotismo en aras de la verdad y la fidelidad al lector. Hay una dimensión de servicio al público en estas relaciones, que se percibe tanto en algunos detalles prácticos —la prevención sobre los precios abusivos de algunos hoteles, o la reventa de billetes, y las recomendaciones para elegir restaurantes y menús, e incluso sobre el trato que conviene dispensar a los cocheros—, como en declaraciones directas y francas pese a que al parecer alguien le aconsejaba «que no comunicase estos detalles a mis lectores de la América del Sur, a fin de que no formasen mala idea de cómo andamos gobernados y regidos los españoles». Estamos ante una narradora que ha asumido resueltamente la premisa de su querido Padre Feijoo y escribe para que sus lectores no se llamen a engaño.

No será la única ocasión en que la cronista reaccione vehementemente contra según qué tipo de hipócritas recomendaciones. La verdad es un valor que para ella está por encima de miserables conveniencias mundanas; no en vano se ganó el calificativo de Capitana Verdades, por su sinceridad y atrevimiento.

Y conviene anticipar ya que este rasgo de transparencia, franqueza y espontaneidad es constante en una escritora que jamás se sentirá tentada por aparentar conocimientos que no tiene, declarando limpiamente omitir o excluir de su relación asuntos que no le son conocidos o para los cuales no se siente competente; ni tampoco vacilará en desvelar las fuentes en que se apoya al abordar cuestiones que no presenció, pero para las cuales cuenta con otro narrador fiable, o bien de asuntos que no le son muy propios, como todo lo referido al desarrollo industrial. Cuando sus escasos conocimientos para tratar de ciertos aspectos la obligan a recurrir a la comparación, pese a ser muy consciente de lo inadecuada que tal perspectiva resulta, declara abiertamente a sus lectores los riesgos de emitir juicios comparativos entre naciones. También es consciente doña Emilia de que una relación periodística como la suya puede ir acompañada de defectos, ya que por las condiciones en y desde las que escribe no puede ser esta una obra «de observación profunda, de seria y delicada análisis, de fundada doctrina, ni de arte reflexivo y sentido, elaborado en los últimos camarines del pensamiento o en las delgadas telas del corazón»14.

Líneas como las recién citadas no responden ni mucho menos al manido tópico de la captatio benevolentiae, pues a continuación se observa la clara conciencia que ella tenía de cómo «la necesidad de escribir de omni re scibili», siempre deleitando e interesando aunque se traten materias «de suyo indigestas y áridas», la obliga «a nadar a flor de agua, a presentar de cada cosa únicamente lo culminante, y más aún lo divertido, lo que puede herir la imaginación o recrear el sentido con rápido vislumbre, a modo de centella o chispazo eléctrico». Es, desde luego, una fórmula que bien podría pasar a formar parte de un decálogo para uso de cualquier cronista responsable. Además, la autora tiene muy en cuenta las limitaciones que las modernas condiciones del viaje imponen, máxime si tenemos en cuenta que ella aborrecía tomar apuntes15:

... la vida es muy corta, las aficiones múltiples, el campo vastísimo, y rara vez nos encontramos en situación de dar vado a nuestro gusto en estas materias. De las grandezas que hemos entrevisto así, hablamos después por la rápida impresión experimentada, y que ha sido, rigurosamente, el deslumbramiento de un relámpago: nuestro juicio es, y tiene que ser, deficiente y aventuradísimo; nuestra memoria, infiel; nuestra opinión, poco madura y nada decisiva para la cultura artística del que nos lee. Esto es verdad, verdad inconcusa, como lo es también que el hombre es falible, y en arte y en todo yerra: yerra después de maduro examen, yerra aprisa y yerra despacio, yerra de palabra y yerra por escrito... y también acierta en ocasiones como el borriquiIlo del inmortal fabulista16.

Por ello, jamás se sentirá tentada de disfrazar su ignorancia ni de ostentar conocimientos que no posee para encumbrarse ante el lector, un comportamiento no precisamente infrecuente, pero que a ella le resulta pueril, según manifiesta en este mordaz comentario:

Siempre juzgué gran niñería el aparentar poseer casillas intelectuales que nos faltan; yo no tengo la bosse o chichón de la mecánica: quédese para los hombres políticos, cuando un viaje o tournée electoral, el fingirse extasiados en una fábrica de tejidos de algodón, vg., cuando realmente dudan si el algodón lo produce una planta o si es el capullo de algún gusano17.

Por consiguiente, la franqueza, la naturalidad y la espontaneidad caracterizan a una narradora que no pierde de vista a su lector, cuya continua «presencia» explicaría también la llamativa galofobia de algunos textos18 —y que me sorprende dada la francofilia de doña Emilia, al menos en el plano literario—, rasgo sobre el que reflexiona en el epílogo que redactó al dar a la imprenta el segundo tomo de las Crónicas:

De haber sido escritas para público americano origínase también una falta o exceso de estas crónicas: cierta galofobia acentuada en la forma aunque templadísima en el fondo. En efecto, la epidermis del espíritu se irrita a veces y la irritación superficial dicta censuras que con suma facilidad pueden convertirse en arranques de impaciencia: arranques pasajeros, que la reflexión corrige, sin evitar que se reproduzcan ante nuevos estímulos, cuando desprevenido el ánimo y en actividad la pluma, acuden a ella conceptos no meditados, lo que en francés se llama boutades y en castellano genialidades. Yo no lo niego: aunque nacida en un país del Noroeste, soy al pronto impresionable como cualquier Tartarin; pero creo que bajo la hoguera está la nieve, y que en las capas profundas de mi espíritu reina la calma: hasta advierto en mí acentuada propensión a ver el pro y el contra de muchas cuestiones, a cruzar la espada con el escudo, buscando justicia entre el apasionamiento de ataques y defensas. Por eso, a sangre fría, deseo rectificar, no resulten mis crónicas un libro misogallo, o antifrancés, que diríamos aquí.

Cuando, para analizar los libros y las crónicas de viaje, se habla de la necesidad de considerar que en ocasiones la escritura de los mismos es también reescritura, no solo debemos entender este concepto en el particular caso que ilustró Romero Tobar19, sino también considerar que esa reescritura puede haberse producido desde coordenadas o factores distintos, de entre los cuales el más común es la recopilación posterior de los artículos en un tomo. Me es imposible detenerme ahora en esta cuestión, dado que el objeto de mi estudio es analizar la figura de la viajera no solo en tanto que persona o personaje sino también en su calidad de cronista o narradora, atendiendo a las abundantes referencias y reflexiones que doña Emilia incluye en sus crónicas, pues al anterior apunte válido para un decálogo sobre el género, pueden sumarse las siguientes líneas que versan sobre otros aspectos del oficio de escribir:

[...] el estilo ha de ser plácido, ameno, caluroso e impetuoso, el juicio somero y accesible a todas las inteligencias, los pormenores entretenidos, la pincelada jugosa y colorista, y la opinión acentuadamente personal, aunque peque de lírica, pues el tránsito de la impresión a la pluma es sobrado inmediato para que haya tiempo de serenarse y objetivar. En suma, tienen estas crónicas que parecerse más a conversación chispeante, a grato discreteo, a discurso inflamado, que a demostración didáctica. Están más cerca de la palabra hablada que de la escrita20.

Un buen ejemplo de esa manera cordial o coloquial, desenfadada y suelta con que la narradora escribe de su experiencia cotidiana lo tenemos en este párrafo:

Después de rondar todos estos edificios, se queda uno más molido que si le hubiesen dado una soberana paliza: digo, supongo que después de una paliza debe de quedarse muy molido quien la sufra, y sé por experiencia que recorrer el parque de la Exposición es un ejercicio de los más fatigosos21.

La proximidad de ese lector al que nunca olvida explica asimismo otros rasgos de estas crónicas, como la amenidad —o la animación, según la denomina la autora—, y el humor indisolublemente puesto al servicio de aquélla. Un humor benévolo, condescendiente y cómplice, expresado en imágenes muy plásticas, a veces con sobreañadido hiperbólico, pero sin jamás deslizarse hacia lo caricaturesco; un humor de efecto punzante y contundente, consciente como lo es de estar escribiendo para lectores no familiarizados con las cosas de «por aquí» y a los que no basta una ligera alusión. Es, además, un humor que lo mismo revierte sobre lo propio como sobre lo ajeno y que puede tener por blanco un objeto, una costumbre —el efecto monárquico en los muy republicanos franceses—, un suceso o una persona, incluida la propia autora. Son ocasiones en que la cronista es más bien una deliberada «chismógrafa», que tampoco se olvida de reírse de sí misma.

La voluntad de ser amena conlleva la variedad temática dado que, frente a la habitual relación artístico-histórico-monumental que predominaba en los libros de viaje del periodo, las crónicas atienden a lo real presente e inmediato. La variedad al servicio de la amenidad (rasgo muy feijooiano)22, lleva aparejada —porque así lo exige— la alternancia, que se aprecia en la distribución o dinámica combinatoria de los asuntos no solo entre los distintos capítulos del libro sino incluso dentro de un mismo capítulo o entrega, en donde a menudo vemos tratado más de un tema (aunque por lo general las crónicas tienden a lo monográfico). Variedad hay asimismo en la extensión de las crónicas y en la frecuencia de las mismas (algunas van fechadas muy a seguido, mientras que otras guardan entre sí una mayor distancia). Y esta alternancia se percibe asimismo en el estilo y el modo de la exposición. Por consiguiente, junto a la variedad temática hay también diversidad en el plano formal, en lo referente al estilo y a la modalidad genérica, ya que hay textos que son crónicas propiamente dichas —referidas a la actualidad política o a los diversos eventos de la Exposición—, narraciones de viaje —que incluyen el desplazamiento y el trayecto inicial, la escapada a Suiza y Alemania, los paseos por la explanada de la Exposición y sus pabellones, con la pormenorizada descripción de los mismos—, biografías o si se prefiere «efigies», dada su brevedad y lo que tienen de retrato, y retazos autobiográficos —tanto del pasado como del presente—.

Sin embargo, lo más representativo de estos textos es ese viaje al centro de lo real, pues símbolo de la Exposición de 1889 lo fue la torre Eiffel, a su vez símbolo y emblema de la civilización industrial-mecanicista que por aquellos años cobraba nuevos impulsos y alcanzaba nuevos hitos. Asunto central será, pues, el de la maquinolatría moderna y la oposición Naturaleza-Artificio, dualidad en torno a la cual la posición de doña Emilia nunca será imparcial. Mejor dicho, la narradora, en la medida de lo posible, describirá con rigor y detalle el gigantesco esfuerzo de la industria moderna que allí se exhibe, pero sin ocultar nunca su personal posición o inclinación. Y si en materia estética se nos muestra ahora como ferviente defensora del artificio (la idea), en cuanto atañe al orden social y a las formas de vida, se mostrará poco entusiasta del artificio (la máquina) y sí románticamente defensora del orden natural, aun antes de entrar en contacto con esa realidad.

No es este el único aspecto que refleja la sensibilidad romántica de doña Emilia, manifiesta también en la crítica del filisteísmo burgués, hijo de la uniformidad y la grisalla que aqueja al siglo23, en su confesada inclinación a la fuga y la evasión así como en el sentimiento nostálgico del pasado o cuando se nos presenta como una viajera folklorista continuamente movida por sus instintos artísticos y cuya «condición errática y vagabunda»24 ha borrado de su perfil cualquier rastro de provincianismo o ruralismo (ese mundo suyo natal y familiar tan bien fijado en sus novelas) convirtiéndola en una dama cosmopolita, pero sin hacer ostentación de ello sino incorporando esa faceta a su mirada, que revierte en esas opiniones y juicios tan libres y desprejuiciados, además de singulares.

Pese a tan explícita y reiterada filiación romántica, la autora desempeñará con extremo rigor su tarea de cronista y, además de pintar el ambiente y relatar los pequeños pormenores que rodean al gran acontecimiento, describirá pormenorizada y ordenadamente los contenidos del mismo. Empezará dándonos la impresión que la Exposición Universal le produce vista desde fuera: el efecto que le causa la visión de tan dilatada planicie «cargada de edificios, parques, bosquetes, fuentes monumentales y blancas estatuas»25 y hablará de cómo, al poco, alma y mirada «se rinden al vértigo de tantas sensaciones visuales» derivadas de la magnificencia y la pluralidad que se extiende en torno. Contemplará la instalación a vista de pájaro desde la galería circular del Palacio del Trocadero, y nos dará una relación casi topográfica del escenario —pabellones, fuentes y ornamentos, palacios, jardines y alrededores—, acudiendo a los diminutivos —pabelloncitos, arroyuelos, colinitas— para subrayar la posición desde la que observa. Junto a esta impresión externa, encontramos la manifestación íntima de esa experiencia, la revelación del sentimiento anonadador —«hay que sentirse abrumado y reducido al estado atómico»26 que la embarga y la lleva, tras visitar la Galería de las Máquinas, a buscar refugio en la soledad, el silencio y la penumbra de una iglesia:

[…] las máquinas andan, respiran, giran, funcionan; estos monstruos de hierro y acero viven con una vida fantástica, y parece que me dicen con su chirrido y su estridor: «¡Oh, empedernidos amadores del pasado, oh, admiradores infatigables de las catedrales viejas y de los edificios muertos! También nosotros merecemos que se nos atienda. Aunque parecemos unos pedazos de bruto metal, en realidad representamos la inteligencia: quien nos mueve es el alma del hombre. Aunque no lo crean los soñadores idealistas, en nosotros hay un poema: somos estrofas, somos canto»27.

En la cuestión maquinística, doña Emilia está más próxima a los espíritus románticos de principios de siglo XIX —planteándose el tema de la civilización y el progreso desde un punto de vista humano y cuestionándose por tanto su relación con la felicidad— que a la exaltación futurista de la máquina propia de los tiempos que no tardarán en llegar28, lo cual no impide que se detenga en tales temas lo bastante como para extender sobre ellos una mirada personal y vigilante, aun por más rechazo que el objeto le produzca.

Ante lo que sí se entusiasma es ante el prodigioso desarrollo de la electricidad y cualquier espectáculo luminotécnico solo arrancará de sus labios entusiasmo y elogios, por la proximidad de las luces a la magia y por su indudable naturaleza poética. El soberbio espectáculo de la ciudad iluminada al atardecer, la «bacanal de luces» en que se ha convertido el París de la Exposición, le arranca uno de los más expresivos párrafos del libro:

[...] A lo largo de las fachadas, señalando las ventanas, puertas, molduras y cornisas hasta los pisos más altos, las líneas de luz nacen y se destacan poco a poco, hasta que de repente queda toda la orilla derecha de París adornada con estrellas y girandolas de diamantes. Los puentes tienen cada cual una iluminación distinta. El de las Artes luce lamparillas verdes, amarillas y rojas; de trecho en trecho, un mástil sostiene un blanco tulipán trasparente. El Puente Real, lamparillas blancas. En el de Arcole alterna globos de fuego y de oro; los colores de mi patria. El de la Concordia está alumbrado por pirámides de luz. Por el fondo de París cruzan innumerables retretas con farolas. El Arco de Triunfo dibuja sobre la oscuridad nocturna un círculo de fuego29.

Tal espectáculo la lleva al sorprendente extremo de afirmar la superioridad del artificio frente a la Na­­turaleza. Es la visión estética la que explica30 tan sorprendente declaración, Y así, cuando habla del vertiginoso desarrollo de la electricidad y los progresos que genera (el nuevo fonógrafo, el micrófono, el teléfono, los grandes reflectores, los aisladores magnéticos), introduce un comentario que bien podría haber atraído la atención de algún hispanista y lanzarlo a un sugerente y prometedor estudio aún pendiente de realizar:

Y si siguiésemos la pista a las nociones de la electricidad en el lenguaje, veríamos que desde fines del siglo XVIII la pasión adquiere un vocabulario nuevo, prestado por las fuerzas naturales recientemente descubiertas.

Ton poétique nom

électrisa ma vie a son premier chaînon

dijo el abate Barthelemy, y desde entonces todos los enamorados se creyeron máquinas eléctricas...31.

Doña Emilia no entiende aún la belleza del hierro en oposición a la de la piedra por su marcado carácter utilitario, si bien comprende racionalmente que esa «humorada científica» que es la Torre Eiffel inaugura una nueva etapa de la Humanidad. Su deber de cronista encargada de divulgar las novedades que acoge la Exposición no supone lastre alguno para dar cabida en estas páginas a una visión muy subjetiva de aquella experiencia, además del juicio personal o la valoración de cuanto ve y observa, por espinoso que sea el asunto enfocado. Por otra parte, la singularidad de su mirada la lleva a interesarse por países desconocidos y prometedores o emergentes, como Rusia, sobre cuya literatura había escrito un nada desdeñable ensayo32, en el que ya manifestaba el interés por sus costumbres, su carácter, su pujante literatura, su comunismo práctico o el místico ardor de su nihilismo.

Siempre ofrecen las Crónicas un enfoque singular y personalísimo de los asuntos, a veces muy novedosos en ciertas cuestiones. Desde su feminismo confeso33 podemos entender la divertida defensa del traje partido (lo que hoy llamamos falda-pantalón) que aquel año se le ocurrió lanzar a un avanzado modisto. Vale la pena citar este pasaje que muestra la vehemencia de una narradora que al iniciar esta entrega sobre «trapos, moños y perendengues», afirmaba irónicamente: «Ya estoy en mi elemento». Y valga decir que es uno de los capítulos más interesantes del libro, pues contiene un delicioso y bien documentado análisis de la evolución de la indumentaria en relación con los grandes acontecimientos históricos; un análisis que por momentos anticipa elementos semiológicos de Roland Barthes, por cierto. Pero oigámosla hablar en defensa razonada de la «moda de más miga y de menos aplicación real de este año», la divided skirt o traje con pantalón34:

Nadie se haga cruces. He visto expuesto en un escaparate un traje airoso y práctico, cuya creación, obra de eminente sastre inglés, se debe a la necesidad en que se ven muchas norteamericanas de andar aprisa y no enredarse las enaguas cuando suben a tranvías, coches y barcos de vapor. El pudor y la decencia —que son hijos de la civilización y no de la inocencia primitiva, aunque otra cosa se figure la gente rutinaria— quedan mil veces más a salvo con el divided skirt que con los provocativos faralaes, que en momentos de apuro, viajando y andando aprisa, se pasan de indiscretos. Si a esta condición de resguardar la honestidad se añade la de la baratura, abrigo, ventajas higiénicas y gusto estético, insisto en que no veo motivo de escandalizarse. ¿No tienen todas las señoras trajes muy distintos para las diferentes circunstancias de la vida? ¿No hay vestidos de trote, de callejeo, de casa, de baile, de comida, de baño y playa? ¿Pues por qué no ha de haber el de viaje y trabajo, y no ha de ser éste el divided skirt, con su gentil zuava, su bonito faldellín, sus pantalones bombachos decorosos y bien hechos?35.

Y no se piense que es el beligerante feminismo de doña Emilia lo que explica tal posición, pues su firme creencia en la necesidad de un cambio profundo en las relaciones entre los sexos no le impide, sin embargo, analizar críticamente ciertos modos de la Bernhardt, análisis que hoy las «políticamente correctas» quizás reprobarían. Doña Emilia vio actuar a la diva en un teatro parisino y a raíz de ese espectáculo reflexiona inteligentemente sobre el corsé o freno que en el talento artístico de la Bernhardt supone cultivar con cierto regodeo innecesario los aspectos más «femeninos» de su talento artístico: